E-Pack Bianca y Deseo octubre - Sharon Kendrick - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo octubre E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Pack 323 Regreso al ayer Sharon Kendrick ¡Contratada… por su marido italiano! Al ritmo del deseo Jessica Lemmon Le pidió que le enseñara a romper las reglas.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca y Deseo, n.º 323 - octubre 2022

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-470-8

Índice

 

Créditos

Índice

Regreso al ayer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Al ritmo del deseo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tenía que ser un error.

Giacomo Dante Volterra miraba a la mujer que acababa de entrar en el despacho, incapaz de creer lo que veía con sus propios ojos.

Era uno de los hombres más ricos de Italia, dueño de un jet privado, varias residencias, fabulosas obras de arte y coches deportivos, pero en ese momento estaba totalmente desconcertado, y ligeramente impaciente porque no le gustaba que le hiciesen esperar, mientras ensayaba la trascendental pregunta que estaba a punto de hacerle.

Sin embargo, las palabras se quedaron atragantadas en su garganta porque, aunque durante esos últimos meses había aprendido a vivir con la confusión como compañera habitual, en aquella ocasión la confusión era mayúscula.

¿De verdad aquella mujer había sido su esposa?

A juzgar por su gesto de sorpresa y desagrado, que no intentaba disimular, diría que sí, que probablemente lo había sido. ¿Pero cómo podía su esposa tener ese aspecto?

Llevaba un estridente uniforme de color rosa que se pegaba a sus generosas curvas y el pelo oscuro sujeto en un moño alto, cubierto por una horrible redecilla blanca. Giacomo hizo una mueca de disgusto al ver sus zapatos planos porque siempre había preferido los zapatos de tacón alto. No llevaba alianza y seguramente debería agradecerlo. ¿Porque no sería más difícil para ella aceptar su propuesta si siguiera aferrándose a un breve periodo de su vida que él había olvidado por completo?

¿Y por qué no iba vestida con ropa de diseño de los pies a la cabeza? ¿Por qué no llevaba diamantes o vivía en un elegante ático en Londres, pasando las horas en el gimnasio o almorzando con sus amigas en los mejores restaurantes?

Al parecer, ella no había reclamado nada tras la separación y, evidentemente, se ganaba la vida por sí misma.

Lo cual era sorprendente porque él estaba acostumbrado a pagar todas las facturas. Era una de las muchas cosas previsibles cuando uno tenía tanto dinero.

Por eso era inexplicable que su esposa tuviese que trabajar en una empresa de catering en Stanwell, un pueblecito de calles estrechas en el que, al parecer, los vecinos competían para ver quién decoraba su casa con los adornos navideños más barrocos y recargados.

–¿Qué haces aquí, Giacomo? –le preguntó ella en voz baja, pronunciando su nombre como si fuera un sustituto de la palabra «demonio».

Pero él notó que se mordía los labios, como si tras esa actitud hubiese algo que no era recelo y hostilidad. Y, tontamente, se preguntó qué podría ser.

–Hola, Louise –dijo él, como si fuese un nombre extranjero, uno que no había pronunciado nunca–. Yo también me alegro de verte.

Louise no respondió. No se atrevía a hacerlo. No podía pensar, no podía hablar. Le daba vueltas la cabeza y era incapaz de ordenar sus pensamientos.

Había sentido una absurda emoción cuando entró y lo vio sentado allí, el hombre más atractivo y sexi que había visto nunca. El hombre con el que, por increíble que pudiese parecer, había estado casada durante un breve periodo de tiempo, antes de que todo se derrumbase. Pero que la llamase por su nombre completo dejaba claro que Giacomo no había reaparecido para decirle que había cometido un terrible error y suplicarle que lo intentasen de nuevo. Además, ella no quería eso, ¿no?

No, desde luego que no. Giacomo Volterra no era el hombre apropiado para ella en ningún sentido. Incapaz de dar o recibir amor, Giacomo la había apartado de su vida. Nunca había estado a su lado cuando más lo necesitaba.

Sin embargo, experimentó una oleada de tristeza porque el pasado tenía el poder de enredarse en tu corazón con sus oscuros tentáculos y apretar y apretar como si quisiera romperlo.

Ella ya no era Lulu, su Lulu. Era Louise y en cuanto se hubiesen divorciado su apellido volvería a ser Greening, no Volterra.

Y sería lo mejor. ¿No se había dicho eso a sí misma una y otra vez?

Ahora que había pasado la sorpresa inicial y empezaba a calmarse, Louise lo estudió atentamente y fue entonces cuando recibió la segunda sorpresa. Porque entonces vio la cicatriz en su mejilla, una marca que empañaba la perfección de un rostro esculpido, irresistible para las mujeres.

Tenía otra cicatriz sobre la ceja izquierda, tan pequeña que pasaría desapercibida para la mayoría de la gente. Pero no para ella, que lo había besado tanto, y con tanta intensidad, que sería capaz de conocerlo solo por el tacto.

Era como un perfecto jarrón de porcelana que se hubiera roto en mil pedazos antes de ser recompuesto. No había nada malo o feo en esa nueva versión, pero era diferente.

Y luego lo miró a los ojos directamente. Esos intensos ojos que podían capturarte en su negrura y hacerte sentir como si fueras la única persona en el mundo. Unos ojos que podían ser sensuales y acariciadores, especialmente cuando estaba quitándole la ropa lentamente o enterrándose en ella, pero que en ese momento parecían vacíos, como si una luz vital se hubiera extinguido.

