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Una pasión prohibida. Después de seis años de dedicarse a los rodeos, el cowboy Case Jarrett volvió al rancho familiar para hacer frente a sus responsabilidades y a la única mujer a la que había amado, la viuda de su hermano, que estaba embarazada. Case quería seguir los deseos de su hermano y cuidar de Sara, pero vivir con ella era mucho más de lo que podía soportar. Sara no podía olvidarse del beso que se habían dado Case y ella siendo solo unos adolescentes. Ahora había regresado y le había alterado el corazón... y todo su cuerpo.
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Seitenzahl: 237
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Charlene Swink
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Corazón de hombre, n.º 1234 - noviembre 2015
Título original: The Heart of a Cowboy
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7357-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Case Jarrett metió su camioneta en el rancho Red Ridge y exhaló un profundo suspiro. Miró hacia la casa en la que se había criado. Después de haber estado ausente durante meses mientras participaba en el circuito de rodeos y lloraba en silencio la muerte de su hermano Reid, estaba de nuevo en casa.
Salió de la cabina de un salto, se quitó el sombrero y se pasó los dedos entre el pelo oscuro. Sentía el ardiente abrazo de Arizona alrededor de su cuerpo, pero le alegraba estar de nuevo en casa.
Tenía una promesa que cumplir y se preguntaba cómo reaccionaría Sarah, la viuda de su hermano, ante su vuelta al rancho. Diablos, le había dado muchas vueltas al asunto y no había encontrado ninguna otra solución para proteger el hogar familiar y cumplir la promesa que le había hecho a Reid en el lecho de muerte.
Case había mantenido las distancias durante cinco meses, desde el funeral, pero Sarah estaría ya de ocho meses y Case no tenía excusa para seguir ausentándose del rancho. Lo necesitaban. Siempre lo habían necesitado. La culpa lo golpeó con fuerza. Si hubiera estado allí, ocupándose del rancho, las Tres Erres, como solían llamarlo, ayudando a su hermano, tal vez este no habría muerto de manera tan trágica y en ese momento podría estar presente en el nacimiento de su primer hijo.
Pero en vez de eso, Reid estaba enterrado en el panteón familiar en lo alto de la colina. Case se había detenido allí de camino al rancho, y había visto el ramillete de flores silvestres que habían colocado sobre la tumba. Sin duda, había sido Sarah. Case se dirigió hacia la puerta, y levantó la cabeza. Sarah estaba en el porche y su expresión, una momentánea señal de esperanza, lo golpeó de lleno. Al ver que era él, la decepción se adueñó del rostro de ella. Ser hermanos gemelos les había reportado grandes ventajas cuando eran jóvenes, especialmente con Sarah, pero en ese momento, aquel parecido no era sino un constante recordatorio del marido que había perdido. Hizo lo posible por disimularlo, pero Case no tenía ninguna duda de que, por un segundo, Sarah había creído ver al hombre con quien se había casado.
«Cuida de Sarah y del bebé por mí, Case». Las palabras de Reid antes de morir resonaban en su cabeza. Él le había prometido que lo haría mientras su hermano exhalaba su último aliento de vida, pero apenas si se había quedado unos días después del funeral antes de volver a los rodeos.
Pensó que Sarah estaba en buenas manos. Su hermana Delaney y sus dos hijas habían ido al rancho para cuidarla en su embarazo y ayudarla a superar la pérdida. Case sabía que la habían estado cuidando, pero el verano se había terminado y Delaney había regresado a California porque sus dos hijas tenían que volver al colegio.
Una noche, en Denver, el remordimiento de conciencia había sido tan grande que mientras estaba en un bar tomando un whisky se vio impulsado a llamarla. Había estado llorando, pero su orgullo la hizo disimular. Case supo entonces que tenía que volver a casa. Por Sarah y por Reid. Lo más irónico era que por cumplir como un buen hermano tendría que enfrentarse cara a cara con la mujer que había estado evitando durante los últimos seis años. La mujer a la que había querido en secreto. La única mujer en todo el estado de Arizona que le hacía derretirse con una sola sonrisa.
