Costumbres en común - Edward Palmer Thompson - E-Book

Costumbres en común E-Book

Edward Palmer Thompson

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Beschreibung

Producto de años de investigación y debate, "Costumbres en común" describe la compleja cultura de la que surgieron las instituciones de la clase trabajadora en Inglaterra, una serie de tradiciones y costumbres que la nueva clase trabajadora luchó para preservar hasta la época victoriana. Thompson investiga la desaparición gradual de una serie de costumbres culturales en el contexto de los grandes trastornos del siglo XVIII. Como los aldeanos fueron sometidos a un sistema legal cada vez más hostil a la costumbre, intentaron resistir y preservar la tradición. Para el autor son los gobernantes y terratenientes quienes fueron un problema para la gente, cuya cultura exuberante precedió a la formación de las instituciones y la conciencia de la clase trabajadora.

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Índice de láminas

I. Carné de afiliación sindical de los peinadores de lana, 1725 (PRO., KB 1.30).

II. Carné de la Amistosa Sociedad de Laneros, 1785 (Kidderminster Reference Library).

III. Carné de afiliación sindical de los peinadores de lana, 1835 (Bradford Reference Library).

IV. «La picota en todo su esplendor», 1765 (Martin Eve, Merlin Press).

V. Sátira contra un magistrado clerical, 1800 (PRO., KB 1.30, 2.ª parte, Easter 40 Geo. III, n.° 2).

VI. Últimas palabras de otro magistrado clerical (PRO., KB 1.30, 2.ª parte, 41 Geo. III, n.° 1, remitidas con afidávit al reverendo Thomas Lane, juez de paz, 17 de noviembre de 1800).

VII. «El pluralista y el viejo soldado» («Tim Bobbin») (Manchester Central Reference Library, hoja impresa por una sola cara de 1766).

VIII. La tradición de la protección del consumidor (J. Penketham, Artachthos, 1638; reeditado en 1765).

IX. Cruzar los límites de Richmond (Two historical accounts of the making of the new forest and of Richmond New Park, 1751).

X. «Forestalled empachados de cereales» (Woodward, mayo de 1801; George, M. D., Catalogue of prints and drawings in the British Museum: political and personal satires, VIII, 9721).

XI. «Aviso a los forestalled» (¿I. Cruikshank?, agosto de 1800; George, M. D., Catalogue, VIII, 9547).

XII. «Método legal de desgranar cereales» (Cruikshank, I., agosto de 1800; George, M. D., Catalogue, VII, 9545).

XIII. «El brindis de los agricultores» (Williams, marzo de 1801; George, M. D., Catalogue, VIII, 9717). Fisionomía: el terrateniente y el agricultor (Woodward, 1801; George, M. D., Catalogue, VIII, 9717).

XIV. Fisionomía: el terrateniente y el agricultor (Woodward, 1801; George, M. D., Catalogue, VIII, 9723).

XV. Los monopolizadores atrapados en su propia trampa (Williams, mayo de 1801; George, M. D., Catalogue, VIII, 9720).

XVI. «Viejos amigos con nuevas caras» (Woodward, c. octubre de 1801; George, M. D., Catalogue, VIII, 9731).

XVII. Izquierda: la Butter Cross en Witney (fotografía de Wendy Thwaites). Derecha, el Mercado del Trigo de Ledbury (fotografía del autor).

XVIII. Neptune Yard, Walker, Newcastle-upon-Tyne (Departamento de Fotografía, Universidad de Newcastle-upon-Tyne).

XIX. Relieve en yeso de la Montacute House: I.

XX. Relieve en yeso de la Montacute House: II.

XXI. Quema de restos en Temple Bar (de las ilustraciones de Hogarth para el Hudibras de Butler, 1726).

XXII. Skimmington de Hogarth (de las ilustraciones de Hogarth para el Hudibras).

XXIII. El doctor Syntax y los participantes en el skimmerton (ilustraciones de Rowlandson para Dr Syntax, de Combe, 1812).

XXIV. Convocatoria a la Feria de los Cuernos (Biblioteca Británica, signatura C 121 g 9).

XXV. Otra convocatoria (Biblioteca Británica, signatura 1851 d 9 P 91).

XXVI. La máscara Ooser, de Dorset (Dorset Natural History and Archaeological Society, monográfico n.° 2, Dorchester, 1968).

XXVII. «Riding the Stang» (Miller, T., Our old town, 1857).

XXVIII. Banda de lewbelling y muñecos (Illustrated London News, 14 de agosto de 1909).

XXIX. «John Hobbs, John Hobbs» (lord Crawford).

XXX. Venta de esposa (lord Crawford).

XXXI. Esposa atada ([Macdonagh, F.], L’Hermite de Londres, París, 1821).

XXXII. «Cómo los franceses y los alemanes ven a los ingleses» (Punch, 27 de abril de 1867).

«La ilusión burguesa más profunda e inextirpable [es que] el hombre es libre no a través, sino a pesar de las relaciones sociales».

CHRISTOPHER CAUDWELL, Studies in a dying culture, 1938

La forja de un rebelde[1]

Edward Palmer Thompson fue un activista socialista y pacifista inglés, y está considerado uno de los mayores historiadores del siglo XX. Su obra escrita es gigantesca y la literatura sobre su pensamiento y su vida es ya casi inabarcable.[2] Nacido el 3 de febrero de 1924 en Oxford, se crio en el seno de una familia de clase media metodista con un enorme capital cultural, cuyos contactos políticos convirtieron el entorno familiar en un ambiente de liberalismo radical antimperialista, en el que las tertulias con visitas de intelectuales o políticos (como Nehru o Gandhi) eran algo habitual: «Me crie —dirá Thompson en una entrevista de 1984— pensando que los Gobiernos eran mendaces e imperialistas y creyendo que la propia posición debía ser hostil al Gobierno». Además de la influencia de sus padres, la otra gran figura de importancia en su formación fue su hermano mayor, William Frank, por el que manifestaba admiración y envidia. Frank era el hijo aventajado de la familia, políglota y estudiante en una escuela de élite (Winchester); mientras que Edward estudió en una escuela metodista poco reconocida (Kingswood), solo dominaba el inglés y despuntaba en el rugby. La madre no ocultaba su favoritismo por el mayor, mientras que el padre tenía a Edward por un puritano («nunca toca el alcohol, excepto alguna sidra de vez en cuando, detesta la cerveza y no se acerca a los licores. Su fumar constante no es sino un signo de unos nervios que buscan calmarse»). El ambiente universitario radicalizado de los años treinta, al calor del antifascismo de la época, llevó a Frank a afiliarse al Partido Comunista de Gran Bretaña (PCGB) en 1939. Edward le seguiría poco tiempo después. Como recordaría años más tarde, ser comunista en el PCGB de finales de los 30 no tenía mucho que ver con seguir rígidas disciplinas y ortodoxias de partido sino con abrazar una fraternidad internacionalista que unificaba a las fuerzas contra el fascismo.

La participación del Reino Unido en la Segunda Guerra Mundial interrumpiría la carrera de los dos jóvenes escritores. De estos años cabe destacar dos hitos que marcarían el carácter y el proyecto intelectualde Edward Thompson. El primero, la trágica muerte de su hermano en 1944 en circunstancias poco claras.[3] El segundo, la experiencia democrática del antifascismo en la Segunda Guerra Mundial, en la que Thompson combatió al mando de una compañía de tanques en la batalla de Montecassino con tan solo veintiún años. Una vez finalizada la guerra, colaboró como voluntario en labores de reconstrucción en Yugoslavia, Bulgaria y Hungría. La vivencia en primera persona del movimiento popular europeo de resistencia, en el que las viejas divisiones de la izquierda se aparcaban en favor de una tarea común, fue el manantial que proveyó a Thompson de la motivación y los recursos intelectuales con los que posteriormente afrontaría un proceso de renovación de la izquierda británica.

