De domingo a lunes - Francisco Hinojosa - E-Book

De domingo a lunes E-Book

Francisco Hinojosa

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Beschreibung

Juan Domingo Águila hace siempre un regalo a los padres del primer niño que nace en el año; los regalos son extraordinarios, y cuando la suerte llega a Fortunato Feliz y su esposa Estrella, no imaginan que de ese regalo dependerán sus vidas. Lunes Feliz, el hijo de ambos, tendrá que hacer frente a la adversidad y enfrentarse a un enemigo cuya identidad desconoce pero que está estrechamente ligado a su pasado más remoto.

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De domingo a lunes

Francisco Hinojosa

ilustrado por Rafael Barajas, El Fisgón

Primera edición, 2008       Primera reimpresión, 2010 Primera edición electrónica, 2013

© 2008, Francisco Hinojosa, texto © 2008, Rafael Barajas, El Fisgón, ilustraciones

D. R. © 2008, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672

Este libro fue escrito con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1337-0

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

El primer niño del año

Una roca a lo lejos

El trompo de los vientos

Dos niños

Lunes, Martes y Miércoles

El pacto

La ciudad

¿A dónde van los huracanes?

Rifles, flechas, cuchillos

Entre boas y hormigas

Hombres, pájaros o ángeles

Hace mucho tiempo

La aldea

¿Qué hacer?

El rescate

El regreso

Sábado

Para Alejandra y Adriana Para Omar

El primer niño del año

Los regalos que el señor Juan Domingo Águila hacía a los padres del primer niño nacido cada año en Groentalia eran famosos en el mundo. De costa a costa y de montaña a montaña, no existía nadie en todo el país que no iniciara el año atento a las noticias para conocer los nombres de los afortunados padres y para enterarse del regalo que recibiría su hijo. Los noticiarios internacionales también daban cuenta del suceso en todos los medios de comunicación del planeta.

A su primer ahijado, de nombre Arnulfo, el señor Águila le dio un ferrocarril de juguete que recorría casi un kilómetro y pasaba por puentes, túneles, montañas, pueblos, desiertos y lagos en miniatura. La locomotora echaba humo de verdad y emitía de cuando en cuando un silbido, que era al mismo tiempo dulce y feroz. En cuanto el niño cumplió los siete años, el tren empezó a ser operado a control remoto por él mismo. Todos los niños de Groentalia y sus papás y sus abuelos salían los domingos para ver el recorrido que hacía. Al poco tiempo, en cuanto la gente de otras ciudades se enteró del fabuloso ferrocarril, empezó a visitar Groentalia para ser testigo de tan maravilloso espectáculo. A pesar de que los papás de Arnulfo cobraban muy poco dinero por la entrada, era tanta la gente que iba que en poco tiempo pudieron comprarse una casa.

A Grunilla —que nació un dos de enero y fue la primera niña del año— le regaló una máquina llamada Caja Golosa, que se inventó en una isla llamada Lugano. Era una pequeña fábrica de golosinas. Con sólo programarla, podía elaborar los más variados manjares de dulce: chocolates de todas las formas y texturas, paletas que a cada chupada sabían a algo distinto, helados que nunca se derretían, caramelos que al morderse sabían a vainilla y olían a hierbabuena, fresas cubiertas de crema de almendra y rellenas de anís y muchas sorpresas más. Otra de las cualidades de la Caja Golosa era que sus ingredientes nunca se agotaban. Al cabo de un año, casi todos los habitantes de Groentalia habían probado alguna de las golosinas que Grunilla compartía con ellos.

Un parque de diversiones fue el regalo que recibió Cristalina por haber sido la primera niña nacida en el año. En él había un carrusel que giraba al mismo tiempo que lanzaba fuegos artificiales, una rueda de la fortuna que subía y subía para dar vueltas a casi cincuenta metros del suelo, una casa de los sustos que mataba de la risa a quienes entraban y muchos otros inventos del señor Águila. Los sábados y domingos, Cristalina y su familia invitaban a todos los groentalianos a hacer uso gratuito de los juegos, algo que Grunilla aprovechaba para repartir a los asistentes palomitas de maíz de todos los sabores fabricadas por su Caja golosa.

