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Un amor sin secretos Julia James «Has tenido a mi hijo durante cinco años. Ahora yo también lo tendré». El escalofrío que sintió Alaina Ashcroft al darle el «sí, quiero» a Rafaello Ranieri contrastaba con el fuego que corría por sus venas. Cinco años antes se habían entregado a una aventura apasionada que la dejó embarazada, pero una infancia desgarradora la llevó a tomar la decisión de no decírselo hasta que volvieron a encontrarse por casualidad. Nunca imaginó que Rafaello insistiría en reclamar a su hijo gracias a un frío matrimonio de conveniencia. Pero no había nada frío en la forma en que la miraba su nuevo marido, ni en el ardiente deseo que provocaban sus caricias. Solo hasta medianoche Katherine Garbera Un falso matrimonio podía convertirse en verdadero. La hermana de Dash Gilbert salió del coma creyendo que él se había casado con la doctora que la había atendido, Elle Monroe, que, además, era una antigua novia. Dash convenció a Elle para que fingiera ser su esposa por el bien de su hermana a cambio de financiar una nueva ala del hospital. Aunque se trataba de un acuerdo de negocios, la mutua atracción que sentían les proporcionaba mucho placer. Pero Dash no creía en el amor y Elle desconfiaba de sus sentimientos. ¿Podría un idilio fingido convertirse en verdadero?
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Seitenzahl: 365
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 405 - octubre 2024
I.S.B.N.: 978-84-1074-353-3
Créditos
Un amor sin secretos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Sólo hasta medianoche
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Alaina Ashcroft vio cómo la limusina se alejaba del sombreado pórtico del hotel y tomaba el largo camino bordeado de hibiscos que llevaba a la autopista.
Se iba.
Regresaba al aeropuerto, regresaba a Italia, a su propia vida, tal como había dicho que haría. Desbaratando todas sus esperanzas de que alargase su estancia en la isla, de que quisiera pasar más tiempo con ella. De que quisiera algo más que una aventura con ella…
«Que quisiera llevarme a Italia con él».
Alaina sentía una opresión en el pecho. ¿No le había advertido su madre, debido a su lamentable experiencia, lo juiciosa que debía ser para no terminar como ella? Queriendo lo que no podía tener, anhelando a un hombre que no la amaba, esperando que fuera así algún día.
Como lo había esperado ella.
Desolada, se dio la vuelta. Sus esperanzas se habían desvanecido. Ahora lo único que podía hacer era seguir adelante. Tenía trabajo que hacer y el trabajo sería su terapia.
«Él se ha ido y esto es el final. Mi vida será la misma de antes. Como si no nos hubiéramos conocido, como si no hubiéramos tenido un romance».
Pero resultó que estaba completamente equivocada.
Cinco años después…
Rafaello Ranieri estiró sus largas piernas, relajándose en el espacioso asiento de primera clase, y sacó una revista jurídica del maletín para pasar el rato durante el vuelo a Londres.
Como uno de los mejores abogados de Italia, muy solicitado por las familias más acaudaladas del país, a quienes su bufete proporcionaba servicios inestimables cuando se trataba de asuntos fiscales delicados, conflictos de herencia o cónyuges avariciosos, necesitaba mantenerse al día, no solo con respecto al sistema legal italiano, sino en cualquier país donde sus clientes pudieran necesitar su respetada y altamente remunerada experiencia.
Era por uno de esos clientes por lo que viajaba a Londres, para consultar con el bufete homólogo con sede en esa ciudad. Llegaría demasiado tarde para verlos esa noche y, como tenía que volver a Roma al día siguiente, había decidido pasar la noche en un hotel cercano al aeropuerto. Una breve visita al Reino Unido, como de costumbre. Así era como le gustaba vivir su vida, con calma y sin problemas.
Su rostro se ensombreció por un momento.
«Con calma y sin problemas» no era como su infeliz madre había vivido. Su padre, jubilado del próspero bufete familiar, cuya dirección había confiado a Rafaello, siempre la había tachado de neurótica.
El desastroso matrimonio de sus padres solo servía para confirmar que el camino que había elegido, aventuras breves con mujeres que nunca quisieran más de lo que él estaba dispuesto a ofrecerles, era lo más sensato.
Sin embargo, hubo una mujer…
En una isla caribeña, con playas de arena blanca y palmeras meciéndose con la brisa tropical, un lugar perfecto para el romance. Y ella había sido perfecta para el romance en un lugar así. Bella, apasionada, ardiente. La había deseado desde el momento en que la vio y su aventura había sido perfecta.
Hasta que ella dejó entrever que quería algo más de lo que él estaba dispuesto a ofrecerle.
Entonces se alejó de ella en la elegante limusina del hotel, hacia el aeropuerto que lo llevaría de regreso a Italia, a la vida que le convenía. Tranquila y serena, sin sobresaltos.
Alaina estaba nerviosa, pero intentaba disimular. Como subdirectora del hotel, estaba acostumbrada a presentar un aire de serena competencia. Los clientes no debían saber que estaba atendiendo la recepción porque dos miembros del personal habían enfermado, pero llegaba tarde a recoger a Joey en la guardería.
Se las había arreglado para llamar a su amigo Ryan, cuya hija, Betsy, iba a la misma guardería, y él había accedido a recoger al niño. Les daría la merienda y, después de llevar a Betsy a casa de su madre, que no vivía lejos con su segundo marido, llevaría a Joey al hotel. Para entonces, el personal de noche ya habría ocupado su sitio y ella estaría libre.
Ese acuerdo con Ryan funcionaba bien, aunque a veces, como aquel día, era estresante. Pero le permitía hacer su trabajo, que era tanto económicamente necesario como deseable desde una perspectiva profesional. Aunque ser madre trabajadora con un niño pequeño no era nada fácil.
