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Publicados por primera vez entre 1843 y 1845, los Cuentos de Navidad de Charles Dickens son unánimemente considerados un clásico universal. No solo consolidaron su maestría como narrador, sino que también dieron forma al espíritu navideño tal como lo conocemos hoy. Dickens supo plasmar en estos relatos algunos de los más inolvidables personajes y escenarios que habitan en nuestra imaginación colectiva. En Canción de Navidad, el avaro Ebenezer Scrooge recibe en Nochebuena la visita de tres fantasmas con la advertencia de que le queda poco tiempo para redimir una vida de usura y mezquindad. Las campanas tiene como escenario una ciudad de Londres a un tiempo fastuosa y miserable, donde los más privilegiados pervierten el espíritu de la filantropía y el Año Nuevo. El grillo del hogar, por su parte, ensalza las virtudes familiares en medio de la adversidad y celebra el triunfo del amor sobre la murmuración y la injusticia. Acompañan a esta magnífica nueva traducción, a cargo del traductor y poeta José Luis Piquero, un texto introductorio de G. K. Chesterton, considerado uno de los mejores intérpretes de Dickens, donde señala la influencia del autor en nuestra concepción de la Navidad, y un posfacio del propio Piquero, que analiza el contexto social de los tres cuentos y resalta su universalidad y su vigencia en la cultura contemporánea.
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CUENTOS DE NAVIDAD
Título original: A Christmas Carol, The Chimes y The Cricket on the Hearth
© de la traducción y posfacio: José Luis Piquero, 2024
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: noviembre de 2024
ISBN: 978-84-10313-57-6
Diseño de colección: Enric Jardí
Diseño de cubierta: Anna Juvé
Maquetación: Compaginem Llibres, S. L.
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
arpaeditores.com
Reservados todos los derechos.
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Charles Dickens
Traducción y posfacio de José Luis PiqueroIntroducción de G. K. Chesterton
Ebenezer Scrooge y el fantasma de Marley. Ilustración de John Leech para la primera edición de A Christmas Carol, Chapman & Hall, 1843
INTRODUCCIÓN DE G. K. CHESTERTON
CANCIÓN DE NAVIDAD
Estrofa 1. El fantasma de Marley
Estrofa 2. El primero de los tres espíritus
Estrofa 3. El segundo de los tres espíritus
Estrofa 4. El último de los espíritus
Estrofa 5. Final
LAS CAMPANAS
Capítulo uno. Primer cuarto
Capítulo dos. Segundo cuarto
Capítulo tres. Tercer cuarto
Capítulo cuatro. Último cuarto
EL GRILLO DEL HOGAR
Capítulo uno. Primer canto
Capítulo dos. Segundo canto
Capítulo tres. Tercer canto
POSFACIO
La popular paradoja de Cuentos de Navidad está muy bien simbolizada en su título. Todos hemos escuchado relatos y canciones de Navidad y todos hemos oído hablar de la Navidad. Pero estos hechos son populares porque son tradiciones; y muchas veces la tradición ha necesitado ser defendida, como la ha defendido Dickens en esta obra. Si el movimiento puritano del siglo XVII o el movimiento utilitarista del siglo XIX hubieran sido coronados por el éxito, estas tradiciones se habrían convertido en simples minucias de un pasado ya sin interés, un pasado histórico y hasta arqueológico. El término mismo «Navidad» parecería algo así como el de la fiesta de la Candelaria. Quizá la palabra «cuento» sería casi como villancico. En este sentido, un cuento de Navidad no sería sino un género histórico de poema, y Navidad una clase de festividad. Parece extraño que Dickens sea el paladín de una tradición tan poética y tan histórica. Nunca compuso versos y no conocía la historia. El libro de historia que escribió y que estaba destinado a un público más joven, tiene tanto de historia como tiene de poesía la alegre canción que entonaba el protagonista Sam Weller, y que comienza así: «Audaz Turpin vence». Dickens salvó la Navidad, no por lo que tiene de histórica sino por lo que tiene de humana; pero su propia aventura sirve para mostrar cuántas cosas igualmente humanas han pasado a ser consideradas solamente como históricas.
Dickens llegó a tiempo y salvó una institución popular mientras aún conservaba su popularidad. Los intelectuales modernos muestran un gran afán en dar nueva vida a las antiguas costumbres una vez que estas han desaparecido; especialmente cuando ellos mismos las han hecho desaparecer. Los más ilustrados desechan un día lo que consideran errores vulgares, y luego tratan de recordarlos llamándolos «excentricidades cultas». Los intelectuales del siglo XX claman por las canciones folclóricas y las danzas populares que los intelectuales del siglo XIX consideraban supersticiones, y los del siglo XVII, pecados. Quizá sea exagerado decir que la inteligencia avanzada siempre se equivoca; pero por lo menos, podemos asegurar que siempre llega tarde.
Dickens no llegó demasiado tarde. Precisamente porque era un hombre del pueblo, pudo perpetuar el prestigio que tenía esta costumbre popular que apenas comenzaba a perderse. Si él hubiera aparecido veinte años más tarde, cuando el nuevo puritanismo de la era industrial se había impuesto, las festividades de la Navidad habrían parecido refinadas solamente por convertirse en un evento poco común. Los críticos hablarían de las exquisitas proporciones de un pudin de Navidad como de las de un vaso etrusco. Pero, habiendo llegado en el momento en que llegó, Dickens pudo ocuparse de una tradición viviente y no de un arte perdido. Pudo evitar que muriera, sin tener que levantarla de entre los muertos.
En esta obra es mayor la importancia histórica y moral que la literaria. Y esto también ocurre en otro de sus libros cuyo relato, aparentemente, parece ser opuesto al que estamos analizando. Canción de Navidad es tal vez el más simpático e imaginativo de todos los cuentos; Tiempos difíciles es el más triste y realista, pero en ambos casos, la belleza moral es superior a la belleza artística; en el estudio de ambas obras destaca la superioridad del hombre sobre el escritor. Y aunque en una libra la primera escaramuza en defensa de una antigua tradición, y en la otra la reñida batalla contra las nuevas teorías, el autor lucha en ambas por la misma causa. Se enfrenta a un viejo avaro Scrooge y a un nuevo avaro Gradgrind. Pero si es verdad que este último tiene rasgos de una avaricia rancia y anticuada, también es verdad que el viejo avaro emplea argumentos nuevos: Scrooge es individualista y utilitario, es decir, es tan avaro en la teoría como en la práctica. No solamente es tan moderno como Gradgrind, sino que lo es más aún. Pertenece a los tiempos difíciles del siglo XVIII y a los aún más duros del comienzo del siglo XX. Algunos sociólogos dirán, como dijo él: «Dejémosles morir y así disminuirá el exceso de población». La solución moderna, aún mejor, es que se mueran antes de haber nacido.
