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Érase una vez... un Mago Sangriento que conquistó el reino de Elden. La reina, para salvar a sus hijos, los envió lejos y el rey les inculcó el deseo de venganza. Un reloj mágico es lo único que conecta a los cuatro príncipes… y el tiempo se acaba… La princesa Breena estaba soñando con su amante guerrero cuando se vio arrancada del castillo de Elden y arrojada a un mundo extraño y peligroso. Perdida y sola, rezó para sobrevivir y poder vengarse. Y encontró ambas cosas en una cabaña del bosque… junto a un oscuro hombre oso. Cuando Osborn entró en su cabaña, una hermosa rubia se había comido su comida y había dormido en su cama. Y aunque él quería despertar a aquella princesa virgen a los placeres carnales, Breena quería más… entre otras cosas, su destreza como guerrero. Una destreza que él, que en otro tiempo había sido un legendario mercenario, había decidido enterrar. Ahora tenía que elegir: arriesgar su vida o negarle a su princesa un final de cuento de hadas.
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Seitenzahl: 279
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Jill Floyd. Todos los derechos reservados.
EL SEÑOR DE LA FURIA, Nº 78 - julio 2012
Título original: Lord of Rage
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0653-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Érase una vez, en una tierra nunca vista por ojos humanos, una princesa muy hermosa destinada a un matrimonio de conveniencia que supondría ventajas políticas para su padre.
No como los matrimonios de los cuentos de hadas que leía la princesa Breena de Elden en el salón de su madre. En esas historias, las princesas montaban unicornios resplandecientes, dormían sobre pilas de colchones, donde un guisante alteraba su descanso, o vivían en castillos encantados llenos de criaturas mágicas.
Aunque ninguna de las princesas podía hablar consigo misma en sueños.
El don mágico de Breena no parecía muy útil. De niña podía sacarse de una pesadilla hablando, lo cual no estaba mal, pero ahora, de adulta, no suponía nada especial. Su madre podía mirar en los sueños de los hombres y enviar temor a los corazones de los enemigos de su padre o incluso asomarse a posibles futuros.
Y en otro tiempo, la reina Alvina se había casado con el padre de Breena por ambiciones políticas propias. Para unir su magia con el poder de los bebedores de sangre. Nicolai, el hermano mayor de Breena, podía absorber los poderes de otros y sus otros hermanos, Dayn y Micah, podían hablar telepáticamente con los bebedores de sangre de su reino.
Aunque la facultad de hablar en sueños de Breena no era muy poderosa, siempre podía conectar con un guerrero en particular.
Así era como lo llamaba cuando estaba despierta. Guerrero. Cuando dormía, pensaba en él como en un amante. Sus ojos oscuros hacían juego con su pelo abundante, por el que tanto le gustaba a ella deslizar los dedos. Sus hombros amplios pedían a gritos que los tocara. A veces, en sus sueños, él la tomaba en brazos, con su cuerpo grande y poderoso, y la llevaba al lecho más próximo. O la depositaba en el suelo. A veces incluso contra la pared. Su amante le arrancaba la ropa y cubría su piel con caricias de sus labios suaves y de sus manos encallecidas.
Breena despertaba con el corazón latiéndole con fuerza y los pezones duros y palpitantes. Se llevaba las rodillas al pecho y respiraba hondo en un esfuerzo por despejar su mente de la necesidad y el deseo.
Cuando su respiración se tranquilizaba y los latidos de su corazón se hacían más lentos, solo sentía frustración. Después de despertar pasaba tiempo intentando recordar. Volver al sueño. Había estado con su guerrero más de cien veces en sueños, ¿pero qué sucedía después de que le arrancara la ropa y la tocara? Sus sueños nunca se lo decían. Tampoco podía verle claramente la cara. Aunque conocía su olor, su sabor y la sensación de su piel bajo los dedos, él se mantenía esquivo. Misterioso. Un sueño.
Aunque una cosa era segura. Si aquel hombre saliera de sus sueños y entrara por la puerta, ella sentiría miedo. Era fiero y primitivo, casi salvaje. Blandía la espalda con la misma facilidad que ella el cepillo del pelo.
Cepillarse el pelo era importante en la vida de una princesa. Sobre todo si su único objetivo era casarse. Breena suspiró y empezó a pasear dentro de los confines de su habitación. Sus pies estaban tan inquietos como su espíritu.
