Comiendo en Hungría - Pablo Neruda - E-Book

Comiendo en Hungría E-Book

Pablo Neruda

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Beschreibung

Antes de ser galardonados con el premio Nobel, los dos ilustres escritores latinoamericanos ensalzaron las excelencias culinarias de Hungría, describiendo con todo lujo de detalles los secretos de su cocina, con unos relatos aderezados de humor y "salero". Corría el año 1965, en plena Guerra Fría, en un escenario internacional dominado por ideologías en pugna en el que abundaban paradójicas alianzas; y el resultado de esta colaboración artística, vital e ideológica fue un libro para sibaritas, publicado ese mismo año simultáneamente en cinco idiomas, que describe las vivencias de ambos poetas entre amigos y comensales; disfrutando de la camaradería proletaria popular que salpimentaba las opíparas mesas de los restaurantes, tabernas y comedores de Budapest y de sus pintorescos alrededores.

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Presentación

GREGORIO MORÁN

Nada es inocente. Incluso este libro, pantagruélico y gozoso, tiene sus recovecos, que ayudan a entenderlo. Y porque nada es inocente resulta obligado situarlo en unos años —los sesenta del siglo XX— cuando la llamada “guerra fría” entre el capitalismo y el comunismo apenas dejaba resquicio sin cubrir. Aunque suene como un disparo en el museo: este libro es un producto genuino de la “guerra fría”.

Entre manteles, fogones, paprikas, tokais y hasta zíngaros disfrazados que hacen sonar sus violines para mayor placer y satisfacción de los protagonistas, entre todas esas apelaciones a la tradición y al folklore, late una intención: dejar pasmado al personal ante la nueva Hungría. Olvídense ustedes de la rebelión de 1956 y de los tanques rusos arrasando Budapest; Miguel Ángel Asturias y Pablo Neruda atestiguan que se come, se bebe y se disfruta en Hungría tan bien o mejor que 25 años antes, cuando aún no se había impuesto el socialismo. Con la aplastante sinceridad del intelectual oficial, el escritor Ivan Boldizsar se lo dirá a ustedes en la introducción, la misma que preparó la Editorial Corvina del estado húngaro, para las ediciones plurilingües —español, francés, inglés…— posteriores todas a la invasión de Checoslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, Hungría incluida, en agosto de 1968. La húngara había aparecido ya antes.

Ése sería el paisaje de fondo, el tapiz sobre el que se han bordado las escenas de este libro que constituye una singularidad, tan llena de curiosidades que sin ninguna duda podrían convertirlo en un objeto de culto. O en un guión cinematográfico. Dos poetas hispanoamericanos celebran su particular “gran bouffe”. Lo hacen ya entrados en años, en la curva final, y por si fuera escasa hazaña, gozando de una de las cocinas más contundentes del planeta. Y si bien se trata de escritores cuyo compromiso político es señal constante de su trayectoria, no es fácil detectar referencias políticas, por más que las haya.

Todo y mucho más, que el lector irá descubriendo, convierten a “Comiendo en Hungría” en una singularidad, una rareza de la que no menos llamativo es que el título utilice el tiempo verbal más difícil para la poesía de cuantos existen en la lengua castellana, el gerundio; eficaz para la sátira y la burla, pero limitado para la delicadeza.

En agosto de 1965 Miguel Ángel Asturias y Pablo Neruda llegan a Budapest como huéspedes de honor del gobierno húngaro. Están de paso, pero se quedan en el que será un festejo continuo. Asturias se dirige a Yugoslavia en su condición de representante del Pen Club; va con el ánimo de ser elegido presidente de Pen Club Internacional, lo que no ocurrirá. Neruda por su parte viaja a Moscú para ejercer de jurado del Premio Lenin, que aquel año se concederá a su amigo Rafael Alberti.