Dickens da la justa respuesta en su obra con una precisión y oportunidad digna de un polemista de más edad y mayor sutileza, la respuesta que puede darse a quien hable del exceso de población es preguntarle a su vez si no es él el excedente, y si no lo es ¿cómo puede saberlo? Es la respuesta que da Scrooge al Espíritu de la Navidad; en esas palabras hay algo más que simple ironía. Entre otras, incluye esta verdad tan mordaz: que Scrooge es exactamente de la clase de hombres que hablaría de los «pobres superfluos» como de algo distante y vago; y también Scrooge es la clase de hombre a quien otros considerarían lo bastante vago e insignificante como para ser superfluo. Hay un sarcasmo aún más intencionado en el retrato de ese hombrecillo ruin y raído que está convencido de que hay escoria humana que debe ser barrida y quemada; y es ese mismo avaro de aspecto tan mezquino y sórdido el que ordenaría una matanza de pobres. Esto es cierto aun tratándose de la vida más moderna, cuando vemos que todos los dementes de las clases acomodadas son invitados a dar conferencias sobre la poca cordura de la gente pobre. Todos hemos conocido a algún que otro humanista probando, sobre el papel, que no deben sobrevivir sino los vencedores en las guerras y en la lucha física por la vida; hemos oído a ricos ociosos explicar por qué a los pobres ociosos se les deja morir de hambre. En todo esto sobrevive el espíritu de Scrooge; especialmente en esa ironía central de su falta de percepción: no ve que el argumento es aplicable a su propio caso.
Pero debemos hacer justicia a Scrooge y admitir que, en algunos aspectos, su filosofía pagana ha ido más lejos de lo que él se proponía. Si Scrooge era individualista, tenía algo de lo bueno y de lo malo que hay en el individualismo. Por lo menos creía en la libertad negativa de los utilitaristas. Estaba dispuesto a vivir y dejar vivir, aunque su nivel de vida inducía más bien a morir y dejar morir. Él tomaba unas gachas mientras su sobrino bebía ponche; pero no se le ocurría que podía prohibir terminantemente a un hombre como su sobrino que bebiera ponche, u obligarle a que tomara un plato de gachas. Para hacer estas enormidades, Scrooge hubiera necesitado pertenecer a una época más progresista que aquella en que fue escrito el cuento de Dickens. Estas acciones estaban muy lejos de las intenciones del pobre Scrooge, cuya figura brilla, por comparación, con cierta ironía y algo de humanidad.
G. K. CHESTERTON1922
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1. Texto extraído de la introducción que escribió G. K. Chesterton para la edición facsímil de A Christmas Carol, Cecil Palmer, 1922.
Baile en el almacén del viejo Fezziwig. Ilustración de JohnLeech para la primera edición de A Christmas Carol,Chapman & Hall, 1843
En este fantasmagórico librito, me he esforzado porinvocar al fantasma de una Idea, que no incomodea mis lectores consigo mismos, con los demás, conla estación o conmigo. Que ronde sus hogares deforma agradable y nadie quiera expulsarlo.
Su leal amigo y servidor,
C. D.
Diciembre, 1843
Marley estaba muerto, eso para empezar. No hay la menor duda al respecto. El certificado de su entierro estaba firmado por el clérigo, el secretario, el empresario de pompas fúnebres y la plañidera mayor. Scrooge también lo firmó; y el nombre de Scrooge era una garantía en cualquier negocio del que se ocupase. El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¡Ojo! No pretendo decir que yo tenga la certeza de que hay algo particularmente muerto en el clavo de una puerta. Por mi parte, me inclinaría a considerar el clavo de una muerta como la pieza de ferretería más muerta del mercado. Pero la sabiduría de nuestros ancestros está en ese símil, y mis manos impías no van a alterarlo, o el país estaría perdido. Por lo tanto, permitidme repetir con énfasis que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¿Sabía Scrooge que estaba muerto? Por supuesto que lo sabía. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Scrooge y Marley habían sido socios yo no sé cuántos años. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único beneficiario, su único legatario residual, su único amigo y su único deudo. Pero ni siquiera Scrooge se sintió totalmente desolado ante el triste acontecimiento, sino que el mismo día del funeral actuó como un excelente hombre de negocios y cerró un acuerdo muy ventajoso.
La mención del funeral de Marley me devuelve al punto de partida. No hay la menor duda de que Marley estaba muerto. Esto debe entenderse con claridad, o nada de extraordinario habría en la historia que voy a relatar. Si no tuviéramos la convicción de que el padre de Hamlet había muerto antes de que empezase la obra, no habría habido nada notable en verlo pasearse en medio de la noche, bajo el viento de levante, por sus propias murallas, no más que ver a cualquier otro caballero de mediana edad surgiendo de la oscuridad en un lugar ventoso —pongamos el cementerio de San Pablo— para literalmente darle un susto al debilucho de su hijo.
Scrooge nunca borró el nombre del viejo Marley. Allí se quedó, durante años, sobre la puerta de su oficina. La firma era conocida como Scrooge y Marley. Algunas veces, los nuevos en el negocio llamaban a Scrooge Scrooge y otras veces Marley, pero él siempre respondía a ambos nombres. Le daba igual.
¡Oh, pero era más tacaño que una piedra de afilar Scrooge! ¡Un viejo pecador agarrado, codicioso, rapiñador, cicatero! Duro y áspero como el pedernal, del que ni una chispa habría obtenido nadie para encender un fuego generoso; retraído y reservado, y solitario como una ostra. El frío que llevaba dentro había congelado sus viejas facciones, entumecido su afilada nariz, marchitado sus mejillas y vuelto rígidos sus andares; y tenía los ojos enrojecidos y los labios azulados, y su voz chirriaba con astucia. Una escarcha helada cubría su cabeza y sus cejas y su enjuta barbilla. Llevaba siempre consigo su propio invierno, que helaba su despacho en la canícula y no se deshelaba ni un grado en Navidad.
El calor y el frío exteriores causaban poco efecto en Scrooge. Ni el calor lo templaba ni lo enfriaba el clima invernal. El peor viento no era más cortante que él, no había nieve que cayera con más intensidad, ninguna lluvia era más insensible a las súplicas. El mal tiempo no sabía cómo vencerlo. La lluvia y la nieve y el granizo y la ventisca más fuertes podían alardear de una única ventaja sobre él. A menudo «amainaban» piadosamente, y Scrooge, nunca.
Nadie se detenía jamás en la calle a decirle con jovialidad: «Mi querido Scrooge, ¿cómo está usted? ¿Cuándo va a venir a visitarme?». Los mendigos no osaban pedirle limosna, los niños no le preguntaban la hora, ningún hombre o mujer lo interrogaba acerca de cómo ir a tal o cual lugar. Incluso los perros de los ciegos parecían conocerlo, y cuando lo veían venir arrastraban a sus amos hacia portales y patios, y luego meneaban la cola como si dijesen: «¡Mejor ciego que con mal de ojo, amo querido!».
Pero ¡qué le importaba a Scrooge! Era justo lo que le gustaba. Abrirse paso por la senda abarrotada de la vida, advirtiendo a toda humana simpatía de que guardase las distancias era lo que los entendidos llamaban el «deleite» de Scrooge.
Cierta vez —precisamente, entre todos los días del año, la víspera de Navidad— el viejo Scrooge se encontraba muy atareado en su despacho. Hacía un tiempo frío, desapacible y con niebla, y podía oír a la gente en el exterior, resollando y golpeándose el pecho, pateando las losas del pavimento para darse calor. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya estaba oscuro —no había habido luz en todo el día— y las velas brillaban en las ventanas de todas las oficinas cercanas, como manchas rojizas en el espeso aire cobrizo. La niebla se colaba por cada rendija y cerradura, y afuera era tan densa que, aunque la calle era de las más estrechas, las casas de enfrente eran apenas sombras. Al ver caer la tenebrosa nube, oscureciéndolo todo, uno habría pensado que la Naturaleza vivía cerca y estaba tramando algo a gran escala.
