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En el trabajo, en la escuela, en casa, en la vida cotidiana, cada día nos trae nuevos retos que debemos resolver, y el problema que conllevan los problemas es que éstos siempre intentan salirse con la suya. Los conflictos importantes suelen consumir nuestro tiempo, controlar nuestros pensamientos, decirnos qué podemos hacer y qué no, y todo ello nos impide hallar una respuesta. El psicólogo y sociólogo David Niven nos muestra un nuevo camino para encontrar soluciones, un camino que consiste simplemente y, durante un momento, en dejar de lado los problemas. Cómo resolver problemas irresolubles nos muestra la manera de transformar nuestras vidas con un principio sencillo pero sólido: si empiezas a dar a vueltas a tus problemas nunca hallarás una solución, pero si los abordas pensando en una solución, nunca más volverás a preocuparte de ellos. Gracias a las anotaciones personales de John Lennon, a la expansión de Trader Joe's (cadena estadounidense de comestibles), a la filmación de la película Tiburón, a la búsqueda del FBI del gánster Whitey Bulger etcétera, el autor muestra unas magníficas soluciones tras dar la vuelta a los problemas y a las formas que tenemos de resolverlos. Una revolucionaria ciencia de las soluciones que parte de las siguientes premisas: *Centrarnos en un problema hace que tengamos diecisiete veces menos probabilidades de hallar una solución. *Buscarse problemas es algo natural: los seres humanos estamos biológicamente programados para ello. *Dejar de obsesionarnos con un problema nos ayuda a solucionarlo. *Escucharnos en primer lugar es una de las mejores formas de encontrar una respuesta. Esta obra, que combina la dura realidad con el sentido común y buenas dosis de humor y de ánimo, te proporcionará una forma nueva y positiva de hallar la solución a tus problemas.
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Seitenzahl: 324
Veröffentlichungsjahr: 2015
David Niven
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Colección Psicología
Cómo resolver problemas irresolubles
David Niven
1.ª edición en versión digital: noviembre de 2015
Título original: It's Not About the Shark
Traducción: David Michael George
Corrección: M.ª Ángeles Olivera
Diseño de cubierta: Enrique Iborra
© 2014, David Niven
(Reservados todos los derechos)
Publicado por acuerdo con St. Martin's Press, LLC.
© 2015, Ediciones Obelisco, S.L.
(Reservados los derechos para la presente edición)
Edita: Ediciones Obelisco S.L.
Pere IV, 78 (Edif. Pedro IV) 3.ª planta 5.ª puerta
08005 Barcelona-España
Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23
E-mail: [email protected]
ISBN EPUB: 978-84-9111-056-9
Depósito Legal: B-27.228-2015
Maquetación ebook: Caurina.com
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Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Conclusión
Agradecimientos
Fuentes
Introducción
¿Problema o bendición?
La presión sobre el nuevo director era constante.
Había gastado todo dinero de la productora y había agotado su paciencia.
Tras acabar la filmación cada día, el nudo en su estómago crecía y crecía mientras visionaba el nuevo metraje con su equipo. A veces examinaban el trabajo de todo un día sin encontrar nada que se pudiera aprovechar. «Sinceramente, cuanto más veíamos, más nos preocupábamos –recordaba Bill Butler, el director de fotografía de la película–. Teníamos un problema».
No fue difícil hallar el trasfondo del asunto. Era imposible trabajar con la estrella del filme, que era la que daba el título a la película. Para complicar todavía más las cosas, los alicientes habituales (el dinero, los cumplidos, la atención obsequiosa para levantarle el ánimo) no tuvieron ningún efecto sobre el veleidoso actor principal.
Así pues, día tras día, Steven Spielberg se sentaba en la oscuridad, visionando otro rollo del metraje malgastado de otro día de trabajo. Estaba dirigiendo su primera película para una productora importante. Ya había oído comentarios sobre las dudas de los ejecutivos de la productora, que estaban preocupados por si se había embarcado en algo que le quedaba grande. Ya había gastado más de lo previsto en el presupuesto para toda su película en un elemento de atrezo. Se estaba convenciendo rápidamente a sí mismo de que ésta no iba a ser sólo su primera película, sino también la última.
Es más, tuvo que enfrentarse a la realidad de que el tiburón mecánico al que le había dado el papel principal en su película Tiburón, un animal que imaginaba acechando los sueños de sus espectadores como una especie de Godzilla de los mares, no podía nadar, no podía morder, y ni siquiera podía flotar.
No se debía a una falta de esfuerzo. El tiburón (llamado Bruce en honor al abogado de Spielberg) era un coloso que se accionaba de forma neumática increíblemente complicado unido a un tubo de cincuenta metros que lo conectaba a compresores que flotaban por encima de él, sobre una barcaza. Hizo falta un pequeño ejército de personas (cada una de ellas manejando una palanca distinta que controlaba una aleta, o los ojos, o la boca) para que funcionara. Había sido diseñado por los talentos más experimentados de la industria (gente a la que se atribuía la creación del calamar gigante de 20.000 leguas de viaje submarino y algunas de las criaturas marinas más espantosas que jamás hubieran aparecido en una película).
