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Carl von Clausewitz

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Beschreibung

Carl von Clausewitz (1780-1831) fue un general prusiano, uno de los más influyentes historiadores y teóricos de la ciencia militar moderna y que tuvo como uno de sus principales legados la obra clásica: "De la guerra", una referencia obligada sobre guerras y estrategias militares.  La obra ocupó doce años de la vida de su autor y su mujer, la condesa de Brühl, se encargó de la edición póstuma de este breviario estratégico. De la Guerra segue siendo uno de los tratados más importantes sobre estrategia y análisis político militar jamás escrito y hasta el día de hoy ejerce una influencia en el pensamiento estratégico, siendo una presencia constante en las escuelas militares. Actualmente, la obra ha sido muy citada y utilizada por especialistas y periodistas en los análisis de la Guerra de Ucrania.

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Carl von Clausewitz

DE LA GUERRA

Título original:

“Vom Kriege“

Primera edicion

Prefacio

Estimado Lector y Lectora

Carl Philipp Gottlieb von Clausewitz (1780 - 1831) fue un militar prusiano, uno de los más influyentes historiadores y teóricos de la ciencia militar moderna.

Clausewitz tenía una buena educación para el estándar de la época, y un evidente interés por el arte, la ciencia y la educación. Era también un soldado profesional que ocupó una gran parte de su vida combatiendo contra Napoleón Bonaparte. Las reflexiones originadas por sus experiencias, combinadas con una sólida comprensión de la historia europea, forman la base de su obra maestra: De la Guerra.

De la Guerra constituye un excepcional trabajo de la literatura militar que aspira a acercarse intelectualmente al fenómeno bélico, a identificar los factores determinantes del conflicto y a analizar su funcionamiento interno.

La obra ocupó doce años de la vida de su autor. Su mujer, la condesa de Brühl, se encargó de la edición póstuma de este breviario estratégico que está considerado una imprescindible referencia bibliográfica y que ejerció una extraordinaria influencia en todos los tiempos, desde Napoleón a Lenin.

Una excelente lectura.

LeBooks Editora

Sumario

EL AUTOR Y SU OBRA

El autor

La obra

Introducción

LIBRO I SOBRE LA NATURALEZA DE LA GUERRA

Capítulo I ¿EN QUÉ CONSISTE LA GUERRA?

Capítulo II EL FIN Y LOS MEDIOS EN LA GUERRA

Capítulo III EL GENIO PARA LA GUERRA

Capítulo IV DEL PELIGRO EN LA GUERRA

Capítulo V DEL ESFUERZO FÍSICO EN LA GUERRA

Capítulo VI LA INFORMACIÓN EN LA GUERRA

Capítulo VII LAS FRICCIONES EN LA GUERRA

Capítulo VIII CONSIDERACIONES FINALES AL LIBRO I

LIBRO II SOBRE LA TEORÍA DE LA GUERRA

Capítulo I INTRODUCCIÓN AL ARTE DE LA GUERRA

Capítulo II SOBRE LA TEORÍA DE LA GUERRA

Capítulo III ARTE DE LA GUERRA O CIENCIA DE LA GUERRA

Capítulo IV METODOLOGÍA

Capítulo V CRÍTICA

Capítulo VI DE LOS EJEMPLOS

LIBRO III SOBRE LA ESTRATEGIA EN GENERAL

Capítulo I LA ESTRATEGIA

Capítulo II ELEMENTOS DE LA ESTRATEGIA

Capítulo III LAS FUERZAS MORALES

Capítulo IV LAS PRINCIPALES POTENCIAS MORALES

Capítulo V VIRTUD MILITAR DE UN EJÉRCITO

Capítulo VI LA AUDACIA

Capítulo VII LA. PERSEVERANCIA

Capítulo VIII LA SUPERIORIDAD NUMÉRICA

Capítulo IX LA SORPRESA

Capítulo X LA ESTRATAGEMA

Capítulo XI CONCENTRACIÓN DE FUERZAS EN EL ESPACIO

Capítulo XII CONCENTRACIÓN DE FUERZAS EN EL TIEMPO

Capítulo XIII LAS RESERVAS ESTRATEGICAS

Capítulo XIV LA ECONOMÍA DE FUERZAS

Capítulo XV EL ELEMENTO GEOMÉTRICO

Capítulo XVI SOBRE LA SUSPENSIÓN DE LA ACCIÓN EN LA GUERRA

Capítulo XVII DEL CARÁCTER DE LA GUERRA MODERNA

Capítulo XVIII TENSIÓN Y REPOSO

LIBRO IV EL ENCUENTRO

LIBRO V LAS FUERZAS MILITARES

LIBRO VI LA DEFENSA

Capítulo I ATAQUE Y DEFENSA

Capítulo II LAS RELACIONES MUTUAS DEL ATAQUE Y LA DEFENSA EN LA TÁCTICA

Capítulo III LAS RELACIONES MUTUAS DEL ATAQUE Y LA DEFENSA EN LA ESTRATEGIA

Capítulo XXVI EL PUEBLO EN ARMAS

LIBRO VII EL ATAQUE

Capítulo XXII SOBRE EL PUNTO CULMINANTE DE LA VICTORIA

LIBRO VIII PLAN DE UNA GUERRA

Capítulo VI A. INFLUENCIA DEL OBJETIVO POLÍTICO SOBRE EL PROPÓSITO MILITAR

EL AUTOR Y SU OBRA

De la guerra es una obra de ciencia militar escrita por el famoso militar y filósofo prusiano Carl von Clausewitz.

La guerra nunca debe ser un propósito en sí misma.

Carl Von Clausewitz

El autor

Carl von Clausewitz fue un oficial prusiano al que, como a muchos otros, impresionó profundamente la forma en que los ejércitos de la Revolución francesa y Napoleón cambiaron la naturaleza de la guerra, mediante su habilidad para motivar a la población y con ello desatar conflictos a una escala como nunca se había visto antes en Europa. Clausewitz tenía una buena educación para el estándar de la época, y un evidente interés por el arte, la ciencia y la educación. Sin embargo, era también un soldado profesional que ocupó una gran parte de su vida combatiendo contra Napoleón Bonaparte. Perteneció como oficial al Estado Mayor durante las guerras de 1812, en la primavera de 1813 sirvió como asesor de Sharnhorst (del que se le considera uno de sus pupilos) y Gneisenau, hasta la muerte del primero, momento en el que se convirtió en jefe del Estado Mayor, participando en diversas contiendas. Las acciones realizadas, ya en tiempo de paz, durante los dos últimos años en el ejército, fueron la renovación de este, pero su política reformista no fue del todo entendida. Esta fase fue la que engendró la concepción de la obra.

No hay duda de que las reflexiones originadas por sus experiencias, combinadas con una sólida comprensión de la historia europea, forman una gran parte de la base de su obra. De la guerra representa un compendio inacabado (debido en parte a las innumerables mejoras que iba introduciendo el autor en las anotaciones personales) de sus observaciones más acertadas, y fue publicado a su muerte por su viuda, Marie.

La obra

La obra, DE LA GUERRA, cuyo título original es “Vom Kriege”, fue escrita en su mayoría tras las Guerras napoleónicas, entre los años 1816 y 1830, y es en realidad una obra incompleta; Clausewitz se propuso revisar sus propios manuscritos en 1827, pero murió antes de poder finalizar la tarea, y el libro fue publicado póstumamente por su esposa en 1832. Ha sido traducido a numerosos idiomas, y es uno de los libros más conocidos mundialmente sobre estrategia y táctica militar, además de ser de lectura obligada en varias academias militares.