Era, pensó, como mirar los ojos de un extraño. Un extraño que estaba incongruentemente sentado al lado de un cartel negro y rosa que decía: Catering Selecto, servicio con clase.

–¿Qué haces tú aquí? –volvió a preguntarle–. ¿Y qué has hecho con mi jefa?

–Volverá enseguida –respondió él, echándose hacia atrás en el sillón como si estuviera en su casa, la fría luz de la oficina haciendo que su pelo pareciese tan oscuro como el azabache–. La convencí para que nos dejase a solas unos minutos.

Ella enarcó una ceja.

–Suele estar encadenada a ese escritorio, así que debes haber sido muy persuasivo.

–Soy muy persuasivo, sí, pero imagino que tú ya sabes eso –dijo él–. Tenía que hablar contigo a solas.

Louise sintió un chispazo de algo que parecía esperanza. Una esperanza tan absurda como el cosquilleo que sentía al mirarlo. No era más que una reacción hormonal, se dijo a sí misma, el recordatorio de que había alguien capaz de darle un placer inconmensurable.

–Bueno, pues ahora tienes la oportunidad de decirme lo que sea, aunque tendrás que ser breve –Louise miró su reloj–. Tengo que trabajar.

Él se encogió de hombros, esos hombros tan anchos y poderosos bajo el abrigo de cachemir negro…

¿Cómo iba a ayudarla esa visita a olvidarse de él?, se preguntó. Llevaba tanto tiempo intentando hacerlo, desde que entendió que no podía seguir engañándose a sí misma, desde que abrió los ojos y aceptó que su matrimonio estaba roto para siempre.

–Esto no es algo que pueda ser explicado en un par de frases.

–Una pena porque yo no tengo mucho más tiempo. Tal vez podrías decírmelo por carta.

Iba a darse la vuelta, pero algo extraordinario la detuvo.

–Por favor –dijo Giacomo.

Louise se quedó inmóvil porque él no pedía nada por favor. Solía chascar los dedos o dar órdenes. Giacomo podía ser encantador y despiadado en la misma medida y la gente solía acomodarse a sus deseos.

¿No lo había hecho ella misma al acostarse con él unas horas después de conocerlo?

Pero el inusual ruego había hecho efecto. Estaba dudando, a pesar de intuir que dijese lo que dijese iba a romperle el corazón un poco más.

Tal vez debería decirle que no quería hablar con él, pero ese sería un gesto inmaduro y, además, se delataría. Dejaría claro que aún era vulnerable y no lo era, ¿no?

¿O sí?

No, ese tren ya había partido. ¿Y, en el fondo, no sentía curiosidad por saber qué lo había llevado de vuelta a su vida después de tanto tiempo?

–Termino de trabajar a las cinco y media. Nos veremos en el pub para tomar un café. Solo tengo media hora, nada más.

–¿Qué pub?

–Aquí solo hay un pub, Giacomo –le informó ella–. Esto es un pueblecito en medio del campo, no una metrópolis como Milán.

–¿Es fácil encontrarlo?

Louise miró hacia la ventana. Al otro lado había un brillante deportivo negro que seguramente costaría lo que su jefa ganaba en todo el año.

–Muy fácil, pero intenta no saltarte el límite de velocidad con ese deportivo o te pondrán una multa –le dijo, sin mirarlo–. El policía local se toma su trabajo muy en serio. Y ahora, si me perdonas, tengo que rellenar dos docenas de tartaletas de hojaldre.

Estaba temblando mientras entraba en la cocina industrial, en la parte trasera de la tienda, y sus compañeras le preguntaron por qué estaba tan pálida y si estaba enferma.

–Estoy bien –se obligó a decir, esbozando una sonrisa.

No lo estaba, por supuesto. Le temblaban tanto las manos que derramó un cuenco de mermelada de cebolla sobre la encimera y estuvo a punto de tirar una bandeja de queso rallado.

No había visto a Giacomo en dieciocho meses, desde que perdieron a su hijo y su matrimonio se derrumbó.

Louise parpadeó furiosamente para contener las lágrimas, pero las bandejas de tartaletas se habían convertido en un borrón.

¿Por qué engañarse a sí misma? Ese matrimonio estaba condenado desde el principio. No estaban hechos el uno para el otro. Su último contacto con él había sido una tensa llamada de teléfono para decirle que no volvería con él y Giacomo había cortado la comunicación sin decir una palabra.

Sabía que había estado hospitalizado en Suiza después de un accidente de esquí y se había quedado sorprendida por el dolor que sintió cuando recibió la noticia. Tanto que tuvo que controlar el deseo de correr a su lado, pero llamó a Paolo, el ayudante de Giacomo, para preguntar si podía hacer algo por él.

Pero la respuesta que había recibido fue como una bofetada. Paolo le había dicho que la clínica privada estaba rodeada de chicas dispuestas a cuidar de Giacomo. El joven con el que siempre se había llevado tan bien parecía estar deseando cortar la comunicación y pensó que esa era su forma de decirle que Giacomo no quería saber nada de ella o de su matrimonio, seguramente el único fracaso en una vida llena de éxitos. Había imaginado que Giacomo quería borrarla de su vida como los profesores del colegio solían borrar la pizarra al final del día.

¿Pero entonces por qué había aparecido allí de repente?

Cuando terminó de cocinar, limpió la encimera y se dirigió al almacén para quitarse el uniforme, pero mientras se ponía unos vaqueros y un jersey solo podía imaginar una razón por la que Giacomo había ido a verla. Y si estaba en lo cierto, tendría que hacer acopio de valor para no derrumbarse.

