E-Pack Bianca noviembre 2020 - Jane Porter - E-Book

E-Pack Bianca noviembre 2020 E-Book

Jane Porter

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Hasta que pase la tormenta Jane Porter Iba a pasar la Navidad en el castello de un taciturno siciliano. El jeque rebelde Heidi Rice De la seducción en el desierto… ¡a estar embarazada del jeque! Un compromiso en peligro Lucy King Nombre: Kate Cassidy. Ubicación: Londres. Experiencia sexual: ninguna. Su insólita princesa Michelle Conder Él nunca había esperado gobernar… Ella nunca había esperado ser princesa.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 221 - noviembre 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-241-9

 

Conversión ebook: Safekat, S.L.

Índice

 

Créditos

Hasta que pase la tormenta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

El jeque árabe

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Epílogo

Un compromiso en peligro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Su insólita princesa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MONET Wilde estaba en la quinta planta de los grandes almacenes Bernard’s, buscando en la trastienda un vestido de novia que se había perdido, cuando una de las empleadas entró para decirle que un hombre la esperaba en el vestíbulo y, aunque era brusco, no era tan fastidioso como la señora Wilkerson, que no podía entender cómo era posible que el vestido de novia de su hija hubiera desaparecido.

Monet suspiró mientras se atusaba el elegante y estirado moño. Vestía de modo más conservador que la mayoría de sus compañeras, pero como jefa del departamento de novias era importante mantener una imagen decorosa.

–¿Ha dicho lo que quiere? –le preguntó, mirando el reloj.

Quince minutos para la hora del cierre. Quince minutos para encontrar el carísimo vestido de la airada señora Wilkerson.

–A ti –respondió la joven con expresión compungida–. Bueno, ha preguntado por ti.

–Dime que no hemos perdido otro vestido de novia.

–No lo sé. Solo ha preguntado por ti.

Monet frunció el ceño. Había sido un día enloquecedor en Bernard’s. Los clientes habían entrado en hordas en cuanto abrieron las puertas esa mañana y las colas habían sido interminables. Además de las típicas compras navideñas, todo el mundo parecía haber decidido celebrar una boda de repente.

Monet había pasado horas al teléfono, llamando a diseñadores y costureras para ver si tenían listos los pedidos, y aún tenía una docena de cosas que hacer antes de cerrar.

–¿Ha dicho su nombre?

–Marcus Oberto o algo así. Es italiano.

Monet se quedó helada. El nombre era Marcu Uberto y era más que italiano, era siciliano.

–Le he dicho que estabas ocupada –añadió la joven– pero él dice que no le importa esperar, que no tiene prisa.

Monet no lo creía en absoluto. Marcu no era un hombre al que le gustase esperar.

¿Pero qué estaba haciendo allí? ¿Y por qué ahora?

No lo había visto en ocho años. ¿Qué podía querer?

–¿Qué le digo? Es guapísimo, por cierto. Claro que yo adoro a los italianos, ¿tú no?

Siciliano. Marcu era siciliano hasta los huesos.

–Prefiero lidiar con el señor Uberto personalmente, pero podrías llamar a la señora Wilkerson para decirle que no nos hemos olvidado de ella y que tendremos noticias del vestido por la mañana.

–¿Seguro?

–Espero que sí. Tiene que ser así –respondió Monet, irguiendo los hombros mientras salía de la trastienda para enfrentarse con Marcu.

Lo vio inmediatamente. Estaba en medio del vestíbulo, de espaldas, mirando por el ventanal.

Alto, de hombros anchos, Marcu Uberto parecía lo que era, un poderoso y rico aristócrata. Iba impecablemente vestido con un traje de chaqueta gris hecho a medida, camisa blanca y una corbata azul brillante que destacaba su pelo negro y sus penetrantes ojos azules. Ocho años antes había llevado el pelo largo, pero ahora lo llevaba corto y apartado de la cara.

El pulso de Monet se aceleró mientras luchaba contra los recuerdos; recuerdos con los que no podía lidiar en un día como aquel. Por suerte, él aún no la había visto y aprovechó esos segundos para calmarse y controlar su respiración.

«Coraje y calma», se dijo a sí misma. «Puedes hacerlo».

–Marcu –lo saludó, acercándose–. ¿Qué te trae por Bernard’s? ¿En qué puedo ayudarte?

Monet.

Habría reconocido esa voz en cualquier sitio. Había un calor especial en su tono, una dulzura a juego con su cálida y amable personalidad.

Marcu se volvió, esperando ver a la chica bajita y simpática que conocía, pero esa no era la mujer que tenía delante. La chica a la que había conocido en Palermo tenía una sonrisa abierta y unos ojos dorados que siempre parecían alegres, pero aquella mujer seria, delgada, de mirada cautelosa y labios apretados en una línea firme era otra persona. Con el pelo sujeto en un estirado moño y un aburrido vestido de lana gris con rebeca a juego parecía mayor de lo que era.

–Hola, Monet –la saludó, inclinándose para darle un beso en la mejilla.

Ella apenas toleró el roce de sus labios antes de dar un paso atrás.

–Marcu –murmuró.

No, no se alegraba de verlo, pero él no había esperado que lo recibiese con los brazos abiertos.

–He venido a verte por un asunto personal y he esperado hasta última hora –le dijo, intentando mostrarse tan frío como ella–. ¿Podríamos cenar juntos para hablar sin distracciones?

La expresión cautelosa se cerró por completo. Una vez la había conocido tan bien que podía leer los pensamientos en su cara. Ahora no podía leer nada.

–Cerramos dentro de unos minutos, pero yo tengo que quedarme una hora más. Tengo pedidos que revisar y prendas que buscar. Tal vez la próxima vez que vengas a Londres podrías llamarme con antelación.

–La última vez que vine te negaste a verme.

–Es que estaba muy ocupada.

–No quisiste verme, pero no voy a dejar que sigas dándome largas –replicó él, mirándola a los ojos–. Estoy aquí y no me importa esperar hasta que termines.

–No puedes estar en el edificio cuando echen el cierre.

–Entonces, te esperaré en el coche –dijo Marcu–. ¿Pero por qué vas a tardar una hora? Aquí no hay nadie, todo el mundo se ha ido ya.

–Soy la jefa del departamento y tengo que dejarlo todo solucionado –respondió Monet–. No querrás que te explique todos los detalles de mi trabajo, ¿verdad? No creo que te interesen tanto los vestidos de novia.

–No me sorprende que tú seas la encargada de abrir y cerrar.

–¿Cómo sabes que me encargo de abrir?

–Vine por la mañana, pero estabas muy ocupada.

–¿Ha ocurrido algo? –preguntó Monet por fin–. ¿Tus hermanos están bien?

–No ha habido ningún accidente, ninguna tragedia.

–Entonces no entiendo qué haces aquí.

–Necesito tu ayuda.

–¿Para qué?

–No sé si recuerdas que estás en deuda conmigo. He venido para que me devuelvas el favor.

Monet dejó de respirar durante un segundo.

–Tengo muchas cosas que hacer, Marcu. No es buen momento.

Él señaló dos sillones de terciopelo oscuro frente a un trío de espejos con marco dorado.

–¿Podemos hablar un momento?

Monet lo pensó y, por fin, asintió con la cabeza.

–Muy bien –asintió, sentándose en uno de los sillones y cruzando elegantemente las piernas.

Aquel era su lugar de trabajo y, sin embargo, él la hacía sentir como si fuese una intrusa. Como cuando era niña, viviendo en el palazzo Uberto, mantenida por su padre. Monet no quería recordarlo. No quería depender de nadie y odiaba que le recordase que estaba en deuda con él.