Y sabía que esos pensamientos conllevaban peligro.
En todos los cuentos de hadas que le había leído su madre de pequeña, la princesa que anhelaba algo más siempre se metía en líos. Asomarse a la ventana para mirar más allá de las puertas del castillo, mirar los árboles y el bosque y preguntarse qué había allí, si existía algo más que lo de allí dentro, sería tentar al destino.
Sería como abrir las puertas de par en par e invitar al desastre a tomar una taza de té dulce.
Además, ¿estaba ella preparada para la aventura? Más allá de las puertas, armada solo con unas facultades mágicas no muy útiles, estaría tan perdida como los niños cuyo rastro de migas se habían comido los pájaros. Si fuera capaz de derrotar a un ogro temible con un plan fabuloso, quizá no la asustaría tanto lo que había más allá de las puertas. Pero a los gigantes y los ogros no les impresionaría que supiera ejecutar más de veinte danzas de todo aquel mundo. Ni que supiera organizar todos los detalles para celebrar un baile en el gran salón, desde los músicos hasta la cantidad de velas necesarias.
Miró la labor de aguja que había dejado a un lado. Aquello era lo que debía preocupar a una princesa… lograr puntadas perfectas.
Su padre empezaría al día siguiente a buscarle esposo. Breena sabía que el rey Aelfric había pospuesto esa tarea porque no quería que su hija viviera lejos de él. Su vida con Alvina había empezado como un matrimonio de conveniencia en el que había brotado el amor y habían formado un nudo familiar muy fuerte. Pero esa familia crecía y cambiaba. Nicolai, el hermano mayor de Breena, había salido corriendo del comedor en cuanto terminó la cena, seguramente para llevarse al lecho a una mujer. Se suponía que Breena no debía saber esas cosas, pero las sabía. Estaba en la mitad de la segunda década de su vida y era varios años más vieja que su madre cuando había llegado a Elden preparada para cumplir el contrato matrimonial.
Por eso estaba tan inquieta. Su familia ya no podía retrasar el tiempo ni los cambios que este conllevaba. Pronto tendría que dejar el hogar de su infancia para casarse e ir a otro reino. Estaría en brazos de un hombre cuya cara podría ver claramente, con rasgos que no serían el resultado borroso de una bruma de sueño. Un hombre que le enseñaría lo que pasaba después de que se quitaran la ropa. El tiempo de su amante de los sueños habría terminado, pues no estaría bien obligarlo a entrar en sus sueños cuando ella perteneciera a otro.
Pero todavía no estaba casada. Tocó con los dedos el reloj que le había regalado su madre al cumplir los cinco años. Un reloj con una espada y un escudo decorando la esfera, que ella llevaba colgado alrededor del cuello.
—¿Por qué una espada? —había preguntado Breena.
Aunque con cinco años era más propensa a correr por el castillo que a caminar con gracia, sabía ya que las armas de guerra no eran propias de una princesa.
Su madre se había encogido de hombros, con sus ojos verdes oscurecidos por los secretos.
—No lo sé. Los relojes los hace mi magia —la reina se había inclinado a besarla en la mejilla—. Pero sé que te ayudará en tu viaje. En tu destino. Haz que sea bueno.
Breena sintió el anhelo de ver a su guerrero y pensó que seguramente debería preocuparle que esos anhelos se produjeran cada vez con mayor frecuencia.
Pero si su destino era no estar con su guerrero, seguiría el consejo de su madre y haría que su viaje fuera bueno. Se quitó las delicadas zapatillas bordadas y se tumbó en el colchón sin molestarse en quitarse el vestido ni en taparse con las mantas. Cerró los ojos e imaginó una puerta. Cuando su madre había intentado enseñarle a conquistar el mundo de los sueños, le había dicho que solo tenía que girar el picaporte y cruzar el umbral. La puerta la llevaría a donde quisiera ir.
La puerta solo la llevaba a la mente de su amante fiero, y en aquel momento era el único lugar al que quería ir.