Pero, hasta un punto casi cómico, el tiburón fue un fracaso. En un primer momento se probó en un depósito de agua dulce en California, y luego se transportó a la localidad costera de Massachusetts en la que se iba a filmar la película. Allí, los cineastas recibieron una dura lección sobre los efectos increíblemente corrosivos del agua de mar. Cuando sus controles se cortocircuitaban, el tiburón se movía o no, sin el menor interés en quién estuviera accionando cada palanca. Cada día había alguna otra cosa que se tenía que reparar, reemplazar o volver a soldar porque no funcionaba o había sufrido daños durante la filmación en aquellos raros días en los que el tiburón había estado funcionando mientras las cámaras estaban rodando. Hasta su piel sintética falló, ya que se inundó e hinchó, convirtiendo al aterrador escualo en un malvavisco o nube de caramelo gigante.
«Siguió fallando, fallando y volviendo a fallar», afirmó Bill Gilmore, uno de los productores del filme. Richard Dreyfuss, que interpretaba a un oceanógrafo en la película, recuerda claramente cómo adoptaba su posición para empezar a filmar una escena sólo para oír el incesante ruido de los walkie-talkies del equipo y las palabras sobresaltadas que surgían de ellos sin cesar: «El tiburón no funciona… El tiburón no funciona».
Incluso en sus mejores días, el tiburón era ruidoso y lento. «Podías salir del agua, secarte y comerte un bocadillo antes de que te atacara», decía el cámara de Tiburón Michael Chapman.
Millones de dólares, meses invertidos, los mejores expertos técnicos que pudieron encontrar, y lo que Steven Spielberg obtuvo fue una buena oportunidad que se iba esfumando con rapidez para hacer una película sobre un tiburón… sin tiburón.
Con un gran tiburón blanco averiado en sus manos, Spielberg tenía un problema enorme y varias opciones poco atractivas. Podía destinar todos los recursos disponibles a la reparación del escualo (y ver suspendida, con casi total seguridad, su película inacabada cuando se quedara sin dinero ni tiempo). Podía deshacerse del tiburón defectuoso y empezar de cero, construyendo una nueva versión diseñada para superar las limitaciones del primer modelo (seguramente para que no le dieran la luz verde para reanudar la filmación). Podía continuar con determinación con el tiburón averiado, usando cables translúcidos o cualquier herramienta que pudiera improvisar para hacer que funcionara, y hacer que cancelaran la película, que lo despidieran o rodar un filme ridículamente malo, relegando a su película y su futuro al reino de El ataque de la mujer de 50 pies y el de otros filmes recordados por ser muy malos.
Éste es un libro que trata sobre qué hacer cuando tenemos un problema. Y lo que las investigaciones nos muestran es que lo que hacemos la mayor parte del tiempo es regodearnos en nuestros problemas. Definimos todo en términos de los problemas. Limitamos aquello que creemos que es posible basándonos en los límites que nos marcan los problemas a los que nos enfrentamos. Nos fijamos en los problemas desde todos los ángulos posibles, sólo para llegar a la conclusión de que todas las respuestas disponibles producen distintas formas de fracaso. Al igual que mirar directamente al sol y no ser capaz de ver el cielo que lo rodea, hacemos lo mismo con nuestros problemas y no podemos ver mucho más, y mucho menos una solución.
Steven Spielberg no miró a su problema con atención.
A pesar del hecho de que el guion empezaba con un primer plano del tiburón atacando a un bañista, y aunque el escualo aparecía por doquier en los guiones gráficos a lo largo del filme, Spielberg se tomó el fracaso de su tiburón mecánico como una oportunidad para volver a idear lo que estaba haciendo. No pensó en reparar el escualo estropeado ni solicitó más tiempo y dinero, que no le hubieran facilitado. En lugar de eso dio la vuelta a la situación en su mente.
«Pensé: “¿Qué hubiera hecho Alfred Hitchcock en una situación así?” –explicaba Spielberg–. Así que, pensando en una película de Hitchcock en lugar de en una de Godzilla, di con la idea de que podíamos quitar mucha de la paja que nos impedía ver el horizonte. Y cuando no eres capaz de verte los pies, cuando no puedes ver nada por debajo de tu cintura mientras estás caminando sobre el agua ¿qué es lo que hay por debajo? Es lo que no vemos lo que es de verdad amedrentador».
A partir de ese pensamiento vio la solución: hacer una película sobre un tiburón sin el tiburón.
Spielberg aportó la sugerencia para el escualo: en el campo visual que se encontraba medio por encima y medio por debajo del agua, en la ominosa e inolvidable partitura de John Williams (que describió como el sonido de una fuerza imparable). Y esa sugerencia para el tiburón proporcionó la inconfundible y sin par presencia de la amenaza.