Pero era cierto. Ocho años antes, Marcu le había comprado un billete de avión y le había prestado dinero para que se fuese a Londres. Él debía saber que habría preguntas, y consecuencias, pero gracias a él pudo escapar de Palermo, que era donde vivía la familia Uberto. Y su madre, la amante del padre de Marcu.

Cuando la dejó en el aeropuerto, Marcu le advirtió que un día le pediría que le devolviese el favor y ella estaba tan desesperada por escapar que había aceptado sin pensarlo dos veces.

Habían pasado ocho años desde ese día y, por fin, estaba allí.

–Te necesito durante las próximas cuatro semanas –dijo él entonces, estirando sus largas piernas–. Sé que has sido niñera y siempre fuiste buena con mis hermanos. Ahora necesito que cuides de mis tres hijos.

Monet no había sabido nada de él durante años. No había querido leer nada sobre la aristocrática familia Uberto y, sin embargo, allí estaba Marcu, pidiéndole que lo dejase todo para cuidar de sus hijos. Sería de risa si cualquier otra persona le pidiera tal favor, pero era Marcu y eso lo cambiaba todo.

Monet tomó aire, intentando sonreír.

–Aunque me gustaría ayudarte, de verdad no puedo hacerlo. No puedo dejar mi trabajo en plenas navidades. Tengo que proteger a mis angustiadas novias.

–Y yo tengo que proteger a mis hijos.

–Me parece muy bien, pero me estás pidiendo un imposible. No me dejarían irme ahora.

–Entonces diles que te despides.

–¿Qué? ¿Por qué iba a hacer eso? Me encanta mi trabajo y he luchado mucho para llegar donde estoy.

–Te necesito, Monet.

–No me necesitas a mí, necesitas a una niñera profesional. Hay docenas de agencias que atienden a los clientes más exclusivos…

–No voy a dejar a mis hijos al cuidado de una extraña, pero te los confiaría a ti sin dudarlo un momento.

Monet no se sintió halagada por esa afirmación. Marcu y ella no se habían despedido amigablemente. Sí, la había ayudado a escapar de Palermo, pero él era la razón por la que había querido marcharse de Sicilia. Le había roto el corazón y había tardado años en recuperar su autoestima.

–Agradezco la confianza –empezó a decir–, pero no puedo dejar la tienda en este momento. Todo el departamento depende de mí.

–Te estoy pidiendo un favor.

Era la única condición que había puesto cuando la ayudó a marcharse de Palermo, que un día tendría que devolverle el favor. Monet había pensado que Marcu nunca la necesitaría, que habría olvidado esa promesa.

Pero, evidentemente, no la había olvidado.

–No es buen momento para pedirme ese favor, lo siento.

–Yo no estaría aquí si fuese buen momento.

Monet miró hacia el enorme ventanal que ocupaba toda una pared. Unos copos blancos habían empezado a flotar al otro lado del cristal. ¿Estaba nevando?

–Prometo hablar con Charles Bernard –dijo él entonces–. Lo conozco y estoy seguro de que no pondrá ninguna objeción. Y si hubiese algún problema, prometo ayudarte a encontrar otro trabajo en enero, después de la boda.

Seguía siendo el mismo Marcu seguro de sí mismo, arrogante, contenido. Y, por un momento, ella se sintió de nuevo como esa chica de dieciocho años desesperada por estar entre sus brazos, en su vida, en su corazón. Pero habían pasado ocho años y, por suerte, ya no eran las mismas personas. Al menos, ella no era la misma chica ingenua. No se sentía atraída por él. No sentía nada por él.

¿Entonces qué era ese repentino escalofrío por la espalda?

–No entiendo. ¿A qué boda te refieres?

–La mía –respondió Marcu–. Tal vez no sabes que mi esposa murió poco después de que naciese nuestro hijo pequeño.

Monet lo sabía, pero lo había borrado de su mente.

–Lo siento –murmuró, clavando los ojos en el nudo de su corbata para no mirar el rostro que una vez había amado tanto.

Había tardado mucho tiempo en olvidarse de él y no iba a permitirse ninguna distracción.

–Necesito ayuda con los niños hasta después de la boda y luego todo será más fácil –siguió Marcu–. Solo te necesitaría durante cuatro semanas. Cinco, si las cosas se ponen difíciles.

¿Cuatro o cinco semanas trabajando con él? ¿Cuidando de sus hijos mientras Marcu se casaba de nuevo?

–¿Eso incluye la luna de miel? –le preguntó, burlona.

Marcu se encogió de hombros.

–En enero tengo que acudir a una conferencia en Singapur, así que depende de Vittoria si quiere que esa sea nuestra luna de miel.

–No puedo hacerlo, de verdad. Lo siento, pero ya te he devuelto el dinero que me prestaste, con intereses. Nuestra deuda está saldada.

–La deuda está saldada, el favor no.

–Es lo mismo.

–No es lo mismo –insistió él–. No me debes dinero, pero estás en deuda conmigo por la situación en la que me pusiste cuando te fuiste del palazzo. Hubo muchas especulaciones, Monet. Te fuiste sin despedirte de tu madre, de mi padre o de mis hermanos. Me dejaste en una situación muy difícil y debes saldar esa cuenta. Yo te hice un favor y ahora eres tú quien puede ayudarme.

Monet pensó que podría discutir tal afirmación, pero estaba segura de que él seguiría insistiendo. Marcu era inamovible. Incluso a los veinticinco años había sido un hombre de carácter, una fuerza de la naturaleza. Tal vez ese era su atractivo.

Ella había sido educada por una mujer incapaz de echar raíces en ningún sitio, una mujer que no sabía crear un hogar o tomar decisiones responsables. Su madre, Candie, era impulsiva e irracional. Marcu era todo lo contrario; analítico, juicioso, reacio a los riesgos.

Salvo esa noche, cuando la llevó a su dormitorio y la besó. Pero unos minutos después, su desdén le había roto el corazón. Apasionado y sensual en la cama, se había mostrado insensible y frío mientras hablaba de ella con su padre.

Monet se había ido de Palermo catorce horas después, con una simple mochila al hombro. Tenía pocas cosas. Su madre y ella habían vivido de la generosidad del padre de Marcu y no pensaba llevarse ninguno de los regalos que le habían hecho.

Tenía que irse, pero cuando llegó a Londres no podía dejar de pensar en Palermo. No porque echase de menos a su madre sino porque añoraba todo lo demás, la vida en el histórico palazzo, a los hermanos de Marcu y al propio Marcu.

Durante el primer año pasó muchas noches en vela, recordando sus besos. Le dolía recordarlo y, sin embargo, era la emoción más poderosa que había experimentado nunca. Se había sentido… como si ardiese, como si estuviera envuelta en llamas. Marcu había despertado algo dentro de ella que desconocía hasta ese momento y su cruel rechazo le había roto el corazón.

Había hecho todo lo posible para olvidar Sicilia. Había intentado apartar a la familia Uberto de su mente y, sin embargo, era la única familia que había tenido nunca.

Pero necesitaba un trabajo desesperadamente y su padre, un hombre al que solo había visto un puñado de veces en su vida, le había presentado a una familia que necesitaba una niñera. Se había quedado con ellos hasta que los padres se divorciaron, pero encontró otro trabajo enseguida y luego otro. Por fin, decidió que no podía seguir siendo niñera para siempre porque tantas despedidas le rompían el corazón y decidió buscar trabajo en una tienda.