Lo encontró afilando la hoja de su espada. Breena a menudo lo encontraba cuidando de sus armas. Sus hachas, espadas o cuchillos nunca la ponían nerviosa en los sueños. Le gustaba su ferocidad, su destreza para proteger y para atacar. Se apoyó en un árbol y observó el juego de sus músculos en la espalda sin camisa, mientras él deslizaba la hoja por la piedra de afilar.
Breena nunca tenía mucho tiempo para observarlo. El guerrero que había en él estaba siempre alerta, y como se encontraban en un sueño, nunca veía los rasgos de él bien definidos. ¿Las arrugas de sus ojos indicaban que le gustaba reír? ¿Las de la frente lo definían como un hombre intenso y pensativo? Ella solo veía brochazos amplios, no las cosas que podían decirle quién era él por dentro.
Vio que los hombros de él se tensaban y sonrió. Su amante había sentido su presencia. Dejó caer la espada al suelo y se volvió. A ella se le endurecieron los pezones cuando la mirada de él recorrió su cuerpo. Ella entrecerró los ojos, intentando una vez más atravesar la bruma del sueño que nunca le dejaba ver los verdaderos ángulos de la cara de él. Solos los ojos. Unos ojos marrones intensos.
Los pasos de él sobre las hojas y ramas que cubrían el suelo eran silenciosos. Breena se apartó del árbol y avanzó hacia él, con el deseo de reunirse con su amante lo antes posible.
Aquella sería su última vez juntos.
Ella tendría que concentrarse en su reino y en ayudar a su padre a elegirle esposo.
Breena abrazó el cuello de su amante y bajó los labios de él hacia los suyos. El hombre de sus sueños nunca la besaba con gentileza, como ella sospechaba que debía hacer un cortesano educado para gobernar un castillo. No, los labios de aquel hombre eran exigentes, su beso apasionado y lleno de deseo primitivo.
—Te quiero desnuda —le dijo con voz ronca.
Breena parpadeó con un sobresalto momentáneo. Era la primera vez que hablaba en su sueño. Le gustó su voz, elemental y llena de deseo por ella. Él le agarró la tela de los hombros, dispuesto a romperla, pero ella le detuvo la mano. Ese día no quería que el seductor fuera él, no, esa última vez quería estar en un plano de igualdad. Quería desnudarse para él.
Tiró de la cinta que caía entre sus omoplatos y sintió que cedía el corpiño. Movió los hombros y el vestido empezó a bajar. Él entrecerró los ojos cuando los pechos de ella quedaron al descubierto, con los pezones erectos. Tendió la mano hacia ella. Breena sabía lo que haría en cuanto la tuviera a su alcance y rio.
—Todavía no —musitó.
Se agarró las faldas y corrió hasta los árboles. Nunca había jugado a aquello… no se le había ocurrido. Sabía de algún modo que su amante guerrero disfrutaría con la caza. Ganaría él, pero ella tenía intención de dejar que la buscara.
Aunque su amante guardaba silencio, Breena sabía que estaba cerca. Volvió a reír cuando la mano de él se cerró en torno a su cintura. Él la atrajo contra la firmeza de su pecho. El miembro duro de él se apretó contra ella, y algo doloroso hizo que ella sintiera un vacío en el estómago. El impulso de jugar y correr desapareció en un instante. Breena necesitaba las manos de él en su cuerpo y sus labios en los pechos.
Algo duro le cruzó la boca. Los ojos oscuros de él se llenaron de confusión y su figura empezó a borrarse. Apretó los brazos de ella con las manos, pero ya era tarde.
—Quédate conmigo —ordenó él—. ¿Qué te ocurre?
Breena se debatió e intentó acercarse más a él, pero era demasiado tarde.
Luchó contra la fuerza que le sujetaba la cabeza.
—¡Quieta! —ordenó una voz.
Ella movió la cabeza y buscó la mano de su amante, pero solo agarró aire. Algo, una fuerza, la apartaba de él.
—Ayúdame —intentó gritar. Pero la mano que le tapaba la boca no le dejó hablar.
Y él desapareció.
Breena volvía a estar en su habitación. Rolfe, un miembro de la guardia personal de sus padres, se inclinaba sobre ella.
—Calla, princesa. Han atacado el castillo. Ya se han llevado al rey y a la reina.
Ella se incorporó en la cama, desaparecidos ya los últimos vestigios del sueño. El corazón le latió con fuerza.
—Tenemos que ayudarlos —susurró.
