Un acuerdo en París - Julia James - E-Book

Un acuerdo en París E-Book

Julia James

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Beschreibung

«Tengo una propuesta para ti: que vuelvas conmigo».   El millonario griego Leandros Kastellanos estaba en una fiesta de la alta sociedad ateniense, contemplando con desinterés a los invitados, cuando vio a una mujer asombrosamente bella. El tiempo se detuvo para él en ese instante, porque era nada menos que Eliana Georgiades, una famosa cazafortunas, la exprometida que había destrozado su cuidadosamente ordenado mundo. Y, a pesar de ello, no la había dejado de desear. El desesperado intento de Eliana por ayudar a su padre había terminado de forma catastrófica. Ahora estaba hundida en la pobreza y con el corazón roto; pero su sentido común saltó por los aires cuando Leandros le ofreció un acuerdo altamente peligroso que ella aceptó, quizá, porque se arrepentía de lo que había hecho o, quizá, porque lo deseaba.

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Seitenzahl: 186

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollins.es

 

© 2024 Julia James

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un acuerdo en París, n.º 3142 - febrero 2025

Título original: Greek’s Temporary Cinderella

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410744530

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

Leandros Kastellanos asentía al ver los rostros familiares, intercambiando comentarios amables mientras se abría paso por la abarrotada sala del lujoso hotel de Atenas, popular entre los amantes de las fiestas fastuosas, como la de aquella noche. A su alrededor, la alta sociedad ateniense se relacionaba y divertía; los hombres, con esmóquines como el suyo y las mujeres, con vestidos de noche, cargadas de joyas.

Él solo estaba allí porque había regresado inesperadamente pronto de un viaje de negocios a Nueva York y por cortesía hacia sus anfitriones, los padres de la recientemente comprometida pareja, en cuyo honor se celebraba la fiesta.

La expresión de Leandros se agrió al pensarlo. Deseaba todo lo mejor a la pareja, pero no todos los compromisos desembocaban en un matrimonio feliz.

Él lo sabía mejor que nadie.

Sin embargo, se sacó el pensamiento de la cabeza. Recordar su desastrosa experiencia no tenía sentido. Habían pasado seis años desde entonces. Era el pasado, un pasado que no tenía intención de revivir. Ya no era el tonto que había sido a los veintiséis, el que se había dejado arrastrar por la marea del amor, el que se negó a ver el verdadero carácter de la mujer de quien se había enamorado.

Hasta que su verdadero carácter se estampó contra su cara.

No estaba enamorada de él, sino del dinero de los Kastellanos y, si no lo podía tener, el asunto no le interesaba; así que su desleal prometida lo abandonó más deprisa de lo que se tardaba en decirlo, tan rápidamente como lo que tardó su padre en desheredarlo.

El golpe fue brutal.

Y se llenó de amargura, gracias al bendito amor.

¿Acaso no se lo había advertido su padre? Y con razón.

Pero los millones de los Kastellanos habían acabado en su bolsillo de todos modos. Su padre, que había fallecido prematuramente tres años antes, lo había convertido al final en uno de los hombres más ricos de Grecia, y en el más deseado. Sin embargo, el matrimonio no estaba entre sus planes. Se atenía al tipo de aventuras pasajeras con las que había disfrutado en su juventud antes de que una insidiosa y falsamente ingenua belleza lo engatusara.

La sala de actos daba a una espaciosa terraza, que estaba preparada para que los invitados pudieran bailar más tarde. Dejándose llevar por un impulso, Leandros salió al exterior, ansioso por eliminar sus indeseados pensamientos, sus tóxicos recuerdos. El siempre iluminado Partenón se veía en lo alto de la distante Acrópolis, y las guirnaldas de farolillos de la terraza emitían un suave resplandor.

El aroma de las flores de las macetas que habían puesto en el perímetro le llamó la atención. Pero no fue lo único que se la llamó.

En el extremo más alejado, casi entre las sombras, había una esbelta y pálida mujer.

Durante un segundo, apenas un instante, el tiempo se detuvo. Y luego, estalló en su interior y le aplastó el corazón.

 

 

Eliana lo vio. Lo vio saliendo a la desierta terraza, consternada.

No, no podía ser. ¡No, no, no!

Ahora se arrepentía de haber ido a la fiesta. La idea de volver a Atenas le disgustaba enormemente, pero Chloe había sido inflexible al respecto.

