Cómo seducir al jefe - Jill Monroe - E-Book

Cómo seducir al jefe E-Book

Jill Monroe

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Beschreibung

Ser mala podía llegar a ser algo muy, muy bueno... Era la ayudante perfecta, o al menos lo fue hasta que accedió a que la hipnotizaran durante una fiesta. De la noche a la mañana, la eficiente y recatada Annabelle Scott se convirtió en toda una seductora que se pasaba el día pensando cuál de sus atrevidos atuendos sorprendería más a su jefe… Wagner Acrom era un atractivo adicto al trabajo que apenas notaba que Annabelle existía. Pero ella tenía intención de hacer que todo eso cambiara, pues se había dado cuenta de lo que se podía lograr si se era lo bastante atrevida…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Jill Floyd. Todos los derechos reservados.

CÓMO SEDUCIR AL JEFE, Nº 1461 - marzo 2012

Título original: Never Naughty Enough

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-569-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Volvió a estirarse.

Wagner Achrom se frotó el puente de la nariz mientras miraba cómo su secretaria, Annabelle Scott, rotaba lentamente los hombros. Luego, cerrando los ojos, oscilaba de lado a lado en la silla al tiempo que los pechos sobresalían debajo del jersey azul que llevaba.

Sintió una espiral de tensión por su cuerpo.

Nunca antes se había fijado en los pechos de la señorita Scott. Claro está que ella tampoco se había puesto nunca un jersey tan ceñido, que no terminaba de encajar con la imagen profesional que habitualmente proyectaba.

Se metió un dedo en el cuello de la camisa para refrescarse la piel. Sus ojos fueron hacia la piel suave de la señorita Scott, de un bonita rosa por encima del escote del jersey. Nunca antes se había fijado en su piel. Aunque ella tampoco había revelado nunca nada por debajo del botón superior.

Quizá pudieran hablar de la política de vestuario de la oficina. Prohibiría estrictamente los jerseys.

No es que su ropa fuera inapropiada, sólo sorprendente, ya que por lo normal se ponía faldas hasta los tobillos y chaquetas holgadas.

Había demasiado en juego con la negociación con Anderson como para dejar que un jersey azul, y la mujer que lo llevaba, lo distrajera.

Anderson. Sí. Claro. Con calma y serena determinación, acercó la carpeta que Annabelle había dejado sobre el escritorio. Necesitaba examinar las últimas exigencias antes de firmar y dar luz verde a la fusión propuesta entre su compañía y la de ellos.

Las acciones de Anderson se dispararían en el mercado de valores en cuanto la fusión concluyera. Adquirirían libre acceso a las patentes de su padre. Utilizando la tecnología que había detrás de las ideas de almacenamiento de energía de Mason Achrom, el equipo de Investigación y Desarrollo de Anderson planeaba desarrollar una red de energía solar y eólica a larga escala, que remodelaría y a menudo reemplazaría el viejo sistema de energía eléctrica. Era una visión muy distinta de la suya de llevar energía barata e independiente a las zonas agrícolas y rurales del mundo.

Anderson era la que se beneficiaría más con ese trato. Conocido antaño como un tiburón financiero, Wagner se habría comido una empresa tan pequeña y depreciada como Anderson. En el pasado, había realizado los mejores negocios en el sudoeste. Operaciones en las que él, y el grupo inversor para el que había trabajado, obtenían siempre la ventaja. Pero no estaba en los viejos tiempos y esa fusión le proporcionaba justo lo que necesitaba con desesperación. Liquidez. Un montón de fría liquidez.

Con ese dinero, finalmente podría sacar partido de lo único que le había dejado su padre. Para algunos, las líneas, los gráficos y las ecuaciones químicas no eran más que garabatos. Pero en ellos Wagner veía lo que su padre jamás había logrado ver, que esas patentes representaban un combustible barato y limpio. Algo por lo que otros estarían dispuestos a pagar millones para conseguir.

Odiaba compartir los lucrativos derechos de desarrollo de las patentes de su padre. Sin embargo, sin una inyección de capital, a él tampoco le eran de mucha utilidad. La gente de Anderson podría tener la red de energía a gran escala, la parte de la operación rentable a corto plazo.

Pero no por mucho tiempo.

No era la clase de hombre que lo tirara todo por la borda. Tenía un proyecto nuevo en mente. Uno mejor. Con el dinero de Anderson, llevaría a la práctica algunas de las ideas inconclusas de su padre para crear una batería de energía pequeña y barata, con una potencia tan asombrosa que podría recargarse casi al instante y estar lista para operar cualquier cosa más exigente que una calculadora alimentada por energía solar.

