El acuerdo prematrimonial - Arianne Richmonde - E-Book

El acuerdo prematrimonial E-Book

Arianne Richmonde

0,0

Beschreibung

Ella firmó. Ahora debe pagar el precio… Miro a los ojos de mi nuevo marido y sonrío. Es el día de nuestra boda y me siento como la mujer más afortunada del mundo. Lucas es perfecto. Me trae el desayuno a la cama por la mañana, ramos de flores por la tarde y nunca sale de la habitación sin darme antes un beso. Aun así, no puedo deshacerme de esa duda persistente que me ronda la cabeza, especialmente en lo que respecta al acuerdo prematrimonial que insistió en que firmara. ¿Acaso cree que solo me interesa su dinero? Me convenzo a mí misma de que no importa. Lo quiero, y mi amor por él es tan fuerte que ingenuamente creo que podrá superar cualquier obstáculo… Tres años después, todo ha cambiado. Ya no queda nada de la seguridad que una vez sentí junto a él. Cuando miro a Lucas hoy, no reconozco a la persona con la que me casé. Estoy atrapada con un hombre al que nunca he llegado a conocer de verdad en una casa que cada vez se parece más a una prisión. Cada día que pasa el terror que siento aumenta. Firmé el acuerdo prematrimonial y, al hacerlo, renuncié a mi libertad. Puede que no logre salir de esto con vida… --- «¡¡¡Dios mío!!!! Absolutamente increíble… Me dejó sin palabras… Un ritmo increíblemente rápido… Tan intenso que lo devoré en una sola sentada… ¡Es un libro que tienes que leer!».  Heidi Lynn's Book Review ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡ESO NO ME LO ESPERABA! Justo cuando crees que la autora ha dado el último giro, ¡ocurren otros doce giros más! Me quedé despierta mucho después de mi hora de dormir para terminar el libro y después mi mente no dejaba de dar vueltas. Este libro realmente me encantó. Uno de los mejores thrillers que he leído este año».  @booked_with_brandi ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una novela que no puedes dejar de leer. Me atrapó desde las primeras páginas y lo devoré de una sentada… Lleno de suspense, un impresionante thriller psicológico… Ese giro no me lo vi venir en absoluto».  @tylinns.reading.corner ⭐⭐⭐⭐⭐ «No sabía qué desenlace esperar, pero una cosa es segura: nunca pensé que terminaría así. ¡Sorprendente! Es una gran historia con personajes muy interesantes».  B for Bookreview ⭐⭐⭐⭐⭐ «La narrativa descriptiva de Richmonde crea una atmósfera de lectura perfecta desde el principio, y la trama me mantuvo pegada a las páginas… El epílogo me dejó sin palabras… ¡Bravo!».  Kindle Friends Forever ⭐⭐⭐⭐⭐ «La novela es rápida e intrigante. Llena de giros y sorpresas hasta el final. Es el thriller perfecto para un caluroso día de verano».  Carry a Big Book ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller psicológico lleno de suspense en el que nunca sabes lo que va a suceder… Me mantuvo enganchada todo el tiempo… Pero ese giro me dejó en shock, ¡una evolución de la trama impresionante!».  Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 461

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


El acuerdo prematrimonial

El acuerdo prematrimonial

Título original: The Pre-Nup

© Arianne Richmonde, 2023. Reservados todos los derechos.

© 2024 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

Traducción: Daniel Conde Bravo, © Jentas A/S

ISBN: 978-87-428-1360-7

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencia.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

First published in Great Britain in 2023 by Storyfire Ltd trading as Bookouture.

Para mi marido.

PARTE 1

1

—¿No recuerdas nada? —Mi marido me mira desde su altura, su imponente figura de casi dos metros me hace sentir que podría partirme en dos. ¿Está enfadado conmigo? ¿Decepcionado?

Tumbada en el sofá, cambio de posición y cubro con una manta mis hombros desnudos. Por alguna razón siento frío, a pesar del calor veraniego de Malibú. Parpadeo al mirarlo desde abajo, estremecida. Tengo la boca seca y apenas puedo articular palabra.

—No, la verdad es que no.

—Pero ¿nada de nada?

Su pregunta me desconcierta. El tono en el que la formula no muestra preocupación, y no parece tampoco conciliador, sino curioso. Como si estuviera ocultando algo. Como si al recordar yo, él fuera a quedar expuesto.

Sacudo la cabeza. Lucas sabe que tengo migraña, pero no me ha dado nada para mitigar el dolor. Una lágrima inesperada se me escapa y resbala por mi mejilla.

—Nada. No me acuerdo de nada.

Su mirada se vuelve más intensa, sus fríos ojos azules se entrecierran como si no me creyera, la duda se dibuja en la comisura de sus labios. Y al ver que mi expresión de engaño y confusión permanece inalterada, esos labios se transforman en una sonrisa sutil que muestra alivio, que denota que sabe que se está escapando con éxito de una situación comprometida.

De algo cruel.

—Vale —dice Lucas—. Me alegro de que no recuerdes lo que pasó antes de nuestras vacaciones.

Las supuestas «vacaciones». Cuando se ha ido, vuelvo a echar un vistazo a nuestro muro de Instagram. Nuestra cuenta conjunta, @thefoxyfoxes, exhibe a la pareja perfecta y enamorada típica de las redes sociales. De las que no solo son felices, sino repulsivamente envidiables. Nosotros en una playa de San Martin. Bebiendo a sorbos cócteles en un hotel de cinco estrellas, lo cual soy consciente de que no es real. Yo en bikini, jugueteando con olas turquesas. Puedo reconocer el bikini con estampado floral del año pasado, pero parezco más delgada, y ¿no tengo el pelo algo más corto? Se supone que esas fotos se tomaron la semana pasada. ¿Me estoy volviendo loca? No. Eso no sucedió. No estuvimos de vacaciones en el Caribe.

