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"İEstán totalmente locos!" Esta era la opinión de muchos. Los doctores Klaus y Martina John planearon construir un hospital moderno para los indígenas quechuas en Perú, sin capital inicial ni préstamos, ¡menos¬ un presupuesto garantizado! Sin embargo, el Hospital Diospi Suyana, realmente, nació a través de un thriller lleno de milagros, "casualidades" y maravillas. Desde su apertura en 2007, la emoción continúa. En este libro, experimentará cómo la Misión de Diospi Suyana es un desafío diario, constantemente amenazado por peligros, corrupción y obstáculos casi insuperables, pero sigue creciendo. El hospital, al borde de la imposibilidad, se ha presentado en 500 informes de los medios de comunicación de todo el mundo. Con sus giros inexplicables, la historia ha fascinado a millones de personas.
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Queridos Natalie, Dominik y Florian:
Que la historia de vuestra familia os recuerde que Dios nos ha visto a los cinco. Y no solo a nosotros, sino al mundo entero.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
DEDICATORIA
PREFACIO
1. LA CATÁSTROFE
2. LA REPERCUSIÓN
3. LA CAMPAÑA DE DESPRESTIGIO
4. “¡DERRIBA LOS MUROS!”
5. UNA GRAN CELEBRACIÓN CON UN MATIZ DE ESTRÉS
6. EL EDIFICIO COBRA VIDA
7. NOS VOLVEMOS PERUANOS
8. EL ASCENSOR MÁS FAMOSO DEL MUNDO
9. UNA BÚSQUEDA DESESPERADA
10. EL MOMENTO PERFECTO
11. NO HAY QUIEN LO AGUANTE
12. LA LUCHA POR EL CONTENEDOR NÚMERO 32
13. EL ACONTECIMIENTO PERFECTO DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
14. ¿DÓNDE DUELE?
15. EL EXTORSIONADOR
16. UN DRAMA LEGAL
17. MARCHAR AL RITMO DE UN TAMBOR DISTINTO
18. DEL CLUB DE LOS NIÑOS A LA CASA DE LOS NIÑOS
19. NUEVOS HORIZONTES
20. EL VOLUNTARIOSO
21. SE BUSCA DIRECTOR
22. HASTA EL AGOTAMIENTO
23. COLEGIO DIOSPI SUYANA
24. ¿QUIÉN VA A PAGAR LA FACTURA?
25. UNA ORDEN AL AMANECER
26. HELICÓPTERO DESDE EL CIELO
27. EL PODER DE LO IMPRESO
28. GRITOS EN EMERGENCIA
29. DE FRENTE Y AL CENTRO
30. VIAJE A GRAN BRETAÑA
31. ALREDEDOR DEL MUNDO
32. TENER O NO TENER: $25.000
33. TE RUEGO QUE ENTRES A NUESTRO DORMITORIO
34. REGRESO AL FUTURO
35. POR ÚLTIMO Y MÁS IMPORTANTE
36. GRACIAS
ARCHIVO FOTOGRÁFICO
CRÉDITOS
LIBROS DE ESTA COLECCIÓN
PREFACIO
Cuando uno se enfrenta al éxito, la mayoría de las personas lo achacan al esfuerzo, y otros se lo atribuyen a la coincidencia y a la suerte.
Sin embargo, la verdad es que cuando nosotros —las personas corrientes— reconocemos nuestras limitaciones y le entregamos nuestra vida a Dios para su propósito, Él puede hacer, y hará, grandes cosas.
Nuestro Dios Todopoderoso no es el creador distante del universo ni una máquina expendedora que echa las respuestas deseadas a todas nuestras oraciones. Él no promete riqueza, poder, salud o bienestar. En su lugar, Él se promete a sí mismo, la obra de su poder en nosotros y la dirección de su Espíritu. Todos podemos conocerle como nuestro Ayudador y Salvador. En ocasiones, su presencia es tan poderosa que nos pone la piel de gallina. Otras veces, es tan suave como un susurro. Produce un gozo que nos puede hacer reír a carcajadas. Pero, por encima de todo, su fidelidad es inmutable. Podemos confiar en Él por completo, poner nuestras vidas en sus manos sabiendo que Él nos ama. No se trata de nuestros esfuerzos personales, sino de reconocer que Él es el Señor.
Las historias compartidas en este libro son una invitación a tomar el riesgo de experimentar a Dios tú mismo. Nuestro propósito al comunicarlas es testificar de la grandeza y la bondad de Dios. Es la continuación de la imponente historia que Dios ha escrito —y que sigue escribiendo— con y para el pueblo de Diospi Suyana.
El Dr. Klaus-Dieter John es un hombre que deseaba ver y experimentar por sí mismo que Dios no es producto de la imaginación humana. Considera que trabajar con Dios es un privilegio, y muestra su amor en acción por todo el mundo. Y es mi esposo. Tal vez como tal, yo sea una de sus críticas más acérrima, pero en esto tengo que elogiarlo. Él narra los acontecimientos exactamente cómo ocurrieron, y demuestra con claridad cómo Dios nos ve y cuida de todos nosotros. Este es el fundamento para la obra de Dios entre los indígenas quechua en los Andes peruanos.
Diospi Suyana fue una idea concebida en amor para demostrarle a un pueblo que no lo echamos en el olvido.
