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Su vida no había sido un cuento de hadas… hasta que conoció a aquel atractivo doctor Cuando la princesa Bridget Devereaux tuvo que reclutar médicos para su pequeño país, se encontró con un problema. El atractivo doctor Ryder McCall era la clave para conseguir lo que se había propuesto, pero, como tutor temporal de dos pequeños gemelos, estaba demasiado ocupado para ayudarla. Para Bridget, la situación de aquel padre soltero era tan conmovedora como intensa la atracción que existía entre ambos. Ryder necesitaba encontrar una niñera. Al presentarse ella voluntaria para ayudarle a cuidar a los gemelos, Bridget sucumbió rápidamente al encanto de aquellos dos bebés… y se enamoró perdidamente de Ryder. Pero sus vidas les llevaban por caminos distintos.
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Seitenzahl: 239
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Leanne Banks. Todos los derechos reservados.
CUENTO DE HADAS, Nº 1935 - mayo 2012
Título original: The Doctor Takes a Princess
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0131-8
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
RYDER McCall entró en el ascensor con el cochecito de los gemelos justo cuando las puertas se iban a cerrar. Los niños se echaron a reír cuando pulsó el botón del octavo piso y el ascensor se puso en marcha. Ryder había tenido que cambiar la cita con su abogado en tres ocasiones y tal vez tendría que cambiarla de nuevo si la niñera volvía a dejarle colgado.
Percibió entonces un leve movimiento detrás de él. Era una persona en la que no se había fijado al entrar. Una mujer con un vestido de noche de color rosa que dejaba ver unos hombros de nácar y unas curvas seductoras. Tenía unas piernas de infarto que parecían aún más largas con las sandalias de tacón alto que llevaba. Como médico con experiencia sabía lo perjudicial que era ese tipo de calzado para los pies, pero como hombre le gustaban. Trató de recordar, a duras penas, la última vez que había salido con una mujer.
—¡Qué guapos son! Supongo que le darán mucha guerra —dijo la mujer, señalando a los niños.
—Más de lo que usted cree —respondió él, asintiendo varias veces con la cabeza.
De repente, se sintió una fuerte sacudida. El ascensor cayó como medio metro y luego se quedó parado. Los gemelos se quedaron con los ojos como platos.
—¿Están bien los niños? —dijo la mujer, y luego añadió con gesto de preocupación—: Nos hemos quedado encerrados, ¿verdad?
—Déjeme ver —contestó Ryder, apretando, al azar, un botón de otro piso.
Pero el ascensor no se movió. Pulsó luego el botón de abrir las puertas, pero tampoco respondió. Decidió entonces tocar el pulsador de alarma y se escuchó en seguida un sonido agudo y estridente. La mujer se tapó los oídos con las manos.
Se oyó, en ese instante, una voz femenina a través del interfono.
—Les habla el servicio de seguridad del edificio. ¿Tienen algún problema?
—Estamos atrapados en el ascensor —gritó Ryder para que pudieran oírle en medio de aquel ruido infernal.
—Lo siento, señor. Iremos a arreglarlo en seguida.
—¿Cuándo es en seguida? —preguntó Ryder, viendo que los pequeños empezaban a llorar.
—Lo antes posible —dijo la voz del interfono, desactivando la alarma.
Los niños lloraban cada vez más desconsolados.
—Pobrecitos, deben estar muy asustados —dijo la mujer, y luego añadió extendiendo los brazos—: Deme a uno, por favor.
—No sé… Acaban de comer y deben estar un poco sucios.
Los pequeños no estaban muy presentables en ese momento. Tenían restos de comida por todas partes en sus camisitas azul claro.
—Bueno, tendremos que hacer algo, no podemos dejar que sigan llorando —dijo la mujer dejando el bolso en el suelo y alargando los brazos—. Deme a uno —insistió ella con el tono de voz típico de una persona acostumbrada a mandar y a ser obedecida.