Cuando alguien alcanza el nivel profesional de manipulación psicológica de la realidad de mi marido, los pensamientos de supervivencia se infiltran poco a poco en tu mente, como cuando vas sola a hacer senderismo y te pierdes y no puedes recordar qué camino has de tomar para volver a la civilización, a la seguridad. Cuando hay un hombre extraño acechando entre los árboles y sientes que no tienes que mostrar miedo y que no debes correr o empeorarás las cosas porque podría alcanzarte con facilidad y se excitaría con tu miedo y podría hacerte daño o incluso matarte. Pero también sabes, con total certeza, que tienes que alejarte de él tan rápido como puedas. Que tu supervivencia depende de la intuición que tienes en una fracción de segundo; una lucha experta por tu vida.

Todas las mujeres hemos estado en situaciones delicadas como esas en alguna ocasión, ¿no es cierto? Está asumido que el peligro podría acechar en callejones oscuros, en calles sin salida o en lugares remotos como los que acabo de describir. Pero, en mi caso, lo hace aquí mismo, en mi casa.

En mi hogar.

Y el responsable es mi marido.

2

La primera vez que Lucas me trajo a su casa junto a la playa, hace tres años, me tenía embelesada.

Había podido conocer al tipo con estilo vestido de traje, a ese abogado habilidoso que no pasaba desapercibido allá por donde iba, pero aún ignoraba al surfista despreocupado, aficionado a la fotografía y a los paseos nocturnos por la playa, que podía señalarme todas las constelaciones del cielo y explicarme cómo encontrar la estrella polar.

—Ava —dijo, mientras paseábamos por la playa al amanecer mientras los pelícanos sobrevolaban el océano graznando en formación de uve—. Qué guapa eres.

Me reí. No sabía si creerle o no.

—No te muevas —dijo—. Quédate justo ahí, con la brisa en el pelo. —Saltó poniéndose delante de mí y caminó hacia atrás, apuntándome con su cámara, que llevaba colgada del cuello. Se la llevaba a todas partes. Había pasado la noche en su casa, pero me había guiado, como un auténtico caballero, hasta el dormitorio de invitados, «para que puedas tener tu espacio propio», había comentado. Estaba demasiado borracha para volver conduciendo a casa y me convenció para que me quedara, prometiéndome que no me tocaría. Cumplió su palabra, para mi inmensa desilusión. El miedo a que pudiera no llamarme al día siguiente fue la única razón por la que no me había abalanzado sobre él durante esa tarde. Sin embargo, en mitad de la noche, me colé en su habitación y me deslicé bajo las sábanas, a su lado. No pude resistirme, y ya está. Fue imposible mantener nuestras manos lejos del otro.

Después de la sesión de fotos, pasamos el día en su terraza, viendo cómo el océano iba adoptando varios tonos diferentes de azul, riendo, bromeando y contándonos nuestras vidas. No me insinuó que ya era hora de irme, como habrían hecho otros hombres, y me quedé de nuevo a pasar la noche, y todo el día siguiente, poniéndome sus camisetas y calzoncillos dos días seguidos. Pedimos pizza. Me encantaba sentir el olor de Lucas en mi piel y saber que quería que me quedara. Adoraba esa faceta suya distendida y divertida. Aunque existía una atracción sexual evidente entre los dos, también tenía la sensación de que fuéramos mejores amigos. No me juzgaba por mi origen humilde, por haber trabajado de camarera para costearme la universidad y por no haber estado nunca en el extranjero.

Me pasé casi toda aquella primera tarde sentada en su regazo, con sus brazos rodeando con firmeza mi cintura mientras contemplábamos el mar, respirando el aroma de la playa y el aire fresco y salobre, mientras me daba todos los detalles sobre la casa. Tuvo la suerte de haberla heredado de su abuelo, que la había comprado hacía siglos, antes de que los precios inmobiliarios se dispararan. Para los estándares actuales de Malibú, la casa me pareció bastante peculiar, pero en un sentido positivo era encantadora. Una cabaña de madera de dos dormitorios con una terraza trasera que parecía no haber sido renovada en décadas. Me fascinaba su aire bohemio.

Lucas tenía la barbilla apoyada en mi hombro desnudo, su pelo rubio iluminado por el sol, nuestras mejillas rozándose.

—Esta casa se construyó en los años cincuenta —me contó—. Es una de las pocas casas originales frente al mar que no han convertido en una mansión prefabricada sin alma, y cuyo estilo e integridad no han destruido; o peor aún, que no han destruido literalmente y sustituido por una estructura más «opulenta» de cristal, hormigón y aluminio como algunas de las casas de mis vecinos.

—¿Como la casa de al lado?

Asintió.

—Las casas de este tramo de costa están construidas sobre la arena, sin dique de protección contra el mar. Aun así, han resistido los terremotos. —Luego me sujetó la barbilla con delicadeza, me giró la cara hacia él y me besó, primero suavemente, luego con profundidad, fuerza y decisión—. Pero a este terremoto no han tenido que enfrentarse —dijo después del beso.

Me reí.

—Una de las mejores frases para ligar que he escuchado en toda mi vida. —Entonces nos cogimos de la mano. Seguí charlando, con la sensación de que debía rellenar los vacíos, que teníamos mucho sobre lo que ponernos al día. Sentía que era la pieza del puzle que me faltaba y que en ese momento mi verdadera vida acababa de empezar.

—Me fascina que tengamos la playa a nuestros pies, que la casa esté expuesta a los elementos —parloteé, pensando en lo bien situada que estaba. La noche anterior, en la cama, gemí más fuerte de lo que debía y las olas acallaron mis gritos de éxtasis. Era el hombre más sexi con el que había salido nunca. Me tocó en todos los lugares adecuados y, cuando exploté de placer, supe que no quería volver a acostarme con otra persona que no fuera Lucas Fox—. Es perfecto —dije. «Él es perfecto. Este fin de semana es perfecto».

—Por eso está construida sobre pilotes —continuó, respirando en mi oído, como si estuviera hablando de algo sensual y no solo de una casa—. Armoniza con el entorno, encaja a la perfección en Malibú, parece hecha para estar aquí. Porque, en esencia, así es Malibú.

—Me encanta la palabra Malibú —dije, estirando cada sílaba con una cadencia lenta—. Suena muy exótica.

