9,99 €
En la cama con el italiano Sharon Kendrick De hacerle la cama al multimillonario... ¡a pasar las Navidades con él entre las sábanas! La herencia del jeque Heidi Rice Contratada por el jeque… ¡y esperando al heredero de su estirpe! La princesa escondida Annie West La amante del griego… oculta que es una princesa. La máscara de la pasión Michelle Conder Una cenicienta… ¡hasta su irresistible seducción!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack bianca, n.º 177 - noviembre 2019
I.S.B.N.: 978-84-1328-766-9
Portada
Créditos
En la cama con el italiano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La herencia del jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La princesa escondida
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La máscara de la pasión
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Mientras rodeaba el promontorio, Salvio de Gennaro se quedó mirando las luces titilantes que se vislumbraban a través de una ventana de la vieja casona. Luces de velas. Las velas siempre le recordaban a la Navidad, unas fechas en las que no quería pensar cuando aún faltaban seis semanas. Sin embargo, allí, en Inglaterra, las tiendas ya estaban decoradas para las Navidades, con sus árboles adornados con espumillón, y ofrecían en sus escaparates artículos de regalo que nadie en su sano juicio querría para sí.
Apretó los labios mientras seguía corriendo, con el ruido de las olas rompiendo contra el acantilado como telón de fondo. Detestaba la Navidad… Estaba anocheciendo y empezaba a llover con más fuerza, pero a Salvio le daba igual, aunque tuviera salpicaduras de barro en las piernas y empezase a acusar el cansancio del esfuerzo.
Para él correr se había convertido en una disciplina tan necesaria como el respirar, en algo que lo hacía más fuerte. Ni siquiera le molestaba tener pegados a la piel la camiseta de tirantes y los pantalones cortos que se había puesto para salir a correr.
Pensó en la velada que tenía por delante, y una vez más se encontró lamentando el haber ido allí. Quería comprarle unos terrenos a su aristocrático anfitrión, y había pensado que en un escenario informal podría cerrar el trato más rápido. La cuestión era que el tipo tenía una agenda muy apretada, y, cuando su secretaria le había dicho que lo habían invitado a cenar y quedarse a dormir, se había sentido en la obligación de aceptar la invitación.
Salvio esbozó una media sonrisa. Quizá debería sentirse agradecido de que lord Avery le hubiese invitado a alojarse en su magnífica casa de Cornualles, que se alzaba junto al acantilado, azotado por las fieras olas del océano. Sin embargo, la verdad era que no estaba precisamente deseando que llegara la hora de la cena. No cuando la esposa de su anfitrión no había dejado de mirarlo desde que había llegado. Lo miraba como una loba miraría a su presa, y aunque no era la primera mujer que se comportaba con él de esa manera, era algo que ya le causaba hartazgo. Era curioso lo poco que lo atraían las mujeres casadas que se empeñaban en tratar de seducirlo, pensó con desdén.
Aspiró una bocanada de aire de mar y, mientras se aproximaba a la casa, anotó mentalmente que tenía que acordarse de decirle a su secretaria que añadiese un par de nombres a la lista de invitados de la fiesta de Navidad que daba cada año. La cuenta atrás ya había empezado, pensó con un suspiro. La celebraba en su casa solariega de los Cotswolds y, como era uno de los acontecimientos sociales más destacados del año, todo el que aspiraba a ser alguien ansiaba ser invitado. Si pudiera no celebraría esa fiesta, pero debía corresponder a la hospitalidad que muchas personas habían tenido con él, y tampoco podía no celebrar la Navidad, por más que quisiera.
Había aprendido a sobrellevar las Navidades, ocultando su aversión tras una fastuosa exhibición de generosidad: compraba caros regalos para su familia y sus empleados, e inyectaba aún más fondos a su fundación benéfica. Además, en esa época viajaba a su Nápoles natal para visitar a su familia, porque eso era lo que hacía un buen napolitano.
No le gustaba volver allí. Nápoles era el lugar donde sus sueños se habían hecho añicos, y ahora era un hombre muy distinto, un hombre que ya no albergaba emoción alguna en su corazón, un hombre que, afortunadamente, ya no estaba a merced de sus sentimientos.
Apretó el ritmo en un sprint final mientras pensaba en la inevitable letanía de preguntas que le haría su familia sobre por qué aún no se había casado con una buena chica y por qué no tenía ya un montón de niños a los que su madre pudiera malcriar.
Cuando llegó a la enorme casa aminoró la marcha, aliviado de haber declinado la invitación de su anfitriona de acompañarlos a su marido y a ella esa tarde a ver una obra de teatro en el pueblo. Así podría aprovechar ese inesperado respiro para intentar relajarse un poco. Entraría en la cocina a por un vaso de agua y subiría a su habitación. Y tal vez se sentaría a leer un libro con el sosegante ruido de las olas de fondo. Pero primero tendría que secarse.
Molly pinchó con el tenedor un trozo de tarta de chocolate, se lo llevó a la boca y gimió de gusto. Tenía un hambre de lobo. No había probado bocado desde el desayuno, y solo había tomado unas gachas a todo correr antes de empezar la jornada. Además, llevaba toda la mañana trabajando como una loca, limpiando con más ahínco de lo habitual porque lady Avery estaba histérica por un invitado que iba a quedarse a dormir.
–Es italiano –le había dicho–. Y ya sabes lo puntillosos que son con la limpieza los italianos.
Molly no sabía si los italianos eran puntillosos o no con la limpieza, pero le había molestado la insinuación de lady Avery de que no limpiaba suficientemente a conciencia. Por eso se había afanado en limpiar con esmero las lámparas de araña, y había aspirado detrás de los pesados y antiguos muebles. Hasta había fregado de rodillas el porche de atrás. También había puesto un jarrón con ramas de eucalipto y rosas en la habitación del invitado, y había horneado galletas y un bizcocho.
Los Avery apenas utilizaban aquella casa, y esa era una de las razones por las que para ella ese trabajo de ama de llaves era perfecto. Podía vivir con poco y destinar la mayor parte de su salario a pagar la deuda de su hermano y los exorbitantes intereses acumulados.
Faltaba poco para las Navidades. Echaba mucho de menos a su hermano, que estaba en Australia, y aunque la preocupaba sabía que tenía que intentar tomar algo de distancia; tenía que hacerlo. Por el bien de los dos. Además, seguro que Robbie estaba pasándoselo de miedo en la inmensa y soleada Australia.
Tomó otro poco de tarta, preguntándose quién sería el invitado de los Avery. Sus invitados eran siempre gente interesante: políticos que trabajaban con lord Avery en Westminster, famosos actores que interpretaban a personajes de Shakespeare en los teatros londinenses, empresarios, y a veces incluso algún miembro de la familia real, cuyos guardaespaldas solían entrar en la cocina a pedirle una taza de té.
Sin embargo, jamás había visto a lady Avery tan nerviosa como ante la inminente llegada de aquel tal Salvio de Gennaro. Solo había oído de él que se dedicaba al negocio inmobiliario. Esa mañana lady Avery la había hecho ir a su estudio para recalcarle lo importante que era ese invitado para ellos.
En las paredes había varias fotografías enmarcadas de lady Avery, con collares de perlas y expresión soñadora, fotografías de años atrás, antes de que decidiera hacerse unos cuantos retoques. En su opinión, una muy mala idea.
