Conflicto amoroso - Maureen Child - E-Book

Conflicto amoroso E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

Un huracán obligó a Karen Beckett a refugiarse en la diminuta habitación de un motel con el sargento Sam Paretti, el hombre al que no quería volver a ver. Hacía unos meses que Karen había cortado la relación con aquel marine tan guapo, pero los recuerdos agridulces del tiempo que habían pasado juntos no la abandonaban. Ahora la había rescatado de la tormenta y quería una recompensa a cambio. Sus ojos reflejaban un deseo tan fuerte como la pasión que desbordaba a Karen. Pero ceder ante aquella sed significaría tener que contarle su pasado y admitir el insondable amor que sentía por él.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Maureen Child

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Conflicto amoroso, n.º 1026 - mayo 2019

Título original: Marooned with a Marine

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-856-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

¿Qué más me puede pasar hoy?, se preguntó el sargento de artillería Sam Paretti mirando al cielo encapotado.

Estaba de pie sobre una plataforma de madera desde la que se dominaba el campo de tiro. Tendría que estar escuchando disparos por todas partes, debería estar viendo filas de reclutas arriba y abajo, disparando.

Pero no. En lugar de eso, estaba asegurándose de que no quedaba nadie, de que todos habían vuelto a sus barracones. Un día perfecto de prácticas de tiro desperdiciado por culpa de un huracán.

–¿No tienes nada mejor que hacer? –gritó en dirección al cielo. Una ráfaga de relámpago fue la única respuesta que obtuvo y Sam tradujo que la voluntad de Dios estaba por encima de la de un sargento de artillería del cuerpo de marines.

El viento lo azotó, moviendo la tela de la camisa y los pantalones. Se ajustó la visera de la gorra y bajó de la plataforma, aterrizando sobre el suelo embarrado.

Vio algo que brillaba en mitad del fango y se agachó a agarrarlo. Era un cartucho. Se lo metió en el bolsillo y se alejó en dirección a su habitación. Debía hacer la maleta para evacuar.

–Sargento de artillería Paretti –gritó alguien. Sam se paró, se dio la vuelta y vio al sargento del estado mayor Bill Cooper que iba corriendo hacia él.

–¿Qué ocurre, Cooper?

El sargento se paró delante de él y se cuadró.

–Descanse, marine –dijo Sam.

–¿Qué pasa? –preguntó ya con las manos a la espalda y más relajado. De repente, el fuerte viento le arrancó la gorra y tuvo que salir corriendo tras ella–. ¿Te vas ya?

Sam negó con la cabeza y se cruzó de brazos. Abrió las piernas y le plantó cara al viento.

–Aún no. Va a haber unos atascos impresionantes.

–Pues sí –dijo el más joven–, pero mi mujer se quiere ir ya. Es de California, ¿sabes? Están acostumbrados al tráfico y a los terremotos, pero no a los huracanes.

«California», recordó Sam. No habían pasado más que unos meses desde que había estado allí para la boda de su hermano mayor. También hacía un par de meses que una chica de California le había dejado a él.

Karen Beckett. Pensar en ella le produjo un escalofrío. Había irrumpido en su vida, la había descolocado y se había ido igual de rápido que había llegado, dejándolo más solo que nunca.

Se preguntó dónde estaría. Se preguntó si la habrían evacuado, si estaría asustada. Se rio. ¿Karen asustada?

–¿Quieres que haga algo más antes de irme?

–No –contestó Sam–. Voy a dar una última vuelta, pero tú puedes irte.

–Muy bien. Te veré cuando todo esto haya acabado.

–Aquí estaré –contestó pensando que, si por él fuera, se quedaría en la base para hacerle frente a la tormenta. Pero había recibido órdenes de evacuar y no había más. Si no evacuaba podrían juzgarle–. Dale recuerdos a Joanne.

–De acuerdo. Cúbrete las espaldas –sonrió el otro.

