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El beso del griego Sharon Kendrick Ella le entregó su inocencia… él le entregó un anillo. Oscuros deseos del jeque Andie Brock Lo único que ansiaba él era dejarse llevar por sus más oscuros deseos. Su amante olvidado Annie West Es el padre del hijo que espera… ¡pero para ella es un desconocido! La mujer misteriosa Rachael Thomas Estaba dispuesto a reclamar a su bebé… ¡y a su prometida!
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Seitenzahl: 750
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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca, n.º 167 - julio 2019
I.S.B.N.: 978-84-1328-610-5
Portada
Créditos
El beso del griego
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Oscuros deseos del jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Su amante olvidado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La mujer misteriosa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La reconoció enseguida, aunque tardó unos segundos en recordar por qué. Xan Constantinides miró a la mujer menuda y pelirroja, cuyos rizos le caían por los hombros. Lo invadió una mezcla de ira y deseo, pero agradeció la distracción, que le permitió olvidar la promesa que había hecho hacía tiempo. ¿Era la boda de un viejo amigo lo que había materializado lo inevitable o simplemente el paso del tiempo?
Porque era fácil creer que nada cambiaría y comportarse como si los días no se transformaran en años. Y, de repente, ahí estaba el futuro y, con él, muchas expectativas…
Un matrimonio al que había accedido.
Un destino que siempre había estado dispuesto a cumplir.
Pero no tenía sentido pensar en eso en aquel momento, con la atareada semana que lo esperaba. La amistad y un importante socio económico lo obligaban a acudir a la boda de su amigo el jeque, aunque solía huir de esa clase de celebraciones como de la peste.
Xan volvió a mirar a la pelirroja. Estaba sentada sola en la terminal del aeródromo privado esperando a embarcar en el lujoso avión. Su despeinado cabello la hacía destacar, al igual que su ropa, y no solo porque no se parecía en nada al corto vestido que llevaba la última vez que la había visto, una prenda que le había desatado la imaginación, que era, obviamente, lo que la prenda pretendía.
En aquel momento no había satén negro ni zapatos de tacón ni medias que cubrieran las piernas más deliciosas que había visto en su vida. Ella llevaba unas deportivas, unos vaqueros y una camiseta verde, color que se asemejaba a la magnificencia felina de sus ojos de color esmeralda.
Eran los ojos lo que más recordaba. Y la delgada figura que no llenaba las hechuras de su corto vestido. Y que había derramado el cóctel sobre la mesa al ir a servírselo. El líquido le había mojado el muslo. La mujer que estaba con él había intentado limpiárselo con una servilleta, a pesar de que él le estaba diciendo que su relación había terminado.
La pelirroja camarera había mascullado una disculpa, pero el brillo desafiante de sus ojos indicaba que no lo sentía en absoluto.
Y allí estaba ella ahora, en el lugar más insospechado, esperando a embarcar en el vuelo que los llevaría a la boda del jeque Kulal al Diya con Hannah Wilson, una inglesa desconocida. ¿También estaba la pelirroja invitada a la boda real?
Xan hizo una mueca de desprecio. No podía ser. Lo más probable era que la hubieran contratado para trabajar en la que se consideraba la boda más glamurosa de aquella zona del desierto desde hacía una década.
Y en un país que exigía modestia en el vestir, era improbable que ella fuera a lucir su cuerpo como la vez anterior.
Lástima.
Mientras se metía el móvil en el bolsillo, ella alzó la cabeza y vio que la miraba, y una chispa de algo poderoso se produjo entre ambos; una chispa de deseo sexual que silbó en el aire casi de forma audible. Los magníficos ojos de ella se abrieron más, incrédulos. Él observó que los pezones se le marcaban bajo la camiseta, y la entrepierna se le endureció como reacción.
A veces, el destino te deparaba algo que ni siquiera sabías que deseabas, pensó Xan.
Era él.
No había duda.
¿Qué probabilidad había?
Tamsyn consiguió, con esfuerzo, no abrir la boca de asombro. Se esperaba que en el aeródromo hubiera gente rica e importante para tomar el vuelo con destino a Zahristan, pero no había prestado atención al resto de los invitados mientras los conducían a la sala de embarque. Solo pensaba en el hecho increíble de que su hermana, Hannah, fuera a casarse con un rey del desierto y a convertirse en reina.
Y, a pesar de que Hannah estaba embarazada del jeque, y de que semejante unión carecía de sentido en muchos aspectos, Tamsyn había conseguido reprimir su disgusto ante la boda, porque, en su opinión, el hombre con el que su hermana iba a casarse era arrogante y autoritario, y parecía que elegía a amigos de las mismas características.
Miró de reojo al multimillonario griego, sentado en un sofá al otro lado de la sala. Su traje de excelente corte no disimulaba la magnificencia de su musculoso cuerpo.
Xan Constantinides, un nombre inolvidable para un hombre inolvidable.
¿La recordaría él?
Tamsyn rogó en silencio que no lo hiciera.
Al fin y al cabo, su brevísimo encuentro se había producido hacía muchos meses. ¿Por qué se le había ocurrido transmitir un mensaje de solidaridad femenina a la mujer que el magnate estaba a punto de abandonar en la coctelería en que ella trabajaba? Al menos hasta que había dejado de hacerlo, como era predecible.
Se había fijado en Xan Constantinides en cuanto había entrado. A decir verdad, todos lo habían hecho, porque era un hombre carismático, que irradiaba poder, pero que parecía no darse cuenta del interés que despertaba. Ellie, una de las camareras y la mejor amiga de Tamsyn, le había dicho que era un constructor multimillonario que estaba considerado el soltero más cotizado de Grecia.
Pero Tamsyn no había prestado atención a su amiga mientras le susurraba el dinero que tenía y el número récord de mujeres con las que se había acostado para, después, librarse de ellas de manera cruel. Su presencia física lograba que su riqueza pareciera casi insignificante. Ella no se dedicaba a mirar a los clientes más guapos, pero aquel era el más atractivo que había visto. A su hercúleo cuerpo se unía el cabello oscuro, unos ojos azul cobalto y unos labios sensuales y crueles a la vez.
Era un hombre que desprendía peligro. Y ella era muy sensible al peligro, una característica que se había cernido sobre su problemática infancia como una porra invisible, esperando un descuido de ella para golpearla en la cabeza. Por eso huía de él como de la peste.
Recordó que se había tambaleado levemente sobre sus zapatos de tacón al dirigirse a donde estaba sentado el magnate griego con una bellísima mujer, que sollozaba.
–Por favor, Xan –decía con voz temblorosa–. No lo hagas. Ya sabes cuánto te quiero.
–Pero a mí no me interesa el amor. Te lo dije al principio. Te expliqué cuáles eran mis condiciones y que no cambiaría de opinión. Y no lo he hecho. ¿Por qué os negáis las mujeres a aceptar lo que tenéis delante de las narices?
Aquella conversación había puesto furiosa a Tamsyn. «¿Condiciones?». Él hablaba como si se tratara de un acuerdo económico, no de una relación, como si su preciosa acompañante fuera un objeto, no una persona.
Su indignación había aumentado mientras esperaba a que el barman preparara los cócteles. Cuando volvió, vio que Xan Constantinides la miraba. Y no supo lo que la había molestado más: que la examinara como alguien que acababa de ver un coche y estaba pensando si montarse en él o no, o que su cuerpo reaccionara a aquel arrogante escrutinio de una forma que no le gustó.
