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Publicado por primera vez en 1906, Cómo hacer bien el mal es una clase magistral sobre la subversión impartida por uno de los personajes más reconocidos y misteriosos del siglo XX. En la obra, Houdini recoge, a partir de entrevistas a delincuentes y agentes de policía, sus hallazgos en lo referente a los métodos más infalibles para cometer un crimen y salir airoso del asunto. Este volumen ofrece lo mejor de esos escritos junto con otros artículos menos conocidos del artista sobre su personal método de engaño: la magia. Al revelar los secretos de sus trucos estrella —incluidos los escapes de esposas y ataduras— y echar por tierra los métodos de sus rivales, demuestra ser un escritor tan inteligente y astuto como lo era en tanto ilusionista, además de sorprendentemente generoso con los secretos de la profesión. Todo ello convierte a ésta selección única de ensayos en una auténtica guía anti-protocolaria e indecente, y a la par una demostración de que las cosas no son siempre lo que parecen. En un exclusivo prólogo a este volumen, Teller —mago, cómico y mudo asistente de Penn Jillette— eleva la voz para hablar del más grande ilusionista de la era moderna: Harry Houdini.
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Teller
Houdini sabía de marketing. Se hacía llamar «El Gran Auto-Liberador, Rey Mundial de las Esposas, y Escapista de Prisiones». Ésta fue la marca con la que machacó a su público conforme construía su carrera. Y prendió.
Cuando pensamos en Houdini, imaginamos un desafiante hombrecillo musculoso de penetrantes ojos azules; vemos a un prisionero desnudo salvo por unas esposas atadas delante de la entrepierna; policías confundidos regresando a la celda de una prisión de la que Houdini se ha esfumado inexplicablemente; un loco maniatado desprovisto de toda prenda salvo unos calzones que se arroja desde un puente hacia una muerte segura en un río; un sacrificio humano, en camisa de fuerza, colgado por los tobillos boca abajo sobre una atestada calle metropolitana mientras se contorsiona y zarandea, se libera, y luego deja caer la camisa de fuerza sobre el mar de rostros tornados hacia el cielo y extiende sus brazos invitando al aplauso como un Jesús invertido.
Pero como ocurre con cualquier buena marca, la imagen simplifica demasiado el producto. El invulnerable superhéroe atleta tenía una vertiente intelectual. Un autógrafo de Houdini dice así: «Mi cerebro es la llave que me libera». Houdini reverenciaba la erudición (su padre era rabino) y le atormentaba su escasa formación académica (asistió a la escuela sólo hasta sexto curso). Pero Houdini era especialista en pasar sobre los obstáculos como una apisonadora. Conforme se hacía un nombre, invirtió la mayor parte de su fortuna en libros. Su colección atestaba su casa desde el sótano hasta el ático. Contrató a un bibliotecario y en una ocasión presumió ante un corresponsal diciendo: «De hecho, vivo en una biblioteca, ¿sabe usted?». Cuando falleció en 1926, sus libros se valoraron en medio millón de dólares, el equivalente a más de seis millones de dólares en la actualidad. Una parte de la colección de Houdini conforma hoy por hoy uno de los tesoros de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Houdini también aspiraba a ser escritor. Su mayor pericia era el engaño, tanto legítimo (la magia) como ilegítimo (el crimen), y produjo fascinantes libros, panfletos y artículos periodísticos. El lector está a punto de disfrutar de algunos de sus escritos más enérgicos y menos conocidos.
En el estilo de Houdini, el lector advertirá dos voces opuestas. Una es descarada y propia de un bravucón experto en peleas callejeras. Ése es el Houdini en bruto, el hombre autodidacta que sólo estudió hasta sexto curso, cacareando sus tajantes puntos de vista. El otro estilo es todo florituras y revestimiento, con latinajos, oraciones complejas y citas de la literatura clásica. El contenido es de Houdini, pero traducido del espectáculo de feria al salón de conferencias por negros que hacen que suene como el individuo erudito que su padre quizá hubiese admirado.
En la categoría del Houdini en bruto, hemos desenterrado algunas perlas de la Conjurers’ Monthly Magazine, una revista profesional que publicó Houdini y que estaba repleta de noticias, historia y consejos para compañeros magos. Aquí habla de las triquiñuelas del ilusionismo. Houdini trabajó en una época anterior a la amplificación electrónica, cuando las estrellas del escenario necesitaban voces de cantante de ópera. Houdini nos enseña cómo nosotros, también, podemos lanzar nuestras consonantes hasta el gallinero.
