Destino caprichoso - Rumores - Jill Monroe - E-Book

Destino caprichoso - Rumores E-Book

Jill Monroe

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Beschreibung

Destino caprichoso Jill Monroe Asunto: Nathaniel Peterson, instructor de SEALs. Estado actual: Atrapado sorprendentemente en un beso tórrido. Misión: Entrenar a los oficiales sin distraerse. Obstáculo: Hailey Sutherland, ¡la mejor distracción posible! Besa al primer hombre que veas. Hailey compró la baraja de "Cartas para Atraer al Destino" movida por un impulso. Pero gracias a una de las cartas, Hailey Sutherland, la dueña del hotel del mismo nombre, tuvo que besar al extraordinariamente atractivo SEAL Nate Peterson. Rumores Cindi Myers Durante diez años, Taylor Reed había sido la protagonista de los cotilleos de Cedar Creek sobre una inexistente aventura con Dylan Gates. Harta, decidió que, por una vez, las historias de sexo y seducción serían reales… Dylan se mostró más que dispuesto a cumplir las fantasías de Taylor. Pero, a pesar de su ardiente deseo, ella estaba decidida a que solo fuera una aventura. ¿Podría seguir su relación una vez que hubieran acabado los rumores?

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Jill Floyd. Todos los derechos reservados.

DESTINO CAPRICHOSO, Nº 56 - agosto 2012

Título original: Sealed and Delivered

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2004 Cynthia Myers. Todos los derechos reservados.

RUMORES, Nº 56 - agosto 2012

Título original: Rumor Has It

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicado en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Pasión son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0746-4

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Mujer: FRANCOIS DE BEER/DREAMSTIME.COM

Flor: BENJAMIN HAAS/DREAMSTIME.COM

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

Destino caprichoso

Prólogo

Ciudad nueva, vida nueva, nueva librería. Los mismos libros de autoayuda.

Hailey Sutherland acarició los lomos de los títulos que conocía tan bien: Puede que el problema sea tu vida sexual.

Los tenía casi todos. Aquel incluido. Y quizá era verdad, era posible que su problema fuera el sexo opuesto, que siempre elegía por compañeros a auténticos cretinos.

Consigue que el amor llame a tu puerta.

Como si no lo intentaran todas las mujeres desde hacía siglos. Además era un libro dirigido a aumentar la autoestima, y ella había llegado a un equilibrio con la suya hacía mucho tiempo. Se odiaban.

Conviértete en la mujer que quieres ser.

—Ven conmigo —susurró Hailey, sacándolo del estante y ojeándolo. Incluía cuestionarios de personalidad, páginas en blanco para escribir listas de deseos, sugerencias de proyectos... Suspirando, Hailey devolvió el libro al estante. Ella ya había hecho todo eso y, sin embargo, allí estaba, buscando respuestas. Sonó su móvil.

—Hailey, no te lo vas a creer. Acaban de reservar el salón de té para la celebración de una despedida de soltera —dijo su hermana Rachel, siempre tan entusiasta.

—¿De verdad? —dijo Hailey, inexpresiva.

—Así es. Y necesito que pases por la tienda de pintura de camino a casa.

—¿Ya has decidido el color?

—Batido de papaya.

—Suena delicioso.

—Es lo más parecido al color original —dijo Rachel con un profundo suspiro.

Rachel había insistido en conseguir el tono más aproximado al original con el que el salón de té había estado pintado desde 1920.

Como Hailey, Rachel había vuelto al Sutherland hacía unos meses, para recuperar el control del hotelito familiar que había dirigido durante cinco años la compañía de gestión de hostelería a la que se lo habían alquilado tras la muerte de sus padres.

Para entonces, la compañía prácticamente había conseguido arruinar el negocio, pero Hailey y Rachel estaban decididas a salvarlo. El hotel había sido el medio de vida de varias generaciones Sutherland y no estaban dispuestas a verlo desaparecer.

—Puesto que solo quedan dos semanas, tendremos que conformarnos —añadió su hermana.

A Hailey estuvo a punto de caérsele el teléfono.

—¿Has dicho dos semanas? ¿Quieres decir que la fiesta es en dos semanas? —sintió que le dolía el estómago.

—No podía negarme —se defendió Rachel—. Sabes que necesitamos el dinero.

Entusiasta y práctica... así era su hermana pequeña.

Con las pocas reservas que tenía el hotel, las deudas que había dejado la compañía de gestión casi habían acabado con los ahorros que su hermana había adelantado. A Hailey le correspondía desarrollar el proyecto de mercadotecnia que devolvería al Sutherland al lugar preminente que le correspondía en la sociedad de San Diego. En sus buenos tiempos, el salón de té del Sutherland había sido el lugar de moda para las celebraciones de aquella área de California. Hacía tres meses, les había parecido factible conseguirlo.

—Está bien, pero me parece poco tiempo para organizar algo así.

Rachel gruñó.

—Vamos, tú has estado prometida tres veces.

—Sí, pero lo único que tenía que hacer era aparecer en las fiestas.

—Seguro que aprendiste algo. Podemos hacerlo, Hailey. Piensa en lo sencillo que ha sido todo hasta ahora. Las dos acabábamos de dejar un trabajo, pudimos usar el dinero de la indemnización para deshacernos de la compañía y dejamos de ser cantos rodados.

—Ya estás citando canciones otra vez —bromeó Hailey por la referencia a la canción de Bob Dylan.

Al acabar la universidad, Rachel se había ido con una guitarra a Nashville para convertirse en cantautora. Su conversación cotidiana estaba salpicada de versos de canciones.

Sin prestarle atención, Rachel añadió:

—Es como si el destino quisiera que devolviéramos la vida al Sutherland.

El destino y un montón de trabajo.

—Está bien, pasaré a por la pintura —accedió Hailey. Y apagó el teléfono.

Dio media vuelta y estuvo a punto de tropezar con un stand con una gran póster que decía: No esperes al destino, llámalo. Haz que tu vida arranque hoy mismo.

El destino. Tenía gracia que su hermana hubiera mencionado esa palabra y que prácticamente la asaltara a continuación. Haz que tu vida arranque. Sonaba a libro de autoayuda, pero cuando se fijó, se trataba de un juego de cartas. Cartas para Atraer al Destino. Sin que supiera cómo, el paquete llegó a la caja registradora y de allí a su bolso, junto con un colorido libro sobre cerámica, que era la razón inicial de haber acudido a la librería.

Y dadas las circunstancias, prefirió pensar que su compra había sido guiada por el destino, y no por un impulso caprichoso.

1

Dos semanas más tarde

En el Centro de Operaciones Especiales de la Marina ni siquiera resonaban las pisadas del teniente primero Nathaniel «Nate» Peterson y de los subordinados a los que precedía por el corredor. Cada ejercicio había resultado más peligroso que el anterior, y aunque habían repasado todos los detalles en el aula, los momentos previos a entrar en acción siempre resultaban tensos.

—¿Dónde es la fiesta? —preguntó desde detrás un alférez en tono de broma—. Me han dicho que usted siempre lo sabe.

Nate cuadró los hombros. El efecto que la tensión tenía en los reclutas era muy diverso. Algunos la asumían con dignidad, otros no la aguantaban, y otros, la liberaban haciendo comentarios provocadores a sus superiores.

—Nunca te vas a librar de la fama de vividor —dijo Riley, riendo, a su lado.

Desaceleraron el paso al aproximarse al vestuario donde los oficiales se pondrían los trajes de neopreno.

Nate lanzó una mirada recriminatoria al hombre al que conocía desde los años de preparación física para el cuerpo especial en BUD/S. Era verdad que se había ganado la reputación de pasarlo bien, pero también de trabajar más que nadie. Y era verdad que siempre sabía donde había alguna fiesta. Pero algo que todos los SEALs aprendían cuando alcanzaban la posición de especialistas de las fuerzas de operaciones de la armada de los Estados Unidos era a poner sus prioridades en orden.

