Cuentos - Alfonso Hernández Catá - E-Book

Cuentos E-Book

Alfonso Hernández Catá

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Beschreibung

Tras la publicación de los Cuentos de Alfonso Hernández Catá en varios libros fue considerado en vida uno de los mejores escritores cubanos de todos los tiempos. Redactor del Diario de la Marina, uno de los periódicos más influyentes del país, y con una carrera diplomática desde muy joven, su obra tiene el aliento cosmopolita del viajero ilustrado y, a su vez, la mirada penetrante de quién percibe y narra con hondura las situaciónes más disímiles. La siguiente selección de cuentos comprende historias bíblicas, relatos ambientados en Madrid, viajes a París o episodios de la Guerra cubana por la independencia. Sus protagonistas son personajes de distintas razas, sexos y grupos sociales retratados con intensidad, llenos de conflictos y aspiraciones.

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Alfonso Hernández Catá

Cuentos Edición de Salvador Bueno

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Los frutos ácidos.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9816-645-3.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-532-4.

ISBN ebook: 978-84-9953-429-9.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Itinerario de Alfonso Hernández Catá (1885-1940) 9

La verdad del caso de Iscariote 37

La fábula de Pelayo González 43

Cuento de amor 51

El gato 59

El testigo 75

La culpable 85

La galleguita 95

El hijo de Arnao 105

Confesión 115

Noventa días 121

Los ojos 135

Apólogo de Mary González 147

Cayetano el informal 155

El pagaré 165

Por él 177

La quinina 183

Casa de novela 191

El que vino a salvarme 205

Los chinos 211

Recuento sobre la Estigia 219

Fantasmas 225

El pisapapel 227

El nieto de Hamlet 229

I 229

II 234

III 238

IV 242

V 250

VI 256

El laberinto 263

I 263

II 268

III 275

IV 282

V 291

VI 299

VII 306

VIII 314

IX 320

La piel 329

I. La partida 329

II. La tempestad 344

III. El puerto 360

Los muertos 377

I 377

II 381

III 389

IV 399

V 411

Libros a la carta 427

Itinerario de Alfonso Hernández Catá (1885-1940)

Según el esquema preparado por José Antonio Portuondo, la decimotercera generación cubana, primera del cuarto período, la «República semicolonial», abarca veintiocho años. Sus experiencias generacionales comprenden la instauración de la república en 1902, la segunda intervención norteamericana en 1906, los gobiernos de la república neocolonial, desde Estrada Palma hasta Machado, y se cierran con el asesinato de Mella en 1929.1 Los hechos que enfrentan les imponen un sentimiento de frustración. Uno de los más destacados miembros de este equipo generacional; José Antonio Ramos (1885-1946), penetró con agudeza en el desentrañamiento de la ideología y las actitudes de sus coetáneos, sus quebrantos, sus posiciones esquivas: «Nosotros no negamos, sin embargo, nuestro fracaso colectivo, nuestra derrota ante el alud que nos vino encima...»2 Efectivamente, después de treinta años de lucha, el pueblo cubano sufría la injerencia imperialista, la corrupción de la república neocolonial, la pérdida de la tierra nativa que pasaba a manos extranjeras, el marasmo del sistema educacional, etc.

Como expone Ramos, «Nuestra cubanidad era indudablemente burguesa, romántica, sentimental».3 Ante el naufragio, muchos buscaron «nuestro esquife salva sueños». Algunos hallan el refugio de la diplomacia que les permite, por una parte, distanciarse del cieno neorrepublicano, y por otra, aproximarse a centros de mayor actividad intelectual que la ejercida en su Patria.

Entre ellos estuvieron el propio José Antonio Ramos, José de la Luz León (1892-1981), Luis Rodríguez Embil (1879-1954) y José María Chacón y Calvo (1892-1969). También se encontraba el novelista y cuentista Alfonso Hernández Catá (1885-1940).

El propio escritor permitió que se repitiera en muchos lugares que había nacido en Santiago de Cuba. En realidad, nació circunstancialmente en una aldea castellana, Aldeadávila de la Ribera, provincia de Salamanca, el 24 de junio de 1885. Aunque su familia estaba instalada en Santiago de Cuba, su padre, Ildelfonso Hernández y Lastras (1844-1893), que antes de morir alcanzó el grado de teniente coronel del ejército español, había querido que su primer hijo varón naciera en el mismo lugar que él. A los tres meses de nacido ya se encontraba la familia de nuevo en Santiago de Cuba.

La madre del futuro novelista, Emelina Catá y Jardines (1856-1915), pertenecía a una familia cubana arraigada en la zona oriental de la Isla que había mantenido firmes posiciones anticolonialistas. El abuelo materno del escritor, José Dolores Catá y Gonse, fue fusilado en 1874, en plena Guerra de los Diez Años, en Baracoa, «en una de las murallas del fuerte de la punta, hacia la parte norte, junto a los arrecifes del mar», condenado por conspirar contra el dominio español. Su tío materno Álvaro Catá y Jardines (1866-1908), que ejerció como periodista en La Lucha, La Discusión y El Fígaro, se incorporó al ejército mambí, colaboró con Mariano Corona en El Cubano Libre en plena manigua, alcanzó el grado de coronel, y fue elegido Representante a la Cámara por Oriente al iniciarse la república neocolonial.

Un cuento de Hernández Catá que con el título «Mandé quinina» se publicó por primera vez en la revista Social (La Habana, 1926, vol. 11, núm. 1, pág. 20) ha sido considerado totalmente de carácter autobiográfico. Aunque el novelista, que después dio a este cuento el título «La quinina» utiliza recuerdos de su niñez en torno al comienzo de la guerra de 1895, debe mencionarse que su padre había muerto dos años antes de los acontecimientos que relata. Sin embargo, en torno a las relaciones en el seno de esta familia al mismo tiempo española y cubana, debemos recordar que Antonio Barreras (1904-1973), albacea literario del novelista, menciona el hecho insólito de que Ildefonso Hernández y Lastras siendo militar español fuera a la cárcel de Baracoa, donde estaba prisionero el independentista José Dolores Catá: para pedirle la mano de su hija,4 con quien contrajo matrimonio después del fusilamiento del cubano en 1874.

De sus años infantiles en Santiago, el propio Hernández Catá recorriendo las calles de la capital oriental en 1930, le contaba a Barreras:

Aquí por esta calle y las aledañas (que eran las de San Tadeo y otras) jugué con mis compañeros infantiles a españoles y mambises, en plena guerra de emancipación. Tomaba tan en serio mi papel que, en más de una ocasión castigué la aparente bizarría de mis enemigos con la honda primitiva —arma infalible— que manejaba a maravilla...5

No disponemos de muchas informaciones sobre esa etapa de la vida de Henández Catá. Se han de realizar más investigaciones en los archivos de Santiago de Cuba. Según el crítico puertorriqueño, José A. Balseiro (1900) —que ha sido el estudioso más persistente de la obra de nuestro narrador—, «en el Colegio de don Juan Portuondo y en el Instituto de segunda enseñanza, después, estudió hasta los catorce años».6

Según otros datos que aparecen en antologías y panoramas históricos; a esa edad su madre lo envió a España a estudiar al Colegio de los Huérfanos Militares de Toledo, como hijo de un oficial español, y allí ingresó dos años más tarde. Lo cierto es que no pudo soportar por mucho tiempo la estricta disciplina de aquella institución, escapó de allí con varios compañeros y se encaminó a pie hasta Madrid. No sabemos con exactitud cuándo ocurrió este hecho. En la capital española «tuve que dormir en las plazas y allí adquirí amistad con la majestuosa doña Urraca, cuya severidad preside el cónclave real de la Plaza de Oriente»7 situada frente al Palacio Real, según rememoraba muchos años después. De este modo iniciaba los años oscuros de un aspirante a escritor.