–¿Está todo listo para la llegada de nuestro huésped? –le había preguntado con aspereza.
–Sí, lady Avery.
–Asegúrate de aromatizar con lavanda la ropa de cama de la habitación de invitados –le ordenó su señora–. Y no te olvides, cuando vayas a vestir la cama, de ponerle las sábanas con nuestras iniciales bordadas.
–Sí, lady Avery.
–De hecho… –su señora se quedó callada, como pensativa–. Tal vez lo mejor sea que vayas al pueblo y compres un edredón nuevo.
–¿Cómo? ¿Ahora?
–Sí, ahora mismo –respondió lady Avery, tamborileando impaciente con sus uñas pintadas de escarlata–. No queremos que el signor De Gennaro se queje de haber pasado frío por la noche, ¿verdad?
–Por supuesto que no, lady Avery.
Esa compra de último minuto era la razón por la que Molly no había estado presente para saludar al magnate italiano a su llegada. De hecho, a la vuelta de su expedición al pueblo, cargada con el voluminoso edredón de plumas de ganso, se había encontrado con que no había nadie en la casa. En la habitación de invitados solo la maleta abierta sobre la cama y unas cuantas prendas desperdigadas indicaban que Salvio de Gennaro había llegado. Debía de haber salido con los Avery. Mejor, así podría vestir la cama tranquilamente, se había dicho, poniéndose a la tarea.
Al terminar había bajado a la cocina, y en ese momento, cuando iba a tomar otro pedacito de tarta, oyó que se abría la puerta detrás de ella, dejando entrar una ráfaga de aire frío, que se cerraba de un portazo, y al volverse se encontró con un hombre que solo podía ser el invitado de los Avery.
El corazón le martilleaba con fuerza contra las costillas. Era el hombre más perfecto que había visto jamás. Al darse cuenta de que se había quedado con la boca abierta, se apresuró a cerrarla. El desconocido permaneció allí plantado, con el pelo oscuro mojado y revuelto y las piernas salpicadas de barro. La camiseta de tirantes y los pantalones cortos de chándal que llevaba, y que estaban empapados, no parecían la mejor opción para un crudo día de invierno como aquel, pero Molly no pudo evitar fijarse también en el tono aceitunado de su piel y en su atlético físico.
Tragó saliva. Nunca había visto a un hombre tan guapo. La camiseta de tirantes pegada al torso dejaba entrever a la perfección cada uno de sus músculos y tendones, como si alguien los hubiera pintado sobre ella con un fino pincel. Y esas caderas estrechas y esos muslos que parecían los de una escultura… Cuando alzó la vista y sus ojos se encontraron, se puso roja hasta las orejas. Dejó el plato en la mesa y se levantó, preguntándose por qué de repente le parecía como si el suelo estuviese tambaleándose bajo sus pies.
–Lo… –parpadeó aturdida antes de volver a empezar–. Lo siento; es que no esperaba a nadie…
–Salta a la vista –contestó él, sarcástico, bajando brevemente la vista al plato.
–Usted debe de ser… debe de ser el signor De Gennaro. ¿Me equivoco?
–No, no se equivoca –contestó él, enarcando las cejas–. Discúlpeme; parece que la he interrumpido en medio del tentempié que se estaba tomando.
Aunque su inglés era impecable, su seductor acento la turbaba casi tanto como su físico.
–¿Puedo hacer algo por usted? –le preguntó Molly educadamente–. Me temo que lord y lady Avery han salido, y no sé a qué hora regresarán.
–Lo sé –respondió él–. Si pudiera darme un vaso de agua y una taza de café, se lo agradecería.
–Claro. ¿Cómo toma el café?
De Gennaro esbozó una sonrisa.
–Solo. Sin azúcar. Grazie.
–Se lo prepararé enseguida y se lo subiré a su habitación –le dijo Molly.
–No hace falta; esperaré aquí –replicó él.
Molly habría preferido que subiese a su habitación. Le preocupaba que se fijase en el sudor que le perlaba la frente, o en cómo se le marcaban de repente los pezones bajo el feo uniforme azul marino que lady Avery había insistido en que se pusiera.
Habría querido decirle que la estaba haciendo sentir incómoda, allí plantado, mirándola, como una estatua, pero por suerte no tuvo que hacerlo. Como si le hubiese leído el pensamiento, Salvio de Gennaro se alejó hasta la ventana. Molly se fijó en que cojeaba un poco de la pierna derecha. ¿Se habría hecho daño corriendo? ¿Debería preguntarle si necesitaba vendas, o algo? Mejor no. Si necesitara cualquier otra cosa, ya se lo pediría él.
Se notaba un mechón de pelo suelto haciéndole cosquillas en la nuca. Si hubiera tenido tiempo para arreglarse un poco antes de que apareciera… Y, si la hubiera encontrado leyendo una novela y no comiendo tarta, le habría parecido una chica interesante, y no una glotona con algún que otro kilo de más.
–Intentaré tardar lo menos posible –balbució la joven, abriendo un armarito para sacar un vaso y una taza.
–No tengo ninguna prisa –le aseguró él.
Era la verdad. Además, aunque no sabía muy bien por qué, se estaba divirtiendo. Quizá fuera la novedad de estar con una mujer muy distinta de las que poblaban su mundo: una mujer con curvas, una mujer que se sonrojaba cuando la pillaba mirándolo. La observó mientras se movía por la cocina. Su silueta curvilínea le recordaba a las botellas de vino verdicchio alineadas en los estantes del bar en el que había trabajado de chiquillo, barriendo y fregando el suelo.
La joven se dio la vuelta para encender la cafetera que había sobre la isleta central de la cocina, y a Salvio se le secó la garganta al bajar la vista a sus pechos. «¡Madonna mia!», pensó tragando saliva. ¡Qué pechos!
Cuando le dio la espalda para abrir el frigorífico se sintió aliviado porque tenía una erección más que evidente, pero su bonito trasero lo dejó traspuesto. Estaba fantaseando con cómo estaría con esa brillante melena castaña suelta cuando la joven se volvió de nuevo y sus ojos grises se encontraron con los de él.
Salvio sintió como si se hubiera formado electricidad estática en el aire. La joven parecía molesta, pensó divertido, como si estuviera reprendiéndolo por haber estado mirándola de un modo tan insolente. Y se merecía esa reprimenda. ¿Por qué se había quedado mirándola embobado, como habría hecho un adolescente al ver a una mujer hermosa por primera vez?
–¿Es usted la cocinera de los Avery? –inquirió acercándose a la isleta, en un intento de redimirse con aquella pregunta trivial.
–Oficialmente, soy el ama de llaves –contestó ella mientras le servía el café–. Pero en realidad hago un poco de todo. Cocino, limpio, hago la compra, abro la puerta, me aseguro de que a los invitados no les falte nada… –le explicó. Le sirvió también un vaso de agua y lo dejó junto a la taza–. ¿Necesita alguna cosa más?
Salvio sonrió.
–No, pero me gustaría saber cómo se llama.
Ella dio un respingo, como si no le preguntaran su nombre muy a menudo.
–Molly –contestó tímidamente. Tenía una voz tan dulce…–. Molly Miller.
«Molly Miller…». Salvio se sintió tentado de repetirlo en voz alta, pero su conversación se vio interrumpida por la luz de los faros de un coche, que cruzó la cocina a través de la ventana, y el crujido que hacía la gravilla al paso de los neumáticos. Molly dio un respingo.