En lugar de ser el centro de cada escena, el escualo no aparece por completo en la pantalla hasta que han transcurrido ochenta y un minutos de la película. «Se convirtió en algo así como “menos es más” –comentaba Spielberg–, porque eso invitaba a los espectadores a que fueran a ver la película trayendo consigo sus imaginaciones colectivas, y éstas me ayudaron a que el filme fuera un éxito».
«Tuvo que inventarse, ahí mismo, otra forma de filmar –declaró admirado Richard Dreyfus–, lo que consistía en insinuar al tiburón, cosa que convirtió una película corriente en un gran filme».
Los espectadores y los críticos se quedaron asombrados con el efecto. El crítico Frank Rich, que afirmó que Spielberg era un director talentoso, elogió su originalidad, señalando que «las secuencias más aterradoras de Tiburón son aquellas en las que ni siguiera vemos al escualo». Los espectadores permitieron que Tiburón fuera la película con mayores ingresos en taquilla hasta la fecha, e hicieron que Hollywood organizara eventos todo el año alrededor de ese gran éxito estival. Su reputación no ha hecho más que aumentar con el tiempo: el American Film Institute ha dicho de ella que es una de las grandes películas de todos los tiempos y se ha convertido en uno, de entre unos pocos filmes, de los que se conservan de manera permanente en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos como un tesoro cultural.
Y todo esto partiendo de lo que la productora consideró que era, en un principio, una película de terror de tercera, un proyecto de segunda por detrás de sus principales preocupaciones ese verano, las series olvidables y ya olvidadas hace tiempo Airport 1975 y The Hindenburg.
Éste es un libro sobre los problemas, pero, lo que es más importante, es que es un libro sobre las soluciones. La ciencia, como comprobarás, es muy clara: si nos fijamos, en primer lugar, en nuestros problemas, si permitimos que un problema defina todo lo que haremos a continuación, lo más probable es que fracasemos. Si dejamos nuestros problemas a un lado y buscamos soluciones, podremos tener éxito más allá de todas las limitaciones. De hecho, solucionar el problema en sí mismo se convierte en una nota al margen en una historia que implica un logro mucho mayor. Nadie le pregunta a Steven Spielberg por qué no pudo conseguir un tiburón mejor.
Todo parece muy sencillo, a pesar de que centrarse en las soluciones es un camino en gran medida evasivo que discurre en contra de todas nuestras lecciones vitales. Todo lo que nos han enseñado, cualquier impulso inherente que tenemos, cada fuente a la que acudimos en busca de ayuda nos ha hecho creer que cuando tenemos un gran problema deberíamos centrar nuestro tiempo, nuestras energías y nuestra atención en él, y que tendríamos que trabajar más duro, redoblar esfuerzos y combatir el problema con cualquier cosa de la que dispongamos. Y si Steven Spielberg hubiera hecho eso, su tiburón y su película se habrían hundido hasta llegar al fondo del mar.
Gracias a la ciencia y las historias de personas reales que se enfrentaron a desafíos reales, advertirás que con independencia de tus problemas en el trabajo, en casa y en la vida, podrás resolverlos si estás dispuesto a buscar una solución en lugar de concentrarte en el problema. Y cuando lo hagas, el problema ya no será tan amedrentador. Después de todo, tal y como decía Steven Spielberg: «Que el tiburón no funcionara fue una bendición».
Capítulo 1
El Philip imaginario y la madre de todos los problemas
¿Qué pasaría si el abejorro supiera que no puede volar?
Todos sabemos lo que sucedería: estaría de brazos cruzados preocupándose de lo gordo que está, y nunca más volvería a levantarse del suelo.
Pero esa historia tiene otra versión. En 1934, cuando el entomólogo August Magnan concluyó que los abejorros que volaban desafiaban las leyes de la física, nunca se molestó en explicárselo a estos insectos, y ellos siguieron volando.
Los problemas infectan a nuestros pensamientos de muchas formas, pero la ecuación básica es sencilla. Si permitimos que los problemas definan quiénes somos, si dejamos que nos sirvan como guía, entonces nos dirán lo que no podemos hacer. No podemos hacer esto. No podemos hacer aquello. Nuestra vida se convertirá en negativas y ausencias.
Un problema, con independencia de lo importante o lo significativo que sea para nuestro bienestar, no debería hallarse en el centro de nuestros pensamientos.
Un problema es una barrera. Cuando desmantelamos las barreras, medramos como pensadores, como emprendedores y como personas. Piensa en cualquier gran avance en cualquier campo o empresa: una gran cosa, una gran idea, un gran producto, una gran historia, un gran tratamiento médico. Esa grandeza surgió porque alguien desmontó una barrera. Un problema es una barrera: tienes que bajarla o te hundirá, igual que a los abejorros.
Los corredores de apuestas decían que sus probabilidades de vencer eran de trescientos a uno, lo que supone una forma educada de decir que no tenía ninguna posibilidad de ganar el campeonato. Pero el golfista novato Ben Curtis estaba simplemente contento de estar allí, después de haberse ganado la plaza por los pelos en el campeonato dos semanas antes.
