Contra el silencio - Juan Carlos Arteaga - E-Book

Contra el silencio E-Book

Juan Carlos Arteaga

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Entre una historia cultural llena de paradojas y cierta noción abstracta de humanidad que aún triunfa en la censura de los sentidos, surgen los ensayos de Juan Carlos Arteaga para remover aquello que parece inapelable. Hay en esta palabra un evidente deseo por enfrentar lo humano sin concesiones y llevarlo hacia un lugar de reflexión que no agota caminos ni banaliza contradicciones. En medio de ese deseo, que revela las inquietudes del autor, entre uno y otro texto aparece el cuerpo, colocado al extremo de su intensa materialidad. El acto caníbal, los sexos expuestos, el poder aniquilador del fuego, el silencio ante el horror o lo perturbador del incesto, retumban para poner en tensión lo escrito. En el diálogo con otras fuentes y en la insistencia en la pregunta como estrategia que va más allá de sus posibilidades retóricas, esta escritura convoca al lector a retomar lo pasado por alto, a incomodarse y a encontrar otros caminos de intercambio que se resistan a enmudecer, que no cedan ante la abulia.

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EL CANIBALISMO NOS VUELVE HUMANOS

CONTRA EL SILENCIO

POR EL FUEGO: TRANSFORMACIÓN Y PODER

BERNARDO BERTOLUCCI Y CUATRO FICCIONES DE LA VIDA SOCIAL

LAS MÁSCARAS DEL «AHORA»

APUNTES SOBRE LA SENSUALIDAD

BIBLIOGRAFÍA

EL CANIBALISMO NOS VUELVE HUMANOS

Sabemos que la mente humana ha demostrado ser capaz de cualquier cosa, desde la imbecilidad hasta la teoría quántica, desde el Mein Kampf y el sadismo hasta la santidad de Felipe Neri, desde la metafísica hasta los crucigramas, el poder político y la Missa Solemnis.Aldous Huxley

Nota de prensa:

Los jueces alemanes condenan al ‘caníbal de Rotemburgo’ a tan solo ocho años de cárcel1

Arimn Weis mató y devoró parcialmente a un ingeniero berlinés que contactó a través de Internet.

La noche del 10 de marzo de 2001 Arimn Meiwes, de 43 años, llegó a un macabro acuerdo con el ingeniero berlinés Bernd Jürgen B., de la misma edad: comer partes de su cuerpo, empezando por el pene, hasta acabar con su vida. Y así ocurrió. Meiwes congeló los restos que sobraron de la sesión de canibalismo para engullirlos en los días sucesivos. La cita entre la víctima y el caníbal se realizó a través de Internet. Cuando han pasado casi tres años del espeluznante suceso, los jueces del tribunal de Cassel (Alemania) han condenado a Meiwes a tan solo ocho años y medio de cárcel. La Fiscalía pedía cadena perpetua para Meiwes por asesinato con motivación sexual y perturbación del descanso de los muertos, mientras que la defensa reclamaba una condena por homicidio con consentimiento de la víctima.

El juez Volker Mütze reconocía hoy al principio de la argumentación de la sentencia que el canibalismo es “un comportamiento condenado por nuestra sociedad”. No obstante, a renglón seguido, el magistrado admitía la incapacidad de la justicia para encontrar un castigo adecuado a una conducta que no se contempla como delito en Alemania: «Nos encontramos en un ámbito en los límites del derecho penal, pues faltan precedentes». No fue asesinato, porque Meiwes no mató a su víctima, como sostenía la acusación, solo para satisfacer sus apetitos sexuales, pues el placer que experimentó el caníbal al matar y trocear a la víctima no fue «un motivo dominante» del crimen, ha argumentado el juez.

Tampoco se trató, como sostenía la defensa, de un asesinato con consentimiento de la víctima —delito análogo a la eutanasia activa—, porque la víctima «no pidió en serio y específicamente» a Meiwes que le matara, sino que quiso vivir «la experiencia de su vida» mientras el caníbal le cortaba el pene, que ambos intentaron comerse. El condenado confesó que grabó el crimen en vídeo para masturbarse después viendo las imágenes, una cinta de varias horas de duración que fue usada como prueba en el proceso. El magistrado sostiene que el caníbal se comió a su víctima para establecer «la unión más estrecha posible» con ella, y su móvil no fue obtener «sexo y placer», sino «seguridad y recogimiento».

