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Nancy Greenwood no iba a tener fácil terminar sus prácticas para convertirse en doctora. Su marido le estaba poniendo las cosas difíciles. Ella sabía que su matrimonio no podía durar mucho más, pero era una persona a la que no le gustaba romper sus promesas. La atracción que sentía hacia Callum Hughes, su tutor, sólo hizo que incrementara los esfuerzos para salvar su matrimonio. Sin embargo, tendría que pasar todo un año de prácticas con Callum si quería acabar su carrera, y eso no iba a resultar tan fácil…
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Seitenzahl: 201
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Sharon Kendrick
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Con todo mi amor, n.º 988 - septiembre 2021
Título original: All the Care in the World
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-877-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
LOS PAPELES que recibieron a Callum Hughes a la vuelta de las vacaciones formaban un montón tan alto en la mesa, que temía que pudieran caerse al suelo.
Si su vuelo desde Francia no se hubiera retrasado hasta primeras horas de aquella mañana, podría haberlos recogido antes de que empezara la consulta.
Dejó el maletín en el suelo, y dijo algo, no muy educado, mientras los apilaba en dos montones.
–¿Ha dicho algo? –dijo Jenny McDavid, cuyo aspecto rollizo contradecía su eficacia. Le había seguido al despacho, con una lista de mensajes telefónicos recibidos–. ¿Qué ha dicho, doctor Hughes?
–Algo irrepetible –murmuró Callum, con el rostro iluminado al ver a una de las recepcionistas llegar con una taza de café humeante–. Gracias, Judy. ¡Es justo lo que necesitaba en este momento! Me imagino que sería mucho pedir que me trajeras unas pastas.
–Le he comprado pastas danesas cuando venía hacia aquí –exclamó Judy, con dos hoyuelos en las mejillas que le daban el aire de una adolescente, en vez de una mujer con nietas–, por si acaso no había desayunado. Le pasa tantas veces, doctor… Iré por ellas.
La mujer salió apresuradamente del despacho, para volver minutos después con una suculenta bandeja de pastas, zumo de limón y nueces con pasas.
–¡Mmmm! –exclamó Callum, con admiración–. Gracias Judy.
La mujer salió y Jenny hizo un gesto negativo con la cabeza al tiempo que ponía cara de perplejidad.
–La verdad, no sé cómo lo hace, doctor Hughes. De verdad que no lo entiendo.
–¿Hacer qué? –preguntó el hombre, con una sonrisa inocente en los labios, mientras se sentaba detrás de su mesa con una extraña agilidad para un hombre tan alto.
–Tener a todas las mujeres a su disposición.
–¡Soy yo el que está a su disposición! –exclamó él, bromeando.
–Están todas detrás de usted –continuó Jenny, intentando parecer severa, pero fallando en el intento–. Le traen pasteles y le hacen la compra –continuó–. Y recogen sus camisas de la tintorería.
–¡Pero soy un hombre ocupado! –protestó.
–¡Y ellas también son mujeres ocupadas! Mujeres que tienen su trabajo y familias que atender.
–¿Por qué te quejas, Jenny? ¿Crees que las estoy explotando? ¿Lo crees?
Jenny se quedó silenciosa, pensando en lo amable que el doctor era en Navidad con todos los trabajadores. Tenía que admitir que muchas de ellas lo perseguirían si les hubiera simplemente obsequiado con una de sus sonrisas irresistibles.
–No, no las está explotando –admitió–, pero…
Los ojos verdes del doctor Callum parpadearon con malicia.
–¿Pero?
–Es hora de que se eche novia, Callum Hughes –declaró Jenny con descaro.
Callum se puso una mano en el cuello, con expresión horrorizada.
–Señora McDavid, no permita que ninguna feminista le oiga decir eso. Eso implica que el principal deber de una esposa es cuidar a su marido.
–¿Y no es así?
El doctor hizo un gesto negativo, y el cabello negro le acarició el cuello bronceado, haciéndole recordar que debería haber encontrado un hueco para cortarse el pelo antes de volver al trabajo.
–Nada de eso. El matrimonio debe fundarse sobre la igualdad.
–¿De verdad lo cree?
