De Fuerteventura a París - Miguel de Unamuno - E-Book

De Fuerteventura a París E-Book

Miguel de Unamuno

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Beschreibung

Obra poética de Miguel de Unamuno a raíz de su reclusión en Canarias, en la que el poeta desgarra su sensibilidad tanto desde un punto de vista político ante el destierro y la situación de españa como abre vías de nostalgia y evocación por un pasado perdido.-

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Seitenzahl: 104

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Miguel de Unamuno

De Fuerteventura a París

Diario íntimo de confinamiento y destierro vertido en sonetos por

Saga

De Fuerteventura a París

 

Copyright © 1925, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726598384

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A don Ramón Castañeyra, de Puerto Cabras, en la isla canaria de Fuerteventura.

¡ Ay, mi querido amigo, cuanto viva mi alma y en la forma que viviere, vivirá en ella, hecha hueso espiritual o roca espiritual de sus huesos o sus rocas espirituales, esa bendita isla rocosa de Fuerteventura donde he vivido con ustedes, los nobles majoreros, y con el Dios de nuestra España los días más entrañados y más fecundos de mi vida de luchador por la verdad!

Usted, su venerable padre Don José, sus hermanos, nuestro buen párroco de Puerto Cabras, Don Víctor San Martín, mi posadero Don Paco Medina, el excelente Don Pancho López, espíritu zumbón y crítico, los amigos todos de la inolvidable tertulia cara a la mar que sonríe a nuestras trágicas flaquezas, ustedes saben todo lo que ahí viví. Y ustedes saben cómo el día de mi liberación merced a la generosidad de la noble nación francesa, que me está dando aquí, en París, libertad y dignidad, dejé esa roca llorando. Es que dejaba en ella raíces en la roca y raíces de roca.

Les prometí a ustedes volver a esa isla y si Dios, el de mi España, me da vida y salud, volveré. Volveré con el cuerpo, porque con el alma sigo ahí.

Les prometí a ustedes también escribir—«para siempre», como dijo Tucídides—el relato de mi cautividad en esa bendita isla y hablar de ella, de ese «tesoro de salud y de nobleza». Lo he de hacer. Y haré aquel libro de que le hablé y que se titulará: Don Quijote en Fuerteventura, Don Quijote en camello a modo de Clavileño. Mas por hoy, y como es cosa, que, por ser de combate, urge más, publico los sonetos que ahí escribí, a cuyo parto asistió usted, precedidos de los que había escrito antes de salir de la península y seguidos de los que luego me han brotado aquí, en París.

Y es justo que sea el nombre de usted el que primero vaya en cabeza de este libro doloroso, ya que usted fué el verdadero padrino de esos sonetos, el primero que los conoció, el que los recibió todavía lívidos del parto cuando lloraban el trágico primer llanto y hasta asistió usted a la gestación de algunos de ellos.

Así resulta este mi nuevo rosario de sonetos un diario íntimo de la vida íntima de mi destierro. En ellos se refleja toda la agonía—agonía quiere decir lucha—de mi alma de español y de cristiano. Como todos los feché al hacerlos y conservo el diario de sucesos y de exterioridades que ahí llevaba, puedo fijar el momento de historia en que me brotó cada uno de ellos. Otros son hijos de experiencia religiosa—alguien diría que mística— y algunos del descubrimiento que hice ahí, en Fuerteventura, donde descubrí la mar. Y eso que nací y me crié muy cerca de ella.

Podrá decírseme, como ya se me dijo cuando publiqué mi Rosario de sonetos líricos, que he debido seleccionarlos y no darlos aquí todos. Pero me cuesta decidirme a una selección de cosa propia. Ni me gustan las selecciones ajenas. Huyo de las selectas o églogas.

Alguna vez un buen verso salva a un soneto malo y aunque se haya dicho aquello de bonum ex integra causa, malum ex qualunque defectu, «bueno por lo entero, malo por cualquier falta», creo que hasta lo malo ayuda a comprender y sentir mejor lo bueno. ¿Y sé yo, además, si a los otros les ha de parecer lo mío como a mí me parece?