Recordó la peculiar sensación en el bajo vientre de que se estaba derritiendo y el cosquilleo en los senos. Recordó los ojos de él recorriéndola de arriba abajo, sin importarle la mujer que tenía a su lado, que se esforzaba en no llorar.
Y se encolerizó. Todos los hombres eran iguales. Solo tomaban, nunca daban, a no ser que se vieran acorralados. E incluso entonces hallaban la manera de escaparse. No era de extrañar que ella los mantuviera a distancia.
Con una sonrisa de ánimo había dado su bebida a la mujer, pero al agarrar el cóctel del hombre de la bandeja se había cruzado con su mirada burlona.
Después se dijo que no había inclinado la copa a propósito para que se derramara sobre la mesa y le cayera a él en el muslo, pero no podía negar la satisfacción que le produjo ver que él se echaba ligeramente hacia atrás, antes de que la mujer entrara en acción con la servilleta.
Poco después la despidieron. El gerente le dijo que había habido otras cosas, pero que derramar una bebida sobre uno de los clientes más importantes había sido el colmo. No estaba hecha para un trabajo que requería mantener siempre la calma, y había reaccionado de manera inadecuada. Se preguntó si Xan Constantinides había sido el causante de su despido, del mismo modo que ahora se preguntaba si la recordaría.
Por favor, que no se acordara.
–El embarque va a comenzar. El avión real despegará dentro de media hora con destino a Zahristan.
Tamsyn se inclinó para agarrar la mochila y se levantó. Daba igual que él la recordara. Iba a viajar por una razón: estar con Hannah el día de su boda, a pesar de sus dudas sobre el novio que había elegido. Aunque había intentado disuadir a su hermana mayor de aquel casamiento totalmente inadecuado, ella había hecho oídos sordos, probablemente porque iba a tener un hijo del rey y él deseaba un heredero legítimo.
Tamsyn suspiró. Había hecho todo lo posible para hacer cambiar de opinión a Hannah, por lo que debía aceptar lo inevitable.
Se echó la mochila al hombro y se puso detrás del resto de los pasajeros, muchos de los cuales parecían conocerse, mientras pensaba que aquel no se parecía a ningún otro viaje que hubiera realizado. Siempre había viajado en vuelos baratos, con espacio muy reducido, lo que no iba a ser el caso en aquel. Las azafatas parecían modelos y saludaban con cortesía a los pasajeros mientras les hacían gestos de que avanzaran.
De repente, Tamsyn oyó detrás de ella una resonante voz con mucho acento extranjero. Notó que se le secaba la garganta. La había oído una vez, cuando había maldecido en voz alta en griego, antes de preguntarle a qué estaba jugando. Y la volvía a oír ahora, mientras el magnate griego se ponía a su lado.
Tamsyn miró sus fríos ojos azules y deseó que el corazón dejara de latirle con tanta fuerza y que se le dejaran de endurecer los pezones, de forma tan evidente, bajo la camiseta. Pero sus sentidos se negaron a obedecerla, mientras él dominaba su campo de visión.
Observó que su piel aceitunada brillaba bajo los puños de su camisa blanca. Y que olía levemente a madera de sándalo, pero sobre todo a pura masculinidad. Le pareció que absorbía todo el oxígeno que los rodeaba, ya que a ella le costaba respirar.
Era la personificación de la vitalidad y el dinamismo, pero también había en él algo oscuro, algo inquietante.
Tamsyn se sintió vulnerable al mirarlo, lo cual la asustó. Porque ella no era vulnerable, del mismo modo que no reaccionaba ante los hombres, sobre todo ante un hombre como aquel. Era su sello característico. Bajo su fiera fachada latía un corazón de hielo, y pretendía que siguiera siendo así.
Se dijo que no debía sentir pánico. Los pasajeros iban avanzando y pronto estaría a salvo en el avión, sentada lo más lejos posible de él. Si hubiera sido un vuelo comercial, habría podido no hacerle caso, pero no era un vuelo comercial. Todos eran invitados a la boda real, por lo que no se podía mostrar grosera.
Pero sí fría. No tenía que comportarse de forma amistosa. No le debía nada. Ya no era una camarera servil y podía decir lo que quisiera.
–Vaya, vaya –murmuró él en un inglés impecable mientras se sacaba el pasaporte del bolsillo interior de la chaqueta–. ¡Qué casualidad verte aquí!
–Perdona, ¿nos conocemos?
–Sí, a menos que tengas una doble. Eres la camarera que me tiró un cóctel encima el verano pasado. Seguro que te acuerdas.
Tamsyn estuvo tentada de decirle que no lo recordaba, fingir que no lo había visto en su vida, pero se temía que él se diera cuenta de que mentía. Nadie se olvidaría de haberse cruzado con un hombre como Xan Constantinides. Lo miró fijamente.
–No lo he olvidado.
–Pensándolo después, me pregunté si tenías la costumbre de verter las bebidas sobre tus clientes.
Ella negó con la cabeza.
–No, no me había pasado nunca.
–¿Solo conmigo?
–Solo contigo.
–Entonces, ¿lo hiciste aposta?
–Creo que no.
–¿Crees que no? –estalló él–. ¿Qué respuesta es esa?
Tamsyn lo miró a los ojos y, de repente, quiso que lo supiera, porque tal vez nadie le hubiera dicho que una mujer no era algo de lo que te deshacías como si lanzaras una prenda que ya no te gustaba al contenedor.
–No voy a negar que me dio pena la mujer a la que ibas a dejar.
Él frunció el ceño como si no recordara a quién se refería, como si estuviera repasando la lista de candidatas que pudieran encajar. De pronto, se le iluminó el rostro.
–¡Ah! –exclamó antes de fruncir el ceño de nuevo–. ¿Cómo que te dio pena?
Ella se encogió de hombros.
–Estaba muy alterada, cualquiera se hubiera dado cuenta. Pensé que podías haberlo hecho con más amabilidad, en un lugar privado.
Él soltó una carcajada de incredulidad.
–¿Me estás diciendo que me juzgaste negativamente basándote en unas cuantas palabras de una conversación?
–Sé lo que vi. Ella parecía muy alterada.
–Lo estaba. Nuestra relación se había acabado, pero se negaba a aceptarlo. Y ese día tenía que quedarle claro. Hacía semanas que no nos veíamos cuando me pidió que fuéramos a tomar algo. Acepté. Y le dejé muy claro que no podía darle lo que quería.
Sus palabras despertaron la curiosidad de Tamsyn, contra su voluntad.
–¿Y qué era eso?
Él sonrió brevemente, lo que hizo que una empleada del aeródromo lo mirara arrobada.
–Que nos casáramos, por supuesto. Me temo que es un efecto secundario cuando se sale con mujeres. Siempre quieren pasar al siguiente nivel.
Tamsyn tardó unos segundos en contestar.
–¡Vaya! –musitó–. Es lo más arrogante que he oído en mi vida.
–Puede que lo sea, pero es verdad.
–¿A ti nadie te ha dejado nunca?
–Nadie –contestó él con sarcasmo–. ¿Y a ti?