Una vez de vuelta en Inglaterra, Thompson fue testigo de la victoria arrolladora del laborismo en 1945. Ese mismo año se casó con una historiadora joven con la que había compartido la experiencia del antifascismo en Italia, Dorothy Towers, que se convertiría en una reconocida historiadora del movimiento cartista y que sería, además de la madre de sus tres hijos, una sabia compañera intelectual —interlocutora inteligente que además revisaría todos y cada uno de sus trabajos—. Pero las esperanzas de cambio revolucionario cultivadas en aquellos años se verían aplastadas por el estallido de la Guerra Fría y la imposición de la doctrina de las «zonas de influencia». El macartismo tuvo también una variante británica (igual que hubo una versión británica del zhdanovismo soviético entre las filas del PCGB)[4] que propició que muchos intelectuales comunistas buscasen una salida profesional alternativa. Así que Thompson terminó como maestro para adultos en la Worker’s Education Association enseñando literatura e historia social a trabajadores del West Riding, quienes asistían a las clases sin la promesa de un empleo o siquiera de un certificado oficial. De sus años como profesor de adultos siempre recordará lo que supuso para él entrar en contacto con la cultura obrera del Yorkshire industrializado, las relaciones solidarias que encontró allí y lo que pudo aprender para sus propias investigaciones (sobre todo «actitudes» y «un profundísimo escepticismo hacia los informes oficiales»).[5]

En estos años Dorothy y Thompson entrarían a formar parte del famoso Grupo de Historiadores del PCGB,[6] en el que coincidirían dos respetadísimas generaciones de historiadores (George Rudé, Christopher Hill, Rodney Hilton o Eric Hobsbawm, entre otros). La influencia de investigadores veteranos como Dona Torr, A. L. Morton o Maurice Dobb asentó el modus operandi del Grupo, que estudió la historia como un proceso complejo donde las determinaciones estructurales no anulaban la capacidad creativa de los sujetos, y donde el motor del cambio social se situaba en los conflictos sociales generados en torno al control del excedente económico, sin descuidar el papel central que consideraban que tenía la disputa por las ideas (contraviniendo con ello la versión oficial del marxismo aceptada en su propio partido). El texto que probablemente tuviera más influencia en ello fue The English Revolution 1640 de Christopher Hill en 1940, que desencadenaría el famoso «debate sobre la transición del feudalismo al capitalismo», en el que investigadores procedentes de varios países vendrían a confrontar sus modelos de explicación sobre los orígenes del modo de producción capitalista.[7] En 1951 el PCGB había aprobado una nueva línea estratégica nacional (British Road to Socialism) por la que se instaba a construir una alianza popular amplia que llegara al poder por la vía parlamentaria. Bajo esta nueva orientación, los comunistas británicos rastrearon la historia de Inglaterra buscando referencias en las que inspirarse: es así como la gran Revuelta Campesina de 1381, los levellers y los diggers de la Revolución inglesa de 1642, los cartistas o las sufragistas pasaron a verse como parte de una «historia popular» que nutría de experiencias y principios a las luchas del presente. Lo cierto es que el Grupo decidió organizarse como un equipo de investigación autónomo, y no como un órgano más del partido, por lo que no veía interferidas sus labores siempre que no entrase a investigar la historia del comunismo en el siglo XX. Y si bien las opiniones políticas de sus miembros podían no coincidir siempre, lo cierto es que un método más o menos compartido y una generosidad en las lecturas (Dona Torr les hizo llegar textos de Trotski prohibidos por el partido,[8] se leyó Los jacobinos negros del trotskista C. L. R. James, así como la obra de Arthur Rosenberg —aunque todavía nada de Karl Korsch o Gramsci—) terminaron por forjar un marxismo en cierta medida heterodoxo que se probaría especialmente fértil en la investigación histórica. El talante antisectario que les inspiraba permitiría la colaboración de otros investigadores no marxistas, culminando en la creación de la revista académica Past and Present en 1952.[9] La importancia que tuvo el Grupo en la vida intelectual y política del país no puede despreciarse. No lo hizo, precisamente, el Estado británico: una desclasificación reciente de los archivos del servicio secreto británico, el MI5, desveló que los historiadores del Grupo habían sido espiados durante más de diez años con una intensidad reveladora (se grababan sus conversaciones telefónicas, se abría su correo y se monitorizaban y mapeaban sus contactos).[10]

Inmerso en esta intensa actividad militante de la Guerra Fría, como comunista, como padre, como educador de adultos y como colaborador del Grupo de Historiadores, Thompson recibió una propuesta editorial para escribir una monografía sobre la figura de William Morris, ese «revolucionario sin revolución» que le tenía fascinado.[11] Aunque hoy suene inverosímil, Thompson no tenía intención de convertirse en historiador. Su vocación era ser escritor, poeta y militante comunista, pero durante su investigación sobre Morris desarrolló un «apetito por los archivos» que le encauzaría en la senda de la disciplina histórica, al mismo tiempo que le dotaría de recursos para iniciar un proceso largo y complejo de autocrítica de la tradición marxista. Para Edward el trabajo como historiador era inseparable de su vocación política y nunca se concibió a sí mismo como un profesional de la academia. En la tradición marxista encontró herramientas de análisis con una dimensión práctica y en su experiencia militante halló formas de comprender la realidad que le permitirían adentrarse con mayor lucidez en el pasado. Thompson forma parte de ese grupo de científicos que nos han enseñado que la objetividad y el máximo rigor en la investigación no tienen por qué contradecirse con un apasionado compromiso político por transformar la sociedad.

«El comunismo debe recuperar un lenguaje moral»: el final del «espíritu del 45», la Guerra Fría y la crisis internacional del comunismo de 1956

¿Qué fue lo que marcaría tanto a Thompson del movimiento europeo antifascista? En 1944 el oficial Frank Thompson escribía en una carta a su hermano:

Hay un espíritu en Europa que es más noble y más valioso que cualquier otra cosa que este cansado continente haya conocido durante siglos, y que nadie podrá detener. Se puede, si se quiere, pensar en ello en términos de política, pero es mucho más amplio y más generoso que cualquier dogma. Es la voluntad confiada de pueblos enteros que han conocido los mayores sufrimientos y humillaciones, y que han triunfado sobre ellos para construir su propia vida de una vez y para siempre. Me gusta pensar en él como millones —literalmente millones— de personas, jóvenes de corazón sea cual sea su edad, dueños completamente de sí mismos, con la mirada puesta únicamente en lo que vendrá y disfrutando de esa visión.

Lo cierto es que el periodo de 1943-1946 (ese «espíritu del 45», como lo denominó Ken Loach) ha pasado injustificadamente desapercibido en la historia de las izquierdas.[12] Se trató ni más ni menos que de un momento de soberanía y movilización popular impresionante, cuyo mejor legado fueron las partes más progresistas del pacto social de posguerra. Las primeras elecciones tras la Segunda Guerra Mundial ofrecen una imagen del momento: entre los partidos socialistas y comunistas el resultado rondaba el 40 % o 50 % de los votos (así en Australia, Suecia, Finlandia, Noruega, Islandia, Gran Bretaña, Austria, Bélgica, Checoslovaquia, Francia, Italia y en menor medida Alemania). Esa fuerza electoral intentó emprender transformaciones sociales de calado, mediante reformas agrarias, expropiaciones, nacionalizaciones o proyectos cooperativistas, y en algunos países esta fuerza se tradujo en constituciones sociales muy avanzadas.[13]

En Gran Bretaña una poderosa tradición de lucha sindical y cooperativismo había conseguido que el Partido Laborista ganase varias alcaldías antes de la guerra (poniendo en marcha programas que sirvieron como «campo de pruebas» para políticas estatales posteriores).[14] El Labour había entrado en el gobierno de concentración de Churchill durante la guerra, donde comenzaría la planificación estatal del bienestar (el famoso Informe Beveridge de 1942 permitió la creación de prestaciones sociales universales sin evaluación de recursos) y en julio de 1945 el Labour, liderado por Clement Atlee, ganó con una mayoría del 48 % de los votos. En el periodo 1945-1951 se nacionalizaron las minas de carbón, la producción y tráfico del hierro y del acero, el Banco de Inglaterra, el telégrafo, la electricidad, el gas, la radio, la aviación civil, el transporte por carretera y el ferrocarril. En 1948 se creó el Servicio Nacional de Salud (NHS), obra del ministro izquierdista Aneurin Bevan (que también puso en marcha el plan de vivienda pública gestionado por los ayuntamientos), así como la educación secundaria gratuita y un nuevo sistema de seguridad social más progresivo. Para muchos intelectuales socialistas como Thompson este terreno conquistado por las clases populares no era la última parada (la sociedad socialista), pero sí fue considerado como un momento ilusionante y un paso necesario en el camino hacia el socialismo.[15]