La magia en los días de Houdini no era mejor que ahora, y Houdini no teme reconocerlo. La mayoría de artistas va de truco en truco y «se contenta con la mera ejecución», como expresa Houdini sin tapujos. Houdini, que había visto y conocido a los más grandes ilusionistas, ofrece alternativas.
También podemos conocer al Houdini peleón, el fanfarrón macho dominante que no toleraba imitadores y que se lanzaba contra la competencia como un gallo de pelea. Puede que el lector encuentre un tanto irritante el despotrique de Houdini contra quienes le copiaban, pero su ira resulta comprensible. La magia es una forma menor de entretenimiento. Los magos no disfrutan de la protección sistemática de su obra original, como sí que ocurre, por ejemplo con los músicos. Si alguien compone una canción y otra persona la graba, esa persona le debe crédito y derechos. Pero los magos como Houdini dedicaban años a desarrollar material para que luego un cabeza de chorlito se lo robara de la noche a la mañana. Le cabreaba enormemente. De modo que no me sorprende que Houdini se muestre tan batallador en ese punto.
Los ilusionistas engañan a su público. Pero sólo durante un ratito, sólo en el teatro. Caído el telón, uno puede maravillarse ante el modo en que el mago ha parecido hacer aparecer un fantasma, pero no cree que el espectáculo haya demostrado que los fantasmas existan. Uno se siente maravillado, no estafado. Esta distinción constituía un valor moral para Houdini, y buena parte de su obra escrita está consagrada a desenmascarar a personas que presentaban sus trucos como reales.
A finales de la primera década del siglo xx, las grandes ciudades americanas eran cada vez más grandes y anónimas, y el estamento de delincuentes urbanos iba en aumento: ladrones, carteristas, rateros de tienda y embaucadores, que confiaban antes en su astucia que en la fuerza bruta. Houdini se encontraba en una buena posición para estar al tanto de los tejemanejes de estos delincuentes. En pro de aquellos ardides publicitarios que venían a ser sus fugas de celdas carcelarias, Houdini cultivaba una estrecha relación con la policía a lo largo y ancho de Estados Unidos y Europa, y sus amigos policías le permitían entrevistar a delincuentes. Ser objeto de la atención del artista más famoso del mundo les halagaba mucho, y con orgullo desembuchaban sus métodos. Houdini llevó al papel las más divertidas y ocurrentes de esas confesiones en Cómo hacer bien el mal, del cual presentamos una serie de perlas escogidas. Se trata de un texto que siempre me ha parecido que constituiría un anteproyecto perfecto para una formidable serie de televisión.
¿Por qué este interés desmedido por el crimen en un mundo tan seguro como en el que hoy vivimos? Como bien explica Houdini, conocer los trapicheos de los bajos fondos nos ayuda a evitar convertirnos en sus víctimas. Pero en mi opinión, existe una razón menos sombría: llevamos unas vidas seguras, sin falta de alimentos, y la parte animal de nuestra naturaleza no lo ha captado todavía. Una parte de nosotros todavía ambiciona perseguir nuestro sustento por el bosque y matarlo con nuestros propios colmillos. De modo que la gente a la que le gusta leer sobre el crimen y la violencia es, por lo general, gente tranquila como lo podemos ser usted y yo. Contemplamos autopsias en la tele mientras disfrutamos de la cena, y es así como tiene que ser. En Cómo hacer bien el mal mi ardid preferido es el de la joyería con el chicle. No se lo pierdan.
De la mano del interés de Houdini por los truhanes va su pasión por las desagradables y sensacionalistas artes menores como son la deglución de piedras y la regurgitación de cerveza, sobre las que escribió en Miracle Mongers and their Methods. No recomiendo iniciar una nueva carrera basada en las detalladas instrucciones que sobre estas maravillas nos ofrece Houdini. Recuerden que el arte del ilusionista es presentar la aburrida realidad como una fascinante imposibilidad. Houdini lo llamaba «mistificación» y añadía, con un par: «pero yo hago trucos que nadie puede descubrir».
De forma que mientras lea, ya sea el Houdini basto o el refinado, tenga en mente, por favor, que aunque le adore (y lo hará) era un showman, un fabricante de marca, no un historiador. Tácito, el cronista romano —y antes de que decida que este párrafo fue escrito por un negro, reconozco que en otro tiempo enseñé Latín en la escuela—, dijo: «Fingunt simul creduntque», «Ellos lo inventan, y al mismo tiempo, lo creen». Esto es aplicable con frecuencia a Houdini. Es invariablemente aplicable a todos aquellos que fabrican una marca. Lo es, sin duda, a mí mientras escribo esto. Y si se escucha a sí mismo contar las historias que hacen que la vida merezca la pena, descubrirá que es aplicable a usted, también.
