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Corazón herido Al millonario Rhys Maitland no le gustaba que las mujeres cayeran rendidas a sus pies solo porque su nombre iba unido al poder. Cuando conoció a Sienna, decidió ocultarle la verdad, aunque solo iba a estar con ella una noche. Sienna también tenía sus propios secretos. Vistiéndose con sumo cuidado para disimular la cicatriz que era la cruz de su vida, vivió una asombrosa noche de pasión con Rhys sin saber que hacía el amor con un millonario. Rhys y Sienna supieron que una noche no iba a ser suficiente y se vieron obligados a desnudarse en todos los sentidos. Un amor de lujo Bella siempre se había sentido como el patito feo de su familia, pero después de una noche con el increíblemente sexy Owen, se sintió como un hermoso cisne. Claro que eso fue hasta que se dio cuenta de que Owen no era el tipo normal y corriente que ella había creído... Cuando descubrió que era multimillonario, le entró verdadero pánico, porque esa era justamente la clase de hombres a los que solía evitar. Sin embargo, Owen no estaba dispuesto a dejar que Bella volviese a esconderse en su caparazón. Dos semanas de placer en su lujoso ático, y pronto la tendría pidiéndole más...
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Seitenzahl: 352
Veröffentlichungsjahr: 2019
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 404 - marzo 2019
© 2011 Emilie Rose Cunningham
Corazón frío
Título original: Her Tycoon to Tame
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2011 Emilie Rose Cunningham
La pasión más fuerte
Título original: The Price of Honor
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-938-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Corazón frío
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
La pasión más fuerte
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Hannah Sutherland apretó a fondo el pedal del coche eléctrico e hizo que subiera a toda velocidad por el acceso que llevaba al edificio principal.
Invitado. En mi despacho. AHORA MISMO.
Eso era lo que su padre le había comunicado mediante un mensaje de texto y, por muy irritante que él hubiera estado últimamente, Hannah no se atrevía a hacerlo esperar. Sin embargo, ¿quién podía ser tan importante como para que ella tuviera que dejarlo todo y dirigirse a toda velocidad a la casa?
Cuando llegó a las escaleras que llevaban al jardín trasero, pisó el freno, saltó del vehículo y entró rápidamente en la casa mientras se atusaba el cabello y se estiraba la ropa.
Alcanzó rápidamente la puerta del despacho de su padre y llamó a la puerta. Un instante después, ésta se abrió. Al Brinkley, el abogado de la familia, apareció en el umbral. Al era amigo y consejero legal de su padre desde que Hannah tenía memoria.
–Me alegra verlo, señor Brinkley.
La sonrisa de Brinkley pareció forzada.
–Hola, Hannah. Te juro que cada día que pasa te pareces más y más a tu madre.
–Eso me han dicho –respondió ella. Era una pena que el aspecto físico hubiera sido lo único que había heredado de su madre. La vida de Hannah habría sido mucho más fácil si hubiera heredado algunos rasgos más.
Su padre estaba sentado detrás de su escritorio, con el rostro tenso y una copa en la mano. Era un poco temprano para beber.
Un movimiento junto a las puertas que daban al jardín interrumpió sus pensamientos. La otra persona que ocupaba el despacho se giró hacia ella.
Era alto y delgado. Tenía el cabello castaño oscuro y muy brillante, corto, pero no lo suficiente como para ocultar una cierta tendencia a rizarse que no conseguía suavizar una dura mandíbula y una cuadrada barbilla. Aunque los rasgos de su rostro se combinaban para formar un rostro duro pero atractivo, nada podría conseguir que aquellos ojos fríos y desconfiados se suavizaran. Igualmente, ningún diseñador de alta costura podría ocultar sus anchos hombros y su firme y musculado cuerpo. Tenía un cierto aire militar, peligroso. Hannah calculaba que tendría unos treinta y pocos años, pero resultaba difícil estar segura. Su mirada era la de un hombre de más edad.
–Entra, Hannah –le dijo su padre. La tensión que había en la voz de Luther hizo que la cautela de ella se acrecentara–. Brink, cierra la puerta.
El abogado así lo hizo y Hannah quedó encerrada con los tres hombres en un ambiente de tensión.
–Wyatt, ésta es mi hija Hannah. Es veterinaria y se ocupa de supervisar la crianza de Sutherland Farm. Hannah, te presento a Wyatt Jacobs.
El escrutinio al que Jacobs la sometió le resultó repulsivo aunque la atrajo también a la vez. ¿Quién sería aquel hombre? ¿Qué clase de relación podría tener con la yeguada?
A juzgar por la cara ropa que llevaba puesta y el reloj de platino que lucía en la muñeca, era un hombre rico, aunque siempre lo eran todos los que acudían a la yeguada. Los caballos de pura raza no eran para personas de clase baja o media. Los clientes de Sutherland Farm iban de los nuevos ricos a los miembros de la realeza, de niños mimados a jinetes completamente dedicados a sus caballos. ¿En qué categoría encajaba Wyatt Jacobs?
Estaba segura de que tendría una buena presencia sobre un caballo. Tenía los ojos del color de café tostado, en los que casi no se distinguían las pupilas, sobre todo porque el sol entraba a raudales a través de los ventanales que tenía a sus espaldas.
–Bienvenido a Sutherland Farm, señor Jacobs –dijo, tal como era su costumbre, mientras extendía la mano.
Los largos dedos de él atraparon los de ella con un gesto firme y cálido. Esto, combinado con el impacto de aquella oscura y dura mirada, provocó que a Hannah le resultara difícil respirar.