Aparcada la imagen de los pechos de la señorita Scott, se obligó a leer el documento palabra por palabra. Un momento más tarde, tomó el rotulador rojo y subrayó un punto clave.

Un suspiro suave y femenino le llegó desde la oficina exterior. Alzó la vista y vio que su siempre competente secretaria mostraba una sorprendente extensión de pierna mientras recogía una carpeta.

La pantorrilla perfectamente torneada, el muslo esbelto, el…

El contrato se le deslizó de las manos y flotó a la alfombra beige. Al inclinarse para alzarlo, se golpeó la frente con el asa metálica de uno de los cajones de su mesa.

–Ay.

–¿Se encuentra bien? –ella giró en su sillón para mirarlo.

Se vio cara a cara con una vista completa de los pezo… la señorita Scott debía tener mucho, mucho frío. Se preguntó si habría bajado el termostato. No lo creyó, ya que él estaba sudando.

Se irguió frotándose la frente.

–Sí, perfectamente.

Ella le dedicó una sonrisa leve y volvió a concentrarse en mecanografiar algo.

Era la secretaria perfecta. Siempre puntual y siempre eficiente. Llevaban cuatro años trabajando juntos. Si en el pasado ella había mostrado alguna preocupación por él, jamás lo había notado.

¿Por qué en ese momento?

«Desarrollar afinidad es natural». La simple preocupación de dos personas que trabajan codo a codo. Nada más. Y nada como los pensamientos que le había inspirado unos momentos antes. Esos pensamientos no tenían sitio en su relación laboral.

Le gustaba el sonido de los dedos de ella sobre el teclado. Por lo menos le daba a la oficina una ilusión de productividad. Su capital de inicio hacía tiempo que había desaparecido, lo que lo había obligado a recurrir a sus ahorros personales hasta poder contar lo que quedaba sin necesidad de utilizar una coma. Los acreedores caerían pronto sobre ellos.

Si la fusión no se producía, tendría que volver a trabajar para otra empresa. A no tener éxito nunca con su propia visión. Era más que un tiburón contratado. Aspiraba a construir algo. A dejar huella.

Continuó leyendo. Había negociado duramente para garantizar autonomía a Achrom Enterprises después de que se situaran bajo el nuevo paraguas empresarial. Aunque formaría parte de la junta directiva de Anderson, seguiría dirigiendo su propia empresa, aún podría desarrollar sus propias ideas. Anderson no iba a arrebatarle esas concesiones en el contrato definitivo.

Annabelle volvió a suspirar.

El sonido le desató una espiral de deseo en las entrañas, impulsándolo a mirarla otra vez. Curvó la espalda mientras se estiraba y otra vez ese condenado jersey se tensó sobre los pechos. El cabello largo y castaño se le soltó y le cayó por la espalda. Parecía una mujer en estado de languidez después de haber compartido unos besos.

Y querer más.

Cerró la carpeta sobre su mesa y la sobresaltó.

Después de lanzarle una rápida mirada, continuó tecleando.

Se preguntó qué le pasaba. Se reclinó en el sillón. La señorita Scott era una secretaria demasiado competente como para tener que soportar sus frustraciones. Producidas por la fusión o por el sexo.

¿Sexuales? Diablos, sí, pero ¿cuándo había empezado a ver a la señorita Scott como una persona sexual? Por lo que sabía, llevaba una vida tan célibe como él. No recibía llamadas furtivas ni tenía una foto en el escritorio.

No le extrañó no poder concentrarse.

Necesitaba un plan, y deprisa.

Se levantó y cruzó el umbral que separaba las dos oficinas.

–Señorita Scott, ¿tiene la espalda agarrotada?

Ella alzó la vista con expresión desconcertada.

–Eh, no. ¿Por qué?

–Con esos gemidos, pensé que le dolía algo.

Ella parpadeó y movió la cabeza. A pesar del jersey, de la falda que mostraba tantas piernas y del pelo suelto, parecía la misma señorita Scott de siempre. Tenía el escritorio bien ordenado y la taza de café sobre un posavasos.

Wagner asintió y alargó la mano hacia el pomo de metal.

–No me pase ninguna llamada, por favor. Necesito concentrarme en la última contraoferta del representante de Anderson.

Y con un clic decisivo, cerró la puerta.

Annabelle se hundió en el sillón y clavó la vista en el pomo plateado de la puerta de Wagner. Por experiencia, sabía que no lo vería en lo que quedaba de día. De hecho, lo más probable era que le enviara un correo electrónico para pedirle un café.

