Compromiso roto - Sharon Kendrick - E-Book
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Compromiso roto E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Cuando Shelley se marchó a trabajar a Italia, Drew, su prometido, pensó que era su rico jefe lo que ella ansiaba obtener. Tres años después, Drew todavía estaba convencido de que aquella era la realidad de lo ocurrido. A pesar de la patente atracción que seguía existiendo entre ellos, Shelley no estaba dispuesta a dejarse llevar. Pero el amor era más fuerte que la razón y Shelley acabó por perder su entereza. Sin embargo, Drew se resistía a aceptar que sus sentimientos fueran sinceros. Ella decidió demostrarle que no era un hombre fácil de olvidar, pero su prometida noche de pasión acabaría por cambiar sus vidas para siempre…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Sharon Kendrick

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Compromiso roto, n.º 1104 - julio 2020

Título original: The Final Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-680-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EN CUANTO oyó el modo en que la llamaba, se dio cuenta de que algo andaba mal, muy mal.

–¡Shelley!

Shelley miró al intercomunicador con el ceño fruncido.

–Dime, Marco.

–¿Estás muy ocupada? –las palabras que fluían de su boca sonaban siempre a poesía. Tenía una voz sensual, profunda y lírica. Sí, ese tipo de voz que vuelve locas a las mujeres, hecho que Shelley no le había pasado desapercibido.

Las camareras tartamudeaban en cuanto les hacía el pedido, las cajeras del banco agitaban las pestañas, y a las mujeres de mediana edad y ricas les fascinaba aquel macho italiano. Sin duda les habría complacido plenamente tenerlo en su cama… incluso fuera de ella.

Shelley se preguntó si alguna de esas féminas desaforadas estaba tratando de clavar sus garras en él y por eso la llamaba. La única forma de librarse del acoso era con el cartel de «No disponible».

–No, no estoy demasiado ocupada –miró al catálogo que tenía entre las manos y lo cerró. Marco le había rogado que lo revisara. Su jefe era uno de los corredores de arte más importantes en el circuito internacional–. Enseguida voy.

–De acuerdo –apenas si había terminado de decir eso, cuando apareció en la puerta.

Shelley lo miró intrigada. Había algo diferente en su mirada.

–¿Estás bien? –le preguntó.

Marco dudó un segundo.

–No sé muy bien qué responder.

Lo observó unos instantes. Parecía distraído, distante. Se acercó a la ventana y miró al lago.

Se volvió hacia ella, como tantas veces lo había hecho. Le gustaba mirarlo. Era como una estatua perfecta, con sus facciones armónicas. ¡Cuánta gente la envidiaba por tener un trabajo perfecto y un jefe aún más perfecto!

–¿Quieres un café? –le preguntó.

–No, gracias –respondió él.

Se sentó justo enfrente de ella. Tenía unas muy poco habituales ojeras.

–Te ocurre algo malo, ¿verdad?

–No, no es malo. Sencillamente, es diferente.

–No me hables en clave, por favor –le rogó–. ¡No soporto el suspense!

–No sé cómo decirte esto…

–Has conocido a alguien.

–Sí –respondió él.

–Y te has enamorado.

–Sí.

–Y va en serio.

–Bueno… sí, creo que sí –admitió él–. La verdad es que va muy en serio.

–¿Tan serio como para decirme que ya habéis compartido el desayuno en la cama?

–¡Shelley! ¿Cómo me preguntas eso?

–Porque soy una mujer y siento una tremenda curiosidad. ¿O esperabas que me sintiera herida?

–Creo que sí… Bueno, quizás no herida, pero sí extraña. Es una situación difícil.

–¿Por qué? Porque viví tres años contigo y todas las mujeres que se cruzaban en nuestras vidas habrían deseado arrancarme los ojos.

–¡Shelley! Sabes que, si pudiera hacer que las cosas cambiaran, lo haría.

–¿Te desenamorarías?

–¡No! –dijo él–. Me refiera a eso de reescribir la historia.

–Pero no puedes –dijo ella secamente–. Nadie puede hacerlo.

–Sin embargo, yo te robé, te alejé de Drew.

Drew.

Había pensado en él muchas veces, especialmente al principio, cuando todo parecía tan complicado y tan doloroso. Pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que aquel nombre había surgido entre Marco y ella.

Shelley trató de desembarazarse de la imagen inalcanzable de Drew: su pelo oscuro, con reflejos de color miel, sus ojos azules como dos zafiros, un cuerpo robusto con un rostro de ángel.