–Siempre –murmuró mientras el otro se alejaba a buen paso sujetándose el sombrero–. Bueno, casi siempre –dijo recordando aquella vez en la que no lo había hecho. Aquella vez había dejado que su corazón pesara más que su cabeza y Karen Beckett había aprovechado para darle fuerte y dejarle mal herido.

Maldición. Esperaba que estuviese bien.

 

 

Karen Beckett iba en su coche por la carretera de doble sentido, viendo cómo se estaba poniendo el tráfico y pensó que sería inútil irse en aquellos momentos. Lo único que conseguiría sería tragarse un buen embotellamiento. Una de las razones por las que se había mudado a Carolina del Sur había sido para evitar los atascos. Eso y que su abuela había muerto hacía dos años y le había dejado la vieja casona familiar. Era un lugar magnífico para huir cuando necesitaba alejarse de todo. Era como un escondite.

Se quedó pensando en aquello. No era el momento de ponerse a darle vueltas a antiguas relaciones que habían salido mal. El huracán estaba apunto de llegar aunque ella no estaba muy segura de que fuera a ser tan peligroso como habían anunciado. Otras veces, el gobierno había hecho evacuar a la población y un par de horas después había cambiado de opinión. La televisión llevaba tres días siguiendo la tormenta. Habían sido tres días de advertencias de posibles evacuaciones, de ver a amigos y vecinos comprar de todo, desde papel higiénico hasta galletas de chocolate.

Llevaba dos años en Carolina del Sur y todavía no le había tocado evacuar nunca. Ya se las había tenido que ver antes con lluvia y viento. El paso de El Niño por California no había sido un camino de rosas precisamente. Por no hablar de los terremotos. Karen pensó que si había sobrevivido a un 6,5 podría sobrevivir a un huracán.

–Sí –se animó a sí misma–. Esperaré un poco, unas cuantas horas más. Donde esté un buen terremoto… –dijo desenvolviendo un bombón.

Miró por la ventanilla. Al otro lado de la carretera, los enormes árboles no dejaban ver qué había detrás. Era como ir conduciendo dentro de un túnel verde. La lluvia caía a cascadas por las ventanillas y repiqueteaba en el techo del coche.

Se metió el dulce en la boca y comenzó a tararear una canción que estaba oyendo en la radio. En ese momento, pasó por delante de la entrada de la base de marines Parris Island. Intentó no mirar, pero no pudo. Se le aceleró el corazón y dejó de cantar.

Vio cientos de autobuses, llenos de marines. Les estaban evacuando. Parris Island era una base de entrenamiento para reclutas, así que sospechó que la evacuación habría sido bien acogida por ellos.

Pensó en otro marine. A pesar de que ya no salían juntos, no se podía quitar de la cabeza a Sam Paretti. Habían pasado dos meses, dos semanas y tres días desde la última vez que se habían visto. No era fácil olvidarse de él. Cuando menos se lo esperaba, veía su cara y se quedaba sin aliento. Recordaba sus caricias, su olor. Lo recordaba muy bien. Los meses que habían pasado juntos y la noche que lo habían dejado. Seguía soñando con aquellos ojos color ámbar, con los que la había aniquilado cuando le dijo que no quería volver a verlo.

Apartó la mirada de la base. Le latía el corazón con fuerza y le sudaban las manos. Tragó con dificultad y se metió en la boca dos bombones más.

Ni el chocolate podía apartar de su mente a Sam Paretti, aquel sargento de artillería cañón.

A pesar de lo que había sucedido entre ellos, esperó que estuviera bien.

 

 

Sam cerró el maletero con fuerza y se metió en el coche. Encendió el motor, escuchó el ruido y metió primera.

Dio las luces para ver la carretera a través de la cortina de lluvia. La base estaba prácticamente desierta. Era como una ciudad fantasma. Miles de marines huyendo de una maldita tormenta. No le parecía bien.

Entendía que los hombres casados se fueran porque tenían mujeres e hijos a los que poner a salvo.

