Corazón perdido - Lindsay Mckenna - E-Book
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Corazón perdido E-Book

Lindsay McKenna

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Beschreibung

El agente especial Shep Hunter estaba acostumbrado al peligro y ahora debía enfrentarse a su última misión, a ser posible, sin la molesta intromisión de la doctora Maggie Harper, la mujer que lo había abandonado hacía ya muchos años. Pero Maggie tenía ideas muy claras sobre cómo abordar su cometido y, gracias a su apasionado comportamiento, Shep se dio cuenta de que también sabía cómo manejarlo a él. Esa vez, Shep sólo tenia una preocupación: mantener a raya a la hermosa Maggie, que le había clavado sus afiladas garras en el mismísimo corazón...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Lindsay McKenna

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazon perdido, n.º 950 - enero 2020

Título original: The Untamed Hunter

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1348-108-1

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

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Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Maggie, esta misión podría costarte la vida. Esta vez no se trata de ningún paseo.

La doctora Morrow se dirigió a Maggie Harper con una mirada llena de determinación. Quería convencerla del peligro que encerraba la tarea que acababa de encomendarle.

Maggie Harper, bióloga de renombre mundial especialista en virología, estaba sentada al otro lado de la enorme mesa de roble de la directora del Departamento de Enfermedades Infecciosas.

–Todos los días arriesgo la vida en la zona de experimentación –dijo, enarcando las cejas con un gesto de sorpresa. La doctora Casey Morrow, su jefa, no solía hacer aquella clase de advertencias–. ¿Qué tiene de especial esta misión? Te lo digo en serio, Casey, en este trabajo, ¿hay algo que no sea peligroso?

–Touché –murmuró la doctora Morrow, y comenzó a dar golpecitos sobre la mesa con un lápiz mientras estudiaba a la mujer que se sentaba frente a ella. Tenía una larga cabellera pelirroja, que siempre llevaba recogida cuando entraba en el laboratorio para experimentar con virus mortales y bacterias, pero que en aquella ocasión caía sobre sus hombros esbeltos y de ademán orgulloso. Casey la había llevado del brazo a su despacho antes de que la doctora pudiera ponerse la bata y dirigirse al laboratorio para emprender el trabajo que la esperaba aquella mañana.

Maggie sacó la bolsita de té de su taza y la colocó sobre el plato que apoyaba en su pierna.

–Bueno, ¿dime qué me has preparado esta vez? –preguntó, mirando a Casey con suspicacia–. Ya sabes que me aburro con facilidad, así que espero que sea un destino sobre el terreno. ¿Me vas a mandar a África?

Casey sonrió. Maggie medía tan solo un metro y sesenta y cinco centímetros, pero era ágil y fuerte y, desde luego, hacía todo lo posible por mantenerse en forma. Tenía unas magníficas marcas en velocidad y resistencia y dedicaba una buena parte del tiempo que le dejaba libre el laboratorio a cultivar y mantener su extraordinario cuerpo de atleta. Le gustaba vivir al límite y ante la noticia de cada nueva misión sus ojos adquirían un renovado brillo. Aquel día no era una excepción.

Por otro lado, era una gran tiradora y estaba acostumbrada al manejo de todo tipo de armas de fuego, lo cual era, en realidad, el motivo principal de que Casey la hubiera elegido para aquella peligrosa misión. Además, Maggie era una amante de la aventura y del riesgo, pero tenía también una cualidad que la hacía especialmente valiosa para tales misiones: ante una situación de peligro, jamás permitía que sus emociones interfirieran en el desempeño de su misión.

–He de decirte –dijo la doctora Morrow sin dejar de dar golpecitos con el lápiz sobre la mesa– que iría yo misma, pero la semana pasada di positivo en el test de embarazo.

Maggie apuró el té con una sonrisa llena de sincera alegría.

–Lo sé y no sabes cuánto me alegro por ti y por Reid. ¿Sigue quejándose como siempre?

–Más que nunca, ya sabes que nunca le ha gustado verme andar entre tanto microbio. Pero tiene razón. Ahora tengo que poner más cuidado que nunca.