–Doctora Sutherland –dijo él. Su voz era profunda, algo ronca y muy sensual, perfecta para la radio.
Él no le soltó la mano, manteniendo el contacto y haciendo que ella deseara durante un instante haber tenido tiempo para retocarse el maquillaje, cepillarse el cabello y aplicarse un poco de perfume que enmascarara el aroma de los establos.
«Tonta… Se trata tan sólo de un cliente. Además, tú no estás buscando pareja, ¿recuerdas?».
Hannah tiró de la mano y, después de una breve resistencia, Wyatt se la soltó. Ella se llevó la palma de la mano contra el muslo. Había roto su compromiso quince meses atrás y, en ese tiempo, no había pensado en el sexo ni siquiera en una ocasión. Hasta aquel momento. Wyatt Jacobs le provocaba un hormigueo en lugares que llevaban mucho tiempo dormidos.
Su padre le ofreció una copa de coñac.
–Papá, ya sabes que no puedo beber cuando estoy trabajando. Aún me tengo que ocupar de Commander esta mañana.
Sintió de nuevo la frustración hacia el semental que había dejado en los establos. Commander quería matar a todo el mundo, en especial a la veterinaria que estaba a cargo de recoger su semen. En la pista había sido un competidor estupendo, pero en el establo era una bestia sedienta de sangre. Por su ascendencia y su listado de campeonatos, no se le podía ignorar. Su semen era oro líquido.
Su padre dejó la copa sobre el escritorio, como si esperara que ella cambiara de opinión. Hannah dejó a un lado sus pensamientos y se centró en su invitado. Jacobs la observaba con una intensidad similar a la de un láser que provocaba una extraña reacción dentro de ella. Sentía deseos de apartar la mirada sin conseguirlo.
–¿Qué le trae a nuestros establos, señor Jacobs? –le preguntó.
–Luthor, ¿le importaría explicarle a su hija por qué estoy aquí? –dijo Jacobs.
Cuando el silencio se prolongó demasiado en el tiempo, Hannah apartó la mirada del atractivo rostro de Jacobs y la centró en su padre. Descubrió que su progenitor parecía estar a la defensiva, como si se sintiera incómodo. Con el rostro muy pálido, Luthor vació su copa de un trago y la dejó con un golpe sobre la mesa. Ese gesto hizo que Hannah se sintiera aún más ansiosa.
–He vendido la yeguada, Hannah –declaró su padre.
Ella parpadeó. Su padre jamás había tenido sentido del humor, pero la idea era tan descabellada que no podía ser otra cosa que una broma de mal gusto.
–¿Cómo?
–Tengo lugares que visitar y muchas cosas que ver, algo que no podré hacer si estoy atado a este negocio todos los días del año.
Hannah comprendió que su padre no estaba bromeando. El suelo pareció tambalearse bajo sus pies, por lo que tuvo que agarrarse al escritorio para no perder el equilibrio.
–Eso es imposible, papá –consiguió decir por fin–. No puedes haber vendido la yeguada. No eres capaz de hacerlo. Vives para los establos.
–Ya no.
No podía ser. Imposible. El miedo se apoderó de Hannah mientras un frío sudor le empapaba el labio superior. Con un gran esfuerzo, se volvió a mirar a Jacobs.
–¿Le importaría perdonarnos un momento, señor Jacobs?
Jacobs no se movió. Se limitó a observarla como si estuviera tratando de anticipar la reacción que él iba a tener.
–Por favor –dijo ella, con desesperación.
Después de un instante, él asintió. Atravesó el despacho con paso decidido y salió hacia la terraza.
–¿Quieres que me vaya yo también? –preguntó Brinkley.
–Quédate, Brink –dijo Luthor–. Hannah podría tener preguntas que sólo tú puedes contestar.
–Papá, ¿qué es lo que pasa? ¿Estás enfermo?
–No, Hannah. No estoy enfermo.
–Entonces, ¿cómo has podido hacer esto? Le prometiste a mamá que te ocuparías siempre de esta yeguada.
–De eso hace diecinueve años, Hannah, y ella se estaba muriendo. Dije lo que tenía que decir para que ella se muriera en paz.
–Pero, ¿y yo? Yo también se lo prometí a mamá y lo decía en serio. Se supone que yo tengo que heredar Sutherland Farm. Se supongo que tengo que mantener estas tierras en la familia y dejárselas luego a mis hijos.
–Hijos que no tienes.
–Bueno, no, todavía no. Pero algún día… Esto no es porque me negara a casarme con Robert, ¿verdad?
–Era perfecto para ti –dijo su padre con desaprobación–, pero, a pesar de todo, te negaste a sentar la cabeza.
–No, papá. Robert era perfecto para ti. Robert era el hijo que siempre deseaste tener. En vez de eso, me tuviste a mí.
–Robert sabía cómo dirigir un establo.
–Y yo también.
–Hannah, no montas a caballo. No compites. Tu corazón no está en este negocio ni tienes el empuje necesario para mantener Sutherland Farm en lo más alto de los que compiten en los grandes premios. En vez de eso, desperdicias tiempo y dinero en animales que deberían sacrificarse.
–Mamá también estaba a favor del rescate de caballos y mi programa de rehabilitación con caballos es un éxito. Si echaras un vistazo a las estadísticas y leyeras los informes…
–Esa parte de la yeguada siempre termina en números rojos. No tienes cuidado con el dinero porque jamás has tenido que luchar para conseguirlo.
