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La señorita Annie P. Miller aparece en Vevey, Suiza, con su madre y su hermano. Su padre, opulento y tosco nuevo rico, quiere pulirla y europeizarla. Daisy, como es llamada, conoce a un refinado joven norteamericano llamado Winterbourne, que se interesa por ella, desconcertado por su desenfado y su coqueta falta de tacto.
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(Daisy Miller, 1878)
Daisy Miller apareció en una revista en 1878 y en volumen en 1879. Fue uno de los raros cuentos (tal vez el único) de Henry James del que se puede decir que tuvo en seguida éxito popular. Desde luego en su obra, to-da bajo el signo de la elusividad, de lo no dicho, de la esquivez, este cuento se nos aparece como uno de los más claros, con el personaje de una muchacha llena de vida, que explícitamente aspira a simbolizar el desprejuicio y la inocencia de la joven Norteamérica. Y sin embargo es un cuento no menos misterioso que los demás de este introvertido autor, un entretejido de temas que asoman, siempre entre luz y sombra, a lo largo de toda su ob-ra.
Como muchos de los cuentos y novelas de James, Daisy Miller se desarrolla en Europa y Europa es también aquí la piedra de toque con que se enfrenta Norteamérica. Una Norteamérica reducida a un espécimen sintético: la colonia de los cándidos turistas estadouniden-ses en Suiza y en Roma, ese mundo al que perteneció Henry James en los años de su juventud, de espaldas al suelo natal y antes de echar raíces en la británica patria ancest-ral.
Lejos de la propia sociedad y de las razones prácticas que dictan las normas del comportamiento, inmersos en una Europa que representa una sugestión de cultura y nobleza y al mismo tiempo un mundo promiscuo y un poco contaminado del que hay que mantener-se a distancia, estos americanos de James son presa de una inseguridad que los lleva a duplicar el rigorismo puritano, la salvaguardia de las conveniencias. Winterbourne, el joven americano que estudia en Suiza, está predes-tinado -en opinión de su tía- a cometer errores porque hace demasiado tiempo que vive en Europa y ya no sabe distinguir a sus compatriotas «bien» de los que son de baja ext-racción. Pero esta inseguridad sobre la propia identidad social está en todos ellos -los exili-ados voluntarios en los que James se espejea-
, ya sean rigoristas (stiff) o emancipados. El rigorismo -americano y europeo- está representado por la tía de Winterbourne, que no por nada ha elegido residir en la calvinista Ginebra, y por Mistress Walker, que es un poco la contrafigura de la tía, caída en la blandura de la atmósfera romana. Los emancipados son la familia Miller, enviada a la deriva en una peregrinación europea impuesta como deber cultural inherente a su posición: una Norteamérica provinciana, tal vez de nuevos millonarios de origen plebeyo, ejemplificada en tres personajes: una madre medio evapo-rada, un muchachito petulante y una bella muchacha que armada solamente de su bar-barie y de su espontaneidad vital, es la única que llega a realizarse como personalidad moral autónoma, a construirse una libertad aunque precaria.
Winterbourne entrevé todo esto, pero hay en él (y en James) demasiada deferencia hacia los tabúes sociales y hacia el espíritu de casta, y sobre todo hay en él (y en James no digamos) demasiado miedo a la vida (léase: las mujeres). Aunque al principio y al final se insinúe una relación del joven con una dama extranjera de Ginebra, justo en la mitad del cuento el miedo de Winterbourne frente a la perspectiva de un verdadero enfrentamiento con el otro sexo se declara explícitamente; y podemos reconocer en el personaje un autor-retrato juvenil de Henry James y de su nunca desmentida sexofobia.