A Case nunca le habían faltado hermosas mujeres a su alrededor, pero ninguna podía compararse con Sarah. Había envidiado a su hermano, pero nunca había tenido rabia por su felicidad. Su hermano se había merecido toda la felicidad del mundo. Siempre había sido un buen hombre, recto, en quien se podía confiar, un hombre del que Case se había sentido orgulloso de ser hermano.
Si tan solo hubiera estado en el rancho…
Pero Case no podía vivir bajo el mismo techo que Sarah. No podía dejar que nadie averiguara que Case Jarrett, un hombre al que no le faltaban las mujeres y que tenía fama de ser un chico malo, se había enamorado sin remedio de la chica de su hermano. El día que se casaron, Case salió del rancho, después de decir a todos que necesitaba aires nuevos y que quería probar suerte en los rodeos.
–Hola, Case –dijo Sarah, apoyándose sobre uno de los postes del porche.
Se la veía muy pesada en su avanzado estado y sus movimientos eran lentos. Estaba claro que no iba a darle una fiesta de bienvenida. Tampoco podía decirse que se la mereciera, pero a menudo había deseado que los ojos de Sarah brillaran para él igual que lo hacían para Reid.
–Sarah –saludó Case con la cabeza al tiempo que se quitaba el sombrero.
Permanecieron allí mirándose un tanto incómodos.
–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó ella con cuidado, al tiempo que lo miraba de arriba abajo–. ¿Has vuelto a hacerte daño?
Sarah se refería a la vez que Case había regresado a casa cuando se rompió un par de costillas al caer de un potro salvaje. Aquella ocasión y para pasar las navidades, habían sido las únicas razones por las que Case había regresado al rancho.
–No –contestó él sacudiendo la cabeza y levantando los brazos para mostrar que se encontraba perfectamente–. Esta vez estoy entero.
Pero aquello no pareció relajarla. Muy al contrario, su expresión era recelosa y él sabía lo que estaba pensando: por qué había vuelto. No iba a gustarle la respuesta. No iba a tomarse muy bien su regreso. Y en cuanto a Case, no iba a resultarle fácil vivir bajo el mismo techo que Sarah, deseándola como lo hacía, pero la culpa y el sentido del honor a partes iguales lo habían hecho regresar.
–Hey, ¿pero cuántos bebés tienes ahí dentro? –continuó hablando Case, mirando la barriga de Sarah–. La última vez que te vi, entrabas perfectamente por la puerta del establo.
Aquel comentario la hizo sonreír. Sarah estaba tan bonita cuando sonreía. Tendría que acostumbrarse a ver aquellas sonrisas habitualmente sin reaccionar estrepitosamente ante ellas. No podía dejar que Sarah supiera lo que una de aquellas preciosas sonrisas provocaba en él.
–Solo uno, pero parece que crece más deprisa que la ternera de Bobbi Sue –contestó ella poniéndose una mano sobre la abultada barriga.
Case reparó en su apariencia. Su mirada parecía cansada, los ojos de un azul claro estaban ribeteados de rojo y su precioso rostro se veía tenso. Toda ella parecía exhausta.
–¿Te encuentras bien, Sarah?
–Estoy bien.
–Trabajas demasiado –dijo él.
–Tengo que mantenerme ocupada, Case, y hay un montón de cosas que hacer.
Sarah había estado trabajando mucho. Bueno, eso iba a cambiar. Case había fallado a su hermano una vez y posiblemente aquel error le había costado la vida, y no estaba dispuesto a defraudar a la viuda de su hermano ni al hijo que aún no había nacido. Otra vez no. No iba a dejar que Sarah trabajara en el campo tampoco. Sabía que era una cabezota, una mujer decidida que no retrocedía ante los problemas.
Y había habido problemas, pero Sarah no había llamado para contárselos. No, tenía que hablar con Benny Vasquez, el dueño del rancho vecino, y averiguar si algún promotor inmobiliario había amenazado a Sarah para que vendiera. La mujer probablemente pensó que podía manejar la situación ella sola. Case no le había dado demasiadas razones para que confiara en él, pero desde luego que le habría gustado que le hubiera contado lo que estaba pasando.