Tamsyn se preguntó por qué estaba teniendo aquella conversación mientras hacía cola para subir a un avión, pero, ya que la habían iniciado, resultaría patético acabarla porque él había mencionado un tema difícil para ella.
No, nunca la habían dejado, pero solo había tenido una relación, que se había apresurado a dar por concluida en cuanto se percató de que su cuerpo estaba tan helado como su corazón. Pero no se lo iba a contar. No tenía que contarle nada, se dijo. Y, en vez de contestarle, le hizo otra pregunta.
–¿Te quejaste de mí al gerente de la coctelería?
–No, ¿por qué?
–Porque me despidieron poco después.
–¿Y crees que fue obra mía?
Ella se encogió de hombros.
–¿Por qué no? Fue lo que le sucedió a mi hermana. El hombre con el que se va a casar hizo que la despidieran.
–Pues, para tu información, yo no lo hice. Tengo suficientes empleados a los que atender como para preocuparme de los de otros, por muy incompetentes que sean.
Él se calló durante unos segundos.
–¿Qué le pasó a tu hermana?
Tamsyn se dio cuenta de que él no tenía ni idea de quién era ella ni de que el jeque había hecho que despidieran a Hannah ni tampoco de que, después de la ceremonia del sábado, este sería su cuñado. Para Xan Constantinides, ella solo era una camarera incapaz de conservar su empleo, lo cual le venía de familia.
–Da igual, no la conoces –respondió con sinceridad, ya que Hannah le había dicho que aún no había conocido a ningún amigo del jeque.
Interrumpió la conversación una sonriente azafata que le indicó su número de asiento. Tamsyn se volvió hacia él con una sonrisa forzada.
–Encantada de haber hablado contigo –afirmó con sarcasmo y vio que los ojos de él se oscurecían.
El corazón todavía le latía aceleradamente cuando se sentó en el avión y sacó un libro que estaba deseando leer: una novela negra que transcurría en Australia, con la que esperaba matar las horas del largo viaje hasta Ashkhazar, la capital de Zahristan.
Sin embargo, no pudo concentrarse en la trama, porque solo pensaba en Xan Constantinides y en la impresión que le había causado. Trató de dormir, sin conseguirlo. Intentó probar la deliciosa comida que le sirvieron, pero no tenía apetito. Pensaba con pesimismo en los días de celebración que la esperaban, cuando una voz interrumpió sus pensamientos.
–¿Supongo que tendrás que trabajar en cuanto lleguemos?
Tamsyn alzó la vista. Xan Constantinides se había detenido en el pasillo, justo a su lado, y se había dignado a hablar con ella.
–¿Trabajar?
–Supongo que por eso estás aquí –murmuró él.
Tamsyn cayó en la cuenta de que creía que iba a trabajar de camarera en la boda.
¿Por qué no iba a pensarlo? No iba vestida como las demás mujeres del vuelo, que llevaban caras joyas y ropa de diseño. Su hermana había querido comprarle ropa antes de la boda, pero ella se había negado, porque Hannah la había ayudado muchas veces y ella se había prometido que ahora debía seguir adelante sola.
¿Por eso estaba él tan seguro de que era una empleada, no una invitada a la boda?, ¿porque llevaba unas deportivas viejas en vez de esos lujosos zapatos de suela roja que todas las demás lucían?
Decidió que se divertiría un poco. Sería impagable que aquel magnate griego se mostrara condescendiente con ella, antes de que descubriera su relación con los Al Diya.
Se encogió de hombros.
–Sí. En un acontecimiento así pagan muy bien y querían que hubiera empleados británicos, además de los del país, para que los invitados ingleses se sientan como en casa.
Él asintió.
–Es muy amable de su parte que te hayan pagado el viaje en este avión.
Tamsyn reprimió una risa indignada. ¡En cualquier momento le preguntaría si era la primera vez que viajaba en avión!
–Lo sé –suspiró–. Esperemos que no me acostumbre a este lujo antes de volver a mi vida de pobreza.
–Esperemos que no –él le dedicó una sonrisa breve y desdeñosa, como si ya se hubiera cansado de ella. Dirigió la mirada hacia las nalgas de una de las azafatas–. Y ahora, si me perdonas, tengo trabajo.
Tamsyn iba a decirle que era él quien había ido a hablar con ella, pero se contuvo mientras él recorría el pasillo del avión. Y no era la única que lo miraba. Todas las mujeres lo observaban mientras se dirigía a la parte delantera del avión. Se fijó, con resentimiento, en sus poderosos hombros y los oscuros rizos de su nuca mientras pensaba que nunca había visto a un hombre tan seguro de sí mismo. Desprendía energía, y a ella la contrariaba el efecto que le producía, sin que siquiera él lo intentara.
Sintió un estremecimiento desconocido y cerró los puños mientras el avión se elevaba en dirección al reino del desierto.
Tamsyn se hallaba en el centro de la enorme habitación. La cabeza le daba vueltas al mirar, asombrada, a su alrededor. Sabía que el prometido de su hermana poseía un palacio en el que ella se alojaría durante los festejos nupciales, pero la realidad de estar allí sobrepasaba tanto su experiencia que creía estar soñando.
El techo abovedado estaba recubierto de oro. ¡No había visto tanto oro en su vida! Finas cortinas cubrían las ventanas, que daban a unos jardines sorprendentemente verdes, ya que, al fin y al cabo, aquel país estaba en el desierto.
La cama era enorme, con una colcha bordada y almohadas de terciopelo. Y por todas partes se veían flores en floreros de oro, cuyo aroma se mezclaba con el del incienso que se quemaba en un rincón, en un recipiente incrustado con lo que parecían auténticos rubíes y esmeraldas.
Y en cuanto al cuarto de baño… Tamsyn tragó saliva. Superaba los de los mejores hoteles en que había trabajado. Se pasó varios minutos acariciando el albornoz y contemplando los artículos de cosmética mientras se preguntaba si podría llevarse alguno a casa.
Le había dicho que se marchara a la doncella que la había acompañado, porque tener una doncella la incomodaba. Creyó que estaría sola hasta la hora de la cena, pero llamaron a la puerta. Abrió y miró a la mujer que estaba en el umbral. Llevaba una túnica de seda azul zafiro que le llegaba al suelo, el cabello cubierto con un velo plateado y unos pendientes que imitaban el brillo de sus ojos azules.
Se quedó impresionada al darse cuenta de que había tardado unos segundos en reconocer a su hermana.
–Hannah, ¿de verdad eres tú?
Hannah entró y cerró la puerta, antes de abrazar a Tamsyn.
–Claro que soy yo. ¿Quién pensabas que era?
–Me parece increíble. Estás muy distinta. Pareces una reina de verdad.
Su hermana sonrió.
–Lo seré a partir del sábado.
Tamsyn se quedó inmóvil. La tensión de la voz de Hannah y sus ojeras, ¿eran figuraciones suyas?
–Ya sabes que no tienes que hacerlo.
Su hermana negó con la cabeza.
–No puedo echarme atrás ahora. Debo hacerlo por el bien del bebé.
Tamsyn le miró el vientre. Supuso que la mayoría de la gente no se habría dado cuenta de que estaba embarazada, ya que parecía más bien que acababa de volver de vacaciones y se había extralimitado con el bufé del hotel.