Se inclinó hacia atrás con su cerveza.

—Cuando alguien la oye, siempre evoca imágenes de gente rica y estrellas de cine. Supongo que hoy en día esa es más o menos la realidad. Pero olvidan que empezó siendo un paraíso para los surfistas, célebre por sus olas, y que incluso antes de eso hubo ranchos y granjas a lo largo de esta costa abrupta. De hecho, los chumash, un pueblo marinero que se asentó en este litoral, fundaron Malibú en el año 500 a. C.

De repente, sentí que la conversación se había alejado demasiado de nosotros, de nuestra intimidad. Me preocupaba que quisiera que me fuese. No podía asimilar el hecho de que yo le gustaba de verdad.

—No lo sabía —dije, sin concentrarme de verdad en la conversación, solo hablando por hablar para alargar un poco más el día—. ¿De dónde procede el nombre de Malibú?

—Significa «donde se oye el rugido de las olas».

«Donde se oyen mis rugidos», pensé, y sonreí.

Nunca me pidió que me fuera. Me quedé hasta el amanecer del lunes, cuando tuve que volver a mi apartamento para cambiarme e ir a trabajar.

Mis ojos se posan ahora en la foto que me hizo en la playa en aquel romántico fin de semana de hace tres años. Está enmarcada en la pared. Pequeños mechones de pelo se deslizan por mi rostro. La foto es en blanco y negro. Aparezco mirando al objetivo, con los labios entreabiertos en una suave sonrisa. Con pequeños granos de arena esparcidos por encima de los ojos, mi mirada expresa esperanza y es expectante, como si esperara que Lucas me completara de alguna manera. También hay una reticencia casi imperceptible en mis ojos, una vacilación, como si supiera en lo más profundo de mi ser que un día me rompería el corazón.

3

Tengo una caja grande, pintada con pájaros dorados posados sobre ramas frondosas, con un cielo cerúleo de fondo, donde guardo todos mis tesoros. De tanto en tanto, cuando estoy nostálgica o triste, saco de ella mis cosas especiales. Las sostengo entre mis manos. Lo más antiguo que tengo es un coche de juguete que me regaló mi padre antes de abandonarnos. Yo solo tenía tres años. No es el regalo habitual que le harías a una niña pequeña, pero a mí me encantaba. Una camioneta de color azul marino. Tiempo después, cuando ya se había marchado, me imaginaba que volvía con mamá, y el coche rebosaba con nuestra familia. Hermanos y hermanas por doquier. Perros y cestas de pícnic. Eso nunca ocurrió. Para nada.

Ni mamá ni yo volvimos a verlo. He intentado localizarlo a lo largo de los años. Mamá me aseguró que era un borracho y que probablemente estaría muerto por ahí por alguna cuneta, pero nunca la creí. Nopodíacreerla. Pero ni con la existencia de internet, ni incluso después de pagar a un investigador privado, pude encontrar a mi padre. Supongo que si alguien no quiere que lo encuentren, no hay mucho que se pueda hacer al respecto.

Saco otro tesoro de mi caja.

Una carta de Lucas. Me la entregó él mismo con una expresión en la cara que no supe leer en ese momento. Aquel primer fin de semana de pasión desembocó en un embarazo inmediato. Estaba aterrorizada, porque lo único que quería era tener el bebé y estaba convencida de que Lucas se horrorizaría, que querría que abortara.

Mi hermosa Ava:

Sé que todo ha ido muy rápido y ha sido una locura y una sorpresa para los dos, pero estoy enamorado de ti. Eres divertida, dulce y adorable de todas las formas posibles. Quiero estar todo el tiempo contigo. Y, sí, puedo visualizarnos juntos eternamente.

Hagámoslo.

Tengamos ese bebé.

Eres mi estrella polar y no puedo imaginarme la vida sin ti. Siempre te querré,

tu lucas

Todavía saboreo esas palabras que me escribió, les doy vueltas en mi cabeza, mientras las lágrimas nadan por mis ojos llorando al bebé que nunca fue. El aborto natural que me destrozó.

Rebusco entre los otros tesoros que tengo en mi caja. Hay varias fotos, con las esquinas dobladas y desgastadas por el manoseo, consecuencia del cariño que les tengo. Mi poni Willow y yo, la primera vez que me enamoré de un animal, antes de descubrir también la magia de los perros. Estábamos muy unidos, solía montarlo sin silla. Una foto donde salimos mamá y yo cuando era pequeña, antes de que mi padre se fuera. Me sostiene entre sus brazos, mirándome con cariño. Llevamos puestos vestidos azul cielo que van a juego. Tengo una piruleta en la boca y mis mejillas son sonrosadas, gordas y redondas.

Saco otro recuerdo, sintiendo la suavidad de la lana de crochet entre mis dedos. Un patuco de bebé amarillo pálido. De ese color porque no sabía el sexo de nuestro bebé. Cuando lo perdimos, guardé este par en la caja, por si acaso. Desconsolada pero esperanzada.

Para la próxima vez.

Con lágrimas en los ojos, oculto la caja en el fondo del armario. Oigo el ruido del coche de Lucas en la entrada y corro hacia el espejo para mirarme la cara. Últimamente hay cierta distancia entre nosotros. La forma en la que se ha estado comportando me ha hecho estar alerta, aunque tiene respuesta para todo y dice que mi imaginación está disparada. Tal vez sea así. Ya no puedo confiar en mi propio juicio por lo que parece. El olorcillo a la colonia de otra persona en el cuello de su camisa —»Una clienta que apestaba tanto a perfume que me daba náuseas. Tuve una reunión insoportablemente larga, madre mía, me alegro de que terminara»—. La sonrisa que se dibujó en su rostro la otra tarde, mientras respondía frenéticamente a un mensaje de texto —»¡El proyecto del que te he estado hablando últimamente acaba de recibir luz verde!»—. A veces, cuando suena el teléfono, comprueba quién es la persona que llama y no contesta, con una mirada sospechosa —»No quiero que nadie interrumpa nuestro tiempo de calidad, cariño»—. Las horas extra nocturnas en el trabajo —»¿Crees que me gustatrabajar hasta tan tarde? Me gustaría mucho más estar en casa contigo»—. Los collares nuevos para las perras que me dijo que había comprado sabiendo la pereza que le da ir de compras —»Son como nuestras hijas, cariño, quería hacer algo especial»—. La gran cantidad de dinero que sacó del cajero cuando nunca suele pagar en metálico —»¡Me has pillado! Intentaba sorprenderte con un regalo, así que no quería que vieras el pago en el historial de nuestra tarjeta de crédito»—. Se ha reído de todo ello, y me pregunto si estoy imaginando cosas de más debido a mis propias inseguridades. Un aborto espontáneo puede hacerte eso, perder la confianza en ti misma. Aunque ocurrió hace casi tres años, está tan vivo en mi memoria como si hubiera sucedido ayer.