Se dirigió a la puerta principal. Pensó que las fuerzas de la naturaleza, en forma de huracán, serían perfectas para un curso de entrenamiento de marines.

Encendió la radio y se incorporó a la carretera que habría de llevarle a la autopista y a tierra firme.

–Por lo menos, no hay tráfico –comentó con estelas de agua a ambos lados del coche.

Eran las tres y media de la madrugada y tenía la carretera prácticamente para él solo.

 

 

Sola.

Bien, perfecto.

Karen volvió a encender el contacto. Nada. Hacía media hora que no oía más que clic, clic, clic. El motor no arrancaba. Como había esperado a que no hubiera tráfico, estaba sola en una carretera oscura en mitad de la nada y con un huracán pisándole los talones.

No podía irle peor.

Se comió otro bombón. A su alrededor, todo era oscuridad y lluvia. El viento soplaba con fuerza y los árboles situados a ambos lados de la carretera se movían como animadoras fuera de sí. El viento sacudió el coche y Karen se agarró con fuerza al volante. Sintió que el miedo comenzaba a atenazarle el estómago.

¿Qué debía hacer? Había intentado llamar desde el teléfono móvil, pero no había conseguido hablar con nadie. Ninguno de los coches que habían pasado había parado. Solo podía quedarse allí sentada y rezar para que el coche arrancara. Pronto.

Se arrepintió de no haber escogido mecánica en vez de hogar en el colegio. No creía que saber preparar un guiso pudiera salvarle la vida.

Vio algo por el rabillo del ojo y miró por el retrovisor. Eran unos faros que se aproximaban deprisa. A lo mejor paraba. Si era así, tendría que cruzar los dedos para que no fuera un asesino en serie.

No tenía opción. El huracán Henry estaba a la vuelta de la esquina.

–Venga, vamos –susurró mirando aquellos faros–. Gracias a Dios –dijo al ver que se había parado tras ella.

Vio por el retrovisor al conductor que abría la puerta y se dio cuenta de que iba solo. Hubiera preferido que la hubiera rescatado una familia.

–No importa –se dijo–. Sea quien sea, es mi héroe.

Un segundo después, su héroe estaba dando con los nudillos en la ventana. Se apresuró a bajarla.

–Vaya, ¿por qué no me sorprende verte aquí? –preguntó una voz demasiado conocida.

–¿Sam? –preguntó Karen con el estómago en un puño.

–El mismo.

Allí estaba. Con la lluvia cayéndole por la cara. Le miró a los ojos y se dijo que Dios tenía mucho sentido del humor. ¿Cómo, si no, se explicaba que mandara a salvarla al único hombre que no quería volver a ver?

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Pues nada, que como hace una noche tan estupenda, decidí aparcar aquí y admirarla un rato.

–Muy graciosa, Karen. Viene un huracán, por si no te has enterado.

–Bueno… –comentó tomando otro bombón–. ¿Tienes teléfono en el coche? He intentado llamar desde mi móvil, pero no funciona.

–Aunque funcionara, no podrías llamar a nadie. Si necesitas ayuda, yo te ayudaré. Vamos, agarra tus cosas y vente conmigo.

–¿A dónde?

–¿Importa eso a estas alturas? –dijo riéndose.

–Supongo que no –contestó sabiendo que no tenía elección.

Le pareció mejor irse con Sam Paretti que tener que afrontar sola un huracán.

–Dame las llaves. Voy a sacar las cosas del maletero.

Se las dio pensando que seguía siendo tan atento como siempre. Karen alcanzó el bolso, los termos y los bombones del asiento del copiloto. Subió la ventana, se puso la capucha y salió del coche.

El viento le quitó la capucha nada más salir y se vio con todo el pelo por la cara. El agua se le metió por el cuello de la camisa y le bajó por la columna vertebral. Sintió que se le habían pegado los vaqueros y que se le habían encharcado las zapatillas de deporte.