Tanto si Sarah quería quedarse como si no, él estaría allí para vigilar que no hubiera problemas. Case apostaría su cinturón de campeón a que a Sarah no iba a gustarle aquel arreglo. Ni lo más mínimo.
–Déjame que deshaga el equipaje y hablaremos.
–¿El equipaje? –preguntó ella, las rubias cejas arqueadas.
El pánico se reflejó en el rostro de la mujer al oírlo. Pero, por otra parte, no podía hacer nada para evitarlo. Case había tomado una decisión. Él y Sarah iban a vivir juntos en las Tres Erres, y los dos tendrían que atenerse a las consecuencias.
–Está bien. Vuelvo a casa, Sarah. Y esta vez, es para quedarme.
Sarah se movía nerviosa por la cocina, tamborileando con los dedos sobre la mesa de roble y golpeando el suelo con el pie. Podía oír a Case en el piso de arriba abriendo y cerrando los cajones y las puertas de los armarios, mientras silbaba una cancioncilla que lo hacía sentirse en casa.
Se recordó a sí misma que aquella también era su casa. La mitad del rancho le pertenecía aunque en los últimos tiempos no hubiera parecido importarle demasiado. En el momento en que ella y Reid se casaron, Case había salido por la puerta, dejando su hogar y su legado tras él. Reid nunca se había quejado, simplemente había tomado las riendas, pero Sarah a menudo se había preguntado por qué Case se había marchado tan bruscamente. No podía evitar sentirse como una intrusa que había llegado a la casa para hacerse cargo de ella.
Había dicho que había vuelto a casa… para quedarse. Se sintió atemorizada. Case era un perfecto extraño para ella en ese momento. Apenas si habían hablado en seis años. Ella ya no lo conocía. ¿Cómo iba a arreglárselas para vivir con él en aquella casa después de lo que había pasado entre ellos en el pasado? Se le revolvió el estómago, algo que no le había ocurrido desde el principio de su embarazo, solo que esta vez no era el bebé el causante, sino su tío.
Era el hermano de Reid y por tanto dueño de la mitad del rancho, pero Sarah no había pensado realmente en serio lo que iba a hacer cuando Case reclamara su parte. Desde luego no esperaba su regreso en ese momento. Sabía que le estaba yendo muy bien en los rodeos y que había ganado varios campeonatos de monta de potros salvajes. Él le había estado enviando dinero para el rancho y los gastos hospitalarios de Reid, y la cantidad se había doblado últimamente debido a sus éxitos. Había muchas deudas que pagar, sobre el rancho pesaban varias hipotecas y Sarah no tenía ni idea de cómo iba a pagar los créditos. Pero sí estaba segura de una cosa: no iba a rendirse.
Por ley y por derecho propio, su parte del rancho pertenecería a su hijo algún día. Nunca consideró una opción marcharse de aquellas tierras. Amaba aquel rancho demasiado para pensar en abandonarlo. Las Tres Erres era su hogar pero nunca pensó que viviría en él sin Reid. Nunca se le ocurrió que un imprevisible accidente se llevaría a su marido.
Un día, una violenta tormenta de polvo había asustado a los animales que provocaron el hundimiento del establo y casi se llevaron a Reid por delante. Una viga de madera lo golpeó cuando trataba de salvar a los animales. Durante días luchó con el terrible dolor que le atravesaba el pecho y Sarah siempre estuvo a su lado, resistiendo con él, escuchando sus últimas palabras. Él sabía que iba a morir y el corazón de Sarah se deshacía de dolor al escucharlo hacer planes para ella sin él a su lado. En un momento en que Reid se había sentido tranquilo justo antes de morir, le había dicho claramente que las Tres Erres siempre sería su hogar. Sarah rezó por que todo saliera bien, pero se temía lo peor. Y ocurrió. El corazón de su marido dejó de latir cinco días después del accidente.
Y en ese momento, Sarah tenía que enfrentarse al hecho de vivir con Case bajo el mismo techo.