Dra. Martina John
1. LA CATÁSTROFE
No había habido una estación lluviosa como aquella que se recordara. Justo después de las Navidades del 2009, el cielo adquirió un color gris amenazador. Transcurrieron las semanas e íbamos de tormenta en tormenta. El continuo retumbar del trueno y los intensos relámpagos contribuyeron al ambiente amenazador, pero la lluvia en sí misma era el verdadero peligro. El caudal de los ríos aumentó y se desbordaron. Laderas enteras de la montaña se vieron afectadas por el diluvio, masivos corrimientos de tierra sepultaron carreteras y la vía férrea a diario y sin aviso. Los habitantes del sur de los Andes estaban desesperados porque comenzara la estación seca.
Eché una mirada rápida a mi reloj. El enfermero Michael Mörl y su familia regresaban aquella tarde a Curahuasi tras pasar algún tiempo en Alemania. La carretera por la que tenían que viajar estaba inundada cerca del Apurímac, y era casi intransitable, salvo por un carril único en algunas localidades. Los peones camineros se afanaron las veinticuatro horas del día, con su pesada maquinaria, para facilitar el paso a través del barro donde este había bloqueado por completo la autopista panamericana.
Dámaris Haßfeld, otra enfermera, se había ofrecido amablemente para conducir hasta el aeropuerto de Cuzco y recoger a los Mörl. El viaje a través de las montañas, en una noche como aquella, sería extremadamente peligroso. Tuve un inquietante presentimiento cuando aparqué delante de la casa de los Mörl, y atisbé a través del parabrisas en la oscuridad.
Al mismo tiempo, Michael Mörl se esforzaba con gran concentración en ver a través del parabrisas de otro vehículo. La esposa de Michael, Elisabeth, sus hijos y Dámaris Haßfeld caminaban delante de la minivan, en medio de una lluvia torrencial. Empaparse era lo de menos comparado con el peligro de permanecer en el vehículo a esas alturas. El nivel del río había crecido hasta emparejarse con la carretera, y el asfalto se estaba rompiendo en pedazos que el agua arrastraba a una velocidad alarmante. El ruido era ensordecedor... y aterrador.
Elisabeth atrajo a sus hijos Nicodemus y Leonore hacia ella. Estaban mojados, calados hasta los huesos y agotados; los tranquilizó asegurándoles que casi habían llegado a casa.
Cuando Elisabeth y los niños llegaron a un tramo más ancho de la carretera, perdieron de vista a Michael que venía detrás. Lo esperaron angustiados, y se hicieron cargo del cuidado con el que tendría que ir para recorrer a salvo el estrecho trozo de carretera que quedaba.
Michael esperó hasta que pudo ver que los demás estaban sobre tierra firme. Respiró profundamente, pisó el acelerador, y salió volando literalmente con las aguas de la inundación a su izquierda y la pronunciada caída a su derecha. Cuando aterrizó a salvo, desconocía que, dos horas después, ese tramo de carretera quedaría totalmente arrasado por las furiosas aguas.
La familia Mörl y Dámaris Haßfeld llegaron a casa a las nueve y media de la noche, exhaustos y agradecidos; tardarían en olvidar los acontecimientos de las últimas horas.
Con gran alivio les deseé buenas noches, y salí en dirección a mi casa para intentar dormir un rato.
Poco sabía yo que las aventuras de la noche no habían hecho más que empezar.
De repente, me despertó lo que parecía el sonido de piedrecitas contra la ventana de mi dormitorio. Mi esposa Martina estaba de guardia en el hospital. Salté y agarré mis zapatos. Cuando aparté la cortina pude ver al Dr. David Brady, nuestro urólogo, de pie cerca de su furgoneta, con el motor todavía en marcha. Me hizo grandes gestos con los brazos, frenético, y me pidió que acudiera de inmediato al hospital. Un autobús había volcado en la carretera, cerca de Saywite. El equipo esperaba lo peor.
Me bastó con escuchar esto; me preparé a toda prisa para salir. Por la experiencia de los Mörl sabía que la carretera a Cuzco estaba ahora intransitable. Pero ese autobús había venido desde la otra dirección. Tal vez el cansancio hubiera vencido al conductor, quizás le fallaron los frenos, o tal vez las rocas y los escombros del camino fueran los responsables de su vuelco. Cualquiera que hubiera sido la razón del accidente, Diospi Suyana era el hospital más cercano, y todos teníamos ahora una tarea que exigía nuestro esfuerzo de equipo.
Eran las tres de la mañana cuando David y yo nos apresuramos a entrar por la puerta trasera del hospital. Mi esposa estaba ocupada en la sala de urgencias con cuatro víctimas que ya habían llegado en taxi. Otros venían de camino. David agarró los guantes y empezó a ayudar a Martina. Yo corrí de nuevo al auto y me dirigí a la ciudad para reunir a tanto personal como me fuera posible. Una catástrofe de esta magnitud nos iba a precisar a todos nosotros.
Conduje a toda velocidad de casa en casa, despertando a las enfermeras, los cirujanos y los técnicos de laboratorio. Una vez levantados, usaron sus teléfonos móviles para difundir la alarma. En pocos minutos todo el personal clave del hospital había recibido aviso.
Estoy seguro de que Michael Mörl no esperaría verme de nuevo aquella noche ni que lo llamara para que acudiera al trabajo, tan temprano y en circunstancias tan extremas. A pesar del jet lag, el experimentado enfermero de cuidados intensivos respondió de inmediato a nuestra urgente llamada.