Algunos compañeros de profesión que eran viejos amigos suyos narraron, en ocasión de la muerte trágica de Hernández Catá, cómo lo habían conocido durante esta etapa que se ha calificado de bohemia literaria. El escritor y periodista español Luis de Oteyza rememoraba cómo le fue presentado Catá en esos años primeros del siglo por otro joven, Enrique Bremón, que aspiraba a publicar una revista literaria. Casi no hay que aclarar que dicha revista desapareció antes de comenzar a pagar sus colaboraciones.8 Por otra parte, Eduardo Zamacois (1876-1976) contó que trabó amistad con Catá, hacia 1904, cuando intentaba abrirse paso en la vida literaria madrileña. Según recuerda Zamacois, Catá logró que Benito Pérez Galdós escribiera unas líneas al director de Blanco y Negro para que publicara una colaboración de aquel desconocido autor, lo que al fin logró tras muchas visitas y algunas artimañas del joven narrador.9

Wenceslao Fernández Flores también trajo las memorias de cuando había conocido a Catá en La Coruña, en 1905, donde se habían reunido varios jóvenes escritores como Alberto Insúa y Francisco Camba. Ya Catá gozaba por entonces de cierta nombradía literaria porque publicaba en las revistas de Madrid. Según anotaba Fernández Flores:

Catá llevó a La Coruña las pruebas impresas de un libro suyo de cuentos que pronto había de aparecer y en él figuran escenas maeterlinknianas hacia las que siempre, lo empujó su temperamento y nos las leía con un tono opaco, cuando el paseo del Relleno se quedaba vacío de gente por las noches. Aquellas pruebas le proporcionaban una inmensa categoría entre nosotros que envidiábamos la inminencia de su triunfo y el éxito de haber hallado un editor.10

Fue por este tiempo cuando conoció en Madrid a Alberto Insúa (1885-1963) en las reuniones literarias que efectuaba en su casa el escritor Antonio de Hoyos y Vinent (1886-1940). Insúa (cuyo verdadero nombre era Alberto Álvarez y Escobar) había nacido en La Habana, hijo del periodista español Waldo Álvarez Insúa, quien al concluir la dominación colonial regresó a su país con su familia. Insúa recordaría frecuentemente a Hernández Catá en los dos tomos de sus Memorias. De sus primeros contactos anotaba:

Tenía una memoria prodigiosa. Sentados los dos en algún banco de la Plaza de Bilbao, me recitaba versos de Darío, de Guillermo Valencia, de Nervo, de Julián del Casal, de toda la Pléyade modernista. Usaba unas corbatas policromas, como grandes mariposas. También era melómano: «silbaba» las sonatas de Beethoven y las rapsodias de Liszt. Pero su ídolo era Grieg.11

Poco tiempo después, la hermana de Insúa, Mercedes Galt y Esobar, casaba con Hernández Catá el 22 de junio de 1907 en Madrid, «en la iglesia de San José, en la capilla de Santa Teresa, lugar histórico por cuanto en ella se había casado Simón Bolívar, el Libertador de América, con una sobrina del marqués del Toro».12

1907 fue una fecha crucial en la trayectoria creadora de Hernández Catá. En dicho año apareció su primera novela corta, El pecado original, en El Cuento Semanal, que había comenzado a publicarse en Madrid fundado y dirigido por Eduardo Zamacois. En junio de 1907, inició sus colaboraciones en la prestigiosa revista habanera El Fígaro. El joven narrador había regresado a Cuba y se instaló en La Habana. Insúa recuerda que después de la boda «Puede decirse que del altar saltaron los novios al barco, con rumbo a La Habana, pues allí contaba Alfonso con un tío carnal por la rama materna, don Álvaro, que ocupaba un puesto en la Cámara de Representantes y era de esperar que nuestro pariente don Salvador de Cisneros (Cisneros Betancourt) presidente a la sazón del Senado, no les negará su protección».13 Apuntan algunas biografías que en La Habana Catá trabajó como lector de tabaquería —lo que no es cierto— y comenzó a publicar en los periódicos La Discusión y Diario de la Marina. Quedaría instalado en Cuba desde 1907 a 1909. Fue durante este tiempo que entró en relación con los jóvenes poetas y escritores cubanos que forman parte de la llamada primera generación republicana.

Ese mismo año de 1907 aparecía en Madrid, editado por M. Pérez Villavicencio, su primer libro: Cuentos pasionales. Tenía por entonces veintidós años. Penetraba así, en forma destacada, en los ámbitos de la creación narrativa en Lengua castellana en la que adquiriría indudable preeminencia.

Tres ediciones disponemos —que sepamos— de Cuentos pasionales, la última la publicó la Editorial América, de Madrid, en 1920. La primera edición constaba de seis cuentos («La hermana», «El padre Rosell», «Un drama», «Otro caso de vampirismo», «Diócrates, santo» y «Un milagro») acompañados por dos comedias breves: Horas trágicas y De la edad galante. La edición de 1920 ha crecido en su contenido. En ella aparecen catorce cuentos y cinco comedias. Ya en esta última fecha puede decirse que Catá había arribado a su madurez como creador literario. Desde la primera aparición de Cuentos pasionales advertimos los gérmenes de varias vertientes temáticas de nuestro autor. Allí hallamos el cuento «El milagro», que trata de penetrar en la psicología de los animales en la que alcanzaría su clímax con Zoología pintoresca (1919) y, sobre todo, con La casa de las fieras (1922). También en esa primera edición de 1907 es de observar la inclusión de las dos comedias, testimonio de su inclinación hacia la creación dramática, en la que alcanzaría subida calidad.

Todos los críticos coinciden en que el influjo predominante en el primer libro de cuentos de Hernández Catá es el de Guy de Maupassant. Pero, ¿Qué autor de cuentos en nuestro idioma —y en otros muchos idiomas— no era devoto admirador del maestro francés durante esos años? La influencia que tuvo sobre la obra del joven Catá es extraordinaria. No la negaba nuestro escritor. Ya en la revista El Fígaro (La Habana, 1911, núm. 35, págs. 325-326) le dedicaba una hermosa crónica, «Un amor de Guy de Maupassant», en ocasión de una visita que hiciera a Etretat donde conoció a la bella Ernestina «su pasión romántica». Catá no estaba ignorante de los nuevos rumbos de la poesía hispanoamericana, como hemos visto en la anterior cita de Alberto Insúa. Tampoco desconocía a los más destacados autores franceses de fines de siglo, como veremos muy pronto.

Abríanse ante el novel escritor las puertas de la carrera consular. En febrero de 1909 fue designado Cónsul de Segunda Clase en El Havre, Francia, con el haber anual de dos mil pesos. Ocupó dicho cargo hasta el primero de octubre de 1911, en que recibió el traslado, con igual categoría, al Consulado de Cuba en Birminghan, Inglaterra. Así sucesivamente fue trasladado a ocupar el mismo cargo en Santander (1913), Alicante (1914) y ascendido a Cónsul de Primera Clase en Madrid (1918-1925). Después fue nombrado Encargado de Negocios de la Legación de Cuba en Lisboa que desempeñó hasta enero de 1933, fecha en que fue declarado en disponibilidad por el gobierno de Gerardo Machado.