–Son los Avery –murmuró.
–Sí, deben de ser ellos.
–Será mejor… será mejor que se vaya a su habitación –le dijo ella nerviosa–. Debería estar preparando la cena, y a lady Avery no le hará mucha gracia encontrarlo aquí, charlando conmigo.
Salvio tomó la taza y el vaso de agua y se dirigió a la puerta.
–Grazie mille –le dijo, volviéndose un momento antes de salir.
Y apretó el paso hacia la escalera para no toparse con los Avery en el pasillo.
Ya en su habitación, lo irritó descubrir que no se disipaba el deseo que la joven había despertado en él. Así que, en vez de la ducha caliente que había pensado darse, acabó dándose una ducha fría para intentar apartar de su mente a la dulce y curvilínea ama de llaves y aplacar el exquisito dolor que palpitaba en su entrepierna.
Molly, estas patatas tienen un aspecto horrible. No podemos pedirle al signor De Gennaro que se coma esto. ¿Las has horneado siquiera? ¡Están duras como piedras!
Molly notó cómo se le subían los colores a la cara ante la mirada acusadora de lady Avery. ¿Tan mal estaban? Estaba segura de haberlas horneado el tiempo suficiente. Y antes las había embadurnado bien con grasa de ganso para que salieran doradas y crujientes. Pero no, ahora que las miraba bien, parecía que estaban anémicas.
–No sabe cómo lo siento, lady Avery –se disculpó tomando la fuente–. Volveré a meterlas en el horno y…
–¡Ni hablar! –la cortó su señora–. Acabaríamos de cenar a medianoche y lo último que quiero es irme a la cama con el estómago lleno –dijo irritada–. Y estoy segura de que tú tampoco, ¿verdad, Salvio?
¿Se lo había imaginado, o le había lanzado lady Avery una sonrisa cómplice a su invitado, que estaba sentado al otro lado de la mesa? Había pronunciado su nombre en un tono de lo más empalagoso, y el modo en que estaba mirándolo hizo que a Molly se le revolviera el estómago. No podía ser que lady Avery estuviese sugiriendo que pensaba acostarse con él; no cuando su marido se hallaba sentado a menos de medio metro, pensó.
Sin embargo, le había parecido extraño que lady Avery hubiera bajado a cenar ataviada con un vestido ajustadísimo y muy escotado. Desde que se habían sentado a la mesa no había dejado de flirtear de un modo desvergonzado con su huésped. Suerte que su marido, que tenía veinte años más que ella y que iba ya por la segunda botella de borgoña, parecía ajeno a sus coqueteos.
La cena estaba siendo un desastre, y Molly no comprendía por qué. Era una buena cocinera. Se había pasado años cocinando para su madre y su hermano pequeño con un presupuesto muy limitado. Además, el día que lady Avery la había entrevistado, antes de contratarla, había tenido que preparar una merienda completa –incluido un plum-cake– en solo dos horas, y había pasado aquella prueba sin dificultad alguna.
Hacer una cena para tres personas tampoco debería haber supuesto ninguna complicación para ella, pero no había contado con el efecto que el invitado de los Avery tendría en ella. Después de su inesperada visita a la cocina unas horas atrás, le había costado calmar su corazón desbocado y concentrarse en sus tareas. Estaba como atolondrada y, aunque sonara ridículo, excitada. Recordó un momento en que sus ojos se habían encontrado, y se preguntó si habría sido cosa de su imaginación cuando le había parecido que saltaban chispas entre ellos. Por fuerza tenía que habérselo imaginado; era imposible que un hombre que podría elegir a la mujer que quisiera, pudiese sentir el más mínimo interés por una ingenua chica de provincias que además estaba rellenita. ¡Ni en sueños!
Pero no podía negar que aquel encuentro la había dejado descolocada. Además, cuando él se había marchado de la cocina, se había quedado de lo más alicaída, algo inusual en ella, que siempre intentaba ser optimista, aunque las cosas no le fueran bien. Era de esas personas que siempre veían el vaso medio lleno. Entonces, ¿por qué había pasado el resto de la tarde tan baja de moral?
–¿Molly? ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho?
Molly se puso tensa al ver la ira en los ojos de lady Avery. Las facciones de su invitado se ensombrecieron. Tal vez se estaba preguntando cómo podían haber contratado a un ama de llaves tan desastrosa.
–Lo siento mucho –se apresuró a disculparse con su señora–. Estaba un poco distraída.
–¿Un poco? ¡Pues parece como si llevaras toda la tarde con la cabeza en las nubes! –la increpó lady Avery–. ¡La carne está demasiado hecha, y los entrantes estaban helados!
–Vamos, Sarah; no es para tanto –le dijo Salvio de Gennaro suavemente–. Dale un respiro a la chica.
Molly levantó la cabeza y la comprensión que vio en sus ojos oscuros hizo que una cálida y reconfortante sensación la invadiera. Era como estar sentada junto a una chimenea cuando fuera nevaba, como estar envuelta en una suave manta de cachemira.
Por un momento, lady Avery pareció desconcertada. Tal vez el sutil reproche de su invitado le había hecho darse cuenta de que no daba muy buena imagen echándole un rapapolvo a su ama de llaves delante de él. Quizá por eso le lanzó esa sonrisa algo inquietante.
–Por supuesto. Tienes toda la razón, Salvio. No es para tanto. Después de todo, tampoco es que nos hayamos quedado con hambre, ni nada de eso. Molly siempre nos pone muy bien de comer. En fin, ¡no hay más que mirarla para ver que ella misma es de buen comer! –observó lady Avery con una risotada. Miró a su marido, que estaba roncando suavemente con la cabeza colgando sobre el pecho, y sacudió la cabeza–. Molly, voy a despertar a lord Avery y lo llevaré a la cama. Luego el signor De Gennaro y yo nos sentaremos un rato junto a la chimenea de la biblioteca. Quizá podrías traernos un aperitivo para compensar la cena. No hace falta que te compliques mucho; cualquier cosa de picar servirá –le indicó con una sonrisa forzada–. Y tráenos también otra botella de Château Lafite, ¿quieres?
–Sí, lady Avery.
Salvio apretó los puños y siguió con la mirada a Molly, que abandonó a toda prisa el comedor, pero no hizo más comentarios mientras su anfitriona rodeaba la mesa para despertar a su marido y se lo llevaba de allí con palpable impaciencia. Sin embargo, ya a solas no disminuyó la irritación que lo había invadido ante el modo injusto en que la aristócrata había tratado a su ama de llaves. Tampoco había podido evitar sentirse identificado con ella. Él había pasado por situaciones parecidas, y sabía lo que era que lo trataran a uno como a una máquina en vez de como a una persona.
Esperaría a que su anfitriona regresara, se tomaría una copa con ella, ya que no le quedaba otro remedio, y se retiraría a su habitación. Se marcharía a primera hora de la mañana, cuando todos durmieran aún. Aquel viaje había sido una completa pérdida de tiempo, con lord Avery demasiado borracho como para hablar de negocios. Y tampoco había podido trabajar nada con su portátil porque la condenada conexión a Internet se iba todo el tiempo y él no podía dejar de pensar en Molly, la fruta prohibida. Era una locura; ¿qué tenía aquella joven como para despertar en él tal deseo que no podía pensar más que en ella?