Algo que el deslenguado que había hecho la broma, no había aprendido. A algunos oficiales, como ese alférez, había que enseñarles cuándo podían actuar amistosamente y cuándo debían respetar a los mandos. Nate había pasado por lo mismo varios años atrás.

Se detuvo y miró de frente a Harper, al que había identificado por la voz.

—Alférez Harper, será mejor que no piense en fiestas mientras sus tiempos sigan bajando.

El joven se tensó y los demás entraron precipitadamente en el vestuario.

—Por no mencionar su estado de forma —añadió Nate.

El siguiente segundo sería crucial, porque según reaccionara a la crítica, Nate sabría si estaría a la altura de formar parte del cuerpo. Un SEAL debía aceptar las críticas y aprender de ellas.

—He pasado las pruebas —dijo Harper.

Ocho años antes, Nate era como él. Tras superar BUD/S, la Semana del Infierno y la Escuela de Paracaidismo, lo único que se interponía en su camino para llegar a ser un SEAL era el entrenamiento especializado del centro de formación. Teniendo tan cerca el fin, había hombres que tendían a volverse arrogantes. Pero esa arrogancia podía ser una maldición. Nate lo había aprendido gracias a un severo instructor, que le había demostrado que la arrogancia no conducía a nada cuando uno estaba mojado, frío y cubierto de arena, y menos aun cuando su vida y la de su equipo dependían de su profesionalismo y no de su orgullo.

Había llegado el momento de ser él quien enseñara a sus hombres a concentrarse y a ser disciplinados, a pensar en los demás y no en sí mismos.

Desafortunadamente.

—El requisito mínimo es de cuarenta y dos flexiones en dos minutos. ¿Se conforma con el mínimo? —preguntó Nate.

Le alegró ver una llamarada en la mirada del otro hombre.

—No, señor —dijo con determinación. Esa era la respuesta correcta. Harper podía convertirse en el mejor hombre de aquella promoción.

—Póngase el traje —ordenó, antes de dar media vuelta y marcharse.

Quedaba una hora para la siguiente prueba.

Cuando los oficiales ya no podían oírles, Riley comentó:

—¿Cómo consigues mantenerte tan serio?

Nate bajó la guardia y sonrió.

—Contando las horas para salir de aquí —dijo, mientras avanzaban por el corredor—. Si no voy a estar en este equipo, voy a asegurarme de que mi sustituto haga bien su trabajo.

—¿Todavía estás haciendo la rehabilitación física? —preguntó Riley.

Nate se encogió de hombros. Tres meses antes había resultado herido en una misión de rescate de un carguero, secuestrado por piratas. Su puesto lo ocupaba un compañero y él había pasado a ser instructor. El músculo de la pierna se le acalambró. Respiró profundamente y se dijo: «Controla». En cuanto se recuperara, dejaría el Centro de Formación de la isla Coronado, y diría adiós a San Diego.

—Si te sirve de consuelo, he oído muy buenos comentarios sobre el entrenamiento que les estás dando. Tu profundo conocimiento de la acción va a salvar más de una vida

Nate sabía lo que pretendía hacer Riley, pero un hombre no se alistaba en los SEAL para que le dieran palmaditas en la espalda. La mayoría de las misiones que habían llevado a cabo eran tan secretas que los documentos no verían la luz hasta después de su muerte. Ninguna de ellas se reflejaría en los libros de historia.

Pero su amigo tenía razón en cierta medida. Era posible que al cabo de un año, alguno de aquellos hombres estuviera a su lado. Pero todavía no estaban preparados. Y aunque no le gustara entrenarlos, estaba decidido a que ninguno de ellos fuera un estorbo en un equipo. Serían los mejores.

—¿Hay fiesta o no? —preguntó Riley, esperanzado.

—Después de esta prueba, me voy a tomar unas cervezas —dijo Nate, guiñándole un ojo.

—¡Genial!

El eco de risas se filtraba desde el salón de té, recién pintado hasta la recién reformada cocina. Hailey miró a Rachel y sonrió.

—Suena a que lo están pasando bien.

—Tengo que reconocer que has hecho un trabajo magnífico organizando la fiesta, Hailey.

—Como tú misma dijiste, he asistido a tres. Menos mal que de esas tres relaciones ha salido algo bueno —con un giro de la muñeca, Hailey terminó de cubrir la mousse con virutas de chocolate—. Aunque es imposible que las cosas salgan mal con champán y chocolate.

—O con un boy desnudo.

—No creo que el Sutherland esté preparado para algo así.

Hailey tomó la bandeja y abrió la puerta con el trasero.

—¡Aquí está el chocolate! —gritó Amy Bradford, la futura novia. Aunque de pequeñas habían sido amigas, con el tiempo habían perdido el contacto. Aquel tipo de reencuentros era una de las cosas buenas que había tenido para Hailey volver a casa.

—Espera —dijo una pelirroja que le habían presentado como la dama de honor—. Las chicas y yo te hemos comprado algo para que te pongas la noche de bodas.

Las demás recibieron la noticia con gritos y aplausos. Con una reverencia, tendió a la novia una caja grande atada con un lazo amarillo.

—Me apuesto cinco dólares a que está vacía —musitó Rachel.

Hailey observó a la docena de mujeres. A pesar de su aspecto inocente y sus vestidos color pastel, era evidente que habían maquinado algo. Sacudió la cabeza.

—No acepto la apuesta.

Desatando el lazo cuidadosamente, la novia, efectivamente, abrió la caja vacía ante las risas del grupo. Tras la entrega del último regalo, Hailey y su hermana se dispusieron a servir el postre. El resto de las invitadas despejaron la mesa para la especialidad por la que el hotel había sido famoso. Amy miró a Hailey y dijo:

—No sabes lo contenta que estoy de que hayáis vuelto a abrir. Cuando tenía siete años, mi tía celebró aquí su fiesta de despedida.

—Amy estaba empeñada en que la fiesta fuera aquí —añadió la dama de honor—. No sabéis que alegría me dio que tuvierais libre este fin de semana.

Las dos hermanas intercambiaron una mirada. Tenían muchos fines de semana libres, pero les gustaba que el hotel siguiera percibiéndose como un lugar exclusivo.

—Ha sido el destino —dijo Amy con una de esas sonrisas que solo podía lucir una mujer a punto de casarse.

Hailey se preguntó si ella había sonreído alguna vez así y concluyó que no.

—Y el salón de té es tan precioso como lo recordaba —continuó Amy.

—Díselo a tus amigas —la animó Hailey como buena empresaria, y sobre todo por no pensar en sus fallidos compromisos.

Tras servir el postre y hacer más té, Hailey y Rachel empezaron a recoger el papel de los regalos discretamente.

—No sabes lo aliviada que estoy —dijo Rachel en voz baja.

Era la primera prueba real de sus habilidades como anfitrionas. Si bien el Sutherland había pertenecido a su familia desde hacía generaciones y habían servido en él a menudo, su madre había sido siempre la anfitriona.

Para asegurarse de que el salón ofrecía un aspecto inmaculado, había dado la última capa de pintura sobre las dos de la madrugada. Recorriendo con la mirada el elegante comedor, Hailey sintió en aquel momento un golpe de orgullo al contemplar la restauración que había hecho: los paneles de ciprés que cubrían las paredes y que de pequeña nunca había podido tocar, resplandecían; la luz reflejada en las lágrimas de la araña central proyectaba prismas de color sobre las paredes; la moldura del techo pintada de batido de papaya estaba perfecta.

La felicidad de las clientas compensaba con creces el trabajo que se habían tomado. El abuelo Sutherland habría estado orgulloso de ellas.

—Este postre está para morirse —dijo una de las mujeres.