Sin embargo, ella conocía a Hannah mejor que nadie, ya que, durante su infancia, se había portado con ella como una madre, más que como una hermana mayor. Su madre las había abandonado cuando eran muy pequeñas, y tenían padres distintos.
Al pensar en su padre notó un sabor acre en la boca porque había sido un desastre en todos los sentidos. Intentaba no juzgar a los demás hombres por el mismo rasero, pero a veces le resultaba difícil.
Pero la vida era difícil. Ahora entendía por qué Hannah había tardado tanto en hablarle de su padre, aunque ella había estado enfadada mucho tiempo con su hermana por ese motivo.
Sin embargo, no era el momento de hurgar en el pasado. No estaba allí porque quisiera, sino para ayudar a su querida hermana, la única familia que tenía.
–¿Cómo se vive con un jeque? ¿Te trata bien Kulal?
Hannah lanzó una mirada nerviosa a la puerta, como si temiese que hubiera alguien escuchando al otro lado.
–Sí –contestó Hannah con una sonrisa forzada–. ¿Qué tal el vuelo?
Tamsyn vaciló, pero pensó que, la noche antes de su boda, no era el momento de decirle que conocía a Xan Constantinides de antes.
–Muy cómodo. En la cola me tropecé con un magnate griego.
–¿Xan Constantinides?
–Sí –Tamsyn hizo una pausa, pero no pudo callarse el siguiente comentario–. Se lo tiene muy creído, ¿verdad?
Hannah se encogió de hombros.
–Es natural. Ha ganado miles de millones siendo muy joven y tiene la constitución de un dios griego. Parece que las mujeres caen rendidas a sus pies, y supongo que esas cosas a un hombre se le suben a la cabeza. Y, por supuesto, no se ha casado, lo que lo convierte en objetivo de mujeres depredadoras. Supongo que no te habrás enamorado de él, ¿verdad, Tamsyn?
–¡Por favor! –consiguió exclamar Tamsyn con incredulidad–. No me gustan los hombres con un ego como una casa.
–Y espero que tampoco te hayas peleado con él –añadió Hannah, nerviosa.
–Vamos, Han –Tamsyn se encogió de hombros–. Apenas intercambiamos unas palabras.
–Muy bien. Kulal lo tiene en gran aprecio y están negociando juntos un importante acuerdo económico –Hannah se alisó la túnica, lo cual atrajo la atención de su hermana al anillo de diamantes de compromiso–. Pero no hablemos más de Xan y vamos a centrarnos en tu guardarropa.
–¿Mi guardarropa? –Tamsyn entrecerró los ojos con recelo–. ¿Qué le pasa?
–Tammy, ¿qué vas a llevar a la cena de ensayo esta noche?
Tamsyn lo estaba esperando. Bastante malo era ya que Hannah se hubiese transformado en alguien totalmente distinto desde que el arrogante jeque había aparecido en su vida y se la había llevado a su reino del desierto. Apenas se podía creer que la elegante mujer que tenía delante fuera la misma que se ganaba la vida haciendo camas en el hotel Granchester. Pero eso no significaba que ella tuviera que hacer lo mismo.
–He comprado un vestido muy bonito en un mercadillo. Es lo que me voy a poner. ¿Y cuántas veces tengo que decirte que no me llames Tammy?
–¡No puedes llevar un vestido comprado en un mercadillo a una boda real, Tamsyn!
–¿Por qué no?
–Porque… porque… –Hannah echó a andar por la amplia suite–. Para serte sincera, la lista de invitados es sobrecogedora, incluso para mí. Sobre todo para mí –añadió susurrando.
–A mí no me intimida la riqueza ajena –afirmó Tamsyn con orgullo.
–Lo sé, y no hay razón para que lo haga. Es solo que…
–¿Qué? Vamos, Hannah, suéltalo de una vez.
Hannah se detuvo al lado de la maleta abierta de Tamsyn, echó una rápida ojeada y respiró hondo para ocultar su mueca de disgusto, sin conseguirlo.
–No puedes llevar ninguna prenda vieja –dijo con voz suave volviéndose hacia su hermana–. Es mi boda y eres mi hermana. Soy la novia y resulta que el novio es un rey del desierto. La gente va a fijarse en ti, sobre todo porque eres la única familia que tengo.
Tamsyn estuvo tentada de decirle que le daba igual lo que pensaran los demás y que si le apetecía llevar las deportivas con el vestido eso haría. Pero reconoció que cualquier desafío en la forma de vestir perjudicaría a su hermana. Y Hannah había hecho mucho por ella. La había cuidado y protegido en su desgraciada infancia.
¿No le debía algo?
–No tengo ropa bonita –masculló al tiempo que recordaba a la niña que había sido, cuyos compañeros de colegio se burlaban de ella en el patio porque solo llevaba en la fiambrera unos trozos de pan y de jamón.
«Eres pobre», le decían, y a ella le daba vergüenza reconocer que en su familia de acogida el padre se gastaba el dinero en el juego y las mujeres y que la madre era muy débil y no protestaba.
En consecuencia, su educación se había resentido y había acabado la escuela con malas notas, lo que no había sido un obstáculo a la hora de encontrar trabajo. Siempre había tenido problemas de dinero, y no iba a gastárselo en un caro vestido que solo se pondría una vez.
–No soy tonta, Hannah. No voy a fallarte. Aprovecharé lo que tengo lo mejor que pueda, como siempre he hecho.
–Lo sé, pero esto es distinto. No quiero que tú y yo destaquemos más de lo que ya lo hacemos, así que deja que te preste algo de ropa, algo bonito que nunca hayas llevado. Por favor.
Tamsyn se había prometido que no iba a aceptar más caridad de Hannah, por mucho que la asustara el futuro. En su último empleo de camarera le pagaban una miseria y, mientras tanto, el descubierto de su cuenta aumentaba. Para colmo le habían subido el alquiler del piso, que no sabía cómo iba a pagar.
Pensó en las elegantes mujeres con las que había viajado en el avión privado del jeque y en los maravillosos vestidos que estarían sacando de las maletas para la cena de esa noche. Y después pensó en unos ojos azul cobalto y en cómo la habían examinado. Había visto que Xan se fijaba en sus deportivas y la mueca de desdén de sus labios. ¿Fue eso lo que la decidió a aceptar el ofrecimiento de su hermana y a arreglarse para pasar desapercibida, por una vez en su vida?
–Vale, búscame algo que ponerme –dijo mientras echaba una mirada indecisa a la cabeza cubierta de Hannah–. Pero de ninguna manera voy a llevar velo.
Xan se miró en el espejo y se ajustó por última vez la corbata. Se echó hacia atrás el despeinado y oscuro cabello e hizo lo posible por reprimir un bostezo al pensar en cómo iba a sobrevivir a la larga velada que lo esperaba.
Odiaba intensamente esas celebraciones y compadecía profundamente a su amigo por verse obligado a casarse con una camarera inglesa que era una cazafortunas. Hizo una mueca de desprecio.
¿Cómo Kulal, un rey del desierto con una larga lista de elegantes amantes, se había dejado engañar por el truco más viejo del mundo?
No se había anunciado oficialmente, pero no había que ser matemático para darse cuenta de que una boda apresurada entre uno de los jeques más importantes de la zona y una plebeya desconocida se debía a que había un bebé a punto de nacer. Se preguntó si la camarera lo había atrapado deliberadamente y, si había sido así, ¿cómo iba su amigo a soportar ese engaño todos los años que le esperaban?