–Sí, la verdad es que en este trabajo no hay un día en que no nos las veamos con una enorme y asquerosa cantidad de guarrería –dijo Maggie echándose a reír.

La estancia se llenó con su risa. Aquel humor negro era en realidad frecuente entre todos los que trabajaban en el laboratorio.

–Oh, la verdad es que Reid es como todos los padres primerizos. Una preocupación andante –murmuró Casey.

–Normal –dijo Maggie, comprensiva–. ¿Y qué tal estás? ¿Tienes mareos?

Casey hizo un gesto, como si diera gracias a Dios.

–Sólo estoy de seis semanas, así que no, no tengo mareos, ni vómitos, ni nada. Estoy muy bien.

Maggie se recostó en el cómodo respaldo de cuero de la silla.

–Tienes un chico maravilloso –dijo–. Pero creo que ya lo sabes.

–Sí, lo sé –replicó Casey–. Y creo que él también sabe que tiene una chica maravillosa.

Maggie sonrió de oreja a oreja.

–Si os queréis tanto como parece, vuestro matrimonio va a durar siempre.

–Sí, espero que no se parezca a esos matrimonios de usar y tirar que estropean el paisaje cada vez con mayor frecuencia.

–Ya, bueno –dijo Maggie–. Yo creo que algunos se casan demasiado jóvenes. No se toman el tiempo suficiente para conocer a la otra persona; en realidad, no se toman el tiempo suficiente para conocerse a sí mismos –dijo, chascando la lengua–. Yo estuve a punto de cometer ese error en la universidad, pero aprendí la lección, créeme, y prefiero quedarme soltera a volver a cometer el mismo error.

Casey asintió. Sabía que Maggie había estado a punto de casarse dos veces en los siete años que llevaba en el Departamento de Enfermedades Infecciosas. En ambas ocasiones todo se había echado a perder y, en ambas ocasiones, por la misma razón: el hombre en cuestión quería controlar la vida de Maggie. Ella, sin embargo, era una mujer de su tiempo y no estaba dispuesta a dejar que ningún hombre le dictara su camino, por mucho que pudiera quererlo. Muchos hombres se creían aún con el derecho a decirle a la mujer a la que querían lo que tenía que hacer, pero Maggie, por fortuna, tenía la voluntad y la confianza en sí misma para saber que su única posibilidad de ser feliz era ser ella misma. Por su parte y a pesar de todo, Casey tenía la esperanza de que la brillante doctora acabaría por encontrar a alguien que supiera apreciar todo cuanto podía ofrecer.

–Bueno, cuéntame –dijo Maggie–. ¿De qué trata la misión?

–Antes, quiero volver a recordarte que es muy peligrosa. Créeme, es muy peligrosa –dijo Casey marcando bien las palabras.

–Dime –dijo Maggie, inclinándose hacia delante.

Al ver el brillo que adquirían sus ojos, Casey supo que había elegido a la persona adecuada.

–Muy bien, vamos allá –dijo, sacando del primer cajón de su mesa un archivo calificado como Alto secreto–. El viernes pasado me llamó Perseo. Se trata de un organismo supersecreto del Gobierno que trabaja en la sombra colaborando con la Agencia Central de Inteligencia. Morgan Trayhern, el jefe de Perseo, me pidió la colaboración de un voluntario del Departamento porque saben que en la actualidad hay un grupo terrorista operativo en los Estados Unidos y con posible acceso a armas biológicas. Uno de los agentes de Morgan ha capturado a uno de los terroristas, un científico que tenía bacterias clonadas del virus del ántrax. Parece ser que esta era la única muestra del virus que tenían los terroristas, y ahora que hemos capturado al científico se disponen a hacerse con más.

Maggie asintió, muy atenta a las palabras de Casey.

–Ya, y lo tenemos aquí, en nuestro laboratorio. El único lugar en que puede encontrarse en todos los Estados Unidos.

–Exacto, y por eso ahora la atención se centra en este Departamento –dijo Casey frunciendo el ceño–. ¿Te suena el nombre Amanecer Negro?