–¡No sabes cuánto lo siento, Salvio! –exclamó una voz detrás de él. Sarah Avery había vuelto, y avanzaba hacia él con expresión resuelta, clavando los finos tacones de sus zapatos en la alfombra persa–. Me temo que a veces Philip no tiene medida cuando bebe, y bueno… ya sabes lo que ocurre. En fin, vayamos a la biblioteca a tomar esa copa, ¿te parece? –le dijo con una sonrisa deslumbrante.
Habían sido muchas las razones por las que Salvio se había marchado de Nápoles, y había asimilado muchas de las costumbres inglesas –ahora se consideraba educado y sofisticado–, pero los valores tradicionales en los que se había criado salían con frecuencia a la superficie. Y en Nápoles una mujer jamás criticaba a su marido delante de otra persona, especialmente delante de un desconocido.
–Bueno, pero solo una copa –le dijo. La desaprobación hizo que su tono sonara algo brusco–. Tengo una agenda muy apretada mañana, así que me iré a primera hora.
–¡Pero si acabas de llegar!
–Lo sé, pero es que tengo varias reuniones en Londres –se limitó a contestar él.
–¡Vaya! ¿Y no puedes cancelarlas? –insistió ella–. En fin, he oído que eres un adicto al trabajo, pero estoy segura de que hasta alguien tan ocupado como tú baja un poco el ritmo de vez en cuando. Y aún no hemos podido enseñarte el resto de la propiedad.
Salvio, que encontraba su actitud irritante, además de entrometida, tuvo que hacer un esfuerzo para esbozar una sonrisa.
–No me gusta faltar a mis compromisos –le dijo mientras la seguía hasta la biblioteca.
Allí estaba Molly con una bandeja en la mano, colocando en una mesita junto a la chimenea una tabla de quesos, dos copas y la botella de vino. Lo rígidos que tenía los hombros denotaba lo tensa que estaba. Y no era de extrañar, estando como estaba allí atrapada, trabajando para una mujer tan grosera y exigente como Sarah Avery.
Se dejó caer en uno de los sillones de orejas, y observó a su anfitriona, que se quedó de pie, junto a la chimenea, en una pose con la que sospechaba que pretendía hacer que apreciara su esbelta figura. Deslizó un dedo lentamente por la curva de un antiguo jarrón, y sonrió.
–¿No estás deseando que lleguen las Navidades, Salvio? –inquirió mientras Molly servía el vino.
Aquella pregunta hizo que se pusiera alerta, temiéndose que estuviera pensando en invitarlo a pasarlas con ella.
–Suelo estar fuera en esas fechas, me voy a Nápoles –le contestó, tomando la copa que Molly le tendió. Por alguna absurda razón, lo llenó de satisfacción captar su mirada y verla ruborizarse antes de que se apresurara a apartar la vista–. Siempre me alegro de ver a mi familia, pero lo cierto es que no tanto como cuando se acaban las fiestas. Durante las Navidades es como si el mundo entero se parara, y los negocios sufren.
–¡Hombres! –exclamó Sarah Avery, sentándose en el otro sillón, frente a él–. Sois todos iguales.
Salvio no podía dejar de mirar a hurtadillas a Molly, que se había quedado a un lado, nerviosa y con las manos entrelazadas, por si su señora ordenaba algo más. Se había cambiado el uniforme por otro más sencillo, un vestido negro que abrazaba sus curvas, y un mechón de pelo castaño le caía sobre la mejilla. Tomó un sorbo de su copa y se aclaró la garganta, antes de preguntarle a su anfitriona por educación:
–¿Y cómo vais a pasar tu marido y tú las Navidades?
Era obvio que aquella era la oportunidad que Sarah Avery había estado esperando, porque se explayó refiriéndole cómo la detestaban los hijos de Philip, su marido, ya todos adultos, y que la culpaban del divorcio de sus padres.
–No es que yo me hubiera propuesto seducirlo, ni nada de eso, pero era su secretaria, y esas cosas pasan –le dijo encogiéndose de hombros–. Philip me aseguró que no pudo evitar enamorarse de mí, que nada habría podido impedirlo. ¿Y cómo iba a saber yo que su mujer estaba embarazada? –tomó un trago de vino–. El caso es que me da igual que sus hijos no quieran saber nada de mí, porque a mí quien me preocupa es mi marido, pero creo que deberían mostrarse más respetuosos, porque si no Philip podría desheredarlos.
Salvio aguantó unos minutos más de su mezquina cháchara, indignado por su desvergüenza, y, cuando ya no pudo más, se levantó, y aunque ella trató de convencerlo de que no se retirara tan pronto, al final pareció captar el mensaje de que se iba a la cama. Solo.
Sarah Avery puso morritos, como una niña caprichosa, pero él la ignoró, y, cuando llegó a su habitación y cerró tras de sí, se sentía como un ratoncito que había escapado de las garras de una gata.
Aliviado, paseó la mirada por la estancia. Un fuego acogedor crepitaba en la chimenea, y junto a la ventana había un mueble bar, con vasos, copas y varios decantadores con distintos licores. De las paredes colgaban paisajes de pintores de renombre. Resultaba irónico, pensó torciendo el gesto. Los Avery poseían cuadros que habrían ocupado un lugar de honor en una galería de arte, pero para ir al baño había que recorrer un pasillo gélido. Parecía que a algunos miembros de la aristocracia les era desconocido el concepto de «cuarto de baño privado».
Bostezó, pero en vez de desvestirse y meterse en la cama, se puso a hacer la maleta para poder marcharse a primera hora como había pensado. Fuera unos nubarrones negros cruzaban el cielo y tapaban parcialmente la luna, tornando el encrespado océano en un manto negro y plateado. Era una vista hermosa, pero se sentía incapaz de admirarla en ese momento. Estaba inquieto, y no sabía por qué.
Se aflojó la corbata, se desabrochó el cuello de la camisa y se aventuró al frío pasillo para ir al baño. Sin embargo, de camino allí un ruido en el piso de arriba lo hizo detenerse. Al principio le costó identificarlo. Se quedó quieto, escuchando, y volvió a oírlo otra vez. Al darse cuenta de que parecían sollozos, entornó los ojos. Parecía alguien llorando.
Lo cierto era que no era asunto suyo. Al alba se marcharía, y lo que debería hacer era irse a la cama para poder levantarse temprano, pero le remordía la conciencia. Aquellos sollozos no podían ser más que del ama de llaves de los Avery. Sin pensarlo, se encontró subiendo la estrecha escalera que había al final del pasillo, siguiendo aquel ruido. Pronto se oyó con más claridad. Sí, no había duda de que eran sollozos. Al pisar el último escalón este crujió, y tras una puerta cerrada la voz de la joven inquirió nerviosa:
–¿Quién hay ahí?
–Soy yo. Salvio.
Oyó pasos apresurados dentro de la habitación, y cuando la puerta se abrió se encontró con Molly frente a él. Aún tenía puesto su uniforme negro, pero se había soltado el cabello, que le caía como una gloriosa cascada hasta la cintura, y se había quitado los zapatos. Al ver el miedo en sus ojos grises, algo enrojecidos por el llanto, la lujuria que había experimentado desde el momento en que había puesto sus ojos en ella fue reemplazada por una honda compasión.
–¿Qué ha pasado? –inquirió–. ¿Se encuentra mal?