Había empezado como cajera en el departamento de sombreros y guantes de Bernard’s, pero un día necesitaban personal en el departamento de novias y, una vez que subió a la quinta planta, no había vuelto a salir de allí. Algunos pensaban que era demasiado joven para ser jefa del departamento a los veintiséis años, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta porque, a pesar de su juventud, tenía estilo y buen ojo para las prendas de calidad. Claro que no era una sorpresa. Al fin y al cabo, era hija de su madre.

–Podríamos ir a cenar y charlar tranquilamente –dijo Marcu, intentando animarla con una sonrisa–. Así tendrás oportunidad de hacer todas las preguntas que quieras.

–Pero es que no tengo ninguna pregunta que hacer –se apresuró a decir Monet. No tenía intención de caer en sus redes de nuevo, de modo que se levantó, indicando que la conversación había terminado–. No voy a ser tu niñera, lo siento. Debo volver mañana a primera hora y aún tengo que encontrar un vestido de novia que se ha perdido –añadió, tomando aire–. Me gustaría poder decir que me alegro de verte, pero sería mentira y después de tantos años no tiene sentido mentirnos el uno al otro.

–Nunca imaginé que fueses tan vengativa.

–¿Vengativa? No, en absoluto. Que no esté dispuesta a dejarlo todo para cuidar de tus hijos no significa que tenga nada contra ti. Lo que me pides es absurdo, Marcu. Una vez fuiste importante para mí, pero eso fue hace muchos años.

Él se levantó entonces, dominándola con su estatura.

–Me hiciste una promesa, Monet. No puedes rechazarme hasta que me hayas escuchado. No conoces los detalles, no sabes cuál sería el salario, los beneficios…

–Tengo un trabajo, Marcu –lo interrumpió ella–. Y no hay ningún beneficio en trabajar para ti.

–Una vez nos quisiste. Solías decir que éramos la familia que no habías tenido nunca.

–Entonces era joven e ingenua. Ahora sé más de la vida.

–¿Ocurrió algo cuando te fuiste de Palermo? ¿Algo de lo que yo no sé nada?

–No, no ocurrió nada.

–¿Entonces por qué ese odio repentino hacia mi familia? ¿Te hicieron daño alguna vez?

Monet no respondió enseguida. Los había querido a todos. Una vez, había soñado ser un miembro más de la familia Uberto, pero no pudo ser. No era uno de ellos, no tenía la menor esperanza de ser uno de ellos.

Le escocían los ojos y tenía un nudo en la garganta mientras decía:

–Tu familia se portó muy bien conmigo. Sabiendo quién era, me toleraron durante años.

–¿Te toleraron? –repitió él, con el ceño fruncido–. ¿Estás enfadada conmigo o con mi padre?

Aquello era precisamente lo que Monet no quería hacer. No quería revivir el pasado.

–Da igual, no quiero hablar de ello. Yo no vivo en el pasado y tú tampoco deberías hacerlo.

–Pero es que me importa. Y te recuerdo que estás en deuda conmigo, así que hablaremos más tarde, durante la cena. Ahora te dejo para que termines de hacer lo que tengas que hacer. Te esperaré abajo –dijo Marcu, antes de darse la vuelta.

No se volvió para mirarla hasta que estuvo en el interior del ascensor. Sus ojos se encontraron entonces en un reto silencioso, interrumpido solo cuando las puertas del ascensor se cerraron.

Marcu se cruzó de brazos y dejó escapar un suspiro. Había visto el brillo de reto en los ojos de Monet, su expresión desafiante. Había esperado cierta resistencia, pero aquello era ridículo. Monet Wilde debería recordar que estaba en deuda con él. Además, ella no había sido su primera elección como niñera.

Él era muy selectivo, muy protector, y necesitaba a una persona de confianza para cuidar de sus tres hijos. Ni siquiera había pensado en Monet hasta que la última candidata salió de su despacho. Estaba disgustado, preocupado. No quería dejar a sus hijos con una extraña en Navidad.

Ni siquiera había pensado en ella hasta que agotó todos los recursos. Su niñera, la señorita Sheldon, había tenido que volver a Inglaterra para atender a sus padres y él no confiaba en los desconocidos. Claro que, en realidad, no confiaba en mucha gente.

Eso había sido un problema durante gran parte de su vida adulta. Esa tendencia a analizarlo todo, a desmenuzarlo todo, no era algo malo para un inversor, pero sí lo era cuando se trataba de su vida social. Se había visto obligado a ampliar su pequeño círculo de amistades para encontrar una esposa y, después de una serie de insoportables citas, por fin había encontrado a una mujer que le pareció adecuada, Vittoria Bonfiglio, una joven de veintinueve años. Pero necesitaba pasar tiempo a solas con ella y eso era imposible cuando la niñera de sus hijos estaba en Inglaterra con su familia.

Y fue entonces cuando se acordó de Monet. No había pensado en ella en mucho tiempo, pero le pareció la solución perfecta. Siempre había sido estupenda con sus hermanos ¿por qué no iba a ser tan buena y paciente con sus hijos?

Una vez tomada la decisión, pensó que sería relativamente fácil convencerla. Vivía en Londres y trabajaba en los grandes almacenes Bernard’s. No estaba casada. Podría tener un novio, pero eso le daba igual. La necesitaba durante cuatro semanas, cinco como máximo. Luego volvería a su vida normal, él tendría una nueva esposa y su problema con el cuidado de los niños estaría resuelto.

No se le ocurrió pensar que Monet pudiera negarse porque estaba en deuda con él y necesitaba que le devolviese el favor.

Monet seguía clavada en el sitio, sin saber qué hacer. Solo deseaba que se la tragase la tierra.

Lo único que quería era volver a casa después del trabajo, darse un largo baño de espuma, ponerse un cómodo pijama y ver su programa favorito de televisión, pero pasarían horas hasta que pudiese hacerlo.

Se volvió lentamente, mirando la planta. Durante años, aquel elegante y lujoso espacio había sido su hogar más que su apartamento. Era buena en su trabajo, sabía calmar los nervios de una angustiada novia y organizar a las que estaban abrumadas. ¿Quién hubiera imaginado que aquel sería su don, su habilidad?

Hija ilegítima de una actriz francesa y un banquero inglés, había tenido una infancia inusual y bohemia. Cuando cumplió los dieciocho años había vivido en Irlanda, Francia, Sicilia, Marruecos y Estados Unidos.

Pero había pasado más tiempo en Sicilia que en ningún otro sitio. Palermo había sido su hogar durante seis años, desde los doce hasta los dieciocho. Su madre había seguido viviendo con el aristócrata italiano Matteo Uberto durante tres años más, pero Monet no había vuelto a Sicilia. No quería saber nada de la familia Uberto y había rechazado ver a Marcu tres años antes, como había rechazado recibir a Matteo, su padre, cuando apareció en su casa con una botella de vino, un ramo de flores y un camisón rosa más apropiado para una querida que para la hija de su antigua amante. Fue esa visita lo que hizo que cerrase la puerta a la familia Uberto para siempre.

No tenía nada en común con la familia con la que había vivido durante seis años. Sí, comían juntos, iban al cine, al teatro, al ballet, a la ópera. Compartían vacaciones en la playa y disfrutaban juntos de las navidades en el palazzo, pero en realidad Monet no era uno de ellos. No era miembro de la familia ni miembro de la aristocracia siciliana.

No, ella era la hija ilegítima de un banquero inglés y una actriz francesa más famosa por sus aventuras que por su talento dramático y, por lo tanto, era tratada como alguien de segunda clase.