–Por desgracia –asintió Maggie–. ¿Cuál es su nivel de implicación en esto?

–Están metidos hasta las cejas –dijo Casey con pesadumbre–. Son el grupo bioterrorista más peligroso y preparado del mundo.

–Bueno –dijo Maggie, poniéndose en pie, impaciente por saber más–, ¿y qué pintamos nosotros en esta ecuación?

–Pintamos mucho –dijo Casey, admirando el orgullo y voluntad de su amiga, y al mismo tiempo su magnífica figura. No le sobraba ni un átomo de grasa y parecía la viva imagen de la valentía y la determinación, cualidades que tendría que exprimir al máximo en aquella misión.

–Morgan les ha tendido una trampa, es decir, varias trampas. Quiere descubrir el núcleo de la organización en el país. He dado el visto bueno a su plan y ahora necesita un señuelo que los atraiga al Departamento.

–Hum, parece fascinante –dijo Maggie, acercándose a las ventanas y mirando hacia el exterior por los quitasoles.

La sede del DEI Departamento de Enfermedades Infecciosas, estaba rodeada de amplias extensiones de césped salpicadas de enormes y centenarios robles. Maggie solía pasearse entre aquellos robles cuando se veía ante un nuevo reto profesional o cuando algo la preocupaba especialmente. La visión de los robles la tranquilizaba. Le traían recuerdos del Sur, el lugar al que ella pertenecía.

–Bueno, espero que dentro de unos momentos sigas pensando lo mismo –dijo Casey.

Maggie giró sobre sus talones. Su rostro estaba sombrío. Aunque no le importaba correr riesgos, no era en absoluto irresponsable y en aquella misión se vislumbraban graves dificultades.

Casey pasó a la siguiente página del archivo.

–Éste es el plan. Por un lado sabemos que la única posibilidad de que los miembros más importantes de Amanecer Negro salgan a la luz es ponerles un señuelo. Por otro, también sabemos, gracias al FBI, que han perdido las únicas muestras de ántrax que tenían. De modo que vamos a ponerles en bandeja la posibilidad de hacerse con otras muestras de ese virus. Morgan va a enviar un mensaje a la base del ejército en Virginia diciendo que les vamos a enviar unas muestras, y se va a asegurar de que el grupo terrorista lo sepa. ¿Cómo? Porque el mensaje lo va a enviar por radio y mediante una clave que sabe que conocen los terroristas. Cuando Morgan emita ese mensaje, nos pondremos en marcha. Y ahí es donde entras tú, porque tú, Maggie, vas a ser la encargada de llevar las muestras a Virginia.

–Es interesante –dijo Maggie estudiando el rostro de Casey–. Y los de Amanecer Negro van a tratar de quitarme el virus, ¿no?

–Eso es lo que esperamos. Por supuesto, irás protegida. No quiero que pienses que te vamos a dejar en manos de los terroristas como si fueras un hueso en las fauces de un perro.

Maggie esbozó una sonrisa torcida y volvió a sentarse enfrente de Casey.

–Ya me lo figuro. Así que habéis pensado en mí por mi puntería con la pistola, porque esos tipos no se andan con bromas, ¿no es eso?

–Eso es –asintió Casey con gesto grave–. He tratado de persuadir a Morgan de que envíe una policía o a una de sus agentes, pero dice que la única posibilidad de que Amanecer Negro caiga en la trampa es que el correo sea miembro del DEI, porque solo así supondrán precisamente que no les estamos tendiendo ninguna trampa. Lo cual es cierto, porque ya sabes que en nuestros envíos siempre mandamos a un virólogo.

–Procedimiento Estándar, ¿no?

–Exacto –dijo Casey, tamborileando con los dedos sobre el archivo–. Va a ser muy peligroso, Maggie. Te seré sincera. No me gusta el plan. Lo entiendo, es lógico y bien planeado, pero no me gusta. El FBI ha prometido colaborar con Perseo en todo lo necesario e irás bien protegida, pero no me parece garantía suficiente. He hablado con Morgan y le he dicho que no pueden ponerte en un coche y mandarte de Atlanta a Virginia y limitarse a vigilarte a distancia, así que te va a acompañar uno de sus mejores agentes.