Como tutor de los residentes del Centro Médico de Texas, él también estaba acostumbrado a dar órdenes. Sin embargo, prefirió, en esa ocasión, dejar a Tyler en brazos de la mujer. Como por arte de magia, el niño se calmó tan pronto estuvo en sus brazos. Ryder, a la vista de ello, sacó a Travis del carrito y lo acunó también en sus brazos, aunque tardó un poco más en tranquilizarse. No en vano, era el más revoltoso de los dos.
—Bueno, esto ya es otra cosa —dijo ella sonriendo—. ¿Y cómo se llama esta preciosidad?
—Tyler —contestó Ryder—. Y este es Travis. Permítame que me presente, soy Ryder McCall. Le agradezco mucho su ayuda.
—No tiene la menor importancia —dijo ella con una mezcla de acentos, ninguno de los cuales parecía originario de Texas—. Me llamo Bridget —añadió abanicándose con el chal que llevaba sobre los hombros—. Parece que está haciendo cada vez más calor aquí dentro.
—Y hará más mientras no vengan a arreglarlo. ¿Se siente mareada? Me gustaría ofrecerle un poco de agua, pero salí de casa con prisas y no llevo más que las botellitas de los niños.
—Bueno, eso es lo primordial —replicó ella, echando una ojeada al reloj—. Espero que esto no se prolongue mucho. Creo que debería llamar a mis amigos. Lo siento, Tyler —dijo la mujer inclinándose para dejar al niño en el cochecito—. Tengo que dejarte aquí un momento.
Tomó el teléfono móvil y, tras marcar un número, frunció el ceño.
—Déjeme que lo adivine. No hay cobertura, ¿verdad? —exclamó Ryder y luego añadió al ver cómo ella asentía con la cabeza—. Debe ser por estas puertas de acero.
—Me pregunto si alguien del servicio de seguridad va a venir a sacarnos de aquí.
—Deben estar ya a punto de llegar —dijo él—. Espero que no haya necesidad de volver a cambiar a los niños. Tengo problemas con las niñeras, ¿sabe? Me gustaría encontrar una que me durara al menos dos semanas.
—Eso resulta cada vez más difícil en estos tiempos. ¿Ha probado con alguna agencia?
—Sí. El problema también es que, debido a mi trabajo, apenas dispongo de tiempo.
—Lo comprendo. ¿Y su esposa?
—No estoy casado.
—Oh, debe resultarle entonces muy difícil conciliar el trabajo con sus hijos.
—En realidad no son hijos míos. Soy solo su padrino. Mi hermano y su esposa murieron en un accidente de tráfico hace un mes.
—¡Eso es terrible! ¡Pobres criaturas! —exclamó Bridget—. No sabe cómo lo siento por ellos… y por usted. ¿No tiene a nadie que lo ayude?
—No —respondió él—. ¿Y usted? ¿Tiene hijos?
—Bueno, tengo dos sobrinas pequeñas adorables —replicó ella de forma mecánica, echando una ojeada al reloj con gesto de impaciencia.
Tenía que asistir a un acto benéfico. Era un favor que le hacía a una vieja amiga de su hermana Valentina. Le bastaría marcar un código especial de tres dígitos en el móvil y se presentaría allí de inmediato su equipo de seguridad. Pero no quería montar ninguna escena. Estaba allí en Dallas para cumplir un trabajo que su hermano le había encargado y tan pronto lo terminase tomaría un vuelo hacia Italia.
Cada vez hacía más calor en la cabina de aquel ascensor. Comenzaba a sentirse tan sudorosa como si acabara de salir de una sesión de spinning. Aunque no le preocupaba demasiado llevar el vestido manchado de sudor mientras no se presentasen por allí los paparazzi para sacarle unas fotos. Desde hacía año y medio, ella era la representante de su país. Tenía que ofrecer una imagen pulcra e inmaculada y evitar, a toda costa, cualquier tipo de escándalo.