Y, a diferencia de Ryan, que compartía la custodia con su exesposa, ella era madre soltera.
«Pero esa fue tu elección».
Porque, de lo contrario, habría tenido que revelar la existencia de un hijo que nunca había sido planeado a un hombre que no tenía ningún interés en ella. Por mucho que Alaina lo hubiera deseado.
«Pero no fue posible, dejémoslo así».
La entrada de una avalancha de clientes provenientes de la lanzadera del aeropuerto, uno de los secundarios de Londres, lejos de la capital, exigió toda su atención.
Acababa de registrar a los nuevos clientes cuando oyó que las puertas se abrían de nuevo. Alaina levantó la mirada, esbozando una sonrisa profesional. Pero cuando vio al hombre que acababa de entrar en el hotel, la sonrisa se congeló en sus labios, reemplazada por una expresión de absoluta incredulidad.
Rafaello se detuvo en seco. Inconscientemente, apretó con más fuerza el asa de su equipaje de mano.
–¿Alaina?
Caminó hacia ella, consciente de las emociones encontradas en su interior. La sorpresa era de esperar, pero había algo más. Algo que no tenía tiempo de analizar.
Vio que ella palidecía, pero luego, como él, adoptó una expresión serena.
–¡Rafaello! ¡Qué casualidad que volvamos a vernos!
Intentaba mostrar serenidad, pero se dio cuenta de que tenía que hacer un esfuerzo. Parecía tensa y sus ojos estaban velados.
–Bueno, estas cosas pasan –dijo él, enarcando una ceja.
–No estás en mi lista de reservas –murmuró ella.
–No he reservado, pero supongo que tendrás alguna habitación libre.
La vio tragar saliva y supo que estaba intentando disimular su inquietud. Podía ver el pulso latiendo en su garganta, el leve rubor que teñía sus mejillas y realzaba su belleza…
Habían pasado cinco años desde que esa belleza lo había seducido en la isla caribeña donde uno de sus mejores clientes había requerido su presencia para iniciar un nuevo proceso de divorcio. Después de tratar con el cliente, se había permitido disfrutar de unas cortas vacaciones y también de un agradable romance.
Alaina no trabajaba en el hotel en el que se hospedaba, uno de los legendarios hoteles Falcone, sino en uno más modesto. La había visto tomando el sol en la playa una tarde y no hizo falta nada más.
Ella había sido tan receptiva a su interés. Quizá demasiado.
Alaina habría querido que su encuentro se convirtiera en algo más que una simple aventura de vacaciones, pero él se había apartado, como hacía siempre. Era lo más prudente.
Sin embargo, por prudente que fuera, sentía un gran pesar mientras se dirigía al aeropuerto para volver a Roma, a su vida.
Ella había madurado en esos cinco años, pensó, y parecía enérgica y profesional, con un traje impecable, el pelo recogido en una trenza francesa y un mínimo de maquillaje.
A pesar de sí mismo, un recuerdo apareció en su mente. Ella acostada en la cama, su gloriosa melena oscura despeinada, sus luminosos ojos clavados en él, su exuberante boca suave como el terciopelo…
Rafaello aplastó tan inapropiados recuerdos.
–Sí, claro que tenemos habitación.
Su voz sonaba entrecortada y él sabía por qué. Y sabía por qué bajó la cabeza para mirar la pantalla del ordenador.
–¿Prefieres una habitación con vistas al jardín o al lago? –le preguntó amablemente.
–¿Cuál es más tranquila?
–Ambas son tranquilas, pero las habitaciones con vistas al lago están más cerca del aparcamiento.
–Con vistas al jardín entonces. Solo por una noche.
Ella asintió distraídamente mientras tecleaba. Sin molestarse en preguntarle su nombre, que conocía perfectamente, ni su nacionalidad.
Como sabía tantas otras cosas mucho más íntimas.
De nuevo, para su disgusto, sintió que un recuerdo lo distraía. Alaina conocía cada centímetro de su cuerpo, sabía cómo le gustaba el café, cuáles eran sus platos favoritos.
Cómo le gustaba hacer el amor…
Y él sabía muchas cosas sobre ella. Habían descubierto mucho el uno sobre el otro. No solo sobre su estilo de vida o sus preferencias sexuales sino algo más que eso.
Información sobre lo que cada uno quería de la vida.
Y el uno del otro.
Rafaello sacudió mentalmente la cabeza. No debía pensar en ello.
–¿Cenarás en el hotel esta noche?
La pregunta de Alaina fue más que oportuna.
–Sí.
Ella introdujo la información en el ordenador antes de darse la vuelta para alcanzar la llave de la habitación.
Por un momento, Rafaello estuvo a punto de decir: «cena conmigo».
Su buen juicio se lo impidió. Para empezar, era poco probable que le permitieran cenar con un cliente y, de todos modos…
Ver a Alaina de nuevo no tenía importancia. Esos días con ella en la isla habían sido estupendos, memorables incluso, pero habían pasado cinco años. Entonces había tomado la decisión de no llevar las cosas más lejos y no había razón para cuestionarla.
Rafaello la miró mientras le entregaba la llave con una sonrisa. ¿Notó cierto temblor en su mano?
–Espero que disfrutes de tu estancia aquí –dijo Alaina, en un tono impersonal, profesional.
Él respondió con una sonrisa igualmente impersonal mientras tomaba la llave y se dirigía a los ascensores, al otro extremo del vestíbulo. Tal vez debería haber hecho algún comentario inofensivo, alguna broma. Y se preguntó por qué no lo había hecho.
Alaina lo miró mientras se alejaba, con el corazón acelerado. Los recuerdos daban vueltas en su cabeza; recuerdos de su breve, pero inolvidable aventura con Rafaello Ranieri en esa mágica isla caribeña.
Había estado a punto de desmayarse al verlo de nuevo.