La puerta del despacho de Scrooge estaba abierta, para poder vigilar a su empleado, que en un lúgubre cubículo, una especie de pecera, se dedicaba a copiar cartas. Scrooge disponía de un fuego muy pequeño, pero el fuego del empleado era tan pequeño que parecía una sola brasa. Aun así, no podía avivarlo, porque Scrooge guardaba la carbonera en su propio despacho, y si el empleado hubiera ido con la pala, su amo habría considerado necesario despedirlo. Por consiguiente, el empleado se arrebujó en su bufanda blanca y trató de calentarse con la vela; pero, como no era un hombre con mucha imaginación, fracasó en el intento.
—¡Feliz Navidad, tío! ¡Que Dios le guarde! —exclamó una voz jovial. Era la voz del sobrino de Scrooge, que había entrado tan rápido que ese fue el primer indicio de su presencia.
—¡Bah! —dijo Scrooge—. ¡Pamplinas!
El sobrino de Scrooge se había acalorado tanto caminando a buen paso entre la niebla y la escarcha que resplandecía; tenía enrojecido el apuesto semblante, sus ojos relucían y su aliento se condensó cuando volvió a hablar.
—¿Son pamplinas la Navidad, tío? —dijo el sobrino de Scrooge—. Estoy seguro de que no piensa eso.
—Lo pienso —dijo Scrooge—. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes tú a ser feliz? ¿Qué razones tienes para estar contento? Eres bastante pobre.
—Vamos —respondió vivaracho el sobrino—. ¿Qué derecho tiene usted a estar triste? ¿Qué razones tiene para estar malhumorado? Es usted bastante rico.
A Scrooge no se le ocurrió ninguna respuesta, así que se limitó a repetir «¡bah!», y luego, «pamplinas».
—¡No se enfade, tío! —dijo el sobrino.
—¿Cómo no voy a enfadarme —respondió el tío— viviendo en un mundo de tontos como este? ¡Feliz Navidad! ¡Qué lata con la feliz Navidad! ¿Qué es la Navidad sino una época para pagar facturas sin tener dinero; una época para ser un año más viejo, pero no una hora más rico; una época para cuadrar los libros y comprobar que cada entrada a lo largo de los doce meses presenta un saldo negativo? Si de mí dependiera —dijo Scrooge indignado—, a todos esos idiotas que van por ahí con el «Feliz Navidad» en los labios habría que hervirlos en su propia salsa y enterrarlos con una estaca de acebo clavada en el corazón. ¡Eso habría que hacer!
—¡Tío! —imploró el sobrino.
—¡Sobrino! —replicó el tío con severidad—. Celebra la Navidad a tu manera y deja que yo la celebre a la mía.
—¡Celebrar! —repitió el sobrino de Scrooge—. ¡Pero si usted no la celebra!
—Pues entonces déjame tranquilo —dijo Scrooge—. ¡Que te aproveche! ¡Mucho te ha aprovechado hasta ahora!
—Hay muchas cosas de las que no he sacado provecho, me atrevo a decir —respondió el sobrino—, entre ellas la Navidad. Pero, aparte de la veneración debida a su nombre y origen sagrados, siempre he pensado en la Navidad, cuando se iba acercando, como unas fechas amables, agradables, de perdón y caridad; el único momento a todo lo largo del calendario en que los hombres y las mujeres parecen, por acuerdo unánime, abrir libremente sus corazones cerrados y pensar en los más humildes como si realmente fueran sus compañeros en el viaje hacia la tumba, y no otra raza de criaturas con un destino diferente. Y por eso, tío, aunque nunca me haya dejado ni una onza de oro o de plata en el bolsillo, creo que me ha aprovechado y me aprovechará. Así que ¡bendita sea!
El empleado de la pecera, involuntariamente, se puso a aplaudir. Al darse cuenta de inmediato de lo impropio del acto, atizó el fuego y extinguió para siempre la última brasa.
—¡Como le oiga a usted otra palabra —dijo Scrooge—, celebrará la Navidad buscando un nuevo empleo! Es usted un orador muy elocuente, señor —añadió dirigiéndose a su sobrino—. Debería estar en el Parlamento.
—No se enfade, tío. ¡Vamos! Venga mañana a comer con nosotros.
Scrooge dijo que le vería, sí, pero en… Y continuó la frase diciendo dónde le vería.
—Pero ¿por qué? —exclamó el sobrino de Scrooge—. ¿Por qué?
—¿Por qué te casaste? —dijo Scrooge.
—Porque me enamoré.
—¡Porque se enamoró! —gruñó Scrooge, como si aquello fuera la única cosa en el mundo más ridícula que una feliz Navidad—. ¡Buenas tardes!
—No, tío. Usted tampoco venía a verme antes de que eso sucediera. ¿Por qué lo pone ahora como excusa para no venir?
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—No quiero nada de usted, no le pido nada. ¿Por qué no podemos ser amigos?
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—Lamento de todo corazón verlo tan inflexible. Nunca ha habido entre nosotros ningún desacuerdo, al menos por mi parte. Pero he hecho el esfuerzo en nombre de la Navidad, y mantendré mi espíritu navideño hasta el final. Así que ¡feliz Navidad, tío!
—¡Buenas tardes! —dijo Scrooge.
—¡Y feliz año nuevo!
—¡Buenas tardes! —dijo Scrooge.
El sobrino salió del despacho sin una palabra de reproche, después de todo. Se detuvo ante la puerta de salida para felicitar las fiestas al empleado, el cual, a pesar del frío, se mostró más cálido que Scrooge y le respondió con toda cordialidad.
—Otro igual —murmuró Scrooge, que lo había oído—. Mi empleado, que gana quince chelines a la semana y tiene mujer e hijos, deseando una feliz Navidad. Deberían encerrarlo en el manicomio de Bedlam.
El lunático, al despedir al sobrino de Scrooge, dejó pasar a otras dos personas. Eran unos caballeros corpulentos, de agradable presencia, que ahora se encontraban, con los sombreros en la mano, en el despacho de Scrooge. Llevaban libros y papeles, e hicieron una inclinación.
—Scrooge y Marley, supongo —dijo uno de los caballeros consultando una lista—. ¿Tengo el placer de dirigirme al señor Scrooge o al señor Marley?
—El señor Marley lleva muerto siete años —replicó Scrooge—. Murió hace siete años, tal día como hoy.
—No nos cabe duda de que su generosidad ha quedado bien representada por su socio superviviente —dijo el caballero mientras presentaba sus credenciales.
Y era cierto, porque ambos habían sido almas gemelas. Al oír la ominosa palabra «generosidad», Scrooge frunció el ceño, meneó la cabeza y le devolvió las credenciales.
—En estas fechas festivas del año, señor Scrooge —dijo el caballero sacando una pluma—, resulta más conveniente que nunca ser provisores con los pobres y necesitados, que sufren mucho en el momento presente. Miles de personas carecen de lo más básico; cientos de miles necesitan alivio, señor.
—¿No hay casas de beneficencia? —preguntó Scrooge.
—Muchas casas de beneficencia —dijo el caballero bajando la pluma.
—¿Y los asilos de la Unión de trabajadores? —inquirió Scrooge—. ¿Aún están en funcionamiento?
—Lo están. Aún —respondió el caballero—. Ojalá pudiera decir que no.