Había buenas razones para tener unas expectativas tan modestas. Al dar su golpe inicial en el Abierto Británico de 2003, Ben Curtis nunca había ganado un campeonato de golf profesional. De hecho, todavía tenía que acabar entre los veinticinco primeros en cualquier campeonato. Curtis incluso compartía la opinión de los corredores de apuestas sobre sus capacidades. Explicaba que estaba allí por la experiencia, para divertirse y para mejorar jugando contra los mejores en uno de los campos de golf más duros y famosos.
Pese a ello, la alegría del habitante de un pequeño pueblo de Ohio que se encontraba, de manera incongruente, en el escenario más importante del golf, entusiasmó a los aficionados y los comentaristas. Su deleite sólo se vio eclipsado por su sorpresa cuando Ben Curtis metió su putt desde unos dos metros y medio en el último hoyo y levantó la famosa Jarra de Plata como ganador del Abierto Británico.
¿Cuán improbable era su victoria? Habían pasado noventa años desde que un golfista ganara el primer torneo principal que jugaba.
En el transcurso de un fin de semana todo había cambiado para él. Ben Curtis, un golfista anónimo que nunca había ganado nada, se encontraba ahora entre los reyes del deporte, viviendo lo que admitió que era «un cuento de hadas hecho realidad». Tuvo que sacar tiempo de su agenda para visitar la Casa Blanca, ya que el presidente quería felicitarlo en persona. Y entre los muchos premios ofrecidos, el ganador de un campeonato principal de golf obtuvo algo así como la carta blanca del mundo del deporte: la dispensa para un campeón que le permitía escoger exactamente en qué torneos quería participar durante los siguientes años.
Llegado el año 2011, esa dispensa para el campeón había expirado. Lo peor de todo es que habían pasado cinco años desde la última victoria de Curtis en el circuito de la PGA (Asociación de golfistas profesionales de Estados Unidos), y estaba jugando tan sólo para poder mantener el estatus de golfista profesional a tiempo completo.
Curtis estaba desesperado por seguir en el circuito, y este sentimiento moldeó su juego.
«Cada vez que entraba al campo pensaba para mis adentros: “De acuerdo, ¿cómo no voy a sufrir un desastre?”», explicaba.
Su único foco de atención en cada hoyo era evitar errores. «Allá fuera, intento hacer todo lo que puedo para no cometer bogeys ni dobles bogeys –decía–. En eso se ha convertido mi juego».
El esfuerzo de evitar cometer errores tenía, claramente, un efecto: cometía más.
«Lo que estaba haciendo, la forma en que estaba pensando, estaba echándome más presión encima –decía Curtis–. Más presión que no necesitas».
Lo peor es que se llevaba sus errores de un hoyo al siguiente. «En mi cabeza podía ver reproducciones de malos golpes iniciales dos hoyos más tarde. Pensaba en un putt para par fallado en el siguiente green –comentaba–. Incluso cuando tenía oportunidades de obtener un buen resultado en un hoyo, pensaba en formas en las que podría cometer un error».
Quedarse mirando fijamente el problema hizo que Ben Curtis se quedara atascado (justo donde hubiera estado Steven Spielberg si hubiera mantenido su foco de atención en su tiburón mecánico en descomposición). Por suerte para Curtis, acabó tocando fondo.
Al final de la temporada de 2011, sin haber logrado ganar y ni siquiera llegar a luchar por un título, la permanencia de Curtis en el circuito de la PGA se redujo a un estatus condicional. De hecho, tenía que pedir un permiso especial a los patrocinadores de los torneos de golf para que le permitieran jugar donde fuera en 2012.
Cada semana se sentaba al lado de teléfono, esperando escuchar que el director del torneo le hubiera escogido entre los cincuenta o cien jugadores que solicitaban una de entre unas ocho plazas de última hora en el torneo. La mayoría de las semanas el teléfono no sonaba.
Pero algo le sucedió durante esas semanas en las que participaba en un torneo. De repente, la presión había desaparecido. Como no tenía un estatus que defender, la amenaza de una mala ronda no le amedrentaba tanto. Empezó, simplemente, a volver a jugar al golf.
Cuando habían pasado cuatro meses de la temporada de 2012, jugando su cuarto torneo del año, Curtis acabó con una racha sin triunfos que había durado más de dos mil días. Su victoria en el Abierto de Texas le devolvió su estatus de golfista profesional a tiempo completo y, lo que es más importante, le recordó lo que era capaz de hacer.
«El golf es así –decía–. Surgirá y te sorprenderá si se lo permites».
Eres un estudiante de ingeniería avanzada. Tu clase va a verse sometida a algo así como a un examen sorpresa. En un momento te pedirán que bosquejes unos diseños para un producto. Te frotas las manos, emocionado. Con independencia de la tarea, no hay duda de que se te ocurrirá algo genial.
Alisas tu folio y tienes bien cerca tu lápiz.
Te piden que idees un portabicicletas para llevar bicicletas en un automóvil. Te exigen varios requisitos, pero el objetivo más importante es crear un portabicicletas que sea fácil de montar en el vehículo y sobre el que se puedan colocar las bicicletas con facilidad.