Dichas labores consulares y diplomáticas no disminuyeron sus actividades literarias ni sus relaciones con otros escritores. Insúa en sus Memorias (Madrid, T. I, pág. 600 y sigs.) cuenta sobre su estancia en casa de su cuñado en El Havre, sus paseos y relaciones con artistas, escritores y editores durante esos días. Catá participaba en una tertulia en El Havre a la que concurría Raoul Dufy, que sería después, con Matisse, uno de los promotores del fauvismo. Insúa y Catá visitaron juntos Ruán en admirado recuerdo a Gustavo Flaubert, uno de los ídolos del escritor cubano, y recorrieron el territorio normando peregrinando a la zaga de los cuentos de Maupassant. Cuenta Insúa:

Con Alfonso, en coche o a pie, seguí la ruta de la diligencia de «Boule de suif» visité los lugares en que transcurren los episodios de «Une vie» y de «Notre coeur» y, en la playa de Etretat, bajo sus candiles, entre sus dos rocas calcáreas y en la sombra húmeda de sus grutas, me pareció ver pasar y ocultarse a esa humanidad del prodigioso cuentista...14

En las conversaciones entre los dos cuñados, que en muchas ocasiones derivaban hacia francas discusiones, sobresalen los nombres de los escritores a los que rendía homenaje Hernández Catá. Porque no eran solo Maupassant y Flaubert, los máximos maestros, sino otros como Jules Renard y el entomólogo Henri Fabre hasta la muy famosa por entonces Madame Rachilde. Y aun el filósofo Henri Bergson y compositores como Debussy y Ravel. Por Catá conoció Insúa las obras de estos autores y personalmente a jóvenes escritores españoles después tan destacados como Eugenio D’Ors y Enrique Díez Canedo. Sin duda, Catá disponía de una buena cultura literaria y musical por lo que podríamos decir que estaba al día. Así lo reconoce en sus Memorias Insúa aunque no compartiera todas las preferencias de su cuñado.

Su alejamiento de Cuba no lo distanció de los jóvenes escritores que eran sus contemporáneos. En la revista Memoria de Hernández Catá, de la que Antonio Barreras pudo publicar ocho números entre 1953-1954, hallamos cartas y referencias a la actividad literaria de su país en esos años. Catá mantenía correspondencia con Mariano Aramburo, Jesús Castellanos, José Antonio Ramos, Max Henríquez Ureña, Luis Rodríguez Embil, Rafael J. Argilagos, José M. Chacón y Calvo entre otros. Enviaba colaboraciones a las principales revistas cubanas de ese tiempo, como El Fígaro y Cuba Contemporánea. Ofrecía conferencias sobre el país que representaba, como la serie que dictó en la Sociedad Libre de Estudios Americanistas en Barcelona (1910). Barreras reprodujo la titulada «Cuba después de 1908», que apareció en la revista Cuba en Europa de la propia ciudad.15

De las prensas madrileñas salía su segundo libro, Novela erótica, publicado también por M. Pérez Villavicencio, en 1909. El título ha hecho pensar a algunos «cuidadosos» investigadores que es «una novela» cuando en realidad está compuesto este volumen por cuentos y novelas cortas, una de ellas le da título al tomo. Ese mismo año Garnier Hermanos, de París, le editaban Pelayo González. Algunas de sus ideas. Algunos de sus hechos. Su muerte. Y, a continuación, en Madrid aparecía La juventud de Aurelio Zaldívar, en 1911.

En Cuba, Jesús Castellanos (1879-1912) dedicó una constante atención a las obras que publicaba su compatriota. De Novela Erótica indicaba que sobresalían tres narraciones: «El crimen de Julián Ensor», «La verdad del caso de Iscariote» y «El pecado original»; y advertía en esas obras «una técnica más de dramaturgo que de novelista».16Pelayo González, que podemos calificar hoy como una novela ensayística, presenta a este personaje agudo, paradójico y contradictorio exponiendo sus ideas no demasiado originales. Castellanos observó en ella «el excesivo aliño de la frase en los diálogos: en fuerza de literarizar el lenguaje, y halagada la pluma del autor por su afortunado dominio del estilo, he aquí que muere en los labios de los cuatro personajes la vida de sus ideas».17 El tercer libro de Catá estaba técnicamente enlazado con el anterior. Opinaba Castellanos que «es una obra sin intriga novelesca, en la cual ha colocado dos o tres tipos de inconsistente fisonomía para hacer que digan lo que al autor se le ocurre sobre todas las cosas de este mundo y las de los demás».18 Para el crítico, el estilo de Catá se hacía más pulcro: «su floración actual aparece limpia de las malas yerbas que la ahogaban».19

Al aparecer una nueva edición de esta última novela, la revista El Fígaro (La Habana, 29 de abril de 1917) reproducía su prólogo anónimo del que vale extraer este párrafo:

Del asunto de La juventud de Aurelio Zaldívar muchos escritores habrían hecho un libro pecaminoso. Hernández Catá no: cuenta la degradación de su héroe con lenguaje tan casto, tan adolorido, que ni un momento tiene el lector la impresión de que va a leer uno de esos libros de gusto dudoso para satisfacer liviandades; y en cuanto traspone las primeras páginas comprende que si el autor ha puesto a tan bajo nivel al protagonista es para que su pura ansia de redención, su manotear en el vacío, su llamar estéril a todas las puertas de la indiferencia, resulten más dramáticas.

Una mutua estimación se tenían Catá y Castellanos. Cuando este murió en 1912, el Cónsul de Cuba en Birmingham escribía a Max Henríquez una mencionada carta en la que le decía: «Jesús y yo fuimos excelentes amigos. Tengo ante mí muchas cartas suyas y, usted lo sabe, cada uno de mis libros tiene un público comentario escrito por él»;20 y le sugería «la publicación de un volumen con sus últimos escritos», lo que haría la Academia Nacional de Artes y Letras de la que era miembro, que entre 1914 y 1916 editó tres tomos con la obra del malogrado escritor. Poco después, en julio de 1912, Hernández Catá dirigía una instancia a los «señores académicos» por medio de la cual presentaba su candidatura para el sillón que había dejado vacante en dicha corporación la muerte de Castellanos. La Academia designó al doctor Francisco Domínguez Roldán (1864-1952).

La trayectoria creadora de Hernández Catá no se detuvo durante esta década de 1910-1920, ni aun en los años de la Primera Guerra Mundial. El 27 de octubre de 1913, La Novela Cubana, publicación periódica que editaba semanalmente en La Habana Salvador Salazar, dio a conocer una de sus novelas cortas más valiosas: La piel, que incluiría con otras en Los frutos ácidos (Madrid, 1915). Y seguirían novelas, noveletas y cuentos que afianzarían su lugar relevante en la narrativa de lengua española. La piel aborda el caso individual del mulato Eulogio Valdés acechado y galopeado por los prejuicios raciales. Catá trataría esta temática en otras narraciones posteriores, «El drama de la Señorita Occidente», que está incluida en Libro de amor (Madrid, 1924), «Los chinos», incorporada a Piedras preciosas, (Madrid, 1924) y «Cuatro libras de felicidad», que forma parte del volumen del mismo título, publicado en 1933. Quizás pueda considerarse punto central de dicha novela corta la referencia que hace a la piel del protagonista: «Era su piel el pigmento maldito... y sentía que la herencia de su padre era aquella pobre alma blanca cautiva en su cuerpo». Esa frase parece anunciar la novela posterior de su cuñado Insúa: El negro que tenía el alma blanca. La respuesta estaría dada, más tarde, por Nicolás Guillén en su poema «¿Qué color?», incluido en La rueda dentada (1972). También en Los frutos ácidos resalta por su calidad la noveleta «Los muertos» con la sombría atmósfera del lazareto por cuyas páginas deambulan personajes mutilados y morbosos como si pertenecieran a alguna novela de Dostoyevski.