Cuando recorrimos a toda prisa los pasillos del hospital, vimos a pacientes en camas y camillas por todas partes, cubiertos de sangre y temblando como hojas por la impresión del accidente, y con la ropa empapada. Tina, David y el Dr. Oliver Engelhard estaban en el proceso de triaje de las víctimas conforme estas iban llegando.
—¡Klaus, es necesario que vayas a quirófano de inmediato! —vociferó Oliver—. ¡Este tiene un trauma agudo en el abdomen y está en shock!
Tragué saliva. En el tiempo que había estado fuera, compartiendo la historia y consiguiendo fondos para Diospi Suyana, el Dr. Daniel Zeyse era quien dirigía generalmente estas operaciones, pero ahora estaba de vacaciones con su familia.
Nos precipitamos a la sala de operaciones, con cuatro enfermeras, y acompañados de un anestesista. Elevé una breve “oración flecha” pidiendo bendición, y después abrí el abdomen de aquel hombre y descubrí que su hígado roto vomitaba sangre en la cavidad abdominal. Detuve el sangrado a base de compresas y suturé. Sería necesario repetir la cirugía cuarenta y ocho horas después.
El número de casualidades ascendía con cada vehículo que llegaba al hospital. El personal de Diospi Suyana luchó por cada una de las víctimas durante toda la noche. Incluso aquellos sin formación en medicina, como el especialista en computadoras, Benjamín Azuero, ayudaron en todo lo que pudieron. En el departamento de radiología, el pediatra Dr. Frick y Ester Litzau realizaban rápidamente un TAC a los pacientes. Después de aquello se descubrió que aquel personal valiente e infatigable llevó a cabo un total de ciento cuarenta y ocho radiografías y TACs durante aquellas fatídicas horas del 25 de enero.
Médicos de las clínicas médicas vecinas se unieron a nuestras filas, suturaron con prontitud heridas de todos los tamaños, como si estuvieran en una cadena de ensamblaje.
Fue una noche muy larga, pero hacia las seis de la mañana pudimos recuperar el aliento. Las expectativas eran que cincuenta y tres de las víctimas del accidente sobrevivieran.
Una mujer habia fallecido antes de llegar al hospital, y todos los esfuerzos por reanimarla fueron inútiles; Martina y yo acompañamos a su afligida hija a la morgue. Era lo mínimo que podíamos hacer frente a su trágica muerte.
A las ocho no tuvimos más elección que enviar a casa a los pacientes externos que nos visitaban, y que guardaban cola ante las puertas del hospital. Aunque algunos de ellos habían recorrido una gran distancia en busca de nuestra ayuda, nadie se quejó. Era como si entendieran lo que había sucedido allí la noche anterior, y respondieron con empatía y solidaridad.
Christian Contreras era un estudiante de medicina de Lima que estaba haciendo sus prácticas en Diospi Suyana en el momento de esta crisis. No solo fue un testigo ocular, sino que pudo tomar fotografías en su teléfono conforme se desarrollaron los acontecimientos de aquella noche aciaga. Incluso años después, compartió sus fotos e historias en cada oportunidad que surgió, y dio testimonio personal de una experiencia increíble.
2. LA REPERCUSIÓN
Aquella tarde, la mayoría del personal se fue a casa y se metió en la cama, completamente exhausto. ¿Qué se podía esperar después de haber pasado toda la noche en pie durante doce horas, corriendo con desesperación por todo el hospital para salvar a las víctimas de tan horrendo accidente?
Mientras tanto, todos los resultados de las pruebas y escáneres habían llegado, e indicaron que cuatro de los pacientes tenían que ser trasladados de urgencia a Cuzco. Mi paciente del hígado roto necesitaría su segunda operación, y era preciso que se realizara en un hospital con suficiente provisión de sangre en caso de que se volviera a producir un profuso sangrado. Otro paciente estaba irreconocible debido a una hinchazón generalizada, y a los huesos fracturados de su rostro. Necesitaba la pericia de un cirujano plástico. Otra señora, Benita Sutta, estaba básicamente paralizada, y se sospechaba que tuviera una fractura en la vértebra superior. Finalmente, había un joven que parecía sufrir de leucemia. El TAC había revelado un gran hematoma en su bazo. De haber rotura, el hombre tendría una hemorragia y moriría en pocos minutos.
De modo que era imprescindible que estos cuatro pacientes llegaran a Cuzco cuanto antes... pero, ¿cómo? Numerosas extensiones de la carretera principal entre Curahuasi y Cuzco habían quedado destruidas por la inundación, y no había ruta alternativa. El traslado por aire parecía ser nuestra única opción.
Desde el mediodía, tan solo pocas horas después del accidente, empecé a telefonear sin cesar al Ministerio de Salud en Lima, con la esperanza de conseguir algún apoyo por helicóptero. También llamé a la Primera Dama, Pilar Nores de García. En el 2006, la esposa del Jefe del Estado peruano había prometido su ayuda a Diospi Suyana cuando tuviéramos necesidad de ella, y había llegado el momento. En otras partes del mundo, organizar un viaje de treinta y cinco minutos en helicóptero para cuatro pacientes podría parecer como una tarea bastante rutinaria. Sin embargo, en los Andes peruanos la situación era muy distinta. Sencillamente no había helicópteros en Cuzco ni red de rescate regional organizada en funcionamiento. Si hubiera un helicóptero disponible en algún lugar, no se utilizaría para ayudar hasta que se hiciera el pago.