La Guerra Fría puso fin a estas esperanzas. Analizando este momento en sus escritos de los años cincuenta, Thompson capturó el espíritu de la época: una suerte de «reciprocidad» entre los bloques (una «dinámica autorreproductora») hizo converger los intereses de ambos sistemas de tal manera que su enfrentamiento servía paradójicamente para mantener el statu quo. Las primeras víctimas de esta reciprocidad fueron precisamente las posibilidades abiertas en 1943. En Europa occidental el nuevo establishment, liderado por Estados Unidos y la OTAN (en la que ingresaría Inglaterra en 1949 bajo gobierno laborista), desató una cruzada contra cualquier fuerza política que se saliera del pacto social, consolidó una alianza entre un oligopolio mediático y los principales partidos políticos, y promocionó el giro a la derecha de los sindicatos —integrados ahora bajo subvenciones estatales cuya principal y casi única tarea era mantener vinculados los incrementos salariales a los crecimientos de la productividad— y de los partidos socialdemócratas —concebidos ahora como grandes maquinarias electorales desligadas de los controles de la militancia que pudieran servir como fuerzas de contención contra la «amenaza comunista». Se conquistó el bienestar social, pero se bloqueó —incluso constitucionalmente— la democratización de la economía (algo evidente en el caso británico, donde el tecnócrata Herbert Morrison consiguió que las nacionalizaciones no implicasen una gestión y administración controladas por la población). En Europa del Este, Stalin hizo su parte y una oleada de purgas descabezó a los partidos dirigentes: entre 1948 y 1952 se calcula que 2,5 millones de personas fueron expulsadas de sus partidos comunistas (un cuarto del total) y cerca de 250.000 fueron encarceladas. Thompson valoraría después:

Este fue un momento auténtico y no creo que la degeneración posterior, en la que hubo dos actores, el estalinismo y Occidente, fuese inevitable. Es necesario recordarlo y decir que este momento existió.[16]

Pero la tormenta no había hecho más que empezar para el joven comunista británico.[17] El 5 de junio de 1956 se publicó en inglés el discurso de Kruschev que denunciaba los crímenes estalinistas y el PCGB inició una campaña de cierre de filas por la unidad interna. Ese mismo verano, Thompson y su colega John Saville lanzan el periódico The Reasoner para iniciar un proceso de autocrítica que no tenía cabida en la prensa oficial del partido. Su objetivo era reformar democráticamente el partido —no salirse de él—, pero chocaron contra el muro de la ortodoxia. En noviembre de ese año se produce la invasión soviética de Hungría que reprimió una revuelta democrática y la dirección del PCGB pide a su militancia que apoye la intervención soviética. Es la gota que colma el vaso, y Thompson escribe un incendiario y magistral artículo («Through the smoke of Budapest») cuya publicación le costará la suspensión del carné por tres meses, a lo que respondió dimitiendo. La sangría del partido había comenzado. El saldo final de este repliegue que bloqueó el debate interno fue la fuga de un tercio de la militancia. Nunca se recordará lo suficiente que el principal motivo que llevó a Thompson a abandonar el PCGB fue la falta de democracia interna y de respeto del pluralismo en el partido.[18]

Los archivos del MI5 (desclasificados en septiembre de 2016) han permitido conocer en qué medida el comunismo de Thompson nunca llegó a ser el de la pura ortodoxia estalinista. Desde su vuelta a Inglaterra se mostró preocupado por el repliegue hacia adentro de un partido que emitía mensajes en un tono dogmático y sectario, que intentaba convertir a los movimientos sociales en sus correas de transmisión («deberíamos confiar más en la gente y dejar que se pongan las pilas») y cuyas decisiones eran tomadas de formas «arbitrarias» y «poco colectivas».[19] En una carta a su camarada Ramelson llegará a decir: «Gracias a Dios que no hay posibilidad de que este Comité Ejecutivo tenga alguna vez poder en Gran Bretaña; destruiría en un mes toda libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión que le ha llevado al pueblo británico trescientos años ganar».[20]

Según Thompson la corrupción del partido estaba estrechamente ligada a una degeneración teórica en la tradición marxista que sustituía la acción consciente del individuo por grandes abstracciones («El Partido», «El Comunismo», etc.). Thompson entendió que las determinaciones que restringen el conjunto de oportunidades de los agentes («necesidad») no debían ni podían estrecharlo tanto como para impedir que se pudiera dar un espacio libre de acción moral donde los sujetos debatiesen y eligiesen racionalmente, dentro de esas limitaciones, sobre cómo deberían ser las cosas («deseo»). Si los individuos eran despojados de su agencia perdían con ello la capacidad para dar respuestas moralmente conscientesa la situación. El comunismo, por tanto, tenía que «recuperar un lenguaje moral».[21]

En esta tarea de remoralizar el marxismo, Thompson se sumaba a los movimientos intelectuales que se estaban construyendo en ambos lados del telón de acero, que buscaban una alternativa socialista democrática y que fueron conocidos como «humanismo socialista» (entre ellos, el grupo yugoslavo Praxis, Leszek Kołakowski, Frantz Fanon, György Lukács,[22] Agnes Heller, Eric Fromm o Herbert Marcuse). Para el historiador británico el principal enemigo que batir era la degeneración economicista del marxismo, su obsesión por comprender la vida cultural e intelectual como una «superestructura» derivada mecánicamente de un proceso «económico» entendido de forma abstracta. Pero el economicismo no era algo inevitable en la tradición marxista, dirá Thompson, sino más bien el resultado de un proceso de corrupción ideológica que había comenzado a finales del siglo XIX y se había consumado en el estalinismo.[23] Es importante insistir en que su ruptura con el Partido Comunista no era una ruptura con el comunismo en general, sino que se hacía precisamente en nombre del ideal comunista. Con ello se desmarcaba de algunos excomunistas que se habían pasado a las filas de la propaganda occidental con la furibunda entrega del converso (Arthur Koestler, Kingsley Amis, W. H. Auden y, en cierta medida, George Orwell), intelectuales que olvidaban el «contenido democrático» que tenía la entrega altruista y desinteresada de miles de activistas de base.[24]

Thompson encontró un peligroso punto de coincidencia entre la ortodoxia del economicismo marxista y la ortodoxia del imaginario capitalista. Si desde sus orígenes el capitalismo había impulsado una imagen del ser humano como Homo economicus (entendiendo que las principales motivaciones del ser humano eran —o debían ser— motivaciones estrechamente económicas), el estalinismo haría algo parecido al proclamar la prioridad de «lo económico» sobre el resto de aspectos de la vida social, estando ahora esas motivaciones económicas configuradas como «intereses de clase». La Guerra Fría, por tanto, solo podía ofrecer una imagen deshumanizada del ser humano como «autómata económico». Ese autómata hallaría expresiones elaboradas en las diversas corrientes intelectuales de la época como el conductismo, el funcionalismo o el estructuralismo, todos ellos «productos ideológicamente modulados de una época derrotada y desilusionada».[25]

Para el historiador británico ese necesario proceso de revisión del marxismo ya había comenzado en su obra sobre William Morris. Si Christopher Hill había avanzado en un artículo pionero (1954)[26] que Morris era una «imaginación marxista reinterpretando el viejo sueño dorado expresado en la idea de las libertades anglosajonas» —es decir, conectándolo con la tradición republicana inglesa de los levellers y los diggers—,Thompson, que había leído con avidez los escritos de Hill, profundizaría en esta idea. La alternativa al «autómata económico» de la Guerra Fría será el republicano «inglés libre por nacimiento» (free-born Englishman). Y la alternativa a la economía política capitalista solo podrá ser, como veremos, la «economía moral» de la multitud y las clases plebeyas. Thompson estaba buscando los recursos intelectuales y morales para refundar un socialismo democrático y humanista, y los vino a encontrar en la cultura del republicanismo radical de finales del siglo XVIII.