Hernández Catá cultivaría con igual éxito las tres modalidades de la narrativa: la novela, la noveleta y el cuento. Los elogios que recibían procedían de los críticos más destacados de España y de la América hispánica. Sus novelas, La muerte nueva (1922), El bebedor de lágrimas (1926) y El ángel de Sodoma (1928) obtenían críticas favorables; eran comparadas con las mejores que se producían por esos años en nuestro idioma. Juan Marinello (1898-1979) afirmaba:

Él nos dio su mejor libro en La muerte nueva [...]. En su novela hay un acabamiento consciente, una sombría renunciación anticipada; se siente bajo la piel de los héroes solitarios, el hervor pugnaz de la vida, se toca el curso de la sangre eficaz y a todo se oprime con piedra de sepulcro: la muerte nueva, la muerte en la vida, en el latido animal que en soliloquio amargo ha renunciado a sus derechos.21

Sin embargo, sus novelas parecían demorarse en ciertos procedimientos literarios, mostraban un tono que parecía remansarse en técnicas dejadas atrás; en sus narraciones extensas parecía como si Catá perdiera la sustancia de su relato, el dominio de su precioso instrumento expresivo, por otra parte tan eficaz en sus novelas breves y en sus cuentos. No se ha examinado adecuadamente la causa por la cual Catá no conquistaba en las novelas la maestría que enseñorea sus relatos más breves. Con motivo de la aparición de Piedras preciosas, volumen de cuentos, el propio Marinello examinaba la disyuntiva que se producía ante la variada producción del notable escritor. En una nota aparecida en Revista de Avance (La Habana, 1927, año 1, núm. 8, pág. 204) exponía lo siguiente:

Puede discutirse en el nutrido escritor cubano, su mayor o menor «actualidad» como novelista. Sus títulos de cuentista eminente van siendo ya indiscutibles. El deseo de dar a la «piedra preciosa» del cuento, la talla perfecta que, resista las mordeduras inmisericordes del tiempo y de las desencadenadas pasioncillas de la «envidia Literaria», el afán ahincado de perennidad que pasa, encendido, por la entraña de su creación, están plasmados ya en más de un cuento que habrá de ser clásico en la futura historia de nuestras letras.

Evidente afición mostró Hernández Catá hacia el cultivo del cuento de animales, como vimos desde su primer libro. No ha de pensarse, por supuesto, que fuera proclive a las fábulas. Por tener mucha inclinación al hombre, de ahí su evidente filantropía, fijaba su atención en los animales. En una literatura tan escasa de esta modalidad creativa —aunque con el modelo clásico del «Coloquio» cervantino—, Catá produjo relatos en los que la penetración en el espíritu de sus zoológicos personajes atisba muy humanos reconcomios. De La casa de las fieras (Madrid, 1922) podemos destacar cuentos tan valiosos como «Nupcial» y «Dos historias de tigres», comparables a los del inglés Rudyard Kipling y a los del uruguayo Horacio Quiroga.

Línea constante y peculiar en la creación narrativa de Hernández Catá resulta su afán por escrutar en las pasiones humanas hasta presentar casos psicológicos que lindan con lo morboso. Fue plasmando en obras sucesivas una extensa galería de problemas psicopatológicos que culminó con Manicomio (Madrid, 1931) libro de cuentos con magníficas ilustraciones de Souto que parecen brotadas de una mente esquizofrénica. Ya en novelas como El ángel de Sodoma y en cuentos recogidos en volúmenes como Piedras preciosas, Catá demostraba cuánto le interesaban como material de sus obras estos casos patológicos trabajados con el mayor cuidado estético. En Manicomio están recogidos sus mejores cuentos de este perfil temático: «Los ojos», «Los muebles» y otros más. El psiquiatra español Antonio Vallejo-Nájera le dedica un capítulo en su libro Literatura y psiquiatría, en el que examina varios de estos cuentos desde el punto de vista psiquiátrico y llega a afirmar que puede considerarse a Hernández Catá como «el literato moderno que más cuidadosamente ha especulado sobre sus casos dentro de la realidad clínica».22

Durante estos años, Catá cultivó también la creación dramática en varias comedias que tuvieron éxitos de público y de crítica. Es de recordar aquí la observación que hizo Jesús Castellanos, quien notaba en los cuentos primeros de Catá «una técnica más de dramaturgo que de novelista». Ese dominio del diálogo —siempre presente en sus narraciones—, le permitió traspasar fácilmente los límites entre un género y el otro. Con su cuñado Alberto Insúa creó las comedias en familia, Nunca es tarde, El amor tardío, Cabecita loca y El bandido. Los incidentes en la creación y puesta en escena de estas comedias los narra con lujo de detalles Insúa en sus Memorias. Catá llegó a escribir el libreto de una zarzuela, Martierra (1928), con música del maestro Jacinto Guerrero. Pero, su creación escénica más notable fue Don Luis Mejía, que escribió con el poeta catalán Eduardo Marquina, en la que calan con aguda penetración en la psiquis del antagonista de don Juan Tenorio. Sin colaboración alguna, solo dio a conocer La casa desheredada y La noche clara.

El pedagogo y escritor Arturo Montori (1878-1932) publicó en 1923 su novela El tormento de vivir. Hernández Catá le agradecía su envío con estas palabras:

Por la atmósfera cubana, por la viva copia de elementos filosóficos y por la humanidad vibrante que ha sabido usted infundirle, tengo su novela por una de las mejores que en nuestra tierra se han producido. No deje usted ese campo, que yo quisiera poder cultivar con Loveira y con usted.23

Este deseo de escribir sobre temas cubanos asaltaría a Catá cada vez más y sería como un núcleo de otro ciclo de su narrativa. Debemos seguirle el rastro desde sus mismos inicios.

Sería en 1913 cuando Gonzalo de Quesada y Aróstequi (1868-1915) editó el tomo onceno de las Obras completas de Martí que tesoneramente había ido publicando. Dicho tomo contenía las colecciones de poemas, entre ellas la de los Versos libres, que por primera vez se dio a la publicidad. Para la labor de transcribir los manuscritos del Maestro, Quesada contó con la colaboración de la poetisa Aurelia Castillo de González (1842-1920). A ella le dedicó Catá un artículo, «La sombra de Martí» que salió en la revista El Fígaro (La Habana, año XXIX, núm. 23 pág. 280, correspondiente al 28 de junio de 1913). Allí podemos encontrar el germen de lo que sería su libro Mitología de Martí (Madrid, 1929).

En ese artículo, el narrador partía de la contraposición entre Ariel y Calibán según la había concebido José Enrique Rodó y que tanto influyó en los escritores de su propia generación. Después de algunas consideraciones sobre los valores de la producción poética martiana, Catá sustentaba la tesis de la trascendencia del mensaje de Martí que impregna la naturaleza y la historia de Cuba: «...de espíritus como el de José Martí valiera mejor decir que no se van: mezclados a la tierra patria, son como su aliento, flotan sobre sus árboles, cantan a lo largo de sus ríos, se ciernen sobre sus hombres en las horas decisivas».24

Más adelante la posición ideológica de Catá quedaba expuesta en su supuesto diálogo de la «sombra» de Martí con un campesino:

—Te obligan a vender la tierra; te ponen el dogal al cuello. ¿No es verdad?

Entonces saliendo de su hosco dolor, el campesino:

—Me obligan, sí, señor —confiesa—. Yo me resistí. Desde que volví del monte donde peleé los tres años, me persiguen, señor. Yo no quise politiquerías, señor; yo quería al ver mi Cuba libre trabajar en lo que siempre trabajé, en lo mío... Mi mujer y mis muchachos me ayudaban; todo iba bien. Pero... Poco a poco los ricos de al lado empezaron a vender, a vender, a vender, como si ya nadie quisiera el campo, como si Cuba solo fuera la ciudad. Con ellos no se puede competir, señor: si un hombre trabaja como un buey, una máquina trabaja como veinte bueyes. Le digo que no se puede, señor... No hay que decir: cada año peor; y no me queda otro remedio que entrar de colono como ellos querían. Hoy vendí, señor. No me atrevo a volver al bohío; me parece que mis hijos pueden decirme que no he hecho bien. Porque la tierra, ¿verdad?, aunque sea nuestra, no es nuestra del todo, y no la podemos vender así... a ellos, ¿Ve usted? Yo preferiría haberme muerto hoy.25

Su interés por los temas cubanos y por la problemática político-social de la república neocolonial, se afirma en relación directa con los acontecimientos políticos de la década de 1920 a 1930. Sobre la posición de Catá debemos recordar que en 1921, en ocasión de la lucha de los marroquíes en favor de su independencia del dominio español, publicó en el periódico El Mundo, de La Habana, una serie de catorce artículos bajo el título «Crónicas de Hernández Catá», de julio a octubre de ese año, en la que defendía el derecho de los marroquíes a su emancipación. Esta actitud del escritor cubano provocó que el Gobierno español solicitara su remoción por lo que fue trasladado transitoriamente como cónsul a El Havre, que fue el lugar donde inició su carrera.