Te muestran un ejemplo de un portabicicletas existente que se monta sobre el techo, pero que es ineficaz. Tiene tubos de metal que se encuentran en el techo del automóvil. Las ruedas de la bicicleta se sujetan a los tubos. Te dicen, explícitamente, que a los usuarios les cuesta mucho sujetar los tubos al techo del vehículo. Por otro lado, es casi imposible acceder, salvo en el caso de los usuarios más altos y fuertes, al tubo central.
Te piden que idees tantos diseños como puedas para satisfacer los requisitos. Dispones de una hora. Ahora hay que ponerse a trabajar.
Piensas en bicicletas y automóviles, en sus formas y tamaños. Piensas en la gente que tiene que levantar sus bicicletas y sujetarlas.
No te convertiste en ingeniero para ser mediocre. No quieres intentarlo con un diseño meramente aceptable. Estás aquí para ser el mejor, así que acercas el lápiz al papel y empiezas.
Puedes hacer cualquier cosa dentro de los parámetros de la tarea en términos de materiales, formas o enfoques. Así que giras el folio para ver las cosas desde otro ángulo. Tu lápiz empieza a volar.
No obstante, una imagen sigue acudiendo a tu mente. Ese portabicicletas con los tubos que se montan sobre el techo. El que tiene los defectos.
Tu primer boceto se parece a ese portabicicletas, y el segundo también. Por mucho que lo intentes, tus diseños siguen volviendo a los tubos que se montan sobre el techo: ideal si tus clientes son jugadores de baloncesto.
Lo que no sabías es que, al mismo tiempo que estabas creando variaciones de ese diseño fallido, otro grupo de ingenieros que se encontraba en una sala contigua también dibujaba planos de portabicicletas.
La única diferencia es que a ellos no les enseñaron el dibujo del diseño defectuoso. Y nunca les dijeron que intentaran evitar sujetar las bicicletas en medio del techo del vehículo. Les pidieron, simplemente, que crearan el mejor diseño que pudieran.
Cuando los investigadores David Jansson y Steven Smith colocaron todos los diseños de tu grupo y los del otro grupo, uno detrás del otro, las diferencias eran enormes. El grupo que vio el mal ejemplo ideó menos diseños totales, había muchos menos enfoques originales y era mucho más probable que acabara con unas bicicletas sujetas donde nadie pudiera alcanzarlas.1
No se debía a que el segundo grupo tuviera más talento que el primero. No eran más talentosos. El segundo grupo no sabía más sobre bicicletas o portabicicletas. No era eso.
La diferencia entre los dos grupos se reducía simplemente a que al primer grupo le pidieron que resolviera un problema común de los portabicicletas y se dio de bruces contra el reto. Al segundo grupo le solicitaron que diseña el mejor portabicicletas que pudiera, y lo hizo. En el proceso resolvieron un problema que ni siquiera sabían que existía.
Jansson y Smith repitieron su experimento con otros desafíos y otros ingenieros, y cada vez sucedía lo mismo. Cuando les pedían que diseñaran una taza medidora para invidentes, la mayoría de los ingenieros a los que les mostraron un problema de diseño no pudieron resolverlo. Más del 80 % de las personas del grupo al que no se le mostró el problema lo solucionaron sin ni siquiera saber a qué se enfrentaban. Cuando les solicitaron que diseñaran una taza de café a prueba de derrames, a aquellos a los que se les mostró el problema de diseño de la taza tuvieron diecisiete veces más probabilidades de fracasar que aquellos a los que no se les mostró el problema.
Eran, todos ellos, ingenieros con mucho talento. Todos eran expertos, capaces y estaban cualificados y motivados. Pese a ello, las probabilidades de éxito variaban muchísimo basándose en lo que estuvieran intentando hacer. El grupo que nunca había visto un mal ejemplo hizo que su talento natural le condujera hacia un buen diseño. No perdió ni un solo instante en el problema y dedicó todo su tiempo a la solución. El grupo que vio el problema quería resolverlo con tanto ahínco que no pudo pensar con acierto. Al igual que Ben Curtis no podía jugar bien al golf cuando se centraba en sus fallos, estos ingenieros no pudieron diseñar cuando se fijaban en el problema. Pero permanecían centrados en el problema porque los problemas son muy seductores y cautivadores. Es difícil pensar en nada más.
«La gente que no odia su trabajo te mira con temor, como si lo que tuvieras fuera contagioso y no quisiera infectarse –comentaba Michael–. O dice: “Oye, fastídiate. Son ocho horas de tu día: puedes sobrevivir a ellas –añadía–. Pero el problema de odiar tu trabajo no son tanto las ocho horas que estás en él, sino las otras dieciséis».
Al igual que todos esos ingenieros que querían solucionar el problema del portabicicletas, y del mismo modo que el miedo de Ben Curtis a los bogeys, el problema de Michael nublaba todo su campo de visión.