Esa indefinida presencia que era para James el «mal» -vagamente relacionada con la sexualidad pecaminosa o más visiblemente representada por la ruptura de una barrera de clase- despierta en él un horror mezclado de atracción. El alma de Winterbourne -es decir esa construcción sintáctica hecha de vacilaci-ones, dilaciones y autoironía, característica de los paisajes introspectivos de James- está di-vidida: una parte de él confía ardientemente en la «inocencia» de Daisy para decidirse a admitir que está enamorado de ella (y la prueba post mortem de esta inocencia será la que lo reconcilie con ella, como hipócrita que es), mientras que la otra parte de sí mismo confía en reconocer en Daisy a una criatura desclasada e inferior, a quien es lícito «faltar al respeto». (Y no parece que sea porque se sienta impulsado a «faltarle al respeto», sino tal vez únicamente por la satisfacción de pen-sarlo así.) El mundo del «mal» que se disputa el alma de Daisy está representado primero por el mayordomo Eugenio, después por el servicial señor Giovanelli, romano, cazador de dotes más aún, por toda la ciudad de Roma, con sus mármoles y sus musgos y sus miasmas causantes de la malaria. El peor veneno de las habladurías con que los americanos de Europa castigan a la familia Miller es una constante, oscura alusión al mayordomo que viaja con ellos y que -en ausencia de Mister Miller- ejerce una no bien definida autoridad sobre madre e hija. Los lectores de Otra vuelta de tuerca saben hasta qué punto en el mundo de los criados se puede encarnar para James la presencia informe del «mal». Pero este mayordomo (el término inglés es más preciso: courier, es decir, el criado que acompaña a los amos en los grandes viajes y que se encarga de organizar sus desplazamientos y estancias) podría ser incluso todo lo contrario (por lo poco que se lo ve), es decir el úni-co de la familia que representa la autoridad moral paterna y el respeto de las conveniencias. Tal vez el sacrilegio consiste justamente sólo en esto: el haber sustituido la imagen del padre por la de un hombre de clase inferior.
El hecho de que tenga un nombre italiano prepara ya para lo peor: se verá que ir a parar a Italia no es sino un descenso a los infer-nos (igualmente letal aunque menos fatídico que el del profesor Aschenbach en Venecia, en el cuento que Thomas Mann escribirá tre-inta y cinco años después).
A diferencia de Suiza, Roma no puede inspirar autocontrol a las muchachas americanas por la sola fuerza del paisaje, de las tradiciones protestantes y de la austera sociedad.
El paseo de los carruajes por el Pincio provoca un torbellino de habladurías, en medio del cu-al no se sabe si el honor de las muchachas americanas es protegido para que no pierdan prestigio en contacto con condes y marqueses romanos (las herederas del Middle West em-piezan a ambicionar los blasones) o para que no se hundan en el pantano de la promiscu-idad con una raza inferior. Esta presencia de un peligro, más aún que con el obsequioso señor Giovanelli (que, como Eugenio, también podría ser un garante de la virtud de Daisy, si no fuera por su oscuro nacimiento), se identi-fica con un personaje mudo pero no por eso menos determinante en el mecanismo del cuento: la malaria.
En la Roma del siglo pasado caen por la noche las exhalaciones mortíferas de los pantanos circundantes: he ahí el «peligro», ale-goría de cualquier otro peligro posible, la fiebre perniciosa pronta a arrebatar a las muchachas que salen por las noches solas o mal acompañadas. (Mientras que ir en barca de noche por las asépticas aguas del Léman no hubiera presentado esos riesgos.) A la malaria, oscura divinidad mediterránea, es sacrifi-cada Daisy Miller, cuya resistencia no había conseguido vencer ni el puritanismo de sus compatriotas ni el paganismo de los nativos, y justamente por eso, por unos y por otros, condenada al holocausto en el centro mismo del Coliseo donde las miasmas nocturnas se espesan, envolventes e impalpables como las frases en las que James parece siempre estar a punto de decir algo que no dice.
(Italo Calvino)
«Daisy Miller»
En el pueblecito de Vevey, en Suiza, hay un hotel particularmente confortable. De hecho, allí abundan los hoteles pues el entreteni-miento de los turistas es el negocio del lugar que, como muchos viajeros recordarán, está ubicado al borde de un lago intensamente azul, un lago de obligada visita para todos los turistas. La orilla del lago presenta una inin-terrumpida hilera de establecimientos de este tipo y de todas las categorías, desde el
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