Escuchó unos pasos que bajaban las escaleras y se puso en pie de un salto para servir el café que había preparado, pero el rápido movimiento la hizo sentir un poco de vértigo y se balanceó, lo que la obligó a apoyarse en una silla.
–¿Sarah? –dijo Case que al momento corrió hacia ella y la sostuvo con sus fuertes brazos.
La habitación daba vueltas y Sarah inspiró profundamente. Un momento después, se sintió mejor. Miró a Case y se encontró con unos ojos de un color marrón profundos, preocupados por ella. Le ardía la piel por el contacto de las sólidas manos de Case sobre ella, unos dedos que le recordaban lo que era estar en los brazos de un hombre. Pero Sarah no quería refugiarse en el pasado. Tenía suficiente de lo que ocuparse en el presente.
–Estoy bien. El médico dice que no debo levantarme bruscamente porque tengo la tensión un poco baja y los movimientos rápidos hacen que me maree.
–Siéntate y cálmate –dijo él ayudándola a sentarse.
–No sabes lo que te espera si pretendes vivir con una embarazada –comentó Sarah.
Y ella misma no sabía lo que le esperaba con Case bajo el mismo techo. Ambos tendrían que acostumbrarse a muchas cosas. Case se sentó frente a ella sin dejar de mirarla en ningún momento.
–Tengo la impresión de que voy a aprender muy rápidamente. Entonces, ¿no te importa que haya vuelto?
–¿Y qué pasa con los rodeos? –preguntó bruscamente. Por supuesto que le importaba, pero no tenía ningún derecho a echarlo. La mitad del rancho era suya.
–Bueno creo que seguiré participando de vez en cuando, pero este es mi último año. Se acabó. ¿Qué me dices, Sarah? ¿Podrás soportarme en el rancho?
Ella se encogió de hombros. ¿Qué podía decir? No podía echarlo de una patada. Se había marchado de allí en un mal momento. No había mucho dinero, los precios de la carne habían bajado y no habían podido permitirse contratar a nadie. Reid había hecho el trabajo de dos hombres para que el dinero llegara a fin de mes. Suponía que le había llegado el turno a Case de trabajar en su tierra.
–Es tu casa, Case. Reid lo habría querido así.
–Pero… tú no, ¿verdad?
Sarah no iba a mentirle. Tenía sus dudas sobre lo de que tuvieran que vivir juntos. Case era el hermano de Reid pero era también un hombre en el que ella no podía confiar. Le había fallado a Reid demasiadas veces.
–Case, apenas si nos conocemos ya. Con suerte, nos resultará extraño.
–Sarah, escucha. Necesito estar aquí ahora, en este momento, pero además tienes mi palabra de que no te molestaré. Estoy al corriente de las amenazas que has sufrido –dijo esto último con tono grave y su expresión se había vuelto fiera. Su mirada de un color oscuro penetró en ella con una seria determinación–. Y nadie puede amenazar a un Jarrett.
–Case, en realidad no fueron amenazas. El señor Merriman de Construcciones Beckman se mostró un tanto entusiasta al hacerme su oferta para que yo vendiera el rancho. Parece ser que su empresa está empeñada en construir una zona residencial y nuestra casa está justo en el medio del lugar en el que quieren construir.
–Tengo entendido que los McPherson también rechazaron la oferta no mucho después de que su establo ardiera sospechosamente.
–Sí, es verdad. Ocurrió la semana pasada, pero no pueden probar nada. Afortunadamente nadie salió herido. Seth McPherson vio el fuego y lo sofocaron sin que ningún animal quedara atrapado entre las llamas.
–Debiste contármelo. Tenía derecho a saberlo –dijo Case, y la furia ardía en sus ojos oscuros.
–No pensé que te…
–¿Importara?
–Bueno, no te has preocupado demasiado por el rancho, Case.
–El rancho es asunto mío también ahora, Sarah. Igual que tú, aquí sola.
Sarah estaba sola, sí, y se sentía así cada día. Se había sentido perdida cuando Reid murió, y había tenido que luchar contra su tristeza por el bebé. Nunca antes había sentido una soledad así.
–Hay más de media docena de manos trabajando en el rancho. No estoy completamente sola. Además, ya me ocupé del señor Merriman a mi manera. No creo que vuelva.