«A la caza del zorro jacobino»[27]

En agosto de 1959 Thompson pasaba por una mala situación financiera y firmó un contrato con el editor Victor Gollancz para escribir un libro sobre la historia de la clase obrera británica que cubriera el periodo de 1790 a 1921 y que tuviera aproximadamente unas sesenta mil palabras de extensión. Tres años más tarde se presentaría con un manuscrito con más de mil páginas, que solo cubría el periodo de 1790 a 1830 y que llevaría el título The making of the English working class. Considerada como un hito crucial en la disciplina de la historia, esta obra le consagró como un historiador reconocido a nivel internacional con tan solotreinta y nueve años.[28]

En esta obra Thompson explicita en qué consiste su objetivo: se trata de «sortear la muralla china que separa el siglo XVIII del siglo XIX, y la historia de la agitación obrera de la historia cultural e intelectual del resto de la nación».[29] Para ello, mostrará cómo el primer movimiento obrero inglés no estaba formado por la manida figura del obrero con mono azul de la gran industria, sino que estaba compuesta sobre todo por trabajadores rurales, por artesanos autodidactas de Londres, Norwich o Sheffield, y por tejedores y cardadores manuales de Lancashire o Yorkshire. Este movimiento obrero-artesano era heredero directo de la práctica centenaria de los motines por parte de «muchedumbres» inarticuladas y lideradas por mujeres.[30] Y era heredero, especialmente, de las prácticas organizativas democratizadoras de las Sociedades de Correspondencia jacobinas, creadas al calor de la Revolución francesa como un «despertar» de las clases bajas contra las altas. Thompson rescata en esta obra la importancia que tuvo la alianza de una Ilustración republicano-radical con el primer movimiento obrero inglés y reconstruye cómo, a pesar del fracaso de los proyectos democrático-radicales, permaneció un profundo legado republicano: «Los jacobinos y painitas desaparecieron, pero la demanda de derechos humanos empezó a difundirse con mayor amplitud que antes. La represión no destruyó el sueño de una república igualitaria inglesa».[31] De esta manera, «el movimiento obrero de los años posteriores continuaría y enriquecería las tradiciones de la fraternidad y la libertad».[32] De ahí en adelante Thompson volvería una y otra vez al siglo XVIII, fascinado por la forma en la que la Ilustración y el romanticismo inglés consolidarían una cultura plebeya radical. Se trata, nos dice, de una tradición muy ecléctica, original y creativa, sin las censuras y presiones de la Iglesia (que había sido desmitificada en el siglo anterior), y sin las limitaciones y la monopolización de la vida intelectual que sobrevendrá posteriormente, cuando la vida intelectual quede constreñida a la autoridad de las jerarquías académicas. Thompson pasaría a inspirarse (e identificarse) en el pacifismo internacionalista de Thomas Paine, el antiacademicismo de William Blake, la ética cooperativa de Robert Owen, la república del intelecto y de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft, la prensa libre de William Cobbett o la radicalidad agraria de Thomas Spence. Sería precisamente el estudio de esa cultura radical lo que le permitiría ofrecer una interpretación del primer movimiento obrero como un «movimiento de resistencia a la anunciación del hombre económico»,[33] porque, como recordará en un célebre encuentro televisado con el historiador C. L. R. James, «la ofensa que supuso el capitalismo para la mayoría de la gente no se dio solo en clave de un imperialismo de la pobreza económica, sino también en definir las necesidades humanas en términos económicos estrechos».[34]

La manera en la que el movimiento obrero continuaría y enriquecería esa tradición pasaba por una reformulación más «reconciliada con los nuevos medios de producción», que ya no buscaba simplemente el reparto de la tierra entre propietarios individuales, sino un control social cooperativo frente al «ciego» funcionamiento de la economía de mercado. Con ello no solo abría una interpretación histórica novedosa que salvaba la «muralla china» entre la tradición radical y la socialista, sino que podía señalar también lo que consideraba las desastrosas consecuencias que tendría, para el socialismo inglés, el haber abandonado a finales del siglo XIX el ideario y los valores de ese republicanismo de siglos anteriores, asumiendo el economicismo que prepararía el terreno a las dos ortodoxias de la Guerra Fría ya mencionadas:

Esos valores jacobinos, que aportaron mucho al cartismo, decayeron en el movimiento de finales del siglo XIX, cuando el nuevo socialismo transfirió el acento de los derechos políticos a los económicos. La fuerza de las distinciones de clase y posición social en la Inglaterra del sigloXX, en parte, es una consecuencia de la falta de las cualidades jacobinas en el movimiento obrero del siglo XX.[35]

Reivindicar la tradición jacobina a mediados del siglo XX no era tarea fácil, dado que se había consolidado una interpretación de la Revolución francesa (a través de los historiadores del Partido Comunista Francés como Henri Lefebvre o Albert Soboul) según la cual los demócrata-radicales no podían ser sino pequeños burgueses que de una forma u otra colaboraron con la «revolución burguesa» que consolidó el capitalismo (y que debía ser superada por la verdadera «revolución proletaria»).[36] En su reconstrucción de las bases republicanas de la tradición socialista, Thompson estaba desbrozando una interesantísima senda de investigación cuyos mejores frutos son todavía recientes o están aún por explorar.[37]

Pero The making es también un sólido alegato sobre cómo la libertad de prensa, las libertades políticas y civiles o el sufragio universal no son herencia del «individualismo burgués» (como ciertos marxismos se empeñaron y se empeñan en defender), sino conquistas populares irrenunciables. Esta preocupación por la centralidad de los derechos acerca de nuevo a Thompson a la tradición republicana en la medida en que la conexión entre ley y libertad constituye un elemento consustancial a esta tradición.[38] En ningún otro lugar se ve esto mejor que en el capítulo de conclusión de su obra Whigs and hunters (1975), donde, tras analizar el uso clasista del derecho por parte de la clase dominante inglesa en el siglo XVIII, Thompson se lanza a un excursus sobre la importancia del «imperio de la ley» (rule of law) para cualquier socialista preocupado por la libertad. Así que las luchas por conquistar derechos se convierten, para Thompson, en un «un genuino foro dentro del cual se libraron determinados tipos de conflictos de clase», de tal manera que «la imposición de inhibidores efectivos sobre el poder y la defensa del ciudadano de los intentos intrusivos del poder» serían una conquista «que no tiene precio» (an unqualified human good).

Uno de los aspectos más interesantes y polémicos de Themaking fue su concepto de «clase social».[39] Un concepto que no es posible entender sin enmarcarlo dentro de su proyecto de renovación del marxismo y su lucha contra el economicismo. Para Thompson las clases tenían una dimensión objetiva siempre acompañada de una dimensión subjetiva:

Lo que pongo en cuestión no es la centralidad del modo de producción (y las relaciones de poder y propiedad correspondientes) en cualquier comprensión materialista de la historia. Pongo en cuestión […] la idea de que es posible describir un modo de producción en términos «económicos», dejando de lado como secundarios (menos «reales») las normas, la cultura, los conceptos críticos alrededor de los cuales se organiza ese modo de producción.[40]

Y, dentro del margen de acción que dejaban los límites y presiones determinantes de las situaciones de clase, la política se juega en gran medida, nos dirá el historiador, en el dónde se marca la línea que separa unas clases de otras. Para la política socialista se trata precisamente de «dibujar la línea, no entre una incondicional pero decreciente minoría y una mayoría constante, sino entre los monopolistas y el pueblo».[41] En esta línea dirá, años más tarde: «si uno es tan sectario como para definir la clase como compuesta exclusivamente de mineros o estibadores, está dando el juego por perdido».[42] Aunque se le acusara posteriormente de «populista», Thompson nunca vio una incompatibilidad entre la idea de «pueblo» y de «clase».[43]