[1] Teller es desde 1975 la mitad más discreta del dúo de magos Penn & Teller. Ha escrito cinco libros y disfrutado de exitosas temporadas en cartel en Broadway, tours mundiales con las entradas agotadas, papeles protagonistas en series de televisión y la actuación que más tiempo ha estado en cartel en Las Vegas. Cuenta en su haber con un Emmy, el Premio del Gremio de Escritores, un Obie y el galardón del Drama Critics Circle.
Arthur Conan Doyle
¿Quién fue el mayor azote de los médiums de los tiempos modernos? Houdini, sin ninguna duda.
¿Quién fue el mayor médium físico de los tiempos modernos? Hay quien se inclinaría por dar la misma respuesta. No sé cómo se podrá demostrar ahora de una vez y para siempre, pero las pruebas circunstanciales pueden ser muy sólidas, como dijo Thoreau al encontrar una trucha en la jarra de leche. Preveo que el asunto será motivo de debate en los próximos años, de manera que mi opinión, dado que lo conocí bien, y siempre tuve en mente esta posibilidad, puede resultar de interés. Si hubiera otros que sumaran su experiencia para apoyar o rebatir mis conjeturas, a la larga quizá se pueda obtener algún resultado.
Expondré, en primer lugar, algunas de mis impresiones personales sobre Houdini. A continuación haré hincapié en algunas fases de su carrera que demuestran su carácter singular; acto seguido, razonaré sobre la fuente de sus poderes únicos.
En primer lugar diré que en una larga vida que ha tocado todos los aspectos de la humanidad, Houdini es, con mucho, el personaje más curioso y enigmático con el que me he encontrado. He conocido hombres mejores, y, sin duda, mucho peores, pero jamás he conocido a un hombre de una naturaleza dotada de tan extraños contrastes, y cuyos actos y motivaciones fuesen más difíciles de prever o conciliar.
En primer lugar, y tal como corresponde, haré hincapié en el gran bien que había en su naturaleza. Poseía en grado sumo la cualidad masculina esencial de la valentía. Nadie ha hecho y, tal vez, no haya posibilidad humana de que nadie haga jamás, proezas tan temerarias. Toda su vida fue una larga sucesión de tales proezas, y cuando digo que entre ellas se contaba el saltar de un aeroplano a otro, con las manos esposadas, a una altura de tres mil pies, podemos hacernos una idea de hasta qué extremos era capaz de llegar. Sin embargo, en esto, como en muchas otras cosas referidas a él, había cierto elemento psíquico que él estaba dispuesto a reconocer abiertamente. Me refirió que una voz completamente independiente de su propia razón o juicio le dictaba qué hacer y cómo hacerlo. Mientras obedeciera a esa voz su seguridad quedaba garantizada. «Es tan sencillo como saltar de lo alto de una viga —me dijo—, pero debo esperar esa voz. Esperas antes del salto y te tragas la cobardía que todo hombre lleva dentro. Y cuando por fin oyes la voz, te lanzas. En cierta ocasión salté por propio impulso y casi me parto la crisma.»
Fue lo más parecido a una confesión que logré conseguir de él y que corrobora que yo tenía razón al pensar que en todas y cada una de sus proezas había un elemento psíquico esencial.
Además de su asombrosa valentía, en la vida diaria destacaba por su jovial cortesía. No cabía desear mejor compañía que la suya, siempre y cuando se estuviera presente, pues en cuanto se ausentaba uno, era capaz de hacer y decir las cosas más inesperadas. Como la mayoría de los judíos, era admirable en sus relaciones familiares. El amor que le profesaba a su difunta madre parecía la pasión rectora de su vida, y lo expresaba en todo tipo de ocasiones públicas de un modo que era, no me cabe duda, sincero, pero que a nuestra sangre occidental, que es más fría, resulta extraño. Había en Houdini muchos aspectos tan orientales como en nuestro propio Disraeli. Se sentía también muy unido a su esposa, y con motivo, porque ella estaba igualmente unida a él, pero una vez más su intimidad se manifestaba de formas poco convencionales. En el curso de su comparecencia en el Comité del Senado, ante el acoso de un defensor del espiritismo que ponía en duda las intenciones de su violenta y vengativa campaña contra los médiums, por toda respuesta se volvió hacia su esposa y comentó:
—Siempre he sido un buen muchacho, ¿no es así?