Aunque había querido el amor y el respeto de Marcu, él había sido el primero en decepcionarla y Monet había jurado no depender nunca de nadie.

Decidida a no seguir los pasos de su madre, había dejado atrás su pasado bohemio. Ya no era la hija de Candie. Ya no era vulnerable, no tenía que disculparse por nada ni pedir favores. Era ella misma, su propia creación. Al contrario que su madre, ella no necesitaba un hombre.

Eso no evitaba que los hombres intentasen conquistarla. Se sentían intrigados por su estilo francés, sus generosos labios, sus ojos dorados y su largo pelo oscuro, pero no la conocían y no sabían que, aunque por fuera pudiese parecer una sirena, era una mujer formal y no le interesaban las aventuras sin importancia.

No estaba interesada en el sexo y, por eso, a los veintiséis años seguía siendo virgen. Tal vez era frígida, pero le daba igual. No estaba interesada en etiquetas. Sabía que para la mayoría de los hombres las mujeres eran juguetes y ella no pensaba ser el juguete de nadie. Su madre, Matteo y Marcu Uberto se habían encargado de que pensara así.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

UNA HORA después, cuando Monet por fin salió de trabajar, un coche negro esperaba frente a la puerta de los grandes almacenes. El conductor abrió un paraguas para protegerla de la nieve y, después de darle las gracias, Monet subió al coche, pegándose a la puerta para no rozar a Marcu.

–¿Qué haces aquí exactamente? –le preguntó él mientras el conductor arrancaba.

–Soy la jefa de la sección de novias, ya te lo he dicho. Ayudo a las novias a encontrar el vestido perfecto e intento que sus madres no las abrumen demasiado.

–Una elección profesional interesante, ¿no?

Ella levantó la barbilla.

–¿Porque mi madre no se casó nunca? –le espetó, enarcando una elegante ceja.

En Bernard’s no sabían nada sobre su pasado. De hecho, los únicos que lo sabían eran su padre, que nunca había sido parte de su vida, y la familia Uberto.

–No, no quería decir eso. ¿Has solucionado todos los problemas? –le preguntó él, con un tono excesivamente amable.

Monet tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco.

–No, aún debo encontrar un vestido que se ha perdido.

–¿Trabajabas aquí cuando vine a verte hace unos años?

–Llevo cuatro años en Bernard’s.

–¿Por qué no quisiste verme entonces? –le preguntó Marcu.

Monet dejó caer los hombros.

–No tenía sentido –respondió, mirándolo de soslayo.

Tenía un rostro perfecto: frente ancha, nariz recta, labios firmes, mandíbula cuadrada. Y, sin embargo, no era un rasgo en particular lo que lo hacía tan atractivo sino la suma de todo, el rictus de su boca, las arruguitas alrededor de los ojos azules.

–No lo entiendo.

–Tú estabas casado, Marcu. Nada bueno podía salir de esa reunión.

–No vine a verte para acostarme contigo.

–¿Y cómo iba a saberlo? Tu padre sí lo hizo.

–¿Qué?

Monet se encogió de hombros, agotada. ¿Para qué guardar el secreto? ¿Por qué no decirle la verdad?

–Tu padre vino a verme un año antes que tú. Apareció en la puerta de mi casa con regalos.

–Tu madre acababa de morir. Imagino que solo quiso tener un detalle.

–Entonces podría haberme llevado una caja de bombones. ¿Pero un ramo de flores, un camisón de satén rosa? Me pareció totalmente inapropiado.

–Hace un par de años le regaló a mi hermana un camisón rosa en Navidad. ¿Por qué te parece tan escandaloso?

«Porque yo no le caía bien», pensó Monet mirando por la ventanilla. ¿Pero para qué contárselo a Marcu? Él siempre había adorado a su padre. Según él, Matteo Uberto no podía hacer nada mal.

El silencio se alargó. Había empezado a nevar con fuerza y los copos se pegaban a las ventanillas del coche.

–Yo no estaba interesado en que fueras mi amante –dijo Marcu después de unos segundos–. Vine a verte porque mi mujer acababa de morir y necesitaba consejo. Pensé que podrías ayudarme, pero me equivoqué.

Monet tragó saliva.

–Lo siento, no lo sabía.

–Pero sí sabías que me había casado.

Monet asintió. Se había casado seis meses después de que ella se fuera de Palermo. No quería saber nada, pero la noticia estaba en internet y en todas las revistas. La familia Uberto, rica, glamorosa y aristocrática, era la favorita de los medios de comunicación.

Se había casado en la catedral de Palermo con una condesa italiana, Galeta Corrado. Provenía de una familia noble, pero la de Marcu era más antigua. Sus antepasados habían pertenecido a la realeza siciliana quinientos años atrás, un hecho que los medios mencionaban cada vez que hablaban de la boda Uberto-Corrado.

La boda había sido fastuosa. El vestido de novia, con una cola de seis metros y un velo de encaje hecho a mano, sujeto por una tiara de diamantes y perlas que tenía más de doscientos años, había costado cincuenta mil euros. Cuando nació su primer hijo hubo rumores sobre si Galeta estaba embarazada cuando se casó. Fue entonces cuando Monet se negó a volver a leer revistas.

Estaba harta. No quería saber nada más. Quería vivir al margen de la familia Uberto. Se negaba a mirar atrás, se negaba a recordar, a sentir dolor cada vez que alguien mencionaba su nombre.

Ese dolor la sorprendía porque se había convencido a sí misma de que no lo quería, que solo estaba encaprichada. Se decía que era curiosidad y deseo, pero no verdadero amor.

¿Entonces por qué le dolía tanto escuchar su nombre? ¿Por qué le dolía que se hubiera casado? Cuando se casó con Galeta y tuvieron su primer hijo, Monet se dio cuenta de que sus sentimientos por él eran más fuertes de lo que había querido creer. No le dolería tanto si solo hubiera sido un capricho adolescente. No lo echaría de menos si solo hubiera sido curiosidad. No, le dolía porque lo había querido de verdad.

Monet se volvió hacia Marcu de nuevo. Había sido muy guapo a los veinte años, pero era aún más atractivo a los treinta y tres. Sus facciones habían madurado y su piel ligeramente bronceada brillaba de salud y vitalidad.

–¿Cómo murió? –le preguntó, intentando ordenar sus pensamientos y sus imposibles emociones.

–Sufrió un derrame cerebral poco después del último parto –respondió él, apartando la mirada–. Yo no sabía que pudiera pasar, pero el médico dijo que no era tan raro. Al parecer, los derrames causan el diez por ciento de las muertes relacionadas con el embarazo –Marcu se quedó callado un momento–. Yo no estaba allí cuando ocurrió. Me había ido a Nueva York pensando que estaba en buenas manos con la niñera y la enfermera.

–No debes culparte a ti mismo.

–No me culpo por el derrame, pero no puedo olvidar que murió mientras yo estaba en un avión sobre el Atlántico. No debería haber sido así –Marcu sacudió la cabeza–. Si hubiera estado a su lado, tal vez podría haberla llevado antes al hospital. Tal vez allí los médicos la habrían salvado.

Monet no sabía cómo responder, de modo que se quedó callada, escuchando el rítmico sonido de los limpiaparabrisas mientras su corazón latía acelerado.

Era lógico que a Marcu le pesara la muerte de su esposa. ¿Cómo no iba a sentirse parcialmente responsable? Pero, aunque lo lamentaba mucho, no era su problema. Necesitaba ayuda, ¿pero por qué se la pedía precisamente a ella?