Para complicar más las cosas, nuestros cuatro pacientes no eran los únicos que requerían el rescate por aire. Un gigantesco corrimiento de tierras había desplazado secciones de las líneas ferroviarias peruanas entre Machu Picchu y Cuzco. Más de dos mil turistas estaban atrapados en las ciudades y los pueblos locales, y habían pasado la noche en tiendas de campaña improvisadas y no en los hoteles de lujo que habían reservado.
El Machu Picchu es una de las “Nuevas” Siete Maravillas del Mundo, y atraía anualmente a más de dos millones de visitantes procedentes de todos los lugares del mundo. Su popularidad surgía de su combinación de la herencia inca, un escenario imponente, impresionantes ruinas y —para los de la persuasión de la Nueva Era—, sus reconocidas energías místicas. Cuando hay problemas en el Machu Picchu, el mundo presta atención.
La grave situación de los turistas atrapados, coparon los titulares no solo en Perú, sino en Europa y también en los EE.UU. El gobierno de Perú tuvo que emprender enseguida una acción visible. Esta necesidad política hizo que el ejército peruano empezara a transportar en avión a los turistas para sacarlos de su complicada situación. La realidad es que los turistas no son solo personas, sino también una fuente de ingresos necesaria, hecho sencillo que tiene gran relevancia.
A vuelo de pájaro, el Machu Picchu se encuentra a tan solo cuarenta y ocho kilómetros [30 millas] de Curahuasi, del otro lado de la cordillera. Desde mi ventana podía ver a los helicópteros en el horizonte y hasta oír el zumbido de sus hélices. Melancólico, miré más allá, hacia las montañas cubiertas de nieve. El gobierno de Perú no escatimó gasto ni esfuerzo... por los turistas. Los pilotos de las Fuerzas Aéreas trasladaron a los turistas saludables mientras nuestros cuatro pacientes languidecían con sus graves heridas. Había llegado el momento de atraer la atención de los medios de comunicación a nuestra difícil situación.
—¡Michael! —llamé a nuestro enfermero de cuidados intensivos—. ¿Podrías filmar a nuestros pacientes de la unidad de cuidados intensivos? Me gustaría enviar los videoclips por correo electrónico a la Cadena 2 de Televisión. ¡La gente tiene que saber lo que está sucediendo aquí!
—Por supuesto —respondió Michael, mientras iba en busca de su cámara. Entre el jet lag, la falta de sueño y los estresantes acontecimientos estaba evidentemente agotado, pero siempre dispuesto a hacer lo que fuera necesario. No tardó en enviarme varias tomas de video que yo envié a Renato Canales. Este hombre no era “cualquiera”: era el director ejecutivo de “90 segundos”, un destacado programa informativo de Perú. Nos conocía desde el 2006, y ya había emitido cinco extensos reportajes sobre nuestro hospital. Con los años se había convertido en un enorme apoyo para Diospi Suyana, y prometió ayudarnos en nuestra trágica situación en curso.
Aquella misma noche, los videos de Michael se televisaron a nivel nacional. Era imposible pasar por alto el mensaje elemental: “A cuatro pacientes gravemente heridos, en Curahuasi, se les deniega el acceso al tratamiento que les salvaría la vida en Cuzco, mientras el ejército prioriza el transporte de turistas rebosantes de salud desde el Machu Picchu, ¡por puras razones de publicidad y propaganda!”.
Yo seguí aireando mi insatisfacción personal con la situación hasta bien entrada la noche, envié largos correos electrónicos al Ministro de Salud, Oscar Ugarte, y a la Primera Dama, a los que adjunté catorce fotografías bastante gráficas por aquello de que una imagen vale más que mil palabras.
Al día siguiente, 26 de enero, las cosas empezaron por fin a moverse. Yo había iniciado con anterioridad unas negociaciones con la Asociación de Rescate Sudamericano-Perú, una organización bastante nueva que, entre otras cosas, contrataron helicópteros de compañías peruanas privadas y originaron vuelos de emergencia según las necesidades y según se podían sufragar. Como era habitual, el servicio fue reembolsado a buen rédito por compañías de seguro extranjeras. Mi contacto en el SARA era el Vicepresidente Bernhard Farnheim, un alemán del estado sureño de Baden-Wuerttemberg.
La Primera Dama respondió a mis correos y me informó que había contactado tanto al Primer Ministro como al Jefe de las Fuerzas Aéreas de nuestra parte. Aseguró que pronto llegarían en nuestra ayuda. Sin embargo, veinticuatro horas después no había recibido respuesta alguna del ejército.
El ministro de Salud era otra cuestión, y el progreso se estaba haciendo patente. La Dra. Estela Flores se puso en contracto conmigo por teléfono para comunicarme la buena noticia de que se habían organizado dos vuelos del SARA con los costes cubiertos, que asegurarían la evacuación de nuestros cuatro pacientes. Solté un profundo suspiro de alivio y me froté mis cansados ojos. “¡Por fin! —murmuré para mí mismo—, ¡ha costado!”. Ahora solo teníamos que aguardar que llegaran los helicópteros.
Incluso con la garantía verbal de la Dra. Flores, sabía que tenía que seguir buscando de forma activa la ayuda del helicóptero hasta que hubiera llegado en realidad. Llamé a la oficina del SARA, en Cuzco, cada media hora con las mismas preguntas: “¿Dónde están ustedes? ¿Cuánto más van a tardar?”.