Soltó el aliento contenido cuando él reapareció, grande y agitado, en el umbral, con los hombros anchos que casi tocaban los bordes.

Durante un minuto excitante, creyó ver una expresión de cazador en los ojos azules cuando él la inmovilizó al sillón. Un hormigueo, iniciado en su vientre, se había extendido por todo su cuerpo. Sus pezones se habían endurecido y presionado contra el jersey.

«Eres una mujer fatal», se había repetido mentalmente.

«Eres una idiota», había corregido después de que él cerrara la puerta. Tomó un bolígrafo y sacó el bloc de notas que había escondido debajo de la consola de la centralita telefónica sobre su mesa. Wagner jamás buscaría ahí. No es que hurgar en su mesa fuera una actividad a la que se dedicara, pero a veces trataba de ser útil en la recepción. Tembló al recordar los desastrosos resultados.

Abrió el bloc y, con trazos largos y fuertes, escribió algunas líneas entre sus notas:

1. Llevar jersey: Desterrado del armario.

2. Suspirar: Nunca más.

3. Arquear la espalda: No te lesiones.

Curvó el labio superior al tachar la última nota. La había escrito en mayúscula. ERES UNA MUJER FATAL.

Después de dejar a un lado la lista, se quitó los auriculares. Esa llamada de teléfono requería que sostuviera el auricular. Con dedos veloces, marcó el número de su mejor amiga, Katie Sloan. Ésta respondió a la segunda llamada.

–Me rindo –le anunció.

–¿Ya? Si ni siquiera son las diez y media. ¿Te has puesto el jersey?

Annabelle miró hacia la puerta de Wagner y encorvó los hombros. En ese momento se sentía ridícula con la prenda ceñida.

–Sí, me lo he puesto.

–Mmmm, debería haber logrado alguna reacción.

Se subió el jersey por los hombros… el escote era un poco… demasiado pronunciado.

–¿Has recordado el mantra? –insistió Katie.

Eres una mujer fatal.

–Sí, lo he probado. Apesta –lo eliminó del papel con unas cuantas tachaduras.

–¿Arqueaste la espalda?

–Por el amor del cielo, me preguntó si me dolía.

Del otro lado de la línea recibió silencio. Contuvo un gemido. Katie rara vez permanecía en silencio. Eso significaba problemas. Desde que la conoció en segundo grado de primaria, Katie había estado inventando ideas «brillantes» que por lo general salían al revés de lo planeado y por las cuales ella terminaba recibiendo la culpa. En el instituto era quedarse castigada, el año anterior había sido un sarpullido de una crema bronceadora sin sol que le había durado una semana entera. En la cara.

–Acabo de tener una idea brillante. Es hora de sacar las armas de calibre grueso –expuso Katie al final–. ¿Hay algún modo en que puedas encerrarlo en el armario contigo?

–Dedicaría todo el tiempo a idear un modo de adquirir la empresa fabricante de la puerta y hacerse con el control de su dirección. No, olvídalo. Ya he hecho todo menos tumbarme desnuda sobre mi mesa.

–Vaya, eso sí que tiene posibilidades.

–Olvídalo –como no detuviera ese tren de pensamientos, Katie terminaría por convencerla de que recibir a Wagner desnuda, sólo con tacones de aguja y una corbata, al estilo de Pretty Woman, era una idea fabulosa. Bajó un poco más sus gafas y se frotó los ojos–. Tiene que haber otro modo para que se fije en mí.

–¿Has oído alguna vez la frase «Bombeas un pozo seco»?

–Claro que la he oído. Estamos en Oklahoma.

–Pues creo que este pozo está seco. Y no estoy segura de que tuviera mucha agua para empezar.

–Quizá tengas razón.

–Hombres –Katie no necesitaba decir otra palabra. Con ésa lo resumía todo–. Muy bien. Ya lo tengo.

Annabelle sintió un aguijonazo de aprensión. Cualquiera sabía qué iba a elucubrar. Sin embargo, la curiosidad la dominó.

–¿Qué?

–Un plan magnífico para esta tarde. Escribe esto…

Nada es más seductor que la comida.

–¿Qué?

–De hecho, es brillante. Un picnic. Ya puedo verlo. Los pájaros y las abejas concentrados en lo suyo. La cabeza de él en tu regazo mientras tú le das uvas para comer. A propósito, es una fruta muy sexy.

–¿Puedo recordarte que estamos a mediados de diciembre? Quizá ahora mismo el sol esté brillando –miró en dirección a la ventana–, pero ¿cuánto va a durar?

–Vale, vale. Entonces, celébralo en el suelo de la oficina. De hecho, esa idea me gusta más. Además, ahí tenéis un bonito sofá de piel. ¿Ves lo que logramos cuando juntamos nuestros procesos creativos?