–¡No digas eso, por amor de Dios! ¡No se te ocurra volver a decir que me robaste, porque me siento como si fuera una mercancía!

–Pero eso fue lo que ocurrió –protestó él.

–¡No, me niego a admitir esa barbaridad! ¡Eso sería admitir también que yo le pertenecía! Nadie pertenece a nadie, por mucho que el otro se empeñe en pensar que sí.

–Sin embargo, estabas comprometida, ¿no?

–Sencillamente llevaba un anillo en el dedo. Eso es todo lo que hace falta para que un hombre se crea con todos los derechos. Es mía y puedo hacer lo que quiera con ella porque lleva mi anillo.

Las lágrimas inundaron sus ojos. ¡Hacía tanto que no pensaba en todo aquello!

Sólo quedaba hacer lo correcto, desaparecer tan pronto como le fuera posible. Ése había sido el trato.

–¿Podrías hacerme una reserva en el primer vuelo de la mañana, Marco?

–¿A dónde irás? –preguntó él.

–De vuelta a Milmouth. ¿Dónde si no?

–Va a ser muy doloroso –dijo él.

–Seguramente –afirmó ella–. También va a ser difícil. Pero no deja de ser mi hogar, y, no lo olvides, tengo una casa allí, en la que podré vivir mientras decido qué voy a hacer con mi vida a partir de ahora.

–¿Vas a vivir allí?

–¿Te parece tan extraño? –preguntó ella–. ¿Por qué? Antes de vivir contigo en mansiones era mi hogar.

–Creo que te va a resultar difícil volver a adaptarte.

–Ya lo veremos.

–Pero lo más difícil es que Drew seguirá viviendo allí, ¿no?

–No tengo la menor idea. No sé absolutamente nada de Drew. Lo que, supongo, no es de extrañar, ¿verdad, Marco? Rompí todos mis vínculos con Milmouth hace tiempo y, desde que mi madre murió, nadie me ha mantenido al día sobre lo que ocurre por allí. Sigo siendo la oveja negra y eso significa que nadie quiere saber nada de mí.

Marco dudó un segundo.

–Te daré un tiempo de respiro, un mes o así, antes de hacer el anuncio oficial.

Ella lo miró sorprendida.

–¿Vas a hacer un anuncio público?

–Sí. No pienso seguir viviendo una mentira.

–Yo tampoco –afirmó ella.

Hubo un breve silencio.

–Shelley…

–¿Sí?

–Te voy a echar de menos –le dijo él con esa voz irresistible que tantas veces la había poseído en el pasado.

Pero el presente era otra cosa. Había dejado de ser una niña, había crecido y se había convertido en toda una mujer. Sonrió.

–Yo también.

Y tras decir esto, agarró sus cosas y se dirigió hacia la puerta y hacia su nueva vida.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SHELLEY detuvo el coche en un lateral de la carretera para observar el mar.

Siempre había estado allí, siempre amigable y acogedor, le daba la bienvenida cada vez que recorría ese camino. Desde siempre.

¡Era tan hermoso!

Arrancó de nuevo el vehículo y se puso en marcha.

El coche le resultaba extraño, desconocido, como la carretera y como aquel hábito de conducir por un lado distinto al de Italia.

No había vuelto allí desde el funeral de su madre, hacía dos años.

Dos años. Las cosas habrían cambiado, lo sabía.

Había una señal hacia Milmouth que indicaba a la derecha. Pero para llegar a la modesta casa que llamaba «hogar» tendría que seguir recto. Así llegaría a aquel barrio de pequeños adosados que durante años habían sido el refugio de los obreros mal pagados de la zona.

Sí, lo suyo habría sido ir primero a la casa. Necesitaba darse una ducha, cambiarse de ropa y poner en orden un lugar que llevaba dos años cerrado.

Pero no lo hizo. Puso el intermitente y se fue a la derecha. La casa podía esperar, ella no. Necesitaba respirar el aire salino del mar que hacía que uno se sintiera vivo, ver la ciudad en la que había crecido.

En tres años ella había cambiado mucho. ¿Y la ciudad? ¿Habría cambiado tanto?

El sol dibujaba manchas doradas sobre la hierba fresca, dándole al lugar un curioso aire de reposo y paz.

Aparcó el coche junto al monumento a los caídos en la guerra.

No había apenas nadie en la calle. Era lo normal un domingo a mediodía.