La estrategia política thompsoniana: las condiciones materiales de la libertad, la Unidad de la Humanidad y la crítica republicana al Estado

Para la milenaria tradición republicana —esa que Thompson descubrió en la historia del primer socialismo— los individuos solo son libres si pueden desarrollar sus planes de vida sin interferencias arbitrarias de otros individuos o entidades, es decir, si disfrutan de la condición de independencia/autonomía («no dominación» en palabras del filósofo irlandés Philip Pettit), una independencia que incluye contar con las condiciones materiales suficientes como para que la supervivencia de uno no dependa de los caprichos de la voluntad de otro. Por ello, esta tradición se volcó en el diseño de mecanismos institucionales y leyes que impidieran la dominación de los individuos por parte de otros agentes privados (lo que se conoce como dominium), al mismo tiempo que instituía mecanismos para controlar que esas mismas instituciones y leyes no se convirtieran a su vez en una nueva fuente de dominación (imperium). Por motivos relacionados con el profundo escepticismo con el que consideraba que debía mirarse al Estado, esto es, por su preocupación por el imperium, Thompson denominaba libertarian a la tradición republicana inglesa de luchas populares que buscaba evitar el dominium y el imperium, señalando como representantes destacados de esta tradición a los levellers, los diggers, los jacobinos ingleses, los republicanos irlandeses y los cartistas. Por eso además de «socialista humanista», Thompson solía autodefinirse también como «libertarian communist».[44] Teniendo en mente a qué movimientos se refería, propongo que traduzcamos la expresión como «comunista republicano». Pues bien, ¿en qué consistiría la estrategia política de este comunista republicano sin partido? A lo largo de su truculenta y frenética vida, Thompson pasó por diferentes movimientos políticos dentro de los cuales sus principios normativos aflorarían como ejemplos de cómo un socialista del siglo XX todavía podía ser republicano.

El primero de ellos (una vez abandonó el PCGB) fue la New Left. Los años de gestación de The making fueron paraThompson años de intenso activismo. Estaba consternado por lo que consideraba una ruptura generacional peligrosa entre una vieja clase obrera que se había integrado sin muchos problemas en el consenso de posguerra (para una generación que había conocido la pobreza extrema de los años treinta no era asunto menor que entre 1950 y 1966 el desempleo permaneciese por debajo del 2 %) y una nueva generación de jóvenes rebeldes y creativos, no constreñidos a formas organizativas estancadas.[45] Buscando agitar de nuevo las aguas, Saville y Thompson lanzaron desde Yorkshire una nueva revista (The New Reasoner) mientras que en Londres un grupo de socialistas jóvenes liderados por Stuart Hall habían manejado, por derroteros parecidos, la revista Universities and Left Review. En 1959 ambos grupos se fusionarán y coordinarán un movimiento conocido como la New Left[46] (la revista pasó a llamarse New Left Review o NLR) que llegó a extenderse por todo el país: en su momento álgido (1959-1961) contaba con cuarenta clubes y más de nueve mil suscriptores. La New Left contaba entre sus filas con personalidades de renombre (Raymond Williams, Ralph Miliband, Alasdair MacIntyre, Raphael Samuel, Gareth Stedman Jones, el sindicalista Lawrence Daly, la historiadora feminista Sheila Rowbotham, el dramaturgo y cineasta Lindsay Anderson o la escritora Doris Lessing). Organizó a gran parte de la izquierda que no militaba en el Labour, lideró el movimiento pacifista antinuclear, e influyó considerablemente en los debates internos del Partido Laborista. A finales de 1961, en plena euforia, Thompson barajó incluso la posibilidad de crear una plataforma electoral a partir de la New Left para las elecciones generales,[47] pero debido a la dificultad para romper la dinámica de bloques de la Guerra Fría y debido también a disputas internas (algunas relacionadas con el carácter cascarrabias y a ratos intratable del propio Thompson), a mediados de 1962 el movimiento había desaparecido. La dirección de la NLR pasó a un joven Perry Anderson, de veintidós años, que daría un golpe de timón a la línea editorial (entre otras cosas, sacando a Thompson de la dirección). Desde entonces la NLR pasaría a poner más énfasis en los grandes debates teóricos y no en las intervenciones políticas estratégicas, consolidándose al mismo tiempo como una de las revistas de izquierdas más reconocidas y leídas. Se había consumado una ruptura entre una «primera» y una «segunda» New Left.[48]

La concreción más acabada de la primera New Left, en términos de análisis y propuestas, se encuentra en un extenso panfleto titulado May Day Manifesto y publicado en 1967, bajo la edición de Raymond Williams, Stuart Hall y el propio Thompson (una segunda edición de Williams saldría publicada en 1968). Su objetivo era ofrecer una nueva corriente de pensamiento que consiguiera aunar de forma sistemática las demandas de las distintas «campañas individuales» (lo que hoy en día llamaríamos «movimientos sociales») revigorizando así la propuesta de una sociedad alternativa, socialista y democrática. Mientras el panfleto reconocía los logros del momento de posguerra, fue especialmente lúcido en identificar sus limitaciones y diagnosticar la capitulación casi total del Labour al capital monopolista. La intangibilidad de la propiedad privada sobre los recursos productivos —una de las vacas sagradas del Pacto— se puso en relación directa tanto con las bolsas de pobreza y desigualdad todavía existentes (rompiendo el mito de que la sociedad de consumo y las clases medias habían resuelto los problemas redistributivos) como con la ostentación de los principales lugares de mando y poder político por parte de una pequeña élite dominante. El Manifesto diagnosticó la ruptura del orden económico internacional que había permitido un crecimiento sostenido y una rentabilidad alta para las fuerzas del capital hasta 1966-1967, previendo con espantosa lucidez los conflictos sindicales que vertebrarían la política británica de la década siguiente. La New Left fue por tanto pionera en poner en cuestión los límites del pacto social de posguerra, por lo que sería justo verla como precursora e inspiradora de las revueltas que se iniciaron en 1968 e, incluso, de las corrientes renovadoras del Partido Laborista de los años setenta (Tony Benn) o las actuales (Jeremy Corbyn). Una idea fuerza estructuraba todo el panfleto: se trataba, frente al empleocentrismo y la condicionalidad de las ayudas del Welfare State, de asegurar el control democrático sobre los recursos materiales de forma universal (se criticó duramente la evaluación de recursos), es decir, se trataba de garantizar las condiciones materiales de la libertad.[49] Pero el movimiento de la New Left fracasó, y una vez ocurrió esto, Dorothy y Thompson ingresarían en la sección de Halifax del Partido Laborista para practicar una militancia «sin entusiasmo».

Tan solo dos años después de la publicación de The making, su reputación le valdrá una oferta de trabajo que no podrá rechazar: dirigir el recién creado Centro de Estudios de Historia Social de la Universidad de Warwick. Desde Warwick, Thompson coordinó un nutrido grupo de investigación[50] y organizó diversos seminarios con la participación de figuras políticas como su colega Lawrence Daly (secretario general del sindicato minero NUM, cuyas huelgas de los 70 tumbarían el gobierno conservador de Edward Heath) o la joven diputada irlandesa Bernadette Devlin (fundadora del Partido Socialista Republicano Irlandés). En 1969, Thompson apoyó a los estudiantes de Warwick que ocuparon facultades en protesta ante la infame revelación de que la universidad colaboraba en el espionaje de profesores «críticos» y que tenía un archivo con expedientes de los estudiantes «radicales» (el asunto llegó a ser escándalo nacional). Aunque Thompson nunca se sintió especialmente afín con algunos movimientos surgidos a partir de mayo del 68,[51] en mi opinión esta ruptura se ha exagerado demasiado (confundiéndose con su debate con los althusserianos), y se pueden encontrar sin mucha dificultad intervenciones en las que Thompson suaviza el tono de esa distancia y busca puntos de conexión.[52] Pero su paso por la universidad tenía los días contados. En 1970 publica un panfleto denunciando la mercantilización de la universidad («Warwick University Ltd: Industry, Management and the Universities») que resulta escalofriantemente actual, y que provocaría un enfrentamiento con sus superiores. Poco tiempo después, Thompson renunciaría al único cargo estable que tuvo en la universidad, y desde entonces viviría de ahorros, conferencias, publicaciones y del salario de Dorothy (que ya había estabilizado su carrera académica en la Universidad de Birmingham).