Ya había tenido algunos deslices desafortunados. El que fuese una princesa no significaba que tuviera que ser perfecta. Tampoco era un dechado de paciencia. Aunque el hombre que tenía enfrente y que examinaba ahora, con mucha atención, la estructura del ascensor, tampoco parecía ser muy paciente precisamente, pensó ella.
—Supongo que no estará pensando en salir por el techo, ¿verdad? —le preguntó ella.
—Si no viene nadie a sacarnos, algo tendré que hacer, ¿no le parece?
—¿Y los niños? ¿Qué piensa hacer con ellos? — replicó ella, algo temerosa ante la perspectiva de poder quedarse allí sola con los gemelos.
—El propósito de salir es precisamente tratar de ponernos todos a salvo.
Tenía todo el aire de un hombre arrogante, pensó ella. Uno de esos hombres inflexibles e intolerantes con cualquier persona más débil que él. Aunque eso solo eran suposiciones. No le conocía de nada. Lo que sí sabía era que empezaba a sentir admiración por él. Era un hombre delgado pero atlético y musculoso, que se había hecho cargo de dos niños huérfanos.
Pensó lo que ella hubiera hecho de verse en una situación así. Seguramente, habría aceptado la responsabilidad, pero desde luego habría contratado a un par de niñeras por lo menos.
—No nos han vuelto a comunicar nada —dijo ella mirando el botón de emergencia—. ¿No cree que deberíamos volver a llamar?
—¿Para qué? ¿Para que los niños se pongan a llorar de nuevo?
—Tomaré a Tyler en brazos —dijo ella sacando al bebé del carro—. No sé por qué me parece que eres un poco mimoso, ¿eh? —añadió ella, acariciándole la barbilla con el dedo.
Ryder pulsó el botón y la alarma volvió a sonar con toda su estridencia. Tyler dejó de sonreír como por encanto, puso cara de asustado y se echó a llorar. Su hermano no tardó en secundarle. Segundos después, la alarma se detuvo y se escuchó una voz por el interfono que se puso a hablar con Ryder. Bridget no fue capaz de escuchar lo que decían, ocupada en tratar de consolar a Tyler, acunándole en los brazos. Solo veía que Ryder hablaba con voz firme y segura. Le recordó a su hermano.
—¿Qué han dicho? —preguntó Bridget cuando Ryder terminó de hablar por el interfono.
—Que vendrán en cinco minutos. Les dije que me disponía ya a salir por el techo del ascensor.
—Buena idea. Tal vez yo debería hacer una cosa así en algunas ocasiones. ¿Hay algo más que podamos hacer para tranquilizar a los niños? —preguntó ella, acariciando al pequeño.
—No sé, tal vez podría cantarle esa canción que les gusta tanto: Frère Jacques, Frère Jacques, dormezvous?, dormez-vous?, sonnez les matines, sonnez les matines, din dan don…
Bridget miró emocionada a aquel hombre que le recordaba a un aguerrido marine de la flota americana cantando una canción infantil y sintió algo muy profundo dentro de ella. Tan profundo que se sintió mareada por un instante. Tal vez, solo fuese el calor que hacía allí dentro, pensó ella. Recordaba la canción y se puso a cantarla con él.
Seis minutos después, las puertas del ascensor se abrieron y apareció un grupo de hombres: dos bomberos, un asistente sanitario y el guardaespaldas personal de Bridget.
—Alteza… —dijo el guardaespaldas, tendiéndole una mano.
—Un momento —replicó ella, dejando a Tyler en el cochecito.
—¿Alteza? —repitió Ryder, con cara de extrañeza—. ¿Por qué no me dijo…?
—¿Para qué? —respondió ella con una sonrisa—. Están todos bien, ¿verdad?
—Sí —respondió él, sin salir de su asombro.
—Me alegro. Gracias por todo y buena suerte.