Salió del coche y cerró con llave.

En ese momento, un padre pasaba con su pequeño de la mano. El niño se quedó mirándola.

–¿Quién es esa mujer? –preguntó el hijo.

–No lo sé y no mires así a la gente, que es de mala educación –respondió el padre.

¿Tanto llamaba la atención? Sí, seguramente sí. Llevaba un traje de hilo y unas botas altas, un estilo sofisticado más adecuado para una ciudad como Milán que para un pueblo costero.

Era un luminoso día de otoño. La brisa agitaba su cabello corto y su abrigo largo.

Paseó, observando con avidez las pequeñas casas tan bien cuidadas, con sus jardines impecables y sus fachadas limpias.

Una ráfaga de viento le anunció la playa. Pronto apareció ante ella el mar extrañamente calmado y el olor a sal.

A lo lejos, pequeñas manchas blancas salpicaban las aguas y se alternaban con los colores de las embarcaciones pesqueras que se perdían a lo lejos. Y, justo enfrente, estaba la isla de Wight. Aunque estaba a cuatro millas de allí, la perspectiva hacía que pareciera mucho más cercana. Shelley había pasado una gran parte de su niñez en aquella playa, lanzando pequeñas piedras al agua con la esperanza de llegar a crear un camino por el que pudiera acceder a la isla.

Durante la adolescencia, fueron las fiestas a la luz de la luna las que la llevaron hasta allí… Y Drew…

Drew había sido el primero en tomarla en sus brazos y besarla.

Shelley se quedó pensativa, inmersa en sus recuerdos lejanos y con la mirada fija en las olas.

Pero algo captó su atención. Era la figura de un hombre, alto, grande, que paseaba lentamente, pero se acercaba poco a poco a donde ella estaba. Un perro daba saltos a su alrededor.

Los miró con más detenimiento. El perro entraba y salía del agua, ladraba a las olas como si éstas actuaran con voluntad propia. Se acercaba una y otra vez al hombre, tratando de captar su atención. Pero éste estaba ensimismado y pensativo.

Shelley los miró una y otra vez, incrédula. El corazón le dio un vuelco al comprobar que, efectivamente, eran quienes parecía.

¡Drew!

Estaban cada vez más cerca y ya no le cabía duda de que se trataba de él. Drew no había reparado en su presencia, pero el perro sí.

–¡Fletcher! –gritó ella.

El perro levantó las orejas y la miró un segundo, pero luego siguió ladrando y correteando.

–¡Fletcher! –insistió Shelley.

El perro, entonces, corrió hacia ella, se abalanzó como un rayo y Shelley dio con su trasero en las piedras. Continuó la hazaña con varios chupetones que le humedecieron las mejillas.

–¡Duke! –gritó el propietario con furia–. ¡Apártate de ella!

¡Duke!

Shelley los miró confusa mientras se desembarazaba del perro.

¿Duke?

–¿Shelley Turner? –preguntó una incrédula voz.

–Sí –respondió Shelley.

–¿Y cómo has caído por aquí? ¿Tu hada madrina te dejó caer desde el cielo?

–No, más bien ha sido un coche.

–¿Y qué estás haciendo aquí?

–¿Te refieres a este instante preciso? Pues estoy sentada encima de una montón de piedras húmedas y me estoy mojando el trasero.

Él mantuvo su gesto inalterable, pero le ofreció una mano.

–Agárrate –le dijo.

–Gracias –respondió ella mientras se levantaba.

Pero no la soltó inmediatamente. Durante unos segundos, se limitó a mirarla de arriba a abajo.

No la había visto desde el día del funeral de su madre. Drew se había quedado oculto entre las sombras, vestido con un traje que se había comprado especialmente para la ocasión. Seguramente era la primera vez que alguien veía a Drew vestido de traje. Lo cierto era que a Shelley la había conmovido el gesto.

Pero apenas si habían hablado. Shelley se había limitado a darle las gracias por haber ido a la iglesia y él se había limitado a responder que sabía cuánto quería a su madre. Sin duda, se había quedado con las ganas de decirle algo desagradable. Pero no era el momento ni el lugar.

Después, le había enviado un ramo de margaritas malvas, que eran las favoritas de su madre, y Shelley no había podido evitar que un río de lágrimas regara sus pétalos.

Era la primera vez en dos años que lo veía. El corazón le latía con más fuerza de la que debía.

Drew no dejaba de mirarla, y ella a él tampoco.