Al final los magistrados, que han considerado a Meiwes plenamente responsable de sus actos tras descartar los médicos que sufra enfermedad mental alguna, han optado por condenarle por homicidio, pena que se castiga en Alemania con un mínimo de cinco años de prisión, que pueden convertirse en cadena perpetua en casos especialmente graves, lo que no ha ocurrido con el caníbal. El dictamen ha causado estupor en la sociedad alemana porque las leyes prevén la posibilidad de que el condenado salga de la cárcel a los cinco o seis años si cumple ciertas condiciones, como buen comportamiento.

Dos personalidades obsesivas

Los expertos explicaron durante el proceso que el caníbal estuvo obsesionado durante su pubertad por un fetichismo por la carne humana inerte, y que solo experimentaba excitación sexual cuando se imaginaba troceando un cuerpo. La víctima era la perfecta para Meiwes, al sufrir de masoquismo sexual y un creciente deseo de que le cortaran el pene para superar el suicidio de su madre, del que se sentía en parte responsable después de que el padre le contara que la mujer murió en un accidente de tráfico. «Me alegro de que termine todo», ha manifestado Meiwes antes de escuchar la sentencia, que la ha recibido con la misma serenidad y frialdad con la que participó en todo el proceso, que ha durado dos meses.

En el año 2001, el mundo se conmociona: un hombre devora a otro hombre. Arimn Meiwes devora a Bernd Jürgen. Occidente —¿racional?— siente que los andamios de su estructura tambalean: no solamente los fundamentos jurídicos, tal cual lo señala El País; sino también las bases sociales, colectivas. Y estas se ponen en jaque precisamente porque en ese Occidente —que ya ha tenido un Hegel, en donde la ascensión del espíritu se relaciona con el grado racional de evolución de los seres humanos—, el canibalismo no es común. No aparece en los periódicos todos los días, ni en televisión o internet. El mundo, sin lugar a dudas, se conmociona. Y la categoría violencia surge por todas partes: los jueces la definen, los fiscales la nombran, los abogados defensores la conjuran, los medios de comunicación la invocan. Pero la violencia, lejos de estar presente en el acontecimiento en sí mismo, se convierte en uno de aquellos sonidos rituales que sustituyen lo innombrable, lo impronunciable: dos hombres, plenamente conscientes, se reúnen para celebrar un extraño banquete. Sumados a violencia, el texto de El País coloca los adjetivos macabro y espeluznante. Pero se debería preguntar por el significado de estos calificativos si se desea que el periodismo halle niveles de profundidad que lo vuelvan trascendente, más allá del día a día que se pierde cuando un nuevo número aparece: ¿en dónde exactamente radica lo macabro y espeluznante?; a fin de cuentas, ¿en qué zona habita la violencia, si es que existe? No hay un espacio, si se rastrea el artículo de forma independiente, en el cual se amplíen estos criterios. La violencia, lo espeluznante o lo macabro aparecen, quizás, en lo exótico de este tipo de comida. Entonces, un caso aislado, por su misma naturaleza, aterroriza a todo un colectivo. El caníbal de Rotemburgo no pregunta por la violencia; sino, por el contrario, por el sentido de la vida, valorada —amada podría ser el término exacto— tal cual es. Lo que conmociona es la muerte —suicidio, homicidio—, al indagar sobre la vida y su importancia. Así, podría ser que estos dos sujetos encuentren en su experiencia su definición como humanos, en la que ellos adquieren cierto tipo de sentido, de significación, aún cuando el panorama social poco o nada entienda al respecto.

Giorgio Agamben, al hablar sobre los campos de concentración, en ese siglo XX que tanto se avergüenza de ellos, que no los olvidó —¿algún día podrá hacerlo?—, describe a los recluidos y crea la definición de nula vida. El filósofo italiano recuerda, como un ejercicio de la memoria, que la nula vida es aquel estado en que la existencia nada vale y, por tanto, no importa cuántos mueran pues, a fin de cuentas, no se trata de seres humanos. El trabajo en Auschwitz empieza con la concepción simbólica del ser humano, en donde el prisionero lentamente deja de ser persona; por tanto, su entrada en la cámara de gas no tiene tanto que ver con el asesinato, como con cumplir con las órdenes estatales impuestas. El valor simbólico de lo vivo queda nulo y, desde allí, desde esa frontera, es dable que los seres sean condenados. A la cámara de gas, en consecuencia, van objetos que han dejado de funcionar, como cuando un teléfono móvil se queda sin batería.