Le saludo en la puerta con un abrazo. Da un paso hacia atrás, se toma su tiempo para apreciar lo que ve y suelta un largo silbido de admiración. Me siento bien. Sexi. Encantada por su reacción y llena de esperanza.

Pero sale con:

—¿Cómo es que llevas esos tacones puestos? ¿Y ese maquillaje? Nunca te pones tacones. —Lo dice de un modo inquisitivo y sospechoso, como si yo hubiera hecho algo malo.

—Porque me apetece —respondo—. Tengo ganas de un cambio.

Con sus ojos, de un azul glacial, clavados en mí, me pregunta:

—¿No estarás poniéndome los cuernos por casualidad, amor? —Inclina la cabeza hacia un lado, estudiándome como si pudiera leer algo siniestro detrás de mi mirada atónita. Nunca se me pasado por la cabeza la idea de acostarme con alguien que no sea Lucas. Nadie más me atrae. Ni siquiera las estrellas de rock, de cine o los modelos masculinos. Lucas es el único al que quiero. No tengo ojos para otro.

—¡Lucas! ¡No! No me puedo creer que me preguntes eso.

Sacude la cabeza, sonriendo mientras lo hace.

—No estoy convencido. —Su tono ha cambiado de alguna forma; ahora parece estar medio bromeando, pero no lo está. Rebusco en mi mente, intentando pensar si he hecho algo, cualquier cosa, para merecer esa acusación tan fuera de lugar. Me rodea la cintura con el brazo y me atrae para darme un beso intenso y apasionado. Sus labios saben a mar y a manzanas, o a algo dulce que no logro identificar.

—Recuerda, Ava, eres mía —dice.

Siento su cercanía, me deleito con su atención, olvido mis propias sospechas, porque en este momento no importa otra cosa que no sea nosotros. De hecho, sus celos me excitan. Desliza su mano por mi muslo y encuentra el lugar más placentero entre mis piernas. Gimo de placer por adelantado. Me levanta en brazos y me lleva a nuestro dormitorio, donde pasamos la tarde entera. Es como si nos hubiéramos vuelto a enamorar...

4

Estoy embarazada. Lo último que esperaba. Mi felicidad eclipsa cualquier otra cosa. Es lo que llevo tanto tiempo deseando. Y Lucas también. Todas las sospechas y miedos que me han consumido en los últimos meses parecen desvanecerse. Mi deseo se ha hecho realidad. Una dulce expectación inunda mi corazón de amor y de esperanza.

Lucas entra en la habitación con una bandeja. En una escala del uno al diez en responsabilidades de un marido, tengo que decir que Lucas estaría en un ocho, y algunos días, en un nueve. Hoy, ronda el nueve y medio. Mientras dormía, tratando de aliviar un dolor de cabeza terrible, ha sacado a pasear a las perras, les ha dado de desayunar y ahora está aquí, trayéndome café y tostadas.

—¿Cómo te encuentras? —pregunta con ternura, dejando la bandeja en el borde de la cama. Sus ojos azules están llenos de amor. Aparta un bucle de cabello de mi cara y me toca suavemente la piel con los dedos—. He venido antes, pero aún estabas frita. No quería despertar a la Bella Durmiente. Cómete una tostada. —Me mira con cariño mientras me acerca a los labios la tostada con mantequilla, untada también con mi miel favorita. La fragancia impregna mi cabeza de lavanda y Provenza. Abro la boca y dejo que me alimente.

Mastico y trago.

—Delicioso.

—Hay helado de chocolate con menta en la nevera y, mientras dormías, he hecho puré de patatas con cilantro picado.

—¿En serio?

—Claro.

—Qué detalle. —Últimamente he tenido mucho antojo de cilantro, ni más ni menos. Y de comidas caseras como puré de patatas o macarrones con queso. El embarazo me ha provocado antojos extraños.

Esboza esa sonrisa encantadora que tiene.

—En realidad, lo he hecho por razones egoístas. Mantenerte feliz me hace la vida mucho más fácil. Y nuestro bebé tiene ciertos gustos.

Nuestro bebé. Esas palabras me resultan muy prometedoras. Me guiña un ojo, y un bucle de pelo rubio oculta el otro. El que esconde secretos, intriga. Un ojo cuya mirada aún me hace flaquear.

Inspira por la nariz y su actitud cambia de repente. Vuelve el hombre de negocios, el que tiene una misión incuestionable. Mira su Rolex.

—Tengo que irme. No puedo llegar ni un segundo tarde o mi padre me excluirá de la reunión.

No me opongo. Sé bien que no debo interponerme entre Lucas y su padre. Mis esfuerzos por promover la autonomía de mi marido han fracasado con el tiempo. Si fuera más emprendedor, habría dejado el bufete de su padre hace mucho tiempo. Pero es débil. Se preocupa demasiado por demostrar su valía a Jack, por asumir su negocio, porque desde pequeño le hicieron creer que eso era lo que debería suceder. Ese es el cebo que Jack ha estado utilizando con Lucas durante años. Fox & Fox, aunque el «& Fox» aún está por definirse. Fox & Co., como se llama actualmente, no implica de manera clara que se trate de un negocio familiar. En el último año, Jack ha perdido dos clientes. O bien ha perdido el toque Midas que le hacía tener éxito, o es solo una señal de los tiempos que vivimos en los que los clientes buscan economizar, pero, por la razón que sea, Jack ha puesto la responsabilidad de «volver a la cima» sobre los hombros de Lucas. Ha dejado muy claro que si mi marido no es capaz de cerrar este nuevo cliente —una entidad japonesa relacionada con los medios de comunicación que Jack lleva cortejando seis meses—, venderá Fox & Co. al mejor postor y se jubilará sin dejarle a Lucas «ni un maldito centavo».