¿Habría conocido a otra mujer y necesitaba un divorcio rápido para poder casarse de nuevo? ¿Alguien de quien estaba realmente enamorado? Alguien rico y con contactos como él, no una chica inglesa normal y corriente con la que solo se había casado porque había quedado embarazada después de un par de citas.

Enfadada consigo misma, Louise se quitó la redecilla y pasó los dedos por su pelo para intentar poner algo de orden. No debería dolerle y, por supuesto, debía asegurarse de que él no notase nada. Se mostraría tranquila, digna, y le desearía suerte y felicidad como la mujer adulta que era. Incluso podrían charlar un rato mientras tomaban un café, que inevitablemente él compararía de modo desfavorable con el que servían en Milán.

«¿Cómo estás?», le preguntaría él, con el tono ligeramente condescendiente del antiguo compañero de cama que ya tenía otros planes de vida.

Y ella respondería: «¿Yo?». Tal vez incluso esbozaría una sonrisa e intentaría poner algo de convicción en su respuesta:

«Estoy muy bien, gracias. Ya sabes, tirando para adelante».

Pero la imaginaria conversación sonaba completamente absurda.

«¿Tirando para adelante?».

¿De verdad quería parecer un caballo cansado?

Suspirando, se hizo una trenza y se puso el anorak antes de salir a la calle. El helado viento de diciembre azotaba sus mejillas, pero la noche era clara y empezaban a asomar las estrellas en un cielo de color índigo mientras se dirigía al pub, sus botas repiqueteando sobre el pavimento brillante de escarcha.

En la puerta del pub había una figura de Santa Claus de tamaño natural y lucecitas alrededor de todas las ventanas. Solo faltaban unos días para Navidad y la alegría del pueblecito era palpable.

Louise tomó aire antes de empujar la puerta porque la Navidad podía ser a veces muy nostálgica y triste. Debía prepararse para escuchar villancicos, que inevitablemente le encogerían el corazón…

Pero, dijese lo que dijese, no debía mostrar ninguna emoción porque Giacomo no mostraba emociones. Nunca lo había hecho.

Lo vio en cuanto entró en el pub. ¿Cómo no?

Estaba sentado al lado de la chimenea, bajo una cascada de espumillón dorado. Todos los clientes lo miraban de soslayo, aunque algunas de las chicas más jóvenes no intentaban disimular. En general, lo miraban como si nunca hubieran visto a alguien como él por allí. Y así era porque los hombres como Giacomo Volterra, raros en cualquier parte, eran únicos en un pueblecito inglés como aquel.

Se había quitado el abrigo y su atlético cuerpo era una enorme distracción. Con una camisa de seda y unos vaqueros gastados que abrazaban sus largas piernas conseguía parecer distinguido e informal al mismo tiempo. Llevaba el pelo un poco más largo que antes y la sombra de barba le daba un aspecto muy viril. Con esos ojos de ébano que no se perdían nada llamaba más la atención que las lucecitas del árbol navideño y hacía que los demás hombres pareciesen invisibles.

–Has venido –murmuró.

–¿Qué habrías hecho si no hubiera venido?

Él esbozó una sonrisa.

–Habría ido a buscarte y te habría hecho cambiar de opinión.

–¿Y cómo pensabas hacer eso?

Giacomo se encogió de hombros.

–Usando mis poderes de persuasión, cara. Que, como tú misma has reconocido antes, son considerables.

Louise querría decirle que no la llamase así porque ya no era su cara y porque le recordaba las cosas que le decía al oído cuando estaba dentro de ella. Pero no iba a decir nada.

No, mejor dejarlo pasar. No quería que pensase que aún podía afectarla, de modo que se limitó a esbozar una sonrisa.

–¿Y bien? –le preguntó.

–¿Café?

–Sí, por favor.

Louise se quitó el anorak y se sentó lo más lejos posible, aunque no pudo evitar comérselo con los ojos mientras iba a la barra. Intentaba ser objetiva, pero los sentimientos no eran objetivos.

De repente, se dio cuenta de que tenía el corazón encogido. Quizá era normal. Después de todo, era el hombre con el que había pensado que pasaría el resto de su vida. Por supuesto, nadie se casaba pensando que no iba a durar.

Pero ahora, casi dos años después, se daba cuenta de lo ingenua que había sido. Porque en realidad no lo conocía. Él se había encargado de que así fuera. Giacomo Volterra siempre la había mantenido a cierta distancia, como si temiese que hacerle confidencias le diese demasiado poder sobre él.

Volvió enseguida con dos tazas de macchiato y, después de tomar un sorbo, Louise se lamió la espuma de los labios con la punta de la lengua.

–¿Quieres hacer la crítica del café antes de nada?

–No, no es necesario –respondió él–. La verdad es que me ha sorprendido, es muy bueno –Giacomo echó un terrón de azúcar en su café, esbozando una sonrisa burlona–. Inglaterra por fin parece haber alcanzado al resto del mundo en lo que se refiere al café.

–Seguro que a la dueña del pub le haría ilusión recibir tal elogio de un paladar tan refinado como el tuyo. Podrías escribir ese comentario en su página web –Louise dejó la taza sobre la mesa y juntó las manos para evitar que le temblasen–. Pero supongo que no has venido hasta aquí para hablar del café.

–No, claro que no.

–¿Qué es lo que quieres entonces? –le preguntó ella, pensando que sería mejor llevar el control de la conversación–. ¿Quieres… quieres volver a casarte?