Esta división marcada, esta línea —grieta más bien— entre lo vivo y lo muerto, lo humano y lo animal, un sujeto y un objeto —¿quién decide qué es lo uno y qué lo otro?—, recuerda la película de Oliver Stone: Asesinos por naturaleza. En el filme, escrito por Tarantino —lleva su sello particular—, Mickey y Mallory Knox, los protagonistas, no conciben separación alguna entre los vivos y los muertos. Aquellos personajes, tan mediáticos, no han sido tratados como seres humanos; por tanto, su respuesta es devolver lo mismo: el resto de personajes, todos quienes se encuentran en su camino, son reducidos a cadáveres. En cierta parte de la historia, ambos llegan a la vivienda de un viejo indio mexicano. El chamán o sabio, que podrían ser lo mismo si se contempla la línea de pensamiento y experiencia de Carlos Castaneda, los invita a su casa, les ofrece alimentos y les permite dormir. En medio de la noche, entre pesadillas nocturnas, de esas que Mickey no puede librarse jamás, él lo extermina sin que el viejo tenga tiempo de entender qué le ha sucedido. Entonces, Mallory grita preguntando por qué lo ha hecho; y en su voz, en ese reclamo vital, existe el reproche de no entender cómo ha podido eliminar a una persona viva. El mexicano era el único quien, hasta ese entonces, los había tratado como seres humanos. «Fue un error, todos cometen errores», es la miserable explicación de Mickey. Tanto los guardias alemanes de Giorgio Agamben, como Mickey y Mallory Knox, dividen el mundo entre vivos y muertos, entre quienes pueden ser asesinados y quienes no: he ahí la condición humana.

Sin embargo, en el banquete de Rotemburgo, el carácter nulo de la vida no aparece. Ni uno ni otro han dejado de considerar como un ser a quien tienen enfrente. No se trata, por tanto, de justificar el acontecimiento de la manera más sencilla: afirmando que ninguno de los dos valora la vida en cuanto tal y, por ello, el canibalismo emerge como una solución para liberarlos. La nula vida, como gesto, es solamente apariencia. Los implicados, en la comida, no desvalorizan el sentido de la existencia sino que, por el contrario, la vuelven a significar de la única forma que conocen: decidiendo sobre ella, optando por vivir una experiencia que los conecte con el gozo de lo vital, y la llevan a cabo hasta cuando los otros se acercan y los acechan. Existe muchísima diferencia entre estos dos y la violencia espeluznante o macabra que ha sido la tónica, no solamente del texto del diario El País, sino de varios medios que cubrieron la noticia; entre ellos, la misma película de ficción filmada a partir del caso. La violencia queda fuera, se extirpa o conjura, porque no hay ningún tercero involucrado en el ritual. No se trata de personas peligrosas invadiendo el espacio privado de un otro que nada sabe y que, por tanto, no tiene ninguna responsabilidad. Se trata de individuos que no irrumpen, que no violentan, que solicitan permiso para estar juntos y poder ser. Si todos los demás, o incluso el sistema jurídico alemán o cualquiera que se crea calificado para opinar, no entiende cómo estos dos están siendo, aquello es otro asunto. Pero están siendo sin involucrar a quienes no desean participar del canibalismo; es decir, todo lo realizado está consentido por las partes. Meiwes se toma algún tiempo, quizás un par de años, entre su anuncio en el sitio web Cannibal-Café y la selección de Jürgen. Tal vez trata de encontrar a un complementario —¿doppelgänger?— que desee ser devorado. Sería más fácil salir a la calle, ubicar una víctima, engañarla, doparla y después comerla. Sin embargo, el juego, por llamarlo de alguna forma, de Meiwes radica en el hecho de que no existe engaño, ni convencimiento, ni súplicas. Esta falta de farsa, esta sinceridad primera y última, mantenida desde el inicio del encuentro hasta el final —por lo menos, es lo que el artículo y el tipo de evidencia del caso hacen pensar—, es lo que lleva al juez a decir que el canibalismo es un «comportamiento condenado en nuestra sociedad»; pero, al mismo tiempo, a aclarar que no existe un «castigo adecuado». Aquel vacío jurídico emerge de la aceptación, tanto de una parte como de otra, de vivir lo que se quiere vivir, de ser devorado y de comer; aún cuando el resto de ciudadanos no lo comprendan.