Pensó en su futura boda con Sofia y comenzó a darse cuenta de que era digna de elogio, ya que era una mujer dulce y poco exigente. No se la imaginaba intentando atraparlo quedándose embarazada, probablemente porque dudaba que ella consintiera en tener relaciones sexuales antes del matrimonio. Llevaba meses sin ver a su prometida oficial y sabía que no podía seguir aplazando la boda.
Hasta aquel momento había sido un acuerdo confidencial entre dos familias, pero cuantas más largas diera él, más probabilidades había de que la prensa se enterara. Al pensarlo, apretó los dientes. Iniciaría el cortejo formal cuando se fuera de allí, después del fin de semana, y la boda sería a mediados del año siguiente.
De momento, seguía siendo un hombre libre. Contra su voluntad, sus pensamientos derivaron hacia la lujuria, ya que hacía meses que no se había llevado a una mujer a la cama.
Era discreto en sus relaciones, por motivos obvios, y nadie fuera de las dos familias sabía que estaba prometido a una hermosa joven griega. Su reciente abstinencia sexual no se debía a que no hubiera tenido oportunidades, sino a que estaba harto y aburrido de las atenciones de mujeres depredadoras que intentaban sacar tajada.
Frunció el ceño ante su imagen en el espejo antes de darse la vuelta. La prensa no contribuía a su esfuerzo por pasar desapercibido, y algunos periódicos estaban obsesionados por saber cuándo se casaría. ¿Era esa clase de especulaciones la que había llevado a las mujeres a perseguirlo?
Él no había tenido nunca que perseguir a una mujer. Eran ellas las que se le acercaban en enjambres, como las moscas a la miel. Disfrutaba de algunas de ellas, pero siempre les dejaba claro que no tenían futuro con él, aunque sin explicarles por qué.
Llegó un criado para conducirle a la cena previa a la boda. Xan pronto se percató de la emoción del ambiente, a medida que la ceremonia se acercaba. Altas antorchas ardían en el patio y a lo lejos se oía una música desconocida. Siguió al criado por pasillos que olían a jazmín y gardenias, iluminados por candelabros de oro y plata, hasta ocupar su sitio en un enorme salón de baile que no había visto en su visita anterior.
Había estado en Zahristan otra vez, y Kulal lo había llevado al desierto a que viera los modernos paneles solares que habían concebido los científicos del país y en cuya fabricación Xan había invertido mucho dinero. En ese viaje había cabalgado en un magnífico semental y había acampado con Kulal en una opulenta tienda beduina. Recordó que había pensado que su poderoso amigo tenía el mundo a sus pies y, sin embargo, ahora lo habían acorralado y estaba atrapado en una relación que, en realidad, no deseaba.
¿Acaso no le sucedía lo mismo a él?
No. Su prometida era todo lo que un hombre podía desear. Él no iba hacia el futuro con los ojos cerrados, guiado por el azar o la ignorancia. No habría secretos vergonzosos que Sofia hubiera querido ocultarle, porque la conocía de toda la vida. Era pura, hermosa y… Tensó los labios ante un pensamiento no deseado.
«La química llegará después».
La mayoría de los invitados ya se hallaba reunida en el salón, que daba a un comedor igual de grande. Las mujeres se paseaban luciendo sus galas, y los hombres, sus trajes oscuros, túnicas o uniformes.
Xan miró a su alrededor buscando a la camarera pelirroja, pero no la vio, por lo que se preguntó si no estaría en la cocina llenando la bandeja. Agarró una copa que le ofreció otra y se la bebió mientras esperaba la llegada de la pareja real.
Y entonces la vio.
Apretó la copa con tanta fuerza que temió quebrar el fino cristal. Soltó el aire lentamente mientras, incrédulo, contemplaba a la rebelde pelirroja, que seguía a la pareja real como si tuviera derecho a ello.
Entrecerró los ojos. No llevaba vaqueros gastados ni deportivas, sino un vestido exquisito de seda color esmeralda, a juego con sus ojos, de diseño sencillo y discreto, pero que realzaba su figura como no lo hacía el uniforme de camarera.
Xan tragó saliva. Era una mujer muy sensual. Llevaba el cabello recogido y unos pendientes de diamantes y esmeraldas que le rozaban el largo cuello. Xan notó que se le endurecía la entrepierna. De pronto, ella volvió la cabeza y lo miró, como si un sexto sentido le hubiera indicado que la estaba observando. Un destello de triunfo iluminó sus extraordinarios ojos, antes de darle la espalda para ponerse a charlar con un hombre de uniforme que la devoraba con los ojos.
Xan se la había imaginado circulando entre los invitados con una bandeja, por lo que aquella inesperada elevación de estatus lo dejó confuso. Si no era camarera, ¿qué era? Se dirigió a una mujer que se había ido acercando lentamente a él, de manera predecible.
–¿Quién es la mujer de verde? La que ha entrado con el jeque y su prometida.
La mujer se encogió de hombros, claramente decepcionada.
–¿Esa? Se llama Tamsyn Wilson. Es la hermana de la novia.
Xan asintió y, de repente, todo cobró sentido. La razón de cómo iba vestida en el avión; la razón de que una camarera se codeara con una de las familias reales más poderosas del mundo. Por supuesto, era la hermana de la novia, de la mujer que se había quedado embarazada para que su amigo se casara con ella.
Xan soltó una carcajada. Cómo se debía de haber reído la pelirroja cuando él había supuesto que viajaba para trabajar en la boda. La observó mientras pasaba a su lado sin hacerle caso. Y le hirvió la sangre.
La parecía que los minutos transcurrían con exasperante lentitud. Nunca le había sucedido que la persona con la que más deseaba hablar no le prestara la más mínima atención. Nunca había tenido que esforzarse para que una mujer se le acercara; le bastaba con una breve mirada para que corrieran hacia él con un entusiasmo que a veces bastaba para que el deseo de él se esfumara.
Pero Tamsyn Wilson no le seguía el juego. La observó ladear la cabeza cuando el jeque la presentó a un grupo de gente y vio el interés inmediato en los ojos de los hombres. Echó una rápida ojeada a la colocación de los invitados en la mesa y, satisfecho, vio que ella y él estaban sentados uno al lado del otro. Sonrió al saber que la tendría cautiva a su lado, y después…
Después, ¿qué?
De momento, no había ido más allá, pero la dureza creciente de su entrepierna le daba una idea muy acertada de cómo pretendía que acabara la noche. ¿Por qué no? Todavía no había empezado a cortejar a Sofia formalmente. ¿No era mejor dar rienda suelta a sus deseos para librarse de ellos?, ¿erradicar el desasosiego antes de sentar la cabeza?
Los criados comenzaron a guiar a los invitados al comedor, donde los esperaba una larga mesa y el perfume de innumerables rosas.
Xan se quedó junto a la silla vacía situada al lado de la suya mientras observaba aproximarse a la pelirroja, que no sonreía y que lo miraba desafiante.
–Así que volvemos a vernos –dijo él con suavidad al darse cuenta de que ella no lo iba a saludar llena de alegría.
El rostro de Tamsyn había adoptado una fría expresión.
–Eso parece.
–¿Quieres sentarte?
Ella enarcó las cejas.