–¿Si quiero volver a casarme? –Giacomo hizo una mueca–. ¿De dónde has sacado esa idea?

–No sé, solo se me ocurría eso…

–No debes sacar conclusiones precipitadas, especialmente cuando se trata de mí. Y no, nada de matrimonio, ya he aprendido la lección. Ya sabes que el gato escaldado del agua huye. Se dice así, ¿no?

–Sí, claro –murmuró ella, intentando disimular una decepción que no debería sentir.

La vida privada de Giacomo ya no era asunto suyo, pero no había excusa para no preguntarle por su accidente en las pistas de esquí.

–Sentí mucho lo de tu accidente

Él asintió con la cabeza.

–Me preguntaba cuándo sacarías el tema. ¿Mi cara te repugna, Louise? ¿Es por eso por lo que parecías tan horrorizada cuando me viste en el despacho?

Ella lo miró, en silencio. Casi le daban ganas de reír y se preguntó cómo respondería si le dijese que su reacción al ver la cicatriz había sido de rabia. Que le gustaría haber podido protegerlo y que odiaba la idea de que algo destruyese esa perfecta belleza masculina.

«Nada en ti me repugna» querría decir. Pero, por supuesto, no lo dijo.

–A juzgar por la reacción de las chicas del pub, yo diría que al contrario, solo ha aumentado tu atractivo. La cicatriz te da un aire de peligro que algunas mujeres encuentran muy seductor.

–¿Eso te incluye a ti?

–Lo que yo opine es irrelevante, especialmente sobre tu atractivo físico –se apresuró a decir ella.

Pero después se preguntó si Giacomo se sentiría inseguro y si era por eso por lo que había hecho la pregunta.

¿Quería que dijese que aún lo encontraba enormemente atractivo, que era una pena que no pudieran correr a su casa y tirarse en la cama, donde él le quitaría las bragas a toda prisa y la llevaría al orgasmo con un par de embestidas?

¿Y, en el fondo, no quería ella eso también?

Pero no iba a demostrarlo. Giacomo no debía saberlo y, por eso, mantuvo la expresión seria.

–Lo que hubo entre nosotros quedó en el pasado, pero me alegro mucho de que te hayas recuperado.

–Bueno, no del todo –dijo él.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó Louise, con un nudo en la garganta.

–No sé si durará para siempre, pero es por eso por lo que estoy aquí. Creo que tú podrías ayudarme.

–¿Cómo podría ayudarte?

–He perdido la memoria –respondió Giacomo, bajando la voz–. No toda, parte de la memoria. Tengo lo que los médicos llaman «amnesia parcial». No es una cuestión de vida o muerte y tal vez no sea permanente, pero…

–¿Pero?

–Es exasperante, como una página en blanco. Es una barrera en la memoria y no quiero pasar el resto de mi vida evitándola. Nadie lo sabe salvo mi ayudante y quiero que siga siendo así.

–¿Por qué?

–Llevo una vida normal y mi negocio es más floreciente que nunca, pero si alguno de mis competidores sospechase que tengo un talón de Aquiles, inevitablemente intentaría explotarlo.

Louise hizo una mueca.

–¿No es esa una visión muy cínica del mundo?

–Tú no eres una mujer de negocios, Louise. No tienes idea de cómo funciona ese mundo.

–Ah, gracias por el voto de confianza –dijo ella, irónica–. Y por recordarme lo que es tener que soportar a un hombre tan condescendiente.

–No quería ser condescendiente. Discúlpame, me he expresado mal.

Louise enarcó una ceja. Esas palabras eran lo más parecido a una disculpa que había recibido de él.

–Pero es que no entiendo lo que quieres decir. Estamos separados –le recordó–. ¿Cómo voy a ayudarte?

–Podrías hacerlo porque tú eres el eslabón perdido –respondió él–. La persona que ocupa el año que prácticamente ha sido borrado de mi memoria. A veces me parece ver un fragmento del pasado, pero no puedo fijarlo. Es como si una parte de mi vida hubiera sido reducida a pedacitos esparcidos por el viento y quiero que me ayudes a reunir las piezas. Quiero que me ayudes a recordar, Louise.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Louise miraba a Giacomo en silencio. Alguien había puesto villancicos en la antigua máquina de discos y un par de chicas bailoteaban por el pub. Podía oír ruido de vasos y gente charlando, pero solo podía pensar en la extraña propuesta que acababa de hacerle.

–¿Cómo voy a ayudarte a recordar? –le preguntó–. Apenas nos conocíamos.

–¿Qué quieres decir?

–En fin, no éramos como la mayoría de las parejas. Nuestro matrimonio duró apenas ocho meses y tú estuviste casi todo el tiempo fuera del país, trabajando. O eso decías.

Él se puso tenso, como si le molestase lo que estaba dando a entender, pero no discutió. Sencillamente, se echó hacia delante, mirándola con una expresión que conocía bien, la que usaba cuando quería algo. Y si no tenía cuidado terminaría consiguiéndolo, le gustase a ella o no.

–Sí, ya sé que nuestro matrimonio fue breve, pero fue un evento importante en mi vida del que no guardo ningún recuerdo y necesito recordarlo.

–No siempre podemos tener lo que queremos, ¿no?

A pesar de la extraña situación, Giacomo esbozó una sonrisa. ¿Siempre había sido tan desafiante?, se preguntó. ¿Habría sido eso lo que lo atrajo de ella?