—¿Siguen, pues, la Treadmill y la Ley de Pobres en vigor? —dijo Scrooge.
—Ambas a pleno rendimiento, señor.
—¡Oh! Temía, por lo que dijo usted al principio, que hubiera ocurrido algo que interrumpiera sus loables servicios —dijo Scrooge—. Me alegra saber que no.
—Convencidos de que apenas proporcionan cristiano consuelo para la mente y el cuerpo de tantos —respondió el caballero—, unos pocos de nosotros hemos decidido reunir un fondo para comprarles a los pobres carne y bebida y medios para calentarse. Hemos escogido estas fechas porque, entre todas, es cuando la necesidad se siente con mayor intensidad y la abundancia se regocija. ¿Con qué suma desea que le apunte?
—¡Con ninguna! —replicó Scrooge.
—¿Desea permanecer en el anonimato?
—Deseo que me dejen en paz —dijo Scrooge—. Ya que me preguntan qué deseo, caballeros, esa es mi respuesta. A mí no me hace feliz la Navidad y no puedo permitirme hacer feliz a gente ociosa. Ya ayudo a sostener los establecimientos que he mencionado…, y bien caros resultan. Y los que anden mal de fondos deben ir allí.
—Muchos no pueden; y otros preferirían morir antes de hacerlo.
—Si prefieren morir —dijo Scrooge—, será mejor que lo hagan; así se reducirá el exceso de población. Además, discúlpenme, eso no me atañe.
—Pues debería —observó el caballero.
—No es asunto mío —respondió Scrooge—. Bastante tiene uno con ocuparse de su propio negocio sin interferir en los negocios ajenos. El mío me tiene bastante ocupado. ¡Buenas tardes, caballeros!
Comprendiendo que era inútil insistir, los caballeros se marcharon. Scrooge reanudó sus tareas con mejor opinión de sí mismo y una disposición de ánimo más alegre de lo que era habitual en él.
Entretanto, la niebla y la oscuridad se habían espesado tanto que había algunos que circulaban con antorchas pregonando sus servicios para ir delante de los caballos de los carruajes iluminándoles el camino. La antigua torre de una iglesia, cuya bronca campana siempre espiaba furtivamente a Scrooge a través de un ventanal gótico en el muro, se volvió invisible, y daba las horas y los cuartos en la oscuridad, con trémulas vibraciones al terminar, como si castañeteara los dientes a causa de la helada. El frío aumentó. En la calle principal, en una esquina del patio, algunos trabajadores que estaban reparando las tuberías del gas encendieron un enorme fuego en un brasero, alrededor del cual se reunieron un grupo de hombres y muchachos harapientos, calentándose las manos ante las llamas y guiñando los ojos extasiados. Un sumidero había quedado abierto y su flujo se congeló hoscamente para convertirse en hielo misántropo. El resplandor de los escaparates, en los que ramitas de acebo y bayas crepitaban al calor de las lámparas, enrojecían los pálidos rostros de los viandantes. Los comercios de pollos y ultramarinos eran como una espléndida broma: un glorioso espectáculo ante el que parecían sobrar principios tan prosaicos como regatear, comprar y vender. El alcalde, en el poderoso baluarte del Ayuntamiento, dio orden a sus cincuenta cocineros y mayordomos para que dispusiesen una Navidad como corresponde a la casa de todo un alcalde. Y hasta un sastrecillo al que el lunes anterior habían multado con cinco chelines por borracho y pendenciero se dedicaba en su buhardilla a preparar el pudín del día siguiente mientras su escuálida esposa salía con el bebé a comprar la carne.
Más niebla aún, más frío. Un frío agudo, penetrante, mordiente. Si el bueno de san Tristán hubiera apretado las narices del demonio con un tiempo así, en vez de usar sus habituales tenazas, lo habría hecho rugir con mayor motivo. El propietario de una naricilla escasa, mordisqueada y roída por el ávido frío como los perros roen los huesos, se detuvo ante el ojo de la cerradura de Scrooge para dedicarle un villancico; pero a los primeros compases de
«Dios os bendiga, alegre caballero!
¡Que nada os perturbe!»,
Scrooge aferró una regla con tal energía que el cantor huyó despavorido, dejando el ojo de la cerradura a merced de la niebla y de la aún más amistosa helada.
Finalmente, llegó la hora de cerrar la oficina. De mala gana, Scrooge se bajó de su taburete y admitió el hecho de forma tácita ante su expectante empleado de la pecera, que al instante apagó la vela de un soplo y se puso el sombrero.
—Supongo que mañana querrá el día libre —dijo Scrooge.
—Si no es inconveniente, señor.
—Es inconveniente —dijo Scrooge—, y no es justo. Si yo le descontase media corona se consideraría perjudicado, ¿verdad?
El empleado sonrió con timidez.
—Sin embargo —dijo Scrooge—, no considera que yo soy el perjudicado al pagar un día de salario por no trabajar.
El empleado observó que solo era una vez al año.
—¡Una pobre excusa para saquear el bolsillo de un hombre cada 25 de diciembre! —dijo Scrooge mientras se abotonaba el abrigo hasta la barbilla—. Pero supongo que tiene derecho al día libre. Preséntese pasado mañana a primerísima hora.
El empleado prometió que así lo haría, y Scrooge salió con un gruñido. La oficina quedó cerrada en un santiamén, y el empleado, con los largos extremos de su bufanda blanca colgando por debajo de la cintura (porque no presumía de abrigo) se deslizó veinte veces por un tobogán en Cornhill, haciendo cola tras un montón de chicos, para celebrar que era Nochebuena, y luego corrió a casa en Camden Town para llegar a tiempo de jugar a la gallina ciega.
Scrooge tomó su melancólica cena en su habitual taberna melancólica, y tras leer todos los periódicos y entretener el resto de la velada con su libro de cuentas, se fue a casa a dormir. Vivía en las habitaciones que un día pertenecieran a su difunto socio. Era un alojamiento lóbrego, en un edificio bajo medio arrumbado al fondo de un patio, y parecía tan fuera de lugar que uno podía imaginarse que cuando era un edificio joven había corrido a esconderse allí jugando al escondite con otros edificios y había olvidado cómo se salía. Ahora era muy viejo y sombrío, porque nadie salvo Scrooge vivía en él, y las demás dependencias estaban ocupadas por oficinas. El patio era tan oscuro que incluso Scrooge, que conocía cada ladrillo, tuvo dificultades para orientarse a tientas. La niebla y la helada colgaban de tal modo sobre la vieja y oscura entrada de la casa que parecía como si el Genio del Tiempo se hubiera sentado a meditar en el umbral.
Ahora debemos consignar el hecho de que no había nada de particular en la aldaba de la puerta, salvo que era muy grande. Es también un hecho que Scrooge la había visto día y noche a lo largo de los años que llevaba viviendo allí; que Scrooge carecía de eso que llaman imaginación en la misma medida que cualquier otro hombre de la ciudad de Londres, incluyendo a los miembros de la corporación, los concejales y los cocheros. Téngase también en cuenta que Scrooge no había dedicado un solo pensamiento a Marley desde la última vez que esa tarde había mencionado la muerte de su socio siete años atrás. Siendo así, que alguien me explique, si puede, cómo sucedió que Scrooge, al meter la llave en la cerradura de la puerta, vio en la aldaba, sin que esta experimentase ningún proceso de cambio…, no una aldaba, sino el rostro de Marley.