Las respuestas eran frustrantes, imprecisas y, a veces, contradictorias. Un empleado me dijo que el helicóptero se aproximaba a nuestra ubicación. Otro nos dijo que no había despegado aún de Quillabamba y, por tanto, que no llegaría en varias horas. Perdí los nervios varias veces, con la sensación de que a algunos les importaba más hacer dinero que el bienestar de nuestros pacientes.
Hacia las tres y media de la tarde casi no me quedaban esperanzas de que el helicóptero llegara ese día. Entonces percibí un suave zumbido en el aire, que fue creciendo hasta convertirse en un fuerte estruendo. ¡El tan esperado helicóptero del SARA había llegado! Aterrizó en el más bello helipuerto del Apurímac que, por supuesto, estaba localizado en nuestro hospital. Sin más dilación, subimos a bordo a mi paciente con la rotura de hígado y la mujer con la vértebra fracturada. La enfermera Silvia Vargas y yo embarcamos como supervisión médica durante el vuelo. Tomé conmigo mi pequeña maleta y el maletín del ordenador portátil, ya que yo continuaría hasta Lima con el fin de realizar un vuelo de conexión a los EE.UU. ya programado con anterioridad. En menos de 24 horas tenía una cita con Víctor Rocha, un representante de la Asistencia Sanitaria de GE, quien estaba considerando mi petición de que la compañía donara un convertidor de imagen, una ayuda indispensable durante la cirugía de reparación de fracturas de hueso. La máquina es tremendamente cara, y se me pidió que hiciera mi petición y mi presentación formales en persona... en Miami.
La puerta del helicóptero se cerró de un fuerte y sonoro portazo, el motor se puso en marcha, y la hélice giró cada vez a mayor velocidad hasta que no fue más que una visión borrosa. Despegamos y puso rumbo a Cuzco mientras cincuenta miembros del personal del hospital observaban nuestra partida. Llevaba mi cámara y, de repente, sentí la inspiración de tomar algunas vistas aéreas del hospital. De niño había quedado cautivado por una imagen del palacio del Dalai Lama. Sin embargo, la vista del hospital de Diospi Suyana, establecido en la falda de esta montaña era verdaderamente fascinante. ¡Mi esposa y yo habíamos invertido tanto, durante tanto tiempo, para convertir aquel sueño en realidad! Contemplé lleno de gratitud cómo los terrenos del hospital se iban haciendo más y más pequeños hasta desaparecer por completo de la vista.
Aterrizamos sanos y salvos en el aeropuerto de Cuzco, justo treinta minutos después. Una ambulancia privada de Essalud llegaría en breve a recoger a nuestros pacientes. Lancé una mirada nerviosa hacia la terminal. Allí estaba mi avión. Era el último vuelo del día a Lima. Tenía mi billete en el bolsillo interior de la chaqueta. Sabía que en nueve minutos se cerrarían las puertas y el avión empezaría a rodar hacia la pista de despegue.
Mis pensamientos empezaron a acelerarse. Si me dirigía de inmediato a la terminal a través de la entrada, y pasaba adecuadamente el control de seguridad y de identificación, tardará al menos un cuarto de hora... eso si me permitían entrar. ¡Perdería mi vuelo! No, solo había una opción si quería embarcar en ese avión.
Me despedí de la tripulación del helicóptero con un apresurado “¡hasta luego!”, agarré mis bolsas y salté al asfalto en dirección al avión como un loco. La pasarela tenía escalones descendentes hasta la pista. Los salté, me metí como pude por la puerta que se cerraba y me encontré frente a dos azafatas estupefactas.
Era más que evidente que las dos mujeres luchaban por mantener la compostura. Nunca antes les había sucedido que alguien se saltara la seguridad y se estrellara contra la puerta lateral del avión. Lo único que sabían era que yo podría haber sido peligroso.
—¡No, ha llegado demasiado tarde! ¡Tenemos que despegar y su equipaje no ha pasado todavía por el detector!
Fruncí el ceño. Estar tan cerca y... tenía que conseguirlo como fuera. Rápidamente saqué de mi maletín un folleto del hospital e indiqué el endoso de la Primera Dama.
—Pilar Nores es la madrina de nuestro hospital en Curahuasi. ¡Tienen que ayudarme!
Con eso bastó.
—De acuerdo, ¡entre rápido! —me apuró una de ellas—. Haremos que escaneen sus bolsas.
La bella azafata resultó ser una formidable esprínter. Levantó mi equipaje hasta la cinta transportadora para que fuera comprobado. Dos minutos después, las puertas del avión se cerraron y yo estaba instalado en mi asiento 10 L, camino a Lima y, después a Miami.
En Diospi Suyana, el helicóptero regresó en torno a las cinco y media de la tarde para recoger a los dos pacientes críticos que quedaban. Pudieron llegar al aeropuerto de Cuzco antes de que oscureciera. Esa noche, actualicé la página web del hospital, y acabé con las palabras: “¡Qué bueno es tener una vida tan emocionante! ¿Pero de verdad tiene que serlo tanto?”.
Mi vuelo a Miami transcurrió sin contratiempos y, hacia las nueve de la mañana ya me encontraba puntual y preparado delante del edificio de Asistencia Sanitaria de la GE. Las gigantescas palmeras y el azul brillante del cielo casi me hacían sentir como si estuviera de vacaciones, pero estaba allí con una importante misión.