–Ah, vaya, ¿voy a tener compañía? –dijo Maggie, con alivio e ironía a un tiempo.

–Me alegro de que no pierdas el sentido del humor –dijo Casey.

Maggie se encogió de hombros.

–¿Sentido de humor? Ya sabes que ese caballo loco que tengo me ha hecho pasar muy malos momentos, por no hablar de la presión que he sentido en numerosas ocasiones, obligada a ganar esos malditos concursos de tiro en nombre del DEI. Lo que me estás proponiendo, lo llames como lo llames, es un trabajo en el que me veré sometida a una gran presión, y eso, perdona que te diga, es algo a lo que estoy muy acostumbrada.

–Muy bien, ahora dime qué te parece la misión.

–No está mal –dijo Maggie, y entrecerró sus ojos color de almendra–. Francamente, me encantaría que algunos de esos terroristas pasaran algún tiempo a la sombra y si yo puedo ser útil, pues adelante. Además, el FBI cubre la misión, ¿no es verdad?

–Sí, el FBI te seguirá de cerca, pero no hasta el punto de evitar que los terroristas os ataquen. Va a ser muy peligroso, Maggie. Pueden intentarlo en la habitación del hotel, o en la autopista… en cualquier parte. Tienes que mantener los ojos abiertos todo el tiempo.

–Mientras me des un chaleco antibalas y una pistola Beretta…

Casey le dirigió una mirada penetrante.

–¿Estás segura? ¿De verdad quieres hacerte cargo de la misión?

–¿Por qué no? Además, ¿qué otra cosa iba a hacer? Me gusta pensar que mi vida vale de algo y si colaboro a cazar a esos tipos, pensaré que estoy beneficiando a mucha gente.

–Tienes un gran corazón, Maggie, lo que no sé es si tu sensatez está a la altura.

Maggie miró a su amiga como si quisiera amonestarla.

–Escucha, querida y excesivamente protectora jefa, no va a pasar nada. Soy la mejor tiradora del DEI, ¿lo has olvidado? Y nuestro equipo es el tercero mejor del país. Te recuerdo que fuiste tú la que nos propuso ir a los próximos Juegos Olímpicos.

Casey asintió con un gruñido.

–Tienes treinta y seis años, pero cualquiera diría que tienes veinte –dijo.

Maggie se levantó con una carcajada. No podía estar quieta por mucho tiempo.

–Sí, soy muy joven de espíritu, así que no me importa correr riesgos, pero sé lo que estoy haciendo –dijo, mirando a los ojos a su supervisora, que era para ella algo así como una hermana mayor–. Estoy lista para esta misión y tú lo sabes, si no no me la habrías dado. Además, no tengo familia, así que soy la persona perfecta para ella.

Casey asintió, consultando una nueva página del archivo de la misión.

–Tienes razón –dijo–. Morgan esperaba que aceptaras, quería que uno de nuestros mejores virólogos hiciera de correo, es otra forma de asegurarse de que Amanecer Negro sepa que se trata de un envío importante. Está seguro de que intentarán atraparte y conseguir las muestras del virus. Está absolutamente seguro.

–Veo que, por una vez, mi curriculum ha impresionado a alguien –dijo Maggie, exhibiendo una vez más su conocida ironía.

Casey, por el contrario, no podía dejar de contemplar la situación con cierta amargura. Maggie se había graduado en la Universidad de Harvard obteniendo el número uno de su promoción, era conocida en el mundo científico por sus aportaciones a la investigación vírica y sus trabajos de campos y ahora tenía que arriesgar su vida por culpa de unos terroristas fanáticos.

–Bueno, ahora que has decidido aceptar la misión voy a presentarte a tu escolta –dijo Casey ofreciéndole una fotografía en color de dieciocho por veinticuatro centímetros–. Es uno de los mejores agentes de Perseo. Un especialista en misiones secretas.

Maggie, sin dejar de sonreír, estiró la mano para tomar la fotografía. Al darle la vuelta, dio un respingo y la foto se le escapó de las manos.