Durante el gobierno de Gerardo Machado, Catá estuvo opuesto a la prórroga de poderes que permitió al tirano mantenerse «constitucionalmente» en el poder. Raúl Roa, al recordar la lucha de los estudiantes universitarios contra la dictadura machadista, trajo a colación en relación con sus actividades. Llevadas a cabo en los primeros meses de 1930, la visita que hiciera Catá a la Universidad de La Habana:

Era una luminosa mañana de abril aquella en que recibíamos al novelista Alfonso Hernández Catá en la Asociación de Estudiantes de Derecho. Traía un mensaje de los estudiantes españoles para sus compañeros cubanos. Luis Botifoll que presidía el acto, lo declaró abierto y me concedió la palabra. No perdí tiempo en coger al toro por las astas. Mi discurso fue una franca incitación a la lucha revolucionaria. Enjuicié ásperamente la dictadura de Primo de Rivera y la tiranía de Machado. A Alfonso Hernández Catá no le quedó otro remedio que perdonarme la catilinaria y abundar en mis asertos. Incluso se jugó el cargo —era Cónsul de Cuba en Madrid— trazando un ingenioso paralelismo entre los dos regímenes.26

La actitud oposicionista de Hernández Catá le valió que fuera puesto en disponibilidad por la dictadura machadista en enero de 1933. En dicho año aparecía editado en Madrid su volumen de cuentos Un cementerio en las Antillas, denuncia del régimen sangriento y tiránico de Machado. Dos cuentos particularmente valiosos, «El pagaré» y «Por él» concentraban la protesta del narrador cubano contra aquel desgobierno apoyado en la represión violenta, la tortura y asesinato de sus opositores.

La temática cubana —aun siendo breve— fluye como una veta continua a lo largo de su producción narrativa, en forma más o menos evidente. Ya en La juventud de Aurelio Zaldívar cabe descubrir la atmósfera de La Habana, aunque el nombre de la ciudad no se mencione nunca. En sus páginas podemos asistir a un diálogo entre dos ancianos de firme personalidad en los que es posible identificar las figuras de Manuel Sanguily y Enrique José Varona charlando en la redacción de la revista El Fígaro, lugar que muy bien conocía Catá. Después, cuando el protagonista de El bebedor de lágrimas contempla la bahía de Santiago de Cuba, recuerda el desastre de la escuadra española y al despedirse de la ciudad anota el narrador: «...él, que siempre había salido de todas las ciudades contento, subió al tren, rumbo a La Habana, nostálgico».

Cuba volvería a aparecer en otros relatos, en «El sembrador de sal» y en «La galleguita». Cultivador de la poesía, Catá publicó en 1931 su libro Escala, que reúne buena parte de su producción lírica. Pues bien, como poeta reunió en Guitarra guajira sus composiciones que rozan temas insulares: «Tres momentos», «El secreto», «Separación», y rindió tributo a la moda afrocubana con «La negra de siempre» (rumba) y «Son», que Ramón Guirao incorporó a su Órbita de la poesía afrocubana (1938). Pero, de todos estos aportes a la temática cubana, sin duda «La quinina», de cuyo valor asaz testimonial ya hemos hablado, es uno de los más notables.

Durante varios años, Catá reunió una amplia bibliografía martiana que le remitían, adonde estuviera, sus amigos, Arturo de Carricarte, Argilagos y otros. Por fin, Mitología de Martí fue publicada en 1929. No se piense que esta obra es una biografía novelada de José Martí, es más bien un conjunto de estampas biográficas, de evocaciones históricas, de relatos que directa o indirectamente están ligados a la vida y al ideario martiano. Catá narró en «El entierro de José Martí», cómo presenció, niño de no más de diez años, junto a dos pequeños amigos, Joaquín Blez y Enrique Setién, el entierro de aquel hombre caído en el campo de batalla cuya trayectoria luminosa por entonces desconocía. Sin duda, esta obra contiene dos de los cuentos de Catá de más hondo patriotismo y de más peraltada calidad literaria: «Apólogo de Mary González» y, sobre todo, «Don Cayetano el informal», que nunca puede faltar en cualquier antología del cuento en Cuba. Mitología de Martí es una obra destinada a rendir homenaje al más grande de los poetas y revolucionarios cubanos, en la que la figura de Martí idealizada se hace leyenda, mito que ilumina el camino de la patria.

La acusación de hispanismo que se le imputa a Catá se ha sostenido con poco análisis de su propia obra. Porque a este escritor no le interesaba la reproducción de rasgos nacionales o regionales. La recreación localista o autoclonista estaba más allá de sus apetencias literarias. Se sentía libre de ataduras ambientales, de limitaciones naturistas y costumbrismos. Su anhelo de universalidad, esa ansia por situar la propia creación por encima de fronteras geográficas, coloca a Hernández Catá en el número de los escritores de nuestro país que quisieron superar el pintoresquismo. Por eso no subordinaba su creación a la recolección de anécdotas, coberturas y demás elementos de curiosas costumbres. De ahí que le tildaran de hispanismo o hispanizante cuando sobrevinieron en nuestras letras momentos de acentuado nativismo. En carta que le dirigiera a Félix Lizaso (1891-1967), con motivo de la semblanza que este incluyó en su libro Ensayistas contemporáneos (La Habana, 1938), le decía desde Río de Janeiro:

Toca usted, con mano delicada, amistosa, algunas de las heridas de mi ser moral, y hasta el porqué de esa aparente falta de cubanismo que los ciegos o los malintencionados han señalado en mi obra. De una parte, mi tendencia a los conflictos del hombre absoluto, de otra mi probidad para no dar por cubanismo ese barniz visible al primer golpe de vista, esa realidad demasiado adjetiva, demasiado peculiar, caricatural casi, que poco revela de la entraña. Conformarse con la fácil «Kódak» cuando hay máquinas que retratan casi de noche, espectroscópicas casi, es conformarse con poco, ¿verdad?27

Durante estos años, finales de la década del veinte y principios de la siguiente, había entablado relación estrecha con el equipo de escritores que iniciaba una transformación de las letras de nuestro país y preconizaban una actitud militante frente a los quebrantos y dependencias de la república neocolonial. Hizo amistad con Rubén Martínez Villena (1899-1934) y a su muerte le dedicó un artículo: «Muerte de un joven», en el que volcó su estimación por el dirigente comunista. Mantuvo relación epistolar con otros miembros del Grupo Minorista como Emilio Roig de Leuchsenring, Juan Marinello, Jorge Mañach, etc. Colaboró en la Revista de Avance (1927-1930). Nicolás Guillén rememoraba en Prosa de prisa (tomo II) las cartas que recibiera de Hernández Catá. En la segunda le confesaba:

Hace tiempo deseaba escribirle. La vida ha sido áspera y perentoria conmigo... Discúlpeme como yo la disculpo a ella. Y reciba esta carta igual que un eslabón que quiere anudarse a otro lejano, del cual fue separado brutalmente…28