Asturias y Neruda son dos instituciones de la literatura latinoamericana, por más que entonces ninguno de los dos hubiera obtenido el Nobel; sólo el chileno había sido galardonado en 1950 con el Premio Stalin, rebautizado luego como Premio Lenin. Los dos escritores tienen muchos puntos en común. Aunque la gloria de Asturias descansará sobre las novelas, se inició como poeta y siguió ejerciendo con modesta fortuna; incluso este libro incluye cinco poemas suyos. No haría falta; la fuerza de su poesía es fácilmente detectable en los relatos. Su novela más elaborada y más conocida, “El Señor Presidente” (1946), está preñada de imágenes poéticas deslumbrantes.

Dos poetas, pues. Además, gordos. Incluso muy gordos, tanto, que entre sus amigos los llaman “los dos chompipes”, palabra que en Guatemala y otros países de Centroamérica, designa al pavo, en este caso al espectacular pavo criollo. Su considerable estatura —Asturias alcanzaba 1,80— y su barriga prominente dieron en imaginar a uno de sus agudos conocidos que los contemplaba caminar juntos: “ahí van los dos chompipes”. Tiene su aquel el símbolo del pavo, pero la imagen quedó. Por respeto a la veteranía, Neruda llamará amistosamente a Asturias “el Gran Chompipe”. Son importantes estos detalles para entender el imparable festejo gastronómico que es el libro.

Luego está la edad. Trascendental, porque se van a meter entre pecho y espalda los suculentos platos de una de las cocinas cuyo contenido calórico y su difícil digestión lo señalan sus cocineros más reputados. Károly Gundel, chef de cocina con muchos años de oficio y tradición familiar inveterada, precisa en uno de los raros libros de cocina húngara traducidos al castellano: “la mayoría de las recetas que figuran en este libro —“La cocina húngara”. Budapest. 1956- no son precisamente fáciles de digerir”. Pablo Neruda acababa de cumplir 61 años y Asturias está a punto de alcanzar 66.

Dos sesentones afrontan con temeridad sesiones gastronómicas que a buen seguro resultarían hoy socialmente incorrectas y políticamente imposibles. Lo escriben ellos sin rubor y esa audacia que concede saber que ya lo mejor ha quedado atrás, que sólo resta jugar las últimas partidas: “De las cocinas huyeron las horas amorosas de la preparación de platos y pasteles, y la tristeza disfrazada de preocupación por la gordura, la línea, el pecado, el costo…acabó con lo que antes era grato y placentero, sentarse a comer. Ahora no se come. Se toma de los platos, con aire de no quiero, determinada cantidad de alimentos que contienen no más calorías de las necesarias. ¡Cuidado con pasarse o propasarse! ¡Cuidado!”. Lo escribe Asturias con precisión premonitoria en un texto jocundo y bellísimo que titula “Alegato del buen comer”.

Un guatemalteco y un chileno disfrutan de una cocina suculenta, de las más mezcladas —intercultural, se diría ahora— de las cocinas europeas. Si el libro nació de la improvisación y el gozo, del disfrute, mucho se lo debe también a la capacidad de Ivan Boldizsár para proyectar, incitar y promover. No tendremos un correcto relato del paisaje húngaro de estos dos poetas gordos dispuestos a dejarse llevar por las delicias de la gastronomía del país sin la figura del jefe del Pen Club húngaro, el escritor Ivan Boldizsar (1912-1988); viajero y cronista en las Américas, stalinista reconvertido, conocedor del mundo, a la manera de los viejos húngaros, anteriores a la primera Gran Guerra. Porque hay una Hungría anterior y otra posterior a la Primera Guerra Mundial. El tratado de Trianon la despojó de los dos tercios de su territorio, convirtiéndola en un “estado enano”, según definición de Arthur Koestler.

Y está la Editorial Corvina, oficial y plurilingüe, promotora de arte y cultura. La poeta e hispanista Eva Toth decía, con agudo humor húngaro, haciendo el balance de Corvina: “Publicábamos libros bellos; a veces, buenos”. No cabe ninguna duda de que “Comiendo en Hungría” pertenece a esa doble categoría de bello y de bueno.