A Casey no le pasó inadvertida la reacción.

–¿Qué ocurre? –preguntó, viendo cómo la foto caía lentamente sobre la moqueta.

La expresión de Maggie pasó del estupor a la tristeza. Casey se levantó y se acercó a ella. Recogió la fotografía del suelo y se volvió para mirar a los ojos de su amiga. Maggie tenía los ojos bañados en lágrimas, pero al cabo de un instante aquellas lágrimas desaparecieron y a la tristeza sustituyó una rabia feroz.

–Maggie, ¿qué ocurre?

–Oh, Dios –dijo Maggie, dando media vuelta–. No va en serio, ¿verdad? ¿Sabes quién es? ¿Tienes la menor idea de lo que me estás pidiendo?

Casey se quedó mirando la foto, sin comprender.

–Pues… sí… es Shep Hunter, el hermano mayor de Reid.

Maggie profirió un sonido estrangulado. Se acercó a las ventanas, metiendo las manos en los bolsillos y apretando los puños.

–Aparta la foto de ese cerdo de mi vista, por favor –espetó–. ¡No quiero tener nada que ver con él! ¡Nada en absoluto!

Casey se quedó perpleja. El temblor, el dolor en la voz de Maggie le causaron asombro y desconcierto, pero eran evidentes. Maggie apretaba los labios con rabia, como si tratara de contener un odio que se le escapaba por la boca.

–Maggie, perdóname, no quería molestarte. Sé que conocías a Shep y ahora me doy cuenta de que entre vosotros hubo mucho más de lo que me contaste.

Maggie la miró fríamente desde el otro lado del despacho. La tensión crecía cada vez más.

–Sí, sé que no querías molestarme, y sí, conozco a Shep, hace mucho tiempo que lo conozco –dijo Maggie con inusitada frialdad–. Lo conocí en Harvard. Estaba estudiando ingeniería, pero acabó en las Fuerzas Aéreas –dijo con un gesto de despecho–, aunque eso fue después de lo nuestro, después de una relación que duró un año entero, mi primer año en Harvard.

Casey guardó silencio, no sabía qué decir.

El corazón de Maggie latía con la fuerza de un motor, como si fuera a saltarle del pecho y no podía controlar su respiración. Pensar en Shep era, todavía, causa de dolor, aunque esto no dejara de sorprenderla. Levantó la vista y miró a Casey. Su mirada demostraba una profunda preocupación. Se merecía conocer toda la historia.

–Nos peleamos, nos peleamos como el perro y el gato. Solo quería controlarme y yo me negué. Éramos independientes, y los dos muy tercos, pero él siempre ponía sus intereses por delante de los míos. Y nos peleábamos… cómo nos peleábamos –dijo y suspiró, como si quisiera darse un respiro–. No he vuelto a tener una relación tan apasionada. Nunca… Él era todo lo que siempre he deseado en un hombre, pero me trataba como a una idiota sin cerebro. Para él mis ideas no valían nada, ni siquiera las tomaba en consideración. Por supuesto, muchas veces, muchas, mis ideas eran mejores que las suyas, pero su maldito orgullo le impedía reconocerlo. Y además era de ese tipo de hombres silenciosos y de fuerte carácter.

–Oh, uno de esos Neanderthales, ¿no? –dijo Casey–. Sí, la verdad es que los Hunter tienen ciertos problemas con su orgullo.

–Era tan arrogante… –dijo Maggie, con una voz grave y ronca– tan pagado de sí mismo. Se creía más listo que los demás y puede que lo fuera, al menos en su clase, pero también en mi mundo exhibía la misma arrogancia y egolatría. Y nunca se relajaba, era como si no quisiera descender al terreno de las personas normales, con días buenos y malos. Yo solía compararlo con el Everest, orgulloso, inalcanzable, sin necesitar nada ni a nadie.

Casey se acercó a su amiga después de colocar la foto de Shep Hunter en el archivo.

–¿Y rompiste porque no se comportaba de una forma verdaderamente íntima contigo?

Maggie asintió.