–¡Mamá!
Ella dejó escapar un gemido ahogado. Joey estaba entrando en el hotel, de la mano de Ryan, pero se soltó y corrió hacia el mostrador.
Horrorizada, Alaina sintió que el mundo giraba a cámara lenta, paralizándola.
Joey llegó al mostrador y se puso de puntillas para mirarla con una sonrisa radiante, pero ella no estaba mirándolo. Sus ojos habían ido, como por voluntad propia, hacia los ascensores.
Vio que Rafaello iba a presionar el botón. Vio que dejaba caer la mano y se daba la vuelta. Vio que sus ojos se dirigían a Joey.
–¡Mamá! –gritó el niño de nuevo para llamar su atención.
Alaina vio que Rafaello se quedaba inmóvil.
–Aquí tienes al pequeñajo –dijo Ryan, revolviendo el pelo del niño en un gesto familiar.
Ella no podía responder. Era incapaz de hacerlo. Incapaz de hacer nada salvo intentar respirar.
Rafaello no había entrado en el ascensor, cuyas puertas acababan de abrirse, y se dirigía hacia ella. Hacia Joey.
Alaina intentó pensar a toda velocidad. Le daría a entender que Ryan era el padre de Joey… cualquier cosa para ocultar la verdad. Pero cuando miró a su hijo supo que tratar de hacerlo pasar por el hijo de Ryan, tan rubio, tan completamente diferente, sería imposible.
La paternidad de Rafaello era evidente, indiscutible. El pelo oscuro, los ojos oscuros, la forma de su rostro, todo lo dejaba claro. También había algo de ella en el niño, pero era hijo de Rafaello. ¿De qué serviría negarlo?
Rafaello clavó la mirada en Joey cuando llegó al mostrador y Ryan se alejó, tal vez pensando que era un cliente. Joey se apartó un poco y miró con curiosidad al recién llegado, pero sabía, porque Alaina se lo había enseñado, que cuando mamá estaba trabajando no debía interrumpir.
Durante unos interminables segundos, Rafaello siguió mirando a Joey con gesto inexpresivo, helado. Luego la miró a ella.
–¿Te importaría explicarme esto?
Intentaba mostrarse sereno, pero su corazón latía como un martillo pilón.
Ella estaba pálida, blanca como una sábana. Había visto a testigos en los tribunales con ese mismo aspecto, cuando sus coartadas eran demolidas y sus mentiras descubiertas.
Mentiras por comisión o mentiras por omisión.
Sintió una oleada de emoción, pero la suprimió. Era esencial hacerlo, imprescindible.
Ella no respondió. En cambio, rodeó el mostrador y habló con el hombre que había entrado en el hotel con el niño. El hombre que no era el padre del niño, estaba seguro.
–¿Te importaría llevar a Joey a la cafetería un momento? Pide un zumo de naranja para él –le rogó, antes de inclinarse hacia su hijo–. Ve con Ryan, cariño. Solo serán cinco minutos.
Rafaello vio que el hombre intercambiaba una mirada con ella antes de tomar al niño de la mano.
–Venga, vamos a tomar un zumo.
Se dirigieron a la cafetería, en el extremo opuesto a los ascensores, y Rafaello los observó alejarse, sintiendo esa extraña opresión en el pecho. Aun así, su rostro seguía siendo inexpresivo cuando se volvió hacia Alaina.
Ella se dirigió a una joven empleada para pedirle que atendiese la recepción durante unos minutos y luego volvió a mirarlo.
–Vamos a mi despacho.
Alaina abrió una puerta detrás del mostrador, todo su cuerpo tenso como un cable.
Rafaello la siguió al interior del despacho y cerró la puerta tras él para enfrentarse a la mujer que le había mentido durante cinco años.
–Es mi hijo.
Alaina intentó tragar saliva, pero se le había cerrado la garganta.
–No, es mío. Joey es mi hijo.
¿Algo brilló en sus ojos, en esos ojos oscuros e inexpresivos? No lo sabía. Solo sabía que, de repente, él dominaba el espacio, lo dominaba todo.
«Pero a ti no».
Sus ojos se encontraron con los de él, de lleno.
–Joey es mi hijo, Rafaello –su voz era firme y se enorgullecía de ello porque le estaba costando un mundo mantener la calma–. Cuando nos separamos hace cinco años –prosiguió– fue una separación definitiva tras una aventura pasajera. Tú no tenías ningún interés en mí y yo lo acepté. Lo que pasó con mi vida a partir de entonces no es de tu incumbencia. Lamento que esto haya sucedido. Sé que ha sido una sorpresa para ti, pero es algo que nunca te habría impuesto. No quiero nada de ti, solo que… olvides la situación.
–¿Ese hombre es tu pareja? –le preguntó él, con el ceño fruncido–. ¿Tu marido?
Alaina deseaba con todo su corazón poder dar una respuesta que la protegiese y protegiese a su hijo, pero negó con la cabeza.
–Nos ayudamos mutuamente con el cuidado de los niños. Para recogerlos en la guardería y cosas así. Ryan está divorciado y tiene una niña de la edad de Joey, pero solo es un amigo.
–Ya veo.
Su tono era inflexible, pero parte de la rigidez de sus hombros desapareció. Aunque seguía tenso, conmocionado. Una conmoción que, para ser justos, tenía derecho a sentir.
Pero que no podía compararse con la conmoción que provocaron sus siguientes palabras.
–Entonces no habrá ningún impedimento para nuestro matrimonio.
Rafaello oyó su grito ahogado. Vio que el color que había desaparecido de su rostro volvía a aparecer, cubriendo sus mejillas de rubor. Vio que abría los ojos como si no pudiera creer lo que acababa de decir.
–¿Matrimonio?