Hailey le guiñó un ojo a su hermana.

—¿Qué viene después? —preguntó otra invitada.

Rachel perdió la sonrisa. Durante la fiesta habían jugado al Trivial Nupcial, a la Sorpresa de la Noche de Bodas, habían abierto los regalos y bebido docenas de fresas empapadas en champán. Hailey había oído tantos chistes de mal gusto sobre noches de boda como para hacer un monólogo cómico.

—¿Qué viene ahora? —dijo su hermana articulando con los labios.

Tras llevar veinticuatro horas en pie, Hailey habría querido que fuera una siesta.

La novia había dicho algo sobre el destino y esa palabra atravesó su exhausto cerebro y le recordó algo que había comprado en una librería hacía poco. Puesto que el destino había estado de su lado recientemente, quizá debían intentar conservarlo.

—Nuestro último juego tendrá lugar en cuanto recojamos un poco —dijo Hailey antes de subir precipitadamente hacia su dormitorio.

Si su abuela la hubiera visto correr por el pasillo así...

Cuatro meses atrás, se había suspendido la financiación de su puesto como conservadora en el Museo de Arte de Dallas, dejándola sin trabajo. Al volver a san Diego había recuperado el dormitorio forrado de libros que había usado de pequeña. La esquina, en la que había una ventana, había sido su refugio cuando se avergonzaba de vivir en un hotel. Mientras sus amigas iban a la playa ella se ocupaba de la colada de los huéspedes. Sonrió al recordar cómo aquello la torturaba. ¡Lo que daría en aquel momento por estar sentada junto a su madre mientras esta cocinaba una de sus deliciosas especialidades para los huéspedes u oír una de las lecciones de su abuela sobre cómo debía sentarse una señorita! ¡Volver a un tiempo en el que no se preocupaba de las facturas!

No podía perder la batalla del Sutherland antes de tener la oportunidad de poner en práctica sus ideas. Habiendo crecido en un lugar con tanta historia, era lógico que hubiera encaminado sus pasos a cuidar y mostrar el pasado. Pero con el Sutherland salvaba algo aún más importante: su legado familiar. Para ello, lo primero que tenía que hacer era conseguir que la fiesta de despedida fuera un éxito.

Hailey repasó los títulos que llenaban su estantería buscando el envoltorio rojo brillante y localizó las Cartas para Atraer al Destino.

Rompió el precinto de plástico a la vez que corría hacia el salón. Antes de entrar, compuso la expresión de serenidad que había aprendido de su madre y guardó el celofán en el bolsillo del delantal. Rachel terminaba de recoger y las invitadas charlaban apaciblemente, repasando los regalos que había recibido lo novia.

Para crear cierta atmósfera, Hailey apagó la luz eléctrica y la sala quedó exclusivamente iluminada por los suaves tonos del atardecer.

—Señoras, ha llegado el momento del último juego—dijo en un tono teatral.

Al instante se hizo el silencio. Había atrapado su atención. Quizá por fin iba a sacar fruto de sus clases de arte de dramático, donde había conocido a su Primer Prometido Fallido.

—Amy está a punto de embarcarse en un viaje al que la ha guiado el destino. Ahora vamos a descubrir qué nos depara el destino a las demás —Hailey desplegó las cartas en la mano—. Elegid vuestra suerte, pero no la miréis.

Cada invitada tomó una carta y la pegó al pecho, bromeando mientras intentaban mirar la de sus vecinas.

Hailey le tendió la baraja a Amy.

—Quizá sea mejor que no elija —dijo esta.

—Vamos, toma una —la animó la dama de honor—. Es solo un juego.

Amy sonrió, tomó una carta y la dejó boca abajo sobre el regazo mientras Hailey guardaba las cartas restantes en la caja y dejaba esta a un lado.

—Ahora, señoras, la suerte está echada —dijo, inventándose las reglas sobre la marcha—. La novia elegirá a la primera, que mostrará la carta a las demás antes de mirarla. Algunos de las predicciones son una broma, pero otras pueden dar lugar a cambios radicales en vuestras vidas.

O al menos eso esperaba ella. Luego retrocedió hasta la pared desde donde Rachel observaba.

—¿La suerte está echada? —susurró esta—. Había olvidado que fueras tan dramática.

—¿Te has dado cuenta de que he enfatizado último al presentar el juego?

—Espero que lo hayan oído ellas —dijo Rachel, disimulando un bostezo.

—Tori, empieza tú —dijo Amy, obviamente divertida con el juego.

Tori mostró la carta a las demás, entre las que se elevó un murmullo.

—Te ha tocado una fácil —dijo una de ellas.

Tori volvió la carta y leyó en alto: Quítate los zapatos y déjate llevar por el viento. Luego arqueó una ceja y dijo:

—Eso lo dirás tú. Si me quitara estos tacones no podría volver a ponérmelos.

—Lo siento, pero no valen excusas —dijo Amy, que se había metido completamente en el juego—. Ahí mismo está la playa

Una de las paredes del salón de té era una cristalera del suelo al techo cubierta por una delicada cortina de encaje tras la que había una terraza de terracota y más a allá, la playa. El lugar perfecto para quitarse los zapatos y correr.

—Yo me ocupo —dijo Hailey, separándose de Rachel, yendo hasta la pared, recogiendo las cortinas y abriendo la puerta de cristal para que las mujeres pudieran salir.

—¡Qué preciosidad! —exclamaron varias de ellas, saliendo.

Rachel y Hailey se habían limitado a limpiar y adecentar la terraza y la maleza que la rodeaba, aunque en el futuro, Rachel tenía grandes planes para instalar mesas y sillas y servir brunches contemplando el mar.

—Tori, aunque es verdad que esto es precioso, no olvides que hemos salido para que corras.

Dando un suspiro, Tori se descalzó.

—Allá voy —gritó.

Hailey rio con las demás al verla salir corriendo con el cabello al viento. Luego Tori dio media vuelta y corrió de espaldas con los brazos en alto, como si hubiera ganado una carrera.

—¡Tori, cuidado!

Pero Tori estaba demasiado lejos para oír la llamada de atención de Amy, y se chocó contra el sólido pecho de un hombre que paseaba con su perro. Antes de que se cayera al suelo, el hombre dejó caer el frisbee que llevaba en la mano y la sujetó contra su pecho.

El susto de Amy se convirtió en risas generales cuando Tori alzó la mirada hacia su salvador y sonrió mientras él la mantenía sujeta en lugar de soltarla.

—¡Pregúntale cómo se llama! —dijo una de ellas.

—¡Pídele el teléfono! —añadió Amy.

—Siempre conoce a hombres de la manera más extraña —comentó la dama de honor—. Amy, elige a la próxima.

Amy mantuvo la mirada fija en Tori, que en aquel momento inclinaba la cabeza y sacudía arena del brazo del hombre.

—¿No deberíamos esperarla?

—No, va a estar entretenida un rato. Míralo, se ha quedado prendado de ella.

Amy asintió y dijo:

—Entonces te toca a ti.

Justo cuando la dama de honor iba a mostrar su carta, sonó su móvil. Al mirar la pantalla, frunció el ceño y dijo:

—Lo siento, Amy, pero tengo que contestar —le pasó la carta a Hailey, que estaba a su lado, y entró en el salón.

—Pero si yo...

—Muéstrala, Hailey —dijo Amy.

Esta miró hacia el salón y, por lo enfrascada que parecía estar en su conversación, dedujo que la dama de honor iba a tardar en volver. Y puesto que había comprado las cartas ella, pensó que quizá era el momento de hacer algo para sí misma. Con un suspiro, giró la carta hacia las invitadas, que fue recibida con una carcajada general.

—¡Qué divertido!

—Puede ser fantástico u horroroso.

Hailey miró la carta alarmada y la leyó: Besa al primer hombre que veas.