Bridget le estrechó la mano. Notó que las manos de Ryder era suaves pero, a la vez, grandes y fuertes. Se sintió un poco confusa y la retiró en seguida.
—Alteza, un médico está esperándola para hacerle un chequeo —dijo el guardaespaldas, mientras ella salía del ascensor.
—No es un médico lo que necesito en este momento, sino un estilista.
SENTADA en una silla de la cocina del rancho de su cuñado, Bridget vio con extrañeza cómo Zach Logan abrazaba a su hermana Valentina como si saliera para un largo viaje, cuando solo iba a ausentarse un par de días. Parecían tan enamorados como el primer día.
—Llámame si necesitas algo —dijo Zach a su esposa, y luego añadió tomando en brazos a su pequeña hija Katiana—: Prométeme que vas a ser buena con mamá. Venga, dame un beso.
La niña lo besó en la mejilla y luego le dio un abrazo. Bridget se sintió emocionada. Zach y Tina habían pasado por muy malos momentos antes de casarse.
Zach miró luego a Bridget fijamente. Era de ese tipo de hombre seguros de sí mismos y con una voluntad de hierro. Ella se alegraba de que su hermana hubiera encontrado la felicidad con él, pero habría preferido que se hubiera casado con otro tipo de hombre, más cariñoso y atento. Un italiano, probablemente.
—Y tú —dijo Zach, señalando a Bridget con el dedo—, procura alejarte de los ascensores.
—Eso solo puedo prometértelo mientras esté aquí —respondió ella con una sonrisa—. Cuando vuelva a Dallas, tendré que seguir usándolos si quiero concluir el trabajo que Stefan me ha encomendado. Ya no me quedan muchos días.
—¿Quieres decir que te has cansado ya de nosotros? —exclamó Tina, mirándola de reojo.
Bridget negó con la cabeza y se fue a dar un abrazo a su hermana.
—¡Qué cosas dices! Claro que no. Pero sabes que el sueño de toda mi vida ha sido poder tomarme un año sabático en Italia, estudiando arte. Y me gustaría poder hacerlo realidad ahora que todavía soy joven.
—¡Pero si eres muy joven! Aún tienes toda la vida por delante. Pero estoy de acuerdo contigo, te mereces un descanso. Has representado a Chantaine en casi todos los actos públicos desde que me fui de allí y me vine a vivir a Texas. No sé por qué no te lo tomaste antes. Estoy segura de que habrías contado con la aprobación de Stefan.
Stefan, su hermano, era el príncipe heredero, y tal vez la persona más exigente del mundo, pero lo que Tina decía era verdad. No solo le habría permitido a Bridget tomarse un descanso, sino que, seguramente, él mismo le habría animado a hacerlo.
—Necesito un año. Un año completo. Pero Stefan cree que Chantaine necesita más médicos y yo estoy de acuerdo. Especialmente después de lo que le pasó a Eve…
Bridget no pudo continuar. La voz se le quebró de la emoción.
Tina le dio unas palmaditas cariñosas en la espalda.
—Aún te sientes culpable de aquello. Eso no le gustaría a Eve.
—Me salvó la vida protegiéndome con su cuerpo de aquella pandilla que se abalanzó sobre mí. Estoy feliz de que consiguiera recuperarse. No sé lo que habría hecho si…
—Bueno, ella se recuperó y tú también. Eso es lo importante —dijo Zach, dando a Bridget un abrazo fraternal—. Y, ahora que estás en mi país, quiero que te lo pienses dos veces antes de montarte en un ascensor.
—Zach, siempre tan protector —dijo Tina muy sonriente.
—Estad tranquilos, no me pasará nada —replicó Bridget, con un nudo en la garganta, viendo lo mucho que se preocupaban por ella, tanto su hermana como su cuñado—. ¿A cuántas personas conocéis que se hayan quedado encerradas dos veces en un ascensor?