Tenía un par de arrugas más profundas de lo que ella recordaba. Pero su pelo seguía siendo abundante, oscuro e iluminado por suaves reflejos de color miel.

Era más alto que Marco. En realidad era el hombre más alto que conocía.

Lo primero que le vino a la cabeza fue pensar que debió de estar loca el día que lo abandonó. Sin embargo, no era un pensamiento inteligente, pues tenía difícil remedio. Su mirada de pocos amigos lo confirmaba.

–Hola, Drew –dijo ella, en un intento de romper la tensión.

Trató de relajarse. Pero no pudo. Lo intentó de nuevo.

–Gracias por venir a rescatarme.

Drew no se molestó en responder nada amable. Ni siquiera sonrió.

–No me conviertas en un Sir Galahad, porque no lo soy. De entrada, no debería haber saltado sobre ti. Ya le he dicho un millón de veces que no lo haga.

–Ha sido culpa mía –dijo ella y miró al perro de nuevo. Esa vez se dio cuenta de su error. El perro era más delgado que Fletcher–. No es Fletcher, ¿verdad?

–No. ¿Cómo iba a serlo, si cuando te marchaste ya era un anciano decrépito? De acuerdo, ya sé que dicen que el aire de esta zona te rejuvenece, pero de ahí a hacer milagros…

–Lo siento. No debería haberlo llamado así.

–No, no deberías haberlo hecho.

–Es precioso, Drew. ¿Desde cuándo lo tienes?

–No es mío. Sólo le estoy dando un paseo.

–¿Es de alguien que conozco? –la pregunta salió de su boca antes de tener tiempo de racionalizar que no debía formularla.

–¿Qué te parecería si te dijera que es el perro de una venerable ancianita?

–Diría que eres un ciudadano modelo.

–¿Sí? –preguntó él provocativamente, mientras la mirada directamente a los ojos.

Shelley se removió. Estaba acostumbrada a que los hombres la miraran fijamente. En Italia era habitual que lo hicieran abiertamente. Pero, el modo en que la miraba Drew hacía que se sintiera francamente incómoda. Realmente, parecía que no le gustaba lo que veía.

–¿Qué demonios te has hecho? –preguntó él en un tono de voz incrédulo y algo irónico.

Shelley se quedó perpleja ante tal pregunta.

–¿Qué se supone que quieres decirme con esa pregunta?

Drew se encogió de hombros.

–Estás en los huesos –respondió él.

–¿En los huesos? –estaba claro que la expresión tenía toda la intención de ser insultante–. ¿En qué mundo vives, Drew? ¿No sabes que una mujer nunca está demasiado delgada?

Drew no sabía que todas las mujeres de Milán cuidaban su figura con obsesión y que por eso eran todas tan esbeltas y elegantes.

–La ropa queda mucho mejor si estás delgada.

–Pues yo prefiero a las mujeres desnudas –dijo él y sonrió con placer al ver el efecto que sus palabras provocaban en ella–. Y te aseguro que, cuando una mujer está desnuda, las curvas le favorecen notablemente. Es mucho mejor que tener delante un montón de huesos.

–¿Un montón de huesos? –repitió ella, horrorizada–. ¿Estás insinuando que soy un montón de huesos?

Él se encogió de hombros.

–Sí. Te aseguro que no tienes buen aspecto… Y la ropa que llevas tampoco te ayuda nada. Además, ¿qué le has hecho a tu pelo?

Shelley no podía creerse lo que estaba oyendo. Durante aquellos años en compañía de Marco, había aprendido a tener un aspecto elegante. De ser una provinciana con aspecto de pueblerina, había pasado a convertirse en una mujer de ciudad, adecuada a la vida social de un hombre de mundo. La gente la consideraba hermosa. Sus caderas eran tan estrechas como las de un muchacho.

Pero Drew no parecía compartir esa opinión general.

–Estoy de acuerdo con que éste no es el tipo de ropa que llevaría normalmente para dar un paseo por la playa. Pero este traje es de uno de los mejores diseñadores de Milán –dijo ella y Draw hizo una mueca de impaciencia–. Muchas mujeres se volverían locas por tener algo así. Y, para tu información, este pelo es obra de un gran peluquero ¿Te haces idea de cuánto cuesta tener este aspecto?

Nada más terminar la frase, se dio cuenta de lo necia que había sonado.