–Yo trabajo.
–Tan sólo unas horas al día –replicó Luther con desprecio.
–Mi trabajo requiere trabajar ocho horas al día.
–Cuando tu madre y yo asumimos la responsabilidad de la vieja plantación de tabaco de mis padres, este lugar estaba perdiendo el dinero a puñados. Convertimos a Sutherland Farm en lo que es hoy luchando y esforzándonos día a día. Tu madre tenía ambición. Tú no. Robert podría haber conseguido instilar algo de sentido común en tu cabeza y conseguir que concentraras tu atención en pasatiempos más adecuados, pero no pudo ser, ¿verdad?
Hannah anuló su compromiso con Robert el día en el que se dio cuenta de que él amaba los caballos y la yeguada más de lo que la amaba a ella.
–Robert no era el hombre adecuado para mí.
–Tienes veintinueve años, Hannah. Ningún hombre te ha llamado la atención durante más de unos meses. Eres demasiado exigente.
–Papá, siento no haber heredado ni la gracia ni la habilidad de mamá con los caballos ni tu competitividad. Sin embargo, esta yeguada era su sueño y ahora es el mío. Puedo dirigirla. Tal vez no sepa cómo montar un campeón, pero sé cómo criarlo. Tengo lo que hace falta.
–No, Hannah, no lo tienes. Has tenido algunos éxitos en tu programa de cría, pero te falta fuego y ambición y no tienes cabeza para los negocios. Jamás vas a estar preparada para hacerte con las riendas de Sutherland Farm.
Hannah se encogió. Aquellas palabras le habían dolido, aunque sólo confirmaban lo que sabía que su padre llevaba años pensando. A pesar de todo, le escocieron profundamente.
–Eso no es cierto.
–Protegiéndote no te beneficio en nada. Yo no voy a estar siempre aquí para mantenerte, Hannah –dijo, tras mirar a su amigo–. Es hora de que vayas aprendiendo a cuidarte tú sola.
–¿Qué quieres decir?
–Voy a cerrar el grifo.
–¿Qué quieres decir? –repitió.
–No voy a seguir manteniéndote a ti ni a tus causas perdidas.
–¿Por qué? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Cómo voy a sobrevivir?
–Tendrás que aprender a vivir de tu sueldo.
El dolor, el miedo y la sensación de traición se apoderaron de ella.
–¿Y no podríamos haber hablado de todo esto antes de que tomaras una decisión tan drástica?
–¿Y de qué hubiera servido? –replicó Luthor encogiéndose de hombros.
–Te habría hecho ver que estás muy equivocado. Alguien debería haberte hecho ver que estás muy equivocado –dijo mientras miraba al abogado con un gesto de impotencia y confusión. El abogado se encogió de hombros–. Esta yeguada, esta finca, lleva varias generaciones en manos de nuestra familia. Mucha gente depende de nosotros y…
–Es demasiado tarde, Hannah –suspiró su padre. Mientras volvía a llenarse su copa, pareció un hombre viejo y cansado.
Hannah se dirigió a Brinkley.
–¿Puede hacer esto? ¿Y la parte que mi madre tenía en el negocio?
–Tus abuelos pusieron la yeguada a nombre de tu padre antes de que él se casara con tu madre. Su nombre jamás se añadió a la escritura. Tú ya heredaste de ella a los veintiún años.
La mayor parte del dinero se había esfumado. Hannah se lo había gastado en sus caballos. Había estado muy segura de que su padre seguiría proporcionándole fondos para sus esfuerzos.
De repente, lo comprendió todo. Lo único que explicaba la presencia de Wyatt Jacobs allí era que él hubiera sido el comprador de la yeguada. El canalla taimado y conspirador que le había privado de su herencia.
El pulso de Hannah le resonaba con fuerza en los tímpanos. Si no podía convencer a su padre o a Brinkley, tendría que hablar con el mal nacido que le había quitado lo que era suyo para convencerle de que se olvidara del trato. Después, podría tratar de encontrar el modo de hacer cambiar de opinión a su padre antes de que encontrara otro comprador.
Salió hacia el jardín y lo vio sentado a una mesa, comiendo tranquilamente un plato de las galletas de Nellie y tomándose un vaso de leche como si no hubiera hecho pedazos su vida. Se dirigió hacia él y se detuvo a su lado.
–Ésta es mi casa. No puede usted entrar aquí y robarme lo que es mío. Mi padre está teniendo un momentáneo ataque de demencia senil y…
Jacobs se levantó. Era mucho más alto que ella y tenía el rostro impasible.
–Yo no he robado nada, doctora. He pagado un precio más que justo.
Tranquilamente, levantó la galleta y le dio otro bocado. Tanta insolencia le dolía tanto a Hannah como si la hubiera abofeteado. Entonces, mientras observaba la galleta, se dio cuenta de que no era la única a la que afectaría lo ocurrido. Se dio la vuelta al notar que su padre la había seguido al patio.
–¿Y Nellie? Lleva viviendo con nosotros desde la muerte de mamá. No tiene otro hogar ni otra familia. Sólo nosotros. No puedes echarla a la calle. Aún es demasiado joven para jubilarse y, en estos momentos, resulta difícil encontrar un trabajo.
–Wyatt ha prometido que mantendrá a Nellie en su puesto de trabajo.
–¿Y qué me dice de los otros empleados? ¿Va a mantenerlos a ellos también en sus puestos?
–Dejaré todo tal cual está mientras evalúo la finca y el negocio.