Annabelle miró de los sofás negros de piel que había en la zona de recepción al cromado y acero de su escritorio y archivador. La oficina de Achrom

Enterprises estaba ideada para invocar seguridad y profesionalismo. No picnics. Desde luego, no uvas.

–Sería inapropiado en la oficina. Además, no le van los picnics. De hecho, a mí tampoco.

Katie suspiró.

–De verdad, con lo listo que es, no entiendo cómo no se ha dado cuenta de que sois perfectos el uno para el otro. Jamás he conocido a dos personas más convencionales.

–No me gusta ese comentario.

–Pero te describe. La idea del picnic funcionará precisamente porque no es de las personas dadas a hacer picnics. Lo descolocará por completo. Y, personalmente, creo que ya es hora de que lo desconciertes –volvió a suspirar–. Escucha, si quieres, lo podemos olvidar todo.

Annabelle le dio vueltas al bolígrafo entre los dedos.

–Quiero probar este plan. Ya es hora. Voy a seguir adelante con mi vida. Ayer pagué la última cuota del préstamo. Dentro de cuatro semanas tendré el diploma.

Miró alrededor de la oficina que había ayudado a crear Wagner. Habían empezado con tantos sueños y esperanzas. En ese momento, él se enfrentaba a una fusión.

La tristeza y una nueva expectativa se fundió en su corazón. Liquidado el préstamo para pagar los negocios turbios de su padre y su diploma de Económicas casi en la mano, al fin era libre. Libre de ir en pos de sus sueños y objetivos.

–No puedo quedarme aquí… tampoco quiero. Lo único que me retiene es él. Me dio un trabajo cuando todos los demás tiraban mi currículo. Vio más allá de mi apellido. Me dio un sueldo y responsabilidad, y encima está magnífico con un traje.

–No puedo objetar nada a eso.

Clavó la vista en la puerta del despacho de Wagner.

–Si no está destinado a ser, entonces quiero cerrar con firmeza la puerta a mi espalda y no mirar nunca atrás.

–Entonces, adelante con mi plan. Falta poco para la hora del almuerzo. ¿Sigues teniendo la delicatessen en la planta baja de tu edificio?

–Sí.

–Estupendo. Repite conmigo. Es un mantra nuevo. Eres una seductora.

Wagner sonrió y sintió una espiral de satisfacción en su estómago al subrayar en rojo un punto que quería aclarar con los testaferros de Anderson, Smith y Dean.

«Buen intento, amigos. Lastima que no os vaya a funcionar».

¿Es que pensaban que pasaría por alto la cláusula que lo ataría a Anderson durante los próximos diez años? Podía haber estado fuera del juego en los últimos años, pero todavía se conocía todos los trucos. Diablos, él mismo había inventado algunos.

Era evidente que el abogado que había redactado ese contrato no conocía su fama de tiburón. Con treinta años, había hecho que otras personas ganaran millones de dólares. Unos cuatro años más tarde, un idiota novato pensaba que podía sorprenderlo.

Llevaba en el negocio desde que su madre, confiando a ciegas en él, vendiera el hogar de la familia. Con lo obtenido, había comprado su primera empresa, y luego le había dado a su madre el triple del dinero por el que había vendido la casa con los beneficios logrados después de vender esa empresa en tres partes separadas. A partir de ese momento, ya no había necesitado arriesgar su propio dinero, trabajando a cambio para un grupo inversor de primera. Durante un tiempo, había nadado en dinero. Le había dado a su madre las cosas que su padre jamás había podido conseguirle. Había probado la satisfacción de echar a algunas de las mismas personas que nunca le habían dado a su padre una oportunidad.

La muerte de su madre le había mostrado lo vacía que se había vuelto su vida. Había ganado muchísimo dinero, pero no tenía nada de valor. A partir de ese momento, sólo iba a trabajar para sí mismo.

Y como buen cazador que era, sabía cómo reconocer y quitarse de encima a un agresor antes de que éste pudiera parpadear.

Se concentró en la página siguiente del contrato.

Una llamada a la puerta interrumpió su cadena de pensamientos. La señorita Scott entró con una cesta grande y una botella de champán. Al verla acercarse, se puso de pie.

–¿Qué es eso?

–Los dos hemos estado trabajando duramente y quería celebrarlo.

Él desvió la mirada a las páginas del contrato de Anderson. La esperanza de una fusión que dejara intacta algo de su antigua gloria se desvanecía cada vez que le quitaba el capuchón al bolígrafo. No necesitaba a un corredor de apuestas para que le dijera que las probabilidades de eliminar todo lo que no le gustaba eran realmente bajas.