–¿Cómo estás tan segura?
–No viste cómo lo miré cuando levanté el rifle de Reid y le apunté directamente al corazón.
Los labios de Case se curvaron en una sonrisa y Sarah sintió cómo el calor de aquella sonrisa la recorría de pies a cabeza.
–¿Lo amenazaste para que saliera de aquí?
–Se podría decir así.
–No tendrás que preocuparte más por él –dijo Case al tiempo que sacudía la cabeza.
Probablemente no, pensó también ella, pero en ese momento tenía otra preocupación. No le gustaba ciertamente la idea de vivir con un hombre como Case. En el pasado habían tenido algo juntos que no le gustaba recordar. Al criarse en un pequeño pueblo era normal que sus caminos se hubieran cruzado varias veces. Case no le había hecho la vida fácil. Dos años mayor que ella, siempre estaba gastándole bromas, y más tarde, cuando eran adolescentes, le había jugado una mala pasada, algo de lo que todavía ella se resentía. Algo que le costaba olvidar y perdonar.
Case Jarrett tenía un gran parecido con su hermano Reid, pero ella era capaz ahora de ver las diferencias. No eran físicas, pero Sarah no podía evitar mirar a Case y ver al hombre que había abandonado a Reid y al rancho cuando más lo necesitaban. Sarah veía a un hombre al que le gustaba el peligro, lo veía como el hombre que había jugado con ella demasiadas veces.
No podía entender cómo habían conseguido engañarla en el pasado por su gran parecido físico. La cicatriz que Case tenía en la mejilla derecha bajo el ojo hacía que los demás los distinguieran. Pero para Sarah, Case no se parecía en nada a Reid, y no necesitaba una marca facial para saberlo.
–¿Es por eso por lo que has vuelto, Case? ¿Te preocupa el rancho?
Case entrecerró los ojos e inspiró con fuerza.
–Ahora es mi responsabilidad, Sarah.
Sarah asintió. Se preguntaba por qué después de tanto tiempo Case sentía en ese momento la necesidad de ocuparse de sus responsabilidades. Nunca había sido el tipo de hombre que sienta la cabeza y si su regreso tenía algo que ver con ella, tenía que dejarle muy claro algo.
–Pero yo no.
–¿Tú no qué? –preguntó él, el vivo retrato de la inocencia.
–No soy tu responsabilidad. Puedo cuidarme yo sola.
Case sonrió y Sarah sabía lo que estaba pensando. Un momento antes se había mareado y él había sido el único que estaba allí para sostenerla.
–Una mujer dura a pesar de estar embarazada, ¿verdad?
–Soy la esposa de un ranchero, ¿no?
Al menos lo había sido hasta hacía cinco meses. Aún le dolía el corazón terriblemente cada día, pero llevaba dentro un bebé en el que tenía que pensar así es que había decidido que tenía que mirar hacia el futuro en vez de refugiarse en el pasado. Quería, más que nada en el mundo, que aquel niño viviera. Alimentarlo la reconfortaría.
–Tengo que hablar con el viejo Pete y contarle que he vuelto al rancho. Pasaré el día fuera comprobando cómo están las cosas. También sé que tendré que colaborar en las tareas de la casa para que no tengas que mover un dedo por mí. No he vuelto para darte más trabajo. Regresaré a casa para la cena. Esta noche, cocino yo.
–¿Sabes cocinar? –preguntó ella, asombrada. Sabía que Case era un hombre muy capaz, pero nunca se lo imaginó moviéndose cómodamente por una cocina.
–No te hagas demasiadas ilusiones. Me las apaño. Las comidas que preparo se pueden comer. Dejaré que juzgues por ti misma.
Sarah se levantó de la silla apoyándose en la mesa al tiempo. Case extendió una mano, pero la retiró rápidamente cuando vio que Sarah se había puesto en pie sin su ayuda.
–Solo te daré una oportunidad, Case, así es que tendrás que esmerarte. El bebé necesita alimento y yo me vuelvo insoportable cuando estoy hambrienta.
–Tomaré nota.