–¿Y luego qué?
–Mis decisiones dependerán de lo que descubra.
–¿Y qué es lo que hay que descubrir? Usted ha adquirido unos establos de primera clase…
–Hannah –la interrumpió su padre, que había salido a la terraza–, Brink repasará los detalles del acuerdo contigo. Por el momento, lo único que necesitas saber es que Wyatt ha accedido a mantener a todos los empleados durante un año entero a menos que una descarada incompetencia lo empuje a decidir lo contrario.
–Sutherland Farm no emplea a incompetentes –espetó ella irguiéndose ante tan insulto.
–En ese caso, nadie tiene nada de lo que preocuparse.
La desesperación se apoderó de ella.
–Papa, por favor. Te ruego que no hagas esto. Estoy segura de que hay algún modo de que puedas deshacer el acuerdo y darme una oportunidad de demostrarte que puedo dirigir la yeguada y…
–Hannah, la venta se firmó hace una semana. Hoy es simplemente el primer día que Wyatt y yo nos reunimos personalmente para hablar de la transición.
–Hace una semana… –repitió ella. Su mundo se había desmoronado sin que ella se diera cuenta.
–Yo ya me he comprado otra casa y he contratado a los de la mudanza –añadió su padre, provocando a Hannah otro escalofrío más doloroso aún que el anterior.
Jacobs se tensó al escuchar aquellas palabras.
–¿Otra casa? ¿Y la casita? –preguntó.
«¡Mi casa! ¿Dónde voy yo a vivir?», pensó Hannah.
–Hannah vive en la casita –afirmó su padre.
Jacobs apretó los puños. La ira le había encendido la mirada.
Confusa por aquel intercambio de miradas y palabras, Hannah los miró a ambos alternativamente.
–Mi casa y mi trabajo son parte de Sutherland Farm ¿Dónde voy a ir? ¿Dónde voy a vivir y dónde voy a trabajar?
Su padre suspiró y se dirigió de nuevo al interior del despacho, hacia el carrito que contenía las bebidas.
–Dejaré que sea Wyatt quien lo explique.
–Luthor excluyó la casita y la hectárea que la rodea del trato. Así, podrás mantener tu casa. Como ha explicado tu padre, como cualquier otro empleado, podrás seguir trabajando aquí mientras la calidad de tu trabajo cumpla con mis requerimientos –explicó Jacobs con frialdad.
Aquel hombre sería su jefe.
–¿Sus requerimientos? –replicó ella. Por el tono de voz de Jacobs, se deducía que tales requerimientos serían imposibles de conseguir.
Su casita, que había sido la casa original de los Sutherland, estaba en medio de la yeguada. Hannah estaría rodeada de territorio enemigo, pero, al menos, tendría un tejado bajo el que cobijarse.
Trató de controlar el pánico para poder pensar con claridad.
–¿Y cuándo va a ocurrir todo esto?
–Voy a ejercer como dueño desde hoy mismo y voy a mudarme a esta casa en cuanto tu padre la haya dejado vacía.
En otras palabras, la vida tal y como siempre la había conocido Hannah había terminado para siempre.
La ira prendió en la sangre de Wyatt como si fuera paja ardiendo. Luthor Sutherland lo había engañado deliberadamente. No tenía intención alguna de retirarse a la finca original como le había hecho creer a Wyatt cuando había insistido en que aquel trozo de tierra y su contenido se excluyeran de la venta. Además, su hija era uno de los empleados que Sutherland se había mostrado tan ansioso por proteger. Si Wyatt lo hubiera sabido, jamás habría accedido a firmar el acuerdo de empleados sobre el que tanto había insistido Sutherland.
Sin embargo, si Luthor había esperado que tuviera una consideración especial para su princesa, se iba a llevar una desilusión. Si Hannah no era capaz de realizar su trabajo, sería despedida.
Lo que más le enfurecía era que no podía culpar a nadie más que a sí mismo de que se le hubiera pasado por alto el engaño. Había estado inmerso en la firma de un acuerdo de distribución internacional y, como no tenía tiempo ni interés ni conocimientos sobre cómo dirigir una yeguada de caballos, había delegado el trabajo de encontrar una que fuera autosuficiente en uno de los mejores agentes del negocio.
Eso significaba que tendría que tratar con una heredera mimada que llevaba años viviendo de los profundos bolsillos de su papá. Por lo que había escuchado, resultaba evidente que aquella descripción encajaba perfectamente con Hannah Sutherland, desde su camisa de seda hasta sus pulidas botas de tacón alto.
Se apostaba cualquier cosa a que Hannah había ido pasando la vida viviendo de su belleza y de sus hermosas sonrisas. Su instinto le decía que ella no le reportaría más que problemas y su instinto casi nunca se equivocaba. No tenía que ver los pendientes de diamantes que llevaba en las orejas, el caro reloj que llevaba en la muñeca o su perfecta manicura para confirmar su estatus de princesa consentida.
–Antes de que me marche hoy, quiero los expedientes de todos los empleados –le espetó, sin apartar la mirada de los ojos azules que lo miraban con profunda desaprobación.
–Se trata de información confidencial –protestó Hannah.
–Hannah –le dijo el abogado de Sutherland–, como nuevo dueño de Sutherland Farm, el señor Jacobs puede acceder sin restricción alguna a los expedientes de los empleados.
–Pero…
Wyatt le dedicó una dura mirada.
–Empezaré con el tuyo. Ya me imagino lo que voy a encontrar. Colegios privados. Privilegios. Vacaciones en Europa pagadas por Sutherland Farm.
