Corazón de diamante - Sharon Kendrick - E-Book
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Corazón de diamante E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Su guardaespaldas tenía músculos, cerebro... y mucho dinero. Cuando la modelo Keri se quedó atrapada con el guapísimo guardaespaldas Jay Linur, pronto se dio cuenta de que pertenecían a mundos diferentes. Pero los polos opuestos se atraían... y ella abandonó la pasarela por un paseo por el lado salvaje. La pasión los arrastró por completo. De vuelta a la realidad, Keri descubrió que Jay no era lo que parecía: además de un cuerpo increíble, tenía cerebro y mucho dinero. Y aunque el matrimonio era lo último que Jay tenía en la cabeza, Keri se dio cuenta de que no podía alejarse de él...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Sharon Kendrick

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Corazón de diamante, n.º 2323 - julio 2014

Título original: The Billionaire Bodyguard

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Este título fue publicado originalmente en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4542-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

No hablaba mucho, pero tal vez fuera mejor así. No había nada peor que un conductor parlanchín.

Keri se acomodó en el suave asiento de cuero del coche y miró al conductor, sentado delante de ella. No, no era del tipo de los habladores... más bien de los fuertes y silenciosos. Muy fuerte, a juzgar por sus anchos hombros, y decididamente silencioso. No le había oído apenas una palabra desde que la recogió en su piso de Londres aquella mañana.

Keri tembló. Fuera seguía nevando en copos grandes y esponjosos que se derretían sobre la piel y parecían confeti sobre su pelo.

–¡Brrr! ¿Puede subir un poquito la calefacción? ¡Estoy absolutamente congelada! –dijo ella mientras se envolvía mejor en su abrigo de mouton.

Jay no levantó la mirada de la carretera al girar la ruedecita.

–Sí, claro.

–¿Y le importaría apretar un poco más el acelerador? Me gustaría llegar a Londres en algún momento de esta noche.

–Haré lo que pueda –respondió él sin más.

Conduciría tan rápido como le pidiera la situación. Ni más ni menos. Ella no pudo verlo, pero él echó una ojeada rápida al retrovisor para mirar a la modelo. Keri no lo vio, distraída como estaba quitándose los guantes de piel de sus delicadas manos, pero, si lo hubiera hecho, habría podido apreciar irritación en su mirada. Le habría dado igual. Para ella era un simple conductor cuyo cometido era darle todos los caprichos y vigilar de cerca el delicadísimo collar de diamantes que había brillado en su largo y blanco cuello en las veladas más frías de aquel año.

Él había estado presente mientras los estilistas y el fotógrafo la rodeaban. Había observado su cara inexpresiva, casi aburrida, mientras les dejaba hacer su trabajo. A decir verdad, también a él le había aburrido. Parecía que las sesiones fotográficas para las revistas implicaban esperar mucho. No es que le importara esperar, si había una buena razón para ello, pero aquello parecía una pérdida de tiempo total.

A Jay le resultaba incomprensible cómo una mujer podía aceptar llevar un ligero vestido de noche al aire libre en un día tan frío. ¿No podían haber creado un escenario invernal en la cálida comodidad de un estudio y facilitar así el trabajo?

Después vio las cámaras y lo comprendió todo. Ante la cámara, ella se transformó, y de qué manera. Dejó escapar un prolongado silbido mientras el ayudante del fotógrafo lo miraba con una sonrisa cómplice.

–Es preciosa, ¿verdad?

Jay la estudió cuidadosamente. Desde luego, era preciosa, como los diamantes, aunque a él aquellos últimos no le gustaran especialmente. El pelo negrísimo enmarcaba perfectamente la palidez de su rostro, que contrastaba con sus ojos oscuros como carbones. Tenía los labios gruesos y rojos, pintados de color vino, húmedos y provocadores. El fino vestido plateado se ajustaba como una capa de escarcha a su cuerpo, a sus firmes pechos y a la curva de su trasero.

Pero parecía hecha de hielo o cera, demasiado perfecta y nada real. Si la pinchabas con un alfiler ¿sangraría? ¿Gritaría cuando hacía el amor? ¿Se dejaría llevar por una pasión salvaje e incontenible o simplemente se atusaría el pelo?

–Está bien –había contestado él, y el ayudante volvió a sonreírle.

–Te entiendo –le había dicho, encogiéndose de hombros–. No está a nuestro alcance.