–Sí –afirmó solemnemente, a pesar de que sus ojos adquirieron un brillo sensual y ambiguo.
–Entonces no me extraña que permanezca soltero –dijo Jenny con un suspiro, mirando fijamente aquel rostro atractivo, y pensando que, si alguna vez una mujer conseguía conquistarlo, sería afortunada–. Aquí tiene varios mensajes –añadió, mirando la lista que llevaba en la mano.
–¿Algo urgente?
La mujer negó con la cabeza mientras revisaba la lista.
–No. Lo más urgente ya está resuelto. Y… ¡Ah! –exclamó, adquiriendo una expresión seria–. El señor Petersham, el cirujano del hospital de St Saviour, llamó para decir que había operado a Emma Miles. Habló con el doctor Davenport y…
Se detuvo porque Callum levantó una mano en señal de silencio, mientras con la otra comenzaba a marcar el teléfono de su colega.
–¿David? Siento molestarte, pero acabo de volver y creo que has hablado con Mike Petersham de St Saviour, ¿no es así?
–Sí, así es.
–¿Y? –aunque aquellas tres palabras ya le habían descubierto que el diagnóstico era el que Callum temía.
–Llamó para que supieras que el diagnóstico de tumor en el estómago era correcta –respondió David, con voz sombría–. Ha operado y ha hecho todo lo posible, pero no parece mejorar. Lo siento mucho, Callum. Sé lo unido que te sientes a Emma y a su familia.
Callum dio las gracias y colgó el teléfono, luego hizo un gesto negativo con la cabeza. Dos marcas profundas aparecieron en su frente.
–¡Maldita sea! –exclamó, pensando lo injusta que la vida podía llegar a ser–. ¡Maldita sea!
–¿Malas noticias?
La secretaria era demasiado inteligente como para no saber lo que ocurría en las diferentes consultas. También era una persona discreta.
–Peor que malas –contestó Callum–. Emma es demasiado joven y guapa para que le ocurra algo así. ¿Sigue en el hospital?
Jenny asintió.
–Está en la zona de Poplar. ¿Quiere ir a verla?
–Por supuesto que sí –dijo con un suspiro, pensando en la juventud, en la decisión y en la belleza de la muchacha.
Entonces sintió algo parecido a ira, contra Dios, aunque eso a ella no le haría ningún bien. Tampoco a él, ni al resto de los pacientes, que le enojarían con insignificantes problemas que no eran nada, comparados con lo que Emma iba a tener que soportar durante los meses que le quedaran de vida.
Pensó en pedir a Judy, o a cualquier otra de las recepcionistas, que le compraran un ramo de flores para llevárselo. ¿O preferiría un libro?
–Probablemente eso es lo más urgente. La biblioteca del hospital ha llamado para decir que ya han encontrado el libro que quería sobre el asma. Y su nueva jefa de servicio ha llamado para decir que está deseando conocerlo. Vendrá hoy –explicó Jenny.
Callum entornó los ojos, desconcertado al escuchar un término que sonaba tan fuera de lugar en su consulta.
–¿Mi nueva qué?
–Jefa de servicio. Su nueva jefa de servicio en prácticas.
–¿La doctora en prácticas?
–No sea puntilloso, Callum. Así es como se dice ahora. Tiene que amoldarse a los nuevos tiempos –protestó Jenny, hasta que se dio cuenta de que él la estaba nuevamente provocando–. ¿Por qué han cambiado el nombre de doctor en prácticas a jefe de servicio? ¿Lo sabe?
–Los pacientes pensaban que la expresión en prácticas significaba que todavía eran estudiantes –respondió–, y no doctores licenciados que querían añadir tres años de experiencia para especializarse en medicina general.
Jenny asintió, y algo en el tono de la voz del doctor hizo que le volviera a preguntar.
–¿Y esa es la única razón?
Callum se encogió de hombros mientras comenzaba a revisar el primer montón de documentos.
–Creo que muchos doctores jóvenes no se sentían a gusto con la expresión. Decían que si les llamaban así no parecía que tuvieran siete años de estudios universitarios a sus espaldas. Esto les pondrá al mismo nivel que sus colegas del hospital, y dejarán de sentirse como parientes pobres de la medicina.