Hannah lo miró con desaprobación. La tensión atenazaba su esbelto y tonificado cuerpo. Sus pechos subían y bajaban rápidamente y, a pesar de la aversión que él sentía por las mujeres mimadas y la ira que tenía hacia su situación, Wyatt no pudo evitar fijarse en ellos.
Había algo en aquella mujer que llamaba poderosamente su atención. Hannah Sutherland tenía una gracia sutil y una elegancia que lo atraían y lo repelían al mismo tiempo. En el pasado había tenido relación con mujeres de su clase y no había salido muy bien parado.
–Me gradué en una facultad de veterinaria de prestigio –dijo ella–. Mis títulos son válidos y, dado que los Warmbloods son una raza europea, visitar yeguadas ya establecidas para estudiarlas y evaluar sus ejemplares para buscar posibles cruces es una parte necesaria de mi trabajo.
–Estoy seguro de que tienes referencias de tus anteriores trabajos que prueben tu valía como empleada.
Ella levantó la barbilla y lo miró con desdén, del modo en el que sólo las mujeres acaudaladas saben hacerlo. Había aprendido la lección cuando tenía diecisiete años y trabajaba en el establo de su padrastro. Entonces, no era lo suficientemente despierto como para saber que las niñas de papá no se casan con muchachos que limpiaban los establos de sus padrastros, por muy íntima que la relación pudiera haberse hecho.
–Llevo trabajando aquí desde que me gradué hace casi cinco años. Se me da bien mi trabajo.
–Seré yo quien juzgue eso.
–Dígame una cosa, señor Jacobs. ¿Cuáles son exactamente sus credenciales para determinar si los empleados de esta yeguada están realizando su trabajo adecuadamente?
–Hannah… –le dijo el abogado a modo de advertencia. Wyatt lo silenció con una mirada.
–Soy el presidente de la Destilería Triple Crown. Tengo más de seiscientos empleados. Reconozco a los incompetentes y a los vagos en cuanto los veo.
La ira tiñó de rojo las mejillas de Hannah.
–Como ya he dicho antes –afirmó, tras sobreponerse un poco–, el equipo de personas que trabajan en Sutherland no tiene puntos débiles. Estamos muy unidos y, por ello, somos una de las mejores plantillas de este mundo.
–Eso habrá que verlo.
Wyatt estaba empezando a desear haber escogido otra de las fincas que se le habían ofrecido. Sin embargo, ninguna de ellas había encajado con la descripción de Sam y todas hubieran necesitado que Wyatt se ocupara de su funcionamiento personalmente, algo que no tenía ni tiempo ni ganas de hacer.
Cuando Sam recordaba la yeguada de sementales que había tenido en Kentucky en el pasado, sonaba tan lúcido que Wyatt casi podía olvidar que su padrastro se estaba apagando prácticamente delante de sus ojos. Sutherland Farm se parecía a la vieja yeguada de Sam más que ninguna de las otras fincas y Sam se merecía estar cómodo, feliz y, lo más importante, seguro durante lo que le quedara de vida. Estaría allí. Wyatt se aseguraría de ello.
No tenía intención alguna de permitir que Hannah Sutherland le impidiera pagar la deuda que tenía con el hombre que había sido mejor padre para él que el que tenía su propia sangre.
–Ten cuidado con lo que haces, doctora. Tu padre tal vez te haya consentido todo lo que has querido, pero yo no lo haré. Te ganarás tu sueldo si quieres seguir trabajando aquí. Ahora, si me perdonas, tengo que revisar unos expedientes y tú tienes que volver a tu trabajo.
Agotada, Hannah se dirigió hacia su casa para darse un baño de espuma y tomarse una copa de vino.
Había sido una semana muy dura. Desde que todo su mundo se hubiera desmoronado, había estado ocupándose de sus tareas habituales además de las que, inesperadamente, habían recaído sobre ella. Los empleados se habían dirigido a ella buscando respuestas, unas respuestas que no tenía
El teléfono móvil que llevaba en la cadera comenzó a vibrar. La pantalla revelaba que se trataba de una llamada privada. Podría ser un cliente, por lo que no dudó en responder.
–Hannah Sutherland.
–Wyatt Jacobs. Ven a mi despacho en la casa. Ahora mismo.
Clic.
Los pies de Hannah se habían pegado al suelo como si acabara de pisar en alquitrán recién echado. Miró con desaprobación el teléfono y luego dirigió su mirada hacia la casa principal. Una luz iluminaba el despacho de su padre… el despacho de Wyatt Jacobs.
El usurpador había llegado. Y le había colgado el teléfono a Hannah. Canalla grosero y poco considerado. La ira se apoderó de ella. ¿Cómo se atrevía a exigirle una reunión a una hora tan intempestiva?
Pensó en devolverle la llamada y decirle que ya había terminado su jornada laboral y que, por lo tanto, iría a verlo al día siguiente. Sin embargo, según la cláusula de su nuevo contrato, no podía negarse al requerimiento de su jefe sin poner en peligro su trabajo.
Miró sus ropas manchadas. Si estuviera interesada en dar buena impresión, se asearía primero.
No lo estaba.
Había investigado en Internet a Jacobs y no había descubierto nada que lo ligara con el mundo del caballo. ¿Por qué había comprado el establo?