–¿Qué hay que celebrar?

Le dedicó una sonrisa insegura.

–La casi conclusión de la fusión y… mi diploma.

Wagner experimentó un júbilo auténtico por el éxito de ella. Era agradable ver que le sucedían cosas buenas a la gente que se las merecía. Los dos compartían un pasado común de padres aprovechados. Había conocido a Annabelle cuando él se hallaba en la cima y ella en el punto personal más bajo: completamente sola excepto por la deuda que le había dejado el padre. El hombre le había robado a los familiares y ella había jurado pagar hasta el último céntimo. Cuando al fin tenía un balance positivo, lo más probable era que quisiera empezar una vida propia. Su placer se desvaneció, sustituido por… aprensión. Se enderezó la corbata y carraspeó.

–Será una magnífica asesora financiera –dijo, dejando el bolígrafo. Experimentó un poco de tristeza en la felicidad que le inspiraba su éxito al pensar que se marcharía pronto.

–Necesito acabar este semestre. No tardaré en ayudar a la gente a realizar mejores elecciones de inversión –apoyó la cesta contra una cadera.

Él rodeó la mesa con celeridad y extendió la mano.

–Deje que la ayude.

La sonrisa de ella se amplió al entregarle la cesta y que sus manos se rozaran. Tomó la manta que había colocado encima de la cesta y con un movimiento la desplegó y la extendió sobre el suelo.

–¿Qué hace? –preguntó él.

Annabelle se acomodó sobre la manta, colocando las piernas debajo al tiempo que le ofrecía una visión clara del jersey.

Wagner no tuvo otra opción que reconocer que el escote era deslumbrante.

Tenía que sacarla de su despacho. Debía concentrarse en una fusión, no…

–¿Muslo o pechuga? –preguntó ella.

Él tragó saliva. Pollo. Le ofrecía pollo. No su apetitoso cuerpo.

–Ambos.

Se sentó en el suelo junto a Annabelle antes de que se le saltaran los ojos de las órbitas. Era su modo de celebrarlo; había trabajado duramente para ello. Si ella quería sentarse en el suelo, la dejaría. Se lo debía.

–Se me ocurrió que un picnic en un espacio cerrado estaría bien. Los dos debemos almorzar. De este modo, no tenemos que dejar la oficina, preocuparnos por las hormigas y, si es necesario, yo puedo contestar el teléfono.

Una lógica y sensatez perfectas. Como siempre. Echaría de menos su puntualidad, su cabeza juiciosa y su sentido del orden.

Después de sacar dos platos rojos de cerámica de la cesta, comenzó a servir la ensalada de pollo y pasta. El estómago le crujió al oler el pan fresco.

Ella extendió mantequilla sobre su pan, y un poco aterrizó en su dedo. Se lo llevó a los labios para chuparlo.

Sus ojos se encontraron. Lo había sorprendido mirándola fijamente.

–¿Mantequilla? –preguntó ella.

«Oh, sí».

–Wagner, ¿quiere mantequilla en su pan?

Se sacudió mentalmente.

–No. Será mejor que no. Gracias.

–¿Quiere abrir la botella?

Arrancó el envoltorio de aluminio con facilidad.

Estirándose con elegancia, depositó el plato de él delante de su rodilla. Los dedos le rozaron levemente la pierna. Experimentó la sensación a través de la lana del pantalón y se obligó a no reaccionar. Clavó la vista en las manos de ella. Jamás se había fijado en la fina estructura ósea de esos dedos y muñecas delicados.

Unas manos tan esbeltas para ocuparse de tanto trabajo. La universidad, la oficina, y sabía que de vez en cuando hacía transcripciones para reducir la considerable deuda asumida. Alzó la vista. Unos hombros tan estrechos para sostener las cargas de su padre. Los ojos siguieron hasta la boca. Unos labios tan dulces. Rosados y plenos, exigiendo el beso de un hombre.

Su beso.

Algo extraño e inusual le atenazó el interior mientras sus dedos se clavaban en el corcho.

Con un ruido sordo, voló por la habitación y el champán espumoso cayó por el costado de la botella. Riendo, ella le entregó una copa larga.

Él sonrió al sentir el peso.

–¿Plástico?

–No pude encontrar de cristal.

Comer sobre la alfombra y beber en copas de plástico estaba en el otro extremo del espectro de sus días de caviar y cristal. Cinco años atrás, habría podido abrirse paso hacia el bufé con el simple acto de cruzar la estancia.

De algún modo, prefería eso.