Se echó hacia atrás en la silla y la examinó en silencio. Sentía la tentación de exigir una respuesta porque a él le gustaban los resultados inmediatos, pero era un hábil negociador e intuyó que no era el momento de exigir sino de dejarla pensar en lo que le había pedido.

Los médicos le habían dicho que una sobrecarga de información podría ser contraproducente, de modo que había decidido descubrir solo los hechos más importantes de ese año perdido. Su ayudante le contó que había estado casado con aquella mujer y tenía la documentación que acreditaba tal evento, además de una breve carta de Louise que había descubierto en un cajón, diciéndole que se iba.

Eso le había sorprendido porque ninguna mujer lo había dejado antes; de hecho, solía tener problemas para librarse de ellas. Pero aparte de la sorpresa intuía algo triste, oscuro.

Giacomo frunció el ceño. Su relación con Louise era un misterio. Ni siquiera había fotos de la boda. Las únicas fotos que había encontrado en internet, fotos de una versión más joven de sí mismo, siempre habían sido tomadas en la puerta de famosos hoteles o en la alfombra roja de eventos como el festival de Cannes.

Los paparazis lo habían retratado en innumerables ocasiones, siempre con alguna chica del brazo. Parecían gustarle las mujeres de tipo escandinavo, supermodelos delgadas y casi tan altas como él, que medía un metro noventa. Pero aquella mujer no estaba en ninguna de las fotografías y no se parecía a las demás. Era morena, con curvas y apenas le llegaba al hombro.

Giacomo apretó los labios. En cualquier caso, había algo muy simpático en ella, tal vez porque vestía como una estudiante. No llevaba maquillaje y el jersey la tapaba hasta el cuello. Sin embargo, había algo sensualmente provocativo en ella. Esas curvas, el pelo oscuro en contraste con una pálida piel casi transparente.

Y esos ojos…

Eran los ojos más extraordinarios que había visto nunca, de un color azul clarísimo, rodeados por largas pestañas oscuras. Una belleza natural, pensó, sintiendo que su cuerpo despertaba a la vida.

Tal vez no era tan extraño que se hubiera casado con ella.

Louise levantó la mirada entonces.

–No –dijo sencillamente.

–¿No?

–No puedo hacerlo, Giacomo –repitió ella, negando con la cabeza–. No creo que debieras pedírmelo siquiera.

–¿Por qué no?

–Porque es totalmente inapropiado.

–¿Cuál es tu objeción? –le preguntó él entonces, ligeramente acalorado.

Louise lo miró, extrañada. Lo recordaba frío y sin emoción… salvo en la cama. Pero no podía ser tan ingenuo como para esperar que lo ayudase como si fueran viejos amigos.

Además, seguía encontrándolo devastadoramente sexi y los eróticos recuerdos amenazaban con hacer descarrilar sus pensamientos.

–Estamos separados y las parejas se separan por una buena razón, ¿no?

–¿Qué tiene eso que ver?

Louise suspiró, enfadada.

–¿Qué tenías en mente, una cena? ¿Quieres que atravesemos un campo minado sobre un cóctel de gambas?

–No, una cena no sería suficiente.

–¿Entonces qué? –Louise enarcó las cejas–. ¿Varios encuentros incómodos en el momento más estresante del año?

–No, tampoco quería sugerir eso.

–Estamos en Navidad, en caso de que no te hayas dado cuenta.

–Por eso he venido –dijo Giacomo entonces–. Tú sabes que tengo una casa de campo en Westover.

Ella parpadeó, sorprendida. Claro que lo sabía. Una exquisita mansión del siglo XIII en las preciosas colinas de Chiltern. Era allí donde la había llevado después de casarse, cuando eran felices. O eso había pensado ella.

–Sí, claro que sí. ¿Por qué lo dices?

–Entonces tal vez recordarás que no me gustan las navidades y que prefiero la relativa paz del campo. No he estado en Barton en dos años, desde el accidente, y no parece aconsejable mantener una finca tan grande a menos que la use de vez en cuando, o eso me dicen mis administradores.

–No sé qué tiene que ver eso conmigo.

–Tengo varias reuniones en Londres, pero después de Navidad volveré a Milán y me gustaría que me acompañases –Giacomo hizo una pausa–. Como mi mujer.

Louise parpadeó. Estaba tan sorprendida que apenas era capaz de articular palabra.

–¿Qué has dicho?

–Me has oído perfectamente.

–¿Como tu mujer? ¿Esto qué es, un intento de reconciliación o una broma de mal gusto?

–No, no, tal vez me he expresado mal. Quiero que me acompañes como mi mujer, pero solo de nombre. Compartiremos la casa y seremos vistos juntos en público. Así todo el mundo pensará que estamos intentando reconciliarnos.

–¿Pero en realidad no sería así?

–No, claro que no –respondió él, como si la mera posibilidad fuese completamente absurda–. Pero podría ser útil en muchos sentidos.

–Suena como una campaña militar –dijo ella, irónica, aunque se sentía tontamente decepcionada.

–Necesito recuperar la memoria, pero también sería una distracción para cualquier competidor que sospeche que no estoy al cien por cien. Hay un gran interés por mí y por mis asuntos. Siempre ha sido así.

–¿No es una suposición muy arrogante? –sugirió ella.

–No, en realidad no. Es lo que pasa cuando te conviertes en multimillonario, pero sé que las reconciliaciones románticas generan mucho interés y pueden distraer la atención de otros asuntos. Además, varias mujeres me persiguen desde que salí del hospital. Tal vez creen que necesito que alguien cuide de mí –Giacomo esbozó una sonrisa de lobo–. Un matrimonio falso podría desanimarlas.