No, no, no. Evitar a los hombres era la segunda razón por la que había decidido volver a casa. En su experiencia, besar no conducía nunca a nada bueno. Varias de las mujeres se acercaban ya a la barandilla de la terraza para buscar a algún candidato. La brisa les arremolinaba las faldas.

—Veo a varios hombres al final de la playa —dijo una, sonriendo.

—Piénsalo, si hubiera sido cinco minutos antes, serías tú quien estuviera en brazos de ese hombre en lugar de Tori —dijo otra.

Hailey pensó que se lo cedía encantada. A ese y a cualquier otro.

Un extraño zumbido pasó por encima de sus cabezas. La falda de Hailey prácticamente se levantó hasta su barbilla por un incomprensible golpe de fuerte viento. O quizá no tan incomprensible. Haciendo visera con una mano sobre sus ojos a la vez que con la otra se sujetaba el moño, Hailey alzó la mirada hacia el helicóptero que, como en muchas otras ocasiones, sobrevolaba la playa.

Los SEALs estaban de vuelta.

Hailey reprimió un gemido. Los SEALs llevaban a cabo un curso de formación desde que había vuelto a Coronado, pero hasta entonces, los sábados habían sido un oasis de silencio y paz. ¿Por qué tenían que entrenar el primer sábado que tenían un evento?

La puerta del helicóptero se abrió y algo parecido a una cuerda fue lanzado desde él. El final quedó suspendido a pocos metros por encima del agua.

—¿Qué es eso? —preguntó una de las invitadas.

—¿Alguien quiere más té? —preguntó Hailey. Pero nadie le prestaba atención porque todas mantenían la vista fija en el helicóptero.

En la puerta había aparecido un hombre vestido con un traje de neopreno y Hailey pensó que merecía ser observado. Aunque estaba demasiado lejos como para ver su rostro, se apreciaba un cuerpo musculoso y sólido. Hailey tragó saliva mientras le veía tirar de la cuerda hacia sí, enredar las muñecas en ella y afianzarla entre las piernas. Contuvo el aliento al ver que saltaba al vacío y caía al agua con suavidad.

—¿Habéis visto eso? —preguntó una mujer con admiración.

Era imposible habérselo perdido. Tras unos segundos, el hombre emergió a la superficie, y Hailey liberó el aire que había contenido.

—Yo diría que ese es el primer hombre que has visto, Hailey —dijo Rachel sin poder contener la risa.

—Espero que tengas un bikini mono con el que ir a su encuentro —bromeó Amy a su vez—. ¡Mira!

Hailey separó la mirada a regañadientes del hombre que nadaba hacia la orilla, y descubrió que varios más le seguían.

Fantástico. Lo último que quería hacer era besar a un hombre, y aquel le llegaba caído del cielo.

2

—¿Cuál vas a elegir? —preguntó Rachel, sin poder dejar de reír para atormentar a su hermana.

Por primera vez en años, Hailey se alegró del espantoso corte de pelo que le había hecho a los cuatro años.

—Cinco, seis, siete —fue contando Amy a medida que descendían por la cuerda—. Y siguen apareciendo. ¿Podemos considerar que el primero en bajar es técnicamente al que debes besar?

—Tengo un libro de autoayuda que sería perfecto para que aprendieras a no ser sarcástica. Significa que escondes mucho dolor —susurró Hailey a su hermana.

—¡Qué va! —dijo Rachel con una gran sonrisa.

—No, yo creo que debe ser el primero al que se acerque —dijo otra invitada.

—Eso dependería de hacia donde nade si es que puede elegir.

Aquellas mujeres discutían el tema con la misma seriedad que si discutieran de macroeconomía o de la teoría del caos.

—Entonces, ¿cuál? —dijo Amy.

Todas las miradas se posaron en Hailey. Ninguno de ellos.

El ruido del helicóptero se intensificó y las distrajo unos segundos.

—¡Se marchan! —dijo una de ellas, desilusionada.

—Solo el helicóptero. Los hombres siguen en el agua. Mira.

Así era. Ocho hombres permanecían en el agua, sumergiéndose y emergiendo, haciendo lo que parecían ejercicios de técnica sin apenas desplazarse de donde habían caído.

—Qué horror. Debe de hacer un frío espantoso. ¿Por qué harán eso? —preguntó una de las mujeres, asombrada.

La novia se apoyó en la barandilla y se inclinó hacia adelante.

—Porque se trata de un entrenamiento. Son los SEALs de la Marina.

—¿SEALs?

Las hermanas asintieron con la cabeza. Habían sido testigos de aquella escena a menudo cuando había turistas. Primero se producía la confusión, luego la expectación y por fin llegaba la admiración.

—¿Por qué no lo habéis dicho antes? —dos de las mujeres se acercaron a la barandilla para ver mejor.

—No sabía que se les pudiera ver entrenar desde el hotel.

—Se les puede ver en todo Coronado. Entrenan aquí mismo —explicó Hailey.

Una de las mujeres, que Hailey sospechaba que era la que había reservado el salón, sacó el teléfono para tomar una fotografía.

—¿Qué pasa? —preguntó Tori al reunirse con el grupo después de despedirse de su nuevo amigo tras guardarse un papel en el bolso.

Amy entrelazó el brazo con ella y la condujo hacia donde pudiera ver lo que sucedía. Señalando al agua, explicó.

—La suerte de Hailey es besar a uno de esos hombres.

—¡Qué suerte! —dijo Tori, observándolos apreciativamente.

Amy puso los brazos en jarras.

—¡Pero si tú también acabas de tener un golpe de suerte! Te he visto guardar lo que sospecho es un número de teléfono.

Tori se ruborizó.

—Tengo una cita el viernes por la noche.

—Tori, eres la única persona que conozco capaz de conseguir una cita en una fiesta de compromiso.

Hailey pensó que las cartas habían sido una buena adquisición para el negocio, así que compraría más en cuanto recogiera y descansara un rato... después de cumplir con la prenda que le había tocado, claro.

Amy le pasó el brazo por los hombros.

—No intentes disimular. No vamos a olvidarnos de ti, y el destino sigue esperándote.

¿Desde cuándo Amy era tan decidida? A lo mejor no era tan buena idea comprar otro set de cartas.

—No pretenderéis que me meta en el agua —dijo con una sonriente firmeza que pretendía insinuar que no participaría.

—No parece que vaya a hacer falta —dijo Tori, señalando hacia el agua.

Dos de los hombres se habían separado del grupo y nadaban en dirección al Sutherland. Hailey abrió los ojos desmesuradamente al darse cuenta de que uno de ellos no nadaba, sino que parecía inconsciente. Observando atentamente, vio como el que nadaba, giraba al otro y lo asía a su costado mientras que se dirigía hacia la orilla con fuertes brazadas. Nadar aquella distancia cargando con el peso de otro hombre iba a ser agotador, si no imposible. Hailey escudriñó la playa en busca de un bote. Quizá podría salir a su encuentro.

Se quitó los tacones, se levantó la falda y bajó las escaleras de la terraza hacia la playa.

—Parece que ha encontrado a su candidato.

Las invitadas a la fiesta la siguieron con silbidos y gritos de ánimo.

—¡Llamad al 112! —gritó, corriendo con todas sus fuerzas.

—¿Qué? —las mujeres pasaron de las risas a murmullos de inquietud.

Para cuando Hailey llegó a la orilla, el nadador hacía pie y el agua le llegaba a la cintura. Hailey no había visto nada igual. Emergía del agua enfundado en un traje ceñido de neopreno que lo cubría desde el cuello hasta los pies. Los poderosos músculos de sus muslos se abrían paso en el agua. El traje resaltaba cada músculo, cada fibra de su cuerpo. A Hailey le hizo pensar en Colossus, el poderoso X-Man que se transformaba en acero sólido. Su último prometido vendía toneladas de aquellos comics en su tienda, y al ver por primera vez a alguien de carne y hueso con la misma fuerza, acudiendo en ayuda de otra persona, entendió por primera vez que el personaje resultara tan atractivo.