Otro aspecto favorable de su carácter era la caridad. He oído decir, y estoy más que dispuesto a creerlo, que era el último refugio de los indigentes, sobre todo si pertenecían a su propia profesión de empresario del espectáculo. Esa caridad persistía más allá de la tumba, y si llegaba a enterarse de algún viejo mago cuya lápida necesitaba reparación, de inmediato tomaba cartas en el asunto y la mandaba arreglar. Willie Davenport en Australia, Bosco en Alemania, y muchos otros de su profesión fueron los destinatarios de sus píos oficios. Todo lo que hacía lo hacía a gran escala. Contaba con muchos pensionados a los que no conocía de vista. Un hombre lo abrazó en la calle, y cuando Houdini le preguntó airado quién demonios era, le contestó: «Vaya, soy el hombre cuyo alquiler lleva usted pagando los últimos diez años». Le gustaban los niños, aunque no tuvo hijos. Por ocupado que estuviera siempre se prestaba a dar funciones especiales y gratuitas para los jóvenes. En Edimburgo fue tan grande su impresión al ver a los niños descalzos que los hizo entrar a todos en el teatro y allí mismo mandó que los calzaran a todos con quinientos pares de botas. Era el mayor agente publicitario que jamás haya existido, así que, no es ninguna mezquindad suponer que los periódicos locales habían sido advertidos de antemano, y que la publicidad mereció la pena. No obstante, hubo otras ocasiones en que su caridad fue menos ostentosa. También amaba a los animales y tenía un talento peculiar para domesticarlos y enseñarles trucos. Todos estos ingredientes en una personalidad impulsiva componen, sin duda, un hombre adorable. Es cierto que su generosidad estaba curiosamente teñida de frugalidad; mientras que por una parte dilapidaba sus ganancias a un ritmo que alarmaba a su esposa, por otra, era capaz de incluir en su diario un comentario indignado porque le habían cobrado dos chelines por plancharle la ropa.
Eso en cuanto a sus virtudes —y la mayoría de nosotros se alegraría de poder contar con una lista tan excelente. Pero todo lo que él hacía era extremo, y hay que colocar algo en el otro platillo de la balanza.
Un rasgo destacado de su carácter era una vanidad tan evidente e infantil que resultaba más graciosa que ofensiva. Cuando me presentó a su hermano, por ejemplo, lo hizo en los siguientes términos: «Éste es el hermano del gran Houdini». Lo dijo sin ningún tipo de guiño y de un modo perfectamente natural.
A esta inmensa vanidad se sumaba una pasión por la publicidad que no conocía límites y que debía verse gratificada a toda costa. No se detenía ante nada cuando veía la posibilidad de hacerse propaganda. Incluso cuando iba a dejar flores en las tumbas de los muertos se organizaba de antemano la presencia de los fotógrafos locales.
Este deseo constante de desempeñar un papel público tuvo mucho que ver en su encarnizada campaña contra el espiritismo. Se trataba de un asunto que despertaba un vivo interés en la gente y él sabía que podía constituir una fuente ilimitada de publicidad. Ofrecía constantemente grandes sumas a cualquier médium que accediera a hacer esto o lo otro, pues sabía bien que, incluso en el caso improbable de que la cosa llegara a hacerse, siempre podría plantear alguna objeción y salirse con la suya. En ocasiones su táctica era demasiado evidente para resultar artística. Tras previo acuerdo, se presentó en Boston ante una nutrida multitud congregada en el Ayuntamiento y, con paso solemne, subió las escaleras llevando en la mano diez mil dólares en valores, una de sus perennes apuestas contra estos fenómenos. Ocurrió con ocasión de su contrato para participar en una gira por teatros de variedades. Su argumento preferido, y el de muchos de sus colegas ilusionistas, era esta exhibición de fajos de dólares. Se trata de un absurdo, puesto que sólo se pagará si se satisface a quien lanza el desafío, y como quien lanza el desafío es quien hará el pago, naturalmente nunca estará satisfecho. El ejemplo clásico es el de la revista Scientific American, que ofreció una suma importante a quien pudiera aportar pruebas fehacientes de un fenómeno psíquico, pero ante los fenómenos de Crandon, tal vez los mejor acreditados de los anales de la investigación psíquica, encontró excusas para denegar el dinero. Recuerdo que cuando llegué a Nueva York, Houdini apostó una cantidad desorbitada para probar que él era capaz de hacer todo lo que había visto hacer a los médiums. Acepté de inmediato el desafío y le propuse como prueba que materializara la cara de mi madre de manera tal que además de yo mismo otras personas que la habían conocido en vida pudieran reconocerla. No volví a oír hablar del asunto; sin embargo, en Inglaterra hubo un médium que lo había hecho. Habría llevado a mis testigos al otro lado del Atlántico si hubiese aceptado la prueba.