De La Guerra constituye un relevante trabajo de la literatura militar que aspira a acercarse intelectualmente al fenómeno bélico, a identificar los factores determinantes del conflicto y a analizar su funcionamiento interno. La obra se compone originalmente de ocho libros, los dos últimos quizás en estado borrador, debido a la muerte prematura del autor:

Sobre la naturaleza de la guerra.

Desarrollado en ocho capítulos. Se trata del único libro completo, o que por lo menos tuvo aceptación completa por parte del autor. Es uno de los más prolíficos en conceptos e ideas de todo el libro, en él se define el objeto mismo de la guerra (escindiendo claramente entre el fin militar y el político) y para ello aborda tres partes: imponer la voluntad al enemigo, disponer como medio la máxima fuerza posible, privar al enemigo de su poder. Menciona la angustia por la brutalidad como un elemento inhibidor del uso de los medios, indicando que el principio de moderación aplicado a la guerra conduce a un absurdo lógico.

Menciona que la guerra no es un acto aislado, responde a objetivos políticos o económicos, al carácter de las naciones intervinientes (menciona que: lo que obliga a una nación a la rendición, alienta a la resistencia mas encarnizada a otra). Desarrolla el concepto de polaridad en el que expresa la idea de la política como factor clave del comienzo y del desarrollo de las acciones bélicas: el fin político es el objetivo, la guerra es el medio para alcanzarlo y los medios no pueden ser considerados aislados de su finalidad. Analiza la inteligencia y el talento del comandante. Menciona las ideas del peligro de la guerra, la confusión de la guerra, el desgaste.

Sobre la teoría de la guerra.

Desarrollado en seis capítulos. En este libro se dirime entre la táctica (estudio del empleo de las fuerzas en el combate) y la estrategia (el estudio del empleo de los combates para alcanzar el objetivo de la guerra). Realiza una comparativa entre estudiosos anteriores, apreciando diferencias entre ellos. Propone el estudio de la teoría de la guerra haciendo un balance entre medios y fines, trata la cuestión de si la dirección de la guerra es un arte o una ciencia (para él es un choque de intereses y actividades humanas), afirma la inexistencia de leyes precisas (o predecibles) en la guerra.

Sobre la estrategia en general.

Compuesto de dieciocho capítulos. En este libro indaga en el significado más profundo del genio militar, haciendo hincapié en la experiencia real (no teórica) sobre la misma. Muestra que la ventaja aislada del enemigo no debe tenerse en cuenta, sino el balance final. Analiza los factores morales, el espíritu militar, la audacia del comandante, la brillantez (menciona que un comandante brillante ha ganado un combate a un oponente inferior aunque numéricamente superior), el factor sorpresa (la sorpresa está en el origen de todas las operaciones sin excepción), la astucia o el uso de estratagemas, el estudio de la concentración de fuerzas en el espacio (no hay patrón más alto que el de mantener las fuerzas concentradas), el empleo de las fuerzas en el tiempo, la economía de fuerzas y la reserva estratégica. Menciona: La incertidumbre disminuye a medida que aumenta la distancia entre táctica y estrategia, y prácticamente desaparece cuando se roza con la política.

El combate.

Compuesto de catorce libros, se preocupa de la actividad militar esencial durante la guerra: el combate. Se analiza desde la perspectiva de los invariables (los métodos de combate cambian, pero los principios son invariantes) siempre desde la perspectiva de Clausewitz: la economía de fuerzas y la concentración de fuerzas. Se pregunta por la esencia de comprender cuando donde está el límite acerca de la derrota a un enemigo (cap. III): analiza la cuestión desde diferentes factores como puede ser la pérdida de territorio, de vidas humanas o materiales.

Las fuerzas militares.

Consiste en dieciocho capítulos. Trata de múltiples áreas relacionadas con la historia militar, trata del aprovisionamiento de los ejércitos, de la logística y de temas similares, las líneas de comunicaciones, de la estrategia de las posiciones elevadas.

La defensa.

Se trata de una publicación de treinta capítulos. Clausewitz defiende la defensa como una de las formas más importantes a considerar de la guerra, la economía de las bajas, las fortalezas defensivas, el principio de apoyo de la población, describe en estos capítulos una batalla imaginaria basada en las tácticas de entonces.

El ataque y Planes de guerra.

De la guerra ocupó doce años de la vida de su autor. Su mujer, la condesa de Brühl, se encargó de la edición póstuma de este breviario estratégico que está considerado una imprescindible referencia bibliográfica y que, como señala Gabriel Cardona en el estudio preliminar, ejerció una extraordinaria influencia en todos los tiempos, desde Napoleón a Lenin.

De la Guerra constituye un relevante trabajo de la literatura militar que aspira a acercarse intelectualmente al fenómeno bélico, a identificar los factores determinantes del conflicto y a analizar su funcionamiento interno.

Corresponde al general prusiano Carl von Clausewitz el mérito de haber sido el primero en advertir el carácter de instrumento político de la guerra. «La guerra no es más que la continuación de la política del Estado por otros medios», afirmaba. Y de ahí su claro postulado: el ejército tiene que someterse siempre a la política y a las directrices de ella emanadas.

Introducción

Hoy en día, el hecho de que el concepto de ciencia no se resume de manera única y esencial en un sistema o método de enseñanza no requiere sin duda ser puesto en claro.

En una primera impresión, en la presente exposición no se hallará ningún sistema y, en vez de un método definitivo de enseñanza, no se pondrá en evidencia sino un cúmulo de materiales reunidos.

La parte científica que le corresponde radica en la intención de poner a examen la esencia de los fenómenos que caracterizan la guerra, de demostrar de qué modo se vinculan con la naturaleza de las cosas. El autor no ha rehuido en todo caso establecer conclusiones filosóficas. Sin embargo, en el momento en que ha percibido que el hilo de su pensamiento se apartaba de su objetivo, ha preferido romperlo y relacionarlo más bien con los fenómenos que atañen a la experiencia. Porque de la misma manera que ciertas plantas no producen fruto más que cuando no experimentan una sobrecarga excesiva, se requiere que las hojas y las flores teóricas de las artes prácticas no crezcan demasiado, sino más bien relacionarlas con la experiencia, que es su ámbito natural.

Constituiría un error absoluto intentar servirse de los componentes químicos de un grano de trigo para estudiar la forma de una espiga: más fácil resulta acudir a los campos para ver allí las espigas ya formadas. Jamás la investigación y la observación, la filosofía y la experiencia deben menospreciarse o excluirse mutuamente: todas ellas encierran una garantía una para con la otra. Las proposiciones que se ofrecen en la presente obra y la estricta estructura de su necesidad interna tienen su fundamento en la experiencia o en el concepto mismo de la guerra, considerado desde el punto de vista externo, de tal modo que no se ven privadas de base. Quizá no resulte imposible establecer una teoría sistemática de la guerra, pródiga en ideas y de gran altura, pero el hecho cierto es que hasta el presente todas cuantas disponemos se apartan muy lejos de ese objetivo.