–¿Y es cierto eso?
Callum asintió.
–Sin duda. Y es hora de que nos enfrentemos a ello y demostremos al mundo que estamos orgullosos de estar especializados en medicina general.
–Sí, doctor Hughes –dijo Jenny, tratando de disimular la expresión de su cara. Y es que era una lástima que un hombre tan guapo y encantador como el doctor Callum, empleara toda su pasión y energía en el trabajo–. Ella vendrá hacia las once. Le dije que viniera más tarde del horario que habitualmente iba a tener, porque usted volvía de vacaciones y tendría asuntos que resolver. Le dije que sería mejor que viniera después de la consulta, y no antes. ¿He hecho bien?
Callum en ese momento fruncía el ceño al ver una carta del jefe de departamento, que llevaba trabajando poco tiempo. Aunque había venido con buenas recomendaciones, era, decididamente, poco diplomático.
–Mmmm. Muy bien, Jenny –respondió, de manera ausente. Luego, al ver que la enfermera se dirigía hacia la puerta, levantó la cabeza.
–¿Cómo se llama?
–Nancy Greenwood.
–Es un nombre bonito –comentó, con una sonrisa en los labios.
–Sí –respondió, preguntándose por qué el destino no había mandado al doctor Hughes una doctora soltera, en vez de una casada–. La conoció cuando pidió ser transferida desde Southbury, ¿recuerda?
El doctor había entrevistado a tan pocos médicos recién licenciados que querían especializarse en medicina general, que enseguida recordó a la mujer. Frunció el ceño. Sí, la recordaba.
La mujer había empezado un curso de medicina general en la pintoresca ciudad de Southbury, pero había habido algún problema y el jefe de departamento de allí había llamado a Callum para pedirle que la aceptara en su clínica. El doctor Farrow, su superior, había asegurado a Callum que era una excelente doctora y que las razones para el cambio eran de carácter personal.
Eso había sido suficiente para Callum. A él no le gustaba entrometerse en asuntos ajenos. Le caía bien y respetaba al doctor Farrow, en todos los aspectos, tanto en lo personal, como en lo profesional. Así que no necesitó más explicaciones para admitir a la doctora Nancy Greenwood.
¡Y lo único que recordaba de ella era su baja estatura!
Y su juventud, recordó de repente. Le había parecido muy joven para ser una doctora licenciada. Y entonces eso le había llevado a reflexionar lo viejo que él se estaba haciendo. Pronto cumpliría treinta y tres años… ¿Cómo podía pasar el tiempo tan rápidamente?
Jenny se dio cuenta de que fruncía el ceño.
–Su currículum vitae está sobre la mesa, si quiere echarle un vistazo antes de que llegue.
–Gracias –dijo Callum. Pero estaba tan concentrado en una revista médica de la semana anterior, que no oyó la última frase de la enfermera y el currículum vitae permaneció donde estaba.
El deportivo rojo se detuvo a la entrada de la Clínica Purbrook, atrayendo las habituales miradas de admiración y envidia.
Apagó el motor, y de repente deseó no haber llevado un coche tan llamativo. Pero no podía venderlo, no todavía, debido a que era un regalo, y como todo el mundo decía: «a caballo regalado no le mires el diente…»
Se bajó del coche despacio, y se dirigió hacia la entrada también con lentitud, porque le temblaban las manos. Irónicamente, el anillo de oro de casada brilló un momento, cuando intentó borrar de su memoria la discusión que había tenido aquella mañana, para enfrentarse a su primer día de trabajo. Unas cuantas respiraciones profundas la ayudarían a restablecer el equilibrio.
Nancy se llenó los pulmones de aire y lo expulsó despacio, tratando de repetir la práctica de su clase de yoga. Abrió la entrada de la clínica decidida a que su rostro no reflejara las burlas que había tenido que soportar aquella mañana antes de salir de casa.
Haciendo un gesto negativo con la cabeza, para olvidarse de la imagen de su marido furioso, Nancy entró en la clínica, y se dirigió a recepción.
Había varias recepcionistas atendiendo el teléfono para organizar las citas. En una esquina, un ordenador provocaba un murmullo constante, y una máquina de fax comenzaba a escupir un mensaje.