El hombre con el que cargaba el SEAL seguía sin reaccionar, y Hailey contuvo el aliento. El agua le llegaba a los tobillos, y siguió caminando hacia el interior.

—¡Quédate donde estás! —gritó él.

—Deja que os ayude —se ofreció ella, observando la expresión de agotamiento que se reflejaba en su rostro—. Soy más fuerte de lo que parezco.

Con su metro sesenta debía resultarle una miniatura a un hombre tan grande. Al asentir este con la cabeza, se colocó al lado del hombre desmayado, se pasó su brazo por los hombros y cargó con una mínima parte de su peso mientras Colossus llevaba la mayoría.

—Mis amigas están llamando al 112 —dijo.

—Ya he llamado al helicóptero por radio.

—¿Desde el agua? —preguntó ella. Y al instante pensó que era una pregunta tonta.

Observándolos de cerca, era evidente que eran militares y por tanto, también era lógico que llevaran algún sistema de comunicación impermeable.

—Sé hacer masaje cardiovascular —dijo Hailey.

Colossus sacudió la cabeza a la vez que depositaban al hombre boca arriba sobre la arena.

—Respira. Se ha golpeado la cabeza al chocar contra una roca y se ha desmayado, pero me he asegurado de que no tragara agua.

—Ah —dijo Hailey, sentándose sobre los talones, jadeante. Estaba claro que Colossus lo tenía todo bajo control. ¿Cuál sería el protocolo en una situación como aquella? ¿Debía ofrecerle un poco de mousse mientras esperaban?

Daba lo mismo. Él no le prestaba la menor atención, sino que se ocupaba de su compañero: le tomaba el pulso y le levantaba los párpados para verle las pupilas. El agua le corría por la frente y las mejillas, pero él no parecía notarlo.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó ella, ansiosa por ayudar.

Él se limitó a sacudir la cabeza. No parecía importarle el frío que debía estar sintiendo. Respiraba agitadamente, pero no estaba dispuesto a ceder la responsabilidad del otro soldado para tomarse un descanso. Sonaba extremadamente seguro de sí mismo y sus actos lo corroboraban. Al contrario que su Prometido Fallido Número Dos, que siempre había estado dispuesto a ofrecer una opinión «experta», pero solo proporcionaba consejos inútiles.

Tras unos minutos, el hombre hizo una señal a los hombres que seguían en el agua para que continuaran con lo que fuera que estaban haciendo.

A continuación, después de haber atendido a sus responsabilidades, se tumbó en la arena y estiró las piernas. Hailey intentó apartar la vista, pero el traje que llevaba, tan ceñido como si fuera una segunda piel, no dejaba espacio para la imaginación. De hecho tanto la realidad como la imaginación le estaban permitiendo disfrutar enormemente del espectáculo. Finalmente se retiró el agua de la cara y al dirigir la mirada hacia Hailey abrió los ojos como si la viera por primera vez.

—Ayyy —el hombre que estaba entre ambos gimió y se llevó una mano a la frente, en la que se apreciaba un hilo de sangre.

—No te toques —dijo el otro hombre.

—Procura no tocarte —dijo Hailey, intentando inyectar la mayor calma en su voz.

Los dos hablaron a la vez, pero la instrucción de él sonó como una orden.

El hombre herido parpadeó varias veces, cegado por el sol. Luego fijó la mirada en Hailey.

—¿Qué salvación es esta? —preguntó, secándose el agua salada de los ojos—. Debes de ser un ángel. La cabeza me duele como...

—Ya está bien, alférez Ortiz —ordenó Colossus. El alférez lo miró.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

También Hailey sentía curiosidad.

—La cabeza.

La explicación no resultaba demasiado prometedora.

El hombre tumbado apretó los ojos con fuerza, suspiró profundamente y con una fuerza de voluntad que Hailey no recordaba haber visto en nadie, se incorporó hasta sentarse.

—Estoy listo.

Resultaba inconcebible que el alférez, que había estado inconsciente hasta hacía unos segundos, quisiera a volver al agua. Y que Colossus estuviera dispuesto a permitirlo.

—Pero si no puedes... —dijo ella, poniéndose de pie.

Colossus ya lo había hecho, y su espectacular cuerpo le tapaba el sol.

—Es su trabajo —dijo él.

Con otro impulso, el alférez se levantó. Apenas podía tenerse en pie.

—Listo —repitió.

—Mire hacia aquí —dijo Colossus. Tras estudiar sus ojos pareció relajarse un poco—. ¿Alguna hinchazón?

El joven se palpó el cuero cabelludo y negó con la cabeza.

Colossus inclinó la cabeza hacia el agua.

—De acuerdo.

El otro hombre se encaminó en esa dirección con expresión de alivio.

—Pero si está sangrando... —protestó Hailey.

—El agua salada le limpiará la herida —dijo Colossus con aparente indiferencia.

Hailey dirigió la mirada al Sutherland.

—Tengo un líquido antiséptico...

Los labios de Colossus se movieron como si contuviera la risa.

—Está entrenado para enfrentarse a situaciones peores.

Ella tragó saliva. Por supuesto que sería así.

—Me parece asombroso lo que está haciendo —comentó, siguiendo con la mirada al alférez, que ya se adentraba en el agua y nadaba hacia los demás hombres—. Quizá deberíamos haber esperado a que llegaran lo paramédicos —sin embargo, el joven parecía recuperar fuerza con cada brazada que daba.

—Tengo entrenamiento médico de combate y me he asegurado de que no hubiera señales de conmoción cerebral. Está perfectamente.

Aquellos hombres vivían en un mundo aparte y a años luz de las fiestas para novias, los bombones y las vendas impermeables que Hailey habría sugerido a continuación.

Hailey se volvió hacia Colossus y, al cruzarse sus miradas, se le cortó el aliento. Hasta entonces había notado su espectacular cuerpo y la seguridad con la que se había ocupado del hombre herido, pero sus ojos grises eran aun más espectaculares y había en ellos algo invitador, y muy muy sexy.

La fresca brisa que soplaba desde el agua le azotó el rostro y los brazos desnudos. Aunque intentó disimular un escalofrío, sus pezones se endurecieron. Rezó para que la reacción de su cuerpo se debiera a la temperatura y no a los súbitos pensamientos carnales que la asaltaron con él como protagonista. Como acariciar sus brazos y palpar sus músculos. O descubrir cómo se desnudaba a un hombre con traje de neopreno...

¡No, no y no! Tenía que borrar de su mente ideas como aquellas. No estaba abierta a tener una aventura. Ni un novio. Sus novios tendían a convertirse en prometidos y no necesitaba un Prometido Fallido Número Cuatro. Que encontrara atractivo a un hombre que no era necesariamente su tipo no significaba nada. Cabía la posibilidad que su filtro para los hombres hubiera ampliado la gama de los posibles.

Entonces Hailey se dio cuenta de que llevaban mirándose más de lo necesario y que en el aire flotaba una opresiva tensión. Los ojos grises del desconocido se entrecerraron y una llama prendió en sus profundidades. Hailey separó los labios y se dio cuenta de que sentía el impulso de apoyarse en él, de tocarlo. Él desvió al mirada a sus labios, luego la volvió a sus ojos. ¡Y Hailey prefirió no darse cuenta del efecto que aquella mirada tenía en ella!

«Márchate», pensó. Colossus debía marcharse y perderse de nuevo en el agua.

—Me alegro de que tu amigo esté bien —dijo precipitadamente. Era evidente que su mente y su boca no estaban sincronizadas—. Lo que has hecho ha sido impresionante.