¿Que por qué no he dicho en prosa lo que aquí digo en verso? Carlyle, en la crítica que escribió sobre las Corn-law Rhymes—en 1835— decía: «Si el pensamiento interior puede expresarse hablando en vez de cantando, que haga lo primero, sobre todo en estos días inmusicales. En todo caso, si el pensamiento interior no canta por sí mismo, ese cantar de la frase exterior es algo de tono y timbre falsos de que podemos dispensarnos» Pero aparte de que no es fácil determinar qué sea y dónde comience y dónde acabe el canto y que la música del lenguaje, del pensamiento, no es la de los versos cantables, hay pensamiento que debe, por razones didácticas, verterse en verso. Así, la poesía gnómica o sentenciosa, muchos refranes, recetas, etc. Es un medio de dar resistencia y permanencia a un pensamiento.

Por otra parte, ¡ qué intensidad de emoción no alcanza un sentimiento cuando se logra encerrarlo en un cuadro rígido, en una forma fija, cuando se consigue hacer un diamante de palabras con sus catorce facetas lisas y brillantes y sus cortantes aristas!

Pero no he de hacer aquí preceptiva. Los sonetos se defenderán a sí mismos y por sí mismos.

Sólo me resta enviarle, desde y a través del Atlántico, un largo y ancho abrazo y abrazar en usted a todos mis amigos de esa fuerteventurosa isla y a la isla misma.

Miguel de UNAMUNO

 

Paris, 8 de enero de 1925.

I

Añoso ya y tonto de capirote,

aburrido de tan largo jolgorio,

una tarde pensó Don Juan Tenorio

divertirse en hacer de Don Quijote.

Después de siesta se rascó el cogote,

se ajustó más ceñido el suspensorio,

mandó a Ciutti copiar el relatorio

y puso al manso Rocinante al trote.

Mas al sentir la no ligera carga

el pobre bruto, enjuto de sudores,

tropezó luego, se tendió a la larga,

renunció a la victoria y sus honores

y tuvo allí Don Juan, mozo de adarga,

que aligerarse haciendo aguas mayores.

Este primer soneto lo escribí antes de sacarme deportado de mi casa.

Bien se entiende que el tonto de capirote a que se alude es el Marqués de Estella, Miguel Primo de Rivera. El cual parece que no se ha querido dar cuenta de lo que quiere decir tonto. Porque en una u otra forma se ha declarado a sí mismo incompetente. Pero tonto quiere decir otra cosa. Tonto quiere decir que aunque desde joven se hubiese dedicado al estudio, en vez de correrla como un señorito frívolo, nunca habría llegado a saber nada bien; tonto quiere decir tonto o sea defectivo de entendimiento. Los discursos, las cartas, los escritos, las notas oficiosas del supuesto Dictador revelan la más trágica tontería. Y no es que los improvise y haga de prisa y corriendo. El hombre avisado hasta improvisando dice cosas de sustancia. Los tópicos, las ramplonerías, las frases hechas, las metáforas—todo ello del común acervo— del Marqués de Estella son el más terrible cargo contra un Ejército que ha podido soportar a tamaño botarate y que le ha creído hasta elocuente o por lo menos ingenioso.

Lo del suspensorio, aplicado al Directorio, a la tropilla de generales que se prestaron a encubrir a ese tonto, no es cosa mía. Lo que hice fué ponerlo en circulación.

Conviene recordar que en España no se ha publicado jamás un Manifiesto tan grosero, tan insultante para la nación, tan bochornoso como el que firmó el 13 de setiembre de 1923, día del golpe de Estado, Miguel Primo de Rivera, capitán general de la cuarta región.

En él se hablaba, a nombre de los militares, de «nuestra moral y doctrina»; de «el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada», lo que revela una sensibilidad, no mentalidad, de toro, caballo semental, garañón, carnero o macho cabrío, pero no de hombre; de «los de nuestra propia profesión y casta» y se restablecía la forma más vil de la Inquisición.