Las palabras del juez Volker Mütze son enigmáticas. Primero, la ley se constituye como un espacio totalmente subjetivo. Después de todo el trabajo desarrollado por Michel Foucault, es redundante ampliar esta reflexión. «Castigo adecuado», «comportamiento condenado por nuestra sociedad» son frases carentes de sentido cuando el espectador, quien tiene cierta imparcialidad, se aleja, algo por lo menos, del acontecimiento y mira dentro: descubrir simplemente que, más allá de la sangre, literal y simbólica, no existe violencia porque no existe coerción. Los asistentes acuden libremente y tratan de cocinar juntos un pene. No existe coerción; existe extrañamiento. Quizás, los occidentales no están acostumbrados a este tipo de encuentro, parecería raro incluso que existiera, pero el extrañamiento no es sinónimo de violencia. Los campos de Agamben sí se relacionan con la violencia; y las torres en el 9/11 también; y todo el proceso en Ruanda, entre los Hutus y Tutsis. Pero cuando la coerción desaparece y ninguno de los dos adultos está obligando al otro, simplemente se mira el peso de lo social para castigar a quienes se separan de la norma. Otra vez, es intrascendente profundizar en un concepto, categoría o reflexión que ya se encuentra, por demás, integrada: no solo el castigo por la separación de la norma, sino —y por sobre todas las cosas— la deshumanización. Estos personajes se citan para devorarse, pero se encuentran en la plenitud de sus facultades y, precisamente, haciendo suyo el «derecho a la vida», humanizándose cuando optan por una experiencia extraña, perseguida por ambos. Inmediatamente, cuando el marco jurídico, la ley o la sanción social se nombran, nace también la deshumanización al no permitirles elegir la experiencia, controlarlos y convertirlos lentamente en blancos mediáticos del castigo. Existe, al parecer, el eterno enfrentamiento entre las necesidades organísmicas de los sujetos y las exigencias sociales de los ambientes en los cuales se hallan inmersos. Por un lado, se encuentra lo que Meiwes y Jürgen quieren, desean o necesitan; y, por otro, lo que el juez Mütze exige de ellos, de forma ambigua, pues no existe la tipificación de algo parecido en la ley, tampoco la prohibición explícita de ese tipo de comidas. Entonces, los dos personajes dejan de ser ellos, para convertirse en eso; dejan de ser entidades que deciden el momento mismo en que morirán y el tipo de vida que anhelan tener, para convertirse en organismos que existen dentro de lo permitido; cuando, en realidad, no hay un documento escrito donde se explicite qué exactamente es lo permitido.

En el juicio, el primer veredicto es por ocho años y, por buena conducta, será reducido a cinco; pero cuatro años después se revisa el proceso y se cambia el fallo: esta vez, a Meiwes se le asigna cadena perpetua. Los dos personajes están, simplemente, siendo; sin embargo, esta transformación de la sentencia —¿qué puede haber cambiado en aquellos cuatro años?— remarca la clara característica de la ley en términos de subjetividad: a ella no le gusta lo que estos personajes han sido; por tanto, los convierte en quienes se encuentran más allá de lo normal, aún sin comprender que, tanto Arimn Meiwes como Bernd Jürgen, no involucran en su ritual a quien no quiere participar en él. Ambos solo necesitan experimentar. La película Las horas —una obra de arte que merece encontrarse dentro de la historia del cine sobre todo por el tipo de montaje utilizado— ofrece uno de los parlamentos que se ajustarían, de alguna forma, a esta necesidad de vivir. La resolución aparece cuando Virginia Woolf trata de escapar de la constante vigilancia de su esposo, vigilancia que no puede sino nacer del amor, pero no por ello resulta menos asfixiante. Leonard encuentra a Virginia dispuesta a huir a Londres y la obliga a regresar a casa argumentando que su estado de salud es delicado, que los doctores no permitirían algo así de arriesgado para su equilibrio emocional. Entonces, la protagonista del filme dice: «Hasta al paciente más bajo, más malo, se le permite opinar sobre su propia receta. Así es como él define su humanidad. […] No se puede encontrar paz, evitando la vida». ¿Acaso Meiwes y Jürgen no tienen la capacidad suficiente para opinar sobre la propia prescripción justificándose, redefiniéndose? Así, entonces, lo que los libera es la capacidad de opinar. Su canibalismo, siendo actores desde diferentes posiciones por supuesto, se desnuda de violencia, se transforma en un aparente sadismo sin lógica a la condición humana de dos sujetos que están y que son y que, además, están siendo juntos en su comida; quizás, aunque no se podría estar del todo seguro, aparece el amor.