Es imprescindible referirse a la importancia del libro en Hungría. Probablemente Budapest sea la única ciudad del mundo que podría disputar, aunque perdiera, la hegemonía que ostenta Buenos Aires en el mundo, cada vez más imposible, del amante de las librerías. Culturalmente, Hungría es una singularidad tan llamativa como su gastronomía. Ambas durante varias décadas completamente estatalizadas. Porque conviene indicarlo, para no caer en ingenuidades. Tanto los suntuosos restaurantes que figuran en esta peculiar guía de la Gran Cocina húngara para invitados oficiales, como la editorial Corvina que lo editará, están bajo el estricto control del Estado.

¿Tiene esto alguna importancia a efectos literarios? Ninguna. ¿Y a efectos gastronómicos? Mucha. Si usted hubiera ido a comer al “Alabardos” en Buda o al “Matyas Prince” en Pest, sin una invitación oficial y sin representantes del estado, el trato, la cocina, la mesa, todo, sería diferente. Por tanto, a fuer de objetivos hay que señalar que el libro podría ajustarse un poco más a la realidad y a la imaginación del lector si se hubiera titulado “Comiendo en Hungría, con la nomenklatura”. Expresión, la de nomenklatura, que designa de una manera global a los altos cargos de los diversos países del socialismo real. Cualquier visitante de aquellos países, anterior a 1989 y la caída del muro de Berlín, sabe de qué hablo. No se trataba de una cuestión económica, de pagar más o menos por un gran almuerzo o una cena ateniéndose a la carta, sino de la condición del comensal; de la diferencia entre ser “invitado oficial” y no serlo. Si esto es importante en el campo de la cultura, ¿cómo no habría de serlo en el de la gastronomía?

De haber sido músicos y no poetas —el poeta tiene una adscripción a la lengua propia que lo engrandece y lo limita; cabe recordar aquel triángulo mágico formado por Rilke, Pasternak y Tsvietaieva en un epistolario que se convirtió en leyenda, “Cartas del verano de 1926”- Hungría hubiera seguido siendo el país de otro gozo, no menos placentero y trascendente, el de la música. Seamos sinceros, ¿acaso nuestros Asturias y Neruda, con sus viajes fastuosos y sus palacetes y restaurantes históricos, no nos evocan un poco al frágil Rilke, lo más lejano a un “chompipe”, pero ansioso de mansiones hermosas y residencias tranquilas, bien acondicionadas y gratuitas? Los poetas, como gremio, se diferencian en muy poco, siempre y cuando les den la oportunidad de parecerse, lo que casi nunca ocurre. ¿Quién se hubiera negado a una “tournée” a lo Gran Señor por los fogones y las bodegas húngaras? Y pagarlo todo, o compensarlo con creces, escribiendo un libro divertido, lleno de guiños y complicidades.

Eran pues poetas, y no músicos. Además ni Asturias ni Neruda tenían especial sensibilidad musical que no fuera la de las palabras; el pentagrama, para entendernos, les quedaba ajeno. Un festín como el que hace su colega Alejo Carpentier en “Concierto Barroco” —otro juguete trascendente del mundo de la creación y el gozo- algo más tardío, pero igualmente divertimento de ancianidad, hubiera sido impensable en ellos. Son escritores y trabajan con la palabra. Eso explica quizá por qué no hay ninguna referencia musical en el país donde la música constituye un elemento presente siempre, y no sólo por los violines zíngaros que acompañan los almuerzos turísticos. No hay música en esta “grand bouffe”, fuera de la de las palabras, pero sí aparece la pintura y, cómo no, la literatura.

No es nadería la explícita cita al museo de Bellas Artes de Budapest y el apunte personal, casi íntimo, de Neruda sobre su redescubrimiento de Murillo. ¡El autorretrato! Es el mismo Murillo, al que él había mirado desdeñosamente en su intensa experiencia española. Y también El Greco, y Zurbarán, y cómo no Goya. Los Goyas de Budapest. Literatura también hay, y llamativa. Probablemente Ivan Boldizsár les habló de Krudy, porque es difícil que supieran algo de él antes de llegar a Hungría. Escasamente traducido —en castellano en fecha recientísima—, Gyula Krudy (1878-1933) aparece como un referente obligado en su mundo literario. Lo afirman ellos, los magyares, no nosotros, que apenas tenemos una somera idea.