Jay asintió y se alejó de allí, sin molestarse en corregirle. El día que decidiera que una mujer estaba fuera de su alcance sería el día que dejara de respirar. Estaba allí para trabajar y marcharse lo antes posible. Ni siquiera tenía que haber estado allí, y además esa noche tenía una cita con una rubia de escándalo a la que llevaba un tiempo rechazando, casi sin saber por qué, pero había decidido que esa noche se dejaría llevar.

Una sonrisita de anticipación se dibujó en su boca.

–¿Cuánto tiempo?

La voz de la modelo interrumpió sus pensamientos, que amenazaban con tornarse eróticos, y su pregunta no ayudó demasiado.

–¿Cuánto tiempo, qué? –preguntó él.

Keri suspiró. Había sido un largo día y nada le habría hecho más feliz que llegar a casa, darse un baño caliente y acurrucarse en el sofá con un buen libro en lugar de salir a cenar. No era que no disfrutara saliendo a cenar con David, siempre lo pasaban bien aunque él no hiciese despertar su pasión. Él lo sabía y decía que no le importaba. Bueno, eso decía él, pero Keri no podía evitar preguntarse si, de manera sutil, él estaba haciendo campaña para hacerla cambiar de opinión. Cosa que, desde luego, no iba a pasar porque David estaba clasificado en el grupo de amigos, y probablemente fuera mejor así. La limitada experiencia de Keri le decía que los amantes solían causar problemas.

–Preguntaba que cuánto tiempo tardaremos en llegar a Londres.

Jay veía cómo la nieve caía ahora con más fuerza. El cielo era de un color gris claro, tan claro que era imposible diferenciar donde acababa la nieve y empezaba el cielo. Dejaban atrás con rapidez los árboles que bordeaban la carretera, con un aspecto tan muerto sin sus hojas que no se podía imaginar que en algún momento pudieran estar verdes y cargados de frutos y flores.

La idea de decir que si no hubieran desperdiciado tanto tiempo ya estarían mucho más cerca de Londres resultaba tentadora, pero se contuvo. El trabajo de conductor no implicaba expresar opiniones, por más que le costase contenerse.

–Es difícil de decir –murmuró él–. Depende.

–¿De qué depende? –el aire de dejadez y seguridad del conductor la estaba poniendo nerviosa. ¿Qué clase de conductor era si no podía decirle aproximadamente cuándo llegarían?

Él notó el tono de impaciencia contenida en su voz y sonrió para sí. Había olvidado lo que representaba ser un subordinado, tener a gente que te dijera qué hacer y que hiciera preguntas que tú deberías responder, como si fueses una máquina.

–Depende de cómo esté la nieve –dijo, frunciendo el ceño al notar cómo las ruedas delanteras patinaban en el hielo y reduciendo la velocidad de inmediato.

Keri miró por la ventanilla.

–Yo no veo que esté tan mal.

–¿No? –murmuró él–. Bueno, no pasa nada entonces.

Tenía un acento suave, casi americano, y por un momento ella creyó haber notado un tono burlón. Keri le miró la espalda inmóvil... ¿estaba riéndose de ella?

Jay vio que, tras la oscura cortina de su flequillo, tenía el ceño fruncido.

–¿Quiere que ponga la radio? –preguntó, con la suavidad que utilizaría para convencer a una ancianita díscola.

Él estaba haciendo que Keri se sintiera... incómoda, y no entendía por qué.

–En realidad –dijo ella con toda la intención–, lo que me gustaría es dormir un poco, así que si no le importa...

–Desde luego, no hay problema –Jay se rio a escondidas mientras conducía hacia el atardecer invernal.

Los inocentes y gordos copos de nieve se habían transformado en otros pequeños y cargados de hielo. El viento los empujaba contra el parabrisas como un enjambre de abejas blancas.

Jay miró por el retrovisor. Ella se había quedado dormida, con la cabeza hacia atrás y el pelo extendido tras ella, como una brillante almohada negra. La manta se le había caído un poco y la abertura de la falda indicaba que sus largas piernas estaban separadas. Tenía las piernas más largas que había visto en una mujer, unas piernas que podían enrollarse alrededor del cuello de un hombre como una serpiente. Jay apartó la mirada de una visión tan provocadora, sin poder evitar ver la liga de encaje de una media. El viaje iba a durar más de lo previsto. Era mejor que ella durmiera en lugar de distraerlo con preguntas.

Pero el tiempo era una distracción suficiente. Los estrechos carriles de la carretera eran más precarios cada vez por la nieve que caía incesantemente y, mientras se hacía de noche, redujo la velocidad del coche al encontrarse con las primeras curvas.