Sarah vio a Case salir por la puerta trasera y suspiró cansada. Case Jarrett había vuelto y tendría que acostumbrarse. No había nada que ella pudiera hacer para evitarlo. A partir de ese momento, ella y Case vivirían bajo el mismo techo. Tanto si le gustaba como si no.
Case hizo los filetes a la plancha. Las patatas sabían demasiado a ajo y nunca había visto unas galletas más fofas, pero se lo comió todo sin rechistar y escuchó los cambios que Case había previsto para el rancho.
Tenía algunas ideas para ahorrar tiempo y dinero con las que Sarah estaba de acuerdo aunque también mostró su oposición hacia otras. Case la escuchó con calma, asintiendo con la cabeza a la vez que trataba de llevarla hacia su terreno. Era tan terco como ella especialmente cuando pensaba que tenía razón sobre algo, lo que ocurría la mayoría de las veces.
Cuando terminaron de cenar, Case ayudó a Sarah a quitar la mesa. Él limpió los platos mientras ella los ponía en el lavavajillas. De vez en cuando estaban tan cerca que sus manos se rozaban y Sarah sintió la necesidad de huir de allí. Nadie la había tocado en todo ese tiempo, y en un mismo día Case lo había hecho dos veces. Era ridículo sentirse tan incómoda con él. Hacía mucho tiempo que se conocían. Él era el hermano de su marido, el tío del bebé que llevaba dentro, pero no podía evitar sentir que estaba traicionando a Reid al hacer ese tipo de tareas domésticas con otro hombre.
Case miró a su alrededor e hizo un gesto de satisfacción con la cabeza: la cena había sido un éxito y la cocina estaba recogida. Sarah creyó conveniente despertarlo de su sueño. El bebé necesitaría algo más que carne y patatas para sobrevivir y también ella. Se aclaró la garganta y sonrió con dulzura.
–Case, gracias por la cena, pero creo que yo me encargaré de la cocina a partir de ahora.
Case estaba allí de pie, con las manos en las caderas, y arrugó los labios mientras la estudiaba con detenimiento.
–Gracias a Dios –contestó él, y Sarah lo miró sorprendida.
–¿Q...qué? Pensé que querías hacer tú la comida.
–Demonios, no. Odio mi comida –contestó él con una sonrisa endemoniadamente atractiva.
–Entonces, ¿por qué te ofreciste a ello?
–Me pareció que era lo más apropiado, Sarah. Casi te caíste esta mañana. Tenía miedo de que mi estancia aquí se convirtiera en una carga adicional para ti.
Eso era cierto, pero preparar comida para los dos no tenía nada que ver. Era el hecho de tener que verlo todas las noches y despertarse por la mañana lo que no le gustaba a Sarah. Tendría que vivir con el hermano de su marido, un hombre al que no conocía demasiado bien, un hombre con quien había tenido algo mucho tiempo atrás. Ella había dejado atrás aquella parte de su vida, y con él en el rancho tendría que recordarlo continuamente. Y además, le disgustaba sobre manera la idea de perder su intimidad. No siempre estaba en su mejor momento embarazada de ocho meses. Algunos días solo quería gritar y otros quería llorar hasta que no le quedaran más lágrimas. No le gustaría que Case tuviera que verla en uno de esos malos días. Estaba demasiado cansada para seguir intentando ocultar sus sentimientos.
–Me has hecho comer carne quemada y patatas grasientas, Case. Me ha parecido un castigo muy cruel. A partir de ahora, comeremos de forma equilibrada. El bebé necesita vitaminas.
–Si insistes –dijo él levantando una ceja.
–Insisto. Pero mañana cenaremos más tarde. Tengo cita con el médico por la tarde en Prescott.
–¿Cómo vas a ir hasta allí? –preguntó él inmediatamente.
–Yo misma conduciré.
–Eres capaz, sí. ¿A qué hora es la cita?
–A las tres.
–Yo te llevaré.
–No es necesario.
Sarah no comprendía por qué Case se empeñaba en cuidarla. Le había dejado claro que ella no era su responsabilidad. No quería que la cuidara. Tenía que acostumbrarse a salir adelante sin ayuda puesto que iba a ser una madre soltera. Case era el último hombre en el que confiaría. Había dejado claro muchas veces que no se podía confiar en él.