—Demostraste mucho valor —dijo Tina con un gesto de admiración—. Incluso llegaste a tiempo de asistir al acto benéfico de Keely.
—Seguro no esperaban que me presentara con aquel aspecto. Con el pelo revuelto y el vestido manchado con restos de comida de bebés.
—¡Tonterías! Keely dijo que todo el mundo te encontró encantadora y que les pareció una anécdota muy simpática lo de tu incidente del ascensor. Y lo más importante: los donativos comenzaron a aumentar a raíz de tu llegada.
—Tal vez las manchas de comida del bebé ablandaron los corazones de los asistentes. Bueno, ahora os dejo solos para que os despidáis como dos tortolitos. Buen viaje, Zach.
—Gracias, Bridget.
Bridget tomó su taza de té y subió a la habitación de invitados donde estaba alojada.
En aquel rancho, a miles de kilómetros de Stefan, su exigente hermano, se sentía más relajada. Era un lugar muy diferente de Chantaine, donde los paparazzi la acosaban en cuanto salía del palacio. Por eso había decidido cumplir el encargo de su hermano Stefan y marcharse después a Italia para tratar de encontrar allí la paz que tanto necesitaba.
Nadie podía acusarla de antipática. Expresaba abiertamente sus diferencias con los miembros de su familia, pero mostraba una simpatía arrolladora con la gente. Era su trabajo.
Durante el último año y medio, había sido testigo de las carencias de los ciudadanos de Chantaine. Había visto y oído los lamentos de los niños enfermos en los hospitales. Le resultaba ahora difícil mantenerse al margen de las cosas. La vida le había sido más fácil cuando desconocía esas miserias y su cuñada aún no había arriesgado su vida por ella.
A pesar de que Eve había sobrevivido y mejorado mucho desde el accidente, algo dentro de Bridget había cambiado. Y no sabía si para bien. Eve y Stefan se habían enamorado y se habían casado. Eve cuidaba de la hija que Stefan había tenido fuera de su matrimonio como si fuera suya. En apariencia, todo era perfecto y maravilloso.
Sin embargo, Bridget se preguntaba si su vida era tan valiosa como para que Eve hubiera arriesgado la suya por salvarla. Cerró los ojos y respiró profundamente.
«Deja ya de hacerte esa pregunta», le dijo una voz interior.
Puso la taza de té sobre la mesa y trató de controlar sus emociones. Terminaría el trabajo que Stefan le había encargado. Tal vez, mejorase su autoestima después de ello. Luego iría a Italia y, con un poco de suerte, encontraría la felicidad y la paz que había perdido.
Pero, después de tres días sin conseguir contactar con el jefe de los residentes del Centro Médico de Texas, estaba a punto de perder la paciencia. El doctor Gordon Walters no estaba nunca disponible y cuando lo llamaba a su despacho no respondía nadie. Afortunadamente, Keely, la amiga de Tina, conocía a un médico del hospital Universitario y le informó de que iba a celebrarse, el martes por la noche, en un hotel cercano al hospital, una reunión a la que asistirían los médicos, los residentes y los benefactores del centro.
Bridget se registró en el hotel. Su guardaespaldas se alojó en la habitación contigua a la suya. Recordó entonces que otra de las ventajas de estar en el rancho de Zach era que allí no necesitaba de todas esas medidas de seguridad. No como ahora en Dallas. Eligió con mucho esmero lo que iba a ponerse. Quería estar muy elegante para que la tomasen en serio. Un vestido negro con zapatos de tacón alto y los labios pintados de rojo pasión.
Se miró en el espejo del cuarto de baño de la suite. No pareció muy convencida. Pero, qué diablos, si Madonna iba con un aspecto parecido y todo el mundo la respetaba, ¿por qué a ella no? Se retocó un poco el peinado con la mano. Llevaba últimamente un color de pelo algo más oscuro de lo habitual. Acorde con su estado de ánimo, pensó ella con amargura.