«Porque cuando aborreces hacer algo, eso es en todo en lo que puedes pensar –decía Michael–. Cuando estás en el trabajo cuentas los minutos que faltan para poder irte, pero en cuanto sales, piensas en que tendrás que volver. El domingo no es más que el día antes de regresar allí».
Michael sabe que mucha gente tiene las mismas frustraciones. «Mucha gente es mala en su trabajo, ¿no es así? –decía–. Pero intenta ser malo en tu trabajo frente al público».
Impartir clases de álgebra a cinco grupos de alumnos en un centro de estudios superiores implicaba tener treinta y cinco testigos cada vez que Michael se encontraba en la parte delantera del aula, luchando para que alguien le prestara atención. Conocía las fórmulas, podía recitarlas del derecho y del revés, y tal vez pudiera enseñar esta materia mientras dormía o soñaba. Por desgracia, sus alumnos no aprendían mucho mientras lo hacían.
«No me tocaban dormilones cada día –explicaba–. En algunas de esas clases nocturnas una vez por semana (con sesiones lectivas dobles): ¡vaya! Probablemente perdía a la mitad de los alumnos de la clase hacia el final. Y no creo que estuvieran soñando con polinomios».
No era una simple sensación que Michael no se mostrara muy entusiasta en su trabajo: existían pruebas claras. «Usamos un examen final común en todo el instituto para comprobar los progresos de todos y cada uno de los alumnos o, en el caso de los míos, los que no están haciendo». Los alumnos de Michael acababan en el puesto catorce, quince o dieciséis entre los grupos de alumnos dirigidos por dieciséis profesores. Y las valoraciones de los alumnos sobre su docencia no eran precisamente alentadoras. Un estudiante dijo que deberían usar las clases de Michael como técnica de interrogatorio: cualquier tipo malo se derrumbaría y confesaría si era forzado a estar sentado en una de sus clases.
«Lo peor de todo esto es que me importa –comentaba Michael–. Me preocupa que mis alumnos obtengan buenos resultados. Me preocupa que mi clase sea un lugar en el que las matemáticas cobren vida en vez de un sitio al que las matemáticas vayan a morir».
Así que Michael hizo lo que cualquiera en su situación hubiera hecho: intentó con tesón ser mejor. Leía cada artículo y libro sobre enseñanza excelente que pudiera encontrar. Visionaba vídeos sobre técnicas educativas. Iba a cada taller sobre enseñanza que se celebrara en el campus y viajaba en avión por todo el país para asistir a conferencias sobre educación.
«Para cuando acabé con mi formación sobre todo lo que pude hallar sobre enseñanza, me dediqué a probarlo todo y luego intentaba deshacerlo. Aceleraba las cosas y luego las ralentizaba –comentaba–. Asignaba tareas para que la gente fuera a su propio ritmo, y luego otras para mantener a todos unidos. Introducía cada anotación y problema en un paquete y se lo entregaba a los alumnos de manera que no tuvieran ni que hacer acto de presencia en clase, y luego probé a no entregarles nada, de modo que tuvieran que tomar apuntes de todo en clase».
Michael leyó un libro que afirmaba que lo único que importaba a los estudiantes es que te preocuparas por ellos. Así que entonces hizo grandes esfuerzos para hacer que los alumnos se implicaran en conversaciones sobre sí mismos. Ese trimestre, un alumno escribió en una valoración que «es como si intentara ser nuestro amigo porque no es un muy buen profesor». Y esto era justo lo que estaba haciendo.
«Era como un perro que se perseguía la cola. Iba tras algo que no podía lograr por muy rápido que fuera o por mucho que lo intentara», afirmaba Michael.
Michael se había quedado sin cosas nuevas que probar, cuando una conversación fortuita con un antiguo alumno hizo que diera un giro de ciento ochenta grados. «Me dijo, lo más delicadamente posible: “¿Por qué sigues siendo un mal maestro cuando podrías ser algo diferente y muy bueno?”. Y no disponía de una respuesta –dijo Michael–. Me había fijado en mis fracasos en la enseñanza desde muchos ángulos distintos, pero no desde el básico, que era el más obvio. Quizás no esté hecho para ese tipo de trabajo».
Los engranajes empezaron a dar vueltas en la cabeza de Michael. Siempre había querido ser paramédico. «No, eso sería una locura», pensó. Pero ahora que lo pensaba, quizás pudiera ser paramédico. Así era: sería un paramédico raro con un título en matemáticas avanzadas, pero seguro que no importaba.
Tras cinco años en su nuevo trabajo, Michael sigue sintiendo la carga de adrenalina cada vez que se mete en la ambulancia para empezar su turno. «A nadie le preocupa si el paramédico no es un tipo interesante cuando llegas para salvarle la vida –decía–. De hecho, en este trabajo ser aburrido es un consuelo para las personas».