–Soy perfectamente capaz de conducir hasta la ciudad, Case.
Él se acercó todo lo que la barriga de Sarah se lo permitía y le lanzó una penetrante mirada.
–¿Y qué pasará si te vuelve a ocurrir?
–Solo me mareo cuando hago movimientos bruscos, pero tengo mucho cuidado de no hacerlos.
Case exhaló el aliento que estaba conteniendo y puso esa expresión testaruda tan típica de los Jarrett. Sarah sabía que lo mejor era llevarle la razón porque con esa actitud nada de lo que ella pudiera decir le haría cambiar de opinión y sinceramente ella no estaba para discusiones. Estaba claro que la vuelta de Case al rancho la había afectado bastante por un día.
–¿Estarás lista a las dos, Sarah? De todas formas tenía intención de ir pronto a la ciudad.
–Si insistes, pero no es necesario que lo hagas.
Case soltó un gruñido por toda respuesta y salió de la cocina.
Case se sentó en los escalones del porche trasero y dio un sorbo de su cerveza. Estaba sediento. Estiró a continuación las largas piernas y, apoyado en los codos, alzó la vista hacia las estrellas, pero de pronto apareció la imagen de Sarah, y se acabó la paz. Había estado pensando en ella todo el día. En realidad, no podía quitársela de la cabeza.
A su mente llegó entonces aquella noche muchos años atrás, como si fuera una película. Sarah estaba preciosa con aquel vestido azul celeste, esperando a que Reid pasara a buscarla para ir al baile de fin de curso. Reid se había tenido que quedar en la cama con gripe, pero no había querido que Sarah se perdiera el baile. Prácticamente le había suplicado a su hermano que fuera con ella. Case protestó. No quería ir a esa tontería del baile y menos con la chica de su hermano, pero acabó accediendo.
El error fue no avisar a Sarah primero para que supiera lo que había pasado. Reid alegó que ella no habría ido si hubiera sabido lo enfermo que estaba él, por eso Case aceptó decírselo todo cuando llegara a su casa, pero cuando llamó a su puerta, Sarah no le dio tiempo para explicaciones. En cuanto lo vio allí, con el traje de su hermano, creyó naturalmente que era él, y se lanzó a sus brazos y lo besó apasionadamente. Case no se había esperado la intensa reacción que tuvo. Nunca habría creído que disfrutaría tanto con un beso.
Siguiendo su puro instinto masculino, la rodeó con los brazos y se metió aún más en su boca, explorándola con la lengua. Las sensaciones más increíbles borraron todo pensamiento racional de su cabeza. Olvidó cual era su misión aquella noche, y que aquella mujer nunca podría ser suya.
Se besaron profundamente, Case la empujó ligera y sensualmente hasta que la tuvo contra la pared. Sus cuerpos se acercaron con el sonido de fru fru del vestido de Sarah. Case no podía ocultar su excitación. Aquello no era suficiente. Necesitaba más, necesitaba tocarla más y más. Nunca antes una mujer lo había puesto así.
Ella se arqueó y él depositó pequeños besos a lo largo de su garganta. Los gemidos de placer que arrancó de la garganta de Sarah lo hicieron olvidar toda precaución. No podía pensar en otra cosa más que en arrastrarla con su pasión. En cuestión de segundos, bajó la cremallera de su vestido y sus manos se posaron en la suave espalda femenina, al tiempo que besaba con ardor sus pechos. Creyó estar en el paraíso. Deseaba a aquella mujer. Las llamas de la pasión parecían consumirle en aquel momento. Le había levantado el vestido y la combinación de seda para dar paso a la carne desnuda. Ella también se estaba consumiendo bajo el contacto de sus dedos y de pronto gimió su nombre. «Su nombre». «Para, Case. Tienes que parar».
Asombrado, Case se detuvo y miró a Sarah a los ojos. ¿Desde cuando había sabido ella que era él y no su hermano? ¿Y por qué no lo había detenido antes?