¿Cuánta desigualdad puede soportar la democracia? - Joan Herrera - E-Book

¿Cuánta desigualdad puede soportar la democracia? E-Book

Joan Herrera

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Vivimos en el ojo del huracán, en la crisis de todas las crisis. En este rincón de Europa y del mundo, nos repiten que se acabó lo que se daba, que ya no hay contrato social, que la democracia y los derechos sociales no tienen por qué ser compatibles. Pero la democracia no es votar para cambiar gobiernos sin cambiar políticas. La crisis es fruto de una profunda desigualdad que el capitalismo financiero solo contribuye a aumentar, una desigualdad favorecida por una democracia en la que decide el dinero, no las personas. Y mientras tanto, la austeridad que se nos impone no sirve para salir de la crisis, sino para que haya quien se aproveche, reduciendo los derechos más que nunca y privatizando lo que hasta ahora era público. No podremos salir adelante con un crecimiento ilimitado que no tenga en cuenta los límites físicos del planeta; ni sin integrar nuestro escenario nacional con los demás para buscar iniciativas. Un relato escrito desde la izquierda y por uno de sus protagonistas políticos, Joan Herrera, sobre la situación en la que nos hallamos, cómo hemos llegado hasta aquí y qué alternativas tenemos para salir del atolladero.

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Título original: Quanta desigualtat pot suportar la democràcia?

© Joan Herrera Torres, 2014.

© de la traducción: Ana Mata Buil, 2014.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2014. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO694

ISBN: 9788490562543

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Prólogo

¿Cuánta desigualdad puede soportar la democracia?

1. El país que nunca hemos construido (o cómo hemos llegado hasta aquí)

2. Hay alternativa

3. Un país nuevo para el mundo de hoy

Epílogo

Este es un texto que he escrito entre Barcelona y Madrid, y me gustaría dedicarlo a Rosana. Un libro sin muchas pretensiones. Reflexiones sobre el mundo y el momento en que vivimos. Sobre la necesidad de construir alternativas. Sobre mi país. Sobre mi gente. No es el texto de un académico. Es un texto elaborado desde la perspectiva de alguien que está en política y que aspira a cambiarla para que sea útil, para llenar la política, la democracia, de sentido. Distintos elementos me han ayudado con el libro: las conversaciones mantenidas con muchas personas, la elaboración colectiva y compartida, algunas lecturas, algunas sugerencias de muchos compañeros y amigos, las charlas con Agustí Colom o Pau Noy. Sin la conversación inicial con Isabel Obiols, no me habría atrevido a hacerlo. Y, a pesar de que no he contado con toda la calma y los momentos que hubiese deseado, este texto quiere transmitir a los lectores que podemos recuperar la democracia ganando la igualdad, constituyendo una alternativa.

PRÓLOGO

Según un proverbio chino, lo peor que nos puede desear alguien es que vivamos momentos emocionantes. Para bien o para mal, el momento que nos ha tocado vivir es emocionante, y lo que nos toca es vivirlo motivados y no como una fatalidad.

He tenido la suerte de conocer a hombres y mujeres excepcionales. Muchos de ellos son militantes veteranos, desconocidos para la mayoría, que han vivido su tiempo de manera heroica y contradictoria. Cuando me cuentan lo que hicieron me asombro al pensar de qué pasta están hechos. Es cierto que no todas las generaciones están hechas de la misma pasta ni son iguales, y también es cierto que lo mejor de cada persona aflora en los momentos complicados.

Ahora mismo vivimos en el ojo del huracán, en la crisis de todas las crisis. En este rincón de Europa y del mundo, nos repiten que se acabó lo que se daba, que ya no hay contrato social, que el capitalismo, la democracia y los derechos sociales no tienen por qué ser compatibles. Han existido muchas épocas anteriores —la mayoría— y muchos lugares del mundo —la mayoría— en los que esta incompatibilidad ya se ha puesto de manifiesto, pero a nosotros nos habían contado que sí era posible tener ambas cosas: nos vendieron, aunque no siempre se aplicase, que la democracia y los derechos sociales serían compatibles con un capitalismo de «rostro humano».

Vivimos la crisis y también los debates sobre la crisis económica, democrática, nacional, de representación y de los límites físicos del planeta. Podemos creer que somos una generación de transición, y encajar los hechos sin reaccionar o reaccionando de manera espasmódica. Pero también podemos decidir que por aquí no pasamos y construir miles de alternativas que, sumadas, con confluencias, definan un horizonte de transformación y esperanza.