Rolfe negó con la cabeza.
—Es demasiado tarde para ellos. Querrían que os sacara a tus hermanos y a ti del castillo por el pasadizo secreto.
—Pero… —empezó a protestar ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas y se le oprimió la garganta. El pasadizo secreto había sido construido por un antepasado como último recurso si los habitantes del castillo temían alguna vez que no quedaba otra opción que huir.
—Vamos, princesa, date prisa. Ponte zapatos. Tenemos que buscar a Micah y Dayn.
—¿Y Nicolai?
El guardia negó con la cabeza.
El miedo embargó a Breena, que comprendía por fin la enormidad del peligro. Aquello no era un ataque al castillo como los que habían repelido en el pasado; aquello era una matanza.
—¿También se lo han llevado?
—No consigo encontrarlo. Ven, tenemos que salvar a los que podamos.
Breena empezó a temblar, pero respiró hondo. Tenía que ser fuerte y afrontar los peligros. Sus hermanos dependían de ella.
Se puso las zapatillas que había dejado a los pies de la cama y siguió a Rolfe por el corredor que llevaba a los aposentos de Dayn y Micah. De abajo llegaban ruidos de lucha, el grito de guerra y el sonido de la muerte.
Apretó el paso y entró en la habitación de Micah mientras Rolfe iba a la de Dayn. Antes habían celebrado el quinto cumpleaños de Micah. Ahora le tocaba a ella asegurarse de que pudiera celebrar otro. Si hubiera tenido el poder de su madre, habría empezado ya a colocar pensamientos de despertar en los sueños de su hermano. En vez de eso, tendría que sacudirle los hombros con gentileza.
—¿Dónde está mi hermano? —preguntó a la doncella cuando entró en la cámara en la que dormía su hermano.
—Se lo ha llevado su niñera a una de las habitaciones altas del castillo.
Breena suspiró aliviada.
—¿Pero qué hacemos con el primo?
Breena se llevó una mano a la boca para cubrir un gemido. Su primo Gavin, de cuatro años, había ido a la fiesta. Seguramente a los guardias no se les ocurriría buscarlo. Corrió por el pasillo hasta donde dormía el niño.
—Gavin, querido —susurró—. Vístete. Tienes que venir con Rolfe y conmigo.
Su primito se frotó los ojos.
—¿Por qué? —preguntó, más dormido que despierto.
—Vamos a jugar al escondite —respondió ella con una sonrisa.
Él se sentó en la cama, confuso pero dispuesto a jugar. Ella lo tomó en brazos y se lo echó al hombro. Le cantó una nana al oído para que no tuviera miedo.
Rolfe se reunió con ella en el corredor.
—Dayn no está en su habitación.
El miedo por su hermano hizo que Breena volviera a temblar.
—Quizá haya escapado ya.
Rolfe la miró dudoso. Dayn estaba a cargo de la protección de los muros exteriores del castillo. Por supuesto que tendría que tomar parte en la defensa. Pero las defensas ya habían sido atravesadas, lo que implicaba que su hermano…
No, no se permitiría pensar de ese modo. Por el momento debía cuidar de Gavin. Rolfe corría ya hacia el corredor que llevaba a la vía de escape que nadie había necesitado en Elden en varias generaciones. ¿Quién los atacaba? ¿Por qué? Su reino estaba en paz con casi todos los de aquella esfera.
Rolfe apartó un pesado tapiz y una puerta apareció a la vista. El ruido de lucha resonaba todavía desde abajo, pero se acercaba cada vez más. Cuando Rolfe empujó la madera antigua, la puerta oculta chirrió con fuerza por falta de uso.
—¡Alto!
Breena se volvió y vio una criatura odiosa, creada desde el mal. Sus ochos patas, cubiertas de cuchillas y empapadas con la sangre de la gente del castillo, corrían hacia ella. Los destrozaría a todos si ella no hacía algo para evitarlo.
—Ahora tienes que andar, Gavin.
—Pero quiero que me lleves —protestó el niño.
—Princesa —la llamó el monstruo, mostrando los colmillos.
Breena comprendió que la bestia se concentraba solo en su persona y que haría lo que fuera por acabar con ella, incluido matar a su primo.
—¡Vete! —gritó. Empujó a Gavin al lado del Rolfe y cerró la puerta con fuerza.