—Siempre tuviste razón —me dice ahora mi marido—. Debería haberte hecho caso, cariño. Debería haberme marchado cuando tuve la oportunidad, pero después de todas las horas de trabajo que he invertido, quiero que valga la pena. Voy a demostrarle a mi padre de qué estoy hecho. Ya lo verá, cerraré este cliente. Estoy así —levanta el pulgar y el índice dejando un centímetro escaso entre ellos— de cerca. Te juro que esta misma noche ya habré conseguido el acuerdo. —Lucas se levanta, guapo, con un traje azul marino entallado y una corbata de seda de color aguamarina que combina con sus ojos. Zapatos italianos lustrados con un brillo impecable. Hasta ha memorizado algunas frases en japonés para impresionar al cliente.

—Por cierto —dice mirando al techo—, quería preguntarte algo. Con las hormonas del embarazo, estando olvidadiza como estás y todo eso, deberíamos encargar que nos revisen todos los detectores de humo de la casa para asegurarnos de que funcionan.

—Claro, me haré cargo de ello —le digo, sin que me guste la elección de la palabra olvidadiza. Luego le pongo mi mejor sonrisa y añado—: Buena suerte hoy. Cómetelos vivos. —Es la repetición de una de las frases favoritas de Jack: «Cómetelos vivos». Suele ir acompañada de «Nada entre tiburones».

Pobre Lucas. Siempre ha intentado ser un tiburón, pero ha fracasado en cada intento. Esa parte suya de tipo duro es pura fachada, la necesidad de complacer a su padre. Pero bueno, que yo no soy ninguna ingenua. Antes de mi embarazo, él estaba teniendo un comportamiento sospechoso. Llegaba tarde a casa. Se reía leyendo mensajes de texto. Dedicaba más tiempo a su aspecto, incluso a sacar brillo a los zapatos. Pequeñas pistas que evidenciaban que estaba mintiendo, y la mentira se transformó en una forma insidiosa de manipulación psicológica de la realidad que yo no apreciaba. ¿El mayor indicio de todos? Un pendiente de aro con incrustaciones de diamantes que encontré debajo de la cama hace un par de meses cuando volví de un viaje de trabajo, tras haber estado fuera de casa unos días.

Un pendiente que no era mío.

5

Cuando Lucas sale de la habitación, me incorporo en la cama, apreciando nuestra preciosa vista del océano y sintiéndome muy agradecida por mi embarazo. Ariadna, una de nuestras perras, está acurrucada a mis pies, medio envuelta en el edredón, deleitándose con una pereza matutina inusual. Perdí mi trabajo hace un par de meses, así que últimamente he logrado dormir un poco más de lo habitual. Mi otra perra, Safo, tiene la cabeza apoyada cerca de mi vientre, donde es consciente de que una vida está creciendo. Con su sexto sentido, supo que estaba embarazada incluso antes de mi primera falta. Es increíble lo sensibles e intuitivos que son los perros. Asimilo todas las opciones, entre ellas la posibilidad de perderlo —de perder todo lo que tengo—, y me inunda una oleada de temor y tristeza. El año pasado mi madre murió de cáncer. No tengo hermanos y mi padre es como si estuviera muerto también. Aparte de mi tía, no tengo más familia que mi marido. Fue un shock perder mi trabajo, algo que no vi venir en absoluto. Me «dieron la libertad». La vida en Hollywood está dominada por el nepotismo, y me ha sustituido la hija del productor del programa. Teniendo diez años de experiencia a mis espaldas como supervisora de guiones, una completa novata me ha sustituido, así sin más. Dos semanas de indemnización por el despido, y «Cuídate, Ava, pásate a tomar un café cuando quieras, sin rencores».

Me preocupa, porque no me quedan ahorros. Los gastos médicos que debía al hospital después de que me dijeran que no podían hacer nada más por mi madre los devoraron. Siempre he trabajado, siempre he ganado mi propio dinero y he sido económicamente independiente. No se me había pasado por la cabeza la idea de que no pudiera encontrar trabajo en una ciudad que gira en torno a la industria del cine, un campo en el que poseo muchísima experiencia. Pero ahora mismo, mi seguridad financiera está al borde del abismo. No tengo nada más allá de mi matrimonio, y nuestro bebé viene de camino. Las facturas médicas en Estados Unidos no son ninguna broma. Quise lo mejor para mi madre, como cualquier hija habría querido. No dudé un segundo a la hora de brindarle la mejor vida posible durante sus últimos meses. Supuse que mi trabajo cubriría los gastos. Jamás se me habría ocurrido contemplar la posibilidad de que me despidieran y no encontrara otro empleo en ese caos que supone que te den «la libertad». Sigo intentándolo. Tengo a tres cazatalentos buscándome algo. ¿Quién me iba a decir que iba a resultar tan complicado?

Pongo la mano sobre mi vientre para que mi bebé no absorba mi ansiedad. Voy a darlo todo por este embarazo. Al fin y al cabo, ahora que estoy sin trabajo, sin duda tengo tiempo para concentrarme en mi salud y bienestar. Hago de todo: yoga, meditación, escuchar podcasts sobre el embarazo, recibir clases sobre nutrición y tomar vitaminas.

Respiro tranquilamente y poso la mirada sobre mi estómago. Me digo a mí misma que todo saldrá bien.

«Somos supervivientes —susurro—. Podemos salir de esta».