Él se encogió de hombros, como si le incomodara recibir halagos.

—A mí me ha gustado la decisión con la que te has ofrecido a ayudar.

Aunque Hailey pensaba que no había hecho nada, le gusto oírlo.

Debería decir adiós y volver con las invitadas, pero su mirada se clavó en los labios de él y la invadió una oleada de calor.

«Se supone que debes besarlo».

El calor se transformó en una llamarada. ¿Qué se sentiría al besar aquellos labios? ¿Se atrevería a hacerlo? Tomando la carta del destino como excusa, hizo lo que llevaba deseando hacer desde hacía varios minutos. Se acercó a él, alzó las manos y... El sonido de risas le hizo dar un paso atrás. Hailey apartó la vista de Colossus y vio acercarse a Amy, Tori y a su hermana.

—Vamos, Hailey. Ese es claramente el «primer hombre que veas» —bromeó Tori.

Junto con las cartas, ya no servirían champán en las futuras fiestas de despedida.

—No te he quitado ojo y todavía no has cumplido con tu destino —dijo Amy con fingida severidad, al tiempo que le pasaba la carta.

Hailey miró a su hermana, que se limitó a encogerse de hombros y sonreír. ¿Para qué se habría molestado en buscar ayuda en Rachel cuando era obvio que estaba disfrutando como la que más?

Colossus, evidentemente desconcertado por el intercambio, retrocedió.

—Gracias de nuevo por tu ayuda —dijo en un tono mucho más impersonal.

Hailey intentó ignorar la desilusión que le produjo su cambio de actitud. Por su parte, ella seguía excitada.

—Espera, no puedes irte —dijo Amy, elevando la voz.

—Claro que no —la secundó Tori, haciendo una pausa para dar un trago a la copa de champán que tenía en la mano—. Hailey todavía no te ha besado.

Colossus se detuvo y las miró.

—¿Tú eres Hailey? —preguntó con evidente curiosidad.

¿Habría percibido correctamente un tono esperanzado? Hailey rezó para que fuera así. Miró a las mujeres, que a su vez miraban al SEAL. Amy alzó una ceja a la vez que sonreía.

No creían que fuera a atreverse. No la empujaban para que lo hiciera, sino porque les parecía aún más divertido que no lo hiciera. Pues se equivocaban. No había leído en vano una docena de libros de autoayuda sobre cómo visualizar los objetivos y alcanzar una meta.

Su objetivo en aquel momento era besar al SEAL.

Se cuadró de hombros con determinación, dio los pasos que la separaban del hombre y le tocó el hombro para que se volviera de frente. Él abrió los ojos sorprendido, pero eso fue lo último que ella vio antes de cerrar los suyos, ponerse de puntillas y tirar de él para besarlo.

Por un instante él se quedó inmóvil, con los labios cálidos pero paralizados, pegados a los de ella.

Un segundo, dos, tres, y habría cumplido con el destino. Pero por lo visto el destino opinaba de otra manera porque su SEAL la sujetó por las caderas y la estrechó contra sí. El agua fría de su traje de neopreno le humedeció los senos, haciéndola estremecerse, pero a Hailey le dio lo mismo porque los labios de él ya no estaban paralizados, sino que se abrieron y respondieron con delicadeza. Su lengua le recorrió el perfil de los labios y Hailey se sintió invadida por un profundo bienestar. El hombre olía a mar y a aire puro, y sabía deliciosamente salado. Todo pensamiento se nubló de su mente, excepto el de seguir besándolo a la vez que enredaba sus dedos en su corto cabello mojado. Al entregarse al beso, él comenzó a recorrerle la espalda con las manos. El corazón de Hailey se aceleró y las piernas le flaquearon. Nada en el mundo podía ser mejor que lo que estaba haciendo en ese momento.

Y por eso mismo, se separó de él bruscamente, reuniendo la escasa fuerza de voluntad que le quedaba. Retrocedió un paso y se miraron. Él tenía las facciones en tensión y sus ojos brillaban de deseo. El mismo que ella sentía arder en su interior. Hailey contuvo el aliento y caminó en la dirección opuesta, convencida de que si seguía mirándolo volvería a refugiarse en sus brazos. Se plantó delante de las tres mujeres que la miraban atónitas y dijo con una sonrisa triunfal:

—Misión cumplida.

La arena se coló entre sus dedos a medida que retornaba al Sutherland, donde las demás esperaban. Habría jurado que sentía la mirada de Colossus clavada en la espalda mientras se alejaba, pero supuso que solo lo imaginaba.

—Espera —la llamó su hermana. Pero Hailey siguió caminando.

Recogió los zapatos de la arena y subió las escaleras. En la terraza, la recibieron con la misma incredulidad que ella sentía. Su autoimpuesto alejamiento de los hombres no parecía haber servido para vacunarla de la dulce tentación que representaban.

La dama de honor volvía en ese momento con el teléfono todavía en la mano y preguntó:

—¿Me he perdido algo?

Hailey asió con fuerza la carta antes de pasársela bruscamente a la mujer cuyo destino le había tocado cumplir.

—Aquí tienes.

El entrenamiento para el cuerpo de los SEAL había preparado a Nathaniel Peterson para muchas cosas. Tras la Semana del Infierno, la Fase Dos, el entrenamiento de élite y varias campañas, no tenía sentido que el beso de una hermosa mujer lo desestabilizara.

Sin embargo, cuando se fue, se quedó paralizado como un idiota. Acababa de dar el beso más sensual e inesperado de su vida, y no había sido capaz de prolongarlo. Se merecía haberse quedado plantado, sin poder hacer otra cosa que mirarla, pero le costaría olvidar el sabor de su boca y la deliciosa sensación de su curvilíneo cuerpo pegado al suyo.

—No puedo creer que lo haya hecho —dijo una de las mujeres que se había quedado atrás.

El grupo intercambió una mirada de sorpresa y estalló en una carcajada

«Porque sigues aquí, de pie, como un idiota».

—Bueno, pues adiós —balbuceó una de ellas, que llevaba varios lazos en la cabeza. Luego tomó del brazo a la que se había referido a él como «el primer hombre que veas» y las dos tomaron la misma dirección que la mujer que lo había besado.

La última lo miró de arriba abajo y tras asentir con la cabeza le susurró:

—Se llama Hailey. Trabaja en el Sutherland —e indicó el edificio victoriano al que se dirigían las otras antes de seguir a las demás.

Una sonrisa iluminó su rostro. Era fantástico recibir información sin tener que buscarla. No olvidaría ni el beso ni la forma en que la falda se pegaba al trasero de Hailey cuando está subió las escaleras de la terraza. Sacudiendo la cabeza, dio media vuelta y entró en acción, alcanzando el agua y nadando hasta llegar junto a sus soldados, quienes seguían haciendo ejercicios de verticalidad, que aunque eran aburridos, les proporcionarían aguante y resistencia para las numerosas inserciones que practicarían a continuación. Por la expresión crispada que observó en sus rostros, intentaban contener la risa... y fracasaban.

—Ha dado la impresión de pasar un gran peligro.

—Hemos considerado la posibilidad de que necesitara refuerzos.

Vale, vale, vale. Quizá se merecía las bromas, pero ¿debía cortarlas en seco? Era la primera vez que entrenaba. Era un trabajo agotador y tenso, y aguantar unas cuantas bromas de otros SEALs no era un precio demasiado alto por llevarlos al límite de su resistencia. Además, aquel día ya había actuado con severidad.

—¿Ha necesitado un boca a boca?

Pero estaba dispuesto a aguantar hasta cierto punto.

El agua se removió, lo que indicaba que el helicóptero descendía. Los hombres tuvieron que comunicarse por lenguaje de signos. Nate podía pensar en aquel momento en unos cuantos signos que la Armada no aprobaría.