Una de las recepcionistas miró con expresión interrogante a Nancy, de pie, con aspecto intimidado.
–¿Tiene hora? –preguntó a Nancy, mirándola con curiosidad.
Nancy negó con la cabeza.
–No. Yo…
–Me temo que el doctor no podrá verla si no tiene hora –dijo automáticamente la mujer, aunque no tan amablemente como lo habría hecho si Nancy no hubiera llevado un traje que a ella le costaría el sueldo de un mes.
A Nancy, que había pasado la noche en la habitación de invitados, y que había seguido discutiendo por la mañana durante el desayuno, no le hacía ninguna gracia ser confundida con una paciente. Si parecía una paciente significaba que tenía aspecto enfermizo, y eso no era muy agradable.
–¿Usted siempre saca conclusiones precipitadas? –preguntó, educadamente.
–¿Perdón?
Nancy se mordió los labios. No debía volcar su frustración sobre una mujer que, después de todo, estaba trabajando.
–Es sólo que soy la nueva ayudante del doctor Hughes. Si me hubiera preguntado simplemente en qué podía ayudarme, y no si tenía o no hora…
Se calló cuando la recepcionista la miró fríamente, y se dio cuenta de que había cometido un error. Quizá Steve tenía razón, y ella era una persona con la que era imposible vivir.
–Llevo trabajando aquí desde que abrieron el ambulatorio, hace diez años –informó la recepcionista con tranquilidad–. Y creo que no necesito que me digan cómo hacer mi trabajo, especialmente una recién llegada.
Nancy esbozó una sonrisa de disculpa.
–Lo siento mucho. No intentaba ofenderla. Es sólo que…
–Por favor, disculpe un minuto –dijo la muchacha, mirando el teléfono que sonaba y descolgándolo–. Clínica Purbrook.
Nancy reprimió las ganas de preguntar a otra recepcionista dónde podía encontrar al doctor Hughes, no quería ofenderla aún más. Así que tuvo que esperar pacientemente a que la recepcionista terminara de hablar.
Esperó a que terminara de enumerar unos datos que, indudablemente, serían resultados de análisis de sangre, colgara el teléfono, y la mirara con una sonrisa inocente.
–Soy la nueva jefe de servicio del doctor Hughes, Nancy Greenwood –repitió.
–¿Jefa de servicio? ¿Quiere decir que es la nueva doctora en prácticas?
Nancy hizo un gesto expresivo con la boca.
–Ya no se dice así. Me extraña que nadie se lo haya dicho.
–Sí, me lo habrán dicho, pero se ve que usted no ha trabajado en muchas clínicas. Las empleadas estamos demasiado ocupadas como para aprender las nuevas titulaciones.
Nancy estaba bastante acostumbrada a mantener expresiones frías.
–Estoy segura de ello. Y si me dice dónde está el despacho del doctor Hughes, le prometo no entretenerla más.
El teléfono volvió a sonar, y la muchacha hizo un gesto con la mano, indicando el final del corredor.
–Al final, a la izquierda y verá un letrero, no hay pérdida –contestó, tomando el teléfono–. ¡Buenos días, clínica Purbrook!
Nancy se dirigió al corredor, y todo el mundo la siguió con la mirada
Quedaba poca gente en la sala de espera, pero eran casi las once y la consulta comenzaba a las ocho y media. Nancy sospechó que la sala de espera estaría a rebosar cada mañana.
Los pacientes que quedaban eran los habituales: una niña pequeña, con la cara febril, en los brazos de su madre, un niño de diez años que daba patadas a la silla donde estaba sentado, y dos personas saludables, aunque no paraban de toser ruidosamente. Estos últimos parecían tener un fuerte catarro, pensó Nancy, aunque nunca se podía asegurar. Sabía que la primera regla en su profesión era no diagnosticar sin antes haber preguntado y verificado todos los detalles.
Nancy miró a su alrededor, mientras caminaba hacia el despacho del doctor. La sala de espera, aunque decorada con los colores pálidos habituales tenía un aspecto indudablemente hogareño. Había revistas de portadas brillantes por todas partes, y algunos juguetes tirados en un rincón sobre la alfombra de color gris azulado, donde un niño jugaba alegremente.