En este libro trataré de exponer los argumentos por los que creo que hemos llegado a estar donde estamos, y hablaré de cuáles son las posibles alternativas.

¿CUÁNTA DESIGUALDAD PUEDE SOPORTAR LA DEMOCRACIA?

1

EL PAÍS QUE NUNCA HEMOS CONSTRUIDO (O CÓMO HEMOS LLEGADO HASTA AQUÍ)

Raimon escribió, en un contexto muy adverso: «D’un temps que serà el nostre, d’un país que mai no hem fet, cante les esperances i plore la poca fe». Es decir: «De un tiempo que será el nuestro, de un país que nunca hemos construido, canto las esperanzas y lamento la poca fe».

El país que nunca hemos construido está lleno de calamidad, de desigualdad, de plutocracia (donde lo que manda es el dinero), y las decisiones que se toman desde un marco institucional europeo sin alternativas ni contrapesos están teniendo unas consecuencias desastrosas.

¿La crisis es una catástrofe o una calamidad? ¿La desigualdad es causa o consecuencia de la crisis? Estas son, en mi opinión, las preguntas clave.

Una catástrofe tiene un origen natural, es una circunstancia que cae del cielo, que difícilmente podríamos evitar y, mucho menos, prever. Por el contrario, la calamidad es consecuencia de la acción del hombre —y, en contadas ocasiones, de la mujer—, de sus decisiones y omisiones.

Yo me inclino claramente por la opción de la calamidad. Estamos donde estamos porque se ha construido un modelo basado en la depredación del medio; se permitió que la burbuja de la especulación se hinchase y la gente se olvidó de la desigualdad y de la lucha contra la misma, de las diferencias de clase. Ya sabemos cómo sigue la historia: se ha aceptado que la salida de la crisis pase por el sufrimiento de las víctimas, que no la han creado, y que son la inmensa mayoría de las personas.

Si se comete el error de pensar que lo que nos pasa es una catástrofe, la actitud ante la crisis es «no podemos hacer nada». Si se parte del convencimiento de que es una calamidad, de que el origen es la acumulación de los recursos en muy pocas manos, podemos albergar la esperanza de cambiar la correlación de fuerzas, con propuestas diferentes, con otras formas de actuar.

Solo si estamos convencidos de que lo que nos ocurre tiene un origen, y es humano, no divino, podemos conseguir pasar de la resignación a la acción, y de la acción a la estrategia para empezar a cambiarlo todo.

DESIGUALDAD, CAUSA O CONSECUENCIA

El otro interrogante es si la desigualdad es la causa de la crisis o una de sus consecuencias. Si es la causa, las políticas que incrementen esta desigualdad volverán la crisis todavía más profunda.

Supongo que todos somos conscientes de que vivimos en una de las sociedades más desiguales de la Unión Europea. Según el estudio de la Fundación 1.º de Mayo, España es el segundo país de la UE en términos de desigualdad social, por detrás de Letonia. Esos datos se ven ratificados en el informe que presentó Oxfam-Intermón, que ilustraba que, en España, veinte familias disponen de tantos recursos como el 20% de las personas con menos recursos.

Si se aplica el índice de Gini, puede comprobarse que la desigualdad en España entre 2005 y 2010 aumentó 2,1 puntos, del 31,8% al 33,9%, mientras que la media de la Unión se reducía en una décima y pasaba del 30,6% al 30,5%. En el año 1977, en plena Transición, la remuneración de la población asalariada representaba el 67,3 % del PIB, mientras que en el año 2012, cuatro décadas después, este porcentaje se ha reducido al 53,4%.

El problema de fondo es que en los años de crecimiento no se realizó una política de redistribución de la riqueza que sentase las bases de un modelo mucho más sostenible desde el punto de vista ambiental y social.

El aumento de la desigualdad en relación con la distribución de la renta se disparó entre 2001 y 2007. Las cifras son contundentes: «Los hogares más ricos registraron una renta media mensual de 9.158 euros en 2001, mientras que, en el caso de los más pobres, la media fue de 758 euros. Eso significa que los hogares más ricos tuvieron una renta 9,1 veces más alta que los hogares más pobres. Esta brecha aumentó un 6 % entre 2001 y 2007, hasta llegar a 9,8 veces de diferencia».