En La Ilíada, justo en la principalía de Diómedes, Atenea le otorga al héroe la competencia de distinguir entre los dioses y los seres humanos; y le ordena explícitamente abstenerse de herir a los primeros, puesto que se encuentran más allá de sus límites. Sin embargo, le exige lastimar a Afrodita o Ares si los divisa, sin temor a ninguna consecuencia. Diómedes, quien inmediatamente abandona su libre albedrío para convertirse en uno de los tantos instrumentos, estrategias de la diosa, cumple con el cometido: él, siendo tan solo un mortal, lastima a Ares y lastima a Afrodita. Atenea, por tanto, le ha conferido un poder sobrenatural que él asume encantado, renunciando así a su propia condición de humano. La diosa lo guía y el héroe cumple con su tarea. Ya al final de su principalía, Diómedes asesina a un adversario, abre su cabeza y realiza el ademán de engullir su cerebro. Atenea se asquea tanto; y que sin pensarlo dos veces, sin siquiera consultarlo con algún otro tipo de poder, más allá de la ira que siente contra los troyanos, le exime de su protección. La diosa lo abandona porque siente asco por lo que ve; porque ya no reconoce nada humano en él. Es importante recordar que ella misma ha nacido gracias a la antropofagia —¿quizás por eso el asco?—. Primero, se debe entender que comer a otro, en ese contexto, tiene connotaciones simbólicas específicas: es hacer tuya la fuerza de un adversario digno de ser devorado. Lo cual conduce a la pregunta: ¿Meiwes creía realmente que Jürgen era digno de ser engullido? Por tanto, tragar a otro posee características rituales importantes, adquiere un carácter de rito en donde el otro, solamente reconocido por su dignidad, es convertido en alimento para que emerja la fuerza propia. Se supone que el mismo Zeus devoró a su primera esposa, Metis, diosa de la sabiduría, para tenerla dentro de sí. Se trata de nutrirse para que la sabiduría habite dentro del cosmos. El dios, después de aquel banquete, experimenta fuertes dolores; entonces, pide a Hefestos abrir su cabeza para ver qué hay dentro. Del primero de los hachazos, aparece Atenea con su ropa de combate y profiriendo el grito de mil soldados. Por ello, parecería incoherente que esta diosa, la nacida de la antropofagia, sea quien padece repulsión al contemplar el gesto teatral de Diómedes, como si ella estuviese dejando claro que lo que es bueno para los dioses no es bueno para quienes no lo son. Sin perder de vista a Rotemburgo, creo que poco tiene el acontecimiento de ritual: ni Meiwes ni Jürgen confían en hacer suyo al otro con el festín, ninguno de ellos afirma penetrar en un espacio temporal sagrado en donde el adversario, la fuerza del adversario por lo menos, es transmitida en el cuerpo hecho carne, en la existencia transfigurada en una especie de alimento celestial: aquel prodigio les corresponde únicamente a los dioses. Meiwes y Jürgen se relacionan con ese asco de Atenea. La diosa de la estrategia guerrera, de la caza y del tejido, siente náuseas porque no reconoce los indicios de civilización que Occidente tanto ha promulgado desde que fue creada a nivel simbólico o literario. Por ello, lo abandona; porque no lo reconoce como a alguien digno. Y Diómedes pierde, por segunda vez, su condición humana: ahora, es un animal.

La animalidad, aquel par binario humano/animal, que es lo mismo que decir civilizado/bárbaro, una de las más importantes justificaciones occidentales para implantar, por medio de la violencia, su propio sistema cultural, marca la literatura de Pablo Palacio:

A su casa llegó furioso. Abrió la puerta de una patada. Su pobre mujercita despertó con sobresalto y se sentó en la cama. Después de encender la luz se quedó mirándolo temblorosa, como presintiendo algo en sus ojos colorados y saltones. Extrañada le preguntó: —¿Pero qué te pasa hombre? Y él, mucho más borracho de lo que debía estar, gritó: —Nada, animal, ¿a ti qué te importa? ¡A echarse! Mas, en vez de hacerlo, se levantó del lecho y fue a pararse en medio de la pieza. ¿Qué sabía que le irían a mentir a ese bruto? La señora de Nico Tiberio, Natalia, es morena y delgada. Salido del amplio escote de la camisa de dormir, le colgaba un seno duro y grande. Tiberio, abrazándola furiosamente, se lo mordió con fuerza. Natalia lanzó un grito. Nico Tiberio, pasándose la lengua por los labios, advirtió que nunca había probado manjar tan sabroso. […] Por fortuna suya oyó los lamentos del chiquitín, de su hijo, que se frotaba los ojos con las manos. Se abalanzó gozoso sobre él; lo levantó en sus brazos, y, abriendo mucho la boca, empezó a morderle la cara, arrancándole regulares trozos a cada dentellada, riendo, bufando, entusiasmándose cada vez más. […] Pero Tiberio (hijo), se quedó sin nariz, sin orejas, sin una ceja, sin una mejilla. Así, con su sangriento y descabalado aspecto, parecía llevar en la cara todas las ulceraciones de un Hospital. Si yo creyera a los imbéciles tendría que decir: Tiberio (padre) es como quien se come lo que crea (Palacio, 1997: 111).