Pero me resulta difícil controlar mis emociones enfrentadas. Mis ojos recorren la habitación mientras me invade la idea de lo que está en riesgo si mi matrimonio no funciona. Intento alejar ese pensamiento. Quiero a mi marido, a pesar de todo, y mi prioridad ha sido siempre crear un hogar para mi familia. ¿Y si estuviera equivocada sobre mis sospechas de que me engaña? Está tan ilusionado con el bebé como yo. Somos un equipo. Este es el hogar que creamos juntos para nuestra familia, para nuestro futuro. Yo, una mujer enamorada, elegí cada detalle de esta casa, y lo hice con amor. Las cortinas y los cojines azules y blancos que irradian entusiasmo, el blanco sencillo de las paredes que no interfiere con las vistas, donde la luz del sol proyecta sombras móviles y reflejos dorados de luz matutina por la habitación. El tocador, donde se encuentran mis cremas y mi perfume francés, que está recubierto con un cristal bajo el que hay fotos familiares especiales que me alegran cada mañana cuando me visto y me ponen de buen humor para empezar el día. El cuadro al óleo de un paisaje costero de Saint Tropez que ocupa con orgullo un lugar privilegiado junto a las vistas, regalo de Lucas tras nuestra luna de miel. Y sobre todo, nuestras dos preciosas golden retrievers, Safo y Ariadna, a las que rescaté de una perrera ilegal, donde las utilizaban sin piedad como instrumentos para la reproducción. Me encantó darles la bienvenida a nuestra familia, no solo porque necesitaran que las rescatasen de ese infierno, sino por su naturaleza amable con los niños, su sentido de la diversión, su lealtad con su familia, su manada. Nosotros. Lucas y yo. Yo y Lucas. Y ahora, nuestro bebé en camino. Y estas chicas sienten cosas: el latido del corazón del bebé junto al mío, que produce en mí un amor insondable que nunca creí posible, del que se filtra hasta la médula. Las perras están tan emocionadas como yo. Deseo con todas mis ganas que las cosas salgan bien.

Deslizo la mirada hacia los ventanales de cristal. Dan a la terraza con vistas al océano. Me encanta esta vieja casa de madera, no querría otra en el mundo. ¿Cuántas tienen una vista así? Aunque, justo en este momento, una nube oscura se cuela en mi campo de visión, como una señal de advertencia. Ha surgido de la nada, instalándose en la gran inmensidad del cielo azul de septiembre. Teñida de rojo, ahora se extiende y se dispersa.

«Cielo rojo a la alborada, cuidado que el tiempo se enfada».

Mi dolor de cabeza vuelve a aparecer. Los pensamientos negativos se agolpan, se entrelazan, pretenden afianzarse. Intento hacer memoria, trato de reconstruir todo lo que ha conformado nuestro matrimonio hasta ahora y la persona que soy. O, al menos, la persona que creo ser. Una chica de un pueblo pequeño, criada por una madre soltera y un padre que desapareció del mapa cuando tenía tres años. Una persona de origen humilde que sufrió a los típicos abusones del colegio, que tuvo tres trabajos para poder ir a la universidad y hacer que todo funcionara. Una persona que es consciente de la fuerza que tiene.

Eso es lo que soy.

O, al menos, lo que era hasta que mi marido empezó a jugar con mi mente y hacerme dudar de mi juicio. ¿Es capaz de cambiar?

Supongo que pronto lo averiguaré.

6

—Cariño —dice Lucas, entrando en el dormitorio. Ha vuelto del trabajo. No he hecho otra cosa que pensar durante todo el día. Reflexionar. Todavía estoy en pijama atiborrándome de helado cuando me encuentra en la cama viendo mi programa favorito, Go Ask Bobbie.

Me saluda con un beso. Un beso casto en la frente.

—Hueles a lirio de los valles —le digo.

—Tu sentido del olfato se ha vuelto loco desde que te has quedado embarazada —responde, y se ríe—. Lo que hueles no soy yo, amor, es el helado. —Se desprende con rapidez de la chaqueta y la camisa y se dirige al baño—. Voy a darme una ducha.

—¿Por qué has vuelto tan tarde? —le grito mientras se aleja, llevándome a la boca otra cucharada del helado de vainilla con trozos de galleta de Ben & Jerry’s.

Pero ignora mi pregunta, gira la cabeza en el umbral de la puerta, me guiña un ojo y me dice:

—Te he echado de menos, amor.

Mi mente empieza a maquinar imaginando lugares en los que ha podido estar, pero, pensando en mi bebé, intento bloquear esa cháchara interna tan negativa.

Pasé un tiempo en un centro psiquiátrico después de mi aborto hace tres años. Lo había hecho todo bien y los médicos me aseguraron que no había sucedido por mi culpa. Había tomado ácido fólico, evitado el alcohol, hecho el ejercicio que se suponía que debía hacer, dormido mucho, etcétera. Sin embargo, una mañana me desperté sangrando y, en el hospital, la ecografía mostró que el bebé no tenía latido. Estaba devastada. Al día siguiente tuve que someterme a una operación con anestesia, un legrado. Era irrevocable. Supongo que de alguna forma había pensado que si el bebé podía sentir el poder de mi amor, el calor y la protección de mi vientre, podría volver a la vida milagrosamente.

—¿No puede darle unos días más? —le pregunté a la cirujana—. ¿Por si acaso? —Me miró con toda la compasión del mundo en sus ojos, pero no dijo palabra. Se limitó a negar con la cabeza. Más tarde, me explicó que estos abortos inexplicables les ocurren a muchas mujeres, que no estaba sola y que podía volver a intentarlo al cabo de seis meses—. Cuando el cuello del útero haya tenido tiempo de cicatrizar —me dijo. Había supuesto que Lucas y yo volveríamos a intentarlo enseguida, que podríamos reemplazar un embarazo con otro y olvidar nuestra mala suerte, pero no iba a ser así porque mi salud habría corrido peligro. Cuando todo terminó y me recuperé, me parecía un sacrilegio tomar las píldoras anticonceptivas que me habían recetado los médicos. Estuve tentada de arrojarlas al váter y tirar de la cadena, de intentar quedarme embarazada enseguida, pero me habían dicho que mi cuerpo necesitaba tiempo para curarse. Toda esa experiencia me sumió en una espiral de depresión y confusión. Lo arrasó todo.