Tal vez lo había comprado porque pensaba que ser el dueño de un establo era algo muy de moda. Si era así, no tenía ni idea del trabajo y el compromiso que exigía un establo como Sutherland. Si tenía que enseñárselo ella, tal vez conseguiría mejor su objetivo si olía a sudor y a caballos. Por mucho que le disgustara ir a la reunión sin asearse, lo haría.
–Bienvenido al mundo del caballo, Wyatt Jacobs.
El resentimiento y la determinación empujaron a Hannah hacia la casa. Entonces, la puerta del despacho que daba al patio se abrió para enmarcar la alta y corpulenta figura de Wyatt Jacobs. Su mirada la atravesó como un afilado clavo.
–Por aquí, doctora –le dijo él haciendo un gesto con la mano… el mismo que habría hecho para llamar a un perro.
Hannah sintió que la ira se apoderaba de ella. Todo sobre Wyatt Jacobs le hacía querer gruñir y morder. ¿Quién era aquella extraña mujer que se había apoderado de su cuerpo? Ciertamente no era ella. Prefería las sonrisas, la suave persuasión y el encanto del sur. Nellie siempre le había dicho que a las moscas se les atrae mejor con miel que con hiel y, hasta aquel momento, la estrategia siempre le había funcionado.
Wyatt Jacobs sacaba su lado más ruin. Sin embargo, se dijo que debía enfrentarse con cuidado a él. Wyatt Jacobs tenía su futuro, el de sus caballos y el resto de los empleados en sus manos. Cooperar con él era algo obligatorio. Jamás permitiría que él descubriera el miedo que tenía de perderlo todo.
–Preferiría hablar aquí fuera.
Aunque pronunció aquellas palabras con una cortés sonrisa, Hannah Sutherland rezumaba una visible animosidad. Se indicó las sucias botas que llevaba puestas.
–Dado que no estaba esperando su llamada al final de mi jornada laboral, me he traído el establo conmigo –añadió.
Las botas no eran lo único que tenía sucio. Wyatt se fijó en el manchurrón que ella llevaba sobre el pómulo y sobre el polo y los pantalones. Su atuendo en aquellos momentos era completamente diferente a la ropa de diseño que ella llevaba puesta el día en el que se conocieron, pero aún llevaba el caro reloj y los pendientes de diamantes.
–Aparte de los años que pasaste en la universidad, nunca viviste alejada de papá ni de su chequera, ¿verdad?
–No –dijo ella. La sonrisa se le heló en los labios.
–Jamás tuviste un trabajo antes de empezar con éste por la cara.
–Yo no entré por la cara. Me gané mi título. Adquirí experiencia trabajando en los establos de la universidad. No estaba en nómina porque no necesitaba el dinero. No me pareció justo quitárselo a alguien que sí lo necesitara.
Con la ayuda de Sam, o posiblemente por lo mucho que su padrastro lo había ayudado, Wyatt había trabajado mucho para conseguir llegar donde estaba en aquellos momentos. Tal vez Sam le había pagado sus estudios, pero había obligado a Wyatt a demostrar lo que valía a casa paso. Había aprendido el negocio desde abajo. La distribución y los márgenes de beneficio de la Destilería Triple Crown se habían incrementado en un sesenta por ciento desde que él se hizo con el control después de la «jubilación» de Sam.
Sin embargo, la amargura y el resentimiento de Wyatt por la despreocupada vida de Hannah no evitaban la energía que le corría por las venas cuando ella lo miraba.
–He terminado mi jornada laboral, señor Jacobs. ¿Había algo que usted necesitara y que no pudiera esperar hasta mañana?
–Quiero que te reúnas conmigo en la oficina del establo mañana a mediodía.
–¿Por qué?
–Vas a enseñarme la finca.
–No puedo dejar mis obligaciones para hacer de guía para usted, señor –le espetó ella.
–Si valoras tu trabajo, te presentarás mañana a mediodía.
–Tengo el día muy completo mañana. Estamos en la temporada alta.
–¿Por qué?
–¿Cómo que por qué?
–¿Por qué es ésta la temporada alta?
–No sólo tenemos muchos jinetes que vienen a montar los sábados sino que no debería tener que explicarle que nos estamos preparando para la temporada de cría.
–A mediodía, doctora Sutherland.
–Encontraré a otra persona que se lo muestre todo. Otra persona que disponga de tiempo.
–Tu padre afirma que conoces más sobre Sutherland Farm que ningún otro empleado. No quiero a otra persona. Te quiero a ti. No es negociable.
–Por supuesto que soy yo quien sabe más sobre la yeguada. Llevo toda mi vida viviendo aquí y conozco cada centímetro de esa finca, pero, a pesar de lo mucho que me gustaría mostrarle todas las maravillosas cosas que tenemos aquí, tengo que ocuparme de cosas que no pueden esperar.
–No me vas a facilitar las cosas, ¿verdad, Hannah? –replicó él con irritación.
–¿A qué se refiere?
–Por tu contrato, si tu fallas a la hora de cumplir con mis exigencias, serás despedida. Haz tiempo para mostrarme la finca o vete a recoger el finiquito.
La ira enrojeció las mejillas de Hannah.
–Le gusta el poder que le dan los contratos que nos hizo firmar, ¿verdad? Todos estamos aquí a prueba aunque llevamos años realizando nuestros trabajos con éxito sin que usted interfiera.
–Yo soy el jefe. Tu jefe. Así son las cosas.
–Allí estaré –dijo ella por fin.
Con eso, se dio la vuelta con precisión militar y se marchó con paso firme. El redondeado trasero se meneaba a cada paso. Wyatt no podía apartar la mirada y su cuerpo reaccionó con una inesperada y poco deseada apreciación.