–No te puedes esconder eternamente, Eli –le había dicho–. Ven, por favor.

Al final, Eliana cedió porque Chloe le juró que, aunque sus futuros suegros habían invitado a Leandros, siendo como eran amigos de los Kastellanos, él no iba a estar aquella noche. Según comentó, estaba en Nueva York, al otro lado del Atlántico.

Si no hubiera sido por eso, Eliana no habría acudido a la celebración de su vieja amiga de la universidad; aunque tampoco se podía decir que hubiera hablado mucho con Chloe en los últimos años y, mucho menos, desde el desastroso final de su compromiso con Leandros. Pero había ido y, al reconocer a muchos de los invitados, se puso tan nerviosa que decidió huir al santuario de la vacía terraza.

Menudo santuario. Era todo lo contrario.

Leandros estaba allí, a menos de diez metros de distancia, subyugando su conciencia como si le rodeara un halo de fuego.

El último hombre del mundo al que quería ver.

Un hombre al que no había visto en seis años, lo cual no impedía que recordara perfectamente las duras, amargas y crueles palabras que le había dedicado entonces.

Durante unos instantes, la vista se le nubló. Después se aclaró de nuevo, lo justo para ver que él también se había quedado helado, aunque su actitud fuera distinta: en lugar de quedarse en el sitio, avanzaba hacia ella con pasos largos, decididos y potentes.

Eliana sintió el deseo de salir corriendo, pero echó mano de una fuerza de voluntad que no creía tener y se refrenó, soltando una desquiciada carcajada por dentro. Con todo lo que le había hecho la vida, ¿cómo se atrevía a darle ese golpe?

Leandros se detuvo ante ella, bajo los farolillos que enfatizaban sus rasgos. Unos rasgos que conocía a la perfección, y que en ese momento parecían esculpidos en piedra. Sus ojos brillaban, pero con una luz oscura.

–Vaya, vaya… Eliana –dijo él, mirándola con recriminación–. Después de tanto tiempo, y tan bella como siempre.

Ella guardó silencio, sintiendo sus palabras como si fueran puñaladas.

–¿Qué haces aquí? ¿Echar el lazo a otro hombre? ¿Conseguir otro marido rico, la única clase que te interesa?

–No –contestó, sacando fuerzas de flaqueza.

–¿Ah, no? –replicó Leandros con sorna–. Pues es una pena, porque estoy seguro de que habrá muchos esta noche.

–Te ruego que me disculpes –dijo ella con frialdad–. Aún no he felicitado a Andreas por tener la suerte de poder comprometerse con Chloe.

Eliana intentó pasar a su lado, pero él se interpuso en su camino y dijo:

–Sí, yo también quiero felicitar a la afortunada novia por atrapar a Andreas Manolis, con todos sus millones.

Eliana lo mirón furia.

–Chloe tiene sus propios millones –alegó.

–En ese caso, no hay duda de que será un matrimonio feliz, porque no habrá impedimento alguno por ninguna de las dos partes.

Eliana reconoció la velada acusación que se escondía en sus palabras, pero se limitó a volver a la sala, sin inmutarse. Localizaría a Chloe y se marcharía de allí.

Momentos después, su amiga la vio y soltó un grito de alegría.

–¡Eli! ¡Has venido! No sabes lo feliz que me haces. Andreas… te presento a Eliana, una de mis mejores amigas. Y su acompañante es…

Chloe lo reconoció en ese momento. Y no terminó la frase.

 

 

Leandros quiso reír, pero se contuvo porque estaba seguro de que habría sido una risa salvaje, prácticamente un ladrido.

–No busques nada raro en el asunto –dijo, tenso–. Nos hemos encontrado por casualidad, nada más.

Leandros pensó que, en todo caso, habría una maligna casualidad, burlándose de él. De haber sospechado que Eliana iba a estar presente, no habría asomado la cara. Pero ya era demasiado tarde.

Permitió que los padres de Andreas le presentaran a su prometida y la felicitó por su compromiso. Eliana se había apartado un poco más, como intentando aumentar la distancia entre ellos. Estaba hablando con una pareja que, por su aspecto, debían de ser el padre y la madre de la novia.

Momentos después, dejó a sus anfitriones y se dirigió al bar, porque necesitaba una copa antes de marcharse de allí.