Él sabía mucho antes de que ocurriese que las cosas se iban a poner feas, muy feas. Eran la voz del instinto y la experiencia de haber vivido en las peores condiciones posibles para un hombre.

Los limpiaparabrisas iban y venían a toda velocidad, pero la visibilidad era la misma que habría habido en un abismo de hielo. La carretera bajaba un poco y él levantó el pie del acelerador. Una cuesta abajo no le parecía mal. Las pendientes acababan en valles y en ellos solía haber gente; allí podrían encontrar el alojamiento que sospechaba que muy pronto podían necesitar. Lo malo era que estaban atravesando una zona de campo bastante desolada. Debía de ser una zona poco habitada, especial por su belleza y lo aislada que estaba.

Encendió la luz del techo para echar un vistazo al mapa y entrecerró los ojos al ver que pasaban al lado de un edificio. Al instante, Jay se dio cuenta de que no tendría muchas más opciones y frenó con fuerza.

El brusco frenazo la despertó y Keri abrió los ojos, aún debatiéndose entre el cálido momento entre el sueño y la vigilia.

–¿Dónde estamos? –preguntó con voz de dormida, después de bostezar.

–En el medio de la nada –respondió él sucintamente–. Juzgue usted misma.

El sonido de la grave y recia voz masculina la sacó de sus ensoñaciones y tardó un momento en darse cuenta de dónde estaba. Miró por la ventanilla y parpadeó. Él no estaba bromeando.

Mientras dormía, el paisaje nevado se había transformado en otro totalmente distinto. Era noche cerrada y la nevada era mucho más intensa. Todo era blanco y negro, como el negativo de una foto, y habría podido ser bonito si no fuera tan... intimidante. Efectivamente estaban en medio de la nada, como había dicho él.

–¿Por qué se ha detenido? –preguntó ella.

–¿Por qué cree usted que me he detenido? La nieve es demasiado densa aquí.

–Bueno, pero ¿cuánto vamos a tardar en llegar?

Jay echó una mirada al exterior y luego al retrovisor, al reflejo de su bonito rostro. Por su pregunta se deducía que no tenía ni idea de lo mala que era aquella situación y él iba a tener que explicárselo todo. Poco a poco.

–Si sigue nevando así, no hay manera alguna de que lleguemos, al menos no esta noche. Tendremos suerte si llegamos al pueblo más cercano.

Aquello empezaba a parecer una película mala.

–¡Pero no quiero ir a un pueblo! –exclamó ella–. ¡Quiero ir a casa!

Yo quiero, yo quiero, yo quiero. Él supuso que una mujer como aquella conseguiría todo lo que quisiera. Bueno, no aquella noche.

–Y yo también, cariño –dijo él fríamente–. Pero me conformaré con lo que tenga.

Ella ignoró el «cariño». No era el momento de llamarle la atención por pasarse con las familiaridades.

–¿Puede seguir conduciendo?

Él pisó suavemente el acelerador y después lo soltó.

–No. Estamos atascados.

–¿Qué quiere decir? –dijo Keri, dando un salto.

–¿Qué demonios le parece que quiero decir? Como acabo de decirle, estamos atascados. Hay placas de hielo en la carretera, está toda cubierta de nieve. Es una situación potencialmente mortal.

Keri cerró los ojos un momento. «Por favor, que esto no esté ocurriendo en realidad». Abrió los ojos de nuevo y preguntó.

–¡No podría haber previsto que esto pasaría y haber tomado otra carretera?

Él podía haberlo ignorado, pero algo en el reproche le alteró la sangre.

–No hay carretera alternativa desde ese campo perdido de Dios que eligieron para la sesión de fotos y, si se acuerda, le pedí en tres ocasiones que se diera prisa. Le dije que no me gustaba cómo se estaba poniendo el tiempo, pero usted estaba demasiado ocupada escuchando los halagos de sus admiradores como para escuchar lo que le estaba diciendo.

Estaba criticándola

–¡Estaba haciendo mi trabajo!

–¡Y yo intento hacer el mío! –dijo él secamente–. Y consiste en hacer lo que pueda en cada situación y no perder tiempo en recriminaciones.

Keri le miró fijamente a la parte trasera de su cabeza. ¿Acaso estaba pensando que iba a registrarse en un hotel? ¿Con él?

–Creo que no lo entiende. Tengo que volver a Londres. Esta noche. ¿Puede sacarnos de aquí?