El Sr. Víctor Roca, originario de Brasil, escuchó con paciencia mi presentación. Fue cortés, pero un tanto distante. Cuando acabé, me anunció que él no era la persona adecuada que debía contactar y que otros tendrían que tomar la decisión respecto a la posible donación del convertidor de imagen. Le miré sin poder dar crédito. Acababa de hacer un viaje de más de cuatro mil kilómetros [3000 millas] por aire, que suponía un gran gasto y un enorme esfuerzo, para tener esta reunión. Empezaba a preocuparme que el estrés de los dos últimos días hubiera sido en balde.
Muchos de mis amigos son expertos en los puntos fuertes de la historia de Diospi Suyana. En ocasiones se diría que pasamos volando de un brillante éxito a otro; un gran donativo económico por aquí, una audiencia personal con una persona relevante por allá, obstáculos desmoralizantes que se superan sin esfuerzos, etc. Las “espinas” y las situaciones frustrantes suelen olvidarse con rapidez. En mi opinión, esos retos tienen un profundo significado que no deberíamos pasar por alto. Demuestran lo difícil que es en realidad poner en marcha nuestro hospital y dirigirlo. Nos llevan a orar con mayor intensidad pidiendo la intervención de Dios. Cuando llegan las respuestas, lo hacen ni más ni menos que de forma milagrosa.
Aquella tarde, ya estaba de nuevo en un avión. Antes de regresar a Perú volé hasta Barcelona por invitación del Equip Mèdic de Salut Integral (EMSI), una asociación de ayuda humanitaria que envía equipos médicos a África con regularidad. De modo que ahora tenía la oportunidad de compartir la historia de Diospi Suyana con treinta doctores y enfermeros cristianos. Naturalmente, yo veía a estos voluntarios de habla española como potenciales misioneros a corto y largo plazo para nuestro hospital en Perú.
Nos reunimos en el Hospital Evangélico de Barcelona y conectamos de inmediato. Varios doctores me mostraron gran interés por nuestra obra. Uno de ellos, el Dr. Alfonso Miranda, de Cádiz, quiso hacer mucho más que hablar. Varios meses más tarde, el experimentado anestesista se unió a nuestro equipo en Curahuasi durante sus vacaciones de verano. Su recompensa fue doble. Mientras estuvo con nosotros, ¡España ganó el Mundial de Fútbol! La voz de Alfonso siguió resonando en nuestros oídos cuando celebró el gol que le dio la victoria a España. Su segunda recompensa fue considerablemente mayor: se enamoró de nuestra enfermera jefe de quirófano, Uli Beck. Se casaron un año después, y en la actualidad residen felices en el país natal de él, en España.
Durante aquella memorable semana de enero tuvimos a una pareja suiza de voluntarios durante un breve tiempo. Peter Wettstein ayudaba en el taller, y su esposa Karin trabajaba en anestesiología. Habían planeado un viaje a Cuzco para el 1 de febrero. Por lo general, habría sido un viaje de dos horas y media, pero con toda la destrucción de la reciente inundación, ahora los viajeros tenían que vaciar sus vehículos en dos puntos distintos de la carretera y escalar por la falda de la montaña hasta conseguir trasporte hasta el siguiente valle. Como los Wettstein eran experimentados excursionistas alpinos, no les inquietaba especialmente este inconveniente.
La pareja se unió a un grupo de viajeros a mitad de camino entre el cruce del río Apurímac y la pequeña ciudad de Limatambo. Ya habían subido 150 m. La senda por encima de la falda del monte era estrecha y no propicia para los inseguros. Nadie sabe cómo ni porqué —si fue un lapsus de concentración o un calzado defectuoso—, pero Karin perdió pie de repente y se precipitó a más de 100 m por la ladera... Peter observó, horrorizado, cómo desaparecía su esposa por el precipicio.
Cuando Pedro encontró por fin a Karin, se encontraba tendida de espaldas sobre el rojo tejado corrugado de una capilla católica. Las flexibles tejas habían servido de manta de bombero, detuvo su caída y le salvó la vida. La capilla era el único edificio en casi tres kilómetros de carretera. Las probabilidades de que aterrizara sobre el tejado de aquel solitario edificio eran casi nulas.
Karin estaba viva, pero gravemente herida. Sufría fracturas en la zona lumbar de la columna, en una de sus caderas, en la pelvis y en el hueso del talón. Con todo el valle convertido en el lecho de un río en ese punto concreto, solo había una opción para evacuar a Karin de forma segura.
Los bondadosos trabajadores de carretera la colocaron en la pala de una de sus excavadoras y la transportaron a tres kilómetros río Blanco arriba. El dolor que debió de haber experimentado durante tan incómodo viaje tuvo que ser atroz. Una ambulancia la esperaba para llevarla desde Limatambo a Cuzco. Desde allí fue trasladada por aire hasta una clínica privada en Lima. Su serie de sufrimientos continuó, ya que su primera operación en Perú resultó en una grave infección. Tuvieron que practicarle otras más en su país, en Suiza, y después un mes de rehabilitación. Karin tardó todo un año en recuperarse por completo; todo un año desalentador de contratiempos y de poner a prueba su paciencia.