Louise sintió una punzada de celos al imaginar a todas esas mujeres bellas buscando su atención. El cruel desinterés de Giacomo por sus sentimientos era increíble, pero eso solo debía reforzar la certeza de que estaba mejor sin él.

–¿Y qué conseguiría yo con eso? –le preguntó, intentando que su voz sonase firme–. ¿No se te ha ocurrido pensar que ese subterfugio podría ser incómodo o doloroso para mí?

Los ojos negros se volvieron de hielo.

–Fuiste tú quien le dio la espalda a nuestro matrimonio, ¿no? En cuanto a qué recibirías tú –Giacomo se encogió de hombros–. Te doy mi palabra de que te facilitaré el divorcio en cuanto vuelvas a casa.

–A ver si lo entiendo: ¿quieres que finja ser tu mujer y a cambio me ofreces el divorcio?

–Quieres divorciarte, ¿no? De hecho, me sorprende que no hayas empezado tú con el proceso.

Louise hizo una mueca. No iba a contarle que el coste económico, y emocional, de un proceso de divorcio había hecho que enterrase la cabeza en la arena.

–He estado ocupada.

–¿Con el trabajo?

–Claro –respondió ella, sintiéndose orgullosa de no haber tenido que pedirle nada–. Me gusta mantenerme por mí misma.

–Admirable, pero innecesario –dijo él.

–Eso lo decidiré yo.

Giacomo dejó escapar un suspiro.

–Deja que sea sincero, Louise. Yo nunca he necesitado a nadie, pero en este preciso momento te necesito y creo que sería absurdo que le dieses la espalda a una oferta tan favorable para ti. Una generosa compensación al final de nuestro matrimonio podría ser el mejor de los regalos, ¿no? Viviremos como una pareja durante unas semanas y después no tendremos que volver a vernos. Serás libre, económica y emocionalmente. ¿Qué tal suena eso?

Curiosamente, Louise sentía la tentación de aceptar, aunque no por las razones que él había mencionado sino porque había algo sin terminar en su relación con el magnate italiano. ¿No seguía pensando en él mucho más de lo que debería?

Había hecho todo lo posible para borrarlo de su mente, pero había fracasado y cuando intentaba imaginar un futuro sin él resultaba imposible. Era como chocar contra un muro. Daba igual las veces que se dijera a sí misma que una relación tan breve no debería provocar tal desesperación. Su obstinado corazón se negaba a escuchar y la razón estaba frente a ella en ese momento. Aquel hombre fuerte, oscuro y sexi.

Giacomo estaba ofreciéndole la posibilidad de librarse de su recuerdo para siempre.

Pero no así, no a su manera.

–No pienso ir a Milán contigo y, desde luego, no voy a fingir que sigo siendo tu esposa.

–¿Entonces te niegas? –le preguntó él, con el tono incrédulo de un hombre acostumbrado a conseguir siempre lo que quería.

–Sí, me niego –asintió ella–. Pero se me ha ocurrido otra idea.

Giacomo torció el gesto. No le gustaba que lo contradijesen, recordó Louise. No le gustaba que nadie más llevase el control.

–¿Ah, sí? ¿Y qué idea es esa?

–Podría ir Barton por Navidad, pero no como tu esposa –Louise hizo una pausa–. Sino como ama de llaves.

Él echó la cabeza hacia atrás.

–¿Te has vuelto loca?

Ella se encogió de hombros.

–Mi sugerencia no es más absurda que tu propuesta. Piénsalo, Giacomo. Esto tendría que ser un contrato.

–¿Por qué?

–Porque yo quiero saber dónde estoy. Como ama de llaves lo sabría, como esposa fingida no.

–No te entiendo.

–Estoy perfectamente cualificada para trabajar como ama de llaves y eso marcaría los límites de la relación. Además… –Louise hizo una pausa mirándolo–. No sé si recordarás que yo era camarera cuando nos conocimos.

Giacomo lo pensó un momento y después negó con la cabeza.

–No recuerdo nada de nuestra relación –respondió por fin.

Louise tuvo que disimular una mueca de angustia. Era una sensación tan extraña. En la mente de Giacomo ella sencillamente no existía.

–Pues era camarera y tal vez revivir esos papeles hará que tu memoria despierte.

Él empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

–Aunque veo cierta lógica en tu propuesta, pareces olvidar que yo ya tengo empleados en la finca. No necesito un ama de llaves.

–Pues tendrás que improvisar. Dales unos días libres, por ejemplo. Págales el doble para que te dejen en paz. Eso es lo que sueles hacer cuando tienes un problema, ¿no? Todo lo solucionas con dinero.

–¿Eso es lo que hago?

–Desde luego que sí –respondió Louise–. Cada vez que teníamos una pelea me comprabas una joya.

Giacomo frunció el ceño.

–Pensé que a las mujeres les gustaban las joyas.

–Yo habría preferido que hablásemos para solucionar nuestros problemas en lugar de tapar las grietas con un diamante, pero todo eso es agua pasada –Louise miró su reloj y se levantó–. Bueno, tengo que irme. Además, seguramente tienes razón, era una idea absurda.

–No, espera –dijo él entonces, pensativo–. Eso no es lo que yo había imaginado, pero tal vez podría funcionar. Si estamos de acuerdo, ¿cuándo podrías empezar?