Sin tomar en consideración el espíritu científico que las caracteriza, no constituyen más que un hatillo de trivialidades, lugares comunes y sandeces que pretenden ser coherentes y absolutas. De ello cabe hacerse una idea con la lectura del siguiente párrafo de un reglamento referido a casos de incendio, debido a Lichtenberg: «Cuando una casa es presa del fuego, ante todo hay que tratar de proteger el muro derecho del edificio de la izquierda; porque si se intentara, por ejemplo, proteger el muro de la izquierda del edificio de la izquierda, el muro de la derecha de la propia casa se encontraría a la derecha del muro de la izquierda, y como el fuego está a la derecha de ese muro y del muro de la derecha (porque suponemos que la casa está situada a la izquierda del incendio), el muro de la derecha estará más cerca del fuego que el de la izquierda y el muro de la derecha de la casa podría ser destruido por el fuego si no fuese protegido antes de que el fuego alcance el muro de la izquierda, que está protegido; en consecuencia, algo que no esté protegido podría ser destruido, y destruido más rápidamente que otra cosa, incluso aunque no estuviera protegido; por lo tanto es preciso abandonar aquél y proteger éste.

Para representarse la cosa, debemos notar además: si la casa está a la derecha del incendio, es el muro de la izquierda y si la casa está a la izquierda, es el muro de la derecha.» Para no provocar el cansancio del lector, sin duda hombre de espíritu, con la relación de otras paparruchadas como ésta, y no restar sabor a lo que tengan de bueno, diluyéndoselo, el autor se ha inclinado a presentar, como si de pequeños granos de metal puro se trataran, las ideas que largos años de reflexión sobre la guerra, el trato con hombres inteligentes que la conocían y un considerable número de experiencias personales han hecho nacer y han quedado fijadas en su ánimo.

Este es el origen de los diferentes capítulos que forman este libro, cuya unidad podrá parecer débil, si bien confío en que no carecerán de cohesión interna. Tal vez no habrá que esperar mucho tiempo para ver cómo un espíritu superior al del autor sabe presentar, en lugar de estos granos dispersos, un conjunto fundido y exento de toda aleación.

LIBRO I SOBRE LA NATURALEZA DE LA GUERRA

Capítulo I ¿EN QUÉ CONSISTE LA GUERRA?

Introducción

Nos proponemos considerar, en primer lugar, los distintos elementos que conforman nuestro tema; luego las diversas partes o miembros que los componen y, finalmente, el todo en su íntima conexión. Es decir, iremos avanzando de lo simple a lo complejo. Pero en la cuestión que nos ocupa, más que en ninguna otra, será preciso comenzar con una referencia a la naturaleza del todo, ya que aquí, más que en otro lado, cuando se piensa en la parte debe pensarse simultáneamente en el todo.

Definición

No queremos comenzar con una definición altisonante y grave de la guerra, sino limitarnos a su esencia, el duelo. La guerra no es más que un duelo en una escala más amplia. Si quisiéramos concebir como una unidad los innumerables duelos residuales que la integran, podríamos representárnosla como dos luchadores, cada uno de los cuales trata de imponer al otro su voluntad por medio de la fuerza física; su propósito siguiente es abatir al adversario e incapacitarlo para que no pueda proseguir con su resistencia.

La guerra constituye, por tanto, un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad.

La fuerza, para enfrentarse a la fuerza, recurre a las creaciones del arte y de la ciencia. Se acompañan éstas de restricciones insignificantes que apenas merecen ser mencionadas, las cuales se imponen por sí mismas bajo el nombre de usos del derecho de gentes, pero que en realidad no debilitan su poder. La fuerza, es decir, la fuerza física (porque no existe una fuerza moral fuera de los conceptos de ley y de Estado) constituye así el medio; imponer nuestra voluntad al enemigo es el objetivo. Para estar seguros de alcanzar este objetivo tenemos que desarmar al enemigo, y este desarme constituye, por definición, el propósito específico de la acción militar: reemplaza al objetivo y en cierto sentido prescinde de él como si no formara parte de la propia guerra.

Caso extremo del uso de la fuerza

Muchos espíritus dados a la filantropía podrían fácilmente imaginar que existe una manera artística de desarmar o abatir al adversario sin un excesivo derramamiento de sangre, y que esto sería la verdadera tendencia del arte de la guerra. Se trata de una concepción falsa que debe ser rechazada, pese a todo lo agradable que pueda resultar. En temas tan peligrosos como es el de la guerra, las falsas ideas surgidas del sentimentalismo son precisamente las peores. Siendo así que el uso de la fuerza física en su máxima extensión no excluye en modo alguno la cooperación de la inteligencia, el que se sirva de esta fuerza sin miramiento ni recato ante el derramamiento de sangre habrá de obtener ventaja sobre el adversario, siempre que éste no actúe del mismo modo. Así, cada uno justifica al adversario y cada cual impulsa al otro a adoptar medidas extremas, cuyo límite no es otro que el contrapeso de la resistencia que le oponga el contrario.

Forzosamente tenemos que darle al tema este enfoque, ya que tratar de ignorar como elemento constitutivo la brutalidad porque despierta repugnancia significaría una tentativa inútil o algo peor.

Si las guerras entre naciones civilizadas son presuntamente menos crueles y destructoras que las que enfrentan a unas no civilizadas, la razón estriba en la condición social de los Estados considerados en sí mismos y en sus relaciones recíprocas. La guerra estalla, adquiere sus rasgos y limitaciones y se modifica de acuerdo con esa condición y sus circunstancias. Pero tales elementos no constituyen una parte de la guerra, sino que existen por sí mismos. En la filosofía de la guerra no se puede introducir en absoluto un principio modificador sin acabar cayendo en el absurdo.

En las luchas entre los hombres intervienen en realidad dos elementos dispares: el sentimiento y la intención hostiles. Hemos elegido el último de ellos como rasgo distintivo de nuestra definición porque es el más general.

Es inconcebible que un odio salvaje, casi instintivo, exista sin una intención hostil, mientras que se dan casos de intenciones hostiles que no van acompañados de ninguna hostilidad o, por lo menos, de ningún sentimiento hostil que predomine. Entre los seres salvajes prevalecen las intenciones de origen emocional; entre los pueblos civilizados, las determinadas por la inteligencia. Pero tal diferencia no reside en la naturaleza intrínseca del salvajismo o de la civilización, sino en las circunstancias en que están inmersos, sus instituciones, etc. Por lo tanto, no existe indefectiblemente en todos los casos, pero prevalece en la mayoría de ellos. En una palabra, hasta las naciones más civilizadas pueden inflamarse con pasión en un odio recíproco.

Vemos, pues, cuán lejos nos hallaríamos de la verdad si atribuyéramos la guerra entre hombres civilizados a actos puramente racionales de sus gobiernos, y si concibiésemos aquélla como un acto libre de todo apasionamiento, de tal modo que en definitiva no tendría que ser necesaria la existencia física de los ejércitos, sino que bastaría una relación teórica entre ellos, o lo que podría ser una especie de álgebra de la acción.

La teoría empezaba a orientarse en esta dirección cuando los acontecimientos de la última guerra nos hicieron ver un camino mejor.

Si la guerra constituye un acto de fuerza, las emociones están necesariamente implicadas en ella. Si las emociones no son las que dan origen a la guerra, ésta ejerce, sin embargo, una acción de carácter mayor o menor sobre ellas, y la intensidad de la reacción depende no del estado de la civilización, sino de la importancia y la permanencia de los intereses hostiles.