Y es que, a ver, fue el embarazo lo que precipitó nuestro matrimonio. Lucas entró en pánico. Sus padres, que son muy conservadores, dejaron claro que no podía «ir por ahí embarazada» sin estar casados. Yo no tenía prisa, pero Lucas insistió en que contrajésemos matrimonio. Cuando me presentó a Jack y Barbara, comprendí cuál era su problema. Le habían controlado durante tanto tiempo que había olvidado su propia fuerza interior, su capacidad para tomar decisiones por sí mismo. Eran fríos, formales, vestían impecablemente. Su madre llevaba un apretado moño pegado a la cabeza, a juego con un traje de Chanel y tanto bótox paralizándole la frente que me pregunté si se le habría filtrado hasta el corazón. Su padre, un abogado de primera, con clientes que abarcaban desde leyendas del fútbol a estrellas cinematográficas mundiales, me hizo sentir incómoda al no parar de hacerme preguntas sobre mi pasado y mi educación, que, por supuesto, palidecían al lado de los de Lucas. Aquella primera vez en la que nos tanteamos en Maestro’s, sentí que me estaban haciendo una entrevista de trabajo.

—Te criaste en el Wyoming rural, según nos dijo Lucas. —Jack levantó una ceja como si el hecho de ser una chica de pueblo fuera algo cuestionable.

—Así es —respondí con orgullo.

—Bueno, no creemos en eso de... «vivir en pecado» —intervino Barbara, cambiando de tema bruscamente—. Tenemos que arreglar esto enseguida.

—¿Qué es lo que hay que arreglar? —¿Me estaban invitando a cenar para discutir la interrupción de mi embarazo? Me estremecí.

—La boda —aclaró—, tiene que celebrarse cuanto antes.

—Ah, no necesitamos casarnos por el simple hecho de que esté...

—He logrado aprovechar el hueco que ha dejado una cancelación de última hora, gracias a Dios, en el Hotel Bel-Air dentro de tres semanas. ¡Qué golpe de suerte! Normalmente hay una lista de espera de al menos un año.

—¿Tres semanas? —Miré a Lucas, que asintió con la cabeza.

Jack dio un sorbo a su vino.

—Pero, por supuesto, necesitaremos que firmes un acuerdo prematrimonial.

—¿Que firme qué? —repetí. La conversación era cada vez más surrealista. Me volví hacia Lucas. «¡Di algo!».

Pero Lucas solo me cogió la mano y sus labios permanecieron inmóviles.

—Un acuerdo prematrimonial —insistió Barbara, dando la sensación de que yo no supiera lo que era eso.

—Para proteger la herencia de Lucas —añadió Jack—. De hecho, lo tengo aquí mismo. —Golpeó su maletín con suavidad—. No tiene sentido perder el tiempo. Al fin y al cabo, soy abogado, y a ver, si quieres algo de tiempo para darle una vuelta...; pero con toda honestidad, Ava, si amas a Lucas...

—Que sabemos que es así —cortó Barbara.

Lucas seguía mudo, tan solo apretó un poco más mi mano como muestra de solidaridad.

—Yo... todo esto es muy rápido —protesté—. Necesito algo de tiempo para pensar, yo...

—Oye, ¿no quieres casarte conmigo? ¿Es eso? —interrumpió Lucas, con el ceño fruncido por el dolor.

—Claro que sí, pero no había imaginado que todo ocurriría tan rápido.

¿Qué haces cuando tienes a tres personas coaccionándote, estás embarazada y locamente enamorada? Me sentí muy presionada, acorralada. ¿Sabía Lucas que sus padres iban a sugerir nuestro matrimonio y pedirme que firmara un acuerdo prematrimonial?

Lucas, al ver mi angustia, se aclaró la garganta.

—Mamá, papá, todo esto es un poco...

—Lo revisaré esta noche —dije.

Estaba enamorada de Lucas, así que ese acuerdo estúpido me daba igual. Me ganaba la vida por mí misma, tenía un buen trabajo, un pacto prematrimonial no iba a cambiar nada. Lucas estaba comprometido conmigo y también con el bebé, eso era lo más importante.

Quería demostrar que me casaba por amor, no por dinero, así que lo firmé a la mañana siguiente. Por supuesto que lo hice. Amaba a Lucas, íbamos a tener un bebé, ¿cuál era el problema?

El documento estipulaba que si Lucas y yo nos divorciábamos, no tendría derecho alguno sobre sus ganancias, herencias o propiedades, presentes o futuras. Debería haberme buscado un abogado para que lo revisara y negociara un poco. Al fin y al cabo, eran ellos los que estaban presionando para que nos casáramos. Pero estaba enamorada. No quería generar conflictos ni empezar nuestra vida juntos con mal pie, así que decidí no contratar a ningún abogado. Estaba convencida de que nunca nos divorciaríamos. ¿Por qué preocuparse por un acuerdo prematrimonial? Ganaba mi propio dinero, ¿por qué iba a darle más vueltas? El padre de Lucas lo tenía todo muy bien atado; lo más fácil era firmar.

Pero, cuando sufrí aquel aborto, apenas unas semanas después de la boda... Claro, no soy tonta, supe leer entre líneas. Pude apreciar el gesto de desdén de los labios de Jack Fox, como si hubiera engañado a Lucas para que se casara conmigo «por estar embarazada». Creo que Jack Fox sintió que reía el último cuando perdí a mi bebé, porque al menos sabía que su dinero, el legado que algún día legaría a su hijo, estaba a salvo. Estaba convencido de que me largaría por donde había venido, a mi «pueblecito perdido de Wyoming». Pero yo no me iba a ir a ninguna parte. ¿Por qué iba a hacerlo si estaba —y aún estoy— enamorada de mi marido?