Louise estaba poniéndose el anorak, pero se detuvo. ¿Estaba de acuerdo?

–El miércoles –respondió–. El día antes de Nochebuena.

–¿No vas a reunirte con nadie en Navidad?

Louise no iba a contarle que había rechazado la invitación de su tía, como había hecho el año anterior. Para ella el día de Navidad era un día triste y nadie quería una invitada llorando por las esquinas.

–No, pensaba quedarme en casa tranquilamente, pero puedo ser flexible. Podemos acordarlo oficialmente a través de mi empresa, así todo será oficial. Te doy tres días, Giacomo. O lo tomas o lo dejas.

Él se quedó en silencio durante unos segundos antes de levantarse.

–Muy bien, acepto –respondió por fin–. ¿Pero el cambio de situación no será un problema para ti? ¿Lo has pensado?

–¿Qué quieres decir?

Giacomo se encogió de hombros.

–¿No te parece una caída en desgracia pasar de ser la esposa de un multimillonario a ser su ama de llaves?

Louise apretó los puños, pero la insensibilidad de tal pregunta era un recordatorio de qué clase de hombre era Giacomo Volterra en realidad.

¿No se daba cuenta de que sería mucho más difícil y más doloroso para ella ser su esposa fingida?

No, claro que no. Él solo veía lo que quería ver.

Louise se colgó el bolso al hombro y lo miró con aparente desinterés.

–Puede que a ti te parezca indigno, pero deja que te diga una cosa: yo siempre me he sentido muy orgullosa de mi trabajo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Louise tenía la boca seca mientras atravesaba la enorme verja de la finca Barton, su corazón latiendo de miedo y anhelo en igual medida.

Al menos había llegado allí sola. Giacomo quería enviarle un coche con chófer, pero se había negado. No quería que una enorme limusina provocase especulaciones entre sus vecinos y tampoco quería sentir que era parte de su mundo porque ya no lo era. Se trataba de un acuerdo temporal y sería una tonta si lo olvidase.

Además, no quería verse atrapada allí sin tener un coche en el que poder escapar.

A Giacomo le había molestado su negativa de acompañarlo a Italia como su esposa fingida y, por eso, se había mostrado desdeñoso cuando le preguntó qué debía llevar a la casa.

«Nada», había sido su respuesta. Sus empleados dejarían la despensa llena.

–Pero debes llegar a mediodía –le había dicho antes de despedirse.

Louise miró el reloj e hizo una mueca al ver que eran casi las tres.

Al final del largo camino de entrada estaba la asombrosa mansión en la que habían pasado sus primeras y únicas navidades, rodeada de árboles ahora sin hojas. Y allí estaba el lago por cuya orilla solían pasear cuando se casaron…

«Para ya», se dijo a sí misma. «Deja de idealizar el pasado».

Llevaba un sencillo jersey y una falda y esperaba tener un aspecto profesional porque esa era la imagen que quería proyectar, pero por dentro era una masa de conflictivas emociones.

Para cualquier persona sensata, la oferta de su marido era una locura y también lo había sido su contraoferta. ¿Por qué había sugerido ser su ama de llaves? ¿Cocinar y servirle la comida, como si una vez no hubiera llevado su alianza en el dedo, como si no hubiera sido su mujer?

Todo eso porque Giacomo quería usarla como accesorio para recuperar la memoria; algo así como la ayudante de un mago sujetando tarjetas para darle pistas. Y después de eso, él había prometido concederle el divorcio.

Qué romántico.

En realidad, había aceptado porque sabía que debía hacerlo. Tenía la corazonada de que si rechazaba su propuesta pasaría el resto de su vida lamentándolo.

Su matrimonio había sido desastroso, pero tal vez después de pasar unos días con él por fin podría decirle adiós para siempre. Tal vez la ayudaría a ella tanto como a Giacomo. Además, quería que recuperase la memoria. Quizá por lo que había sentido al ver la cicatriz en su rostro o porque las fervientes promesas que había hecho el día que se casaron eran más difíciles de olvidar de lo que a ella le gustaría.

Louise miró el cielo, cubierto de oscuras nubes. Habían predicho que nevaría, pero ella esperaba que no fuera así porque no sabía si podría lidiar con el falso romance de unas navidades blancas mientras Giacomo y ella se miraban con el recelo de enemigos naturales encerrados en una jaula de oro.

No sabía si seguiría siendo inmune al encanto de Giacomo porque lo curioso era que seguía gustándole. No había deseado a ningún otro hombre y se había preguntado muchas veces si algún día volvería a sentir algo. Sin embargo, cuando lo vio en el despacho, su oscura y taciturna presencia había provocado una reacción visceral inesperada.

Le dolía mirarlo, sabiendo que una vez aquel hombre había sido suyo, y le asustaba reconocer que aún era capaz de sentirse subyugada por su magnética presencia, por ese atractivo que exudaba sin intentarlo siquiera.

¿Pero había sido suyo alguna vez? se preguntó entonces. Se habían casado por razones prácticas. Él habría desaparecido de su vida si no se hubiese quedado embarazada y hasta que se divorciasen nunca sería libre del todo.

¿Y si recuperaba la memoria?

Louise levantó el pie del acelerador. ¿De verdad iba a ser capaz de hablar del hijo que perdieron?

Tuvo que parpadear para contener las lágrimas mientras detenía el coche frente a la mansión que Giacomo había comprado sin pensarlo dos veces, como si fuera un cartón de leche. Era un edificio fantástico, de gran importancia histórica, y muy diferente a su ático en Milán, su casa en los Hamptons o su magnífica villa en la costa de Amalfi.