Rafaello apretó los labios. En algún sitio, dentro de él, estaba pasando algo. Pero no lo reconocería, no lo permitiría.
–Eso he dicho.
Alaina lo miró con los ojos brillantes. Con esos ojos expresivos que eran parte de su belleza. Pero su belleza era irrelevante. Solo había una cosa que importase en ese momento.
–¿Estás loco?
Ella lo miraba con incredulidad y él hizo un gesto de impaciencia.
–No perdamos el tiempo discutiendo.
Esa emoción subterránea seguía molestándolo, pero debía controlarla. Debía dejar claro cuál sería la inevitable conclusión de aquella situación.
–Ni ahora, ni… –Rafaello hizo una pausa, con intención– ni en los tribunales.
–¿Tribunales?
–Tú has tenido a mi hijo durante cinco años. Ahora yo también lo tendré.
Alaina lo oía hablar, pero su voz parecía llegar de muy lejos. Estaba conmocionada, atónita. Sintió que perdía el equilibrio y…
Una mano salió disparada y la agarró del brazo.
–No te desmayes, Alaina. No es para tanto.
Por primera vez, a través de la niebla que parecía obstruir su cerebro, notó en su voz algo parecido a una emoción. Luego sintió que la empujaba suavemente hacia una silla y se dejó caer en ella, con las piernas como gelatina.
–Baja la cabeza, deja que la sangre llegue a tu cerebro.
Alaina lo hizo y, poco a poco, la niebla se disipó. Cuando levantó la cabeza, él estaba mirándola. Parecía diferente. No sabía cómo ni por qué, pero lo era. Su tono también era diferente.
–Podemos ser civilizados, pero tendrás que cooperar conmigo. No tengo ningún deseo de recurrir a procedimientos legales, pero lo haré si no aceptas que debemos casarnos. Te daré tiempo para que lo aceptes, pero no demasiado.
Ella lo miró, sin comprender, mientras se sentaba tranquilamente en otra silla y sacaba el móvil del bolsillo de la chaqueta, cruzando una larga pierna sobre la otra.
–Quiero saber muchas cosas, pero comenzaremos por lo esencial. ¿Cuál es tu dirección?
Rafaello estaba tumbado en la cama del hotel, mirando el techo. Había mucho por hacer y necesitaba concentrarse, pero él sabía cómo hacerlo. Eso era lo que hacía cuando estaba trabajando en el bufete y debía tratar lo que había sucedido esa noche del mismo modo desapasionado: analizando la situación y deshaciéndose de todo lo que no fuera necesario para llegar a la conclusión más lógica.
Por ejemplo, cómo debía procesar la existencia del hijo que había tenido con una mujer a la que jamás creyó volver a ver. La existencia de un hijo que ella le había ocultado.
Apartó de su mente lo que no importaba en ese momento y se centró en lo que sí importaba. Lo que él le había dicho con brutal, pero esencial, franqueza, que debían casarse.
Comenzó a trabajar mentalmente en la lista de cosas que debía hacer para poner orden en aquella situación, para establecer sus derechos.
La emoción que había experimentado al ver al niño volvió a atravesar su pecho, dejándolo sin respiración por un momento, exigiendo atención, exigiendo que la reconociese.
Pero, con feroz autodisciplina, Rafaello la desafió.
No era el momento de pensar en eso.
Volvió a enumerar todas las cosas que debía hacer para organizar el apresurado matrimonio. Sobre eso, ni Alaina ni él tenían elección.
Alaina estaba tumbada en su cama, envuelta en el edredón, tratando de olvidar el desastre.
«Hace cinco años tuve que decidir y me he aferrado a esa decisión».
Se había resistido, aunque le había costado mucho, a la abrumadora tentación de hacerle saber que su aventura había resultado en un embarazo. Habría sido un medio para volver a su vida, pero ella sabía que Rafaello no recibiría con agrado la noticia.
«Él no me quería y ciertamente no habría querido un hijo».
Esa era la cruda realidad que había marcado su vida desde entonces. Era una madre soltera que hacía malabarismos para trabajar y darle a su hijo la mejor vida posible.
Pero ahora…
Ahora una pregunta martilleaba en su cabeza. Había estado martilleando desde que Rafaello dijo que la llamaría al día siguiente para discutir los detalles.
Ella se quedó en el despacho, aturdida por un momento, pero luego se levantó de un salto y salió corriendo al vestíbulo. ¿Iba a buscar a Joey? El miedo se había apoderado de ella, pero Rafaello ya estaba subiendo al ascensor.
Entró corriendo en la cafetería, donde Joey estaba terminando su zumo de naranja. Ryan levantó la cabeza y en sus ojos había una pregunta, pero no le dio ninguna explicación. No podía hacerlo con Joey allí. Alaina le dio un beso a su hijo, intentando desesperadamente parecer normal.
–¿Has terminado, pequeño? Entonces, dale las buenas noches a Ryan.
En la puerta del hotel, Ryan le había dicho en voz baja:
–Estoy aquí si me necesitas.
Ella había negado con la cabeza. Su preocupación debía ser evidente ¿pero qué podría decirle? ¿Que una bomba acababa de explotar en su vida, haciéndola añicos?
Por suerte, Joey estaba muy cansado y se quedó dormido enseguida. En su cabeza, dando vueltas como buitres, se repetían las frías e inexpresivas palabras de Rafaello:
«No perdamos el tiempo discutiendo. Ni ahora, ni en los tribunales».
¿Sería capaz?
«¿Qué voy a hacer, Dios mío?».
La pregunta seguía dando vueltas en su cabeza, pero no encontraba respuesta.
El taxi de Rafaello se detuvo frente a una moderna casa adosada en una calle tranquila y arbolada. Había estado muy ocupado ese día. Se había reunido con su cliente en el centro de Londres, canceló su vuelo de regreso a casa, cambió su reserva a una estancia indefinida y luego comenzó el proceso de verificar las leyes del Reino Unido sobre la custodia de los hijos en disputa y la forma más rápida de casarse.