En las llanuras, el agua tardaría mucho en desaparecer. Las calles se convertirían en lagos; las autopistas, en ríos y los campos, en océanos.

Con esfuerzo llegó a la parte de atrás del coche.

–Mujeres. ¿Para qué necesitarán tantas cosas? –oyó murmurar a Sam.

–Perdón por no poder sobrevivir con una navaja y un cepo.

–No te vas de vacaciones –dijo agarrando las dos maletas–. Estamos evacuando.

–¿Y?

–Nada.

Sam metió el equipaje de Karen en su maletero. Karen lo siguió a la parte de atrás del enorme todoterreno y vio todo lo que se había llevado.

–¿Una tienda? –gritó para que la oyera por encima del viento–. ¿Piensas acampar?

–No creo –dijo cerrando el maletero–. ¿Qué llevas aquí?

–Comida. Cosas necesarias.

–¿Chocolate? –preguntó con una ceja levantada.

–El chocolate es muy necesario –contestó hurgando en la bolsa de papel.

–Muy bien. Vamos –le dijo agarrándola del codo para acompañarla hasta el asiento del copiloto. Le abrió la puerta y la acomodó dentro. Cerró la puerta. Karen se quedó aturdida ante la ausencia de lluvia y viento.

Sam se montó en el coche. Allí estaban, solos.

Sam se giró para mirarla y, cuando sus ojos se encontraron, Karen se preguntó qué sería más peligroso, el huracán o Sam Paretti.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Estaba como una rata mojada.

Aun así, le seguía pareciendo la mujer más guapa que había visto jamás. Maldición.

Sam la observó durante un largo minuto, satisfaciendo aquel deseo que lo había perseguido durante dos meses. Vaya. Le pareció que habían transcurridos años desde la última vez que la había visto.

Se había acercado a aquel coche con las luces de emergencia puestas porque no había sido capaz de pasar de largo ante alguien que podría necesitar ayuda. Cuando reconoció el coche, en el último momento, supo que iba a pagar un precio muy alto por su caballerosidad.

El precio era que la podía mirar, pero no la podía tocar.

Aquello lo enfadó.

–¿Por qué demonios sigues aquí? Tendrías que haberte ido hace horas –dijo en un tono más cortante de lo deseado.

–Le dijo la sartén al cazo –contestó ella arqueando las cejas rubias.

–Muy graciosa –comentó Sam sabiendo que él también se debería de haber ido hacía horas–. Mi situación es diferente.

–¿De verdad? ¿Y eso? –preguntó comiéndose otro bombón.

–Muy sencillo. Porque mi coche funciona. Te dije hace tres meses que tu coche estaba en las últimas. Te advertí que no te fiaras de él –dijo moviendo la cabeza en señal de desaprobación.

Karen se arrellanó en el asiento, desenvolvió otro bombón y se lo metió en la boca. Se dio cuenta de que comía tantos bombones cuando estaba nerviosa o enfadada. O feliz. Sam recordaba el chocolate como una parte muy importante de la personalidad de Karen Beckett.

–Sí, ya lo sé, pero ha durado tres meses más de lo que tú creías, ¿no?

–Claro. Ha durado hasta que lo has necesitado realmente. En ese momento, ha decidido morirse.

–Mira, Sam…

Aquella mujer era la más testaruda que había conocido.

–Por amor de Dios, Karen –dijo molesto–. Si no hubiera aparecido, ¿qué habrías hecho? Te habrías quedado ahí, atrapada. En mitad de la nada y con un huracán acechando.

–Me las habría apañado –contestó con aquella expresión de «reina a plebeyo».

–Sí, claro –dijo recordando aquella irritación de meses atrás. Karen Beckett era especialista en sacarle de quicio–. Lo primero que pensé cuando me paré a socorrerte fue en lo bien que parecías estar.

Karen le dedicó una mirada asesina, agarró el bolso y los bombones.