–No ha pasado nada; estoy bien. ¿Quería algo? Quiero decir… ¿ha encontrado su habitación de su gusto, signor De Gennaro?
–No tengo ninguna queja de mi habitación –contestó él con impaciencia–. Y lo que quería es saber por qué estaba llorando.
–No estaba llorando.
–Ya lo creo que estaba llorando.
Ella levantó la barbilla en un gesto desafiante que no se esperaba.
–Creo que tengo derecho a llorar cuando estoy a solas en mi habitación.
–Y creo que yo tengo derecho a preguntarle por qué llora cuando su llanto no me deja dormir.
La joven parpadeó.
–¿Tanto se me oía?
Él esbozó una breve sonrisa.
–Bueno, en realidad ni siquiera me había metido aún en la cama, pero no es un ruido que a nadie le agrade oír.
–Mire, siento haberle molestado, pero ya estoy bien. ¿Lo ve? –le dijo ella, obligándose a esbozar una sonrisa–. No volverá a ocurrir.
Sin embargo, que estuviese intentando librarse de él hizo que a Salvio le picara la curiosidad. Recorrió la habitación con la mirada. Era pequeña. De hecho, hacía tiempo que no veía una habitación tan pequeña. Había una cama estrecha que no parecía muy confortable, una cómoda, un armario, una silla y poco más. De pronto fue consciente del frío que hacía allí y pensó en el fuego que ardía en la chimenea de su dormitorio.
–Debe de congelarse aquí –murmuró.
–Estoy acostumbrada al frío. Ya sabe cómo son estas casas viejas. Hay un radiador ahí, junto a la ventana, pero apenas calienta.
–Escuche, ¿por qué no viene a mi habitación, y se sienta un rato junto a la chimenea? Y la invitaré a un trago; eso la ayudará a entrar en calor.
La joven vaciló un momento antes de sacudir la cabeza.
–Es muy amable por su parte, pero no puedo.
–¿Por qué no?
–Porque lady Avery pondría el grito en el cielo si me pillara socializando con uno de sus huéspedes.
–No tiene por qué enterarse –le dijo él con complicidad–. Si usted no le dice nada, yo tampoco lo haré. Vamos, está temblando, ¿qué daño puede hacerle?
Molly vaciló de nuevo. Se sentía tentada de aceptar; quizá demasiado. Y no solo porque hiciera frío en su dormitorio. Una sensación de desasosiego se había instalado en su pecho después del rapapolvo que acababa de echarle lady Avery, que había entrado en la cocina hecha una furia. Se había puesto a gritarle, diciéndole que no podría ser más torpe e incompetente, que en toda su vida no había pasado tanta vergüenza, y que no le extrañaba que el signor De Gennaro hubiese decidido retirarse de un modo tan abrupto.
Y, sin embargo, allí estaba ahora ese hombre, de pie en el umbral de su humilde habitación, invitándola a tomar una copa con él. Se había quitado la corbata y se había desabrochado el cuello de la camisa, y esos pequeños cambios lo hacían parecer más relajado y menos intimidante. Y era tan guapo… No resultaba difícil comprender por qué lady Avery se había puesto en ridículo durante la cena, flirteando descaradamente con él.
Y no solo era increíblemente sexy, sino que además se había mostrado comprensivo con sus meteduras de pata en la cena y había salido en su defensa. Y en ese momento estaba mirándola con esa misma amabilidad a la que tan difícil resultaba resistirse, sobre todo cuando una no esperaba que la trataran con amabilidad.
¿Acaso no podía olvidarse de todo, por una vez, y relajarse un poco? Todavía algo vacilante, encogió un hombro.
–Está bien –le dijo–. Pero solo una copa. Y gracias –añadió, volviendo a calzarse los zapatos.
Él asintió brevemente, como si hubiera dado por hecho que acabaría aceptando su ofrecimiento. Molly intentó convencerse de que aquello no tenía nada de especial, pero no pudo evitar que el corazón le palpitara de nervios mientras lo seguía por el estrecho pasillo hacia su lujosa habitación, en el piso inferior.
Aquí tiene.
–Gracias –murmuró Molly, tomando la copa de brandy que Salvio le tendía.
¿Había sido una locura aceptar su invitación? Ahora que estaba en su habitación se sentía incómoda y fuera de lugar. Sus ojos se posaron en la maleta abierta, a medio hacer, en el extremo más alejado de la estancia y, por alguna estúpida razón, se le cayó el alma a los pies. Era obvio que estaba impaciente por salir de allí. Cambió el peso de un pie al otro.
–¿Por qué no viene a sentarse aquí, junto al fuego? –le sugirió Salvio.
Molly tomó asiento en el sillón que le había indicado. Se le hacía raro estar «de visita» en aquella habitación que tantas veces había limpiado. Tomó un sorbito de su copa y tosió cuando el licor le quemó la garganta.
–No tiene costumbre de beber, ¿eh? –inquirió Salvio con sorna, mientras se servía él también.
–La verdad es que no –admitió ella.
Sin embargo, ese minúsculo sorbo que se había tomado bastó para empezar a deshacer el nudo de tensión que tenía en la boca del estómago, y un agradable calorcillo se extendió por su cuerpo. De hecho, hasta podría decirse que estaba empezando a relajarse.
Pero ni siquiera el alcohol podría hacerle olvidar el hecho de que estaba en la habitación de un hombre que, además de ser un desconocido, era el invitado de sus señores. ¿Qué pensaría lady Avery si entrase y la encontrara allí? Una tremenda ansiedad la invadió cuando miró a Salvio, que estaba volviendo a colocar el pesado tapón de cristal en el cuello de la licorera.
–No debería estar aquí –musitó nerviosa.
–Eso ya lo ha dicho –murmuró él–. Pero aún no me ha contado por qué estaba llorando.
–Pues… –Molly tomó otro sorbo de brandy antes de dejar la copa en una mesita que había cerca–. No era por ninguna razón en concreto.
–¿Por qué será que no la creo? –dijo él con suavidad–. ¿Qué ha pasado? ¿Lady Avery ha vuelto a reprenderla por la cena?
Por la expresión sorprendida de Molly comprendió que no se equivocaba.
–Me lo merecía –murmuró la joven–. Todo lo que había preparado era un desastre.
Su respuesta decía mucho en su favor. Habría estado más que justificado que se hubiese quejado de su señora, pero no lo había hecho.
–¿Y ese era el único motivo por el que estaba llorando?
Molly no iba a contarle la verdad. Además, seguro que no tendría ningún interés en que le hablara de su díscolo hermano, ni de su mala costumbre de endeudarse hasta las cejas. Y tampoco quería pensar en Robbie, que la había llamado hacía solo una hora, preguntándole si podría prestarle algo de dinero, a pesar de sus promesas de que iba a buscarse un empleo. ¿Cómo podía ser que ya estuviese sin blanca? No podría soportar que volviese a caer en aquella terrible espiral de perder todo su dinero y el de ella jugando al póquer, de acabar endeudado con tipos peligrosos que no dudarían en partirle su cara bonita.
–Tal vez sentía lástima de mí misma –murmuró incómoda, encogiéndose de hombros–. Algo que me imagino que usted no habrá experimentado nunca.