–¡Cómo no! Debería haberme imaginado que la palabra «dinero» estaba detrás de todo. Así que te has convertido en una de esas personas que conocen el precio de cualquier cosa pero ignora el valor de todo. Parece ser que me libré de una buena.

–¿O quizás no te gusta mi ropa, porque indica que soy una mujer independiente?

–¿Independiente? –torció la boca en un gesto de desprecio–. No creo que ser el juguete de un niño rico signifique ser un mujer independiente.

No tenía por qué defenderse, pero iba a hacerlo.

–Para tu información, prácticamente era yo la que llevaba la galería de arte de Milán.

–¿Cómo? ¿Tumbada boca arriba?

Shelley se quedó anonadada ante la rudeza del comentario.

Aquel no era el tipo de encuentro que ella había imaginado. Porque, ¿qué chica no imagina el reencuentro con su ex prometido?

Pero más bien había imaginado una exclamación de admiración, un silbido. Y, en más de una ocasión, había llegado al final feliz con vestido blanco, flores, arroz y confetti. Aunque esa parte sí la consideraba excesiva.

Desde luego, lo último que se había imaginado era aquello.

–Mientras tú has estado aquí, dedicado en cuerpo y alma a dar martillazos, yo he aprendido a hablar italiano y a… –dudó un segundo–. Y he aprendido a vestirme.

–Con bastante mal gusto –dijo él.

–Entonces coincidimos en algo –disparó ella.

–¿Dónde está? –preguntó él, haciendo caso omiso del comentario.

–¿Quién?

–Tu amante, tu mentor, tu semental.

–Por favor, no lo llames así.

–¿Por qué no? ¿Es que la verdad te ofende? –dijo él con ironía–. No lo veo por aquí. Supongo que estará en algún cálido y confortable, con un limpiabotas que le saque brillo a sus zapatos hechos a mano.

–¡Eres un …

Shelley no pudo evitar la tentación de mirar a sus playeras de tela, descoloridas. ¡Ni siquiera llevaba calcetines! Marco se habría dejado llevar a la cárcel antes de haber salido a la calle sin calcetines.

Pero lo más increíble de aquel hombre era que, a pesar de su ropa deleznable, se las arreglaba para estar increíblemente atractivo y sexy.

–Vas como un mendigo.

Por primera vez, Drew se tensó, pero no dejó que la rabia se apoderara de él.

–Creo que ya nos hemos dicho todos los insultos que nos teníamos reservados para este momento. Pasemos a la conversación normal. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte aquí, Shelley? ¿A qué has venido, a vender la casa de tu madre? Asumo que estás de paso –dijo él.

Shelley no se paró a pensar la respuesta. Tampoco tenía por qué hacerlo.

–¿Por qué iba a estar de paso? Milmouth no está de camino hacia nada. He venido a quedarme, Drew –le dijo sin preámbulos. Drew se quedó helado–. He vuelto a casa.

El graznido de una gaviota llenó el silencio. Después, sólo quedó el leve rugir de las olas.

–¿Has venido a quedarte? –preguntó por fin Drew– ¿Hasta cuándo?

–Todavía no lo sé.

Drew se quedó pensativo.

–¿Dónde vas a vivir? –le preguntó.

–En la casa de mi madre, por supuesto –respondió ella y observó el gesto de sorna de su interlocutor–. ¿Es que he dicho algo divertido?

Él soltó una carcajada.

–Irónico, más que divertido.

–No entiendo dónde está la broma. ¿Te importaría explicármelo?

Él se encogió de hombros. Shelley notó la poderosa musculatura que se marcaba bajo la camiseta.

–¡Es que no puedo imaginarme a tu amante encerrado en esas cuatro paredes de papel! –dijo él con sorna–. Todos los vecinos se van a enterar con detalle de vuestra vida íntima. Eso, sin contar el estado de la casa. No creo que pueda soportar tal bajeza.

–¡Marco no es esnob!

–¿No? Entonces eres tú la que tiene un serio problema. ¿Por qué nunca lo trajiste de vuelta a Milmouth? –le preguntó acusatoriamente–. ¡Ni siquiera vino a al funeral de tu madre!

¿Qué debía responder? ¿La verdad? ¿Que su madre odiaba a Marco, que adoraba a Drew y que pensaba que había cometido el mayor error de su vida? Habría sido una falta de respeto haber llevado al hombre al que culpaba de haber destrozado sus sueños.

Porque según pensaba Verónica Turner, Drew y Shelley habrían seguido eternamente juntos si Marco no hubiera aparecido.