Alaina tendría que tomar una decisión.
Se lo explicó claramente mientras se acomodaba en el salón, cómodo y modestamente decorado.
Ella estaba tensa, eso era evidente. Sentada frente a él en el sofá, entrelazaba las manos sobre el regazo con tal fuerza que sus nudillos se volvieron blancos.
También él estaba tenso. ¿Cómo no iba a estarlo después de descubrir que tenía un hijo del que no sabía nada?
–Entonces, ¿qué has decidido? –le preguntó.
Llevaba el pelo recogido en una trenza, sin una gota de maquillaje, un pantalón negro y un jersey de cuello alto de color verde oscuro que destacaba su palidez.
Una palidez que no empañaba su belleza.
Lo atraía tanto como lo había atraído cinco años atrás, cuando la vio por primera vez mientras tomaba el sol en la playa, pero intentó controlar esos descarriados pensamientos. Su belleza era la culpable de aquella situación y debía concentrarse. Su belleza no importaba, él no permitiría que importase.
Lo único que importaba era que en el piso de arriba dormía su hijo, el hijo cuya existencia desconocía hasta veinticuatro horas antes. Esa extraña emoción, oscura e innombrable, volvió a atravesar su pecho.
Pero no era momento para entregarse a emociones que solo provocaban confusión. Era una lección que había aprendido a muy temprana edad. Su padre le había repetido innumerables veces que la vida era mucho más fácil si las emociones no se interponían en su camino.
De modo que resolvería la situación tan rápidamente como fuera posible.
–¿Y bien?
La vio tragar saliva, pasarse la lengua por los labios… y tuvo que ignorar el deseo que provocó ese gesto inconsciente. Eso también era irrelevante. Su aguda mente jurídica no permitiría distracciones.
–Antes… antes de responder, debes decirme por qué quieres tener algo que ver con…
–¿Con mi hijo? –Rafaello terminó la frase por ella–. La respuesta es evidente, porque es mi hijo.
Algo brilló en sus ojos. Miedo, rechazo o protesta. No lo sabía y no le importaba.
–¿Pero por qué? Lo que hubo entre nosotros fue un romance pasajero. Tú mismo lo dijiste. Y dejaste muy claro que no querías nada más.
–No, tienes razón –dijo él. Brutal, pero sincero. En ese momento, proteger los sentimientos de Alaina no era su prioridad–. Pero quiero a mi hijo.
–¿Por qué?
–¿Por qué lo quieres tú? –replicó él.
–¡Esa es una pregunta estúpida!
–No más estúpida que la tuya.
–¡Pero tú no has tenido nada que ver con él! No lo conoces. Eres un extraño, un completo extraño.
Esa emoción sin nombre lo atravesó de nuevo y, en esa ocasión, no pudo reprimirla.
–¿Crees que puedes criticarme después de haberme ocultado a mi hijo durante cinco años? –Rafaello levantó una mano en un gesto perentorio, impaciente. Como cuando un testigo intentaba evitar una pregunta–. Yo soy el padre de ese niño y tengo responsabilidades de las que no voy a renegar. Lo único que queda por decidir es si lo haremos de forma civilizada o de forma incivilizada. No puedo decirte cuál debes elegir, solo tú puedes hacerlo –añadió–. Las disputas por la custodia de un hijo pueden ser crueles, costosas y destructivas. E innecesarias. Pero hay una alternativa que sería beneficiosa para todos.
–Casarme contigo –dijo Alaina.
–Así es –asintió él, con tono sereno, impasible. Exponiendo la situación como lo haría con un cliente–. Será un matrimonio civil, por supuesto. Renunciarás a tu trabajo e irás, con nuestro hijo, a vivir conmigo a Italia. Yo le proporcionaré un hogar adecuado y nuestro matrimonio será civilizado y sin hostilidades. ¿No es esa la opción menos destructiva?
La vio sacudir la cabeza lentamente, pero no era un gesto de rechazo sino más bien de preocupación, de agotamiento.
Su larga experiencia solía indicarle cuándo había logrado su objetivo y sus ojos se posaron en ella. Los recuerdos de esos días en la isla se mezclaban con el momento presente, confundiéndolo por un momento.
Pero él exigía claridad en todo momento. Claridad y control. Para evitar el caos.
Ella lo miró entonces y Rafaello habló de nuevo, con tono conciliador.
–Cualquiera que sea mi opinión sobre si deberías haberme dicho que estabas embarazada, tomaste la decisión que tomaste. Sin embargo, ahora que sé de la existencia de mi hijo, debes decidir de nuevo. Yo preferiría no seguir el camino de los tribunales, pero eso depende de ti.
Hizo una pausa, dejando que absorbiera esa información como hacía con sus clientes, logrando que aceptasen algo que quizá no desearían, pero que a él le parecía lo mejor.
Mostrarse hostil no sería útil.
–Si te ayuda a aceptar la situación, piensa que esto no tiene por qué ser permanente. Para un niño pequeño, un hogar estable con ambos padres proporciona una infancia segura…
¿Había sido segura su propia infancia, con unos padres que no se entendían? En su cabeza podía oír la voz llorosa de su madre, llamando angustiada a su marido. Podía ver a su padre saliendo de la habitación con gesto rígido y exasperado. A su madre, temblando, con los ojos llenos de lágrimas, apretándolo contra ella, llorando histéricamente. Su propio cuerpo tan rígido y tenso como el de su padre…
Rafaello apartó ese recuerdo. Su matrimonio con Alaina no se parecería al de sus padres. Sería tranquilo y civilizado, sin emociones innecesarias.
De modo que continuó, preparando un escenario aceptable para aquella mujer que, sin ninguna intención por su parte, le había dado un hijo.