Tal vez se tiñese de rubia cuando fuese a Italia.
Tomó el móvil y marcó el número de su guardaespaldas.
Raoul apareció inmediatamente.
—Sí, Alteza.
—Estoy lista. Por favor, trata de mantenerte apartado discretamente.
—Sí, Alteza. La esperaré en el ascensor.
Un minuto después, Bridget bajó en el ascensor hasta la planta baja donde estaba el salón de actos. Había, en la entrada, un hombre, de aspecto muy respetable, que parecía el anfitrión.
—¿Nombre? —le preguntó él, cuando ella llegó a la puerta.
Bridget se quedó sorprendida por un instante. No estaba acostumbrada a tener que identificarse delante de nadie. Tenía todas las puertas abiertas solo por ser quien era. Pero allí, en Texas, las cosas debían ser diferentes, pensó ella.
—Bridget Devereaux y escolta —dijo ella, señalando a Raoul que estaba a su lado.
El hombre pasó varias hojas hasta comprobar su nombre.
—Bienvenidos. Pasen, por favor.
—¡Valiente patán! —exclamó Raoul, mientras entraban en el salón abarrotado de gente—. ¡Atreverse a pedir el nombre a un miembro de la familia real!
—Es una nueva experiencia —dijo ella sonriendo—. Estoy buscando al doctor Gordon Walters. Por favor, Raoul, si lo ves, dímelo en seguida.
Treinta minutos después, Bridget estaba a punto de perder los nervios. Cada vez que mencionaba el nombre del doctor Walters, todas las personas guardaban un extraño silencio. Parecía no haber forma humana de conseguir la menor información sobre el paradero de aquel hombre misterioso. Frustrada, aceptó una copa de vino y decidió cambiar de táctica.
El doctor Ryder McCall miró su reloj por enésima vez en diez minutos. ¿Cuánto tiempo más tendría que permanecer allí para poder irse? La niñera que había contratado el día anterior le había causado muy buena impresión, pero, después de sus experiencias anteriores, no podía estar seguro ya de nada. Vio entonces una mujer de espaldas, a unos metros de él. Tenía el cabello castaño oscuro. Había algo en ella que le resultaba familiar. Llevaba un vestido clásico que, en otra mujer con un cuerpo menos espectacular, le habría hecho recordar a aquella actriz tan elegante, ¿cómo se llamaba…? Audrey… algo. Pero la mujer que tenía ahora delante poseía unas curvas que le hicieron recordar el tiempo que llevaba sin tener una expansión sexual. Demasiado, pensó él, ajustándose el nudo de la corbata.
Se acercó unos pasos para verla mejor desde otro ángulo. La recorrió de arriba abajo con la mirada: las piernas, los muslos, las caderas, los pechos. Tenía un cuerpo maravilloso. Trató de imaginársela desnuda. Sintió en seguida una gran excitación y decidió entonces mirarla a la cara. Se quedó asombrado al verla.
La mujer que hablaba con Timothy Bing, uno de sus residentes más destacados era la misma con la que se había quedado encerrado la otra noche en el ascensor. Una princesa o algo así. Se llamaba Bridget, creyó recordar. Por supuesto, Timothy, estaba prendado de ella. ¿Por qué no iba a estarlo? El muchacho estaba falto de sueño, de comida decente y de sexo…
Él también, pensó Ryder, sufría esas mismas carencias, aunque por razones diferentes. Se preguntó qué estaría haciendo esa mujer allí. Decidió satisfacer su curiosidad y se acercó a ellos. Timothy solo parecía tener ojos para Su Alteza. Ryder se aclaró la garganta, de forma tan ostensible que Timothy y la mujer no tuvieron más remedio que volver la cabeza.
Timothy se puso muy tenso como si fuera un niño al que su maestro le hubiera sorprendido cometiendo una fechoría. Ryder se preguntó si sería necesario presentarse.
—Doctor McCall —dijo al fin.