–¿La familia de tu difunta esposa no puede ayudarte con los niños? –le preguntó–. ¿No pueden echarte una mano sus padres o sus abuelos?

–Galeta era hija única y sus padres han muerto. Mi padre también, ya lo sabes. Y mis hermanos están ocupados con sus vidas.

–Como yo estoy ocupada con la mía –dijo ella.

–Solo te pido unas semanas.

–No, lo siento. Sencillamente, no es buen momento.

–¿Y cuándo sería buen momento? –insistió Marcu.

Pasaron frente al banco de Inglaterra y otros edificios históricos que formaban el corazón de la ciudad de Londres.

–Ninguno –respondió Monet, cansada e incómoda. Quería quitarse el sujetador, ponerse el pijama y tomar una copa de vino en la cama–. No tengo el menor deseo de trabajar para ti.

–Lo sé –dijo él.

El conductor detuvo el coche frente a un edificio oscuro y salió con el paraguas para abrirles la puerta.

Marcu le ofreció su mano, pero Monet no la aceptó. Bajó de un salto y se alejó unos pasos para no rozarlo.

Marcu lanzó sobre ella una mirada irónica, pero no dijo nada mientras se dirigían hacia una sencilla puerta de madera, que se abrió silenciosamente cuando él pulsó un timbre escondido en la pared. Entraron en un vestíbulo extrañamente sobrio y Monet miró alrededor, desconcertada. Aquel sitio no parecía un restaurante.

–Normalmente, prefiero bajar por la escalera –dijo Marcu–, pero tú llevas de pie todo el día, así que sugiero que tomemos el ascensor.

Bajaron en el ascensor hasta un amplio salón con columnas de mármol. Monet seguía perpleja. Aquel sitio parecía la cámara acorazada de un banco.

–Me alegro de volver a verlo, señor Uberto –lo saludó un hombre vestido con traje de chaqueta negro y camisa del mismo color–. Acompáñenme, por favor.

Los llevó por un largo pasillo hasta un comedor con el techo plateado, lámparas de araña de varios estilos y sillas tapizadas en terciopelo malva. No había más de una docena de mesas, con grupos de hombres en algunas, parejas en otras. Pero no se quedaron allí. El hombre los llevó a un reservado decorado con el mismo estilo, aunque las sillas estaban tapizadas en terciopelo gris.

–Qué sitio tan extraño –comentó Monet mientras los camareros llevaban botellas de agua mineral, aceitunas y paté.

–Hace tiempo fue el banco de Sicilia, ahora es un club privado.

–Ya me lo imaginaba –Monet tomó una aceituna y se la metió en la boca–. A ver si lo adivino, tu padre venía a este club y tú has heredado su tarjeta de socio.

–No, mi abuelo era el dueño del banco. Mi padre lo cerró y cuando no encontró comprador para el edificio decidimos convertirlo en un hotel solo para socios. Y yo convertí la cámara acorazada en un club privado hace cinco años.

–¿Es aquí donde te alojas cuando vienes a Londres?

–En la última planta, sí. Tengo un apartamento.

–Es un sitio muy curioso –murmuró ella, tomando la carta que le ofrecía un camarero.

Le habría bastado con las aceitunas y el paté, pero cuando vio el delicioso marisco a la plancha supo lo que quería.

Cuando el camarero se alejó, Marcu fue directamente al grano.

–Te necesito urgentemente, Monet. Me gustaría volver a Italia esta misma noche, pero es demasiado tarde, así que organizaré el viaje por la mañana…

–No te he dicho que sí.

–Pero lo harás.

Monet dejó escapar un suspiro de frustración. Y, sin embargo, sabía que estaba en deuda con él.

–Enero hubiera sido mucho mejor para mí.

–Ya te he dicho que en enero debo acudir a una conferencia en Singapur y me gustaría tenerlo todo solucionado para entonces.

–¿Solucionado en qué sentido?

–Quiero estar casado con Vittoria para entonces. Me preocupan los niños cuando estoy de viaje y…

–Pero los niños no tienen relación con tu futura esposa, ¿no?

–Han sido presentados.

Monet tuvo que contener una carcajada.

–No sé quién me da más pena, tu futura esposa o tus hijos. «Han sido presentados» –repitió, haciendo una mueca–. ¿Dónde está tu sensibilidad?

–No tengo ninguna. Ahora soy duro como una piedra.

–Pobre de tu futura esposa.

–No soy un romántico, nunca lo he sido.

–¿Eso dice el hombre que adora la ópera, que escucha a Puccini durante horas?

–A ti te encantaba la ópera, yo solo apoyaba tu pasión.

Monet lo miró, pensativa.

–Tú sabes que sería mejor contratar a una niña profesional que intentar solucionar las cosas casándote de nuevo. Las mujeres tienen sentimientos.

–Vittoria es una mujer práctica y espero que tú también lo seas. Te pagaré cien mil euros por cinco semanas de trabajo –dijo Marcu–. Espero que eso cubra la pérdida de tu sueldo.

–¿Y si pierdo mi trabajo en Bernard’s?

–Seguiré pagándote veinte mil euros a la semana hasta que encuentres un nuevo puesto de trabajo.

Monet torció el gesto, intrigada y horrorizada a la vez.

–Eso es mucho dinero.

–Mis hijos lo merecen.

–De modo que te consume el sentimiento de culpa por la muerte de tu esposa.

–No es sentimiento de culpa, es que quiero arreglar la situación. Mis hijos son buenos niños, pero yo no puedo atender todas sus necesidades. Necesitan una madre, por eso he decidido volver a casarme.

–Pero tu mujer será una extraña para ellos.

–Al principio sí, claro, pero tarde o temprano forjarán una relación. No espero que ocurra de la noche a la mañana, pero ocurrirá con el tiempo. Imagino que, cuando llegue el momento, los niños estarán encantados de tener una nueva hermanita o hermanito.

Monet torció el gesto. ¿De verdad pensaba que sus hijos, privados de su madre, recibirían a un hermanito con alegría, un niño con el que competirían por la atención de su padre?

–Estudiaste Economía en la universidad, pero deberías haber estudiado también psicología infantil –dijo por fin–. No creo que los niños quieran tener más competencia, Marcu.

–Aún son pequeños, pero su inocencia es una ventaja. Necesitan una figura materna y mi intención es dársela. Sienten un gran cariño por su niñera, pero me temo que la señorita Sheldon está a punto de dejarnos.

–Pensé que solo había ido a visitar a sus padres.

–Así es, pero solo es una cuestión de tiempo –Marcu hizo una pausa–. La señorita Sheldon se ha enamorado de mi piloto. Han estado saliendo juntos en secreto durante el último año. Ellos no saben que lo sé, pero no son tan discretos como creen.

–¿Y no podría casarse y seguir trabajando para ti?

–No, no lo creo. Imagino que querrán formar su propia familia.

–Pero aún no se ha ido.

Marcu hizo una mueca.

–No quiero seguir hablando de la señorita Sheldon. Solo quería decirte que no perderás dinero trabajando para mí.

Su brusco y arrogante tono molestó a Monet. La idea de trabajar para él le producía náuseas. No tenía intención de ser su empleada. No quería que Marcu fuera su superior. Pensar en darle explicaciones hacía que quisiera levantarse de la silla y salir corriendo.

Una vez había pensado que lo amaba desesperada, apasionadamente, pero a él le había parecido inapropiada, indigna.

Según Matteo Uberto, Monet podía ser dulce y encantadora, pero era la clase de mujer que uno tenía como amante, no como esposa. Y Marcu no la había defendido.