–Pero cuando sea mayor y sea capaz de expresar sus puntos de vista de forma racional, no tendrá ningún inconveniente en que nos divorciemos. Eso es para el futuro, pero tenlo en cuenta antes de tomar una decisión –Rafaello se levantó–. Puedes responderme mañana y entonces haré las gestiones apropiadas, cualesquiera que sean.
Ella lo miró, sin expresión.
–Tú sabes cuáles van a ser esas gestiones. Una disputa por la custodia sería espantosa y… ¿qué abogado podría pagar yo para enfrentarme contigo en los tribunales? No, yo nunca le haría eso a Joey. Cualquier cosa sería mejor que eso.
Él asintió pensativamente.
–Me alegro de que lo veas de ese modo. Me siento responsable de ese hijo, igual que tú, y nuestras decisiones solo deben basarse en eso –murmuró, dirigiéndose a la puerta–. No hace falta que me acompañes.
Al pasar frente a la escalera levantó la cabeza. Allí arriba estaba durmiendo el hijo cuya existencia desconocía…
Una vez más, esa punzada de emoción lo atravesó pero, con paso rápido, salió de la casa, subió al taxi y se alejó.
Alaina se sentó en el suelo junto a la camita de Joey, que estaba profundamente dormido, abrazado a su osito de peluche, Tenía el corazón encogido y volvía a oír la voz de Rafaello en su cabeza, pero una voz de mucho tiempo atrás.
Cinco años atrás.
«Lo siento si has querido ver más en esta aventura de lo que ha sido en realidad. Quizá sea culpa de la isla. Las palmeras, la arena blanca y la luna tropical pueden hacer que uno vea lo que no hay».
¿Solo había sido eso? ¿La luna y el mar? ¿El susurro de la brisa entre las frondosas palmeras? ¿La suave arena bajo sus pies mientras paseaban por la playa a medianoche? ¿La seducción aterciopelada de su boca mientras la tomaba entre sus brazos?
¿Había sido la romántica isla lo que la hizo tan susceptible, lo que la hizo querer dejar su trabajo, ir con él a Roma, querer que aquel romance no terminase nunca?
Rafaello era un hombre como ningún otro, lo había sabido desde el principio. La luna y la playa del Caribe habían ayudado, desde luego, pero esa no era la razón por la que se había sentido tan encandilada, sino el propio Rafaello.
Desde que levantó la cabeza mientras tomaba el sol en la playa y se encontró con la mirada apreciativa de un hombre alto, atractivo y de pelo negro. Tenía un aspecto atlético con pantalón corto y una camiseta de algodón de color verde musgo. Sus ojos estaban ocultos por unas gafas de sol que le daban un aspecto sofisticado y tentador.
Desde ese momento quedó enganchada.
Cuando se encontraron de nuevo, la noche siguiente en el hotel Falcone, al que había ido con unos colegas para asistir a la famosa barbacoa semanal, no puso la menor objeción cuando él la invitó a tomar una copa.
Solo hizo falta eso. Sus miradas, sus atenciones, todo le había dicho que la encontraba deseable. Y ella… ella lo encontraba irresistible.
Se había dejado seducir, embelesada, entregándose por completo al romance. Aprovechando cada momento libre para estar con él. Sabiendo instintivamente que aquel era un romance como ningún otro. Sabiendo lo cerca que estaba de enamorarse de él.
Sabiendo que si le hubiera pedido que se fuera con él, no habría dudado.
Sabiendo que estaba al borde del abismo del que su madre le había advertido tantas veces.
«Ten cuidado, cariño. No le entregues tu corazón a alguien que no lo quiera, como he hecho yo».
Pero ella se había alejado del borde de ese abismo justo a tiempo. Se salvó de sufrir como había sufrido su madre.
Entonces Rafaello no le había pedido que fuera con él. Sin embargo, ahora exigía precisamente eso, por Joey.
Qué amarga ironía, pensó.
Se puso de pie, mirando a Joey, que dormía tranquilamente. Por la mañana, su vida cambiaría para siempre y no había nada que ella pudiera hacer al respecto. Dejaría su trabajo, su casita, los amigos que había hecho allí, para mudarse a un país extranjero.
Alaina cerró los ojos un momento. ¿Qué más podía hacer sino aceptarlo?
Nada, nada en absoluto.
Lentamente, volvió a abrir los ojos y miró a su precioso hijo. Tenía el corazón encogido mientras salía silenciosamente de la habitación.
Rafaello salió del taxi que acababa de detenerse frente a la casa de Alaina. En esa ocasión no le esperaba ningún enfrentamiento. Alaina había aceptado la única solución sensata y razonable para la situación en la que ambos se encontraban.
Pero, aunque no hubiese enfrentamiento, lo que le esperaba era inquietante. Porque iba a encontrarse con su hijo.
¿Qué sabía él de la paternidad? Nada. Nunca la había contemplado, pero ahora debía hacerlo.
«¿Cómo voy a hacer esto?».
Un recuerdo apareció en su mente, espontáneo e indeseado. Su padre dirigiéndole una mirada ceñuda, diciéndole que bajase la voz, preguntándole si había hecho los deberes impuestos para las vacaciones de verano e interrumpiendo bruscamente a su madre, que había protestado diciendo que las vacaciones eran para relajarse y disfrutar. Luego salió de la habitación y se dirigió a su estudio, donde a nadie se le permitía molestarlo.
Rafaello apartó ese recuerdo. Él no sería inflexible como su padre, eso nunca.
«Intentaré hacer esto lo mejor posible».
Su expresión se endureció. Después de todo, ¿no estaba dispuesto a renunciar a la vida que había disfrutado inmensamente hasta ese momento? ¿A renunciar a su libertad, a su cómoda existencia, para casarse con una mujer que era casi una desconocida? Lo haría por su hijo, sin vacilar.