—¿Doctor? —exclamó ella mirándolo con curiosidad—. No sabía que fuera médico.
—No tuvimos mucho tiempo de hablar de nuestras ocupaciones, Alteza.
—¡Alteza! —exclamó Timothy con un gesto de sorpresa—. ¿Es usted reina o algo parecido? Creí que me había dicho que era una representante de Chantaine.
—Y lo soy —replicó ella con una sonrisa—. Soy la representante real de Chantaine y espero que estudie mi oferta de trabajo. Ya sabe: un par de años, una beca y de todos los gastos pagados.
Ryder se quedó como petrificado mirando en silencio a aquella mujer. Estaba tratando de quitarle a uno de sus médicos más brillantes.
—Olvídelo —dijo Ryder, echándose a reír.
—Es una oferta muy generosa —replicó ella, con el ceño fruncido—. Y sería muy beneficiosa tanto para el doctor Bing como para Chantaine.
—El doctor Bing no va a cometer el error de dar un paso en falso en su carrera para retirarse a una isla cuando está llamado a ser uno de los mejores cirujanos en neurología de todo el país.
—Me parece insultante que considere una estancia temporal en Chantaine como un paso en falso en su carrera —dijo ella, frunciendo más el ceño—. Nuestros ciudadanos necesitan neurólogos. No debería existir ningún prejuicio contra nosotros solo porque vivamos en una isla. ¿O es que acaso los habitantes de Chantaine no se merecen tener una sanidad digna?
—No era eso lo que pretendía decirle, pero es mi deber asesorar al doctor Bing para que no tome una decisión que pueda apartarle de la brillante carrera que tiene por delante.
—Pensé que eso era responsabilidad del doctor Gordon Walters, ese hombre ilocalizable, que nadie sabe dónde está y con el que es imposible hablar siquiera por teléfono.
—Discúlpeme —dijo Timothy, algo incómodo en medio de aquella discusión—. Tengo que…
Se alejó de allí rápidamente sin terminar siquiera la frase.
—¡Bien, ya lo ha conseguido! —exclamó ella—. El doctor Bing y yo estábamos teniendo una conversación muy cordial y usted ha venido a estropearlo todo.
—¿Yo?
—Sí, usted. Todo cambió en cuanto usted apareció. El doctor Bing estaba realmente dispuesto a considerar mi oferta de ir a trabajar a Chantaine.
—Lo que de verdad quería el doctor Bing era acostarse con usted —dijo Ryder de forma impulsiva, arrepintiéndose en seguida de haber pronunciado esas palabras.
—Es usted el hombre más grosero que he conocido —replicó ella muy indignada.
—Le pido disculpas si la he ofendido, pero a Timothy Bing no se le ha perdido nada en Chantley o como quiera que se llame ese país de usted.
—Chantaine —le corrigió ella de mala gana—. Aceptaré sus disculpas si me presenta al doctor Gordon Walters. Es el hombre con el que realmente quería hablar.
—El doctor Gordon Walters no está aquí esta noche. Lleva ya algún tiempo sin ejercer su cargo de asesor jefe de residentes y no es probable que aparezca por aquí.
—¿Y quién es la persona que lo sustituye?
—Nadie puede sustituir al doctor Walters. Es una persona que goza del respeto y la admiración de toda la comunidad médica. Yo estoy haciendo ahora sus funciones de forma temporal.
—¡Vaya, estoy de suerte! —exclamó ella, con ironía.
Maldita sea, pensó Bridget, apretando los puños. Había quedado en evidencia. Se había enemistado innecesariamente con el doctor McCall, pero seguramente se avendría a razones cuando supiese más cosas de Chantaine y del programa que iba a ofrecerle.
—Bien. Me alegro de estar al fin con el interlocutor adecuado. Creo que, en el encuentro que tuvimos en el ascensor, demostramos ser personas adultas y responsables. Estoy segura de que seremos capaces de llegar a un entendimiento sobre este asunto.