Sí. Hannah Sutherland, con sus caras joyas, su hermoso cabello, la manicura en las manos y su orgullosa actitud no iba a acarrearle más que problemas.
Hasta que se librara de ella.
Se moría de ganas por hacerlo.
La puerta del laboratorio de Hannah se abrió de repente el sábado por la mañana. Ella se asustó. Wyatt entró como si fuera el dueño de todo. Técnicamente, eso era cierto, pero aquél era su dominio, el único lugar que permanecía tranquilo y ordenado a pesar del caos que reinaba en otras partes de su vida.
–Dijo usted a las doce. Llega temprano –trató de ser cortés, pero, a juzgar por el gesto que se dibujó en el rostro de Wyatt, no lo consiguió.
–Parece que la lluvia va a empeorar. Quiero hacer el recorrido ahora –replicó mientras barría con sus ojos oscuros la impoluta sala, como si estuviera haciendo inventario de todo lo que contenía.
Hannah lo observó. La fuerte mandíbula relucía, lo que indicaba que acababa de afeitarse y su cabello parecía húmedo, por el tiempo o por una ducha reciente. Como si él fuera la clase de hombre que pierde una mañana metido en la cama. Una imagen de él tumbado sobre sábanas revueltas se le coló en el pensamiento…
¿De dónde había salido aquello? Lo apartó inmediatamente.
Un jersey negro de cachemir se le ceñía sobre los anchos hombros. El cuello de pico mostraba una camiseta blanca y unos vaqueros gastados le ceñían las caderas y los largos muslos. Algo, seguramente la irritación, le aceleró el pulso. No podía ser otra cosa. Wyatt Jacobs no le gustaba. Ni él ni su arrogante actitud.
–Aún tengo que procesar algunas muestras antes de que llegue el mensajero. Regrese a las doce. Por favor.
–Revisar la actuación de los empleados es parte de cualquier negocio. Empezaré con la tuya. Tú trabajas. Yo observo.
La ansiedad y la exasperación se apoderaron de ella. No podía echarlo.
–Entonces, al menos, cierre la puerta. Estamos en una atmósfera controlada. La sala necesita mantenerse libre de polvo y que la temperatura sea lo más constante posible.
–¿Tan importante es eso?
–Considerando que estoy manejando productos por valor de miles de dólares todos los días, sí, yo diría que el control de calidad es importante.
–¿En qué está trabajando, doctora?
–Estoy confirmando la viabilidad de la muestra antes de congelarla y enviarla.
–¿Una muestra de qué?
–De esperma. ¿Quiere echar un vistazo?
Wyatt parpadeó y se acercó. La obligó a apartarse para evitar el contacto y se inclinó sobre el microscopio.
–Dime lo que estoy buscando.
–Estamos comprobando que la muestra tenga suficiente fuerza para conseguir su cometido.
Wyatt se incorporó. Las miradas de ambos se cruzaron inesperadamente. La tensión pareció restallar entre ellos.
–¿Y la respuesta?
–Sí. Es un semental fértil. Menos mal, dado que Commander es el que más dinero aporta a Sutherland Farm.
–¿Para qué sirven todo este equipamiento y los gráficos?
–Si se lo explico, ¿se marchará y me dejará terminar con mi trabajo?
–No me voy a marchar hasta que me hayas enseñado satisfactoriamente la yeguada.
–¿Acaso no sabe usted nada del negocio en el que ha invertido millones de dólares?
–¿Te refieres al negocio que es mío, el que paga tu sueldo?
Hannah había cometido un error. Si quería seguir recibiendo ese cheque para poder seguir cuidando de sus caballos y poner comida en la mesa, era mejor que se fuera olvidando de hablar con tanto resentimiento.
–Lo siento. El tiempo pasa y tengo que preparar esta muestra antes de que se estropee.
–Responde mi pregunta, Hannah.
–Las estanterías están llenas del equipo de recogida que utilizamos. Cada semental tiene su propio…
Las mejillas se le ruborizaron y la lengua se le trabó. Por el amor de Dios. Su trabajo era la reproducción. Hablar de ello era una rutina para ella. Entonces, ¿por qué explicárselo a él le hacía sentirse incómoda? No estaban hablando de sus preferencias sexuales personales.
Ni de las de él.
Una imagen de su torso desnudo, apoyado sobre los antebrazos encima de ella y con la pasión tensándole los rasgos, se le dibujó en el pensamiento. El vientre se le tensó. Respiró profundamente.
«Has estado demasiado tiempo sin recibir la atención de un hombre».
Se aclaró la garganta y trató de ignorar la calidez que se extendía por su cuerpo. Eligió cuidadosamente las palabras.
–Los sementales tienen sus preferencias, lo que podrían interferir o ayudarnos en la producción y en la recogida. Tenemos mejores resultado cuando jugamos con elementos positivos. Por eso, anotamos las preferencias de cada semental en los gráficos.
–Sutherland Farm tiene dos veterinarios. Tu puesto me parece innecesario. ¿Por qué tengo que seguir pagando tu sueldo?
La alarma la inmovilizó por completo.
–¿Me está pidiendo que justifique mi trabajo?
–Correcto. Convénceme que el nepotismo no jugó ningún papel en el hecho de que te contratara a ti.
–El otro veterinario se ocupa de la salud de los animales. Yo me ocupo de la reproducción.
–Algo que los animales llevan haciendo sin ayuda desde el principio de los tiempos.