Estoy más que dispuesto a pensar que la campaña de Houdini contra los médiums tuvo un efecto positivo en relación con los falsos médiums, pero fue tan indiscriminada e iba acompañada de tantos detalles intolerantes y ofensivos, que contribuyó a alejar la comprensión y la ayuda que los espiritistas, preocupados por la limpieza de su propio movimiento, le hubieran prestado gustosamente. Desenmascarar a los falsos médiums es nuestro urgente deber, pero cuando se nos dice que, en contra de las pruebas aportadas por nosotros y tres generaciones de hombres, no existen médiums verdaderos, perdemos interés, pues sabemos que nos encontramos ante un ignorante. Además, los Estados Unidos, y en menor medida nuestra propia gente, precisan de una severa supervisión. Reconozco haber subestimado la corrupción en los Estados Unidos. La primera vez que me di cuenta fue cuando mi amiga, la señora Crandon, me dijo que había recibido listas de precios de una empresa que fabrica instrumentos fraudulentos para hacer trucos. Si tal empresa puede medrar, ha de haber alguna vileza en ella, y un Houdini más sensato muy bien podría encontrar un fructífero campo de actividad. Son estas hienas las que retrasan nuestro progreso. Yo mismo intervine para desenmascarar a más de una.
Había en Boston una sala en particular que Houdini utilizaba para lanzar sus diatribas contra los espíritus. A las pocas semanas de su campaña, se produjo allí un fenómeno curioso y desagradable. Sobre el público caía una incesante lluvia de gravilla o piedrecitas y hubo quien sufrió heridas de poca importancia. Durante un tiempo se mantuvo la sala bajo vigilancia policial, y finalmente se demostró que un empleado serio, con un historial excelente, sin venir a cuento de nada, solía subir con sigilo a la galería y lanzar estos misiles al patio de butacas. Cuando fue juzgado por esta falta se limitó a aducir que un impulso inconsciente pero irresistible lo obligaba a hacerlo. Muchos estudiantes de los fenómenos psíquicos estarían dispuestos a considerar que el incidente podría interpretarse, por una parte, como un fenómeno poltergeist y, por la otra, como una obsesión.
En Boston se produjo otro incidente de naturaleza mucho más seria, y que sostiene mi afirmación de que cuando la publicidad estaba en juego Houdini era un hombre peligroso. Los notables poderes como vidente de la señora Crandon, la famosa Margery, fueron sometidos entonces a examen por un comité de Scientific American. Varios miembros de dicho comité se habían sentado junto a los Crandon, y algunos de ellos se habían convencido plenamente con la explicación sobrenatural, mientras que otros, aunque incapaces de aportar ninguna explicación racional del fenómeno, se encontraban en distintas fases de discrepancia. Evidentemente habría sido un gran punto a favor de Houdini si se presentaba y resolvía de inmediato el misterio. ¡Gloriosa posición en la que encontrarse! Houdini trazó sus planes y estaba tan seguro del éxito que, antes de viajar a Boston, escribió una carta, que yo vi, a un amigo común de Londres, para anunciarle que se disponía a desenmascarar a la señora Crandon. Y lo habría hecho, además, de no haber sido por una milagrosa intercesión. Tengo a Houdini en bastante buen concepto para confiar en que habría desistido si se hubiese dado cuenta de la ruina y la desgracia que su éxito hubiera causado a sus víctimas. Sin embargo, la idea de la inmensa publicidad se tragó sus escrúpulos. Todo el mundo en los Estados Unidos estaba pendiente y él no pudo resistir la tentación.