Tras el fracaso de la New Left y la amargura del debate con la segunda generación de la NLR, Thompson entró en una fase de «aislamiento» político (según lo calificaría él mismo). No sería hasta comienzos de los años ochenta cuando volvería a recuperar las incansables energías organizadoras por las que era conocido, esta vez de la mano del movimiento pacifista. Thompson se había implicado en este movimiento al estallar la guerra de Corea, en 1950, dirigiendo el Comité por la Paz de Halifax, y, tras la prueba de la bomba de hidrógeno por parte del Gobierno británico en 1957, con la Campaña para el Desarme Nuclear (CND). En 1979 la OTAN anunció la instalación de nuevas lanzaderas de misiles en el Reino Unido, y en respuesta a ello se desencadenó un movimiento internacional en el que Thompson, dejando aparcadas sus investigaciones, jugaría un papel fundamental como líder y como intelectual.

No está de más recordar que en los años ochenta la posibilidad de una guerra nuclear, a la vista de la interminable y arriesgada competición armamentística, llegó a convertirse en algo no solo perfectamente verosímil, sino hasta probable.[53] Los señores de la guerra y su interminable ejército de bandidos intelectuales defendían la carrera armamentística como una buena estrategia de disuasión cuando era de hecho una preparación para el evento bélico que se esperaba que ocurriese en algún momento. Las élites occidentales estaban alimentando un clima de tensión mediante la manipulación de informes e intervenciones mediáticas, de tal manera que conseguían legitimar no solo la pérdida de soberanía nacional (delegada en Estados Unidos), sino también el recorte de libertades civiles y la represión de la disidencia en el interior de sus propios países (este doble movimiento era, para Thompson, «la estructura más profunda de la Guerra Fría»). La única solución posible que contempló el historiador británico era la creación de movimientos nacionales masivos —que reviviesen lo mejor del internacionalismo socialista— que estuviesen organizados por fuera de las grandes organizaciones centralizadas (Gobiernos y partidos) y que forzasen una salida unilateral del conflicto desafiando al rival en el terreno de la opinión pública (y no ya en el de las amenazas militares), y rompieran así las absurdas divisiones de la Guerra Fría («tenemos que actuar como si fuéramos ya ciudadanos de Europa»). Su postura de no alienación antinuclear le valió la acusación de la prensa soviética de trabajar al servicio de la CIA, y las críticas de un general de la OTAN (Bernard Rogers) que consideraba «contraproducente» que los americanos le hicieran el juego a «un tal Thompson».[54] En el movimiento pacifista, Thompson encontró una actualización del ideal frentepopulista de su juventud, que no era sino una afirmación actualizada de la idea de la «Unidad de la Humanidad» central al socialismo[55] y que el propio Thompson, en Themaking, había reconocido como una valiosa herencia republicana del internacionalismo jacobino.

El otro frente que Thompson tenía abierto desde mediados de los años setenta tenía que ver con las profundas transformaciones jurídicas que estaba sufriendo el Estado del Reino Unido (entre ellas el ataque a la figura de los jurados populares). Si bien su preocupación por los derechos civiles y políticos fue una constante en su obra, el problema se había acentuado tras un viaje que realizó a finales de 1976 a la India de Indira Gandhi (primera ministra e hija de Nehru), donde Thompson se encontró con un Estado represivo que perseguía la disidencia intelectual y que, por alguna extraña razón, encontraba apoyos entre la izquierda radical europea. Desde entonces, y hasta su muerte, Thompson insistirá repetidas veces en una idea que es central para la tradición republicana: que la autoridad pública no justifica su posición por sí misma, sino que la debe a otro agente que la elige como servidora pública y por tanto queda sujeta a los intereses de este. En una intervención en televisión Thompson afirmará con rotundidad: «No es que nosotros existamos porque el Estado nos dé permiso, es que el Estado existe para servirnos».[56]

Frente a lo que consideraba las ilusiones estatistas del Labour, el historiador británico afirmó:

El movimiento obrero tiene que redescubrir lo que ya se sabía en el siglo XIX: que el estado tiene que ser obligado a entrar bajo control humano y ser democratizado […]. Quizás en los próximos treinta años algunas de nuestras mayores luchas serán en relación con la práctica y control democrático de la que es ya una poderosa maquinaria estatal.[57]

Esa «lección olvidada» se volvería fundamental para Thompson en un momento en el que el neoliberalismo de Margaret Thatcher estaba realizando profundas reformas del aparato estatal, aunque ello implicase la desobediencia civil:

Tenemos que traer de vuelta esta tradición democrática que se nos ha confiscado, traerla al corazón de nuestro movimiento. Porque si no lo hacemos, estamos en peligro de caer en esa teoría del estado represivo, de acuerdo con la cual tenemos que oponernos a toda ley, a toda policía, a todo aparato de Estado […] yo no me opongo a toda ley en general. Leyes habrá siempre. Lo que tenemos que combatir son las malas leyes, y la imposición y administración clasista de la ley. Pero también romper la ley allá donde […] estemos obligados a hacerlo.[58]

Y aunque las buenas leyes son algo necesario, para el historiador británico no son una condición suficiente de la libertad. A este respecto, es interesante el panfleto que escribió con tan solo veintitrés años, titulado «Fascist Threat to Britain», que terminaba diciendo: «No nos contentemos con las leyes. La única salvaguarda para nuestras libertades, si queremos prevenir mayores guerras y brutalidades, es la vigilancia constante e insomne de todo el pueblo».

Este programa thompsoniano de factura republicana incidió especialmente en la necesidad de que la gente se autoorganizase de forma democrática:

Nadie —ni la vanguardia marxista, ni el administrador esclarecido, ni el humanista tiranizador— puede imponer desde arriba una humanidad socializada. Un Estado socialista puede hacer poco más que proveer «circunstancias» que alienten al hombre social y desalienten al hombre adquisitivo, que ayuden a la gente a construir su propia comunidad igualitaria a su propia manera […]. El socialismo puede llevar agua al valle, pero debe dar «el valle a los aguadores, pues este dará fruta».[59]

Consecuentemente, la expresión institucional tendría que darse en una descentralización del poder administrativo que se conjugase con formas plurales de propiedad (como había defendido la New Left, recogiendo una tradición británica que va desde las primeras trade unions hasta el Guild Socialism de G. D. H. Cole):

Uno desearía ver lo que solía llamarse control por parte de los trabajadores o una mayor autonomía, menores unidades de control; la industria pública bajo una forma cooperativa, o corporaciones municipalmente controladas, y así sucesivamente. Y que todo esto apuntalara, quizás, un crecimiento en la consciencia local y regional. Pero para acuerdos económicos, culturales y legales a mayor escala tendrías que establecer acuerdos que hicieran de puente.[60]

Preguntado en una entrevista al final de su vida sobre qué tipo de organización podría llevar a cabo estos proyectos, Thompson no renunciaba a la forma del partido político:

La sopa sigue borboteando. Creo que puede existir un nuevo tipo de formación, que será una suerte de socialismo más fresco, y pienso que debe poner mucho más énfasis en los procesos democráticos dentro del propio movimiento que lo que hemos visto en el Partido Laborista o en el Partido Comunista.[61]

A finales de los 80, sin embargo, Thompson comenzó a tener problemas de salud, y sus últimos años serán una carrera contrarreloj para publicar investigaciones a las que le hubiera gustado dedicar más tiempo y cuidado. Costumbres en común es, justamente, una de ellas.