Por lo tanto, si constatamos que los pueblos civilizados no liquidan a sus prisioneros, no saquean las ciudades ni arrasan los campos, ello se debe a que la inteligencia desempeña un papel importante en la conducción de la guerra, y les ha enseñado a aquéllos a aplicar su fuerza recurriendo a medios más eficaces que los que pueden representar esas brutales manifestaciones del instinto.

La invención de la pólvora y el perfeccionamiento constante de las armas de fuego muestran por sí mismos, de manera suficientemente explícita, que la necesidad inherente al concepto teórico de la guerra, la destrucción del adversario, no se ha visto en modo alguno debilitada o desviada por el avance de la civilización. Reiteramos, pues, nuestra afirmación: la guerra es un acto de fuerza, y no hay un límite para su aplicación. Los adversarios se justifican uno al otro, y esto redunda en acciones recíprocas llevadas por principio a su extremo. Es esta la primera acción recíproca que se nos presenta y el primer caso extremo con que nos encontramos.

El objetivo es desarmar al enemigo

Hemos afirmado que el desarme del enemigo es el propósito de la acción militar, y ahora conviene mostrar que esto es necesariamente así, por lo menos en teoría. Para que al oponente se so meta a nuestra voluntad, debemos colocarlo en una tesitura más desventajosa que la que supone el sacrificio que le exigimos. Las desventajas de tal posición no tendrán que ser naturalmente transitorias, o al menos no tendrán que parecerlo, pues de lo contrario el oponente tendería a esperar momentos más favorables y se mostraría remiso a rendirse. Como resultado de la persistencia de la acción militar, toda modificación de su posición tiene que conducirlo, por lo menos teóricamente, a posiciones todavía menos ventajosas. La peor posición a la que puede ser conducido un beligerante es la del desarme completo. Por lo tanto, si hemos de obligar por medio de la acción militar al oponente a cumplir con nuestra voluntad, tenemos o bien que desarmarlo de hecho, o bien colocarlo en tal posición que se sienta amenazado por la posibilidad de que lo logremos.

De ahí se desprende que el desarme o la destrucción del adversario (sea cual fuere la expresión que escojamos) debe consistir siempre el objetivo de la acción militar.

Pero no cabe considerar la fuerza como la acción de una fuerza viva sobre una masa inerte (el aguante absoluto no sería guerra en modo alguno), sino que es siempre el choque entre dos fuerzas vivas. En ese sentido, lo que hemos afirmado sobre el objetivo último de la acción militar es aplicable a uno y otro bando. De nuevo nos hallamos aquí ante una acción recíproca. Mientras no haya derrotado a mi oponente, tengo que albergar el temor de que sea él quien pueda derrotarme. Por tanto, no soy ya dueño de mí mismo, sino que aquél me justifica, al tiempo que yo lo justifico a él. Es esta la segunda acción recíproca que conduce a un segundo caso extremo.

Caso extremo de la aplicación de las fuerzas

Si queremos abatir a nuestro oponente, tenemos que regular nuestro esfuerzo de acuerdo con su poder de resistencia. Tal poder se pone de manifiesto como producto de dos factores indisolubles: la magnitud de los medios con que el oponente cuenta y la fuerza de su voluntad. Será posible calcular la magnitud de los medios de que dispone, ya que ésta se basa en números (aunque no del todo); pero la fuerza de la voluntad no se deja medir tan fácilmente y sólo en forma aproximada, por la fortaleza del motivo que la impulsa. Si mediante esta apreciación lográramos calcular de manera razonablemente aproximada el poder de resistencia de nuestro oponente, podríamos regular nuestros esfuerzos de acuerdo con dicho cálculo y estar en disposición de intensificarlos para obtener una ventaja o bien extraer de ellos el máximo resultado posible, en caso de que nuestros medios no fueran suficientes como para asegurarnos esa ventaja. Pero nuestro oponente procederá del mismo modo, y a tenor de ello se produce entre nosotros una nueva puja que, desde el punto de vista de la teoría pura, nos conduce una vez más a un punto extremo.

Es la tercera acción recíproca que se presenta, y el tercer caso extremo con el que nos encontramos.

 Modificaciones en la práctica

En el ámbito abstracto de las concepciones puras, el pensamiento reflexivo no descansa hasta alcanzar el punto extremo, porque es con casos extremos con los que tiene que enfrentarse, con un conflicto de fuerzas libradas a sí mismas y que no obedecen a otra ley que la propia. Por lo tanto, si pretendemos deducir de la concepción puramente teórica de la guerra un propósito absoluto, que podamos tener presente, así como los medios a poner en uso, estas acciones recíprocas mantenidas de forma continua nos conducirán a extremos que no serán más que un juego de la imaginación elaborado por el encadenamiento apenas entrevisto de sutilezas de la lógica. Si, al ceñirnos estrechamente a lo absoluto, pretendemos librarnos de una tacada de la totalidad de las dificultades, y con rigor lógico insistimos en estar preparados para ofrecer en toda ocasión el máximo de resistencia y aportar el máximo de esfuerzo, esa intención derivará en una simple norma carente de valor y sin aplicación en la práctica.

Asimismo, en el supuesto también de que ese máximo de esfuerzo sea una cantidad absoluta, fácilmente determinable, habremos de admitir no obstante que no resulta fácil que la mente humana se someta al dominio de esas elucubraciones. En muchos casos, el resultado redundaría en un derroche inútil de fuerza que se vería limitado por otros principios del arte de gobernar. Esto requeriría un esfuerzo desproporcionado en relación con el objetivo a fijar, devenido de imposible realización. Efectivamente, la voluntad del hombre no extrae nunca su fuerza de las sutilezas lógicas.

Todo cambia de aspecto, empero, al pasar del mundo abstracto a la realidad. En la abstracción, todo permanecía supeditado al optimismo; era preciso concebir que ambos campos no sólo se inclinarían por la perfección, sino también por lograr conseguirla.

¿Sucede esto siempre en la práctica? Las condiciones para ello tendrían que ser las siguientes:

1. Que la guerra fuera un hecho totalmente aislado; que se produjera de improviso, y sin conexión con la previa vida política.

2. Que el conflicto bélico dependiera de una decisión única o de varias decisiones simultáneas.

3. Que su decisión fuera definitiva y que la consecuente situación política no fuera tenida en cuenta ni influyera sobre ella.

La guerra nunca constituye un hecho aislado

Al referirnos al primero de estos puntos hemos de recordar que ninguno de los dos oponentes es para el otro un ente abstracto, ni aun considerándolo como factor de la capacidad de resistencia, que no depende de algo externo, o sea, de la voluntad. Tal voluntad no constituye un hecho totalmente desconocido; lo que ha sido hasta hoy nos indica lo que puede ser mañana. La guerra nunca estalla de improviso ni su preparación tiene lugar en un instante. De ese modo, cada uno de los oponentes puede, en buena medida, formarse una opinión del otro por lo que éste realmente es y hace, y no por lo que teóricamente debería ser y hacer. Sin embargo, debido a su imperfecta organización, el hombre suele mantenerse por debajo del nivel de la perfección absoluta, y así estas deficiencias, inherentes a ambos bandos, se convierten en un principio reductor.