—Breena —oyó gritar al niño.
Pero a continuación oyó el reconfortante ruido que hizo Rolfe al correr el cerrojo por dentro. El alivio hizo que le temblaran las piernas. Respiró hondo y se volvió. El monstruo estaba casi a su lado. La criatura, como la madre de Breena, tenía poderes mágicos, pero sus poderes eran oscuros y corrompidos.
La empujó contra la pared y la sujetó allí con una de las patas adornadas con cuchillas. Luego empujó la puerta, pero no cedió.
—No importa, no podrán esconderse ahí eternamente —la miró. Sus ojos eran fríos. Ella nunca había visto unos ojos tan llenos de… nada.
La criatura arrugó el labio superior en una especie de sonrisa.
—Ven. El amo querrá verte.
La agarró del brazo y ella respiró con fuerza cuando una de las cuchillas le atravesó la piel. Su captor la arrastró hasta la escalinata donde proseguía todavía la lucha, aunque el choque de espadas se iba debilitando a medida que bajaban hacia el gran salón, donde resonaban más los gemidos de los heridos y moribundos mezclados con el llanto aterrorizado de los capturados. Vio a sus padres en el estrado, donde estaban encadenados a sus tronos.
La furia empezó a crecer en su pecho, espantando al miedo. Su padre yacía donde antes había reinado con orgullo. La sangre corría por su mejilla y formaba un charco a sus pies. Mucha sangre. Demasiada. Un sollozo escapó de la garganta de Breena y soltó su brazo de la garra de su captor. No podía dejar morir así a su padre, que reinaba con justicia y amaba a su pueblo.
Un golpe procedente de atrás la tiró al suelo y la piedra fría del hogar le cortó la frente. La negrura empezó a cruzar su visión y parpadeó para intentar aclararla. Sus ojos se encontraron con los de su padre. A él no le quedaba mucha vida. Breena se obligó a mirar a su madre. A su hermosa madre de pelo plateado, teñido ahora de rojo con su sangre.
Sus padres se tendieron la mano y ese gesto consoló a Breena. Morirían juntos. Unos ojos marrones cruzaron por su mente. El guerrero de su sueño lucharía con aquellas criaturas que practicaban una magia sangrienta. Moriría intentando salvar y vengar. Ella deseó que estuviera allí en ese momento.
—¡No! —gritó un hombre con voz fría. Su voz sonaba a muerte.
Breena supo sin que se lo dijeran que el hombre que corría hacia sus padres era el Mago Sangriento. Una leyenda. Un rumor. Alto y esquelético, él era la criatura con la que amenazaban las madres; el que se había llevado a aquellos lo bastante tontos para dejar la seguridad de Elden y los había convertido al mal.
Algo potente giró entre las manos tendidas de sus padres. Manos con las que no buscaban al otro, como ella había pensado, sino con las que usaban sus poderes. Breena agarró su reloj y clavó los dedos en la espada y el escudo que decoraban la esfera. Resultaba irónico, teniendo en cuenta que necesitaba precisamente una espada y un escudo.
Y un hombre que blandiera esa espada.
El reloj empezó a calentarse y brillar sobre su piel. Una ola de magia atravesó su cuerpo y Breena dejó de sentir el dolor del corte en la frente y la frialdad de la dura piedra bajo su cuerpo.
Su último pensamiento fue para su guerrero.
A furore libera nos, Domine!
¡Libéranos de la furia, oh, Señor!
Diez años atrás
Los dedos de Osborn apretaron la lanza. Había pasado incontables horas retirando la corteza y lijando la madera hasta sentirla lisa en la mano. Las piernas le temblaban de anticipación cuando se sentó ante la hoguera a mirar cómo se volvían naranjas los troncos y el fuego se elevaba hacia las estrellas.
Su última noche de niño.
Al día siguiente seguiría el camino de su padre… y el del padre de su padre y de generaciones de antepasados.
Al día siguiente se enfrentaría al desafío.
Se convertiría en hombre o moriría.
—Tienes que dormir —le dijo su padre.
Osborn alzó la vista. La luz del fuego le permitió reconocer la tensión que rodeaba los ojos de su padre. Al día siguiente se reuniría con él como un guerrero o su padre tendría que enterrar a otro hijo.