El rostro de Marley. No estaba sumido en sombras impenetrables como los demás objetos del patio, sino que una luz mortecina flotaba sobre él, como una langosta en mal estado en una despensa oscura. No se mostraba enfadado ni iracundo, sino que miraba a Scrooge como Marley solía mirar: con los espectrales anteojos subidos sobre su frente espectral. Sus cabellos se agitaban de un modo curioso, como si una brisa cálida soplase sobre ellos, y, aunque tenía los ojos abiertos de par en par, estaban perfectamente inmóviles. Eso y su lividez lo volvían horrible, pero ese horror parecía ser ajeno al rostro, estar más allá de su control, más que ser parte de su propia expresión.
Mientras Scrooge contemplaba fijamente el fenómeno, volvió a ser una aldaba. Decir que no estaba alarmado, o que su sangre no era consciente de una terrible sensación desconocida desde la infancia, sería faltar a la verdad. Pero posó la mano sobre la llave que había dejado puesta, la giró con firmeza, entró y encendió una vela.
Hizo una pausa, indeciso durante un momento, antes de cerrar la puerta; y antes aún de eso miró con cautela a sus espaldas, como si esperase que la coleta de Marley le diera un susto asomándose al vestíbulo. Pero no había nada en la parte interior de la puerta, salvo los tornillos y tuercas de la aldaba, así que dijo «¡bah, bah!», y la cerró de un portazo.
El golpe resonó a través de la casa como un trueno. Cada habitación arriba y cada barril en la bodega de abajo parecían tener su propio eco. Scrooge no era un hombre al que asustara el eco. Echó la llave a la puerta, recorrió el vestíbulo y subió lentamente las escaleras iluminándose con su vela.
A veces se habla de una escalinata tan ancha que podría subir por ella un coche de seis caballos y hasta una ley del Parlamento mal redactada; pero yo diría que aquella escalinata era tan ancha que podría pasar un coche fúnebre, y hasta a lo ancho, con la barra hacia la pared y la puerta hacia la balaustrada, y hacerlo fácilmente. Había mucho espacio para ello, espacio de sobra, lo cual quizá sirva para explicar por qué Scrooge creyó ver un coche fúnebre que subía ante él en la oscuridad. Media docena de faroles de gas de la calle no habrían alcanzado para iluminar bien ni un tramo, así que puede suponerse lo que alumbraba la vela de Scrooge.
Scrooge siguió subiendo sin preocuparse por ello. La oscuridad es barata, y eso le gustaba a Scrooge. Pero, antes de cerrar su pesada puerta, recorrió las habitaciones para asegurarse de que todo estuviera en orden. El recuerdo del rosto lo impulsaba a hacerlo así.
Sala de estar, dormitorio, trastero. Todo en orden. Nadie debajo de la mesa ni detrás del sofá; un pequeño fuego en la chimenea, cuchara y cuenco preparados y un cacillo con gachas (Scrooge estaba resfriado) sobre el fogón. Nadie debajo de la cama, nadie en el gabinete, nadie en su camisón, que colgaba con actitud sospechosa contra la pared. El trastero, como siempre. El viejo guardafuegos, los viejos zapatos, dos cestas de pesca, el aguamanil de tres patas y un atizador.
Bastante satisfecho, cerró su puerta y la atrancó; con doble llave, lo cual no era su costumbre. Asegurado de este modo contra cualquier sorpresa, se quitó la corbata, se puso el batín, las pantuflas y el gorro de dormir y se sentó frente al fuego a comerse las gachas.
Era, en realidad, un fuego muy pequeño, casi nada para una noche tan fría. Tuvo que arrimarse e inclinarse sobre él antes de poder extraer de tan poca leña alguna sensación de calidez. La chimenea era antigua, construida mucho tiempo atrás por algún comerciante holandés y enteramente alicatada con pintorescos azulejos holandeses en los que se representaba a personajes de las Escrituras. Había allí Caínes y Abeles, hijas del faraón, reinas de Saba, mensajeros angélicos descendiendo por el aire sobre nubes como lechos de plumas, Abrahanes, Baltasares, apóstoles que se hacían a la mar en salseras, cientos de figuras que atraían sus pensamientos, y, sin embargo, el rostro de Marley, muerto hacía siete años, volvía como el viejo cayado del Profeta y se lo tragaba todo. Si aquellos delicados azulejos hubieran estado en blanco, con poder de representar en su superficie una imagen procedente de los desordenados fragmentos de la mente de Scrooge, habría habido una copia de la cabeza del viejo Marley en cada uno de ellos.
—¡Pamplinas! —dijo Scrooge, y empezó a pasearse por la alcoba.
Tras dar varias vueltas se sentó otra vez. Al recostar la cabeza en el respaldo del asiento, su mirada vino a posarse sobre una campanilla en desuso que colgaba de la pared y que, con algún propósito ahora olvidado, comunicaba con una estancia en el piso más alto del edificio. Mientras la miraba, vio con gran asombro y un miedo extraño e inexplicable que la campanilla empezaba a oscilar. Al principio oscilaba con tanta suavidad que apenas producía sonido alguno; pero enseguida resonó muy fuerte, y lo mismo hicieron todas las campanillas de la casa.
Aquello debió de durar como medio minuto o un minuto, pero a él le pareció una hora. Las campanillas cesaron como habían empezado, todas a la vez. Las siguió un ruido metálico, desde lo más profundo del sótano, como si alguien arrastrara una pesada cadena sobre los barriles de la bodega. Scrooge recordó haber oído describir a los fantasmas de las casas encantadas arrastrando cadenas.
La puerta de la bodega se abrió con estruendo y entonces oyó el ruido mucho más fuerte en los pisos de abajo; luego subiendo la escalera y después dirigiéndose a su puerta.
—¡Pamplinas otra vez! —dijo Scrooge—. No me lo creo.
Pero se le demudó la cara cuando, sin pausa, aquello atravesó la pesada puerta y se plantó ante sus ojos. Al entrar, la llama agonizante se reavivó, como si gritara: «¡Lo conozco, es el fantasma de Marley!», y luego decreció de nuevo.
El mismo rostro, exacto. Marley con su coleta, su chaleco habitual, sus pantalones ajustados y sus botas; las borlas de estas últimas erizadas, al igual que la coleta y los faldones de la casaca y el pelo de la cabeza. La cadena que arrastraba le ceñía la cintura. Era larga y se enrollaba a su alrededor como una cola; y al observarla con atención, Scrooge vio que estaba hecha de cajas de caudales, llaves, candados, libros de cuentas, escrituras y pesadas carteras forjadas en acero. Su cuerpo era transparente, y, fijándose bien, distinguió a través del chaleco los dos botones traseros de la casaca.
Scrooge había oído a menudo decir que Marley no tenía entrañas, pero nunca lo había creído hasta ahora.
No, tampoco ahora lo creía. A pesar de mirar al fantasma de arriba abajo y verlo de pie ante él, a pesar de sentir la escalofriante influencia de sus ojos fríos como la muerte y notar incluso la textura del pañuelo que llevaba anudado alrededor de la cabeza y la barbilla, y del que no se había percatado antes, seguía sintiéndose incrédulo y luchaba contra sus propios sentidos.
—¡Qué es esto! —dijo Scrooge, frío y mordaz como siempre—. ¿Qué queréis de mí?