A Gelasio le dio un acuario que el señor Águila construyó junto al parque de Cristalina. En él se podían observar variados seres que habitan el mundo marino, desde los más grandes, como tiburones martillo, mantarrayas gigantes, peces dromedario y delfines gato, hasta los más pequeños, como guppies voladores, caballitos de mar color azul cielo, peces hormiga y caracoles anaranjados. Los invitados al acuario de Gelasio podían alimentar a los peces, nadar con los ballenatos y las focas y jugar con los lobos de mar.

Castillos de fantasía, barcos de diversión, tiendas de juguetes, zoológicos, huertas frutales: cada año el señor Águila regalaba algo distinto, y los beneficiados se convertían, de la noche a la mañana, en las personas más admiradas y envidiadas por el resto de los habitantes de Groentalia. Por eso, el sueño más frecuente de todos los matrimonios era tener un hijo que naciera el primer día del año.

Fortunato Feliz y su esposa Estrella estaban muy contentos por la maravillosa suerte que los hizo tener, en ese preciso momento, a su primer hijo, que como había nacido en lunes, decidieron llamarlo así: Lunes Feliz. Y también estaban muy alegres porque sabían que el regalo del señor Águila los haría aún más dichosos de lo que ya eran con el nacimiento de su primogénito.

Antes de ese día, el señor Feliz era velador en una fábrica de lápices. Por cada doce horas que se la pasaba con los ojos abiertos, cuidando el lugar para que no se fueran a meter los ladrones, dormía y descansaba un día completo. El sueldo que recibía a cambio de sus desvelos le alcanzaba para pagar la renta de una casa muy pequeña, para comer pollo todos los domingos, para comprar un poco de ropa y para ir con su esposa, de vez en cuando, al cine o a un balneario.

Por eso, cuando sonó el teléfono del hospital y el señor Juan Domingo en persona, o más bien en voz, felicitó al matrimonio, Fortunato Feliz pensó que por fin había llegado la hora en que la suerte se portaría bien con él. El corazón le latía tanto que sentía que un sapo se le había metido en el pecho.

La tarde siguiente, Fortunato, Estrella y Lunes Feliz se subieron al automóvil que los esperaba afuera del hospital. Como no tenía corbata, Fortunato se anudó un listón azul, se lavó los zapatos y se peinó con un poco de jugo de limón. Estrella, por su parte, consiguió que una enfermera le prestara un bonito suéter anaranjado, se pintó la boca con el lápiz labial que su esposo le regaló en su cumpleaños y se tejió una larga trenza, a la que le hizo un moño en la punta con la otra parte del listón azul que no había usado Fortunato. En cuanto a Lunes, él iba bien forrado en una manta blanca y sin tener la menor idea de lo que sucedía a su alrededor.

Un portero elegantemente vestido abrió la puerta del automóvil del que bajaron los alegres miembros de la familia Feliz. El señor Juan Domingo Águila los esperaba sonriente en un salón lleno de las fotografías de todos los recién nacidos a los que había apadrinado.

—Me da mucho gusto tener un nuevo ahijado —les dijo, justo cuando varias cámaras fotográficas tomaban el momento en el que el señor Águila ponía su manota sobre la diminuta mano de Lunes.

—Gracias, gracias —decía Estrella.

—Gracias, gracias —repetía Fortunato.

—Como ustedes ya deben saber, siempre doy un regalo al primer niño que nace cada año, ¡un gran regalo! —dijo con entusiasmo, con su cara redonda y roja, llena de alegría, y con una risa estruendosa que hacía vibrar todos los objetos.

—Gracias, gracias —insistió Estrella.

—Yo mismo me encargaré de llevarlos a la casa que construí especialmente para ustedes y para… ¿cómo se llamará mi ahijado?

—Lunes, Lunes —respondieron al unísono los señores Feliz.

—Ah, es un bonito nombre, sin duda merecedor de la casa que le he construido a él y a ustedes. Ya la verán. Estoy seguro de que les gustará vivir allí tanto como a mí me gustó planearla y ordenar que la construyeran.

—Gracias, gracias —le brillaron los ojos a Estrella.

—No tienen nada que agradecerme. ¿Qué esperamos? Me muero de ganas de que conozcan su nueva casa cuanto antes.

Una roca a lo lejos

El señor Águila y la familia Feliz se subieron al automóvil que los esperaba afuera de la mansión. Salieron rápidamente de la ciudad y enfilaron el rumbo hacia la costa.