–Como la alternativa es comer de pie, supongo que sí.
Su insolencia lo excitaba casi tanto como la curva de sus senos bajo la seda esmeralda. Xan retiró la silla y ella le indicó con la mirada que ese despliegue de caballerosidad era innecesario. Cuando ella bajó las nalgas para tomar asiento, a él se le disparó la presión sanguínea. Al arrimarla a la mesa, le rozó levemente los hombros y tuvo que resistirse al deseo de dejar las manos allí y masajeárselos para eliminar de ellos la tensión que percibía.
–No me habías dicho que eras la hermana de la novia –dijo sentándose a su lado.
–No me lo preguntaste. Te limitaste a asumir que venía a trabajar, ¿no? A servir bebidas. Supusiste que alguien como yo no podía estar invitada.
–¿Era suponer demasiado, dadas las circunstancias? La primera vez que te vi era lo que hacías. Y no me hablaste de tu relación con la novia. Y tendrás que reconocer que no pasabas precisamente desapercibida entre el resto del pasaje. Hasta ahora.
–¿Ahora que mi hermana me ha regalado este vestido que me ha hecho? –preguntó ella con indignación–. ¿Y que me ha obligado a llevar un collar que me aterra pensar que se me pueda caer y perder, lo cual supondría una pérdida de millones de libras para las arcas del país? ¿Te refieres a eso?
Xan tuvo que reprimir una sonrisa.
–No me negarás que esta noche tienes un aspecto muy distinto.
Tamsyn agarró un vaso incrustado de piedras preciosas y dio un sorbo del agua con gas que contenía. No iba a negar que su aspecto fuera distinto, pero, por debajo de su bonito vestido, seguía siendo la misma, la que siempre se sentía fuera de lugar.
Aquella noche, esa sensación era más intensa que nunca. Y no solo porque todos fueran más ricos que ella y parecieran muy satisfechos de sí mismos, sino que a eso se añadía los desconocidos sentimientos que la invadían, difíciles de definir y más aún de comprender. Se preguntó por qué sentía un deseo tan intenso por aquel hombre, a pesar de ser el más arrogante que había conocido; por qué le había parecido que le ardía la piel cuando él le había rozado los omóplatos con la punta de los dedos; por qué tenía los pezones tan duros bajo su elegante vestido.
«Recuerda la superioridad con la que te ha tratado cuando estabais embarcando. Recuerda lo destrozada que estaba aquella preciosa mujer rubia en el bar, cuando le estaba diciendo con frialdad que habían acabado».
Sin embargo, en aquel momento le resultaba difícil pensar en algo que no fuera la sonrisa que esbozaban los labios de Xan. Y se preguntó qué sentiría si él la besara. Desvió la mirada a sus dedos y volvió a sentirse invadida por el deseo, algo totalmente desconocido para ella, ya que no sentía deseo.
Era otro aspecto de su carácter que hacía difícil que encajara. Era un secreto íntimo: a pesar de lo que prometía su aspecto, reaccionaba como un trozo de madera. Se lo habían dicho hombres muy descontentos por su falta de respuesta, hasta que dejó de salir con hombres por completo, ya que la vida era más fácil así.
–No, no voy a negar que tengo otro aspecto esta noche. Supongo que por eso estás hablando conmigo, cosa que evidentemente no quisiste hacer cuando pensabas que no era más que una camarera. ¿O fue la vista de mis deportivas lo que te hizo decidir que no merecía la pena?
Él hizo amago de contestarle, pero cambió de idea y le dedicó una sonrisa tan intensa que Tamsyn creyó que el corazón se le iba a salir del pecho.
–¿Por qué no empezamos de cero? –propuso él tendiéndole la mano–. Soy Xan Constantinides. Es la abreviatura de Alexandros, por si quieres saberlo.
–Me da igual.
–Y tú eres Tamsyn, ¿verdad? –prosiguió él, impertérrito–. Tamsyn Wilson.
Ella apretó los dientes. Antes, él no se había molestado en saber cómo se llamaba. Pero como se había enterado de que era pariente de Hannah, se comportaba de forma muy distinta.
Miró a la pareja real, sentada en una tarima. Hannah sonreía, pero Tamsyn notó que estaba nerviosa. Y como Hannah le había dicho que Xan estaba haciendo importantes negocios con el jeque, ¿no debería intentar ser amable con él, al menos durante la cena?
–Sí, así me llamo –afirmó ella mientras le servían una ensalada de mango y nueces.
–¿Por qué no me hablas un poco de ti?
Ella se preguntó qué diría aquel magnate griego si le contara la verdad: que, si sus padres se hubieran casado, su apellido sería uno de los más memorables del mundo. Pero nunca lo había usado porque no tenía derecho a hacerlo. Lo miró a los ojos y le preguntó:
–¿Qué quieres saber?
Él se encogió de hombros.
–Empecemos por lo evidente. Me has dicho que ya no trabajas en el Bluebird Club.
–Te dije que me habían despedido.
–¿Y a qué te dedicas ahora?
Si no se hubiera sentido tan fuera de lugar, tal vez le hubiera dado conversación, saltándose su vida nómada y fingiendo ser como cualquier otra mujer. Pero no le salían las palabras. Xan Constantinides era demasiado inquietante y tenía unos ojos demasiado penetrantes. Además, ¿para qué iba a tratar de impresionar a alguien que se había dignado a hablar con ella únicamente porque pronto sería pariente del jeque?
–Tengo una vida llena de glamour, no te vayas a creer. Trabajo en un café por la mañana y de reponedora de un supermercado por la noche.
Él frunció el ceño.
–Parecen muchas horas.
–Lo son.
–¿No estás cualificada para hacer otra cosa que no sea trabajar de camarera?
Ella dejó con brusquedad el tenedor que había agarrado, aunque no había probado la comida.
–Pues no. En la escuela, los exámenes no eran lo que más me preocupaba.
–¿Por qué no estudias para hacer otra cosa? –preguntó él mientras tomaba el vaso para beber–. Pareces inteligente.
Tamsyn estuvo a punto de soltar una carcajada, y no solo porque el comentario fuera condescendiente. El problema de los ricos era que no sabían cómo funcionaba el mundo real. Llevaban protegidos tanto tiempo por su riqueza y sus privilegios que no sabían ponerse en el pellejo de otros.
–¿Y quién va a mantenerme mientras lo hago? –preguntó ella intentando que no le temblara la voz–. Mi casero me acaba de subir el alquiler. Y antes de que me digas que me vaya a otra ciudad más barata, te diré que llevo toda la vida viviendo en Londres y que no me imagino viviendo en otro sitio. Hay problemas que no tienen fácil solución, a menos que puedas utilizar mucho dinero para hacerlo, lo cual no es el caso de mucha gente. Bienvenido al mundo real.
Xan se preguntó si ella se daba cuenta de que sus desafiantes palabras la hacían respirar agitadamente, por lo que a él le resultaba difícil apartar la vista de la perfección de sus senos. Hizo un esfuerzo para concentrarse en la copa de vino mientras la giraba entre los dedos.
–Es cierto que he hecho mucho dinero, pero eso no me garantiza una vida sin preocupaciones.
–¿Como que a alguien se le olvide pelarte las uvas o que tu avión privado no despegue a la hora en punto?