—¡Mucho! —era la voz de Marley, sin ninguna duda.
—¿Quién sois?
—Pregúntame quién era.
—¿Quién érais, pues? —dijo Scrooge alzando la voz—. Sois peculiar…, para ser un fantasma —iba a decir «si es que sois un fantasma», pero le pareció más apropiado lo primero.
—En vida fui tu socio, Jacob Marley.
—¿Podéis…, podéis sentaros? —preguntó Scrooge mirándolo vacilante.
—Puedo.
—Hacedlo, pues.
Scrooge había preguntado porque no sabía si un fantasma tan transparente podría encontrarse en condiciones de tomar asiento, y le pareció que en el caso de que fuera imposible podría requerirse una explicación embarazosa. Pero el fantasma se sentó al otro lado de la chimenea, como si estuviera acostumbrado a hacerlo así.
—No crees en mí —observó este.
—No —dijo Scrooge.
—¿Qué prueba necesitarías de mi existencia, más allá de tus sentidos?
—No lo sé —dijo Scrooge.
—¿Por qué dudas de tus sentidos?
—Porque —dijo Scrooge— cualquier pequeñez les afecta. Un ligero trastorno estomacal los engaña. Podéis ser un trozo de carne sin digerir, un poco de mostaza, una migaja de queso o un pedazo de patata mal cocida. Tenéis más de fritura que de sepultura, —¡seáis lo que seáis!
Scrooge no era muy dado a hacer chistes, ni en el fondo se sentía gracioso en ese momento. Lo cierto es que intentaba hacerse el listo como un medio de distraer su propia atención y dominar su terror; porque la voz del espectro le perturbaba hasta el tuétano.
Estar allí sentado, ante aquellos ojos vidriosos, en silencio, era como jugar con el mismo diablo. También había algo horrible en el hecho de que el espectro estuviera provisto de su propia atmósfera infernal. Scrooge no podía percibirla por sí mismo, pero resultaba muy claro, porque, aunque el fantasma estaba perfectamente inmóvil, su cabello, sus faldones y borlas se agitaban como si los moviese el vapor caliente de un horno.
—¿Veis este mondadientes? —dijo Scrooge volviendo rápidamente a la carga, por la razón ya explicada, y deseando, aunque solo fuera por un segundo, apartar de sí mismo la fría mirada de la visión.
—Lo veo —replicó el fantasma.
—No lo estáis mirando —dijo Scrooge.
—Pero lo veo de todos modos —dijo el fantasma.
—¡Bien! —respondió Scrooge—. No tengo más que tragármelo y durante el resto de mis días seré perseguido por una legión de duendes, todos de mi propia creación. ¡Pamplinas, os digo! ¡Pamplinas!
Al oír eso, el espíritu lanzó un grito horripilante y agitó la cadena con un estrépito tan lúgubre y pavoroso que Scrooge tuvo que agarrarse a su silla para no desplomarse desmayado. Pero su espanto fue aún mayor cuando el aparecido se quitó el pañuelo que le rodeaba la cabeza, como si hiciera mucho calor para llevarlo en casa, ¡y dejó caer su mandíbula inferior sobre el pecho!
Scrooge cayó de rodillas y entrelazó las manos ante su cara.
—¡Piedad! —dijo—. Terrible aparición, ¿por qué me atormentáis?
—¡Hombre de poca fe! —replicó el fantasma—. ¿Crees o no en mí?
—Creo —dijo Scrooge—. Tengo que creer. Pero ¿por qué los espíritus caminan sobre la tierra, y por qué vienen a visitarme?
—A todo hombre se le exige —respondió el fantasma— que el espíritu que lleva dentro camine entre sus semejantes y a todo lo largo del camino; y si ese espíritu no lo hace en vida, está condenado a hacerlo después de la muerte. ¡Está condenado a vagar por el mundo (¡oh, mísero de mí!) y a contemplar lo que no puede compartir, sino que debió haberlo compartido en la tierra y convertido en felicidad!
De nuevo el espectro lanzó un grito y agitó la cadena y se retorció las sombrías manos.
—Estáis encadenado —dijo Scrooge temblando—. Decidme por qué.
—Arrastro la cadena que me forjé en vida —replicó el fantasma—. Yo mismo la creé eslabón a eslabón, metro a metro; por propia voluntad me la ceñí, y por propia voluntad la llevo. ¿Te resulta extraño su aspecto?
Scrooge temblaba más y más.
—¿O quieres saber —prosiguió el fantasma— el peso y longitud de la que tú mismo llevas? Hace siete nochebuenas era tan larga y pesada como esta. Desde entonces la has aumentado. ¡Es una cadena considerable!
Scrooge contempló el suelo a su alrededor, esperando verse rodeado de cincuenta o sesenta brazas de hierro trenzado, pero no pudo ver nada.
—Jacob —dijo implorante—. Mi viejo amigo Jacob Marley, seguid hablando. ¡Dadme algo de consuelo, Jacob!
—No tengo consuelo que darte —replicó el fantasma—. Este procede de otras esferas, Ebenezer Scrooge, y lo proporcionan otros ministros a otra clase de hombres. Tampoco puedo decirte todo lo que quisiera. Solo se me permite un poco. No tengo descanso, no puedo quedarme, no puedo permanecer en parte alguna. Mi espíritu nunca fue más allá de nuestra oficina de cambio (¡repara en ello!); en vida mi espíritu nunca traspasó los estrechos límites de nuestra guarida de usura. ¡Y qué jornadas agotadoras me esperan!
Cuando reflexionaba sobre algo, Scrooge tenía el hábito de meterse las manos en los bolsillos del pantalón. Al meditar sobre lo que el fantasma había dicho, así lo hizo, pero sin alzar la vista y aún de rodillas.
—Debéis habéroslo tomado con mucha calma, Jacob —observó Scrooge con tono profesional, aunque con humildad y deferencia.
—¡Calma! —repitió el fantasma.
—Siete años muerto —musitó Scrooge. ¡Y viajando todo el tiempo!
—Todo el tiempo —dijo el fantasma—. Sin descanso ni paz. Con la incesante tortura del remordimiento.
—¿Viajáis muy rápido?
—En las alas del viento —replicó el fantasma.
—Seguro que habéis visitado muchas regiones en siete años —dijo Scrooge.
Al oírlo, el fantasma lanzó otro grito e hizo resonar su cadena de forma tan atroz en medio del silencio de la noche que la ronda nocturna habría tenido motivos para multarlo por perturbar el orden.
—¡Oh, cautivo, preso y doblemente encadenado! —gritó el espíritu—. Ignorante de que son necesarios años de incesante labor por parte de criaturas inmortales para que la tierra pueda acceder a la eternidad tras haber hecho en ella todo el bien posible. Ignorante de que todo espíritu cristiano que obre con bondad en su reducida esfera, sea la que sea, encontrará su vida mortal demasiado breve para las inmensas posibilidades que posee de hacer el bien. ¡Ignorante de que ningún arrepentimiento puede enmendar las oportunidades desperdiciadas a lo largo de toda una vida! ¡Y así era yo! ¡Ah, así era yo!
—Pero siempre fuisteis un buen hombre de negocios, Jacob —balbuceó Scrooge, que empezaba a aplicarse a sí mismo las palabras del espectro.