–¿Tiene algún quitanieves de sobra? –Jay sonrió–. Creo que la que no lo entiende es usted, cariño. Incluso si saliéramos de este atasco, no serviría de nada. La carretera está intransitable.

Ella sintió una oleada de pánico en ese momento hasta que la lógica volvió en su ayuda.

–¡Eso no puede saberlo!

Él no estaba dispuesto a ponerse a explicarle que había visto nieve en todas las formas y colores posibles. Los vacíos horizontes inmaculados y yermos del Ártico que hacían parecer aquella escena una bonita postal navideña. Había buceado bajo placas de hielo polar, preguntándose si la sangre se le habría congelado en las venas. Hombres atrapados... perdidos... de los que nunca se volvió a saber.

Su voz se tornó dura:

–Oh, claro que puedo. Es mi trabajo saberlo –apagó el motor, se volvió hacia ella y se encogió de hombros–. Lo siento, pero así es como están las cosas.

Ella abrió la boca para replicar, pero las palabras murieron en sus labios en el momento en que sus miradas se encontraron. Él tenía unos ojos duros y brillantes que la dejaron sin respiración y hacía mucho tiempo que no le pasaba eso con un hombre. Era la primera vez que lo miraba con atención, pero, en realidad, nadie mira nunca a su conductor, ¿o sí? Eran meros accesorios del coche, o al menos así se suponía que era. Keri tragó saliva, confundida por el súbito latir de su corazón, como si intentara recordarla que aún existía. Por Dios, ¿qué hacía un hombre así conduciendo un coche para ganarse la vida?

Su cara parecía esculpida en roca, era angulosa y su labio superior dibujaba una curva lujuriosa y sensual. Con la escasa luz del coche, no pudo distinguir el color de sus ojos, pero pudo apreciar las tupidas pestañas que le daban una mirada enigmática. Además, Keri había sido modelo suficiente tiempo como para saber que unos pómulos así no eran fáciles de encontrar.

Él era, en una palabra, un bombón.

Jay notó la dilatación de las pupilas de ella, pero apartó el pensamiento de su mente. Aquello era trabajo, no placer y, aunque lo hubiese sido, las chicas guapas y malcriadas que esperaban que todo el mundo satisficiera sus mínimos deseos no eran su tipo.

–Podemos estar aquí toda la noche –dijo él, divertido–. Mantendré el motor encendido y esperaremos a que por la mañana todo esté mejor.

–¿Pasar la noche en el coche? ¿Lo dice en serio?

–Por supuesto.

Él se mantendría despierto con facilidad; ya tenía experiencia en esperar las primeras luces de un amanecer invernal.

Había algo en esas palabras que hicieron pensar a Keri que iba en serio. Pero ¿no había nada que se pudiera hacer? ¡Estaban en Inglaterra, no en las Montañas Rocosas!

–Tiene que haber algún modo de llamar para pedir ayuda –dijo ella, buscando dentro de su bolso–. Tengo el móvil por algún lado.

Jay también tenía su móvil en el bolsillo... ¿acaso pensaba ella que no se le había ocurrido?

–Adelante –murmuró él–. Llame a los servicios de emergencia y dígales que estamos en apuros.

Ella supo por su tono de voz que no habría cobertura, pero por orgullo y tozudez marcó el número con pánico creciente.

–¿No ha habido suerte? –preguntó él con ironía.

Su mano temblaba cuando guardó el móvil en el bolso con toda la dignidad que pudo.

–Así que es verdad que estamos atrapados –dijo ella.

–Eso parece –los ojos de Keri parecían enormes y oscuros, muy llamativos sobre la palidez de su rostro con forma de corazón, como diseñado por la naturaleza para hacer aflorar los sentimientos de protección en un hombre.

La naturaleza funcionaba de un modo extraño, pensó él. Una nariz, dos ojos y una boca podían estar colocados de tal manera que una cara ordinaria quedara transformada en algo exquisito. Era suerte, como todo en la vida.

–Escucha –dijo él–, creo que puedo llegar hasta una casa que he visto un poco más atrás. Parece más sensato ir hacia allá, así que iré a echar un vistazo.

La idea de quedarse allí sola la hizo sentirse aún peor. ¿Qué ocurriría si él desaparecía en medio de la noche, en medio de la nevada? ¿Y si aparecía alguien? Pensándolo mejor, tenía más posibilidades de estar segura estando con él que sin él. Tal vez fuera algo irrespetuoso, pero al menos parecía saber lo que estaba haciendo.

–No, no quiero que me deje aquí –dijo ella–. Voy con usted.