Tres horas más tarde, yo me dirigía a casa tras mi viaje a España, y paseé por el lugar de la caída de Karin, desde el lado opuesto. Yo no tenía ni idea de lo que había sucedido en ese lugar, pero sabía que tres excursionistas habían perdido la vida en los últimos días, al caer desde esa pendiente. Karin casi había sido la cuarta. Al no sentirme cómodo con las alturas, decliné cruzar la falda de la montaña y, en su lugar, crucé los montes con un guía del otro lado del río. Durante la caminata de noventa minutos, tomé fotos del valle por debajo de mí. Al desconocer el accidente de Karin, sin saberlo documenté la trayectoria aproximada de su caída. Al contemplar las fotografías, es prácticamente imposible creer que alguien pudiera haber sobrevivido a esa caída.
Karin y Peter Wettstein, sus amigos y el personal de Diospi Suyana, le agradecen a Dios su protección durante aquel terrible momento. Cabría argumentar que Él podría haber impedido fácilmente el accidente, y preguntarse por qué permitió que ocurriera.
La pregunta del sufrimiento humano ocupa de continuo nuestros pensamientos en Diospi Suyana, seamos conscientes de ello o no. Los expedientes de casos innominados desarrollan la verdadera humanidad cuando miramos a un paciente a los ojos, o escuchamos sus historias y sus expresiones de dolor. Cuando dedicamos largas noches esforzándonos en vano por arrancarle un niño o una madre encinta a la muerte, nuestra angustia es tan real como nuestro agotamiento. Y el clamor de nuestros corazones es: “¿Por qué, Señor?”.
Es evidente que si alguien afirma conocer la respuesta a esta pregunta no ha trabajado nunca en cuidados intensivos. La tristeza y el dolor que nos acompaña a diario indica una cosa: la respuesta definitiva al sufrimiento no puede descubrirse en la medicina moderna, sino tan solo en la fe. Cuando Dios nos lleva por el valle de muerte, encontramos nuestra seguridad a la que aferrarnos. Cuando Él nos espera en amor del otro lado, hallamos consuelo y paz... mucho más de lo que la morfina y el Valium pueden proporcionar jamás.
La fidelidad de Dios es la razón por la que mi esposa y yo fundamos el hospital de la misión. Cada mañana celebramos un culto de adoración en la capilla del mismo con doscientos pacientes y el personal. Nos recordamos unos a otros el amor de Dios por nosotros y leemos en nuestras Biblias las inmutables promesas de Dios. Esos treinta minutos nos ayudan a entender, aunque solo sea un poquito, que cada esperanza que tenemos está en la gracia de Dios solamente.
3. LA CAMPAÑA DE DESPRESTIGIO
Tres meses habían transcurrido desde el terrible accidente de autobús, y la vida en Diospi Suyana estaba regresando a la normalidad. A finales de abril del 2010, me sorprendió recibir una llamada de Alexander Chavarry, el gerente del SARA Perú. Me hizo saber que, lamentablemente, el Ministerio de Salud no había cubierto por completo los costes del helicóptero de rescate, y me pidió que usara mi influencia en Lima para agilizar la resolución.
Me quedé desconcertado sin saber qué pensar de aquella llamada, pero era evidente que algo no iba “bien”. Escogí mis palabras con cuidado al informar al Sr. Chavarry que Diospi Suyana no formaba parte de los detalles financieros del servicio de helicóptero. El Ministerio de Salud y SARA Perú se habían comunicado directamente entre sí y, supuestamente, habían llegado a un acuerdo mutuo al respecto.
El sábado, 1 de mayo, abrí mi correo electrónico y me encontré con el enojado mensaje de Bernhard Farnheim, vicepresidente de SARA Perú. Expresaba su claro disgusto por no haber intercedido yo ante el Ministerio de Salud a favor de los intereses financieros de su empresa.
Aunque yo era consciente de la venganza que se puede manifestar públicamente durante un altercado, aquí en Perú, no estaba preparado para los insultos personales que seguían en el mensaje escrito del Sr. Farnheim. Me acusaba de tener delirios de grandeza y de haber perdido contacto con la realidad. Afirmaba, además, que lo que yo había acreditado a la “intervención de Dios” en nuestra página web era una prueba de mi trastorno de personalidad.
El correo electrónico era indignante. Releí el breve texto por segunda y por tercera vez. Mis ojos se clavaron en los destinatarios del mensaje... y me quedé helado. Bernhard Farnheim había enviado aquel vitriolo a una lista interminable de personas. Me horrorizó comprobar que había enviado copias a miembros del personal de la embajada alemana, al embajador mismo, a un miembro del Parlamento alemán en Berlín, a un ministro del gobierno del estado alemán de Hesia y a toda una serie de ONGs de varios países, incluidas empresas como Volkswagen y otras con las que yo mantenía relaciones positivas de trabajo.
Me sentía sumamente molesto mientras imprimía la lista. El Sr. Farnheim había destrozado mi nombre y mi reputación en un correo electrónico enviado a cuatrocientas personas.
Tal vez la palabra “pánico” describa con mayor precisión lo que yo sentía en ese momento. Llamé a Tina a mi oficina y le señalé la pantalla de mi computadora. Mi esposa ojeó el correo, moviendo la cabeza en señal de horror e incredulidad. Nos quedamos los dos ahí, parados. Paralizados.