Se había familiarizado de antemano con el procedimiento del círculo de los Crandon y el tipo de fenómenos. No le resultó difícil trazar sus planes. Lo que no tuvo en cuenta fue que Walter, difunto hermano de la señora Crandon, con cuyo espíritu esta última se comunicaba, era un ente muy real y vivo, en ningún modo dispuesto a permitir que su inocente hermana se convirtiera en el hazmerreír del continente. Fue el oculto Walter quien hizo saltar por los aires los planes cuidadosamente ideados por el mago. Mi relato de lo ocurrido se basa en las notas tomadas en esa ocasión por el círculo. El primer fenómeno que se sometió a comprobación fue el toque del timbre que sólo podía hacerse pulsando una pieza de madera por completo fuera del alcance de la médium. El gabinete estaba en penumbra, pero el timbre no sonó. De pronto se oyó la voz enfadada de Walter.
—Has puesto algo que impide que el timbre suene. Houdini eres un… —gritó.
Walter posee abundancia de palabras soeces y no tiene afán alguno por mostrarse como un ser muy elevado. Allí donde está se usan todas. En esta ocasión, al menos, la utilidad fue evidente, porque cuando encendieron la luz, se pudo ver la goma de un lápiz atascada en el extremo de la pieza, de manera tal que impedía a esta última descender y pulsar el timbre. Evidentemente, Houdini manifestó no tener la menor idea de cómo había ido a parar allí la goma, pero ¿quién otro poseía la destreza necesaria para hacer algo semejante en la oscuridad, y por qué era algo que solo ocurría en su presencia? Está claro que si podía decir después, tras quitar sigilosamente la goma, que su llegada había impedido todo engaño ulterior, él habría marcado el primer punto en el juego.
Debería haber hecho caso de las advertencias y admitido que se enfrentaba a poderes cuyas fuerzas lo superaban, y que, si se los provocaba en exceso, podían resultar peligrosos. Pero las cartas que había escrito y los alardes que había hecho le cortaron la retirada. La segunda noche acabó metido en un aprieto aún peor que la primera. Había llevado consigo una absurda caja cerrada en su parte delantera con al menos ocho candados. Cualquiera hubiera imaginado que se disponía a encerrar en ella a un gorila y no a una dama especialmente amable. Las fuerzas que apoyaban a Margery expresaron lo que pensaban de aquel artilugio abriendo con violencia todos los candados en cuanto Margery quedó atrapada en su interior. Houdini consiguió justificar este acontecimiento inesperado, pero le fue más difícil explicar por qué, si la caja era tan vulnerable, mereció la pena transportarla con tanta pompa y solemnidad, con sus ocho candados y muchos otros dispositivos, nada menos que desde Nueva York a Boston.
Lo peor estaba todavía por llegar. La señora fue introducida en la caja reconstruida, con los brazos asomando por unos agujeros a los lados. Se vio que Houdini, sin motivo aparente, pasaba la mano por el brazo de la señora y luego en el interior de la caja. Al rato, tras algunos experimentos, colocaron los brazos de la señora en el interior y debía tratar de tocar el timbre mientras sólo le asomaba la cabeza. De pronto intervino el tremendo Walter.
—¡Houdini, serás… canalla! —atronó—. Has puesto un metro en el armario. ¡Serás…! Recuerda, Houdini, que no vivirás eternamente. Algún día tendrás que morirte.
Se encendieron las luces y, por espeluznante que pueda parecer, en el interior de la caja hallaron un metro plegable de dos palmos. Se trataba de un truco de lo más mortífero, porque, de haber sonado el timbre, Houdini habría exigido que revisaran el armario, habrían hallado la regla y, con ella entre los dientes, la médium habría podido alcanzar la pieza de madera del mecanismo del timbre para pulsarlo, y, al día siguiente, un clamor habría recorrido los Estados Unidos para alabar la astucia de Houdini y deplorar la probada vileza de los Crandon. Dudo mucho que incluso los amigos de estos últimos hubiesen podido sobreponerse a la obviedad de los hechos. Fue el momento más peligroso de su carrera y sólo Walter los salvó de la ruina.