–Esa es una respuesta muy predecible, Tamsyn –musitó él–. Estoy casi decepcionado. Me esperaba algo más original.
–Vaya –dijo ella haciendo un mohín exagerado–. El multimillonario está decepcionado, y eso no puede ser, ¿verdad?
Él contempló el brillo de sus ojos verdes y la tensión de su entrepierna aumentó. Se removió en el asiento. Había intentado ser amable, pero ella lo rechazaba y él sospechaba la razón: algo fluía entre ellos, algo potente; una atracción física que él no había sentido nunca con tanta intensidad.
Las mujeres no solían fulminarlo con la mirada como si fuera la encarnación del diablo ni intentaban caerle mal. Suponía que Tamsyn fingía que le desagradaba para ocultar una reacción más profunda, y que sus ojos, que se le habían oscurecido, eran los que decían la verdad.
Sonrió levemente. Ella lo deseaba tanto como él a ella. ¿Por qué no disfrutar del sabor de la libertad por última vez, antes de que el destino le hiciera una seña?
No pretendía pasarse toda la cena discutiendo con ella, no solo porque era aburrido, sino porque conocía bien la psicología femenina. Las mujeres siempre deseaban lo que no podían tener. Y ella debía entender que corría el peligro de que dejara de hacerle caso si seguía mostrándose insolente. La haría esperar, retorcerse de deseo, y cuando ella volviera a acercársele estaría tan excitada que…
La presión de su entrepierna ya le resultaba casi intolerable cuando le dio la espalda y se puso a hablar con la heredera italiana que tenía a su derecha.
Solo era una boda. Unas horas más y podría volver a casa. Eso era lo que Tamsyn se repetía mientras se dirigía al salón del trono, con otro vestido que su hermana había insistido en que se pusiera. No negaba que aquel largo y vaporoso vestido le sentaba bien. A diferencia del espectacular de color esmeralda que había llevado en la cena de la noche anterior, ese era del color gris pálido de un ala de paloma.
Esa noche, las joyas que le habían prestado eran un collar y unos largos pendientes de diamantes. Y al igual que la noche anterior, cuando se había mirado al espejo antes de salir de la suite no había reconocido la imagen reflejada en él.
Ante el mundo parecía elegante y de gustos caros, pero por dentro se sentía contrariada. Y aunque detestaba la causa de su descontento, no podía negarla: Xan Constantinides no la había hecho ni caso durante la cena previa a la boda. Se la había pasado riéndose y gastando bromas en italiano con la bella mujer que tenía al otro lado y haciendo como si ella fuera invisible. Era cierto que había sido muy cáustica, pero aun así…
Se había marchado cuando la cena como tal hubo acabado. Había vuelto a la suite y se había preparado un baño perfumado. Pero se había pasado la mayor parte de la noche dando vueltas en la cama, con la imagen de un hombre de cabello oscuro y ojos azul cobalto en la cabeza. Se había despertado varias veces porque le dolían los pezones y sentía una humedad caliente entre los muslos. Se dijo que debía serenarse y dejar de pensar en el magnate griego, pero no le estaba resultando fácil.
La primera persona a la que vio al entrar en el salón del trono fue a Xan Constantinides, a pesar de que el jeque ya estaba en primera fila esperando a su prometida. A ella, le dio un vuelco el corazón.
Xan estaba…
Tamsyn tragó saliva.
Estaba encantador. Con un traje negro, era el más alto de los presentes. Más inquietante le resultó a ella que él pareciera haber notado su presencia, porque volvió la cabeza y la miró. Y a ella le pareció que sus ojos la aprisionaban y que quería quedarse prisionera en ellos.
Se dijo que se debía concentrar en la ceremonia y fijarse en la novia, que llegaba en ese momento.
Hannah estaba preciosa. El vestido de novia disimulaba su embarazo. Había pedido disculpas a Tamsyn porque no fuera a ser su dama de honor, pero en Zahristan no había esa costumbre. A Tamsyn no le importaba. El matrimonio le parecía una institución caduca, que no solía durar. No sabía por qué no se sustituía por otra cosa más moderna.
Sin embargo, percibió la importancia histórica de los votos pronunciados, aunque Hannah lo hizo en voz tan baja que apenas los oyó. Y aplaudió y vitoreó a los novios, junto con los demás invitados, cuando los declararon rey y reina del país. Y brindó a su salud.
La cena que siguió fue más formal que la de la noche anterior. Tamsyn se dijo que estaba contenta de hallarse sentada entre el sultán de Marazad y un representante del reino de Maraban, de estar muy lejos de Xan Constantinides.
Pero era mentira. Solo pensaba en él, y su cuerpo parecía dispuesto a reflejar sus pensamientos. Le tiraba la piel y parecía que los sentidos se le habían acentuado. El corazón le latía desbocado y tenía la impresión de estar luchando contra algo en su interior.
No había posibilidad de escapar, porque no podía levantarse e irse en medio de la boda real. Intentó charlar cortésmente con los hombres que tenía a cada lado y no mirar a una actriz de Hollywood y a una mujer miembro de la realeza británica que lanzaban risitas de colegiala ante lo que Xan decía.
Sabía que habría baile después de la cena porque se lo había dicho Hannah, pero no tenía intención de ver a las parejas dando vueltas en la pista mientras fingía que estaba muy bien sola. Normalmente lo estaba, sobre todo porque había convertido la autosuficiencia en un arte. No anhelaba tener un compañero, porque únicamente sabía desenvolverse estando sola y porque, de ese modo, nadie la decepcionaría. Además, su experiencia le indicaba que las relaciones eran una pérdida de tiempo.
No obstante, esa noche percibía con intensidad que a su vida le faltaba algo; mejor dicho, alguien. Tal vez fuera por el inevitable sentimentalismo provocado por los votos matrimoniales o porque, al haberse casado Hannah, estaba irremediablemente sola. O porque no había nada que la esperara en Inglaterra, salvo un montón de deudas.
Decidió marcharse discretamente, como la noche anterior. Nadie se daría cuenta. Se levantó y se inclinó a recoger el bolso de Dior que Hannah le había prestado cuando oyó una voz a sus espaldas.
–¿Te marchas?
Ella no tuvo que darse la vuelta para saber quién era. El corazón le golpeaba en el pecho cuando se enderezó y contempló los ojos azul cobalto que la observaban. Recordó que él no había querido hablarle la noche anterior, así que no sabía por qué no continuaba así. Sonrió con esfuerzo.
–Vaya. Nadie debía notarlo.
–¿Dónde vas?
Tamsyn se encogió de hombros.
–A mi habitación.
–Pero la noche es joven.
–Creía que eso ya no se decía –observó ella con los ojos muy abiertos.
Él enarcó las cejas.
–¿Me estas diciendo que es un cliché?
–Creo que eres lo bastante inteligente para darte cuenta tú solo.
Sus miradas se cruzaron. El deseo de flirtear con él la abrumaba. Pero ella no flirteaba. Ni siquiera estaba segura de saber cómo se hacía. Siempre estaba a la defensiva porque los hombres no le caían muy bien y, ciertamente, no se fiaba de ellos. Entonces, ¿por qué estaba jugando a ese juego por primera vez y se sentía a gusto? Se dio cuenta de que deseaba acariciarle las líneas curvas de los labios y… y…
Y debía detener aquello.