El trágico botarate se ha confesado alguna vez incompetente, ambicioso y soberbio, pero de buena fe. Y no es así. Ni incompetente, sino tonto; ni ambicioso, sino bullanguero; ni soberbio, sino grotescamente vanidoso. Y de mala fe, de muy mala fe y recomido por bajas y viles pasiones. Con gatitos en la barriga, como dicen en su tierra.

II

¿Conque iban a barrerte? Pura coba.

Lo que hacen es ponerte roja y gualda

de rubor y de bilis, que en la espalda

te están, España, dando la gran soba.

Y si fueses al menos la Caoba

con su gobierno de bajo la falda,

harías que pusieran por guirnalda

en tu sombrero de guión la escoba.

Nada de aquellas recomendaciones

del régimen antiguo, el del embudo;

ved al macho, señor de las legiones,

como bajo un fanal ríe desnudo

y ante el pueblo se rasca los calzones

y el pueblo mira, por mordaza, mudo.

Famoso se hizo el caso de la ramera, vendedora de drogas prohibidas por la ley y conocida por la Caoba, a la que un juez de Madrid hizo detener para registrar su casa y el Dictador le obligó a que la soltase y renunciara a procesarla por salir fiador de ella.

Cuando el caso se hizo público y el Rey, según parece, le llamó sobre ello la atención, se le revolvió la ingénita botaratería, perdió los estribos—no la cabeza, que no la tiene— y procedió contra el juez tratando de defenderse en unas notas en que se declaraba protector de las jóvenes alegres.

Aquellas notas han sido uno de los baldones más bochornosos que se han echado sobre España, a la que el Dictador ha tratado como a otra ramera de las que ha conocido en los burdeles. Se ha complacido en mostrar sus vergüenzas y en sobárselas delante de ella.

III

Los que clamáis «¡indulto!» id a la porra

que a vuestra triste España no me amoldo;

arde del Santo Oficio aún el rescoldo

y de leña la envidia lo atiborra.

No he de ir cual carnero con modorra

de esa sucia bandera bajo el toldo

a soportar al general Bertoldo

harto de retozar con una zorra.

Pus en el corazón y en la mollera

serrín guarda esa taifa de cretinos

auto-brutos. ¡Ya cruje la escalera!

Y ellos se tambalean, pues los vinos

nacionales—no sirve la solera—

no cambian en leones los cochinos.

Llegué a Fuerteventura, donde fué ya escrito este tercer soneto, el 10 de marzo de 1924, después de diecisiete días de haberme arrancado de mi hogar, días que pasé entre Cádiz—ciudad a la que quiero olvidar—, la navegación, unas horas en Tenerife y ocho días en Las Palmas de la Gran Canaria. En Fuerteventura me enteré de que había cuitados que pedían mi indulto cuando se me deportó, sin preceder expediente ni proceso alguno, por «acuerdo del Directorio», según se me comunicó y sin declararme razón ni motivo, como todavía hoy no me lo han declarado.

Lo del Santo Oficio y la leña, de la envidia se refiere a la invitación que en el horrendo Manifiesto se hacía a denunciar, añadiendo: «Garantizamos la más absoluta reserva para los denunciantes, aunque sea contra los de nuestra propia profesión y casta, aunque sea contra nosotros mismos, que hay acusaciones que honran.» No se sabe si al acusador o al acusado.

Y cuando Don Luis Silvela, gobernador que había sido de Madrid y Alto Comisario de Marruecos, denunció que del dinero procedente de la tolerancia del juego prohibido por la ley iba una parte al Gobierno civil de Barcelona, estando encargado de éste el tenebroso general M. Anido y con parte del cual dinero se dice que se pagaba a los asesinos a sueldo que asesinaron entre otros al abogado, diputado a Cortes y paralítico Don Francisco Layret, no se sabe qué clase de garantías se dió a esa denuncia. Porque la de la reserva es el medio de no aclararla.

Es, no ya trágica tontería, sino algo peor, el que un Dictador prometa garantizar reserva en acusaciones contra él o sus cómplices. Aquí su amo, pues el pobre Primo no era sino un monigote en manos del otro, el macho de los junteros.