Algo más que ley y Estado: la idea de cultura popular en «Costumbres en común»

Costumbres en común puede considerarse la obra más acabada de Thompson. Aúna varios artículos en los que venía trabajando prácticamente desde los años cincuenta, cuando recolectaba materiales de archivo para Themaking (un trabajo que continuó con la ayuda de Edward Ernest Dodd, su asistente personal entre 1964 y 1979, sin el cual parte de su ciclópea tarea archivística habría sido imposible). En esta obra, a diferencia de otras, Thompson estudiará no tanto los procesos y la lógica del cambio como los estados de conciencia pasados y los entramados culturales, o, en sus propias palabras, está más centrado en el «ser» que en el «llegar a ser».[62] En los años en que consiguió ir cerrando estas investigaciones, su fama como historiador fue acompañada de un grado alto de exposición a la crítica por parte de lo que consideraba un gremio «bastante conservador», por lo que el lector podrá percibir cómo el entusiasmado y vibrante tono de Themaking deja paso a una prosa todavía firme, pero más cauta y acorazada en un extenso aparato de referencias bibliográficas.[63]

Pues bien, ¿cuáles son las principales problemáticas que enhebran esta obra? La primera de todas, una discusión con la historiografía inglesa del siglo XVIII que seguía considerando de forma clasista y paternalista los modos de vida de las clases populares. Para ello Thompson triturará una comprensión de las sociedades precapitalistas como sociedades absolutamente verticales y estables (no hubo un solo bosque o zona de caza donde no hubiera «algún episodio dramático de conflicto en torno al derecho comunal en el siglo XVIII», p. 176) y arrumbará, al mismo tiempo, la idea de que no existió capitalismo hasta la Revolución Industrial. El capitalismo es agrario y comercial en sus orígenes, nos recuerda Thompson, trayendo a colación a Maurice Dobb y a Robert Brenner, y su concepto estrella de «economía moral» designa precisamente el conjunto de valores y reglas que, vestidas con la retórica de la costumbre, las clases subalternas hicieron valer para resistir los ataques desposeedores y privatizadores de la economía política capitalista contra los bienes comunes y el derecho comunal. Un conflicto que, para Thompson, estaba lejos de haber acabado.[64] Una buena muestra de ello es que desde la publicación de Costumbres en común la literatura sobre los bienes comunes ha alimentado incansablemente el pensamiento anticapitalista.[65]

Por otro lado, Thompson llenará de contenido su concepto de «cultura plebeya» al devolverlo a lo que denominó su «morada material», esto es, la reciprocidad de unas relaciones de clase históricamente determinadas, donde ni la multitud se identificaba sin ambages con la cultura oficial ni tampoco tenía la fuerza suficiente como para poder desafiar los límites que la subordinaba a la clase patricia. La clase dominante del siglo XVIII inglés mantenía así su poder a través de una hegemonía cultural donde los rituales teatrales del poder naturalizaban esa dominación, pero donde esta nunca era aceptada en sus propios términos, sino reinterpretada y disputada por los oprimidos, generando un complejo «campo de fuerzas».[66] Thompson encontrará de nuevo, como hizo en The making, los hilos de continuidad entre la cultura popular y el movimiento obrero del siglo XIX. Porque una parte de esa cultura popular —en la que el pueblo controlaba taberna, ferias, aprendizaje de los oficios, saberes ancestrales, sanciones e intercambios, formas de rebelión— será aprovechada tiempo después por un movimiento obrero diferenciado, ahora sí, por su consciencia de ser una clase con intereses opuestos e irreconciliables a los de sus empleadores (y la clase política que los defiende).

El otro gran frente de batalla estaba en poner en cuestión las denominadas teorías del desarrollo, según las cuales la Revolución Industrial y la eliminación de los derechos comunales supusieron una mejora en la calidad de vida de los ingleses respecto a periodos anteriores. Lejos de ser así, para el historiador británico las clases populares experimentaron esa «gran transformación» (como la llamaría Polanyi)[67] como una pérdida de sus libertades tradicionales, y le opusieron innumerables formas de resistencias. En este gran conflicto, nos dice el historiador británico, ocupa un lugar central el proceso de «cosificación» del derecho («no se concebían ya derechos comunes a cosas, sino derechos de personas sobre cosas, articulados como prácticas efectivas de consumo, comercio e intercambio») que impondría por la fuerza una noción capitalista de propiedad, y a la que la multitud opondría sus propias nociones de derecho.[68] Y advierte Thompson que, de la misma manera en que este concepto absoluto de propiedad exclusiva de la tierra fue exportado a las colonias para justificar el saqueo y la explotación de las poblaciones indígenas, también las teorías del desarrollo del siglo XX estaban siendo empleadas para esquilmar y rapiñar los países del llamado tercer mundo. En estas lides, el historiador británico lanzará una estocada mortal a la conocida tesis de Garrett Hardin y su «tragedia de los comunes»,[69] según la cual si los recursos materiales no se gobiernan a través de la privatización (con una propiedad privada exclusiva y excluyente), entonces están condenados al abuso y la sobreexplotación de los gorrones (free riders). Thompson se sitúa así junto a autoras como Elinor Ostrom o Janet M. Neeson,[70] que nos han enseñado que las tierras comunales no eran lugares caóticos y sin normas, sino exactamente lo contrario: sistemas complejos de normas de raigambre centenaria donde se garantizaba el derecho a la existencia de un grupo delimitado de habitantes y se hacía de forma sostenible en el tiempo.[71]

En este sentido, el gran protagonista de Costumbres en común es el artículo titulado «La economía “moral” de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII». Aunque en este artículo Thompson delimite el «sentido estrecho» del concepto de «economía moral» a los motines de subsistencias en mercados de productos básicos, reconocerá también que no se veía legitimado con «ningún derecho a patentar la expresión» y señalará que varios historiadores habían empleado el término para designar cómo determinadas comunidades campesinas o protoindustriales regulaban relaciones «económicas» con normas no monetarias.[72] Lo cierto es que el propio Thompson había empleado el concepto para explicar las sanciones económicas y las expectativas compartidas que servían de normas para los bienes raíces e incluso para el saber profesional de unos artesanos conscientes de que si eran descalificados entrarían a los recién creados mercados laborales con menor fuerza negociadora.[73] El concepto de «economía moral» ha mostrado su fertilidad al permitir que diferentes historiadores aborden todo aquello para lo que la economía ortodoxa había permanecido ciega, de alguna manera devolviendo al análisis económico la sustancia que tenían las primeras investigaciones de economía política anteriores al giro marginalista de finales del siglo XIX.[74] En resumen, lo que Thompson examina en esta obra es, según sus propias palabras, la «dialéctica de la interacción entre “economía” y “valores”», retomando así la crítica al economicismo de obras anteriores:

Las relaciones económicas son, a la vez, relaciones morales; las relaciones de producción son al mismo tiempo relaciones, de opresión o de cooperación, entre personas; y existe una lógica moral, al igual que una lógica económica, que se deriva de estas relaciones. La historia de la lucha de clases es al mismo tiempo la historia de la moralidad humana.[75]

Al adoptar el enfoque de la «historia desde abajo» —rescatando las voces y testimonios de los oprimidos y tradicionalmente olvidados— Thompson pudo descubrir que, una vez finiquitados los marcos jurídicos paternalistas de la Inglaterra precapitalista, fue a través de las costumbres como pudieron sobrevivir las ideas morales sobre cómo regular la actividad económica. Es decir, que en último término fue la «economía moral» de los pobres la que derribó la gran «muralla china» que había impedido comprender el movimiento socialista como heredero de la tradición republicano-democrática. Es por esto que Costumbres en común puede considerarse una profundización que complementa los hallazgos de Themaking.

Y fue precisamente a través de este enfoque que le permitía ver la «ley» como un campo de batalla —junto con una idea de la «cultura» y las «costumbres» en la que los viejos valores pueden pervivir bajo formas nuevas— como Thompson proporcionó algunas claves para responder a un problema que le acompañó durante toda su vida: ¿cómo explicar la realidad de tal manera que, sin remitir a un pasado idealizado ni a un futuro desconocido, y sin perder la necesaria objetividad que implica la propia disciplina, se muestren al mismo tiempo los recursos disponibles en nuestro presente para transformar esa misma realidad? Porque la Revolución Industrial supuso una revolución en las «expectativas» de la gente y creó nuevas «necesidades», la alternativa al capitalismo tendría que «reaprender algunas de las artes de vivir perdidas». Quizá entonces esa cultura popular que se resistió al capitalismo —que priorizaba el tiempo libre sobre la búsqueda del máximo beneficio— todavía tenga algo que enseñarnos, y un recordatorio «de sus otras necesidades, expectativas y códigos puede renovar nuestro sentido de la serie de posibilidades de nuestra naturaleza» (p. 71).