«Nunca olvidaré la sensación de la primera vez que nos pusieron a todos en fila en el colegio para medir nuestra altura y peso –explicaba Tess–. Nuestra profesora estaba de pie al lado de una báscula antigua, como aquellas en las que tienes que dar golpecitos para mover el peso que se encuentra encima de los números e intentar que la barra quede recta entre las líneas. Y ella no paraba de dar golpecitos y más golpecitos, y todos en clase pudieron ver que tuvo que desplazar el peso hasta el borde cuando se detuvo para anotar mi peso».
Tess se prometió ese día que perdería peso suficiente como para que la próxima vez que midieran la altura y el peso de los alumnos de clase nadie se quedara mirando la báscula fijamente.
Cuarenta y tantos años más tarde, Tess seguía peleándose con su peso, probando todo tipo de dietas y obsesionándose con todo lo que comía. Al igual que la lucha de Michael contra el fracaso en su trabajo, Tess iba a aprender por las malas que ningún esfuerzo puede solucionar un problema que sitúes en el centro de tu vida.
«“Inténtalo con más fuerza”: eso es lo que todos aprendemos que se supone que tenemos que hacer cuando nos enfrentamos a un gran problema», decía Tess. Pero con cuanto más ahínco lo intentaba, peor era, porque cuando mantenía su foco de atención en la comida durante todo el día, perdía por partida doble: primero, porque se sentía triste a cada minuto del día intentando evitar cada caloría extra, y, segundo, porque al final acababa cediendo y se sentiría fatal por eso.
Al igual que le ocurría cuando era niña, Tess se sentía muy sola en su lucha. Por lo que ella sabía, nadie de su familia ni entre sus colegas había intentado nunca perder más de unos pocos kilos, y ninguno de ellos lo había estado intentando durante toda su vida.
Cuando vio un anuncio de una universidad local en el que buscaban voluntarios para un estudio de investigación sobre hábitos alimentarios, Tess no pensaba que fuera a encontrar ninguna respuesta, pero creyó que por lo menos podría conocer a personas que comprendieran lo que había estado pasando.
En una sesión de orientación, Tess supo que el estudio en el que se había embarcado consistía en investigar a personas que comían demasiados alimentos inadecuados. «Podrían haber realizado todo ese estudio sólo conmigo –bromeaba Tess–. Le dije eso a la mujer que estaba sentada a mi lado, que asintió como si se sintiera exactamente igual».
Los investigadores hicieron que Tess y los demás probaran distintas formas de evitar su comida basura favorita. Algunos elaboraron una lista con los alimentos que evitarían, otros tuvieron que idear planes para evitar las situaciones en las que la comida basura estuviera a su alcance o crear una lista de normas sobre qué y cuándo podían comer.
Meses más tarde, Tess conoció el resultado del estudio. Resultó que no importaba qué normas o listas o planes elaborara la gente: no consumían menos alimentos basura, sino que comían más.
El efecto era irónico, pero la lógica sencilla. La gente del estudio pensaba todo el día en lo que estaba intentando evitar, hasta que el esfuerzo de negárselo les derrotó. Al igual que alguien que intenta seguir la orden de «no pienses en un elefante», se enfrentaban a la imposibilidad de pensar constantemente en no pensar en algo.
Cuando los investigadores explicaron lo que habían hallado, Tess se mostró entusiasmada. «Era como ese instante en el que la luz asoma por el horizonte por la mañana –decía–. El problema es el problema. Lo comprendí de inmediato porque así era justo como había vivido mi vida: intentándolo con más fuerza para acabar haciéndolo peor».
Los asesores de la universidad ofrecieron ayuda a aquellos participantes en el estudio que la buscaran. Para Tess, el estudio y el asesoramiento dieron completamente la vuelta a su enfoque sobre la comida y su peso. «“No puedo” y “no”, así como palabras semejantes desaparecieron de mi vida –comentaba–. En lugar de ello, me ayudaron a enfrentarme a la comida de forma más parecida a como me enfrento a las demás cosas en mi vida. No me paso todo el día pensando en una manicura: me la hago de vez en cuando y la disfruto, pero luego sigo con mi vida cotidiana. Y ahora soy así con lo que como. Consumo comida de verdad, y como alimentos basura a modo de premio de vez en cuando».
Con lentitud, pero con seguridad, Tess ha perdido un poco de peso desde que acabó el estudio. «Lo más importante es que el monstruo de los pasteles y las pastas ya no controla mi vida –explicaba Tess–. Ahora soy yo la que tiene el control».
Cuando iba al colegio, Philip Schultz tuvo que sufrir una rutina casi insoportable centrada en el problema que definió su vida. Al igual que mostraban las experiencias de Ben Curtis, Michael y Tess, y como muestran las investigaciones de Jannson y Smith, poner un problema en primer lugar cada día significa librar una batalla que vamos a perder una y otra vez. Para Philip Schultz, al igual que para los demás, el progreso no podía empezar hasta que se olvidara del problema.
Cada día, el profesor de Philip empezaba una nueva lección y él prestaba atención, sentado erguido en su pupitre, con el lápiz en la mano. Cada día intentaba hacer sus deberes, y un día tras otro fracasaba. Una y otra vez, veía cómo sus compañeros aprendían cosas nuevas mientras él se sentaba muy frustrado, esperando que no se fijaran en él.