Eso pone de manifiesto que el milagro económico español no ocurrió para todos por igual. Por ejemplo, entre 2001 y 2006 «los ingresos medios del 10% de la población más rica crecieron un 23 %, frente a un 11 % del conjunto de la población».

Estos datos acreditan que, a pesar de haber crecido mucho durante estos años, los gobiernos de turno, con ejecutivos conservadores, pero también las izquierdas mayoritarias, no supieron emplearlo para que se realizase una mayor redistribución de la riqueza y, por lo tanto, lograr un crecimiento mucho más sólido. Así pues, los diferentes gobiernos, incluido el de Entesa, no se centraron en la política distributiva porque la izquierda mayoritaria jamás entendió que se tratase de una prioridad.

Las cifras y el comportamiento no son fenómenos aislados de España. El incremento de las desigualdades a escala global, y particularmente europea, se produce desde la década de 1980, bajo el liderazgo de Reagan y Thatcher. El incremento de la desigualdad es resultado de un cambio en el que el poder financiero se impone al poder político e, incluso, al económico. La desigualdad, como señala Tony Judt, es «corrosiva, en la medida en que corrompe las sociedades desde dentro».

Grantham, uno de los principales expertos en economía financiera, dice que el sistema financiero ha sido para la economía «como correr con una sanguijuela pesada, grande y en crecimiento sobre los hombros». Es decir, las finanzas están actuando como mecanismo de extracción de rentas del resto de sectores, y desde la década de 1990, están cambiando a su favor la distribución de ingresos salariales y de rentas.

Estudios como los de Margrit Kennedy han subrayado los extremos grotescos de la financiarización del sistema productivo. Con datos de finales del siglo pasado para Alemania, se analizaron los costes de un producto o de un servicio municipal teniendo en cuenta todo el ciclo de producción, desde la extracción de materias primas hasta la venta del producto. El estudio apuntaba que, de media, el 50% del coste del producto correspondía al pago de intereses o dividendos. El peso de la financiación variaba según el producto, del 12 % en el caso de la recogida de residuos, al 77 % en el alquiler de viviendas sociales.

Sin embargo, sus investigaciones no terminaban ahí: Kennedy estudió el balance de la aportación de los ingresos y los gastos financieros en la población alemana, clasificada por deciles según el nivel de renta. El decil de renta mayor era 10, y el menor, 1. La investigación concluía que, mientras que los primeros ocho grupos de renta, del 1 al 8, eran contribuyentes netos (pagan más de lo que reciben), y el grupo 9 no realizaba ninguna contribución neta, el grupo 10, el de la renta más alta, era el que recibía las contribuciones de todos los demás. El sistema financiero alemán constituía un formidable instrumento de transferencia de recursos financieros de todos los segmentos de población hacia los más ricos por la vía del pago de intereses de capital. Viendo lo que ha sucedido en la última década, es muy probable que la situación haya empeorado.

Y ¿cuál es el motor de estos desequilibrios? La necesidad de crecimiento económico. Para crecer hay que endeudarse, y hacerlo con intereses de tipo compuesto, que generan unas magnitudes que crecen exponencialmente y convierten el sistema económico en una especie de juego piramidal. Quien va el último en el juego debe pagar las ganancias del que va delante. Salta a la vista que nos hace falta un nuevo modelo que no obligue a crecer por el mero hecho de tener que pagar los intereses de la deuda, sin aportar casi beneficios al 90 % de la sociedad. Y el sistema se retroalimenta en todo momento, ya que la capacidad de ahorro se concentra en los más ricos y, por lo tanto, el desequilibrio en el flujo financiero entre pobres y ricos crece.

De hecho, tal como asegura alguien tan moderado como Antón Costas, las «élites favorecidas por la acumulación de renta y la riqueza suelen desarrollar una fuerte insensibilidad hacia los costes humanos y las pérdidas del bienestar que experimentan los más débiles como consecuencia de conductas y políticas que perjudican gravemente el bienestar individual».

No es demasiado aventurado decir que esa política fue una de las causantes de la crisis. Es la desigualdad lo que propició un fuerte endeudamiento. Son la desigualdad y la nula redistribución lo que provoca que haya una acumulación de capitales sin precedentes. Y la desigualdad es consecuencia de un modelo financiero que la incrementa.