–Maldita sea, Casey, y después de todos estos años, mira cómo me sigue poniendo. Soy una estúpida, o, al menos mi corazón es estúpido –dijo, limpiándose los ojos con el dorso de la mano–. Si me hubiera dicho «Te necesito», aunque no hubiera sido más que una vez, habría saltado de alegría, habría sido feliz, pero no lo hizo.

–Y tú, ¿lo necesitabas?

–Desde luego –dijo Maggie con amargura–. Y cómo le gustaba a él, cómo le gustaba comprobar que el sexo débil lo necesitaba. Pero yo no era débil, yo era su igual y él lo sabía, pero se negaba a reconocerlo y me trataba como si fuera tonta.

–Sí, los Neanderthales se comportan así, ¿verdad?

Maggie la miró.

–Tú deberías saberlo, te casaste con uno de ellos –dijo–. Pero Reid no puede ser así. No te habrías casado con él si lo fuera.

Casey sonrió.

–Tienes razón, le habría dicho que se fuera a tomar viento.

–Puede que Reid sea distinto porque es el menor de los cuatro –dijo Maggie con una voz que dejaba traslucir su dolor–. Tiene que serlo, quiero decir, he conocido a muchos hombres en mi vida, pero en cuanto al tipo Neanderthal Shep Hunter se lleva la palma.

–Hace uno seis meses –dijo Casey con tranquilidad– lo conocí. Acababa de llegar de una misión para Perseo y vino a vernos.

Maggie miró a su amiga a los ojos.

–Y no ha cambiado nada, ¿a que no?

Casey se encogió de hombros, consciente del dolor que Maggie sentía.

–Conmigo fue muy amable, supongo que se esforzaba por parecer simpático.

–Quién sabe, puede que con la edad haya cambiado. ¿No nos hacemos todos más maduros?… No, no respondas.

Casey guardó silencio durante unos instantes.

–Maggie, si aceptas la misión, tendrás que aceptar la protección de Shep. Está todo preparado y Morgan cree que no solo es uno de sus mejores hombres, sino el más adecuado para esta misión.

Maggie se cruzó de brazos.

–Sí, se le da muy bien… la protección se le da muy bien. Al menos su corazón lo protege muy bien, eso seguro. Pero… pero es un cobarde, Casey, es un cobarde…

–Sí, cuando un hombre no puede abandonar la coraza ni siquiera en los momentos más íntimos es que tiene miedo –asintió Casey–. Hace falta mucho valor para compartir los sentimientos.

–Pues a las mujeres no nos cuesta tanto, y no me digas que es algo que los hombres no pueden hacer porque no me lo creo. Pueden, pero no quieren. Son como nosotros, ellos también tienen corazón –dijo Maggie, y una vez más sus palabras se le ahogaron en la garganta–. Pero ya basta. Me pasé un año entero discutiendo de esto con Shep. Un año entero… la verdad es que es increíble que durásemos tanto. Bueno, al menos nos separamos de común acuerdo.

Casey podía ver con claridad el sufrimiento en los ojos color almendra de Maggie.

–Tú lo dejaste porque te estaba destruyendo. Estoy segura de que él lo dejó con alivio, porque no podía soportar la presión de tus exigencias, de unas exigencias naturales, por supuesto.

–Casey, deberías dedicarte a la psicología, porque eso es justo lo que pasó.

–Bueno –murmuró Casey, dirigiendo la mirada de nuevo al archivo–, ¿qué vamos a hacer? Porque lo lamento mucho, pero no puedo hacer nada para cambiarte la escolta.

–Casey, no puedo ir con él. Con cualquiera antes que con él, por favor…

Casey miró a su amiga a los ojos y deseó, desde lo más profundo de su corazón, que no fuera demasiado tarde para satisfacer su petición.

 

 

–Bueno, Shep, aquí tienes el informe.

Morgan se preparaba ya para la reacción de Shep. Más que ninguna otra persona de la organización, Shep era un solitario. Morgan lo sabía y lo comprendía y solía enviarlo a misiones en solitario, de modo que estaba impaciente por saber la respuesta de uno de sus mejores hombres.