¿Cómo responderíamos a un ataque tan personal a nuestra misión y nuestro carácter? Tina y yo compartimos una palabra de oración; a continuación, contactamos a nuestro ingeniero civil, Udo Klemenz, y le comentamos lo que acababa de suceder. En sus muchos años de experiencia como líder de equipos de construcción por todo el mundo, se las había visto con la confrontación agresiva en más de una ocasión; tal vez tendría algún consejo para nosotros.
Una hora después teníamos un plan de “batalla”. Enviaríamos mensajes por separado a cada receptor de la misiva original, en los que trataríamos los insultos personales del Sr. Farnheim y aclararíamos los hechos uno por uno.
Mi sensación era exactamente como si el suelo pareciera temblar bajo mis pies y anunciara una caída inminente, como si tratara de mantener el equilibrio sobre una montaña de gelatina. Desalentado. Rechazado. El correo electrónico del vicepresidente de SARA fue como una pesada losa sobre mí durante todo el día, invadió mi sueño y me despertó bruscamente a la mañana siguiente. Calculé que basándome en la lista de copias, unas ochocientas personas habrían leído aquellas calumnias formuladas sobre mí. Empecé a compadecerme un poco de mí mismo, y pregunté por qué había permitido Dios que aquello sucediera. Servíamos en su nombre bajo condiciones tremendamente adversas en las montañas peruanas. El hospital Diospi Suyana había demostrado ser una bendición para los indígenas / o quechuas de todo Perú. Habíamos luchado más allá de nuestras fuerzas por las cuatro víctimas graves del accidente de autobús el pasado enero. ¿Y este era el agradecimiento recibido? ¡Qué golpe tan bajo! Como una patada por debajo del cinturón.
Creo que aquel fin de semana Dios se echó unas cuantas risas a mis expensas. Por supuesto, Él veía mi dolor y mi decepción, y le importaban, pero también sabía lo que traería el lunes. Ese día, el 3 de mayo, la cadena ZDF de la televisión alemana emitió un informe claramente confirmador de Diospi Suyana y nuestra labor en Perú.
Aquellos seis minutos y medio fueron la mejor publicidad que jamás habríamos esperado. Nos elogiaron a mi esposa y a mí como fundadores del hospital de la misión ante unos ochocientos mil telespectadores. Por cada lector del odioso correo electrónico original del Sr. Farnheim, mil personas habían tenido la oportunidad de escuchar la verdad y de desarrollar una impresión positiva sobre el trabajo de toda nuestra vida. Aunque solo había trascurrido cuarenta y ocho horas desde los acontecimientos del sábado, parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás. Me sentí consolado, fortalecido y motivado. En mi mente, el drama del SARA Perú había acabado.
La Biblia nos indica que no nos afanemos por el futuro, porque cada día trae sus propios problemas. Yo no tenía ni idea de lo que iba a desarrollarse nueve meses después, menos mal, ya que habría cubierto la segunda mitad del 2010 con una oscura sombra.
El 20 de enero del 2011, casi un año después del accidente de autobús recibí una serie de documentos del juzgado de Curahuasi. Se me cayó el alma a los pies cuando hojeé aquellas páginas. El SARA Perú me había puesto una denuncia a mí, como ciudadano privado, y me reclamaba más de veintinueve mil dólares. Unos nueve mil quinientos dólares de esta cantidad eran para saldar los costes pendientes del rescate en helicóptero. Los veinte mil restantes correspondían a “perjuicios” imprecisos causados al SARA Perú como resultado del impago de la factura. Los elementos del sistema judicial en Perú se pueden corromper, son influenciables mediante sobornos, y “caricias en el lomo”. Sabía que tenía que tomar una acción inmediata y decisiva para rectificar la situación.
Al final de enero, volé a Lima para intentar localizar a esos miembros del Ministerio de Salud que habían estado involucrados en la situación del año anterior. Los encontré a todos, convenientemente sentados detrás de sus escritorios. La Dra. Estela Flores me dio acceso a todos los detalles de las conversaciones relacionadas con el tema, y estas indicaban con claridad que el Ministerio de Sanidad en Lima, así como el gobierno de Estado en el Apurímac habían negociado el coste de ambos vuelos con el SARA. Estaba bien documentado que habían acordado un precio de cuatro mil quinientos dólares.
Cuando el SARA presentó una factura ante el ministerio por valor de veintidós mil dólares, no molestó a nadie, sencillamente se remitió a vuelta de correo.
A continuación visité el gobierno de estado en Abancay y obtuve otro documento que confirmaba la información ya recibida en Lima. Por supuesto, busqué asesoramiento legal. El bufete de abogados Olaechea nos ayudaba desde el 2008 de forma gratuita. El letrado Efraín Caviedes de la ciudad de Cusco es, él mismo, miembro honorario de Diospi Suyana.
Una vez tuvimos todos los hechos sobre la mesa, se descubrió que el SARA Perú había recibido casi doce mil dólares de varias fuentes para cubrir los costes de vuelo, ¡casi tres veces más del importe acordado! Cuando ni el Ministerio ni el gobierno del estado respondieron para presionar desde el SARA para conseguir fondos adicionales, los engaños fueron dirigidos hacia mí como individuo privado, todo ello en un esfuerzo por conseguir más dinero.
Como suele ocurrir en este tipo de conflictos legales, hay vistas y más vistas, peticiones y contrapeticiones, etc., etc. Viajé de aquí para allá entre Lima, Abancay, Cuzco y Curahuasi.