El despacho del doctor Hughes estaba al final del pasillo. La mujer se detuvo a leer la placa de bronce en la puerta.
Llamó suavemente, y alguien ordenó que entrara.
Nancy abrió la puerta, y al ver aquellos ojos verdes penetrantes que la miraban desde la mesa, su aplomo estalló como un cristal que se rompe.
CUANDO Jenny le había dicho el nombre de Nancy Greenwood horas antes, Callum había pensado que la recordaba vagamente, pero estaba equivocado. Completamente equivocado.
Porque cuando la puerta se abrió y entró una mujer con un traje azul, y se quedó mirándolo a los ojos, él tuvo la sensación de que ya se conocían.
Era tan bajita como recordaba. De piel suave y blanca, y ojos marrón claro como guijarros redondos. Tenía el cabello oscuro y brillante, recogido severamente hacia atrás, aunque Callum pensó que era innecesario, porque lo imaginaba perfectamente suelto en sus hombros, como lo había llevado el día que se conocieron.
El doctor se aclaró la garganta, pero aun así su voz sonó más profunda de lo habitual.
–Entre, doctora Greenwood. ¿O prefieres que te llame Nancy? ¿Le importa que la tutee?
El doctor arqueó sus cejas oscuras, y Nancy hizo un gesto negativo con la cabeza, a la vez divertida y encantada por su simpatía. ¡En ese preciso instante podría haberla llamado de cualquier manera!
–Soy Callum Hughes. Y puedes llamarme, por supuesto, Callum. Aquí no somos muy estrictos.
–Sí, claro –dijo Nancy, intentando avanzar, a pesar del temblor de sus piernas, y preguntándose qué había cambiado en su interior.
¿Qué era lo que hacía que el doctor Callum le pareciera de repente la persona más vital que había conocido en su vida? ¿El hombre más real y más viril de todos? Notó que su pecho se contraía al mirarlo, y su respiración se hacía más rápida.
«¿Él había cambiado? ¿O ella?», se preguntó.
–Qué agradable volver a verte –dijo Callum, extendiendo su fuerte mano, y viendo de repente el anillo en su mano.
«¿Lo llevaba el día de la entrevista?», se preguntó.
Nancy permitió que la tomara de la mano con fuerza, y trató de recuperarse de la sensación que la invadió. Tragó saliva, e intentó examinar al hombre que tenía enfrente y con el que iba a trabajar todo un año.
El rasgo más notable era su estatura, decidió inmediatamente la muchacha. Era muy alto, y tenía un cuerpo fuerte y musculoso, casi más apropiado para un campesino que para un médico. Tenía el aspecto saludable de las personas que han vivido al aire libre toda su vida.
Y, aunque era enero, estaba más bronceado que el día de la entrevista. Tenía los hombros lo suficientemente fuertes como para encender la más primitiva de las pasiones. De repente, la mujer se dio cuenta del rumbo que estaban tomando sus pensamientos, y de que ella era una mujer casada.
Su voz profunda interrumpió sus pensamientos.
–Siéntate. Pediré un café.
–No, por favor, no para mí –dijo Nancy.
–De acuerdo, yo me tomaré uno, aunque no me acompañes –dijo el hombre, sonriendo.
La mujer se sentó en la silla que le había indicado, y cerró los ojos, relajándose por primera vez en muchos días.
Los ojos de Callum notaron cómo la tensión desaparecía del pequeño rostro. Luego, tomó el teléfono para pedir café, mientras Nancy miraba el despacho, preguntándose qué podría descubrir allí sobre la personalidad de Callum Hughes.
Era un despacho grande y bien iluminado por un enorme ventanal, cuya mitad inferior era opaca, para facilitar la intimidad a los pacientes, pensó Nancy. La parte superior, en cambio, permitía ver las ramas superiores de los árboles, desnudas contra un cielo brillante de invierno.
En un rincón había un corralito antiguo de madera, lleno de diferentes juguetes, y un estante sobre él, brillantemente coloreado, exhibía libros de cuentos para diferentes edades.