Una escalera de cuerda descendió desde el helicóptero y Nate supervisó que todos sus hombres la escalaran sanos y salvos. Luego apretó los dientes y ascendió con destreza, a pesar del dolor que le causaba la pierna. Todos los hombres a los que entrenaba sabían que preferiría estar con su cuerpo de ataque en lugar de entrenándolo en San Diego. Pero las órdenes debían ser obedecidas, y era lo bastante disciplinado como para aceptar que hasta que se hubiera recuperado plenamente sería más una carga que una ayuda. Eso no significaba que estuviera contento con la situación. Ni que reprimiera el impulso de mirar por última vez hacia la playa.

El comandante Nate Peterson sabía tres cosas: iba a quedarse más tiempo en San Diego de lo que había calculado, el deseo que había despertado en él la mujer a la que había besado no se había mitigado; y por último, tenía la certeza de que la vería de nuevo.

Se aseguraría de ello.

3

—Se ha quedado mirándote cuando te ibas.

Hailey dejó el paño de cocina con el que estaba secando la delicada porcelana de flores amarillas que se había usado durante generaciones en el Sutherland y, sujetando un plato, miró a su hermana.

—No es verdad —dijo.

—Yo creo que esperaba que te volvieras —dijo Rachel, aclarando una fuente.

—Te voy a sacudir con este paño como no dejes de hablar de eso —le advirtió Hailey.

Rachel alzó las manos en un gesto de rendición.

—Está bien. No me creas. Solo lo decía por si querías darte una ducha después de que te haya hecho el amor, como dirías tú, siempre tan romántica, con la mirada.

¿La había seguido con la mirada? Hailey sintió un delicioso cosquilleo recorrerle la espalda y parpadeó. ¿Qué era aquello? ¿Un escalofrío de deseo? No pensaba darse por enterada. No había notado nada. Había sido una estúpida tentando al azar.

—Luego le ha debido resultar incómodo que las demás se estuvieran riendo —insistió su hermana.

Hailey tampoco iba a compadecerse de él. Un SEAL de la marina debía estar preparado para eso y mucho más.

—Creía que íbamos a dejar el tema —dijo, secando otro plato.

—Eso has sugerido —dijo Rachel, sonriendo. Y añadió—. ¿Quién sabe? A lo mejor se presenta a verte. O quizá deberías recorrer la playa a diario por si la madre naturaleza hace que lluevan hombres otra vez.

Hailey no pensaba molestarse en contestar a tanta locura.

Pero había vivido suficientes años con aquella mujer junto a la que trabajaba como para saber que no dejaría el tema. Dejó la última fuente seca en un aparador y se volvió hacia Rachel.

—¿Por qué insistes? Conoces perfectamente mi pasado. Lo ultimo que necesito es tener un hombre cerca.

La expresión risueña se borró del rostro de su hermana.

—Quizá necesites uno que te haga olvidar a los demás.

Hailey sacudió la cabeza.

—No, gracias. Estoy segura de que eso fue lo que me llevó al compromiso número tres.

Rachel le apretó la mano afectuosamente.

—Odio verte tan apesadumbrada, Hailey. Por un instante he visto en la playa a la Hailey valiente y divertida que tanto echo de menos.

Si era sincera, también Hailey la echaba de menos. Pero algo no iba bien en su vida desde hacía tiempo.

—Ya ves a dónde me ha conducido la antigua Hailey. Cuatro años de universidad y un título en Administración de Arte, ¿para qué? Para encontrarme profesionalmente en un callejón sin salida y de vuelta en el negocio familiar. El arte hay que vivirlo. Debería estar reuniendo las mejores colecciones para que la gente las disfrutara; organizando visitas a museos, ayudando a profesores a presentar arte en sus aulas.

—Puede que sea aquí donde debes estar —dijo su hermana con dulzura.

Hailey suspiró.

—Incluso si ese fuera el caso, que lo dudo, todavía quedan mis tres fallidos compromisos. Y no olvides que tú fuiste la primera en señalar el mal gusto que tenía con los hombres. Así que puede que echemos de menos a la vieja Hailey, pero a los veintisiete años ha llegado la hora de que me encuentre a mí misma y ni el mejor beso del mundo va a desviarme de mi camino.

Ni el pecho más sólido. Ni las piernas más fuertes.

Sintió un hormigueo en el estómago al tiempo que Rachel esbozaba una sonrisa sin molestarse en ocultarla.

—¿Has dicho «encontrarte a ti misma»? Suenas como la loca de la tía June. ¿Qué ha sido de ella?

—Creo que se mudó a vivir con su hermana. Hasta entonces la llamábamos la sofisticada tía June —le recordó Hailey con aspereza.

Rachel se llevó una mano a la cadera.

—¿Ves? Esa es la antigua Hailey a la que me refiero.

—¿Echas de menos el sarcasmo? Ahora déjame en paz. La nueva Hailey tiene mucho que hacer. Tengo que terminar de recoger, echar una siesta y estudiar mi nuevo libro de autoayuda.

Además de evitar pensar en cierto hombre y en sus peligrosos besos.

—Vale, vale —dijo Rachel, volviendo a meter las manos en el agua caliente.

Fregaron en silencio las últimas piezas de porcelana. El nuevo friegaplatos industrial se ocupaba del resto de la vajilla y utensilios, pero la porcelana del Sutherland siempre se había fregado a mano.

—Esto me recuerda a mamá —dijo Hailey.

—Yo estaba pensando lo mismo. ¿Cuántas veces hablamos de chicos y de nuestras primeras citas con ella mientras teníamos las manos en el fregadero?

—Montones —dijo Hailey, sonriendo con melancolía al recordar aquellas escenas.

—Entonces, ¿el beso ha sido espectacular?

Desafortunadamente, sí.

—Te he dicho que pares —dijo Hailey, exasperada, golpeando a su hermana con el paño.

Tras comprobar cómo estaba el alférez e informar a los superiores, Nate Peterson fue a la sala de pesas, donde trabajó para contrarrestar la leve cojera de la pierna, que se acentuaba siempre tras un esfuerzo como el que había realizado en el ejercicio de natación y al cargar con el peso del hombre hasta la playa.

Al cabo de un rato, había ensordecido el dolor a base de sacrificio.

En el pasado había sufrido cosas mucho peores y siempre las había superado. Pronto, lo único que quedaría para probar que había resultado herido sería una pequeña cicatriz en el muslo. La lesión de la pierna podía impedirle correr, pero no entrenar para fortalecerla. Nada se interpondría en su deseo de recuperar la forma exigida a un SEAL para volver junto a su sección cuanto antes.

Aunque no hubiera sido más que una excusa para librarse de su padre, el destino había conducido a Nate a una oficina de reclutamiento a los dieciocho años. Apenas empezó el entrenamiento, supo que ese era su hogar. La Marina proporcionaba reglas y disciplina, algo que no había experimentado mientras crecía.

Su padre no parecía comprenderlo, pero Nate alcanzaba su máxima capacidad cuando se le exigía el máximo. Necesitaba que se le plantearan retos y superarlos.

Cuando supo que el cuerpo de los SEALs era el de mayor reputación de los Fuerzas Especiales, decidió que llegaría a pertenecer a él. Así que una lesión en la pierna no le impediría cumplir con su destino.

Ajustó el peso de las barras para trabajar el torso. En todas las bases a las que había sido destinado había una sala de pesas. A pesar de haber estado en distintos edificios, distintos climas, distintas culturas... en aquella sala se sentía siempre como en casa. Hacer ejercicio formaba parte de su rutina en la misma medida que afeitarse o comer. La única novedad era la tabla de ejercicios de rehabilitación, los movimientos dirigidos a recuperar el tono y la flexibilidad de los músculos que llevaba a cabo a solas, para que no le vieran sus subordinados.