En cuanto a Eliana, le daba igual lo que hiciera. La borró de su mente y tachó su nombre en ella, como había hecho seis años antes, como lo haría constantemente. Pero, mientras se bebía su copa, sus ojos se fijaron en ella sin poder evitarlo.

Estaba tan bella como siempre, abrumadoramente bella.

Leandros estampó el ya vacío vaso en la barra. Necesitaba otro trago.

 

 

Eliana entró en la habitación del pequeño hotel de dos estrellas que su presupuesto le había permitido. Se sentía aliviada cuando se quitó el vestido de noche, un resto de la época anterior a su compromiso matrimonial. Le temblaban las manos, y su corazón latía con desenfreno.

Súbitamente débil, se sentó en la cama.

Había coincidido con él. Se había encontrado con Leandros.

No lo había visto desde el día que se quitó el anillo del dedo, le dijo que no se casaría con él y se marchó. Pero sus caminos se habían vuelto a cruzar, y lo sucedido aquella noche la había dejado completamente hundida.

Era evidente que la odiaba tanto como la había odiado entonces, que la encontraba tan despreciable como entonces.

Y merecía su desprecio. Eso era lo peor de todo, la carga que había tenido que sobrellevar durante seis largos años, desde que rompió su compromiso con él para entregarse a otro hombre; a un hombre que ni siquiera amaba, a un hombre con el que se casó por dinero.

El sentimiento de culpabilidad la devoraba por dentro. Había destruido su amor, el amor que él sentía por ella y el amor que ella sentía por él. Pero también tenía otro tipo de sentimiento de culpabilidad: el de la superviviente, porque el hombre con quien se casó acabó muriendo en un accidente de tráfico.

De todas formas, ahora tenía lo que ella misma se había buscado. Se había casado por dinero, sí, pero la viudez la dejó en la ruina, y volvió a la pobreza de la que había intentado escapar. Apenas tenía lo justo para vivir.

Sin embargo, estaba convencida de que Leandros no volvería a incomodarla. Ella no vivía en la capital griega, así que no se volverían a ver. Al día siguiente, estaría de vuelta en Tesalónica, la ciudad donde vivía desde que se casó. Volvería a su existencia habitual y se olvidaría de Atenas, como hizo cuando destruyó su propia vida.

Cuando se rompió ella misma el corazón.

 

 

Leandros estaba en la terraza de su casa del acaudalado barrio ateniense de Psijicó, con un whisky en la mano y un humor tan oscuro como la propia noche. Se había ido de la fiesta en cuanto pudo, desesperado por sacarse a Eliana de la cabeza. Pero seguía allí, con toda la belleza que lo había cautivado en su día. Casi podía verla en la terraza, mirándolo con aquellos ojos de forma avellanada.

A fin de cuentas, la había besado en aquel mismo lugar; había sentido el aterciopelado tacto de sus labios y los acelerados latidos de su corazón mientras la abrazaba.

No se parecía a ninguna de las mujeres que había conocido. Hasta entonces, él disfrutaba de los privilegios que le concedían la riqueza de su familia y su propio atractivo físico, consciente de que cualquier mujer a quien dedicara una sonrisa estaría ansiosa por captar su atención. Pero Eliana era distinta, tímida, y en su belleza había un encanto tan limpio que no intentó acostarse con ella al instante.

Por primera vez en su vida, se había enamorado.

Decidido a conquistarla, a derrumbar su timidez, se afanó en ver en sus preciosos ojos de color azul grisáceo lo mismo que él sentía por ella. Y cuando le pidió que se casara con él, lo vio. De hecho, dejó escapar un gemido de alegría y lo abrazó con fuerza, como si su cuerpo fuera su hogar, como si no quisiera apartarse nunca más.

Pero, al final, lo abandonó.

Lo dejó y se fue con otro hombre. Se casó con otro.

Y fue su padre quien le explicó por qué. Su padre, que se lo había advertido desde el principio.

–Se rumorea que la situación financiera de su familia es muy precaria –le dijo–. Es la comidilla de toda la ciudad. Por lo visto, su padre tiene deudas que no puede pagar. Y, si se hunde, tu prometida se querrá casar con un hombre rico.