Por el momento Houdini quedó completamente vencido y acobardado, y no era para menos, ante la ira de lo oculto. Su falta era tan evidente que, cuando recobró el sentido, no se le ocurrió mejor excusa que decir que algún subordinado había dejado la regla por casualidad. Sin embargo, cuando se considera que ningún otro utensilio en el mundo, ni siquiera un martillo, un cincel, una llave inglesa, sino sólo una regla plegable de dos palmos hubiera podido probar la acusación, queda claro lo desesperado de su posición. Pero una de las características de Houdini era que no había nada en este mundo ni en el otro capaz de avergonzarlo para siempre. No podía sugerir que eran culpables teniendo en cuenta que los Crandon habían solicitado que se revisara el armario después de que Margery hubiese entrado en él, y Houdini se había negado. Sin embargo, por increíble que pueda parecer, consiguió la publicidad que buscaba, pues inundó los Estados Unidos con un folleto en el que sostenía haber demostrado que los Crandon eran unos impostores y que, en cierto modo, él los había desenmascarado, aunque no especificaba cómo. Dado que el armario se había convertido en una cuestión delicada, su principal acusación fue que, de algún modo, la señora Crandon había conseguido tocar el timbre estirando el pie. Houdini debió de saber, aunque su público complaciente lo ignorase, que la caja del timbre sonaba continuamente mientras se permitía que uno de los presentes se sentara con ella en la mano o incluso se pusiera en pie y se paseara con ella.
Con pleno conocimiento digo que el incidente de Boston nunca fue un desenmascaramiento de Margery, sino un auténtico desenmascaramiento de Houdini, y que constituye una gran mancha en su carrera.
Para explicar el fenómeno estaba dispuesto a afirmar no sólo que el doctor, sino los miembros del comité estaban conchabados con la médium. Lo asombroso del asunto fue que los demás miembros del comité parecían sentirse intimidados por el magistral ilusionista, hasta el punto de que, a petición suya, cambiaron al señor Malcolm Bird, su competente secretario. Cabe destacar que el señor Bird, poseedor de un cerebro más brillante que Houdini y de un historial de cincuenta sesiones de espiritismo, a esas alturas estaba plenamente convencido de la veracidad de los fenómenos.
Tal vez pueda parecer cruel que haga hincapié en estos asuntos ahora que Houdini está criando malvas, pero esto que escribo ya lo publiqué en vida de él. Trato el asunto con delicadeza, pero debo recordar que su importancia trasciende en gran medida cualquier consideración mundana, y que el honor de los Crandon sigue viéndose cuestionado en las mentes de muchos por las falsas acusaciones que no sólo se transmitieron de forma impresa, sino que fueron expuestas de viva voz por Houdini desde los escenarios de infinidad de teatros de variedades con una violencia que acalló y sofocó toda protesta de los amigos de la verdad. Houdini no se dio cuenta de la gravedad de sus propios actos ni de las consecuencias que acarrearon. Los Crandon son las personas más pacientes y compasivas del mundo, tratan la oposición más irritante con jovial y divertida tolerancia. Pero existen otras fuerzas que escapan al control humano, y a partir de ese día la sombra pesó sobre Houdini. Su campaña en contra del espiritismo fue cada vez más irracional hasta rayar en una obsesión que, en algunos círculos, sólo podía atribuirse al hecho de que estaba a sueldo de ciertos fanáticos religiosos, acusación en la que no creo. Es verdad que con tal de conservar cierto asomo de sensatez proclamaba que su intención no era otra que la de atacar a los médiums deshonestos, pero acto seguido solía afirmar que los médiums honestos no existían, de modo que su moderación era más aparente que real. Si hubiese consultado los informes de la Asociación Nacional Espiritista de los Estados Unidos habría descubierto que este órgano de representación era mucho más eficaz en su desenmascaramiento de esos timadores de lo que él había sido, porque contaban con la experiencia necesaria que permite separar a los verdaderos de los falsos.
Desde el punto de vista de los seguros y por lo que a la salud física se refiere, creo que por aquel entonces, en los Estados Unidos, Houdini representaba la mejor salud para su edad. Se sometía a constante adiestramiento, no probaba el alcohol ni el tabaco. Sin embargo, en todo el país se lanzaban avisos de peligro. En público aludía sin cesar al asunto. Meses antes de su muerte, en mi propia casa recibí el siguiente mensaje: «¡Houdini está condenado, condenado, condenado!». Me tomé muy en serio este aviso, hasta tal punto que le habría escrito de haber tenido la menor esperanza de que mis palabras hubiesen servido de algo. Sabía, no obstante, por mi experiencia anterior, que publicaba siempre mis cartas, incluso las más privadas, y que mis misivas no harían más que proporcionarle un nuevo pretexto para ridiculizar algo que yo considero una causa sagrada.