—¡Negocios! —gritó el fantasma retorciéndose las manos de nuevo—. La humanidad era mi negocio. El bienestar común era mi negocio; la caridad, la piedad, la paciencia y la benevolencia eran mi negocio. ¡Los asuntos profesionales no eran más que una gota de agua en el inmenso océano de mi negocio!
Alzó la cadena en toda la longitud de su brazo, como si ella fuese la causa de todo su irreparable dolor, y luego volvió a arrojarla pesadamente al suelo.
—En esta época del año —dijo el espectro— es cuando sufro más. ¿Por qué caminaba entre la multitud de mis semejantes sin alzar los ojos del suelo y nunca los levanté hacia la bendita estrella que guio a los Magos hasta un pobre portal? ¿Es que no había hogares pobres hacia los que me guiara su luz?
Scrooge estaba espantado de oír al espíritu hablar en tales términos, y empezó a temblar sin control.
—¡Escúchame! —gritó el fantasma—. Mi tiempo se acaba.
—Os escucharé —dijo Scrooge—. ¡Pero no seáis duro conmigo! ¡Sin florituras, Jacob! ¡Os lo ruego!
—No sabría decir por qué aparezco ante ti en una forma que puedes ver. Me he sentado a tu lado, invisible, muy a menudo.
No era una idea agradable. Scrooge se estremeció y se secó el sudor de la frente.
—Esa no es una parte agradable de mi penitencia —prosiguió el fantasma—. Estoy aquí para advertirte de que aún tienes una oportunidad y una esperanza para escapar a mi destino. Una oportunidad que te he procurado yo, Ebenezer.
—Siempre fuisteis un buen amigo —dijo Scrooge. ¡Gracias!
—Te visitarán tres espíritus —continuó el fantasma.
A Scrooge se le desencajó el semblante casi como antes al fantasma.
—¿Son esas la oportunidad y la esperanza que habéis mencionado, Jacob? quiso saber con voz vacilante.
—Así es.
—Cre… creo que preferiría que no —dijo Scrooge.
—Sin sus visitas —dijo el fantasma— no esperes evitar el camino que yo recorro. Espera el primero mañana, cuando el reloj dé la una.
—¿No podrían venir los tres a la vez y acabar cuanto antes, Jacob? —insinuó Scrooge.
—Espera al segundo pasado mañana a la misma hora. El tercero, al día siguiente, cuando la última campanada de las doce acabe de vibrar. No volverás a verme. ¡Procura, por tu bien, recordar lo que hemos hablado!
Una vez dichas estas palabras, el espectro recogió el pañuelo de la mesa y se lo anudó alrededor de la cabeza, como antes. Scrooge lo percibió por el sonido seco que hicieron los dientes al chocar cuando el pañuelo volvió a unir las mandíbulas. Se aventuró de nuevo a levantar la vista y se encontró frente a frente con su visitante sobrenatural, que lo miraba muy erguido, con la cadena colgando del brazo.
La aparición se alejó de él caminando hacia atrás, y a cada paso que daba la ventana se abría un poco, de manera que cuando el espectro llegó a ella estaba abierta de par en par.
Le hizo señas a Scrooge para que se aproximara, cosa que este hizo. Cuando estaban a dos pasos el uno del otro, el fantasma de Marley alzó la mano para que no se acercase más. Scrooge se detuvo.
No fue tanto por obediencia como por sorpresa y miedo, porque al alzarse la mano empezó a oír ruidos confusos en el aire, sonidos incoherentes de lamentos y pesadumbre, gemidos de inexpresable dolor y culpa. El espectro, tras escuchar durante un momento, se unió al lúgubre clamor y se elevó flotando en la sombría y oscura noche.
Scrooge se acercó a la ventana, con desesperada curiosidad. Se asomó.
El cielo estaba lleno de fantasmas que vagaban de un lado a otro sin descanso, gimiendo al pasar. Cada uno de ellos llevaba cadenas como el espectro de Marley; unos pocos (pudieran ser gobiernos culpables) iban encadenados juntos; ninguno estaba libre de cargas. A muchos los había conocido Scrooge personalmente cuando estaban vivos. Había tenido bastante relación con un viejo fantasma que llevaba chaleco blanco y una monstruosa caja de seguridad atada al tobillo, el cual lloraba penosamente al ser incapaz de ayudar a una pobre mujer con un niño que estaba sentada en la calle, en un portal. Estaba claro que la desgracia de todos ellos era que trataban de intervenir, para bien, en los asuntos humanos, y habían perdido ese poder para siempre.
No supo decir si aquellas criaturas se desvanecieron entre la niebla o la niebla las envolvió. Pero todas desaparecieron juntas, al igual que sus voces espectrales, y la noche volvió a ser como cuando llegó a casa.
Scrooge cerró la ventana y examinó la puerta por la que había entrado el fantasma. Estaba cerrada con doble llave, tal como él mismo la había cerrado con sus propias manos, y los cerrojos estaban intactos. Intentó decir «¡pamplinas!», pero se detuvo en la primera sílaba. Y fuera por las emociones vividas o por la fatiga de la jornada o por su vislumbre del Mundo Invisible o por la sombría conversación del fantasma o por lo tardío de la hora, sintió la necesidad de descansar; así que se fue derecho a la cama, sin desvestirse, y se quedó dormido al instante.
Cuando Scrooge se despertó, estaba tan oscuro que, desde la cama, apenas pudo distinguir la ventana transparente de las opacas paredes de su alcoba. Estaba tratando de penetrar la oscuridad con sus ojos de hurón cuando las campanas de una iglesia cercana dieron los cuatro cuartos. Así que permaneció atento a la hora.
Con gran asombro por su parte, la pesada campana pasó de las seis a las siete y de las siete a las ocho y así sucesivamente hasta dar las doce; luego enmudeció. ¡Las doce! Eran más de las dos cuando se acostó. El reloj estaba mal. Debía de haberse formado un carámbano en la maquinaria. ¡Las doce!
Apretó el resorte de su reloj de repetición para corregir a aquel reloj absurdo. Su pequeña y rápida pulsación sonó doce veces y se detuvo.
—¿Cómo?—dijo Scrooge—. No es posible que haya dormido un día entero hasta volver a hacerse de noche. ¡No es posible que algo le haya sucedido al sol y sean las doce del mediodía!
Esa alarmante idea hizo que saltase de la cama y se dirigiera a la ventana. Tuvo que frotar la escarcha con la manga del batín para poder ver algo, y apenas pudo ver nada. Solo pudo comprobar que aún había mucha niebla y hacía un frío extremo y que no había ruido de gente yendo de acá para allá en frenética agitación, como sin duda habría ocurrido si la noche se hubiera apoderado del día y tomado posesión del mundo. Esto era un gran alivio, porque, si los días ya no contasen, palabras como «a los tres días de vencimiento de esta letra de cambio pagaré al señor Ebenezer Scrooge, etc.» tendrían el mismo valor que un bono de Estados Unidos.
Scrooge volvió a la cama y pensó, pensó y pensó una y otra vez y otra y otra, y no pudo dilucidar nada. Cuanto más lo pensaba, más perplejo se sentía; y cuanto más se empeñaba en no pensar, más pensaba.
El fantasma de Marley lo había trastornado profundamente. Cada vez que en su interior decidía, tras darle muchas vueltas, que todo había sido un sueño, su mente volvía de golpe, como un resorte, a su primera posición, y le presentaba el mismo problema que resolver: «¿Fue o no un sueño?».