La guerra no consiste en un golpe insostenible

El segundo de los tres puntos enumerados nos sugiere las observaciones que siguen.

Si el resultado de la guerra dependiera de una decisión única, o de varias decisiones tomadas simultáneamente, los preparativos para esa decisión o para esas decisiones diversas deberían ser llevados hasta el último extremo. Nunca podría recuperarse una oportunidad perdida; la sola norma que podría aportarnos el mundo real para los preparativos a efectuar sería, en el mejor de los casos, la medida de los preparativos que lleva a cabo nuestro oponente, o lo que de ellos alcanzáramos a conocer, y todo lo demás tendría que quedar de nuevo relegado al terreno de la abstracción. Si la decisión consistiera en varios actos sucesivos, cada uno de éstos, con las circunstancias que lo acompañan, podría suministrar una norma para los siguientes y, así, el mundo real ocuparía el lugar del mundo abstracto, modificando, de acuerdo con ello, la tendencia hacia el extremo.

Sin embargo, si toda guerra tuviese que limitarse indefectiblemente a una decisión única o a una serie de decisiones simultáneas, si los medios disponibles para la beligerancia fueran puestos en acción a un tiempo o pudieran serlo de este modo, una decisión adversa tendería a reducir estos medios, y, de haber sido estos todos empleados o agotados en la primera decisión, no habría porqué pensar en que se produjera una segunda.

Todas las acciones bélicas que pudieran producirse después formarían, en esencia, parte de la primera, y sólo constituirían su persistencia.

Pero tal como hemos visto, en los preparativos para la guerra el mundo real ocupa el lugar de la idea abstracta, y una medida real el lugar de un caso extremo hipotético. Cada uno de los oponentes, aunque no fuera por otra razón, se detendrá, por tanto, en su acción recíproca, alejado del esfuerzo máximo y no pondrá en juego al mismo tiempo la totalidad de sus recursos.

Sin embargo, la naturaleza misma de tales recursos, y de su mismo empleo, torna imposible su entrada en acción simultánea. Estos recursos comprenden las fuerzas militares propiamente dichas, el país, con su superficie y su población, y los aliados.

El país, con su superficie y su población, no sólo constituye la fuente de las fuerzas militares propiamente dichas, sino que es, en sí mismo, también una parte integrante de los factores que actúan en la guerra, aunque sólo sea aquel que proporciona el teatro de operaciones o tiene marcada influencia sobre él.

Ahora bien, los recursos militares móviles pueden ser puestos en funcionamiento simultáneamente, pero esto no concierne a las fortalezas, los ríos, las montañas, los habitantes, etc., en una palabra, al país entero, a menos que éste sea tan pequeño que la primera acción bélica lo afecte totalmente.

Además, la cooperación de los aliados no es algo que depende de la voluntad de los beligerantes, y con frecuencia resulta, por la misma naturaleza de las relaciones políticas, que no se hace efectiva sino con posterioridad, cuando de lo que se trata es restablecer el equilibrio de fuerzas alterado.

Más adelante intentaremos explicar con todo detalle que esta parte de los medios de resistencia que no puede ser puesta en acción a un tiempo es, en muchos casos, una parte del total mucho más grande de lo que podría pensarse y que, por lo tanto, es capaz de restablecer el equilibrio de fuerzas, aun cuando la primera decisión se haya producido con gran violencia y aquél haya sido alterado seriamente. Por ahora bastará con dejar sentado que resulta contrario a la naturaleza de la guerra el que todos los recursos entren en juego al mismo tiempo. Esto, en sí mismo, no tendrá que ser motivo para disminuir la intensidad de los esfuerzos en la toma de decisión de las acciones iniciales. Ya que un comienzo desfavorable significa una desventaja a la cual nadie querría exponerse por propia voluntad, dado que, si bien la primera decisión es seguida por otras, mientras más decisiva resulte aquélla, mayor será su influencia sobre las que la sigan. Pero el hombre suele eludir el esfuerzo excesivo amparándose en la posibilidad de que se produzca una decisión subsiguiente y, por lo tanto, no concreta ni pone en acción todos sus recursos a efectos de la primera decisión, en la medida en que hubiera podido hacerlo de no mediar aquella circunstancia. Lo que uno de los oponentes no hace por debilidad se convierte para el otro en base real y motivo para reducir sus propios esfuerzos y, así, de resultas de esta acción recíproca, la tendencia hacia el caso extremo conduce una vez más a efectuar un esfuerzo limitado.

La guerra, con su resultado, no es nunca algo absoluto

Finalmente, tengamos en cuenta que la decisión final de una guerra no siempre es considerada como absoluta, sino que el estado derrotado a menudo ve en ese final un mal transitorio al que cabe encontrar remedio en las circunstancias políticas posteriores. Es evidente que también esto minora, en gran medida, la violencia de la tensión y la intensidad del esfuerzo.

Las probabilidades de la vida real ocupan el lugar de lo extremo y absoluto de la teoría.

Así, todo el acto de la guerra deja de estar sujeto a la ley estricta de las fuerzas impulsadas hacia el punto extremo. Dado que no se teme ni se busca ya el caso extremo, se deja que la razón determine en vez de ello los límites del esfuerzo, y esto sólo puede ser llevado a cabo de acuerdo con la ley de las probabilidades, por deducción de los datos que suministran los fenómenos del mundo real. Si los dos oponentes no son ya abstracciones puras sino estados o gobiernos individuales, y si la guerra no es ya un desarrollo ideal de los acontecimientos, sino uno determinado de acuerdo con sus propias leyes, entonces la situación real suministra suficientes datos como para determinar lo que se espera, la incógnita que tiene que ser despejada.

De acuerdo con las leyes de la probabilidad, por el carácter, las instituciones, la situación y las circunstancias que definen al oponente, cada bando extraerá sus conclusiones respecto de cuál será la acción del contrario y, a tenor de ello, determinará la suya propia.

El objetivo político asume de nuevo el primer plano

Requiere ahora de nuevo nuestra atención un tema que habíamos obviado, o sea, el que se refiere al objetivo político de la guerra.

Hasta ahora, esto había sido absorbido, por así decir, por la ley del caso extremo, por el intento de desarmar y abatir al enemigo. El objetivo político de la guerra debe aflorar nuevamente a un primer plano a medida que la ley pierde su vigor y la posibilidad de realizar aquel intento se aleja. Si toda la consideración es un cálculo de probabilidades tomando como base unas personas y unas circunstancias determinadas, el objetivo político, como causa original, tiene que asumir el papel de factor esencial en este proceso.

Cuanto menor sea el sacrificio que exijamos de nuestro oponente, debemos esperar que sean tanto más débiles los esfuerzos que haga para realizar ese sacrificio. Sin embargo, cuanto más débil sea su esfuerzo, tanto menor podría ser el nuestro. Por añadidura, cuanto menor sea nuestro objetivo político, tanto menor será el valor que le asignaremos y tanto más pronto estaremos dispuestos a dejarlo a su arbitrio. Por ello, también por ello nuestros propios esfuerzos serán más débiles.