A medida que pasaron los meses y llegaron nuevos avisos de fuentes independientes, tanto yo como los Crandon, me parece, nos sentimos francamente preocupados por su seguridad. Por ciertos aspectos de su carácter era un hombre tan cabal que incluso quienes sufrían sus monstruosos ataques no deseaban que le ocurriese ningún mal. Pero continuó despotricando y la sombra siguió aumentando. Tengo un amigo estadounidense que escribe en la prensa con el pseudónimo de Samri Frikell. Su verdadero nombre es Fulton Oursler, el distinguido escritor, autor de Hijastro de la luna, en mi opinión una de las mejores novelas recientemente publicadas. Oursler era íntimo amigo de Houdini, y me ha autorizado a citar alguna de sus experiencias.
Lo conoce usted tan bien como yo —escribe Oursler—. Sabía que era un hombre inmensamente vanidoso. Sabía que le encantaba darse importancia. Mi experiencia en los últimos tres meses de su vida fue de lo más peculiar. Me telefoneaba a las siete de la mañana con ánimo pendenciero. Se pasaba una hora hablando y subrayaba lo importante que era y la gran carrera que estaba haciendo. Se le notaba en la voz un toque de rebelión histérico, casi femenino, como si sus manos forcejearan con un destino inmutable.
En todos estos casos Houdini me transmitía una clara sensación de desastre inminente. Se trata de una impresión que no he recibido después de su muerte. Pero lo comenté por aquel entonces. Creo que Houdini presentía la proximidad de su muerte, aunque no sabía que se trataba de la muerte. No sabía qué significaba, pero lo detestaba y su alma gritaba indignada.
Tiempo después, en el curso de otra conversación telefónica con el mismo amigo, le dio a entender que su suposición se había vuelto más evidente. Le dijo: «Estoy señalado para morir. Quiero decir que en los círculos espiritistas del país están prediciendo mi muerte». Por aquella época gozaba de un perfecto estado de salud y se disponía a emprender una gira por teatros de variedades destinada a ser la última de su carrera. A las pocas semanas había muerto.
Los detalles de su muerte fueron excepcionales en muchos aspectos. El 11 de octubre sufrió un accidente doloroso pero, en opinión de muchos, poco importante; en el curso de su actuación, se lastimó el tobillo. La prensa tomó a la ligera el incidente, pero quienes contaban con otras fuentes de información lo consideraron con mayor seriedad. El 13 de octubre, a los dos días del accidente, el caballero citado recibió una carta de una médium, la señora Wood.
Esta funesta misiva decía: «Hace tres años, el espíritu del doctor Hyslop anunció: “Las aguas están negras para Houdini”, y predijo el desastre que se abatiría sobre él durante una de sus actuaciones en un teatro. El doctor Hyslop dice ahora que la herida reviste mayor seriedad de lo que se ha informado, y que los días de Houdini como mago han tocado a su fin».
La triste profecía resultó totalmente cierta, aunque la herida de la pierna sólo fue el preludio de un desastre mayor. En efecto, parecía una señal de que, por algún motivo, el manto protector que lo envolvía había sido retirado. El tobillo siguió molestándole, pero durante unas semanas logró seguir ofreciendo su espectáculo. En Montreal, alguien del público protestó por la violencia con la que despotricó contra el espiritismo y, en especial, contra mí. Estos ataques personales no debían tomarse demasiado en serio, porque formaban parte de su ardiente naturaleza tachar de inocentón o sinvergüenza a todo aquel que tuviera experiencias distintas de las suyas. Soportó con gran valentía el dolor continuo que debía de sentir, pero en menos de dos semanas se derrumbó por completo en el escenario de un teatro de Detroit, y fue llevado al hospital del que jamás saldría con vida.
Hubo en su muerte algunos aspectos sorprendentes. Según parece, el viernes 22 de octubre estaba acostado en su camerino, leyendo unas cartas. Eran aproximadamente las cinco de la tarde. Días antes había dictado una conferencia en la Universidad McGill, y con su característica afabilidad permitió a algunos alumnos que fueran a verlo. Lo ocurrido a continuación puede reproducirse textualmente del informe de uno de esos jóvenes.
«Houdini estaba ante nosotros, tumbado en un sofá, leyendo unas cartas, su costado derecho era el más próximo a nosotros. Ese alumno de primer año conversaba de forma más o menos continua con Houdini mientras mi amigo, el señor Smilovitch, dibujaba a Houdini. El alumno fue el primero en plantear la cuestión de la fuerza de Houdini. Mi amigo y yo no estábamos muy interesados en su fuerza física sino en su agudeza mental, su habilidad, sus creencias y sus experiencias personales. Houdini manifestó que contaba con potentes músculos en los antebrazos, los hombros y la espalda, y nos pidió a los presentes que los palpáramos, cosa que hicimos.