Scrooge permaneció en ese estado hasta que las campanas volvieron a dar tres cuartos; entonces recordó de pronto que el fantasma le había advertido de una visita cuando diera la una. Decidió quedarse despierto hasta que pasase la hora, y, considerando que dormirse le iba a resultar tan difícil como ascender al cielo, tal vez fuese la resolución más sensata que podía adoptar.
El cuarto de hora se le hizo tan largo que más de una vez se convenció de que debía haberse adormilado sin querer y no había oído la hora. Finalmente, el repique llegó a su atento oído.
—¡Ding dong!
—Y cuarto —dijo Scrooge contando.
—¡Ding dong!
—¡Y media! —dijo Scrooge.
—¡Ding dong!
—Menos cuarto —dijo Scrooge.
—¡Ding dong!
—La una —dijo Scrooge triunfante—. ¡Y nada más!
Había hablado antes de que terminase de sonar la hora, lo cual sucedió entonces con una profunda, sorda y hueca campanada melancólica. Al instante, una luz invadió la habitación y las cortinas de la cama se descorrieron.
Fue una mano, puedo asegurarlo, la que descorrió las cortinas. No las cortinas a sus pies, ni las cortinas a sus espaldas, sino aquellas en cuya dirección miraba. Se descorrieron las cortinas y Scrooge, incorporándose, aún acostado, se encontró cara a cara con el visitante fantasmal que las había descorrido: estaba tan cerca como lo estoy yo de ti, lector, y en espíritu estoy justo a tu lado.
Era una extraña figura, como un niño, pero no tanto un niño como un anciano visto a través de algún medio sobrenatural que le daba la apariencia de haberse reducido en tamaño hasta tener las proporciones de un niño. Su pelo, que le colgaba del cuello y le bajaba por la espalda, era blanco como el de los ancianos, pero su rostro no tenía ni una arruga, y la piel era muy tersa. Los brazos eran muy largos y musculosos; las manos también, como si tuvieran una fuerza poco común. Las piernas y los pies, delicadamente formados, los llevaba desnudos, como los miembros superiores. Vestía una túnica del blanco más puro, y un lustroso cinturón, con un brillo muy bonito, ceñía su cintura. Sostenía en la mano una rama verde de acebo fresco, y, en singular contradicción con ese emblema invernal, su vestido se adornaba con flores estivales. Pero lo más extraño de aquella figura era que de su coronilla brotaba un chorro de luz clara y refulgente que hacía todo esto visible, y también contaba, sin duda para apagar la luz en algunos momentos, con un enorme gorro en forma de apagavelas, que ahora llevaba bajo el brazo.
Pero, mientras Scrooge lo miraba cada vez con mayor atención, ni siquiera eso era la cualidad más extraña del fantasma. Porque, al igual que el cinturón centelleaba y relucía ahora en un punto y luego en otro, y lo que un instante era luz al siguiente era oscuridad, así la propia criatura fluctuaba en su nitidez: en un momento tenía un brazo y una pierna, después, veinte piernas, luego, un par de piernas sin cabeza, y después, una cabeza sin cuerpo. De esas partes que se disolvían ningún contorno era visible en la densa penumbra en que se fundían. Y lo más extraordinario de ello era que volvían a aparecer, con la misma nitidez y claridad de antes.
—¿Sois, señor, el espíritu cuya llegada se me anunció? —preguntó Scrooge.
—¡Lo soy!
La voz era suave y gentil. Singularmente lejana, como si en vez de estar tan cerca estuviese a mucha distancia.
—¿Quién o qué sois? —quiso saber Scrooge.
—Soy el fantasma de las Navidades del Pasado.
—¿De un pasado distante? —preguntó Scrooge al observar su diminuta estatura.
—No. De tu pasado.
Quizá Scrooge no hubiera podido decir por qué, si alguien le hubiera preguntado, pero sentía un especial deseo de ver al espíritu con su gorro, así que le pidió que se lo pusiera.
—¡Cómo! —exclamó el fantasma—. ¿Tan pronto quieres apagar con manos mundanas la luz que difundo? ¿No es suficiente con el hecho de que seas uno de esos cuyas pasiones hicieron este gorro y me obligaron a llevarlo calado hasta las cejas durante años y años?
Scrooge negó con el mayor respeto toda intención de ofenderlo o cualquier conocimiento de haber contribuido a «cubrir» al espíritu en algún momento de su vida. Luego se atrevió a preguntar cuál era el asunto que le había llevado a su casa.
—¡Tu beneficio! —dijo el fantasma.
Scrooge se mostró muy agradecido, pero no pudo evitar pensar que una noche de descanso reparador habría sido más conveniente para ese fin. El espíritu debió de leer su pensamiento, porque de inmediato dijo:
—Tu recuperación, entonces. ¡Presta atención!
Sin dejar de hablar, alargó su fuerte mano y lo agarró suavemente del brazo.
—¡Levántate y ven conmigo!
Habría sido en vano que Scrooge declarase que el tiempo y la hora no eran los apropiados para dedicarse al paseo; que en la cama se estaba caliente y el termómetro indicaba temperaturas bajo cero; que iba muy ligero de ropa, en zapatillas, batín y gorro de dormir, y que precisamente estaba resfriado. La mano, aunque suave como la de una mujer, lo sujetaba con fuerza. Se levantó, pero, al ver que el espíritu lo llevaba hacia la ventana, se agarró suplicante a su túnica.
—Soy mortal —protestó Scrooge—, y seguro que me caigo.
—¡Basta con que mi mano te toque aquí —dijo el espíritu posándola sobre su corazón— y estarás seguro en esto y en mucho más!
Mientras hablaba atravesaron la pared y salieron a un camino rural abierto, con campos a ambos lados. La ciudad había desaparecido del todo. No quedaba el menor rastro de ella. La oscuridad y la niebla se habían desvanecido también, porque era un día de invierno claro y frío, con el suelo cubierto de nieve.
—¡Cielo santo! —dijo Scrooge juntando las manos y mirando a su alrededor—. Yo me crie aquí. ¡Aquí viví de niño!
El espíritu lo miró con dulzura. Su suave toque, aunque había sido leve y fugaz, parecía estar aún presente en los sentidos del anciano. Era consciente de un millar de aromas flotando en el aire, cada uno relacionado con mil pensamientos y esperanzas y goces y preocupaciones mucho tiempo olvidados.
—Te tiemblan los labios —dijo el fantasma—. Y ¿qué tienes en la mejilla?
Scrooge murmuró, con la voz inusualmente tomada, que era un grano, y suplicó al fantasma que lo llevase a donde quisiera.
—¿Recuerdas el camino? —preguntó el espíritu.
—¡Recordarlo! —exclamó Scrooge con fervor—. Podría recorrerlo con los ojos vendados.
—¡Extraño que lo hayas olvidado durante tantos años! —observó el fantasma—. Vamos, pues.
Recorrieron el camino, y Scrooge reconoció cada portilla, cada poste y cada árbol, hasta que en la distancia apareció un pueblecito con su puente, su iglesia y su ondulante río. Vieron trotar hacia ellos varios ponis greñudos, con chicos sobre sus lomos que llamaban a otros chicos que iban en calesas y carretas conducidas por granjeros. Todos aquellos muchachos estaban muy contentos y hablaban a gritos unos con otros, hasta que los anchos campos estuvieron tan llenos de alegre música que el aire fresco reía al oírla.