¿Por qué se produjo la crisis? Es probable que no exista un único factor, pero sin duda influyó poderosamente la pérdida de sentimiento de clase. El debate sobre las clases sociales desapareció por completo durante la década de 1980, noventa, la primera década del siglo XXI..., como si las clases no hubieran existido nunca. Cuando hablabas de «clase social», parecías un extraterrestre que acababa de bajar de un planeta extraño, cuando en realidad estabas describiendo el abecé de cómo se estructura cualquier sociedad.

Así pues, desde el momento en que todo tiene un precio y todo se puede comprar, la conciencia de lo público deja de tener sentido. Y creo que en la primera década del siglo XXI, en un momento de crecimiento económico en el que todo se podía comprar y todo se podía mercantilizar, eso provocó que un determinado modelo de capitalismo entrase en los hogares, y se perdiese el sentimiento de clase.

A pesar de que todos los asalariados son trabajadores, ¿cuánta gente se considera como tal? Durante décadas, se ha querido aparentar que nadie pertenecía a la clase trabajadora, que todo el mundo era de clase media, aunque fuese un asalariado. Eso ha hecho que la gente creyera que podía comprar cualquier cosa y que todos podían hacerse ricos.

Esta pérdida del sentimiento de clase permitió que la posible especulación, la compra de un piso para venderlo al cabo de dos años, se apoderase de la esfera más íntima desde la que se hace la política: de los hogares, de las conversaciones de sobremesa, de lo último que le dices a tu pareja antes de irte a dormir.

Esta pérdida del sentimiento de clase, el espejismo de que todo marchaba bien, hizo posible el país que nunca hemos construido.

DEMOCRACIA O PLUTOCRACIA

Para que todo eso haya sido posible, para el incremento de las desigualdades, nuestro funcionamiento democrático se ha ido acercando a una plutocracia. Uno de los factores desencadenantes de la crisis es que en las decisiones económicas no hay democracia. No se habla lo suficiente de este tema, y es un factor determinante. Uno de nuestros grandes problemas es que la democracia representativa tiene un grave déficit: que no hay marcos de deliberación reales para tomar las decisiones que afectan al interés general. Si no hay instrumentos de democracia participativa, de interacción y control sobre nuestros representantes, la democracia se limita a elegir un representante y pensar que al cabo de cuatro años ya pasaremos cuentas. La crisis económica es, por lo tanto, también una crisis de la representatividad y una crisis de la política, que se supedita a determinados intereses que parecen económicos pero que, en realidad, son intereses puramente financieros, sin base en la economía real. Es un problema que afecta a todo el planeta, pero que entre nosotros es todavía más acusado.

Los debates energéticos o fiscales, debates trascendentes, están muy condicionados por los intereses económicos, que pueden acabar afectándose los unos a los otros. De hecho, si un debate social puede acabar suponiendo que alguien pierda determinados privilegios, lo que casi siempre acaba imponiéndose es que este alguien impida que el debate se lleve a cabo.

Por lo tanto, la cuestión es si estamos en una democracia, en la que deciden las personas, o bien en una plutocracia, en la que las decisiones se toman en función del dinero que hay detrás.

Tenemos el caso de democracias asentadas que funcionan como tales. Estados Unidos actúa con frecuencia como una plutocracia, ya que las grandes decisiones económicas de la sociedad se toman en función del interés particular de determinados sectores económicos. El ejemplo más paradigmático se encuentra en el ámbito de la salud. Y, en ese ámbito, decisiones que eran muy racionales han obtenido (y todavía obtienen) una gran resistencia, porque la forma de elegir congresistas o senadores está sufragada por los intereses particulares de determinadas empresas que hacen que las decisiones de estos representantes no sean libres.

Corrupción legal. Este aparente oxímoron es lo que acaba suponiendo y expresando una forma de actuar. En realidad, en una plutocracia es habitual la captura o el secuestro de las instituciones en beneficio de unos pocos. Hablo de actuaciones que pueden hallarse dentro de los márgenes de la legalidad, pero que son profundamente inmorales y se basan en el aprovechamiento de la posición de poder y de un contacto directo y privilegiado con los gobernantes.