—No estoy cansado —respondió.
Su padre se unió a él en el suelo.
—Yo tampoco pude dormir aquella noche.
Osborn entrecerró los ojos. Aunque había preguntado a su padre una docena de veces por su Bärenjagd, él no le había dicho gran cosa. El deber de un padre era preparar a su hijo para la lucha, pero lo que podía esperar o lo que tenía que sentir… eso era una batalla que cada chico tenía que afrontar solo. En sus propios términos. Una batalla que definía al guerrero en el que se convertiría.
Si sobrevivía.
Una sacudida brusca en el hombro despertó a Osborn por la mañana.
—Es la hora.
El fuego había muerto y Osborn resistió la tentación de abrigarse mejor con la piel. Entonces recordó qué día era.
Un segundo después estaba vestido, con las pieles enrolladas y la lanza en la mano.
—Es la hora —anunció a su padre, repitiendo las palabras anteriores de este.
Tenían ya la misma estatura y Osborn podía crecer todavía más. Esa noche regresaría convertido en un hombre, le darían la bienvenida y ocuparía su lugar entre los guerreros.
Su padre asintió.
—Te diré lo que me dijo mi padre y sospecho que también el suyo a él. Lo que debes hacer ahora, lo tienes que hacer solo. Deja aquí el pellejo de agua y no te lleves comida. Nada excepto tu arma. Sé valiente, pero sobre todo sé honorable.
—¿Cómo sabrás cuándo está hecho? —preguntó Osborn.
—Lo sabré. Vete ya.
Osborn se volvió y caminó silenciosamente entre la espesura como le había enseñado su padre muchos años atrás. Una de sus muchas lecciones. La noche anterior habían dormido en el límite de las tierras del oso sagrado. Ahora tenía que cruzar ese límite.
Respiró hondo y entró en la tierra sagrada, regodeándose en la fuerza súbita que entró en su cuerpo. Una fuerza que se hinchó en su pecho y fue creciendo y llenando sus extremidades y sus dedos. Agarró la lanza con energía nueva y echó a correr más deprisa de lo que había corrido en su vida, empujado por esa fuerza y confiando en su instinto.
El tiempo perdió todo significado mientras corría. Aunque el sol seguía ascendiendo en el cielo, no se cansaba. Entornó los ojos y olfateó el aire acre. Olía a oso.
Había llegado el momento.
Todos sus músculos se tensaron y todos sus sentidos entraron en alerta. El instinto le dijo que volviera la cabeza y entonces lo vio.
El oso era gigante. Sacaba más de dos cabezas a Osborn, tenía garras curvas y su piel marrón oscura cubría unos músculos tensos. Osborn lo miró a los ojos y de nuevo algo poderoso lo golpeó por dentro. Se quedó inmóvil.
El oso gruñó y el sonido fue como un trueno que hizo temblar la tierra bajo sus pies. Osborn abrió mucho los ojos, pero seguía sin poder moverse.
Había llegado el momento.
Obligó a sus dedos a girar y a su brazo a relajarse. Lanzó la lanza con un movimiento en arco que había practicado cientos de veces con su padre. El sonido de su punta afilada vibró en el aire. El animal rugió cuando se clavó en su pecho. La sangre oscureció su piel.
Osborn corrió con un grito gutural hasta donde se tambaleaba el oso y rozaba con la pata la madera clavada en su cuerpo. El animal se puso como loco al acercarse Osborn e intentó atacarlo con sus garras asesinas. Una ola de miedo bajó por la columna del chico. El olor metálico de la sangre le llegó al olfato. El rugido enfurecido del oso hizo que sacudiera la cabeza intentando despejarla. El oso se acercó a él.
Osborn fortaleció su resolución. Sería un guerrero. Un guerrero valiente. Tendió la mano hacia la lanza. Solo le estaba permitido llevarse un arma. El oso lanzó sus garras, que atravesaron la camisa del chico y le rompieron la piel del bíceps. Lo envió al suelo de un fuerte empujón y la caída lo dejó sin respiración.
Olvidar el dolor. Olvidar la sangre. Olvidar el miedo.