Decidido, se acercó a la puerta.
Cuando sonó el timbre, Alaina se dirigió a la puerta, con el corazón acelerado.
Rafaello estaba allí, con el mismo traje gris de inmaculada sastrería italiana, la camisa impecable, la corbata de seda elegante pero discreta, y unos sencillos gemelos de oro. Tuvo que tragar saliva al verlo, pero intentó disimular.
Rafaello la saludó fríamente y ella se obligó a responder del mismo modo. Sin embargo, era consciente de que parecía tan tenso como ella.
Alaina lo condujo al salón, donde Joey jugaba con su tren.
–Cariño, quiero presentarte a una persona.
El niño miró al recién llegado con interés.
–Tú eres el hombre del hotel.
Rafaello asintió.
–Sí, lo soy. Y tú eres Joey.
–Hola –dijo el niño, inclinando a un lado la cabeza–. Estoy jugando con mi tren, es nuevo.
–Ah, qué bien.
Alaina pudo ver que tenía la mandíbula apretada, pero no había ninguna otra señal de que lo afectase ver por primera vez al hijo cuya existencia desconocía.
«¿Hice lo correcto al ocultarle la existencia de Joey?».
Era un pensamiento inquietante y familiar. Le había dado vueltas a esa pregunta durante todo el embarazo, y la decisión no había sido fácil. Alaina sintió que su pecho se contraía dolorosamente. Esa lucha había terminado, le gustase o no.
Rafaello sabía de la existencia de Joey y estaba decidido a ser su padre. Hasta el punto de casarse con ella.
Si le hubiera pedido que se casase con él cinco años antes se habría arrojado en sus brazos en un torbellino de felicidad.
Ahora todo era diferente. Muy diferente.
Joey le estaba hablando de sus trenes y Rafaello lo escuchaba con expresión atenta. Se parecían tanto, pensó. Padre e hijo…
–¿Quieres sentarte?
–Gracias –dijo Rafaello.
Su alta figura parecía reducir de tamaño el pequeño salón, como lo había hecho la noche anterior en su despacho, cuando le dio la opción de casarse con él o pelear por la custodia de Joey.
Un millón de emociones se agitaban en su interior y no todas se debían a esa decisión imposible. Estar con Rafaello la afectaba, pero no debía evocar recuerdos ni dejarse llevar por emociones que no tenían cabida en esa situación.
«Las desterré hace mucho tiempo. Dejé que se marchitaran».
Era absolutamente esencial no recordar el tiempo que pasó con él en la isla. No serviría de nada. El único propósito de ese matrimonio era Joey.
Alaina respiró hondo y se sentó junto al niño en la alfombra.
–Joey, cariño, hay algo que debo decirte –murmuró, tomando una de sus manitas entre las suyas–. Rafaello es tu papá. Como Ryan es el papá de Betsy.
Joey miró a Rafaello abierta y directamente, como solo un niño podía hacerlo.
–Mi papá –dijo, frunciendo el ceño–. ¿Por qué no estabas aquí antes?
Alaina tuvo que hacer un esfuerzo para tragar saliva mientras miraba a Rafaello. ¿Qué iba a decir? El pánico se apoderó de ella.
–He estado en el extranjero, Joey –respondió él, con calma–. Yo vivo en Italia, pero ahora tu madre y tú viviréis allí conmigo también.
El niño miró a su madre.
–¿Es verdad, mami?
Ella asintió.
–Será muy divertido.
Joey la miró pensativamente, luego miró a Rafaello y de nuevo a Alaina.
–¿Puedo llevar mis trenes? ¿Y todos mis juguetes?
–Sí, claro –respondió él.
–Ah, bueno.
Al parecer, eso era todo lo que necesitaba saber porque volvió a concentrarse en colocar su tren en la vía.
Rafaello se puso de pie y Alaina hizo lo propio.
–¿Quieres un café? –le preguntó ella, sin saber muy bien qué decir o qué hacer.
–Gracias.
La siguió a la cocina y se sentó en un taburete frente a la estrecha encimera mientras ella encendía el hervidor.
–Es café instantáneo –se disculpó–. Yo suelo tomar té.
–Fa niente –Rafaello hizo un gesto con la mano.
–Bueno, parece que… en fin, todo ha ido bien. Tal vez los niños simplemente aceptan las cosas.
–Como debemos hacer nosotros también.
Ella asintió mientras echaba el café en las tazas.
–¿Qué pasará ahora?
Estaba tranquila y lo agradecía. Quizá mantener la calma y no dejar que tontas emociones la confundiesen era la mejor forma de afrontar la situación.
Rafaello parecía sereno y ella también debería estar así porque eso hacía que aquella situación tan extraña fuese menos…
¿Menos real?
¿Cómo podía estar preparando café para un hombre que le había dicho que debía casarse con él o afrontar una batalla por la custodia de su querido hijo? ¿Un hombre al que no había visto en cinco años? ¿Un hombre al que nunca había pensado volver a ver?
Aquello era irreal. Salvo que no lo era y tenía que lidiar con ello. Tenía que adoptar una fachada tan serena como él mientras discutían los aspectos prácticos de algo que iba a cambiar sus vidas para siempre.
–Hay que hacer algunos trámites para celebrar el matrimonio lo antes posible –respondió Rafaello–. ¿Joey tiene pasaporte?
–Sí, fuimos a Francia en el Eurostar las pasadas navidades, con Ryan y Betsy –la expresión de Rafaello se endureció y Alaina se anticipó a la que, obviamente, iba a ser su siguiente pregunta–. Te lo dije, solo es un amigo. Fuimos a Disneyland París y los niños lo pasaron de maravilla.