Sus profesores sabían que no debían preguntarle, ya que nunca sabía la respuesta correcta. Con el tiempo perderían la fe en que pudieran hacer algo por llegar a él, así que lo desplazaron al fondo del aula y, poco a poco, lo apartaron de sus lecciones y sus pensamientos. Sin embargo, sus compañeros nunca perdieron el interés por el chico lento al que con tanto deleite atormentaban.
Los administradores de la escuela acabaron fijándose en Philip cuando agredió a algunos chicos que le habían molestado. El director resolvió el problema pidiendo a los padres de Philip que le buscaran otro colegio. No es de sorprender que repetir tercero de primaria en una escuela nueva fuera un proceso triste que sólo sirvió para que Philip sintiera las mismas frustraciones y fracasos que había experimentado la primera vez.
La fuente de todas sus dificultades era sencilla, pero, sobre todo, cruel para un niño que había crecido en una casa llena de libros: Philip no sabía leer. Sus progenitores, sus maestros y varios tutores habían trabajado con él durante años sin conseguir ningún progreso. Lejos de leer, para Philip era una batalla perdida tan sólo conseguir que las letras se mantuvieran en su sitio en la página. Aunque por aquella época nunca había oído la palabra, Philip era profundamente disléxico.
Un tutor consideró que la incapacidad de Philip para leer era una muestra de su pereza. Le preguntó sarcásticamente a Philip: «¿Qué vas a ser en la vida si no sabes leer?». Philip le proporcionó la única respuesta en la que pudo pensar: «Seré escritor». El tutor rio con una risa enorme que sacudió todo su cuerpo.
No ser capaz de leer fue el hecho central de la vida de Philip. Sus fracasos se acumulaban sobre otros fracasos y acabó creyendo, en lo más profundo de su corazón, que era tonto.
Convencido de que el muchacho tonto en que se había convertido nunca aprendería a leer y nunca triunfaría, Philip perdió la confianza en sí mismo, pero no dio la espalda a la versión imaginaria de sí mismo que tenía en su mente.
En ella, el Philip imaginario acababa siendo escritor. El Philip imaginario triunfaba en la escuela. El Philip imaginario lograba que las letras se mantuvieran en su sitio, porque el Philip imaginario sabía leer.
Mientras su vida real estaba definida por un problema insuperable, la del Philip imaginario se centraba en las posibilidades y las promesas.
Escondido en su habitación, liberado de la carga de sus limitaciones, Philip comenzó a trabajar con esta nueva versión de sí mismo, haciendo progresos lentamente, asociando las palabras con los sonidos que había oído a su madre leerle en voz alta.
Y en el proceso de la creación de un personaje con las características que más deseaba poseer, y convirtiéndose en él, el Philip real aprendió por sí solo a leer. Y fiel a su promesa, encontró alegría en su amor por las palabras y en la música del lenguaje. A pesar de las carcajadas de su tutor, Philip Schultz creció para convertirse en un poeta aclamado en todo el mundo.
Es revelador, para alguien que convirtió la fuente de su tristeza en la infancia en el trabajo de su vida, que la mayor fama de Schultz proceda de ganar un Premio Pulitzer con una colección de poemas titulada Failure («Fracaso»). Sin embargo, al volver la vista a su experiencia décadas después, Philip se concentra no en el dolor de su problema, sino en el poder de abrirse un camino a través de él. «Tenía que dejar de ver lo que todos los demás veían cuando me miraban. Tenía que dejar de ver mis fallos en primer lugar –decía–. Cuando lo hice fui libre».
La lección
El hecho de pensar una y otra vez en su problema detuvo al joven Philip Schultz en la primera página. Hizo que Ben Curtis fuera eliminado del circuito de la PGA. Dejó a Michael mareado intentando encajar en un trabajo en el que no encajaba. Condujo a Tess a que hiciera exactamente lo que estaba intentando evitar.
Pensar en los problemas en primer lugar limita lo que podemos conseguir de formas reales y tangibles.
Pensar en los problemas, ante todo, hace que tengamos diecisiete veces más probabilidades de fracasar.2
Imagina que estás en el circo ahora mismo.
Tus problemas se encuentran en la pista central: son el domador de leones y los trapecistas. No puedes apartar la mirada ni tus pensamientos de ellos, y ni siquiera lo intentas, porque tus problemas son fascinantes e importantes, pero también son desalentadores, intimidatorios y agotadores.
Tus soluciones (ideas transformadoras que enriquecerían tu vida) son un tipo con palomitas de maíz que sube poco a poco por un pasillo, y que resulta claramente visible al otro extremo de la carpa gigante. Puedes verlo, e incluso estudiarlo, si lo deseas, pero las probabilidades indican que nunca te darás cuenta de él porque no está donde has entrenado a tu mente a mirar. E incluso aunque mires hacia donde está, no le prestarás ninguna atención, pero está ahí y tiene lo que necesitas.