Por supuesto, Leandros se había negado a creerlo, y siguió sin creerlo hasta que Eliana se quitó el anillo de compromiso. Hasta se mostró inflexible cuando su padre le advirtió que lo desheredaría si se casaba con una cazafortunas como ella, porque tenía la seguridad de que a Eliana no le importaría que lo hubieran desheredado, de que no buscaba su dinero, sino su amor.

Qué equivocado estaba.

Al recordar lo sucedido, le dominó un intenso sentimiento de amargura, tan intenso como el que había sentido cuando ella lo abandonó.

Leandros dio media vuelta y entró en la casa. Necesitaba otro whisky; y otro después, si ese no bastaba. Lo que fuera con tal de aniquilar sus recuerdos.

Pero volvían una y otra vez, siempre tóxicos.

Pensaba en ella sentada en el sofá, acurrucada contra él como una gatita, con la cabeza en su hombro. Pensaba en sus labios, en su boca con sabor a vino dulce, en las suaves curvas de su cuerpo. Pensaba en la necesidad de tomarla entre sus brazos y llevarla a la cama.

Y ni siquiera llegó a acostarse con ella.

No, ni siquiera eso. Y no solo porque aquella casa fuera entonces de su padre, sino porque era consciente de que Eliana se resistiría al deseo, empeñada como estaba en esperar hasta la noche de bodas.

¿Habría sido una farsa, como todo lo demás? ¿Se habría negado a hacer el amor con él para desesperarlo por completo y conseguir que estuviera loco por casarse con ella?

Leandros dejó su vaso a un lado.

¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Por qué insistía en rememorar el pasado? Eliana había demostrado que no era la mujer que él creía. Se había burlado de él y lo había abandonado. Y no la había vuelto a ver hasta aquella noche.

Salió de la estancia, soltándose la pajarita negra por el camino, y se dirigió a la escalera.

Borraría aquella noche de su recuerdo. Al día siguiente, tenía que volar a Fráncfort por un asunto de negocios, lo cual le alegró. Tenía que poner tanta distancia como fuera posible entre Grecia y él. Era la opción más inteligente; la única opción.

Capítulo 2

 

 

 

 

Eliana se bajó del tren. Estaba absolutamente agotada. No había dormido casi nada y, encima, el trayecto de Atenas a Tesalónica se le había hecho eterno. Solo había echado una cabezadita durante las cinco horas, y aún faltaba un viaje en autobús para llegar a su destino.

Tiró de su pequeña maleta, agradeciendo que tuviera ruedas, y salió de la estación. Al pasar por delante de la fila de taxis, apretó los labios. El autobús era lo único que se podía permitir; eso, y un diminuto apartamento en un destartalado bloque de pisos.

La exigua prestación de viudedad que le concedía a regañadientes Jonas, el padre de Damian, no tenía más complemento que el sueldo que ganaba en un supermercado local, ordenando estantes y llevando la caja registradora. Y aunque estaba agotada, aquella noche tenía que trabajar.

Eliana se sintió profundamente deprimida. ¿Toda su vida iba a ser así? ¿Es que podía ser distinta?

Habría dado cualquier cosa por no haber visto a Leandros.

Seis años, seis largos años desde la última vez. ¿Cómo era posible que no se hubiera vuelto inmune a él en tanto tiempo? Había bastado una simple mirada para que se diera cuenta de que Leandros Kastellanos, un hombre que la despreciaba con todo el derecho del mundo, seguía provocando exactamente el mismo efecto en sus inútiles y patéticos sentidos. Como si esos años no hubieran existido.

Era una verdad de lo más mortificante.

Sin embargo, Eliana se recordó que había tomado una decisión y que ahora debía asumir las consecuencias.

Había elegido una vida sin él, una vida de la que Leandros no volvería a formar parte. Nunca más.

 

 

Leandros había regresado de su viaje a Fráncfort, pasando antes por Londres y Bruselas; y, al llegar a Atenas, se sintió como si la ciudad lo oprimiera por completo. Estaba inquieto y, si hubiera podido, se habría vuelto a ir de viaje de negocios, pero no era posible: había asumido la dirección de la empresa tras la muerte de su padre, y era una ocupación verdaderamente absorbente, con compromisos inevitables como la comida de trabajo que le esperaba.

Aquel día había quedado en el Pireo con un par de directivos de una empresa de transporte interesada en que los Kastellanos invirtieran en ella. Leandros no lo tenía muy claro, y quería hablar con ellos en persona.