Así, el objetivo político, como causa original de la guerra, será la medida tanto para el propósito a alcanzar mediante la acción militar como para los esfuerzos necesarios para cumplir con ese propósito. En sí misma, esa medida no puede ser absoluta, pero, ya que estamos tratando de cosas reales y no de simples ideas, lo será en relación con los dos Estados oponentes. Un mismo objetivo político puede originar reacciones diferentes, en diferentes naciones e incluso en una misma nación, en diferentes épocas. Por lo tanto, cabe dejar que el objetivo político actúe como medida, siempre que no olvidemos su influencia sobre las masas a las que afecta. Corresponde considerar, por tanto, también la naturaleza de estas masas. Será fácil comprobar que las consecuencias pueden variar en gran medida según que la acción resulte fortalecida o debilitada por el sentimiento de las masas. En dos naciones y estados pueden producirse tales tensiones y tal cúmulo de sentimientos hostiles que un motivo para la guerra, insignificante en sí mismo, puede originar, no obstante, un efecto totalmente desproporcionado con su naturaleza, como es el de una verdadera explosión.

Esto resulta cierto en relación con los esfuerzos que el objetivo político pueda exigir en uno y otro estado y en relación con el fin que pueda asignarse a la acción militar. Algunas veces puede convertirse en ese fin, por ejemplo, cuando se trata de la conquista de cierto territorio. Otras, el objetivo político no se ajustará a la necesidad de proporcionar un fin para la acción militar y en tales casos tendremos que recurrir a una elección de ese tipo, capaz de servir de equivalente y de ocupar su lugar para firmar la paz. Pero también en estos casos siempre se presupone que tiene que guardarse la consideración debida al carácter de los estados interesados. Hay circunstancias en las que el equivalente debe tener mucha más importancia que el objetivo político, si es que éste ha de ser alcanzado por su mediación. Cuanto mayor sea la indiferencia presente en las masas y menos grave la tensión que se produzca en otros terrenos tanto de los dos estados como en sus relaciones, mayor será el objetivo político, como norma y por su propio carácter decisorio.

Hay casos en los que, casi por sí mismo, constituye el factor determinante.

Si el fin de la acción militar se erige en equivalente del objetivo político, aquélla disminuirá, en general, en la medida en que lo haga el objetivo político. Más evidente resultará esto mientras más claro aparezca el objetivo.

Así se explica por qué razón, sin que exista contradicción interna, pueden producirse guerras de todos los grados en importancia e intensidad, desde la de exterminio a la simple vigilancia armada. Pero ello nos conduce a una cuestión de otro tipo, que deberemos analizar y explicitar.

La suspensión de la acción militar no se ha explicado hasta ahora

¿Es posible que una acción militar pueda ser suspendida, aun por un momento, sea cual fuere el carácter y la medida de las reclamaciones políticas hechas por cualquiera de los dos bandos, sea cual fuere la debilidad de los medios puestos a disposición, o sea cual fuere la futileza del fin perseguido por esa misma acción? Es esta una pregunta que atañe a la esencia misma del tema.

Cada acción requiere para su realización cierto tiempo, que es lo que llamamos persistencia.

Esta puede ser más larga o corta, según quienes actúen en ella se muestren más o menos rápidos en sus movimientos.

No vamos a detenernos aquí en esto. Cada cual realiza las cosas a su manera, pero lo cierto es que la persona lenta no actúa lentamente porque quiera emplear más tiempo, sino porque, debido a su propia naturaleza, necesita más tiempo, y si hubiera de hacerlo con mayor rapidez no lo haría tan bien. En consecuencia, ese tiempo depende de las causas subjetivas, o queda reflejado en la duración real de la acción.

Si a cada acción de la guerra se le reconoce una duración, tenemos que admitir, por lo menos al pronto, que todo gasto de tiempo más allá de esa duración, o, lo que es lo mismo, cualquier suspensión de la acción militar, parece ser absurda. En relación con ello, tendremos que recordar siempre que la cuestión no se centra en el progreso de uno u otro de los oponentes, sino en el progreso de la acción militar como un todo.

Existe únicamente una causa que puede suspender la acción

Esto parece ocurrir siempre tan sólo en un solo bando Si dos bandos se han armado para la lucha, tiene que existir un motivo hostil que los haya impulsado a hacerlo. Así, pues, mientras se mantengan en pie de guerra, es decir, mientras no hagan la paz, este motivo permanecerá presente y sólo dejará de actuar en cualquiera de los dos oponentes por una sola razón, la de que se prefiere esperar un momento más favorable para la acción. Obviamente esta razón sólo puede surgir en uno de los dos bandos, debido a que, por su propia naturaleza, se opone diametralmente a la del otro. Si a uno de los que ejercen la jefatura le conviene actuar, al otro le convendrá esperar.

Un equilibrio cabal de fuerzas no puede producir jamás una interrupción de la acción, porque una tal suspensión supondría necesariamente la minoración de iniciativa del que tenga el propósito positivo, es decir, el atacante.

Pero de concebir un equilibrio en el que quien asume la finalidad positiva, y por tanto el motivo más poderoso, es al mismo tiempo quien dispone de menor número de fuerzas, de manera que la ecuación surgiría del producto de las fuerzas y de los motivos, aun así tendríamos que afirmar que si no se vislumbra un cambio en este estado de equilibrio, ambos bandos tienen que firmar la paz. Pero de vislumbrar un cambio, éste redundaría en favor de uno de los bandos solamente y, por la misma razón, el otro se vería obligado a actuar. Constatamos, por tanto, que la idea de un equilibrio no puede justificar una suspensión de las hostilidades, pero sirve para fundamentar la espera de un momento más favorable. Por ejemplo, supongamos que uno de los dos estados oponentes tiene un propósito positivo, o sea, el de conquistar un territorio del adversario que podría ser usado como moneda de cambio en la negociación de la paz. Lograda esa conquista, se ha alcanzado el objetivo político; la acción ya no resulta necesaria y cabe tomarse un descanso. Si el oponente acepta el resultado, deberá firmar la paz; en caso contrario, debe actuar. Si en ese momento cree que en un período de tiempo determinado se encontrará en mejores condiciones para hacerlo, entonces cuenta con razones suficientes como para posponer su acción.

Pero desde ese momento, la necesidad de actuar parece por lógica recaer en su oponente, a fin de no darle tiempo al que se halla en desventaja para que se prepare para la acción.

Todo ello, por descontado, en el supuesto de que tanto uno como otro bando tengan un conocimiento cabal de las circunstancias.

La acción militar tendría de este modo una continuidad

que de nuevo impulsaría todo hacia una situación extrema Si la acción militar estuviera realmente dotada de esa continuidad, todo sería empujado de nuevo hacia el caso extremo. Porque, además de que tal actividad sostenida enconaría aún más los sentimientos e impregnaría al todo de un mayor apasionamiento y grado de fuerza elemental, también haría surgir, en la continuidad de la acción, un encadenamiento aún más fuerte de acontecimientos y una conexión causal más consecuente entre ellos. En consecuencia, cada acción llegaría a ser más importante y, por lo tanto, más peligrosa.

Pero la experiencia nos dice que la acción militar rara vez, o nunca, presenta esta continuidad, y que en muchas guerras la acción asume la menor parte del tiempo, mientras que la inactividad ocupa el resto. Esto quizá no siempre constituya una anomalía. La suspensión de la acción militar debe ser posible, es decir, no implica una contradicción. Que esto es así y por qué ocurre así, lo mostraremos a continuación.

Surge aquí por tanto la evidencia de un principio de polaridad

Al suponer que los intereses de uno de los que ejercen la jefatura son siempre diametralmente opuestos a los del otro, dejamos sentada la existencia de una verdadera polaridad.