Escuchar eso a los dieciocho años, ser tan dolorosamente despreciada, lo había cambiado todo para siempre.

–No puedo trabajar para ti –le dijo–. No puedo estar a tus órdenes.

–Yo solo estaré unos días en la casa, hasta que te hayas familiarizado con los niños. Luego me iré a esquiar con Vittoria y, a menos que ocurra algo inesperado, volveremos después de Año Nuevo.

–¿No vas a pasar las navidades con tus hijos? –le preguntó ella, desconcertada.

–No, por eso necesito tu ayuda. No quiero dejarlos solos con una extraña.

Era difícil creer que Marcu se hubiera convertido en un hombre tan frío y pragmático. Había sido tan cálido y amable de joven.

–¿Y ellos lo saben?

–Saben que este año las navidades serán diferentes. No les he contado nada más. No me ha parecido apropiado hasta que Vittoria acepte mi proposición.

Monet frunció el ceño.

–Me preocupas, Marcu, y también me preocupan tus hijos.

–Yo no maltrato a mis hijos.

–Pero te echan de menos, seguro.

–No, tal vez incluso sea un alivio para ellos que me marche –Marcu hizo una mueca–. Sé que lo pasan mejor con la señorita Sheldon.

–¿Y eso no te preocupa?

–Yo nunca quise ser padre y madre a la vez.

–Pero es muy triste que los dejes solos en Navidad…

–¿Quieres pelearte conmigo? –la interrumpió él–. Ya he admitido que no se me da bien ser padre. ¿Qué más quieres de mí?

El dolor que había en su voz la sorprendió. Estaba sufriendo, eso era evidente.

–No quiero pelearme contigo, pero las cosas no terminaron bien entre nosotros y no me sentiría cómoda en tu casa. Sé que tus hijos necesitan estabilidad en este momento, pero también sé que no soy la persona adecuada para ser su niñera.

–¿Por qué no? Se te dan muy bien los niños.

–Solo cuidé niños hasta que encontré un trabajo fijo. Además, no puedo irme así, de repente. Tengo que hablar con mi jefe y…

–Ya lo he hecho –la interrumpió Marcu–. He hablado con Charles esta mañana.

–¿Charles Bernard?

Él asintió con la cabeza.

–Le conté mi problema y está de acuerdo en que tú eres la mejor solución para esta emergencia…

–¿Qué emergencia? –lo interrumpió ella, atónita–. Tú has decidido ir a esquiar con tu novia justo cuando te has quedado sin niñera. Eso no es una emergencia. Contrata a una niñera profesional como haría cualquier persona normal.

–Charles entiende que no puedo dejar a mis hijos con una extraña. Cuando le hablé de tu conexión con mi familia, también él pensó que era la mejor solución.

«Qué arrogante, qué manipulador».

–No puedo creer que hayas hablado con el dueño de los grandes almacenes sin decirme nada –le dijo, airada–. Siento mucho que tu niñera no esté disponible en este momento. Siento mucho si eso estropea tus planes de ir a esquiar…

–No se trata de esquiar, Monet. Voy a proponerle matrimonio a Vittoria.

–Sigue sin ser mi problema y me parece intolerable que hayas hablado con el dueño de los grandes almacenes sin contar conmigo.

–No hay nada malo en que Charles sepa que entre nosotros hay una relación. Al contrario, creo que eso te ayudará. Seguramente recibirás un aumento de sueldo cuando vuelves al trabajo.

–¿Le has contado a Charles Bernard lo íntima que era esa relación? ¿Le has dicho que mi madre era la amante de tu padre? El señor Bernard es una persona muy conservadora…

–Sí, lo sabe. Como sabe que eres hija de Edward Wilde. Tu padre está en el consejo de administración de los grandes almacenes y sospecho que tu ascenso ha tenido algo que ver con eso.

Monet lo miró boquiabierta. No sabía que su padre estuviera en el consejo de administración. No había hablado con él desde que la ayudó a encontrar el primer trabajo como niñera cuando llegó a Londres.

–Conseguí ese ascenso por mí misma, trabajando mucho, no gracias a mi padre.

–Tu padre es una persona respetada en el mundo de la banca.

–Eso no tiene nada que ver conmigo –replicó ella–. Le he visto cuatro o cinco veces en mi vida. Él no tiene ningún interés en mí, solo me dio una carta de referencias porque le dije que necesitaba su ayuda. De hecho, me la dio cuando amenacé con contarle a su mujer y sus hijos quién era.

Marcu enarcó una ceja.

–¿Crees que no saben de tu existencia?

–Estoy segura de que su mujer no sabe nada y me da igual. Todo el mundo comete errores y mi madre fue el error de Edward. O al revés.

–¿Lo llamas Edward?

–Desde luego, no lo llamo «papá».

–Estás más a la defensiva que nunca.

–No estoy a la defensiva, solo digo la verdad. Él no me quería. Le dio dinero a mi madre para que se librase de mí, pero en lugar de hacerlo Candie se fue a Estados Unidos y luego a Marruecos… y ya conoces el resto de la historia. Edward tolera mi existencia porque no tiene más remedio. De niña, tenía que aceptar que mi existencia era meramente tolerada, pero ya no –dijo Monet, tomando aire–. Por eso no puedo hacerte este favor. No voy a permitir que me trates como a una persona de segunda clase. Ni a ti ni a nadie.

–Yo nunca te he tratado como si fueras una persona de segunda clase.

–Sí lo hiciste, tú sabes que es así.

–¿De qué estás hablando? ¿Esto tiene algo que ver con el beso?

Monet apartó la mirada.

–Fue algo más que un beso.

–Y te gustó. No digas que no.

–No voy a negarlo, pero lo que yo pensé que estaba pasando no tenía nada que ver con la realidad.

–No te entiendo.

Monet tomó aire de nuevo, intentando mantener la compostura. Llorar sería un desastre, perder el control sería una humillación.

–No estábamos en situación de igualdad. Tú me hiciste pensar que lo estábamos, pero no era verdad.

–Sigo sin entenderte.

–Da igual, ya no importa. Lo que importa es que no voy a dejar mi trabajo para ser tu niñera. Si hubiera querido ser parte de tu vida me habría quedado en Palermo, pero me marché y no tengo el menor deseo de pasar tiempo contigo. Por eso, te exijo que perdones la deuda, que olvides el favor que me hiciste y que cerremos la puerta del pasado para siempre.

Marcu se quedó helado al escuchar esas palabras. Porque tenía razón, seguramente los dos deberían cerrar la puerta del pasado. Y, sin embargo, eso era lo último que quería.

Y en ese momento se dio cuenta de algo más.

No había sido sincero consigo mismo al pensar que Monet no había sido su primera elección. Eso era mentira. Había entrevistado a muchas candidatas, pero no le gustaban porque ninguna de ellas era Monet. Había rechazado a una detrás de otra, encontrándoles defectos a todas, precisamente para poder buscar a Monet y decirle: te necesito.

Porque era cierto.

La necesitaba para que lo ayudase a estabilizar la situación en casa antes de casare con Vittoria. Él no era paciente, tierno o particularmente afectuoso. Quería mucho a sus hijos, pero no sabía cómo tratarlos y, por eso, necesitaba una esposa, alguien maternal, alguien que crease estabilidad en su hogar. Él viajaba demasiado, trabajaba demasiado. Estaba constantemente en guerra consigo mismo, tratando de manejar sus negocios y estar presente en la vida de sus hijos.