Thompson solía decir que la enorme concentración de propiedad que conocía el capitalismo avanzado hacía casi innecesaria la censura de las voces disidentes, porque el juego de intereses se bastaba para hacer que las verdaderas preguntas (preguntas como «¿Qué vida queremos vivir?» o «¿Hacia dónde nos dirigimos como sociedad?») nunca apareciesen y nunca fueran contestadas.[76] Pues bien, a más de veinticinco años desde su muerte, frente a la Bestia de un capitalismo contrarreformado que ha dado por finiquitado el pacto social de posguerra, que alimenta y promueve la ola reaccionaria que sacude el mundo, y cuya insaciable voracidad mercantiliza cada vez más espacios de la vida humana y amenaza con dilapidar de forma irreversible los recursos del planeta, Thompson nos invita todavía a repensar la apuesta anticapitalista desde una cultura popular innovadora. Una cultura política que rescate lo mejor de la tradición democrática y socialista (en el amplio sentido que tenía esta palabra en el siglo XIX), que diseñe los mecanismos institucionales para garantizar universal e incondicionalmente el derecho a la existencia, que permita atender de forma justa las necesidades de cuidados de las personas, que recupere la dimensión ecológica de los bienes comunes, que subordine los derechos de propiedad a las reglas definidas democráticamente en vistas al bien común y que fomente los impulsos sociales desalentando los impulsos «adquisitivos» y la «gran apatía». Porque «si no podemos creer en la existencia de una cultura popular creativa e innovadora, entonces no podemos creer en la democracia en absoluto»[77]. Thompson nos invita, en suma, a tener la valentía para reabrir las verdaderas preguntas, porque, según sus propias palabras: «Esta no es una pregunta que nosotros le podamos hacer a la historia. Se trata, esta vez, de una pregunta que la historia nos hace a nosotros».[78]

Barcelona, febrero de 2019

[1] Jordi Mundó, David Casassas y Pablo Castaño tuvieron la amabilidad de revisar y corregir un borrador previo del presente texto. Toda la responsabilidad sobre su contenido final corre de mi cuenta.

[2] Nos limitaremos a señalar aquí algunas que puedan servir de guía al lector. Para una selección de textos muy representativa de su pensamiento, véase la compilación realizada por su mujer, Dorothy: E. P. Thompson. Obra esencial, Barcelona: Crítica, 2002. El listado más completo de sus escritos se encuentra en: Llacuna, A., «E. P. Thompson. Un comentario bibliográfico», en J. Sanz, J. Babiano y F. Erice (eds.), E. P. Thompson. Marxismo e historia social, Madrid: Siglo XXI, 2016. Una aguda reconstrucción de la trayectoria intelectual de Thompson puede verse en: Hamilton, S., The crisis of theory. E.P. Thompson, the New Left and the postwar British politics, Mánchester: Manchester University Press, 2011. Un estudio sólidamente documentado que reconstruye las complejas relaciones entre el activismo político de Thompson y sus desarrollos teóricos puede verse en: Efstathiou, C., E.P. Thompson: a twentieth-century romantic, Londres: Merlin Press, 2015. Un buen análisis de la formación intelectual de Thompson desde una metodología bourdieana es el de: Estrella, A., Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E. P. Thompson, Cádiz: Universidad de Cádiz, 2012. La clásica obra cuasibiográfica de Bryan D. Palmer sigue siendo referencia obligada: E. P. Thompson. Objeciones y oposiciones, Valencia: Universidad de Valencia, 2004. Lamentablemente, el archivo con su correspondencia y otros documentos se encuentra cerrado hasta 2043 por decisión familiar, aunque parte de su correspondencia se encuentra diseminada por distintos archivos de universidades inglesas. La recepción de la obra de Thompson en España fue tardía, pero tuvo un impacto considerable. Su principal obra, The making of the English working class, publicada en 1963, no llegaría traducida a España hasta 1977 (Editorial Laia). En ese proceso de recepción es obligado mencionar la imprescindible y valiosa tarea de Josep Fontana, que consiguió que gran parte de la obra de Thompson fuera publicada en la Editorial Crítica (Barcelona) bajo la dirección de Gonzalo Pontón. Véanse: Miseria de la teoría, 1981; Tradición, revuelta y consciencia de clase. Estudios sobre la sociedad preindustrial, 1984; La formación de la clase obrera en Inglaterra, 1989; Costumbres en común, 1995; Agenda para una historia radical, 2000;y la compilación de textos citada anteriormente. Recientemente, la figura de Thompson ha atraído más atención en el público hispanohablante y algunas de sus obras han sido reeditadas o traducidas por primera vez al castellano (véanse, además de esta misma reedición, Los orígenes de la ley negra. Un episodio de la historia criminal inglesa, Madrid: Siglo XXI, 2010; La formación de la clase obrera en Inglaterra, Madrid: Capitán Swing, 2012, prólogo de Antoni Domènech; o Democracia y socialismo, compilación y edición crítica de Alejandro Estrella, Ciudad de México: UAMC, 2016). Para profundizar en el legado de Thompson en la historiografía española, el lector puede consultar la compilación E. P. Thompson. Marxismo e historia social, ya mencionada.

[3] Con la ayuda de su madre, Thompson recopiló cartas, escritos y poemas de su hermano, que saldrían publicados con el título There is a spirit in Europe: a memoir of Frank Thompson, Londres: Gollancz, 1947. A finales de los años setenta se embarcaría en una investigación sobre las circunstancias sospechosas de la muerte de su hermano, publicándose las conferencias de forma póstuma en una de sus más interesantes (y poco conocidas) obras: Beyond the frontier. The politics of a failed mission: Bulgaria 1944, Stanford: Stanford University Press, 1997.

[4] Uno puede imaginarse las dificultades que enfrentaban los científicos sociales en una era tan polarizada. Mientras Stalin incluía en sus primeras purgas a las instituciones académicas vinculadas a la disciplina de la historia (véase Broué, P., Comunistas contra Stalin: masacre de una generación, Málaga: SEPHA, 2008), Estados Unidos financiaba millonariamente a fundaciones que trabajaban para favorecer «un viraje a la derecha en la enseñanza de las ciencias sociales» que pudiese contrarrestar el avance de la historia social que liderarían Thompson y otros historiadores (ver en Fontana, J., La historia después del fin de la historia, Barcelona: Crítica, 1992)

[5] Véase el documental Rear window: a life of dissent. The life and work of E. P. Thompson en Tariq Ali TV (disponible online en: http://tariqalitv.com/portfolio/s2e24-e-p-thompson/).

[6] Para la historia del Grupo de Historiadores, véase: Kaye, H. J., The British Marxist historians, Houndmills: Palgrave Macmillan, 1995.

[7] Véase en Tribe, K., Genealogies of capitalism, Londres: Macmillan, 1981; un resumen del famoso debate se puede ver en: Wood, E. M., The origins of capitalism. A longer view, Londres: Verso, 2002.

[8] Thompson fue especialmente sensible a las lecturas de Trotski e Isaac Deutscher en estos años, de las cuales bebió para sus críticas posteriores al estalinismo (hasta 1958 no se publicarían en inglés los escritos del joven Marx que tanto influirían en esos procesos de renovación «humanista» de las izquierdas). Su respeto por los grandes intelectuales trotskistas no debería ocultar su desprecio por el dogmatismo que profesaban los varios grupos trotskistas británicos (véanse las opiniones de Thompson, por ejemplo, en «El humanismo socialista. Una epístola a los filisteos», de 1957, o en Miseria de la teoría, de 1978).

[9]Past and Present