En un raro momento de confianza, Giacomo le había contado que estaba compensando por haber tenido que dormir en una habitación con veinticuatro niños en el orfanato.

Su cartera de valores era sin duda impresionante y la envidia de muchos de sus competidores, pero tenía fama de nómada, un hombre que se movía de residencia en residencia y de país en país sin quedarse nunca en ningún sitio. Decían que tu hogar estaba donde estaba tu corazón, pero Giacomo Volterra no tenía corazón.

Y eso era lo que debía recordar.

Louise sacó la maleta del coche y se dirigió a la entrada, pero antes de que pudiese llamar la pesada puerta se abrió y allí estaba Giacomo, recortado contra la suave luz del vestíbulo, su estatura y su aspecto dominante haciendo que su pulso se acelerase.

Su pelo negro brillaba a la suave luz de los apliques en las paredes forradas de madera y, mientras la miraba en silencio, Louise experimentó un cosquilleo en sus pechos, por suerte escondidos bajo el anorak.

–Llegas tarde –dijo él a modo de saludo.

Si aquella fuese una relación normal, Louise podría haberle explicado que había un enorme atasco en la carretera, pero no había nada ni remotamente normal en aquella relación. Claro que tampoco tenía que pedir disculpas, como haría con cualquier otro cliente.

–¿Pensabas que no iba a venir?

Giacomo se encogió de hombros.

–Pensé que podrías haber cambiado de opinión.

–¿Y eso te habría molestado?

Él entornó los ojos ante el tono desafiante. Podría haber dejado pasar la implícita sugerencia de que la necesitaba y dependía de ella, pero la verdad era que le habría molestado mucho que no apareciese.

¿Y para qué hacer aquello si iba a esconder la verdad tras subterfugios? Louise era un enigma para él. Si lo desentrañaba, como un ladrón abriendo una caja fuerte, liberaría su mente y recuperaría esos meses perdidos.

Y para eso tendría que soportar la inconveniencia de estar con una mujer que le parecía extrañamente inquietante, decidió.

–No me gusta que la gente se eche atrás una vez que han llegado a un acuerdo –dijo por fin.

–Estoy aquí, así que no me he echado atrás, pero hace frío. ¿No vas a invitarme a entrar?

–Sí, claro –Giacomo esbozó una sonrisa mientras abría la puerta del todo.

Tal vez se alegraba más de verla de lo que quería reconocer, pensó, porque ni siquiera se había dado cuenta de que hacía frío. Aunque observó que ella llevaba el enorme y poco favorecedor anorak que había llevado el otro día. El pelo sujeto en una coleta y, de nuevo, sin una gota de maquillaje.

Desde luego, no había hecho el menor esfuerzo por él, pero no estaba preparado para aquel asalto a sus sentidos cuando pasó a su lado. Estaba tan cerca que podría tocarla y le sorprendió cuánto desearía hacerlo. Su aroma era tentador; ligero, casi imperceptible, contenía una nota de naranjas y luz de sol. Era sutil y provocador al mismo tiempo y, por alguna razón, provocó un latido entre sus piernas.

¿Cuándo se había acostado con una mujer por última vez?, se preguntó. ¿Había sido con ella?

La observó mientras cerraba la puerta, inmóvil en el centro del vestíbulo, mirando alrededor. Los antiguos apliques en las paredes ofrecían suficiente iluminación como para ver su gesto consternado.

–Has estado aquí antes.

Louise asintió con la cabeza porque, de repente, tenía un nudo en la garganta que casi le impedía respirar.

¿De verdad había pensado que sería inmune a la oleada de recuerdos?

–Sí, claro que he estado aquí antes –respondió.

–¿Por alguna razón en particular?

–Vinimos aquí después de casarnos. Pasamos las primeras navidades aquí… las únicas navidades que pasamos juntos.

–Ah.

Louise esperó que él recordase o, al menos, que reconociese que había dicho algo importante, pero no mostró reacción alguna.

–¿No tiene un aspecto diferente? –le preguntó Giacomo, como si fuera un agente inmobiliario esperando su opinión sobre un proyecto de renovación.

Louise intentó responder con la misma indiferencia. No habían pasado mucho tiempo allí, menos de una semana, pero no era el hermoso exterior o los caros muebles lo que recordaba sino las cosas que habían ocurrido entre esos muros. No era la estructura de la mansión o su contenido sino los recuerdos.

¿Y no era inevitable recordar el día que se casó con él, cuando había jurado amar a su atractivo, aunque a menudo imponente marido, durante el resto de su vida y esa idea la llenaba de ilusión?

Ella, que nunca había experimentado el amor y que nunca había tenido un hogar de verdad, había esperado tener ambas cosas al casarse con él, pero no había sido así. Giacomo no había sido capaz de comprometerse de verdad y ella nunca supo por qué. Se había sentido incómoda por tener que hacer preguntas a las que él no quería responder, como si estuviese haciendo algo ilícito, algo más allá del papel que se le había asignado en aquella pareja.

–¿No recuerdas nuestra boda?

–No.

Había algo tan inequívoco en esa seca respuesta que Louise se quedó inmóvil.

–No te acuerdas de mí, ¿verdad?

Giacomo tomó aire mientras negaba con la cabeza.

–No.

–¿No recuerdas nada en absoluto?

–¿Quieres que sea sincero?

–¿Para qué estoy aquí si no? ¿Tiene algún sentido esto si no eres sincero conmigo?