Y no era tarea fácil cuando su cuartel general estaba en Nueva York y sus hijos crecían en Sicilia. A veces, tres días en Nueva York se convertían en una semana y luego en dos, y entonces se preocupaba por sus hijos y, además, se odiaba a sí mismo y se sentía culpable.

Se sentía culpable por la muerte de Galeta y se odiaba a sí mismo porque, en realidad, no quería volver a casarse.

Galeta había sido una esposa amable y leal y, aunque el suyo no había sido un matrimonio apasionado, se habían convertido en amigos. Galeta había creado un hogar para él y para sus hijos en el palazzo. Su muerte había provocado una conmoción y había tardado años en superar la tragedia. ¿Por qué no sabía que una mujer seguía siendo tan vulnerable durante y después del parto? ¿Por qué había pensado que todo sería tan fácil?

El sentimiento de culpa lo consumía. Galeta no merecía morir, sus hijos no merecían haber perdido a su madre y él no era el padre que quería ser. De modo que, aunque no deseaba volver a casarse, lo haría porque su prioridad eran los niños.

–No puedo olvidar el favor porque te necesito –le dijo, con tono impaciente–. Tú me pediste ayuda hace ocho años y yo te ayudé, Monet. Ahora te pido que me devuelvas el favor. Y lo entiendes, sé que lo entiendes. Viviste con nosotros muchos años y nos conoces bien.

Ella sacudió la cabeza.

–También sé que podrías ser magnánimo y perdonar la deuda.

–Lo haría si fuese algo sin importancia, pero se trata de mis hijos.

Monet se echó hacia atrás en la silla, prácticamente vibrando de furia. Era a la vez preciosa y fiera, y Marcu pensó que nunca había visto esa faceta de su personalidad. En Palermo había sido discreta y dulce, con un delicioso sentido del humor. No hablaba mucho cuando su padre estaba presente, pero cuando estaban solos era muy charlatana y divertida. Debería haber sabido que bajo ese aspecto dulce había un carácter de acero. Y, en realidad, se alegraba. Él estaba rodeado de gente que accedía a todos sus deseos sin rechistar solo porque era rico y poderoso, pero resultaba difícil confiar en aquellos que solo querían complacerte. Ese tipo de gente era peligrosa, podían ser comprados.

–No me gustas –dijo Monet entonces.

Marcu frunció el ceño. Le gustaría recordarle que una vez lo había seguido a todas partes, que siempre era la primera en defenderlo, incluso cuando no necesitaba que lo defendiese. Su lealtad siempre lo había emocionado y, a cambio, había cuidado de ella, incluso cuando estaba en la universidad. Entonces había encargado a uno de los empleados del palazzo que estuviese pendiente de ella porque sabía que Candie se había olvidado de la existencia de su hija y, aunque su padre nunca le había hecho daño, solo toleraba a Monet porque Candie era su amante.

Y Monet era demasiado inteligente y demasiado sensible como para no darse cuenta de cuál era su sitio en el palazzo Uberto.

–Ahora –le dijo–. No te gusto ahora, los dos sabemos que antes no era así.

–Da igual, no me gustas y eso debería ser suficiente para que no me quisieras como niñera de tus hijos.

–Estás siendo sincera y lo respeto. Además, te conozco y sé que no dejarás que eso influya en el trato con mis hijos.

–No me conoces, Marcu. Ya no soy la chica que se marchó de Palermo hace ocho años con una mochila a la espalda.

–Y cinco mil euros que yo te metí en el bolsillo.

–Cinco mil euros que ya te he devuelto. ¿Es que no lo entiendes? –le espetó Monet, levantándose de la silla–. Yo no quería tu dinero entonces y no lo quiero ahora.

Estaba a punto de salir corriendo, pero él la tomó por la muñeca.

–Siéntate –le dijo en voz baja–. Habla conmigo.

–¿Para qué? No me escuchas –replicó ella–. Te he dicho que no puedo dejar mi trabajo ahora. Podría hacerlo en enero…

–En enero no te necesitaré porque la señorita Sheldon habrá vuelto –la interrumpió él, soltando su mano.

Esperaba que volviese a sentarse, pero no lo hizo. Siguió de pie, mirándolo con expresión indignada.

–No puedo dejar mi trabajo durante cinco semanas, es ridículo.

–Cuatro semanas entonces –dijo Marcu, conteniendo un suspiro de impaciencia–. ¿Quieres sentarte, por favor? Estamos llamando la atención.

–Estamos solos, es un salón privado.

–Me haces sentir incómodo.

–Ah, no, qué horror, y eso no puede ser –replicó ella, irónica, antes de volver a sentarse–. Dos semanas.

–Tres.

Monet tomó un sorbo de vino, esperando que él no se diese cuenta de que le temblaba la mano.

–No quiero estar en la casa cuando Vittoria y tú volváis de esquiar.

–Muy bien.

–Volveré a casa el primer fin de semana de enero.

–Te enviaré de vuelta a casa en mi avión, te lo prometo.

Monet lo miró a los ojos.

–Una cosa más –le dijo, después de pensarlo un momento–. Tengo que ir a trabajar mañana. Debo encontrar un vestido de novia que se ha perdido.

–Tenemos que irnos a Italia…

–Tú tienes que ir a Italia, yo no –lo interrumpió ella–. Yo tengo que encontrar el vestido de la señorita Wilkerson. Le he prometido a su madre que lo encontraría y no puedo faltar a mi promesa.

Marcu lo pensó un momento antes de asentir con la cabeza.

–Muy bien, de acuerdo. Iré a buscarte a la una. Te esperaré en la puerta e iremos directamente al aeropuerto.

–No pensarás que voy a salir huyendo, ¿verdad?

Esa sonrisa irónica lo excitó, pero, por suerte, no iba a pasar mucho tiempo con ella. La llevaría al palazzo y se marcharía enseguida porque Monet Wilde seguía poniendo a prueba su autocontrol después de tantos años.

–Sé que no vas a salir huyendo –dijo con voz ronca–. Porque sé que para ti una promesa es una promesa.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

MONET mantuvo los ojos cerrados mientras el avión sobrevolaba las escarpadas montañas del sureste de Francia. No le daba miedo volar, pero aquel día tenía el estómago encogido.

No podía creer que estuviera allí. Iba a pasar las navidades en los Alpes italianos con Marcu… no, con los hijos de Marcu, ya que él estaría en otra parte con su futura esposa.

De niña, temía las vacaciones de Navidad. Durante años, su madre y ella no habían celebrado esas fiestas en absoluto y eso le parecía desconcertante y doloroso.

No había tenido unas navidades de verdad hasta que se mudaron a Palermo. Los Uberto celebraban esas fiestas por todo lo alto y el mes de diciembre estaba lleno de música, fiestas, regalos y dulces. Pero incluso en Palermo, la Navidad era para los hijos de la aristocrática familia Uberto. Monet solo era la chica rara franco-inglesa que intentaba no llamar demasiado la atención. Su madre la quería lo suficiente como para tenerla a su lado, pero no tanto como para pensar en ella por encima de todo.

Disgustada por esos recuerdos, Monet abrió los ojos. Marcu seguía trabajando en su ordenador, tan concentrado que parecía haberse olvidado de ella.

–Esto es absurdo –dijo en voz baja–. Lo lamentaremos, ya verás.

–Yo no lo lamentaré. Necesito ayuda y sé que contigo mis hijos estarán en buenas manos.