–La reproducción es lo que sostiene a Sutherland Farm. Sin la materia prima, nuestros entrenadores no pueden producir campeones. Seguimos ganando dinero de yeguas y sementales durante años, incluso décadas, después de que dejen de competir.
–¿Y por qué no puede ocuparse de eso el otro veterinario?
–El desarrollo de una línea ganadora es mucho más complicado que aparear a los animales al azar y esperar que salga un potro campeón. Se trata de una complicada mezcla de genealogía, genética, biología y conocimientos veterinarios destinados a producir un animal con rasgos óptimos y mínimas deficiencias. Es una ciencia, en la que da la casualidad que yo soy experta.
Wyatt no pareció muy impresionado.
–Dígame, señor Jacobs. ¿Cuánto sabe exactamente sobre la crianza de caballos?
–Lo que sé de caballos se limita a los purasangre.
–Y, a pesar de todo, usted compró una yeguada de Warmblood. Los purasangre se crían naturalmente. Sutherland Farm hace casi toda la reproducción por inseminación artificial.
–¿Por qué?
–Hay varias razones. Nuestros caballos son demasiado valiosos como para arriesgar que uno de ellos se haga daño durante un apareamiento normal. La inseminación artificial nos permite preñar hembras por todo el mundo y no sólo las que están en nuestros establos. Es más barato y menos estresante para las yeguas que tener que viajar al establo del semental. Transportar una yegua resulta caro y, a menudo, interrumpe el ciclo. Además, hay que tener en cuenta la cuarentena. Enviar el semen es menos complicado. Simplemente se congela y se envía.
Wyatt señaló otro gráfico.
–¿Y esto?
–Es el ciclo del semental. Una recogida regular asegura una mejor producción. En términos que todo el mundo entienda, es nuestro modo de alinear el suministro con la demanda para que sepamos qué es lo que debemos cobrar. El gráfico que hay al lado es de los envíos pendientes y en él consta la muestra de la que me tengo que ocupar antes de que pierda viabilidad. Por eso, señor Jacobs, no puedo mostrarle ahora la yeguada. Le ruego que regrese más tarde y me deje hacer mi trabajo.
–Wyatt –le corrigió él.
Hannah no quería tutearle. Eso implicaba amistad, algo que jamás existiría entre ellos, pero como se trataba del jefe, ella debía controlar sus deseos.
–Wyatt. Sutherland Farm lleva produciendo campeones de carreras desde hace años. Déjame mostrarte la sala para visitantes que hay en el edificio de oficinas. Te podrás tomar un café y ver el catálogo de nuestros sementales, yeguas y potros hasta que yo haya terminado aquí.
–Puedo encontrar la sala yo solo.
En el instante en el que él se marchó, Hannah sintió que la tensión se le resbalaba por los hombros, el cuerpo y las piernas como si fuera algo líquido. Se desmoronó sobre la mesa de trabajo y bajó la cabeza para tomarse un instante y recuperar la compostura.
Maldito fuera Wyatt Jacobs. ¿Cómo iba a poder trabajar con él cuando ni siquiera podía soportar estar en la misma sala? Él la incomodaba con sus largas e intensas miradas. Resultaba evidente que estaba buscando una razón, la que fuera, para despedirla.
Acababa de ponerse de nuevo a trabajar cuando la puerta volvió a abrirse. Se incorporó y sintió que se le hacía un nudo en el estómago cuando Wyatt entró llevando en la mano una de los muchos álbumes de fotografías. Se colocó sobre el taburete que había justamente enfrente de la mesa en la que Hannah estaba trabajando con su microscopio.
–Pensaba que me ibas a dejar trabajar.
–No te lo estoy impidiendo. Cuanto antes termines, antes podemos empezar nuestro recorrido.
Con eso, dirigió su atención al álbum que tenía frente a él.
Hannah sintió una profunda irritación. Se decidió a ignorarlo, apretó los dientes y se centró en el trabajo que tenía entre manos. Cada vez que levantaba la mirada del microscopio, se encontraba con la de él y cada vez que sentía aquellos ojos oscuros sobre ella, su cuerpo se le aceleraba.
Deseaba que él se marchara. De su laboratorio. De su yeguada. De su vida.
Se obligó a concentrarse con profunda determinación. Cuando terminó de sellar el último tubo, un gran alivio se apoderó de ella, inmediatamente seguido por el miedo. Terminar su trabajo significaba que tendría que pasar tiempo a solas con su jefe.
–¿Por dónde quieres empezar?
Wyatt cerró el álbum y se levantó. Por mucho que a ella le molestara admitirlo, Wyatt Jacobs tenía un aspecto magnífico, como si fuera uno de los campeones de Sutherland.
–Por cualquier parte.
–Te agradecería que especificaras un poco. Tenemos ochocientas hectáreas. ¿Qué partes de la finca no has visto?
–A excepción de la casa, de este establo y del edificio de oficinas, no he visto nada.
Hannah se quedó boquiabierta.
–¿Te has gastado millones de dólares sin ver lo que se te daba por tu dinero?
–Tenía fotografías, mapas topográficos y el vídeo que me preparó el agente inmobiliario. Sutherland Farm encaja con mis necesidades.
–¿Y cuáles son exactamente tus necesidades? –preguntó. Al percatarse del doble sentido de sus palabras, se sonrojó.
Sin embargo, el rostro de Wyatt se hizo inmediatamente más inescrutable.
–Ser el dueño de un criadero de caballos. ¿Qué si no?