El doctor McCall la miró con cara de escepticismo.
—Estoy de acuerdo con usted sobre el primer punto, pero no puedo prometerle nada sobre el segundo. Ha sido un placer volver a verla, Alteza —dijo él, mirándola otra vez de arriba abajo—. Bonito vestido… Buenas noches.
Ryder se dio la vuelta con intención de marcharse.
—Espere, por favor —dijo ella, tras un instante de vacilación.
—¿Sí?
—Supongo que Timothy Bing no será el único residente del hospital. En Chantaine, necesitamos médicos de todas las especialidades. Allí ganarán experiencia, además, claro, de las condiciones económicas que estamos dispuestos a ofrecerles.
—Lo siento, Alteza, pero…
—Por favor —dijo ella—, llámame Bridget. Después de todo, estuvimos cantando juntos en un ascensor. Eso es algo que muchas parejas no han hecho nunca en su vida.
—Es cierto, Bridget, pero, aun así, no estoy seguro de poder ayudarte. Una vez más, tengo que repetirte que mi prioridad número uno es aconsejar a mis estudiantes para que tomen las decisiones que les permitan labrarse un provenir más brillante.
—Bueno, al menos dame la oportunidad de explicarte con detalle nuestro programa.
Ryder suspiró resignado. Luego sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta y se la dio.
—Está bien. Aquí tienes mi tarjeta. Llama a mi secretaria. Ella te dará cita.
Bridget, furiosa, apretó los puños al oír esas palabras, pero esbozó una sonrisa forzada.
—Gracias. No te arrepentirás.
—Umm… —replicó él en un tono evasivo, alejándose de su lado.
Bridget tuvo que resistir la tentación de sacarle la lengua.
—¿Está bien, Alteza? —dijo Raoul acercándose a ella—. Parece disgustada.
—¿De veras? —respondió ella, tratando de parecer lo más serena posible—. No, estoy bien. Es solo que acabo de encontrar un ligero obstáculo en mi misión —añadió mientras miraba el cuerpo alto y atlético de Ryder McCall perdiéndose entre la multitud.
El obstáculo no era tan ligero, pero ella había aprendido que, con una actitud positiva, una mujer podía vencer los obstáculos más difíciles e insalvables.
—Necesito saberlo todo sobre el doctor Ryder McCall. Mañana por la mañana, como muy tarde —dijo ella echando una ojeada general por el salón.
Ryder llegó a casa preparado para el caos que le esperaba. Desde que se había hecho cargo de los gemelos de su hermano, su vida se había visto sumida en un absoluto desorden. Pero, al entrar, se encontró la casa oscura y en silencio. Solo se oía el sonido de la televisión retransmitiendo un partido de béisbol. Marshall, su viejo amigo, estaba sentado en el sofá, con una cerveza en la mano. Sobre la mesa, había una caja con una pizza por la mitad.
—Me llamó tu niñera —dijo Marshall, sin levantarse—. Me dijo que uno de sus hijos se había puesto malo y no podía quedarse. Así que me tocó venir a hacer la suplencia. Por cierto, solo por curiosidad, ¿qué lugar ocupo en tu lista de suplentes?
Uno bastante bajo, se dijo Ryder para sí. Había dos vecinas de mediana edad antes que él. Además de una tía que vivía al otro lado de la ciudad y de su secretaria.
—Gracias por venir. ¿Cómo están los niños?
—Muy bien. Les di unos cereales con miel, les puse el pijama y los acosté en la cuna.
—¿No los bañaste?
—Ya los había bañado la niñera antes de que yo llegara. Ese Travis es un diablo. No quería dormirse. Así que tuve que cantarle algunas de mis canciones country favoritas.
—Parece que el truco dio resultado, ¿no? —dijo Ryder—. Voy a subir a ver cómo están.
—Te esperaré aquí con una cerveza —dijo Marshall.