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Colección de 5 de las mejores obras del autor Arthur Conan Doyle que incluye:Estudio en escarlataEl ciclista solitarioEl sabueso de los BaskervilleLas aventuras de Sherlock HolmesLa aventura del colegio Priori.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Arthur Conan Doyle
Índice
(Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y ofi-cial retirado del Cuerpo de Sanidad)
1. Mr. Sherlock Holmes
2. La ciencia de la deducción
3. El misterio de Lauriston Gardens
4. El informe de John Rance
5. Nuestro anuncio atrae a un visitante
6. Tobías Gregson en acción
7. Luz en la oscuridad
SEGUNDA PARTE. La tierra de los santos
1. En la gran llanura alcalina
2. La flor de Utah
3. John Ferrier habla con el profeta
4. La huida
5. Los ángeles vengadores
6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina
7. Conclusión
Primera parte
(Reimpresión de las memorias
de John H. Watson, doctor en medicina
y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)
En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos allí mis estudios, fui puntualmente destinado el 5.0 de Fusileros de Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo. Seguí, sin embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi nuevo servicio.
La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y calamidades. Fui separado de mi briga-da e incorporado a las tropas de Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas.
Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las muchas fatigas sufridas, fui trasla-dado, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de Pes-hawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones indias. Du-rante meses no se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó sin más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud malparada para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un go-bierno paternal, para probar a remediarla.
No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre como una alondra ––es decir, todo lo li-bre que cabe ser con un ingreso diario de once chelines y medio––. Hallándome en semejante coyuntura gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera fatal cuantos desocupa-dos y haraganes contiene el imperio. Permanecí durante algún tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por hacer-me a la idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y pretencioso.
No había pasado un día desde semejante decisión, cuando, hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de caballos..
––Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? ––me preguntó sin embozar su sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las pobladas calles de Londres––. Está delgado como un arenque y más negro que una nuez.
Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos a destino.
––¡Pobre de usted! ––dijo en tono conmiserativo al escuchar mis penalidades––. ¿Y qué proyectos tiene?
––Busco alojamiento ––repuse––. Quiero ver si me las arreglo para vivir a un precio razonable.
––Cosa extraña ––comentó mi compañero––, es usted la segunda persona que ha empleado esas palabras en el día de hoy.
––¿Y quién fue la primera? ––pregunté.
––Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química, en el hospital. Andaba quejándose esta ma-ñana de no tener a nadie con quien compartir ciertas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que pare-ce, si bien de precio demasiado abultado para su bolsillo.
––¡Demonio! ––exclamé––, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones, soy el hom-bre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.
El joven Stamford, el vaso en la mano, me miró de forma un tanto extraña.
––No conoce todavía a Sherlock Holmes ––dijo––, podría llegar a la conclusión de que no es exactamen-te el tipo de persona que a uno le gustaría tener siempre por vecino.
––¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?
––Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala persona.
––Naturalmente sigue la carrera médica ––inquirí.
––No... Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y es un químico de primera clase; pero según mis informes, no ha asistido sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue en el estu-dio rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho acopio de una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían atónitos no pocos de sus profesores.
––¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos?
––No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede resultar comunicativo cuando está en vena.
––Me gustaría conocerle ––dije––. Si he de partir la vivienda con alguien, prefiero que sea persona tran-quila y consagrada al estudio. No me siento aún lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesi-va agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en grado suficiente para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este amigo de usted?
––Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio ––repuso mi compañero––. O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí des-pués del almuerzo.
––Desde luego ––contesté, y la conversación tiró por otros derroteros.
Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.
––Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él ––dijo––, nuestro trato se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de toda responsabilidad.
––Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino ––repuse––. Me da la sensación, Stamford ––añadí mirando fijamente a mi compañero––, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos.
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