En otra carta, mucho después, a Rafael Esténger, volcaba sus reflexiones sobre su propia creación en forma muy autocrítica:

...y no crea que yo he terminado ya. Me niego, sí, a proceder por aglutinaciones baldías, por meras imitaciones de mi obra anterior, que ya no me gusta. Pero miro con ansiedad el mundo, y creo que muy pronto saldrán cosas más mías que las que hasta ahora me granjearon la atención de mis amigos...29

Después del derrocamiento de la dictadura machadista, Hernández Catá fue designado Embajador de Cuba ante la República Española (1933-1934). En este último año renunció a dicho cargo. Después, en 1935, pasó a ocupar la representación de Cuba en Panamá con rango de ministro, y posteriormente en 1937 con igual categoría a Chile. En 1938 era nombrado Embajador de Cuba en Brasil. En todos estos países hispanoamericanos realizó una notable obra de divulgación cultural, vinculándose a los círculos de artistas y escritores. En Santiago de Chile estuvo integrado a la tertulia literaria que se reunía en la librería Nascimiento; hacía amistad con escritores tan afamados como Joaquín Edwards Bello, Mariano Latorre, Domingo Melfi; Eduardo Barrios y José Santos González Vera, quien lo recordaba afectuosamente durante su visita a La Habana en 1950. El muy notable novelista que fue Eduardo Barrios seleccionó y prologó la amplia colección de Sus mejores cuentos (Santiago de Chile, Nacimiento, 1937). Ofreció conferencias en diversas instituciones culturales, en la Universidad de Chile y en otros lugares. Similar labor realizaba en Brasil cuando lo sorprendió la muerte. Allí propició la publicación de un tomo de Páginas escogidas de José Martí, traducidas al portugués por Silvio Julio, con prólogo suyo que no ha sido publicado, que sepamos, en español.

Siguió en estos últimos años de su vida en frecuente correspondencia con sus amigos cubanos. Es de advertir en algunas de esas cartas aquella rigurosa actitud crítica que asumía frente a su obra anterior, que ya mencionamos anteriormente. En carta a Emilio Ballagas (1908-1954) desde Río de Janeiro, le confesaba:

¿Mi drama? Verá usted. No me gusta nada de lo que hecho y no quiero aumentarlo. Siento en mí marejadas fuertes, comprensión, amor, visión aguda de la vida que ha cambiado mientras yo cambiaba también. Y quiero expresar este otro mundo con otro acento: pero hallé necesario una pared de silencio para evitar ósmosis que, al cabo, hubieran equivalido a una continuación. Sé que usted me comprende: por eso le escribo estas cosas que no le he escrito a nadie: Nunca he trabajado tanto en mi arte como ahora que nada publico.30

El 8 de noviembre de 1940, en el aeropuerto Santos Dumont, de Río de Janeiro, tomó un avión para dirigirse a Sao Paulo, donde debía ofrecer una conferencia. Apenas habíase elevado el avión sobre la Ensenada de Botafogo, una pequeña nave aérea chocó con el aparato en que iba el escritor cubano, que se precipitó en el mar. En los bolsillos llevaba un cuento sin terminar, «Seguro de muerte», en el que trabajaba durante esos días.

La noticia conmovió a los círculos literarios de Río de Janeiro, de Brasil y de todo el mundo hispánico. En los salones del Palacio de Itamaraty, durante la sesión solemne dedicada a la memoria de Alfonso Hernández Catá auspiciada por la Comisión Brasileña de Cooperación Intelectual y el Instituto Brasileño-Cubano de Cultura, pronunciaron sendos discursos la poetisa chilena Gabriela Mistral y el escritor austriaco Stephan Zweig. En sus palabras, la extraordinaria poetisa recalcó las dotes humanísimas del escritor desaparecido y los méritos singulares de su obra literaria, mencionando que:

Sus amigos han contado que el hombre viajero, enemigo del sedentarismo, no quería para sí una muerte postrada, un acabamiento pausado, que él decía vergonzante. Dicen que hace muy poco él hizo el elogio de la otra muerte viril que cumple su faena como el leñador de la Amazonía, como el torrente andino.31

El notabilísimo escritor austriaco, que sufría su destierro americano impuesto por el fascismo y trató a Catá de cerca, exponía sobre el amigo muerto:

Necesidad vital era en él dar a todo ser humano, aun al más extraño, algún signo de su buena voluntad, una palabra amable, un gesto cordial. Para sentirse dichoso había de sentir dichosos a cuantos lo rodeaban. No podía vivir si no era en medio de la gran cordialidad humana, y dondequiera que se hallase, creaba en rededor suyo una atmósfera limpia y bienhechora.32

Alfonso Hernández Catá tuvo la suerte y el privilegio de que su memoria no se desvaneciera en el olvido colectivo ya que contó con la devoción y el esfuerzo discipular del doctor Antonio Barreras, a quien Juan Marinello llamó «Magistrado del Pueblo». Barreras organizó anualmente, desde 1941 hasta 1960, peregrinaciones a la tumba de Catá en el Cementerio de Colón, en La Habana, donde en cada ocasión hablaban dos o tres escritores, profesores o amigos del autor desaparecido. En la primera conmemoración participaron Juan Marinello, Jorge Mañach y el propio Barreras. Estas iniciales disertaciones fueron recogidas inmediatamente en una plaquette que imprimió el poeta Manuel Altolaguirre en su taller de La Verónica: Recordación de Hernández Catá, La Habana, 1941. En dicho momento, Antonio Barreras anunció la creación de los premios nacionales de cuento Hernández Catá, que pronto se duplicaron con otros de carácter internacional. Estos concursos, que nunca tuvieron apoyo oficial, dispusieron de un jurado permanente que estaba compuesto por Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Juan Marinello, Raimundo Lazo y Rafael Suárez Solís, contando con los auspicios del periódico El País y la revista Bohemia. Premios y menciones obtuvieron en estos concursos cuentistas cubanos después de tanto renombre como Félix Pita Rodríguez, Onelio Jorge Cardoso, Dora Alonso, Raúl Aparicio, Luis Amado-Blanco, José Manuel Carballido Rey, Ernesto García Alzola, Raúl González de Cascorro y algunos más. Significación extraordinaria tienen estos premios en el desarrollo del cuento cubano contemporáneo. El 8 de noviembre de 1953, Antonio Barreras comenzó la publicación de Memoria de Hernández Catá —como mencionamos con anterioridad—, revista que incluía artículos, comentarios, bibliografías, iconografía y reproducciones de trabajos originales o desconocidos de Catá. Solo ocho números pudo publicar Barreras. Ningún escritor cubano, salvo Martí, tuvo tan constante y firme devoción como la que le dedicó a Catá el magistrado Barreras, que se revirtió en positivos beneficios para el estudio de nuestras letras.

Para concluir, debemos exponer que el ex libris de Hernández Catá, Apasionadamente hacia la muerte sintetiza aquel sentimiento trágico hacia la vida y hacia el arte —como supo ver Balseiro— con que el narrador buceó en sus entes de ficción, rastreando en los oscuros rumores de esos espíritus angustiados, acongojados, aunque también le permitía con sagacidad y delicadeza penetrar en las tímidas reacciones de la niñez. En definitiva, contando con las condiciones de su procedencia social y de las especiales circunstancias en que le tocó vivir. Hernández Catá impulsó su creación hacia lo humano universal —como él mismo advirtió— con afanes de desentrañar la vida interior de sus personajes, sin importarle la concreta atmósfera, el ambiente en que se desenvolvían, pero cuidando siempre con rigor, con amoroso esmero, el instrumento expresivo, la lengua literaria de su etapa formatriz sobre la que ejerció eficaz dominio.