Salvio esbozó una amarga sonrisa. Era conmovedor que pensara tan bien de él. ¿De verdad creía que, solo por ser un hombre rico y de éxito, no había conocido el dolor, ni la desesperanza? Apretó los labios. Años atrás su vida había explotado por los aires y lo había perdido todo. Jamás olvidaría la oscuridad que lo había engullido, enviándolo a lo que entonces le había parecido un profundo pozo sin fondo. Y aunque había conseguido salir de aquel atolladero y se había obligado a empezar de cero, una experiencia así jamás se olvidaba. Era algo que lo marcaba a uno, que lo cambiaba, que lo convertía en alguien distinto: un extraño para sí mismo y para los que lo rodeaban. Por eso se había ido de Nápoles, porque no podía soportar el hecho de que aquel lugar le recordase a cada paso sus fracasos.
–¿Por qué sigue aquí?, ¿por qué no busca otro trabajo? –le preguntó en un tono quedo.
–Me pagan bien.
–¿Y eso compensa el que esa mujer la trate como la trata?
Molly sacudió la cabeza, y su largo cabello se balanceó de lado a lado como una cortina de terciopelo.
–No suele gritarme tanto como esta noche.
–Pero, aun así, esta casa está en un sitio bastante… aislado. Dudo que por aquí viva mucha gente de su edad.
–Bueno, quizá esa sea una de las razones por las que me gusta este trabajo.
Él enarcó las cejas.
–¿No le gusta hacer vida social?
Molly vaciló. ¿Debería decirle que siempre se sentía como un pez fuera del agua cuando estaba con gente de su edad?, ¿que nunca se relajaba, ni se divertía, ni hacía locuras? Había pasado demasiados años cuidando de su madre, y luego intentando evitar que su hermano se descarriara, y, cuando una persona se veía obligada, como le había pasado a ella, a comportarse de forma sensata durante tanto tiempo, acababa convirtiéndose en parte de ti, y era difícil actuar de otro modo.
–Socializar resulta bastante caro, y estoy tratando de ahorrar. Quiero enviar a mi hermano a la universidad, y la matrícula no es precisamente barata. Ahora mismo está en Australia –le explicó, cuando lo vio enarcar las cejas de nuevo–. Se está tomando una especie de… año sabático.
Salvio frunció el ceño.
–¿O sea que usted está aquí, matándose a trabajar, mientras él está por ahí, divirtiéndose? Es una hermana muy sacrificada.
–Cualquiera en mi lugar haría lo mismo.
–No, cualquiera no. Tiene suerte de tener a una hermana como usted.
Molly tomó su copa y bebió otro sorbo de brandy. Se preguntaba si Salvio de Gennaro se sorprendería si supiese la verdad, que Robbie ni siquiera había solicitado plaza en una universidad, porque, por más que había intentado convencerle de que debía seguir estudiando si no quería acabar sirviendo, como ella, aún se lo estaba «pensando».
Se pasó la lengua por los labios, que tenían un regusto a brandy. No quería pensar en Robbie. ¿No se merecía una noche libre, una noche en la que sentirse joven y despreocupada, y disfrutar de la compañía de un hombre apuesto como Salvio, aunque solo la hubiese invitado porque sentía lástima por ella?
Dejó la copa en la mesa y lo miró. Salvio no se había movido del lugar en el que se había quedado hacía un rato, de pie, junto a la ventana, y su musculosa figura se recortaba contra la luz de la luna.
–¿Y qué me dice de usted? –le preguntó–. ¿Qué lo ha traído aquí?
Salvio se encogió de hombros.
–Se suponía que iba a discutir una transacción con Philip Avery –le explicó. Torció los labios en una sonrisa irónica–. Aunque no parece que eso vaya a ocurrir.
–Mañana por la mañana estará más receptivo –fue la diplomática respuesta de Molly.
–Para entonces ya será tarde –le dijo él–. Me marcharé en cuanto amanezca.
El sentimiento de decepción volvió a apoderarse de Molly.
–Vaya, pues es una lástima –murmuró.
Salvio sonrió, como divertido.
–Lo que es una pena es que una joven tan dulce como usted rehúya al mundo recluida en un sitio como este.
«Dulce». Aunque sabía que era un cumplido, por algún motivo la ofendió. «Dulce» no era «sexy». No, ella no era nada sexy.
–¿Eso cree?
Él asintió, fue hasta el escritorio y escribió algo en el reverso de una tarjeta de negocios antes de cruzar la habitación para tendérsela.
–Tenga. Es el teléfono de mi secretaria –le dijo–. Si en algún momento decide que quiere probar algo distinto, llámela. Conoce a mucha gente, y siempre escasea el personal doméstico –la miró a los ojos y añadió–: Seguro que puede encontrar algo mejor que esto.
–¿A pesar del modo en que he metido la pata con la cena? –murmuró ella en un tono humorístico, aunque estaba claro que Salvio estaba despachándola.
Se levantó del sillón y se guardó la tarjeta en el bolsillo del vestido.
–A pesar de eso –asintió él, mientras seguía el movimiento de su mano con la mirada.
Cuando alzó la vista y sus ojos se encontraron, fue como si se produjera un sutil cambio en el ambiente. Había estado preguntándose si no se habría imaginado la atracción que había creído sentir entre ellos, pero quizá sí fuera real. Tan real como el hecho de que de repente se le hubieran endurecido los pezones. Tan real como el calor que había aflorado entre sus muslos. Contuvo el aliento y esperó en silencio, porque su instinto le decía que iba a tocarla. A pesar de que él fuera un hombre rico e importante y ella solo una sirvienta. Y entonces ocurrió: Salvio alzó la mano y le acarició de un modo vacilante el pelo.
–Su cabello parece de seda.
Nunca le habían dicho nada tan bonito. Molly sintió que se derretía por dentro, y se preguntó si no estaría lisonjeándola para hacerla caer un poco más bajo su poderoso hechizo. Debería apartarse de él, darle las gracias por su amabilidad, por la tarjeta con el teléfono de su secretaria, y volver cuanto antes a su pequeño dormitorio. Sin embargo, no se movió, sino que permaneció allí de pie, admirando embelesada sus viriles facciones y rogando por que la besara y el cuento de hadas fuera completo, aunque luego solo le quedara aquel recuerdo.
–¿De… de veras? –balbució.
Salvio esbozó una sonrisa y acarició los temblorosos labios de la joven. De pronto se notaba la garganta seca por lo que estaba a punto de hacer. La había invitado allí porque había intuido que se sentía sola e infeliz, no para seducirla.
Sin embargo, Molly había despertado en él unos sentimientos que había creído muertos hacía largo tiempo. Había despertado su compasión, igual que en ese momento estaba despertando ciertas sensaciones en su cuerpo. Se notaba tirante la entrepierna, pero su ansia por besarla era aún mayor que la de hacerla suya. Debería contenerse, se dijo, debería despacharla con amabilidad y hacerla volver a su cuarto. Y tal vez habría podido hacerlo, si ella no hubiera suspirado temblorosa en ese momento, y su cálido aliento no le hubiera rozado el pulgar.
¿Cómo podía ser tan potente algo tan insignificante como una brizna de aliento?, se preguntó maravillado mientras se miraba en sus ojos grises.
–Me muero por besarla –le dijo con suavidad–, pero si lo hago una cosa llevará a la otra y acabaré haciéndole el amor, y no sé si eso sería buena idea. Usted es la única que puede detenerme –añadió con voz ronca–. Impídamelo. Háganos un favor a ambos y váyase, porque algo me dice que esto sería un error.