Era peligroso, más que peligroso. Se sentía vulnerable, lo cual la aterrorizaba.
–Tengo que irme.
–Aún no –él le puso la mano en el brazo–. Tengo la clara impresión de que debo cambiar tu opinión de mí.
Ella alzó la barbilla y lo miró con agresividad.
–Y eso, ¿por qué?
–Considéralo una propuesta de paz en honor de la boda de tu hermana. Podemos divertirnos un poco. Y el baile acaba de empezar. No puedes marcharte hasta que no hayas bailado una vez al menos.
–No sabía que fuera obligatorio. No pensaba bailar con nadie.
Él esbozó una sonrisa arrogante.
–¿Ni siquiera conmigo?
–Sobre todo, contigo no.
–¿Por qué no, agapi mu? ¿No te gusta bailar?
Había bajado la voz y el término cariñoso en su lengua materna lo hacía aún más irresistible. Miró sus ojos azul oscuro. Cuando ella era más joven bailaba en la pista como todos los demás, moviéndose bajo las luces al ritmo que imponía el pinchadiscos. Pero era la primera vez que un hombre guapísimo le pedía bailar en una lujosa pista.
–Porque no es buena idea –respondió ella con una evasiva.
–Deja de resistirte, Tamsyn. Sabes que quieres bailar conmigo –afirmó él mientras le ponía la mano al final de la espalda y la empujaba suavemente hacia la pista.
Ella podía haberlo detenido entonces si no hubiera visto que el jeque los observaba desconcertado. ¿Lo sorprendía que fuera a bailar con un invitado tan distinguido como su rico amigo? Sabía que ella no le caía bien a Kulal, y el sentimiento era mutuo. De hecho, habían tenido una bronca antes de la boda, cuando él se había presentado en casa de su hermana. Pero lo pasado, pasado estaba, sobre todo ahora que era su cuñado.
Entonces, ¿por qué no demostrar al jeque que podía comportarse con dignidad y demostrarse a sí misma que no era una completa inadaptada social? ¿Por qué no bailar con el hombre más guapo del salón?
Asintió con resolución y dejó que Xan la condujera al salón de baile. Solo un baile, se dijo. Cumpliría con su obligación y se iría.
Pero la vida nunca se ajustaba a los deseos personales. Al primer baile siguieron un segundo y un tercero, y, cada uno los acercaba más, de modo que sus cuerpos parecían pegados el uno al otro.
Y Xan no decía nada, aunque ella tampoco. Tamsyn lo atribuyó al elevado volumen de la música, pero la verdad era que no se le ocurría nada que decir que no fuera totalmente inadecuado.
Por ejemplo: «Me encanta cómo haces que me sienta cuando me estrechas con tus brazos por la cintura». O bien: «¿Podrías apretarte un poco más contra mí?».
¿Se daba él cuenta o era ella la que le comunicaba silenciosamente sus deseos? Porque debía de haber una razón para que, en un momento dado, Xan creyera que era aceptable que le acariciara la espalda con la punta de los dedos de un modo que, incluso para ella, carente de experiencia, le pareció muy íntimo.
Durante unos minutos, dejó que lo siguiera haciendo. Se sentía muy bien. Comenzaba a temblar cada vez que él descendía desde su cuello hasta el final de su columna vertebral. El corazón le latía aceleradamente y el calor de su rostro reflejaba el que sentía en el centro de su feminidad. Sin embargo, lejos de sentirse molesta por el deseo que experimentaba, lo que sentía era un intenso alivio.
Cerró los ojos y apoyó la frente en el hombro masculino. Así que no era frígida. Sentía lo mismo que otras mujeres. ¡Y cómo! Parecía como si hubieran apretado un interruptor y su cuerpo hubiera cobrado vida, de modo que cada fibra de su ser se excitaba con la potente energía de la proximidad de él.
Oyó que le murmuraba algo al oído en griego. Después, él le presionó un muslo con el suyo, como si quisiera separárselos, y el cuerpo de ella obedeció la silenciosa orden. Sus senos se apretaban contra su pecho y las piernas se negaban a sostenerla. Sintió humedad en las braguitas y un insistente deseo de que él le acariciara ahí, que le rozara con el dedo su lugar más íntimo, para aliviar el deseo creciente que amenazaba con hacer que se retorciera de frustración.
Tragó saliva y fue entonces cuando todas las alarmas comenzaron a sonar.
¿Qué estaba haciendo? Tras años de ser más pura que la nieve, ¿de verdad iba a dar un espectáculo indecente en la pista de baile solo porque un hombre estaba tocando las teclas adecuadas?
Apartó las manos de los hombros masculinos y le puso las palmas en el pecho mientras le miraba el rostro.
–¿Qué demonios haces?
A él no pareció molestarle lo más mínimo su furiosa acusación. Se encogió de hombros con despreocupación.
–Creo que es evidente.
–¿Así que ahora estás pendiente de mí, después de no haberme prestado la más mínima atención durante toda la cena de anoche?
–Estabas tan agresiva que eso era lo que te merecías. Pero ¿no habíamos quedado en concedernos una tregua esta noche?
–¿Y esa tregua incluye que te pases de la raya conmigo en un lugar público?
–Vamos, Tamsyn, no seas hipócrita. Me ha parecido que te gustaba –le sonrió–. A mí sí, desde luego. Y la mayoría de los invitados está muy ocupada bailando para observarnos.
Tamsyn negó con la cabeza y notó el roce de los pendientes de diamantes en el cuello. Comprobó, nerviosa, que los tenía bien puestos y que estaban seguros. Lo estaban, a diferencia de ella, invadida por la inseguridad y el miedo. Se sentía como si estuviera pisando un suelo de madera que estuviera a punto de ceder bajo su peso.
Como si Xan Constantinides tuviese la capacidad de despertar en ella algo que llevaba años en estado de letargo.
De repente, el personaje desafiante que había perfeccionado para protegerse de la vida que había llevado su madre corría el peligro de derrumbarse ante sus ojos. La aterrorizaba lo expuesta que él la hacía sentir, como si no fuera más que un montón de terminaciones nerviosas crispadas de deseo. Volvió a negar con la cabeza.
–Mira, no puedo seguir –susurró–. Lo siento. Disfruta de la fiesta. Voy a acostarme. Mañana me espera un largo viaje y tengo turno doble el lunes. Encantada de conocerte, Xan.
Sin añadir nada más, se dirigió a la puerta, consciente de que la gente se la quedaba mirando mientras pasaba deprisa a su lado.
Xan, indeciso, la observó mientras se iba. La voz de la razón le decía que la dejara marcharse, porque era evidente que le iba a causar problemas. Estaba confusa y, además, no era su tipo. Pero el deseo de su cuerpo era más poderoso que la razón. Ninguna mujer lo había dejado plantado.
¿Así había atrapado Hannah al jeque? ¿Poseían las dos hermanas una estrategia sencilla pero efectiva que hacía que los hombres poderosos las desearan?
Como si estuviera hipnotizado, la siguió, fascinado por la curva de sus nalgas, sorprendido de que no mirara atrás ni una sola vez. No lanzó ni una mirada de reojo para ver si la seguía. Y eso también lo excitó. Caminaba con decisión, como si verdaderamente quisiera alejarse de él. Aquello era la caza de la que hablaban otros hombres, pero que él nunca había llevado a cabo.