Volvió a concentrarse. Tendió la mano hacia la lanza y esa vez consiguió arrancarla del cuerpo del oso. Pero tuvo que pagar un precio por ello. El poderoso animal le dio de nuevo con la garra y dejó un rastro de carne rasgada desde su hombro hasta su cadera. El dolor era agónico y se le nubló la vista, pero apuntó con la lanza a la garganta del animal.
El oso cayó al suelo y Osborn supo que no volvería a levantarse. Miró los ojos marrones del oso y lo embargó una ola de compasión angustiada. Por eso los guerreros no hablaban nunca de su experiencia.
El oso respiraba jadeante, con sangre saliéndole por la nariz. Osborn cerró los ojos con fuerza para combatir las náuseas. Cuando volvió a abrirlos, su mirada se posó en los ojos del oso, vidriosos por el dolor. Estaba deshonrando el espíritu del gran animal al permitirle sufrir. El alma del oso clamaba ser liberada hacia su próximo viaje.
Había llegado el momento.
Osborn agarró de nuevo la lanza y la clavó en el corazón del oso, acabando así con su vida. Una ola de energía lo golpeó y estuvo a punto de tirarlo al suelo. La combatió, pero se colaba ya en su alma. La energía del oso se fundió con su propia naturaleza y lo convirtió en uno de los guerreros conocidos como berserkers en toda aquella esfera.
Sintió que le temblaban los músculos, debilitados por la pérdida de sangre. Pero las heridas se curarían. Sería más fuerte que antes. Respiró con fuerza y volvió tambaleándose al lugar donde se había separado de su padre.
El rostro de este mostró un alivio intenso cuando lo vio acercarse. Osborn se enderezó de inmediato a pesar del dolor. Era un guerrero y como tal se reuniría con su padre. Pero este lo abrazó con fuerza contra su pecho. Osborn se regodeó un momento en el orgullo paterno hasta que su padre se separó y empezó a recoger las cosas del campamento.
—Ha sido más duro de lo que pensaba. No sabía que iba a sentir esto —musitó Osborn, sin saber por qué. Enseguida se arrepintió de ello. Esos eran sentimientos de un muchacho, no de un hombre. No de un guerrero.
Pero su padre asintió con la cabeza.
—No tiene que ser fácil. Arrancar una vida, cualquier vida, tiene que ser algo que nunca se haga sin necesidad y compasión —se echó al hombro el bulto con las cosas—. Llévame hasta el oso. Tenemos que prepararlo.
Caminaron en silencio, cruzando la tierra sagrada hasta donde el oso había muerto. Su padre le enseñó a honrar al oso al modo antiguo y después se pusieron a trabajar.
—Ahora tú posees el corazón del oso. Como guerrero de Ursa, llevarás su espíritu contigo. Tu espíritu oso siempre estará ahí, esperando en silencio dentro de ti, preparado para tu llamada. La fuerza del oso vendrá a ti cuando lleves tu Bärenhaut —su padre alzó la piel del oso—. No utilices tu piel sin pensarlo bien. Podrás matar, Osborn, y matar con facilidad. Pero solo con honor.
—Lo haré, padre —juró el nuevo guerrero con una humilde sensación de orgullo—. ¿Qué hacemos ahora?
—Nos llevamos la carne para que nuestra gente pueda comer. Las garras serán para tus armas. No desperdiciaremos lo que nos ha dado el oso. Reverenciamos su sacrificio —su padre pasó un dedo por la piel del oso—. Pero la piel te pertenece. Llévala solo cuando entres en combate y tengas que invocar el espíritu del oso.
Como Osborn había visto hacer a su padre y a la docena de guerreros Ursa que guardaban su tierra natal. Ahora se había unido a esa elite.
Llegaron de noche. Los vampiros son más fuertes de noche. Atacaron cuando todos estaban dormidos y los guerreros y sus hijos se encontraban en el Bärenjagd. Un ataque cobarde.
Los gritos de las mujeres llenaban el aire nocturno. Las llamas de las casas, los silos y establos que ardían iluminaban el cielo. Padre e hijo miraron la escena que se desarrollaba debajo de ellos. La madre de Osborn estaba allí. Su hermana también.
Su padre agarró su Bärenhaut y su espada, que no estaban nunca muy lejos de su alcance. La piel de oso de Osborn no estaba lista, aún no la había secado el sol, pero él se la puso igualmente sobre los hombros. Sangre y tejidos se pegaban todavía a ella y se filtraron en Osborn a través de las heridas que tenía en el brazo y por el cuerpo.