Estaba dándole la oportunidad de marcharse, pero Molly sabía que no iba a tomar esa salida que estaba ofreciéndole. ¿Cuántas veces en la vida le ocurría algo así a alguien como ella? No era como la mayoría de las mujeres de su edad. De hecho, aún era virgen. Había conocido a unos pocos hombres a través de una página web de citas, pero ninguno de esos intentos había funcionado. Y ahora que un perfecto desconocido le estaba proponiendo sexo, de repente estaba dispuesta a aceptar, y le daba igual si era un error. ¿No se había pasado toda su vida intentando obrar bien? ¿Y de qué le había servido?
El corazón parecía que fuera a salírsele del pecho cuando levantó la cabeza y devoró con los ojos sus apuestas facciones.
–Me da igual que sea una mala idea –susurró–. Quizá lo desee tanto como usted.
Su respuesta hizo que Salvio se tensara. Entornó los ojos y masculló algo ininteligible, como si en vez de alegrarse se estuviese maldiciendo a sí mismo, antes de atraerla hacia sí. Le apartó el cabello del rostro, y en el instante en que sus labios se fundieron con los de ella, Molly supo que no habría vuelta atrás.
Al principio fue un beso lento, como si Salvio quisiese explorar su boca sin prisa, pero, cuando estaba empezando a dejarse atrapar por esa magia, el beso se tornó brusco, ardiente, avivando la chispa del deseo en su interior. Salvio la levantó, haciendo que sus pechos quedaran aplastados contra su torso, y notó su dura erección contra su pelvis. Debería haberse sentido abrumada, pero ya no se sentía como Molly, la niña buena, sino como una Molly lasciva, presa del deseo.
Una risa temblorosa escapó de los labios de Salvio cuando, al cerrar los dedos sobre uno de sus senos, el pezón se endureció al instante contra su palma.
Sin aliento, Molly notó que estaba quitándole el vestido. Cuando lo dejó caer al suelo y dio un paso atrás para mirarla, pensó en lo extraño que era que la admiración de los ojos de un hombre bastase para hacer desaparecer de un plumazo las inseguridades de una mujer. Porque por una vez no se encontró pensando en lo fláccido que era su vientre, o en que sus pechos eran demasiado grandes. Ni tan siquiera en que el sujetador no iba a juego con las prácticas braguitas de algodón que llevaba. En vez de eso estaba extasiada al ver que los ojos negros de Salvio estaban recorriendo su cuerpo con un ansia descarnada.
Y entonces la alzó en volandas. ¡En volandas! Casi no podía creérselo. La llevó a la cama en volandas como si no pesase nada, apartó el edredón y la sábana y la depositó sobre el colchón. Palpitante de excitación, tragó saliva y lo observó embelesada mientras se desvestía. Primero se quitó los zapatos y los calcetines. Luego se desabrochó la camisa, dejando al descubierto su magnífico torso, y se bajó la cremallera de los pantalones y se los quitó. Pero, cuando enganchó los pulgares en la cinturilla elástica de los boxers, Molly cerró los ojos con fuerza.
–No, no hagas eso –le reprochó él con suavidad–. Abre los ojos y mírame.
Molly tragó saliva de nuevo y obedeció. No podía negar que fue algo abrumador ver lo excitado que estaba, pensó mordiéndose el labio inferior. Salvio sonrió.
–Me fai asci pazzo –murmuró.
–¿Qué… qué significa eso?
–Que me vuelves loco.
–Me encanta el italiano –dijo ella tímidamente–; suena tan sexy…
–No es italiano –replicó él molesto, subiéndose a la cama con ella–. Es napolitano.
Molly parpadeó.
–¿Napolitano?
–Es un dialecto del italiano –le explicó él.
Molly lo vio sacar varios preservativos del cajón de la mesilla, y aunque esa imagen le quitó algo de romanticismo al momento, pronto descubrió que la sensación de estar piel contra piel era algo indescriptible, divino. Mucho mejor que la tarta de chocolate.
–Salvio… –murmuró, probando por primera vez a decir su nombre en voz alta.
–¿Sí, bedda mia? ¿Quieres que te bese otra vez?
–Sí, por favor –le suplicó ella con tal fervor que lo hizo reír.
Sus besos eran increíbles. Se sentía como si estuviese drogándola con ellos, haciendo su cuerpo más receptivo a cada caricia de sus dedos. ¡Y esos dedos! ¡Qué magia obraban en ella cada vez que se deslizaban por su piel temblorosa!
Salvio le pellizcó los pezones hasta que Molly empezó a retorcerse de placer, y, cuando deslizó la mano entre sus muslos y descubrió lo húmeda que estaba, tuvo que silenciar sus gemidos con un beso.
Molly, que no quería permanecer pasiva, decidió prodigarle también algunas caricias. Al principio se concentró en el torso, antes de atreverse a explorar su vientre, mucho más plano que el suyo. Sin embargo, cuando se armó de valor para tocar el duro miembro, que no hacía más que rozarle el muslo, Salvio la detuvo con una mirada severa.
–No.
Molly no le preguntó por qué no quería que lo tocara. No se atrevió. Temía hacer algo que estropeara el momento o le dejase entrever la poca experiencia que tenía. Sin embargo, él parecía desearla tanto como ella a él, y rodaron sin el menor pudor de un lado al otro de la cama, besándose y acariciándose entre gemidos. Solo hubo una breve pausa cuando Salvio alargó el brazo para alcanzar uno de los preservativos.
–¿Quieres ponérmelo? –le preguntó provocativo–. Me tiemblan tanto las manos que no sé si puedo hacerlo yo.
Molly tragó saliva. ¿Debería decirle algo, como que hasta entonces solo había visto un preservativo en clase de educación sexual y que no le había puesto uno a ningún hombre? ¿No lo espantaría al decirle eso y saldría corriendo?
Al verla vacilar, Salvio le dijo, como si creyera saber qué la incomodaba:
–Molly… Sabes que me voy mañana a primera hora, ¿no?
–Sí, lo sé. No me importa.
–¿Estás segura?
–Muy segura. Yo… solo quiero pasar esta noche contigo –murmuró ella–. Eso es todo.
Salvio frunció el ceño mientras se colocaba el preservativo. ¿Aquello era real? Era demasiado perfecto como para ser verdad. Volvió a besarla, y le costó un horror obligarse a ir despacio cuando empezó a hundirse dentro de ella. Su pene era muy grande. Muchas mujeres se lo habían dicho, y en ese momento tenía una erección tan tremenda que le parecía aún más grande que de costumbre.
Sin embargo, el tamaño de su miembro no tuvo nada que ver con el modo en que reaccionó Molly. El modo en que se tensó y cómo contrajo el rostro de dolor le revelaron algo que lo dejó anonadado. Lleno de confusión, se quedó muy quieto. Con un esfuerzo sobrehumano se preparó para salir de ella, pero había algo nuevo y tremendamente excitante en la fuerza con que sus músculos internos se aferraron a él. De hecho, estuvo a un paso de dejarse ir.
Aspiró jadeante, luchando por recobrar el control y se concentró en no sucumbir al orgasmo y en no pensar en lo increíble que era que la joven ama de llaves fuese virgen… o que lo hubiese sido hasta hacía un momento.