Salvador Bueno

1 Jose Antonio Portuondo, La historia y las generaciones, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1981.

2 Jose Antonio Ramos, «Nao, esquife y tierra», en Los mejores ensayistas cubanos, La Habana-Lima, Salvador Bueno (comp.), 1959.

3 Ibidem.

4 Memoria de Hernández Catá, núm. 8, pág. 255.

5 Ibidem, pág. 256.

6 José A. Balseiro, «A. Hernández Catá y el sentido trágico de la vida y del arte», en El vigía, Madrid, 1928, pág. 274.

7 Memoria de Hernández Catá, pág. 247.

8 Ibidem, núm. 4, pág. 74.

9 Ibidem, núm. 5, págs. 114-115.

10 Ibidem, núm. 6, pág. 164.

11 Alberto Insúa, Memorias (Madrid, 1952), T. 1, pág. 496.

12 Memoria de Hernández Catá, núm. 3, pág. 43.

13 Alberto Insúa, Op. cit., pág. 544.

14 Alberto Insúa, Op. cit., pág. 606.

15 Memoria de Hernández Catá, núm. 8, pág. 261.

16 Jesús Castellanos, Los optimistas, La Habana, 1914, pág. 325.

17 Ibidem, pág. 333.

18 Ibidem, pág. 382.

19 Ibidem, pág. 386.

20 Memoria de Hernández Catá, núm. 4, pág. 100.

21 Juan Martinello, Contemporáneos, T. I, La Habana, 1966, pág. 19.

22 Antonio Vallejo-Nájera, Literatura y psiquiatria, Barcelona, 1950, pág. 120.

23 Citado por Hugo D. Barbagelata, La novela y el cuento en Hispanoamérica, Montevideo, 1947, pág. 268.

24 Memoria de Hernández Catá, núm. 3, pág. 62.

25 Ibidem, núm. 3, pág. 64.

26 Raúl Roa, Escaramuza en las vísperas y otros engendros, La Habana, 1966, pág. 86.

27 Memoria de Hernández Catá, núm. 2, págs. 57-58.

28 Nicolás Guillén, Prosa de prisa, La Habana, 1975, T. II, pág. 85.

29 Memoria de Hernández Catá, núm. 6, pág. 198.

30 Ibidem, núm. 6, pág. 184.

31 Ibidem, núm. 1, pág. 20.

32 Ibidem, núm. 1, pág. 4.

La verdad del caso de Iscariote

Su sombra, curvándose en el terreno desigual, se alargaba detrás de él, y en la quietud soporífera de la tarde solo se oían los murmullos vagamente dísonos de la ciudad, y las ráfagas caliginosas que luego de agitar los vergeles y los gallardos sicomoros erguidos a las márgenes del Cedrón, venían a estremecer el desbordamiento gris de su barba y a turbar sus meditaciones. Aquellas tibias ráfagas henchidas de aromas le recordaban los alientos capitosos de Marta y de María la de Magdal.

Había salido de Jerusalén después de la colación de mediodía por la puerta de Efraím, ansioso de expandir en la soledad la turbulencia de sus ideas. Y marchaba con lentos pasos, abatida la cabeza, que solo de tiempo en tiempo alzaba para mirar a su diestra la mole del monte Oliveto y la verde extensión del valle, donde, sobre el reposado ondular, las anémonas y los lirios abríanse como un florecimiento de purezas.

Su pensamiento, saltando los sucesos cercanos, iba hasta la bienhadada hora en que la luz entrando en su espíritu, antes todo tinieblas, habíale hecho abandonar el regalo familiar en su aldea de Karioth, para seguir al sublime maestro. Andaba, andaba, olvidando con sus meditaciones las fatigas de su cuerpo. Y sus pensamientos eran una bendición para los ojos de su materia que habían visto los prodigios de leprosos sanados y de muertos alzados con vidas de sus tumbas, y era un epinicio para los ojos de su alma, que habían logrado conocer en el nazareno enfermizo, de laberíntico platicar y de carácter extraño que iba desde la mansedumbre máxima hasta las iracundas violencias, al hijo de Aquel que en el Cielo todo lo creó y todo desde allí lo rige. Andaba, andaba, y cuando sus pies descalzos se hundían en las pequeñas abras del camino, la túnica, estremeciéndose, acusaba su musculatura viril, y en la bolsa cantaban argentinamente los siglos, oblaciones hechas a la divina compañía por las caritativas mujeres.

Al fin sentóse a reposar, y mientras miraba lejos de él, hacia la puerta de los Rebaños, un fariseo que lanzaba con su honda guijarros a un águila mientras ésta describía rápidas espirales imperfectas en torno del cadáver de una alimaña, un anciano, cuya llegada no advirtiera, sentóse en un peñasco próximo y le saludó con la palabra Paz.

—Sea la paz contigo, hermano.

Y hablaron. El anciano habló al apóstol, con segura voz impregnada de sabiduría, de todas las ciencias, de todas las artes, de todas las filosofías, afirmándole conocer otras lenguas que él, solo sabedor de la aramea, no sospechaba que existiesen. Y en tanto que de los labios desconocidos fluía la plática, el tesorero divino se preguntaba si no sería la conversión de aquel hombre de figura majestuosa y de talento profundo como el Tiberíades y caudaloso como el Hinnon, el mejor tesoro que pudiera ofrendarle al maestro.

—¿Eres escriba?... ¿No? Entonces descarrías —como el rebaño que desoyendo las voces del pastor que le muestra la buena senda con su lanza, se precipita en los barrancos— las luces que te dio el Padre del que es mi maestro, siguiendo las idólatras falsedades de los Nicolaístas, de los Gnósticos o de los Simoníacos.

El viejo movía negativamente la cabeza. Y el santo no veía en sus ojos un sulfúreo brillo, ni en su frente, bajo los largos cabellos nazarenos, la insinuación de dos protuberancias córneas, ni veía en la tierra que hollaban sus pies las marcas bisurcas de unos cascos de macho cabrío.

—Mi religión no te es conocida. ¿Crees que el mundo está entre tu aldea y el mar Muerto y entre el monte del Mal Consejo y el Mar de Mármara? El mundo es inmenso y hay en él muchos hombres y muchos dioses.

—No hay más Dios que uno: el Galileo es su hijo y deber creer en él. Ha ordenado a las aguas, ha multiplicado los alimentos y ha vuelto la vida a cuerpos ya pútridos.

—Tu Dios es de debilidad. Si es fuerte y todopoderoso, ¿por qué no aniquiló a los escribas y a los saduceos que se burlaron de él cuando les dijo en el pórtico del templo que era el hijo de Dios? ¿Por qué no convierte a los judíos que le llaman impostor y se niegan a reconocerle por el Mesías?

—Porque nuestra religión no ama el rigor, sino la fraternidad. Pero oyéndole, muchos han visto la luz y han besado sus pies y le han llamado por su nombre: Hijo del verdadero Dios.

—Solo ha convertido a débiles y a mujeres. Y él, que reverencia a su Padre, ha obligado a otros hijos a que abandonen hermanos y deudos para seguirle. Pudiendo hacer el mundo perfecto, ha hecho que los animales para vivir se tengan que devorar los unos a los otros. Ama la adulación y se deja ungir los pies con perfumes, permitiendo que Juan y Jacobo murmuren de ti, porque propusiste la venta de ese sándalo para repartir a los menesterosos el producto... En vuestra peregrinación nada habéis hecho de divino. Esos milagros son naturales, y llegará el día en que sean comprensibles para todos los hombres. Los convertidos por vuestras predicaciones son pobres de espíritu, y por cada varón que habéis arrancado a Tiro y a Sidón y a Samaria, han olvidado el culto de sus hogares muchas mujeres para quienes la divinidad de tu maestro solo está en la barba rizada, en la elocuencia de sus frases, en los amplios ademanes imperativos y en el fuego de sus miradas que habla de otros fuegos concupiscentes.