Era tan arrogante, tan seguro de sí mismo. Y guapísimo, además. Había sido guapísimo de joven, pero ahora era irresistible. Frente despejada, labios firmes, el espeso pelo negro apartado de la cara enmarcando unos penetrantes ojos azules y unos dientes perfectos. Con su estatura y su cuerpo atlético era un hombre que atraería a cualquier mujer.

Todo sería más fácil si no lo encontrase tan atractivo. Todo sería más fácil si su corazón no diese un vuelco cada vez que la miraba, como le pasaba de niña.

Se sentía mareada en ese momento, pero enfadada también. Ya no era una niñera. Tenía una carrera profesional, un trabajo del que disfrutaba mucho, pero Marcu había insistido en que lo dejase todo para hacerle ese estúpido favor.

Monet apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos para contener la ansiedad. Sabía que aquello era un terrible error, pero no podía hacer nada.

–¿Encontraste el vestido de novia que se había perdido? –oyó la voz de Marcu a su lado.

Monet dio un respingo al ver que se había sentado frente a ella. Estaba tan distraída que no se había dado cuenta.

No le tenía miedo, pero temía lo que la hacía sentir: rabia, vergüenza, dolor.

–Sí, lo encontré. Se habían equivocado al poner la etiqueta, pero todo está solucionado.

–Imagino que fue un alivio para tu cliente.

–Y para mí. Era un vestido muy caro.

–Sigo intentando verte como asesora de novias.

–¿De verdad te sorprende tanto? –le preguntó ella.

–La verdad es que sí.

Nunca había sido su sueño trabajar con novias, pero se le daba bien encontrar el vestido perfecto para cada mujer, sobre todo las que querían algo espectacular para ese gran día. Al parecer, había heredado el talento artístico de su madre y tenía la paciencia necesaria para trabajar con jovencitas temperamentales. En un par de años, había pasado de sacar vestidos del almacén a ser la jefa de todo el departamento.

–Hay mucho teatro en las bodas –dijo, pensativa–. Es como una gran producción teatral y tiene que ser mágica. Todo tiene que ser perfecto, pero nadie debe saber el trabajo que hay detrás, la frenética actividad entre bambalinas.

–Y tú eres la directora de escena.

–Pero entiendo que no es mi obra. Sencillamente, estoy ahí para hacer feliz a la gente.

–Como tu madre entonces.

Monet sintió una oleada de vergüenza.

–Yo no me acuesto con la gente para hacerla feliz –replicó.

–No quería decir eso.

–¿Entonces qué querías decir?

–Creo que quieres sentirte ofendida –respondió él–. Llevas años resentida.

Si hubieran estado en cualquier otro sitio, Monet se habría levantado y lo habría dejado con la palabra en la boca, pero en un jet privado, a diez mil metros sobre el suelo, no había forma de escapar.

–¿Resentida por qué? Yo no soy una víctima, Marcu. Estoy satisfecha con mi vida. He trabajado mucho para conseguir lo que tengo. Nadie me ha regalado nada.

–No estaba dando a entender que te hayas acostado con nadie para conseguir….

–Porque no lo he hecho.

–Solo quería decir que tu madre salió adelante en la vida por su habilidad para darle a la gente lo que quería.

–¿Podemos dejar de hablar de mi madre? No hablamos constantemente de la tuya y sé que su ausencia te hizo mucho daño.

Marcu se aclaró la garganta.

–Al menos, yo la conocí. Los más pequeños no la recuerdan.

–¿Cuántos años tenías cuando se marchó?

–Doce.

–La misma edad que tenía yo cuando llegué al palazzo.

–¿Te acuerdas?

–Claro que me acuerdo. ¿Y tú?

–Yo también –respondió Marcu, pensativo–. Las madres son importantes, por eso quiero volver a casarme.

–¿A tus hijos les cae bien Vittoria?

–Solo la han visto un par de veces, pero parece que se llevan bien. Los niños son pequeños, así que les resulta fácil adaptarse a los cambios.

–¿Cuántos años tienen?

–Tres, cinco y casi siete –respondió él–. Antonio es el más pequeño. Rocca, la única chica, tiene cinco y Matteo cumplirá siete después de Año Nuevo.

–Matteo, como tu padre.

Los dos se quedaron callados un momento.

–A mi padre le caías bien –dijo Marcu después–. Siempre fue muy protector contigo.

Hasta aquella noche, cuando le oyó decir esas cosas tan hirientes sobre ella.

«No es la clase de chica con la que uno pueda ir en serio. Recuerda de dónde viene. Recuerda quién es. Es estupenda para tener una aventura, pero no para casarse».

Y luego, la brutal respuesta de Marcu:

«Ya lo sé, no necesito que me lo recuerdes. Cuando me case, será con alguien apropiado».

Marcu no sabía que ella había escuchado la conversación. No sabía el daño que le había hecho o por qué quería irse de Palermo con tanta prisa, pero le había comprado un billete de avión y la había llevado al aeropuerto personalmente.

Durante el viaje, Monet estaba como entumecida y seguía así mientras recorría el aeropuerto de Heathrow. El único pensamiento que daba vueltas en su cabeza era que Marcu quería perderla de vista. Los besos del día anterior no habían significado nada para él. Al contrario, seguramente pensaba que había sido un error, algo bochornoso.

Mientras buscaba un sitio en el que alojarse, se consoló pensando que al menos todo había quedado en unos cuantos besos. Al menos solo le había entregado su corazón y no su inocencia. No porque le importase demasiado su virginidad sino porque ya le había dado demasiado.

Monet sacudió la cabeza, forzándose a volver al presente. Las siguientes semanas iban a ser difíciles. No le preocupaban los niños porque había trabajado como niñera durante mucho tiempo, pero temía estar cerca de Marcu porque los recuerdos provocaban un gran dolor.

–¿De verdad le regaló a tu hermana un camisón rosa?

–Sí.

–¿Y no te parece inapropiado que me comprase uno a mí? Yo no soy su hija.

–Conociéndolo, estoy seguro de que lo hizo con buena intención.

Monet se mordió los labios para no decir que si Matteo hubiese tenido buena intención no habría envenenado a Marcu contra ella. No hubiese hablado de ella como si fuese indigna.

–No me crees –dijo él entonces.

–Ya no sé qué creer –murmuró Monet.

Y era la verdad.

El jet privado aterrizó veinticinco minutos después en el aeropuerto de Milán, donde los esperaba un brillante Maserati negro.

La auxiliar de vuelo guardó el equipaje en el maletero y Marcu abrió la puerta del coche. El interior del deportivo era tan impecable como el exterior y olía a nuevo.

Fueron en silencio durante gran parte del camino. La nieve cubría las cumbres de los Alpes, pero no había hielo en la carretera y Monet intentó relajarse, aunque no era fácil.

Marcu, a la vez familiar y completamente extraño para ella, la abrumaba. Había cambiado con el tiempo, pero era más atractivo que antes y no podía dejar de mirar sus manos sobre el volante; unas manos fuertes, grandes, muy masculinas.

–¿Llevas cadenas? –le preguntó mientras tomaba una peligrosa curva.

–Sí, las llevo. ¿Nerviosa?

–No –mintió ella, cruzando las piernas.

–Pero te agarras al asiento como si tuvieras miedo.

Monet soltó el borde del asiento y pasó las manos por la falda gris, intentando parecer relajada.

Marcu no estaría allí mucho tiempo. Se iría de vacaciones con Vittoria y ella se quedaría sola con sus hijos. Los niños no serían un problema. Podía controlar cualquier cosa salvo su reacción ante Marcu.

–Siento que lleguemos tan tarde. Por la mañana, el paisaje es precioso.