Nunca le había costado tanto controlarse. Tal vez por lo deliciosa que era la sensación de estrechez de su vagina, o por el modo desinhibido en que estaba respondiendo a sus caricias. Era evidente que desconocía por completo las artes amatorias, pero a pesar de su ingenuidad parecía que tenía un talento natural. Nadie le había enseñado trucos ni movimientos. Las cosas que estaba haciendo no las había hecho antes con ningún otro hombre, y por alguna razón eso lo excitaba enormemente.
Se deleitó admirando cómo se retorcía impaciente cada vez que se hundía en ella, cómo se arqueaba para acercar sus pechos a sus labios, para que él pudiera lamer y mordisquearle los pezones. Cuando estaba próxima al clímax notó cómo se tensaba y la observó atentamente. Se le cerraron los párpados, y una sensación triunfal lo invadió al oír sus gemidos incrédulos de placer y ver el rubor que se extendía por sus senos. Solo cuando el orgasmo de Molly empezó a disiparse se abandonó a su propia necesidad, y la fuerza con que le sobrevino a él lo sobrecogió. Era como volver a hacerlo por primera vez, pensó maravillado. No, ni siquiera la primera vez había sido tan increíble, se corrigió. Y, exhausto, se quedó dormido.
Cuando Salvio se despertó y miró la esfera fluorescente de su reloj de pulsera, vio que eran más de las seis. Esperó un momento a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. La noche anterior no había cerrado las cortinas, y a través del cristal de la ventana vio que fuera todavía estaba oscuro. Claro que en aquella parte del mundo amanecía más tarde, y más estando como estaban en invierno.
Miró a la joven que dormitaba junto a él, y aspiró profundamente mientras intentaba comprender qué había pasado. ¿Cómo podía siquiera intentar justificar que se hubiera acostado con ella cuando para sus adentros sabía que no había justificación posible? Pero ella también lo había deseado, se dijo, tanto como él.
Durante la noche habían vuelto a hacerlo; varias veces, de hecho. Había unas cuantas preguntas que habría querido hacerle, pero habían empezado a besarse de nuevo y una cosa había llevado a la otra. Esa segunda vez había sido increíble, y también la tercera. Era tan fácil de complacer, y se mostraba tan agradecida por el placer que le daba… Después del quinto orgasmo había temido que ella empezara a sacar temas espinosos, pero eso no había ocurrido. No le había preguntado si había cambiado de opinión con respecto a que volvieran a verse. Y era una suerte que no lo hubiera hecho, porque no había cambiado de opinión. No podía, se dijo entornando los ojos. Molly era demasiado dulce, demasiado ingenua. No aguantaría ni un minuto en su mundo, y su naturaleza cínica destruiría todo ese ingenuo entusiasmo suyo en un instante.
Se inclinó sobre ella y, resistiendo la tentación de deslizar la mano por debajo del edredón y ponerse a masajear uno de sus magníficos senos, la sacudió suavemente por el hombro.
–Molly –murmuró–, despierta, ya es de día.
Molly se sobresaltó al abrir los ojos y, antes de recordar lo que había ocurrido, se dio cuenta, por la lámpara de araña que colgaba del techo, de que estaba en el cuarto de invitados. En la penumbra sus cuentas de cristal brillaban levemente, como las estrellas que estaban desvaneciéndose ya fuera, en el firmamento. Se obligó a recordar que dentro de unas horas estaría limpiándola con un plumero, no tumbada debajo de ella, con el cálido cuerpo de un hombre desnudo a su lado.
Un escalofrío la recorrió cuando giró la cabeza para mirar a Salvio. El corazón le palpitó con pesadez al recordar lo que había hecho. Tragó saliva. ¿Qué no había hecho? Había dejado que la desvistiera y que explorara cada centímetro de su cuerpo con la lengua, con los dedos, y otras muchas cosas más. Cuando la había poseído había jadeado su nombre una y otra vez, presa de un apetito carnal que jamás se habría imaginado que tuviera. Era como si la hubiese tocado con una varita mágica y la hubiera convertido en alguien a quien no reconocía. Había pasado de ser la ingenua Molly Miller a una mujer sensual ávida de sexo.
Cerró los ojos un momento. No iba a arrepentirse ahora. No podía volver atrás en el tiempo, y aunque pudiera… tampoco querría hacerlo.
Bostezó, estirando los brazos por encima de la cabeza, y notó que le dolía todo el cuerpo. ¿Cuántas veces lo habían hecho?, se preguntó maravillada, recordando el insaciable apetito de Salvio, y con qué ansia le había respondido ella cada vez. Y entonces se obligó a hacerle la pregunta que no quería hacer:
–¿Qué hora es?
–Un poco más de las seis –respondió él. Se quedó callado un momento y sus ojos se oscurecieron–. Molly…
–¿No deberías irte ya? –lo cortó ella nerviosa, porque se imaginaba lo que le iba a decir.
Por el tono de advertencia con que había pronunciado su nombre sabía que había llegado el momento de la despedida. No hacía falta que se pusiera dramático. Tenía que irse, y ella lo comprendía. ¿Por qué habría de arruinarlo todo pidiéndole más de lo que él estaba dispuesto a dar? Esbozó una sonrisa forzada.
–Dijiste que querías irte temprano, ¿no?
Salvio frunció el ceño, como si no fuera esa la respuesta que había estado esperando. Pero es que solo había una manera de manejar una situación como aquella: comportándose con sensatez, como había hecho toda su vida. Tenía que afrontar los hechos, no hacer que se amoldaran a sus fantasías.
Sabía que no podía haber futuro alguno entre aquel magnate multimillonario y ella porque sus vidas eran demasiado distintas. La noche pasada se había difuminado la línea que los separaba, pero una noche de placer no podía cambiar lo esencial: que él era un invitado de sus señores y ella estaba tumbada en su cama, el último sitio donde debería estar.
–¿Seguro que estás bien? –le preguntó Silvio.
«La verdad es que no. ¡Ojalá pudieras llevarme contigo a donde sea que te marchas!». ¿De dónde había salido ese pensamiento rebelde? Por suerte, el lado práctico de su carácter era el dominante. Además, ¡como si Salvio de Gennaro fuera a querer llevarla con él!
–¿Por qué no iba a estar bien? –le preguntó despreocupadamente–. Lo de anoche fue estupendo. Bueno, al menos yo lo pienso –puntualizó, mirándolo vacilante. Y por primera vez su voz dejó traslucir un rastro de inseguridad.
–Fue mejor que estupendo –confirmó él, alargando la mano para acariciar sus labios–. De hecho, fue tan increíble que me encantaría volver a hacerlo.
Molly sintió de nuevo una punzada de deseo en el estómago, y que afloraba en su vientre una oleada de calor.
–Pero… –susurró cuando lo vio inclinarse hacia ella.
–¿Pero qué, mia bedda?
–Es que no… –Molly tragó saliva–. No hay tiempo.
–¿Quién lo dice? –murmuró él, deslizando una mano entre sus piernas.
Molly se preguntó dónde se había ido su sensatez, porque en cuanto empezó a acariciar con un dedo su sexo, cálido y húmedo, de pronto pareció abandonarla.
–Salvio… –gimió cuando este bajó la cabeza y comenzó a lamerle el pezón.
Él levantó la cabeza y, mirándola con ojos traviesos, le preguntó:
–¿Quieres que pare?
–Sabes que no… –jadeó ella.
–Entonces, ¿por qué no me enseñas qué es lo que quieres?