Más adelante dedicaremos todo un capítulo a este principio, pero mientras tanto nos parece oportuno hacer una observación con referencia a ello.

El principio de polaridad sólo es válido si, como tal, es la misma cosa, en la que lo positivo y su contrario, lo negativo, se destruyen mutuamente. En una batalla, cada uno de los bandos oponentes desea vencer, lo que constituye una verdadera polaridad, porque la victoria del uno resulta la derrota del otro. Pero si nos referimos a dos cosas diferentes entre las que exista una relación común objetiva, no serán las cosas, sino sus relaciones, las que posean polaridad.

El ataque y la defensa son cosas de clase distinta y de fuerza desigual.

Debido a ello no pueden ser objeto de polaridad Si sólo existiera una forma de guerra, digamos la que corresponde al ataque del enemigo, no habría defensa; ello es tanto como decir que si hubiera de distinguirse al ataque de la defensa sólo por el motivo positivo que el uno posee y del que la otra carece, si los métodos de lucha fueran siempre invariablemente los mismos, en tal empeño, cualquier ventaja de un bando tendría que representar una desventaja equivalente para el otro, existiendo entonces una verdadera polaridad.

Pero la acción militar adopta dos formas distintas, la de ataque y la de defensa, que son muy diferentes y de fuerza desigual, como mostraremos más adelante con detalle.

La polaridad reside, pues, en que ambos bandos guardan una relación, como es la decisión, pero no en el ataque o en la defensa mismos. Si uno de los comandantes en jefe deseara posponer la decisión, el otro debería desear acelerarla, pero, por supuesto, solamente en la misma forma de conflicto. Si a A le interesara no atacar a su oponente inmediatamente, sino cuatro semanas más tarde, el interés de B se centraría en ser atacado inmediatamente y no cuatro semanas más tarde. Se trata de una oposición directa; pero no se desprende necesariamente de ello que a B le beneficie atacar a A de inmediato. Evidentemente, es algo muy distinto.

El efecto de la polaridad es anulado a menudo por la superioridad que muestra la defensa sobre el ataque.

Ello explica la suspensión de la acción militar Si la forma de defensa se muestra más fuerte que la de ataque, como vamos a demostrar, se plantea la cuestión de saber si la ventaja de una decisión diferida es tan grande para el bando que se apresta a atacar como la de la defensa lo es para el otro. Cuando no lo es, no puede esa ventaja, mediante su contrario, superar éste e influir de ese modo en el curso de la acción militar. Comprobamos, por lo tanto, que la fuerza impulsiva inherente a la polaridad de intereses puede ser anulada por la diferencia existente entre la fuerza del ataque y la de la defensa, y dejar así de tener eficacia.

Por lo tanto, si el bando para el cual el momento presente es favorable se muestra demasiado débil hasta el punto de renunciar a la ventaja de permanecer a la defensiva, debe resignar se a afrontar un futuro menos favorable. Porque puede ser mejor librar un combate defensivo en un futuro desfavorable que uno defensivo en el momento presente, o que entablar la paz. Al estar convencidos de que la superioridad de la defensa (correctamente entendida) es muy grande, mucho más de lo que al pronto podría parecer, se explica la notable proporción que ocupan en la guerra los períodos carentes de acción, sin que esto implique necesariamente una contradicción.

Cuanto más débiles sean los motivos para la acción, tanto más serán neutralizados por esa diferencia entre el ataque y la defensa. Por lo tanto, la acción militar será impulsada con harta frecuencia a una pausa, que es en realidad lo que nos muestra la experiencia.

Una segunda causa reside en el conocimiento imperfecto de la situación

 Todavía existe otra causa que puede suspender la acción militar, y es la del conocimiento imperfecto de la situación. Cada comandante en jefe sólo tiene un conocimiento personal exacto de su propia posición y no conoce la de su adversario más que por informes inciertos. Puede cometer errores de interpretación y, como consecuencia de ello, puede llegar a creer que la iniciativa corresponde a su oponente, cuando en realidad le corresponde a él mismo. Esta merma de conocimientos podría, en verdad, dar lugar tanto a acciones inoportunas como a inoportunas inacciones, y contribuir por sí misma a causar tantos retrasos como aceleramientos en la acción militar. Pero siempre deberá ser considerada como una de las causas naturales que, sin que implique una contradicción subjetiva, puede llevar a la acción militar a un estancamiento.

Así como consideramos, sin embargo, que por lo general nos sentimos más inclinados e inducidos a deducir que la fuerza de nuestro oponente es demasiado grande antes que demasiado pequeña, ya que hacerlo así es propio de la naturaleza humana, tendremos que admitir también que el conocimiento imperfecto de la situación en general deberá contribuir sensiblemente a detener la acción militar y a perturbar los principios en que se basa su dirección.

La posibilidad de una pausa introduce una nueva reducción en la acción militar, diluyéndola, por así decir, en el factor tiempo, lo que corta el avance del peligro y aumenta la capacidad de restablecer el equilibrio de fuerzas.

Cuanto más grandes sean las tensiones que han determinado la explosión de la guerra y cuanto mayor sea, en consecuencia, la energía que se imprime a esta última, más breves serán los períodos de inacción; cuanto más débil sea el sentimiento hostil, más largos serán aquéllos. En efecto, los motivos más poderosos acrecientan nuestra fuerza de voluntad y ésta, como se sabe, constituye siempre un factor, un producto de nuestras fuerzas.

Los períodos frecuentes de inacción alejan aún más a la guerra del ámbito de la teoría absoluta y la convierten todavía más en un cálculo de probabilidades

Cuanto mayor sea la lentitud con que se desarrolle la acción militar y cuanto más largos y frecuentes sean los períodos de inacción, tanto más fácilmente se podrá rectificar un error. El comandante en jefe se aventurará a ampliar sus suposiciones y al propio tiempo se mantendrá con mayor holgura por debajo del punto extremo que preconiza la teoría, y basará todas sus deducciones en la probabilidad y la conjetura. En consecuencia, el curso más o menos pausado de la acción militar dejará más o menos tiempo para aquello que la naturaleza de la situación concreta reclame por sí misma, es decir, un cálculo de probabilidades acorde con las circunstancias que concurran en el caso.

El azar es el único elemento que falta para hacer de la guerra un juego,

Y es de este elemento del que menos carece Lo que se ha expuesto hasta aquí nos ha mostrado cómo la naturaleza objetiva de la guerra hace de ella un cálculo de probabilidades. Ahora sólo se requiere un elemento más para considerarla como un juego, y ciertamente ese elemento no le falta en absoluto: es el azar. Ninguna actividad humana guarda una relación más universal y constante con el azar como la guerra. El azar, juntamente con lo accidental y la buena suerte, desempeña un gran papel en la guerra.

Tanto por su naturaleza subjetiva como por su naturaleza objetiva,

la guerra se convierte en un juego Si reparamos ahora en la naturaleza subjetiva de la guerra, o sea, en las fuerzas necesarias para llevarla a cabo, se nos mostrará todavía más como un juego. El elemento dentro del cual se mueve la acción bélica es el peligro; pero ¿cuál es, en el peligro, la cualidad moral que predomina? El valor. Este es por cierto compatible con el cálculo prudente, pero el valor y el cálculo son distintos por naturaleza y pertenecen a ámbitos dispares del espíritu. Por otro lado, la osadía, la confianza en la buena fortuna, la intrepidez y la temeridad son todas manifestaciones del valor, y tales esfuerzos del espíritu tienden hacia lo accidental, porque es su propio elemento.