Desgraciadamente, tenía problemas para concentrarse en los negocios desde el encuentro con Eliana. Intentaba bloquearla en sus pensamientos, pero regresaba una y otra vez; como entonces, mientras su chófer conducía por las calles de Atenas.

Se había enterado de la muerte de Damian Makris el año anterior. La noticia de su fallecimiento en un accidente de tráfico había salido en toda la prensa y circulado entre todos sus conocidos. La sorpresa había sido tremenda, como cabía esperar de la muerte de un joven de veintitantos años; pero Leandros no quiso darle demasiadas vueltas, porque implicaba pensar en que Eliana ya no era la esposa de Damian, sino su viuda.

Jonas Makris, el padre del difunto, se había hecho rico con el negocio de la construcción, y tenía su sede en el norte del país, con lucrativos proyectos por todos los Balcanes. Ese era el motivo de que Eliana se hubiera mudado a Tesalónica en su día, y también lo era de que sus caminos no se hubieran vuelto a cruzar.

Hasta la maldita fiesta de Andreas Manolis y su prometida.

Pero, al menos, Eliana no había vuelto a asomar la cabeza por Atenas.

Leandros se acordó de lo que le había dicho en la fiesta: que había ido a pescar a otro hombre rico, con intención de casarse con él. Pero eso no le importaba en absoluto, siempre que lo buscara en Tesalónica y no en la capital griega.

Sin embargo, cabía la posibilidad de que estuviera equivocado, de que Eliana estuviera completamente satisfecha con su vida de viuda rica, malgastando lo que su desafortunado marido le hubiera dejado.

Molesto con la deriva de sus pensamientos, Leandros se obligó a dejar de pensar en ella y volver a la realidad.

Su coche estaba entrando en ese momento en el prestigioso club náutico donde había quedado con los ejecutivos. Con un esfuerzo, se puso en clave empresarial y repasó los asuntos que debían discutir y aclarar para llegar a un posible acuerdo.

Una hora después, ya había tomado una decisión. Aunque la comida había sido espléndida y sus acompañantes se habían mostrado entusiasmados con la idea de trabajar con él, a Leandros le pareció que era una inversión demasiado arriesgada. Sin embargo, se lo calló porque no era necesario que fuera contundente al respecto. Les hizo creer que se lo pensaría, y se limitaron a disfrutar del café y los licores que les sirvieron.

Estaba medio escuchando lo que decían, cosas relativas a los negocios y a la política del país, cuando uno mencionó un nombre que llamó poderosamente su atención.

–Para Vassily Makris, ha sido un día de suerte. Se lo quedará todo cuando el viejo Jonas abandone.

Leandros, que se estaba llevando el café a los labios, dijo:

–¿Vassily Makris?

Si había tensión en su voz, la disimuló. Además, su compromiso con Eliana no había sido largo ni se había anunciado públicamente, y muy pocas personas estaban al tanto de su conexión con la viuda de Damian Makris.

Pero su amiga Chloe lo sabía. Su reacción al verlo en la fiesta había sido bastante elocuente.

–Sí, el sobrino de Jonas –contestó el hombre–. Damian era hijo único, y al parecer, no le dio ningún nieto, aunque dejó una viuda… la hija de Aristides Georgiades. A Jonas le disgustó que no tuvieran hijos, y la viuda lo está pagando caro.

–En efecto –intervino el otro ejecutivo–. Por lo que he oído, le ha hecho de todo menos dejarla en la calle. Desde luego, si los Georgiades siguieran teniendo dinero, le iría bien, pero todos sabemos lo que pasó.

Leandros frunció el ceño, y se sorprendió formulando una pregunta que no quería hacer:

–¿Es que no heredó la propiedad de Aristides cuando murió? Creo recordar que tenía una mansión antigua en Ática.

–No, se la quedó Jonas Makris cuando ella se casó con Damian. Si su nuera le hubiera dado un heredero, habría cabido la posibilidad de que la pusiera a su nombre; pero, como no se lo dio, ha terminado en manos del sobrino, Vassily.

Una voz del pasado apareció súbitamente en la mente de Leandros. Era la voz de Eliana, hablándole con sumo afecto sobre aquella propiedad:

–Mi padre la adora. Se crio allí, y yo también. Es una de las pocas mansiones neoclásicas que quedan. Se construyó en el siglo XIX