Durante el camino, Fortunato le platicó al señor Juan Domingo acerca de la fábrica de lápices en la que trabajaba. Luego trató de reconstruir el argumento de la última película que había visto con su esposa, de describirle la vida que llevaban y de contarle lo divertido que era ir a los juegos mecánicos del parque de Cristalina y lo deliciosas que eran las golosinas que Grunilla compartía con todos. Mientras, Lunes lloraba de cuando en cuando y Estrella le daba su pecho para calmarle el hambre.

La carretera se terminó justo cuando llegaron a la costa. Allí los esperaba una embarcación. El capitán ayudó a subir a los pasajeros, les dio la bienvenida y en unos cuantos minutos se puso en marcha mar adentro. Además de ellos, viajaban también en el barco una guacamaya y un tucán que parecían ser parte de la tripulación y que jugaban a perseguirse sin importarles sus compañeros de viaje.

Tras ellos, venían en una lancha de motor los fotógrafos y reporteros de los periódicos y la televisión, ansiosos por cubrir la noticia que todos esperaban: el momento en que el generoso señor Águila entregara su regalo a los afortunados padres del primer niño del año.

Con la ayuda de unos binoculares, alcanzaron a distinguir a lo lejos una pequeña roca. Conforme se fueron acercando a ella, se fue volviendo más y más grande. Al cabo de media hora llegaron a su destino.

—He aquí su nueva casa —les dijo con orgullo el señor Águila en cuanto desembarcaron en la isla.

Fortunato estaba tan asustado y lleno de emoción que sus ojos se parecían a los de un caballo. Y Estrella tenía la boca tan abierta que bien hubiera podido entrarle una naranja completa. Lunes, mientras tanto, dormía.

En medio de la isla se levantaba una casa que parecía copiada de un cuento de hadas, rodeada por un jardín lleno de árboles, de los que pendían frutas extrañas y coloridas. En un extremo había un corral: se podían escuchar los mugidos de las vacas y los relinchos de los caballos y, a lo lejos, el escándalo de las aves. En el otro se advertía un parque de juegos y, sobre la copa de un árbol, una casa de madera, la verdad casi tan grande —o tan pequeña— como el cuarto en el que habitaba antes la familia Feliz. También había un pozo de agua dulce, un campo de flores, un molino de viento, una alberca y una gran hortaliza que dejaba ver grandes y colorados jitomates, largas acelgas, calabazas verdes y anaranjadas, lechugas y espinacas.

La casa constaba de tres habitaciones, una amplia sala, un largo comedor, una pequeña biblioteca, una cocina bien surtida de utensilios y especias, un patio con una fuente y un baúl lleno de juguetes. Sillones blancos y azules, lámparas de cristal, alfombras con dibujos, mesas de maderas finas, hamacas, roperos con ropa de todos los tamaños, un horno de piedra… En fin: todo lo necesario para que la familia Feliz viviera el resto de su vida haciéndole honor a su apellido.

La alegría de todos era inmensa. Los padres agradecieron una y otra vez al señor Águila el regalo que les había hecho y se despidieron de él entre risas y lágrimas que se les escapaban sin querer. Las cámaras de los fotógrafos no dejaron en ningún momento de enfocar sus rostros conmovidos.

—Y recuerden —les dijo Juan Domingo antes de despedirse—: cada año, el 31 de diciembre, están invitados a comer conmigo. Todos mis ahijados y sus padres van en esa fecha al banquete que doy en mi casa. No se les olvide, es muy importante que asistan.

Y en efecto, ninguna de las afortunadas familias dejaba de asistir. Los banquetes eran en grande. Además de los platillos especiales que cada año preparaban los cocineros de Juan Domingo, había frutas exóticas que traía de distintas partes del mundo, bebidas que él mismo inventaba y nuevos regalos para cada quien. Un grupo de música amenizaba la reunión y al final se rompían varias de sus piñatas reutilizables, de las que caían más dulces y juguetes. Cuando llegaba a faltar alguno de los invitados, cosa que no era muy frecuente, Juan Domingo se molestaba mucho.

Abrazó con gusto a los padres de Lunes y se despidió de ellos entre grandes y generosas carcajadas, que siguieron resonando en la isla por varios días.