Vemos, pues, que, desde el principio, el factor absoluto, el llamado matemático, no cuenta con ninguna base segura en los cálculos del arte de la guerra. De entrada, nos hallamos ante un juego de posibilidades y de probabilidades, de buena y de mala suerte, que hace acto de presencia en todos los hilos, grandes o pequeños, de su trama y es el responsable de que, de todas las ramas de la actividad humana, sea la guerra la que más se parece a un juego de cartas.

Cómo esto concuerda mejor, en general, con el espíritu humano,

Aunque nuestro entendimiento se siente por lo general inclinado a asentarse en la certeza y la claridad, nuestro espíritu es preso a menudo de la incertidumbre. En lugar de abrirse camino de la mano de la inteligencia por el estrecho sendero de la investigación filosófica y de la deducción lógica, prefiere moverse con lentitud, con la imaginación puesta en el dominio del azar y de la suerte, a fin de llegar, casi de modo inconsciente, a un terreno donde se siente extraño y donde todos los objetos que le son familiares parecen abandonarlo. En lugar de sentirse aprisionado, como en el primer caso, por la necesidad elemental, goza ahora de toda una gama de posibilidades. Extasiado, el valor alza el vuelo, y la osadía y el peligro se convierten en el elemento al que aquél se precipita, del mismo modo que un nadador audaz se arroja a la corriente.

¿Tiene la teoría que abandonar aquí ese punto y seguir satisfecha hasta establecer reglas y conclusiones absolutas? Si es así no tiene una aplicación práctica. La teoría debe tener en cuenta el elemento humano y destinar el lugar que les corresponde al valor, al arrojo e incluso a la temeridad. El arte de la guerra tiene que vérselas con fuerzas vivas y morales, de donde se deriva que lo absoluto y lo seguro le resultan inaccesibles; siempre queda un margen para lo accidental, tanto en las cosas grandes como en las pequeñas. Así como por un lado aparece ese elemento accidental, por el otro el valor y la confianza en uno mismo deben hacer acto de presencia y llenar el hueco abierto. Cuanto mayor sea el valor y la confianza en uno mismo, más grande será el margen que cabe dejar para lo accidental. Por lo tanto, el valor y la confianza en uno mismo son elementos absolutamente esenciales para la guerra. Y en consecuencia, la teoría sólo debe formular aquellas reglas que ofrezcan un libre campo de acción para esas virtudes militares más necesarias y esclarecidas, en todos sus grados y variaciones.

Hasta en la osadía hay sabiduría y prudencia, pero su apreciación responde a una escala diferente de valores.

La guerra sigue siendo todavía un medio serio para alcanzar un objetivo serio

Así es la guerra, así el jefe que la dirige y así la teoría que le atañe. Pero la guerra no constituye un pasatiempo, ni una simple pasión por la osadía y el triunfo, ni el fruto de un entusiasmo sin límites; es un medio serio para alcanzar un fin serio. Todo el encanto del azar que exhibe, todos los estremecimientos de pasión, valor, imaginación y entusiasmo que acumula, son tan sólo propiedades particulares de ese medio.

La guerra entablada por una comunidad — la guerra entre naciones enteras —, y particularmente entre naciones civilizadas, surge siempre de una circunstancia política, y no tiene su manifestación más que por un motivo político. Es, pues, un acto político. Ahora bien, si en sí misma fuera un acto completo e inalterable, una manifestación absoluta de violencia, como hubo que deducir considerándola en su concepción pura, en cuanto se pusiera de manifiesto por medio de la política ocuparía el lugar de ésta y, como algo completamente independiente de ella, la descartaría y sólo se regiría por sus propias leyes.

Algo parecido a lo que ocurre cuando se acciona una mina y no puede variarse su rumbo hacia otra dirección como no sea la marcada en el ajuste previo. Hasta ahora, también en la práctica esto ha sido considerado de esta forma, siempre que la carencia de armonía entre la política y la conducción de la guerra ha llevado a distinciones teóricas de esta naturaleza. Pero tal idea es básicamente falsa. Como hemos visto, la guerra, en el mundo real, no es un acto extremo que libera su tensión mediante una sola descarga; es una acción de fuerzas que no se desarrollan en todos los casos de la misma forma y en la misma proporción, pero que en un momento preciso llegan a un extremo suficiente como para vencer la resistencia que les oponen la inercia y la fricción, mientras que a la par son demasiado débiles para producir efecto alguno. La guerra constituye, por así decir, un embate regular de violencia, de mayor o menor intensidad y vehemencia, y que, a consecuencia de ello, libera las tensiones y agota las fuerzas de una forma más o menos rápida o, en otras palabras, conduce al objetivo propuesto con mayor o menor rapidez.

Pero siempre tiene una duración suficiente como para ejercer, durante su transcurso, una influencia sobre ese objetivo, de modo que puede hacerlo cambiar en uno u otro sentido. En definitiva, puede durar lo suficiente como para estar sujeta a la voluntad de una inteligencia directora. Si es cierto que la guerra tiene su origen en un objetivo político, resulta que ese primer motivo, que es el que la promueve, constituye, de modo natural, la primera y más importante de las consideraciones que deben ser tenidas en cuenta en la conducción de la guerra. Pero el objetivo político no se convierte, por ello, en una regla despótica. Debe adaptarse a la naturaleza de los medios a su disposición, y, de ese modo, cambiará a menudo por completo. Pero siempre deberá ser considerado en primer término. La política, por lo tanto, asumirá un papel en la acción total de la guerra, y ejercerá una influencia continua sobre ella, hasta donde lo permita la naturaleza de las fuerzas explosivas que contiene.

La guerra es una mera continuación de la política por otros medios

Vemos, pues, que la guerra no constituye simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de ésta por otros medios. Lo que resta de peculiar en la guerra guarda relación con el carácter igualmente peculiar de los medios que utiliza.

El arte de la guerra en general, y el jefe que la conduce en cada caso particular, pueden determinar que las tendencias y los planes políticos no encierren ninguna compatibilidad con estos medios. Esta exigencia no resulta baladí; pero, por más que se imponga poderosamente en casos particulares sobre los designios políticos, debe considerársela siempre sólo como una modificación de esos designios, ya que el propósito político es el objetivo, mientras que la guerra constituye el medio, y nunca el medio cabe ser pensado como desposeído de objetivo.

Naturaleza diversa de las guerras

Cuanto más intensos y poderosos sean los motivos y las tensiones que justifiquen la guerra, más estrecha relación guardará ésta con su concepción abstracta. Cuanto más encaminada se halle en la destrucción del enemigo, tanto más coincidirán el propósito militar y el objetivo político, y la guerra aparecerá más como puramente militar y menos como política. Pero cuanto más débiles sean las motivaciones y las tensiones, la tendencia natural del elemento militar, o sea la tendencia a la violencia, coincidirá menos con las directrices políticas; por tanto, cuanto más se aparte la guerra de su trascendencia natural, mayor será la diferencia que separa el objetivo político del propósito de una guerra ideal, y mayor apariencia tendrá la guerra de ser política.