Así que también era considerado con los niños, pensó Nancy, y algo en su interior la hizo sentirse extrañamente incómoda…
En otro de los rincones de la habitación había un acuario con peces de colores, que se deslizaban entre plantas iluminadas.
Callum esperó a que ella terminara su silenciosa contemplación, luego esbozó una sonrisa divertida.
–¿Te gusta mi consulta, jovencita?
Inmediatamente se preguntó por qué habría dicho algo tan anticuado como jovencita. No lo decía normalmente. Así que era su inconsciente, se dijo a sí mismo, tratando de crear algún tipo de distancia entre ellos. ¿Por qué?
Sus ojos se encontraron. Los de él algo dudosos, los de ella interrogantes… y de repente ella estalló en carcajadas. El sonido sorprendió a ambos. Para su sorpresa, el doctor rió también.
–La jovencita está bien, gracias. Además le encanta el acuario y desearía meterse en el corralito.
–¿Lo he dicho de manera autoritaria? –le preguntó el doctor seriamente.
–No, ha sonado… como…
–¿Paternal?
«¡No, desde luego que paternal no!».
–Quizá de tío –respondió, mirando agradecida la puerta que se abría para dejar pasar a una enfermera que traía una bandeja con un café.
Callum tomó la bandeja y despejó su mesa.
–Margaret, ésta es Nancy Greenwood, mi nueva jefa de servicio.
–Hola, doctora Greenwood. Espero que se sienta a gusto entre nosotros.
–¿Y por qué no iba a estarlo?
Margaret hizo una mueca dirigida a Nancy, y luego salió.
Callum se sirvió el café.
–¿De verdad que no quiere una taza?
–Está bien, pero sírvame la mitad.
–¿Cómo lo quieres?
–Así, sin azúcar.
El doctor le ofreció la taza de café sólo.
–No me extraña que estés tan delgada –comentó, añadiendo azúcar y leche en polvo a la suya.
El doctor le ofreció una pasta.
Nancy aceptó la pasta de chocolate, y su estómago le recordó que había salido de su casa sin desayunar nada.
–Estoy bien para mi estatura –se defendió.
–Pues claro que estás bien –Callum se bebió el café, dejó la taza vacía sobre la mesa y se reclinó hacia atrás en la silla, mientras la miraba, tratando de verla sólo como una colega. O mejor, como una colega casada, en vez de como una muy atractiva joven. Pero descubrió que eso no iba a ser tarea fácil y no podía entender la causa. No iba a ser fácil en absoluto–. Bueno, ¿por dónde empezamos, Nancy?
–¿Por el principio? –bromeó Nancy, preguntándose que había provocado que los ojos verdes de él se hubieran puesto tan serios.
Callum asintió.
–De acuerdo; el principio es éste: quiero saber qué conoces de este distrito, Purbrook, así como de sus alrededores.
–Muy poco –respondió Nancy, con sinceridad–. Sólo hace un mes que nos trasladamos a esta zona.
«Nos». El pronombre dejó, inexplicablemente, un sabor agrio en la boca de Callum. Esperaba que esa reacción no se hubiera reflejado en su rostro.
–¡Ah!, sí, por supuesto. Eres casada, ¿verdad?
Por alguna absurda razón, la pregunta desconcertó a Nancy.
–Sí –admitió, en voz baja.
–¿Y dónde vivís?
–En Tenterdon –contestó, mencionando la pintoresca ciudad que estaba a siete millas de distancia.
Se fijó en la confusión que reflejaba el rostro de ella, y lo interpretó correctamente.
–No te preocupes, Nancy –remarcó sus palabras con cierta sequedad–. No estoy planeando ir a buscarte a horas intempestivas para que hagas cursos-sorpresa.
–Me alegro de oírlo –Nancy palideció mientras trataba de imaginar la reacción de su marido en ese caso.
–¿Te apuntaste con algún médico en Tenterdon o vas a hacerlo aquí?
–Estoy contenta con el que tengo –contestó, mirando fijamente al hombre que tenía enfrente.
Agradecido de poder desviar su atención de esos absorbentes ojos marrones, Callum abrió un cajón del que sacó un lustroso folleto y se lo alcanzó.