Esta estrategia explica en buena parte el mismo estallido de la crisis y sus extremos más obscenos. ¿Cuál es el origen de la proliferación de grandes infraestructuras faraónicas y absolutamente inútiles? Trenes sin pasajeros, aeropuertos sin aviones o autopistas sin coches. Unas infraestructuras que, además, no dan respuesta a los problemas de la gente, que en su mayoría toma trenes de cercanías y transporte público en general. ¿Cómo se explica que sigamos siendo uno de los países que más dependen energéticamente del exterior y, en cambio, se pongan todas las trabas posibles a las energías renovables mientras se paga a precio de oro la energía contaminante? ¿Cómo se explica que ante la amenaza de la burbuja inmobiliaria no se actuase para impedir el sobreendeudamiento, para controlar las prácticas de riesgo que se llevaban a cabo, para regular los sueldos de los directivos? ¿Cómo se explica que no se persiga el fraude fiscal y se decrete una amnistía, y que no se tomen medidas para impedir la ingeniería fiscal que pretende pagar menos impuestos? ¿Cómo se explica, en definitiva, un sistema que permite dedicar miles de millones a salvar bancos pero dice que no tiene dinero para aplicar una renta garantizada de ciudadanía, mientras las pymes y las personas trabajadoras pagan religiosamente todo lo que les toca?

En definitiva, no es que de repente se haya descubierto que existe la corrupción, es que el modelo de crecimiento de los últimos años alimenta y necesita el acto corrupto de asegurar que se defiende el interés general cuando en realidad se representan intereses absolutamente particulares. Este modelo se aprovecha de la debilidad de nuestra democracia, de un Estado débil y de la connivencia de ciertos partidos políticos que defienden y promueven este modelo, y que operan en un funcionamiento alérgico al control y la transparencia.

Estas prácticas son los ejemplos claros de la «corrupción legal» del mismo sistema. La ley hipotecaria, las preferentes, el rescate de los bancos, la venta de los servicios públicos —sea el agua o la sanidad— a precio de saldo, la amnistía fiscal... Todo esto solo puede entenderse desde un modelo que necesita cómplices para permitir un espolio de los recursos políticos hacia los bolsillos de unos pocos.

De este modo, crisis y corrupción forman parte de la misma estafa. La respuesta fácil es la mala gestión de los políticos. La paradoja es que pocas veces nos fijamos en las caras de los responsables económicos.

LA OPORTUNIDAD PERDIDA

El país que nunca hemos construido no viene de las respuestas obtenidas ante la crisis, sino de mucho antes. De cuando podíamos enfrentarnos a la desigualdad y hacer políticas que la combatiesen, de la época en la que teníamos que esforzarnos y echar el resto para que las decisiones económicas y sociales fuesen a favor del interés general y no del interés particular.

En mayo de 2010 vimos las primeras medidas de austeridad por parte del gobierno de Rodríguez Zapatero. A pesar de que el origen estaba en unas políticas que incrementaban la desigualdad y los desequilibrios, sobre todo en la etapa del gobierno de Aznar, la oportunidad se perdió en la primera legislatura de Rodríguez Zapatero, la que transcurrió desde 2004 hasta 2008.

Intentemos refrescar la memoria. El PSOE pensaba que no llegaría al poder en las elecciones de 2004. Zapatero consiguió la secretaría general del PSOE en unas circunstancias determinadas y por los pelos. Es un hombre que pasó de ser el portavoz del PSOE en la comisión de administraciones públicas, diputado por León, a tomar las riendas del partido a raíz de unas circunstancias excepcionales, y que después llegó a presidente del gobierno también a partir de unas circunstancias excepcionales. Todavía me acuerdo de cuando, en una asamblea de Iniciativa celebrada en 2003, uno de los invitados, Santiago Carrillo, nos comentaba que no sabía nada de Zapatero y que eso era sospechoso cuando se trataba de alguien que hacía tiempo que ocupaba cargos de representación.

En esa época construimos un país que ganó en el terreno de las libertades individuales. Pero en el ámbito económico y social su pensamiento fue débil, muy débil. El programa electoral del PSOE de 2004 decía que estábamos en un escenario de burbuja inmobiliaria y que lo que hacía falta era deshincharla. Pero cuando llegaron al poder, decidieron surfear la ola, porque no aplicaron ninguna medida en el terreno económico que cambiase mínimamente las cosas. Habríamos podido deshinchar la burbuja, pero no lo hicimos, y al final acabó estallando.

Una oportunidad perdida... para ganar la igualdad