Los ojos del conductor se fijaron en sus botas de piel. Eran de cuero de buena calidad, suaves e impermeables, pero aquel tipo de tacones no había sido pensado para andar. Y ella tampoco parecía muy deportista. Levantó una ceja y dijo:

–No estás muy bien equipada, ¿no? –la tuteó

–Bueno, ¡no había planeado hacer senderismo!

–¿Has esquiado alguna vez? –dijo él, entrecerrando los ojos.

Keri sonrió.

–¿Con mi trabajo? Ni en broma. El esquí es considerado una actividad de riesgo y no está permitida.

Un trabajo bastante restrictivo, pensó él.

–Bueno, ¿estás segura de que quieres hacerlo?

–Creo que puedo con ello –dijo ella con tozudez.

Él supuso que no le quedaba otra opción más que dejarla intentarlo.

–Tendrás que poder, porque no voy a llevarte en brazos –sus ojos hicieron un guiño burlón justo antes de fijarse en sus labios, entonces supo que había mentido.

Por supuesto que la llevaría en brazos. Algunos hombres hubieran cruzado tierra y mar por una mujer así.

–Abróchate el abrigo –dijo con rudeza–, y ponte los guantes.

Ella abrió la boca para decirle que dejara de tratarla como si fuera idiota, pero algo en la expresión de su cara le decía que la dinámica había cambiado, y que ahora él ya no era simplemente el conductor. Había algo en sus gestos y en su lenguaje corporal que definían que a partir de ahora era él quien estaba al mando. Aquello también era nuevo para ella.

–¿Tienes un gorro?

Ella movió la cabeza de un lado al otro y él le pasó un gorro de lana que había sacado de la guantera.

–Recógete el pelo –le indicó– y después ponte esto.

–¿No lo necesitarás tú?

–Tú lo necesitas más –declaró él–, eres una mujer.

Ella pensó en decir alguna frase brillante acerca de la igualdad, pero su fría mirada le indicó que no se molestara, como si no le importara realmente lo que ella pensara. Para una mujer acostumbrada a que los hombres sintieran devoción por todo lo que la rodeaba, aquello suponía un verdadero cambio.

Él salió del coche y le abrió la puerta, no sin dificultad, porque la nieve se había amontonado alrededor de ellos.

–Ten cuidado –advirtió él–. Está fría y es bastante profunda. Sígueme, ¿de acuerdo? Procura estar lo más cerca posible y hacer lo que yo te diga.

Aquello era sin duda una orden.

Él parecía saber exactamente adónde iba, aunque Keri no podía distinguir lo que era camino, campo, cielo o tierra. Mientras avanzaba penosamente sobre la nieve, no podía evitar jadear. Suponía un esfuerzo mantener su ritmo y él tenía que detenerse cada poco tiempo, volviéndose para mirarla.

–¿Estás bien?

Ella afirmó.

–Soy muy lenta, ¿no?

«Eres una mujer y no estás entrenada para este tipo de cosas».

–No te preocupes por eso. ¿No tienes los dedos demasiado fríos?

–¿Dón... dónde están los dedos? –preguntó ella.

La risa de él sonó extrañamente musical y su aliento formó una nube de vaho en el aire.

–Ya no queda mucho –prometió con dulzura.

Mientras ella temblaba tras él se preguntaba cómo podía estar tan seguro. Los copos de nieve le entraban en los ojos y se derretían sobre sus labios. Las botas que consideraba cómodas resultó que solo lo eran para dar un corto paseo por Londres. Era como si tuviera los pies metidos en latas de sardinas y los dedos le dolían terriblemente. Además, tenía las manos heladas, tan frías que no sentía nada.

Nunca había tenido una conciencia tal de su cuerpo de un modo tan doloroso e incómodo, y con esa sensación vino otra igualmente extraña de miedo. ¿Y si no encontraban el lugar que había creído ver? Había leído en los periódicos casos de personas que habían encontrado la muerte congelados o que se habían perdido en condiciones similares.

Un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío la recorrió todo el cuerpo. ¿Por qué no se habría quedado en el coche y había esperado allí hasta que amaneciera? De ese modo al menos la hubieran encontrado con más facilidad. Ella se mordió un labio, pero apenas lo sintió, entonces él se detuvo.

–¡Aquí es! –la satisfacción invadía su voz–. ¡Lo sabía!

Keri miró hacía arriba, respirando penosamente.

–¿Qué es esto? –preguntó débilmente.

–¡Cobijo!