Una furia poderosa lo embargó. No sentía nada más. Ni tristeza por el oso, ni preocupación por sus hermanos y su madre, ni angustia por la pérdida de los almacenamientos de comida destinados a mantener viva a su gente durante el invierno. Osborn no sentía nada aparte de una furia asesina.
Cargó colina abajo con un grito de guerra, dispuesto a combatir y sin oír el aviso de su padre. Un vampiro se volvió al oírlo. Le corría sangre por la barbilla y sonreía con crueldad.
La fuerza de su rabia dominó a Osborn. Cargó contra el vampiro, lo agarró por la garganta y le desgarró la carne con sus propias manos. No necesitó una estaca, solo el puño golpeando la piel, el hueso y el corazón. El vampiro cayó a sus pies.
Osborn se volvió, dispuesto a matar a otro. Y lo hizo. Una y otra vez. Pero los guerreros ursianos estaban en minoría. Los vampiros, armados con porras, esperaban para emboscar a las parejas de padres e hijos que regresaban lentamente y presentaban blancos fáciles. Las criaturas sabían lo que hacían.
Los cuerpos de los vecinos de Osborn yacían entre los vampiros a los que había matado. En la distancia vio luchar a su padre con dos vampiros a la vez. Un momento después lo vio caer y los vampiros se dispusieron a succionar su fuerza vital. Su espíritu.
—¡No! —gritó Osborn, cada vez más rabioso. Agarró una espada de uno de los vampiros caídos.
El vampiro que bebía sangre de la garganta de su padre perdió la cabeza sin llegar a darse cuenta del peligro que se acercaba. El segundo vampiro pudo luchar, lo cual avivó la rabia de Osborn, que rio a la luz del amanecer cuando su oponente cayó a sus pies.
Se volvió dispuesto a seguir matando, pues solo la muerte de sus enemigos podía calmar su rabia. Pero estaba rodeado.
Los vampiros se movían a una velocidad increíble para unirse a los que ya daban vueltas en torno a él. Supo que ni siquiera con la ayuda del espíritu del oso podría derrotar a tantos. Los vampiros se habían asegurado de que no hubiera nadie para ayudarle.
Tendría que procurar llevarse por delante a todos los posibles. Alzó la espada, preparándose a luchar.
Los vampiros se detuvieron con la misma rapidez con la que se habían movido para rodearlo. La luz empezaba a filtrarse entre las hojas de los árboles. De repente se retiraron más deprisa de lo que Osborn podía seguirlos con la vista.
—¡Volved a luchar! —les gritó.
Solo le contestó el sonido del viento susurrando sobre la hierba.
—¡Luchad, cobardes!
Pero su rabia decaía ya, dejando solo angustia en su lugar. La piel empezó a resbalar en sus hombros.
Los vampiros que yacían todavía moribundos en el suelo empezaron a chisporrotear. Una columna de humo se elevaba de sus cuerpos y pronto de ellos solo quedaron cenizas. El olor era horroroso y Osborn se apartó y se dejó caer de rodillas al lado del cuerpo postrado de su padre.
Le alzó una mano. Estaba fría, sin vida. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero parpadeó para apartarlas en honor del espíritu del hombre que había muerto por salvar a su gente.
Del vampiro al que Osborn había cortado la cabeza no quedaba nada más que su túnica. Con la oscuridad de la noche, no se había dado cuenta de que todos los atacantes vestían igual. Su gente no vestía igual cuando entraba en combate, pero había un reino en el que sí lo hacían. Los vampiros mágicos de Elden. Reconoció los colores azul marino y morado de la guardia real de Elden.
No tenía sentido. Nada tenía sentido. Su gente y Elden llevaban generaciones en paz. El rey solo tenía que pedírselo y los guerreros de Ursa lucharían a su lado.
Osborn solo tenía una cosa clara. Todos los habitantes de Elden morirían a sus manos.
Ese día trabajó mucho. Reunió cuidadosamente los cuerpos de su gente, intentando recordarlos como eran… sus vecinos, sus compañeros de escuela, no aquellos cuerpos sin vida cubiertos de sangre y profanados por vampiros sedientos de sangre.