Mientras le daba esa explicación se sentía resentida. ¿Por qué tenía que defenderse? Aunque hubiera tenido una aventura con Ryan, ¿qué le importaba a Rafaello?
«Él no me quería. Lo dejó bien claro».
Como estaba dejando claro ahora que quería a Joey, no a ella.
Tenía que recordarlo. Esa, y nada más, iba a ser la base de su matrimonio.
«Seremos los padres de Joey, eso es todo».
Cuarenta y ocho horas antes creía tener su vida controlada, pero ahora todo estaba patas arriba y solo podría controlar la situación yendo paso a paso.
Alaina echó el agua caliente en la taza y la colocó frente a él. Tomaba el café solo, sin azúcar, recordó. Recordaba tantas cosas…
Pero no quería recordar.
–¿Cómo te llamará Joey?
–Papá, supongo –respondió Rafaello. Ella asintió mientras echaba un poco de leche en su café–. Tendrá que aprender italiano. Y tú también.
–Sí, claro. Joey probablemente lo aprenderá más rápido que yo, son como esponjas a esa edad. Estoy segura de que lo hablará en poco tiempo.
Alaina torció el gesto sin poder evitarlo. Esa no era la infancia que había planeado para su hijo: vivir en otro país, tener que aprender otro idioma, adoptar la nacionalidad de un padre al que no conocía en absoluto.
«¿Y por qué no lo conoce?».
«¡Tuve que tomar esa decisión, era la más sensata!».
«Un hombre que dejó claro que lo nuestro solo había sido una breve aventura solo vería la existencia de un hijo como un problema no deseado. Desearía que ese hijo no existiera».
Pero no quería seguir dándole vueltas, no tenía sentido hacerlo. Era el presente con lo que tenía que lidiar, no el pasado. Rafaello había regresado a su vida. Jamás pensó que lo haría, pero así era. Y quería un papel en la vida de Joey.
Y lo tendría, no había otra salida.
«Así que no hay más decisiones que tomar porque la alternativa sería una pesadilla».
Alaina miró su café, removiéndolo mecánicamente con la cucharilla mientras una pregunta daba vueltas en su cabeza. Una pregunta que no quería hacerse, y mucho menos responder.
«¿A qué te estás arriesgando?».
Alaina sacudió la cabeza. No quería seguir pensando en ello.
El taxi volvió a detenerse frente a la casa de Alaina, pero en esa ocasión Rafaello no iba a entrar. Ella iba a salir. Y cuando lo hiciese, cerraría la puerta con llave y dejaría atrás su vida en Inglaterra.
«Para unir su vida a la mía».
No era lo que él había planeado, pero la situación así lo requería y Alaina estaba de acuerdo. Había aceptado ese matrimonio con la misma serenidad que él, y debía estarle agradecido.
Rafaello cerró los ojos un momento y los recuerdos de su propia infancia lo invadieron. Su madre, siempre llorando y lamentándose, al borde de la histeria, mientras su padre la censuraba fríamente…
¿Y si la mujer con la que iba a casarse era igual que su madre?
Sintió un escalofrío, seguido de una sensación de alivio.
«No, Alaina no es así. Nuestro matrimonio será tan bueno como las circunstancias lo permitan. Principalmente seremos padres y crearemos un hogar estable para nuestro hijo».
Cualquier otra cosa…
Cualquier otra cosa se abordaría más adelante. No era necesario pensar en ello ahora.
La vio salir de la casa y cerrar la puerta, pero se quedó parada un momento, como despidiéndose. Luego, enderezando los hombros, se dio la vuelta y caminó hacia el taxi. Sus cosas habían sido enviadas por avión a Roma, de modo que no llevaba equipaje. Se casarían esa misma tarde, irían a buscar a Joey a la guardería y luego viajarían a Italia. Su matrimonio comenzaría aquel mismo día.
Estaban haciendo lo que debían hacer.
Rafaello salió del taxi para abrirle la puerta. Alaina estaba pálida, pero tranquila, con un serio traje de chaqueta y el pelo recogido en una trenza.
Pero en Italia debería vestir de acuerdo con su nuevo papel, pensó. Ya no sería necesario restar importancia a su belleza y tendrían que acudir a muchos eventos sociales.
–¿Lista?
Alaina apretó su bolso.
–Supongo que sí.
El taxi se puso en marcha, llevándolos al Juzgado en el que contraerían matrimonio.
Alaina estaba junto a Rafaello en la oficina del Juzgado. Aparte de un arreglo floral sobre la mesa, no había ninguna señal de que algo tan festivo como una boda estuviera teniendo lugar. Él llevaba un traje de chaqueta y ella también. Había terminado su último turno en el hotel esa mañana y Joey estaba en la guardería. Su último día allí también.
Viajarían a Italia después de que esa breve ceremonia la convirtiese en la esposa de Rafaello Ranieri.
Para comenzar allí su nueva vida.
En esas semanas, desde que él descubrió la existencia de Joey, Alaina sintió, en la medida que se permitía sentir algo, que había llegado a aceptar lo que iba a suceder. En eso la había ayudado la actitud pragmática de Rafaello. Era la forma más sencilla de afrontar la situación. Él se mostraba sereno y pragmático y ella lo haría también.
Esa actitud también sería buena para Joey.
«Si ve que consiento de buen grado, él también lo hará. Parece haber aceptado la aparición de su padre y si Joey puede aceptarlo, yo también puedo hacerlo».
Porque ese matrimonio no tenía nada que ver con ella ni con Rafaello. No tenía nada que ver con lo que alguna vez hubo entre ellos, con lo que ella había querido y él no. No tenía nada que ver con sus sentimientos.
Todo era por el bien de Joey.
Solo Joey.
Y eso, pensó, mientras daba las respuestas que el juez requería, tan tranquila y serena como Rafaello, era lo que iba a hacer para que su matrimonio funcionase.