—¡Herejía, herejía!

Y mientras en la quietud vesperal temblaban los acentos demoledores, Judas meditaba cómo aquel viejo sabía las calumnias de que era víctima por parte de Jacobo y de Juan.

Insinuó el desconocido:

—Y si es ciertamente el Salvador, las Escrituras no podrán cumplirse: Santiago, Juan, Felipe, Mateo y Andrés han tenido tentaciones y se han negado a vender al Galileo. Hasta ahora, vuestra religión es solo de vanidad y de triunfo. Falta la profetizada acción de mansedumbre; falta que el Galileo, que ya ha demostrado ser un gran hombre, muestre a sus enemigos y a su propio rebaño que es Dios.

—¡Es Dios! Es el hijo de Dios, y con el Santo Espíritu es uno solo. No hay más Dios que él y siendo tres es uno, siendo uno domina todo el Universo.

Y encendida en el fuego de la fe su mirada húmeda, el buen Judas narró cómo con la sola virtud de su palabra había el hijo de María alzado de la tumba a Lázaro y al unigénito de Jairo. Y sin amedrentarse por la sonrisa fosforescente y gentílica del viejo, refirióle, una a una, las sorprendentes parábolas del convite de los judíos, de la perla, del Samaritano y la del trigo y la cizaña, Y aun, sin hacer caso del incrédulo musitar, le dijo cómo siendo un niño había triunfado con su sapiencia de la de los doctores y cómo en la puerta del templo había respondido a la salutación de un mendigo tullido con estas milagrosas palabras: «No tengo oro ni plata, pero te doy lo que poseo: levántate, que ya estás sano».

Pero el viejo seguía murmurando:

—El mundo se quedará sin redimir, porque los discípulos del Galileo son egoístas. Oseas, Jonás, Amós, Ezechiel y Elías habrán mentido, y los hombres no serán redimidos por el que se llama redentor.

De la ciudad, pasando por Getsemaní, partía una caravana. En la penumbra vespertina, la larga fila de camellos, graves y deformes, aparecía velada por el polvo que alzaba el múltiple pisar. Y las ráfagas abrasadoras del desierto, que se refrescaban al besar los vergeles, acercaban las voces de los beduinos y el ruf-ruf de un pandero con el que uno de los viandantes distraía la marcha.

Obseso por la tenaz afirmación del desconocido, aseguró Judas:

—El mundo será redimido. Los profetas no quedarán como impostores. Jesús de Nazareth, el hijo de Dios, morirá por todos los hombres que han sido y por los que han de ser y por los que son.

Entonces el viejo, arrodillándose súbitamente, besó los pies del apóstol. Lágrimas de júbilo ponían, como las noches serenas en los campos, gotas transparentes en la ola de su barba gris. (Judas no veía sus negras alas, ni sus patas de caprípedo, ni sus córneos abultamientos.) Y su voz era tremolada por los sollozos cuando dijo:

—¡Oh, tú eres el único generoso y bueno Judas! Dios te coloca a su diestra porque tú vas a ser instrumento para que la redención se realice... Tú has desoído la voz del orgullo que te aconsejaba anteponer el prestigio de tu nombre a la salvación de la humanidad... Tú venderás al maestro para que no muera como simple criatura, sino como Dios. Y porque no sean imposturas los vaticinios y porque la voluntad de Dios, el que es padre de tu maestro, se cumpla te expondrás a que la multitud ignara te moteje de infiel... Sí, yo me convierto a la religión única. La luz ha entrado en mi espíritu al igual de una espada que hiere. Tu acción sublime me hace reconocer a Dios. Le venderás y será el precio de tu acción noble lo que compre la redención del mundo. ¿Qué sería de los hombres sin ti? Solo tu espíritu abnegado los salva. Eres el discípulo único; el espíritu clarividente sabedor de que preservando de la muerte al cuerpo de Jesús expones a morir a su divinidad. Al venderle, cumples la voluntad del Padre, llevas a término los designios de la vida humana del Hijo y eres brazo del Espíritu Santo que inspiró a los profetas. ¡Oh Judas! Tú eres el redentor... Ve a ver a los príncipes de los judíos, pero dame antes a besar la diestra que ha de sellar el pacto. ¡Oh discípulo noble que no sabes de egoísmo! ¡Oh amado de Dios!

Y entonces fue cuando el buen Judas tendió al anciano, que en la oscuridad sonreía, la mano calumniada y heroica que había de recibir los treinta denarios.

La fábula de Pelayo González

Todo el mundo, o casi todo el mundo, ha oído hablar de Pelayo González, sabio español que floreció en la ciudad de Madrid a comienzos del siglo XX, hacia el año 1908. Es sabido que la parca herencia de su talento, como la próvida del de Sócrates, subsiste merced a discípulos que fijaron las ideas y las frases que él prodigó, con magnífico descuido, en conversaciones familiares. Quienes hayan leído los últimos acontecimientos de su vida narrados por el doctor Luis R. Aguilar, que tuvo la debilidad de confiarme la revisión del manuscrito trazado por él con mano y recuerdo reverentes, no ignoran que entre las paradójicas compatibilidades de su espíritu estaban un ardiente idealismo y un amor, tal vez desmesurado, por los placeres de la mesa. Como el alma de Charles Baudelaire era prodigiosamente sensible a los perfumes de las tierras distantes de pereza y voluptuosidad —el sándalo, la mirra, el áloe, el almizcle, el ámbar—, la del sabio español lo era al aroma de las viandas bien condimentadas. Junto a la mesa soportadora de una abundante colación su espíritu se elevaba por virtud de una máxima agilidad. Varias veces habló del porvenir de la perfumería culinaria, con la entusiasta convicción de un químico esteta. Sabiendo la irremediabilidad de las funciones animales, alejaba sus prácticas de las de esos idealistas que al abominar de la materia, se condenan a un sufrimiento cada día cruelmente renovado. Él ponía su idealidad sobre ella, la espiritualizaba, y de este modo, al comer, gustaba el placer duplo de sentir armonizados su cuerpo y su alma en un goce homogéneo. Hubiese escrito —de resignarse alguna vez a escribir—, el elogio del bisté o de la salsa mayonesa, con semejante exaltación a la insigne que inspirara a Joan Maragall el «Elogio de la palabra», a Maurice Maeterlinck el «Elogio de la espada y del boxe» y al regocijado taciturno Pío Baroja el elogio del acordeón y el de los caballitos de madera. Y fue el café de Platerías (donde el sabio prefería ser invitado) el areópago en que escuché de sus labios, brillantes de grasa, la sustanciosa fábula que podéis leer.

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Gregorio, que vendía periódicos todas las mañanas, todas las noches y algunos mediodías en la Puerta del Sol, ganaba casi dos pesetas diarias. Con esta cantidad, además de mantenerse, fumaba, socorría a un tío valetudinario que no pudo hacer carrera en la mendicidad por su aspecto mefistofélico, y ahorraba para ir a los toros cuando toreaba Vicente Pastor, a quien seguía llamando «El chico de la blusa» con igual obstinación que sus compañeros llamábanle a él Gregorio a secas. Vestíase, cada vez que la moral le obligaba a hacerlo, con trajes viejos de un señorito parroquiano suyo; trajes que si no cumplían nunca las medidas de su cuerpo cumplían siempre las de su necesidad. Un día, Gregorio, buscando una colilla en un bache encontró un disco de metal amarillo. Sospechando que pudiera ser un tesoro perdió su tranquilidad habitual. Y si aquella mañana las gentes hubiesen sido observadoras, el trémolo inquieto de su voz al pregonar «¡Liberal... Imparcial. La Corres de anoche por un cigarro!», no habría pasado inadvertido.