Alzó y bajó los brazos controlando la respiración. El movimiento se fue haciendo mecánico y su mente empezó a vagar... recordando ciertos ojos y ciertos labios. ¿Qué demonios había pasado en la playa? Con su disciplina habitual, se había mantenido concentrado en sus hombres y en el entrenamiento, pero ya en el gimnasio, se permitió recordar y pensar en la mujer cuyo perfume se mezclaba con la brisa del mar, y en su cuerpo amoldado al de él. Sus pensamientos se encaminaron con rapidez a un tipo de entrenamiento muy distinto. Buscar la cremallera del vestido, bajarla; deslizar los tirantes por sus hombros y dejar la prenda caer a sus pies.

¿Por qué lo habría besado?

¿Acaso importaba?

Nate oyó el rumor de pasos en el corredor.

—A mí me ha parecido que ella tiraba de él y lo besaba.

«Eso es lo que ha pasado», pensó Nate.

—No se ha defendido demasiado bien del ataque —dijo otro hombre, entrando en la sala de pesas.

«Desde luego que no»

—Si hubiera tenido un puñal, habría acabado con él.

«No tenía un puñal, sino un vestido muy muy fino»

—Puede que sea un nuevo protocolo de la Marina.

Los tres hombres rieron a su costa, pero Nate no se lo tomó como un insulto. El entrenamiento para los cuerpos especiales era muy intenso, y los hombres necesitaban relajarse. Pero si no les decía nada, estaría consintiendo que le faltaran al respeto. Era evidente que había cometido un error en la playa. Bajó las pesas bruscamente y, al oír el ruido, los tres hombres se volvieron hacia él poniendo al instante expresión de alarma. Él hizo contacto visual con cada uno de ellos con un mensaje claro.

—No sabíamos que estaba aquí, señor.

—Evidentemente —dijo él.

Los tres hombres le sostuvieron la mirada, claramente incómodos, pero dispuestos asumir como una piña las responsabilidades. Esa era la actitud que necesitaban los equipos de SEALs. Como él, habían sufrido una intensa sesión de entrenamiento en el mar y, en lugar de ir a descansar, optaban por el gimnasio. Algún día quizá lucharía junto a alguno de ellos y para entonces habrían aprendido lo que necesitaban saber.

—Siempre es bueno establecer buenas relaciones con la población local —dijo. Y dio media vuelta, decidiendo no amonestarlos.

Él era un SEAL, no un instructor.

Al oír que los chicos dejaban escapar un suspiro de alivio, sonrió para así mientras salía de la sala de pesas. Le caían bien los hombres a los que estaba preparando. Lo que no le gustaba era ser su preparador. Él servía mucho mejor a la Marina fuera de las aulas. Se frotó la rodilla. Pronto estaría fuera.

Por otro lado, ninguno de aquellos hombres había abrazado a la mujer más sexy de todo San Diego. De hecho, durante el periodo de entrenamiento, los hombres apenas se relacionaban con mujeres. Pero él, después de todo, no estaba entrenándose. Nada le impedía actuar.

Tener una aventura en el sur de California no había formado parte de sus planes, pero estaba dispuesto a aprovecharse de las circunstancias como si se tratara de una maniobra táctica. Tenía toda la noche por delante y todo el mundo sabía que el mejor momento para un ataque de los SEALs llegaba a partir del atardecer. Y él sabía dónde encontrar su objetivo. Era Hailey y estaba en el hotel Sutherland.

Era una mujer por la que valía la pena perderse una fiesta.

Hailey no pudo echarse una siesta demasiado larga. Afortunadamente, a través de la pagina Web que Rachel había diseñado, les había llegado una reserva y Hailey tenía que recibir s los huéspedes. Como otros hoteles, el Sutherland servía un desayuno exquisito, pero era una tradición propia el tener preparado un quiche de espinaca y albahaca para dar la bienvenida a aquellos que llegaban a media tarde, cansados del viaje y a los que no les apetecía salir a cenar. Era uno de los muchos detalles en los que la compañía gestora no había reparado.

Sonó el timbre de la puerta. Hailey se secó las manos en el delantal y fue a abrir. En cuanto lo hizo, tuvo la tentación de cerrar de nuevo.

Era el SEAL al que había besado en la playa hacía unas horas. ¡Cómo no iba a ser él si obviamente el destino había decidido vengarse de ella por despreciarlo! Su castigo era un hombre espectacular en el umbral de su puerta mientras ella presentaba un aspecto espantoso.

—No suelo pasearme con esta pinta —dijo, confiando en distraer su atención del horroroso delantal de cuadros azules y blancos rematado en un volante.

Pero en cuanto lo dijo, se dio cuenta de que era una estupidez. ¿Por qué no habría dejado que hablara él primero?

Notó un brillo risueño en sus ojos y el esfuerzo que hacía por reprimir una sonrisa. Nadie lo había invitado, así que era culpa suya encontrarla con el cabello recogido con un lápiz que había encontrado en la cocina. ¿Por qué tenía que ser tan guapo?

Una vez más, el destino.

Su cabello, al haber estado mojado la primera vez que lo había visto, no había mostrado su natural tono marrón con algunos mechones cobrizos, probablemente debidos al sol de California. Pero sus ojos grises seguían teniendo la misma naturaleza metálica, y se clavaban en ella con igual intensidad.

De hecho, con ardiente intensidad. La atracción que había resultado evidente incluso antes de besarse seguía allí. Aún peor en aquel momento, en el que lo tenía en su casa, con aquel aspecto tan... besable.

Hailey pensó que no necesitaba preocuparse por el delantal, dado que él también parecía estar pensando en el beso. Su mirada lo decía todo. Sintió que la piel le quemaba y que le ardían las mejillas. Al notar que él bajaba la mirada a sus labios, contuvo el aliento.

Rachel pasó en ese momento por detrás de ella, cantando una canción de Prince camino de la lavadora. Al verlos, se paró en seco.

—¡Dios mío! —exclamo—. Eres... eres el... SEAL.

—Así es —dijo él, asintiendo.

Hailey querría haber podido interpretar su expresión, pero en ese momento era totalmente neutra.

Su hermana nunca había sido demasiado sutil y en aquel momento estaba perfeccionando hasta la maestría su capacidad de dar a entender lo obvio.

—Pero puedes llamarme Nate, en lugar de «el SEAL».

Rachel rio.

—Claro, perdona. Pasa, pasa —dijo, lanzando a su hermana una mirada inquisitiva al tiempo que iba hacia la puerta—. Bienvenido al Sutherland. Yo soy Rachel, y a Hailey ya la conoces. Incluso tienes una idea de cómo sabe. ¿Quieres un mojito?

—¿Un qué?

Hailey pensó, descorazonada, que no se había equivocado al recordar que tenía una voz terriblemente sexy. Aunque solo hubiera pronunciado unas pocas palabras, su voz de barítono sería difícil de olvidar.

—Un mojito: ron, lima, azúcar y menta. Estoy probando distintas combinaciones —explicó Rachel mientras le hacía entrar y cerraba la puerta.

El SEAL negó con la cabeza. Que no supiera qué era un mojito le hizo ganar a puntos a ojos de Hailey. Los tres se quedaron parados en el vestíbulo, mirándose envarados.

—¡Vaya! Fíjate qué hora es —dijo Rachel súbitamente y con un tono artificialmente agudo—. Tengo que irme.

Y se marchó por razones que Hailey sabía de sobra. Ella habría querido que tanto su hermana como el SEAL desaparecieran. O quizá no.

Como Nate la estaba mirando, evitó poner los ojos en blanco ante la obvia maniobra de su hermana. Rachel la acusaba de actuar como Terminator con los hombres: analizaba todas las opciones posibles y disuadía a los candidatos de querer permanecer solteros. Una mujer no recibía tres ofertas de matrimonio sin haber aprendido unas cuantas cosas.