Pero lo cierto es que aparece Krudy y lo hace como mítico cocinero voluntario en uno de los restaurantes más tradicionales de Budapest. Probablemente fue el resultado de las charlas, altas en grados y colesteroles, que se entablaban con nuestros protagonistas, porque Krudy en Budapest no es la leyenda del “chef” atrabiliario sino el símbolo de la bohemia radical y de los tiempos pasados que ya nunca volverían. Debe interpretarse como una prueba de su sensibilidad el que recogieran en un libro tan gozoso la personalidad de Krudy, pero me temo que para un húngaro, aquello que nosotros apenas intuimos, podría considerarse una simiente cultural que merece mayor respeto. A Krudy dedicó Sandor Márai (1900-1989) páginas sentidas y hermosas en un momento culminante de su vida; cuando se despide de Hungría para siempre, y evoca las desgracias de su patria:

“Krudy nunca fue un escritor popular: los autores lo veneraban porque intuían que existía un hombre que estaba creando algo que no tenía precedentes… Cuando él murió, en su casa de una sola planta de la calle Templom no había ni luz porque no había podido pagar la factura… La casa, en la Vieja Buda, constituía una vergüenza para el país… En su destino también se ve qué pobre era, en realidad, la Hungría del siglo XX después de Trianon”. (S, Marái. “¡Tierra, tierra!”. Barcelona. 2006)

Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Son más importantes los protagonistas o el texto? Inseparables, quizá, inseparables. Estamos ante la Gran Bouffe, mucho antes de Marco Ferreri, y con un fondo y final nada cáusticos sino al contrario, pletóricos de placidez y orgullo. La Gran Comilona de dos sesentones que ya lo han dado casi todo. Literariamente sobreviven de un pasado brillante, nada les queda fuera de los detalles. Premios y homenajes.

El Nóbel les llegará pronto; a Asturias dos años después, en el 67, y a Neruda en 1971, pero su obra ya estaba cubierta, como esas casas de antes donde se ponía el ramo para indicar que ya se había techado. Les quedará por escribir algunas cosas, nada trascendental, y por vivir otras cuantas, algunas de ellas definitivas. El golpe de estado de Pinochet, que precipitarán su muerte, en Neruda. La arriesgada aventura de su hijo Rodrigo, convertido en jefe guerrillero de la ORPA (Organización del Pueblo en Armas), para Asturias.

¿Cabría pensar que de haber sido invitados a Rumanía o Polonia podrían haber hecho lo mismo? Sin ninguna duda, pero hubiera sido otra cosa. Ya existía una experiencia. Miguel Ángel Asturias había pasado una temporada en Rumanía, en aquellos hospitales rejuvenecedores que tanto éxito tuvieron a partir de los años cincuenta, y de ahí le salió un libro. Una ordinaria forma de agradecimiento y pago, titulada “Rumanía, su nueva imagen” (1964). Pero aquí estamos ante otra cosa.

Y esa otra cosa son dos compadres, escritores latinoamericanos, buenos comedores, abundantes bebedores –el vino es importante en el libro, y los vinos húngaros en verdad que exigen una atención especial-, que se sientan a suculentas mesas de cocina tradicional - popular, burguesa y aristocrática- en un momento gratificante de su vida. Son felices. Y dejémoslo aquí, para no entrar en ese lado íntimo que realza los placeres del comer y del beber, la compañía, y que es fácilmente detectable en la envergadura de la satisfacción, una especie de magnificencia que impregna tanto la prosa como los versos de quienes están “Comiendo en Hungría”. Parece escrito para ser recitado.

Con toda probabilidad la idea del libro surge del placer múltiple de la mesa y la compañía, no es un pago a nada, y eso lo convierte en una rareza. Un divertimento de dos grandes escritores ya mayores a quienes nadie, que no fuera Hungría y los hispanistas de la editorial Corvina, hubiera pagado la osadía de mostrar sus sentimientos sobre el placer de comer y beber. ¿Alguien se imagina un libro así sobre la cocina italiana o española, o incluso francesa? Los condicionantes editoriales hubieran hecho muy difícil plasmar la idea.