Desde entonces, Jack está deseando que nuestro matrimonio vaya mal, que uno de los dos pida el divorcio. Los padres de Lucas piensan que vengo de «la parte desfavorecida de la sociedad». Piensan que soy una «blanca pobre de clase baja». No entienden el valor de ser criada por una madre soltera, de tener que luchar para salir de un pozo profundo. Él quería a la típica princesa de la Costa Este para su hijo, no una mujer como yo: una «vaquera de pueblo» de Wyoming que sabe montar sin silla y disparar con precisión. Estoy orgullosa de mis raíces.

Un poco de agallas y determinación hacen mucho.

Lucas vuelve al dormitorio después de ducharse, con la toalla atada a la cintura. Como siempre, su cuerpo bronceado y musculoso atrae la atención de mis ojos. Mientras rebusca en el armario para coger una camisa limpia, de espaldas a mí, percibo un arañazo en su hombro. Como el zarpazo de un tigre, aún fresco y en carne viva. No le he clavado las uñas en la espalda. De hecho, hace dos semanas que no hacemos el amor. Si le pregunto, tendrá una excusa preparada, como siempre. Me dirá que se lo hizo con la tabla de surf o algo así, y entonces dudaré de mí misma y me sentiré paranoica.

Además de comer por dos, necesito pensar por dos. Independientemente de las sospechas que pueda tener sobre mi marido, nuestro bebé necesita dos padres, un hogar lleno de amor y todas las oportunidades que me negaron de niña. Además, irme no es una opción. Sé lo que está en juego. Él lucharía por la custodia, y probablemente ganaría. Podría salir por la puerta ahora mismo, claro, pero ¿a qué me conduciría eso? A un gran lío con una batalla judicial de por medio, ahí me llevaría. Y lo que es más importante, ¿en qué beneficiaría a mi hijo? Además, ahora mismo no estoy en condiciones de tomar decisiones radicales, sobre todo cuando ni siquiera confío en mi propio juicio. Porque siempre existe la posibilidad de que esté equivocada.

Esta es mi situación. Es una montaña rusa. Infinidad de emociones luchan entre sí dentro de mí. ¿Cómo puedo confiar en lo que se me pasa por la cabeza con el estado de confusión en el que he estado últimamente? Además, está esa cosa que es el amor, que tiende a meterse en medio de todo cuando estás casada. Quiero ami marido, de verdad. No quiero acabar sola. Cuando me comprometí en matrimonio, creí que era para siempre.

Por ahora, pues, dejaré que las cosas sigan su curso.

A mi ritmo, averiguaré lo que ha estado haciendo.

Tengo mis maneras.

7

A la mañana siguiente, disfrutando de otro delicioso desayuno en la cama gracias a Lucas, medito sobre el pendiente de aro con diamantes que encontré en el dormitorio hace dos meses. Cuando descubrí aquella joya delatora, Lucas negó conocer su procedencia. Por supuesto que lo negó. Se rio de mis sospechas. Me dijo que estaba loca, que él me había regalado esos pendientes las Navidades pasadas.

—¿No lo recuerdas? —me preguntó, poniéndome cara de que estuviera volviéndome loca.

—No —respondí—. Nunca había visto ese pendiente. —Hice hincapié en la palabra pendiente, en singular—. Me regalaste una silla de montar. Para poder salir a cabalgar más a menudo. —En aquel momento me pregunté si la silla era un intento de Lucas para que saliera más a menudo de la ciudad.

—Amooooor —dijo con tono zalamero, añadiendo una de sus risitas despreocupadas mientras hablaba—, ¡además de la silla de montar, te regalé esos pendientes caros! No me puedo creer que lo hayas olvidado. La verdad es que es un poco insultante. —Me di cuenta de que había añadido «caros» a su alegato de inocencia. Una forma de activar el sentimiento de culpa. Soy una mujer práctica. No me gustan los gastos innecesarios y ostentosos. Puedo comprarme en el portal The Real Real unos pendientes con brillantes de imitación o unos Jimmy Choos de segunda mano que nunca hayan sido usados, ¿y quién va a notar la diferencia? Desde luego, yo no sé distinguir lo falso de lo auténtico. No se trata de lo que lleves puesto, sino de cómo lo lleves. Me gustan las gangas, pero no que me tomen en el pelo. Comprarme pendientes caros no es la mejor forma de conquistarme.

Justo al día siguiente de aquella conversación, Lucas me enseñó una foto impresa mía, real, de verdad, colocada en un marco de plata y sobre la mesa de su despacho.

—¿Ves? —dijo regodeándose—. ¿Recuerdas que te dije lo guapa que estabas aquella noche?

Sí que me acordaba de aquella noche. Llevaba un vestido rojo y habíamos ido a bailar. Pero no tenía esos pendientes puestos. Al menos...

No que pudiera recordar.

Fue entonces cuando decidí instalar una cámara en nuestro dormitorio. Porque, o me estaba volviendo loca, o tenía un principio de alzhéimer.

O... mi marido estaba mintiendo.

Les doy a mis perras los últimos bocados de tostada con miel de Provenza y apuro el café.

En cuanto oigo el clic de la puerta principal y la vibración del Lexus eléctrico de Lucas saliendo de la entrada de la casa, me pongo manos a la obra. En el techo de nuestra habitación se encuentra el «detector de humos» que instalé, que Lucas no ha visto hasta hoy; verlo me recuerda que tengo que comprobar las grabaciones. Qué alegría y qué maravilla comprar por Internet. Nadie tiene por qué enterarse de tus asuntos, y mientras borres el historial de tu navegador y cambies tus contraseñas regularmente, ¿quién va a saber nunca nada?

Me subo a la cama, pero no llego al detector de humos ficticio. Está conectado a una aplicación de mi teléfono para que no tenga ni que moverlo de su sitio, ya que todos los vídeos se almacenan en mi teléfono, con fechas y horas, y se pueden localizar con facilidad. Pero tomé la precaución añadida de insertar una tarjeta SD, que es lo que estoy buscando en este momento.

Las perras se excitan cuando me ven empujar la cama hacia un lado y coger una escalera del armario de la cocina. No debería hacer tantos esfuerzos, no debería andar moviendo muebles en mi estado, pero esta misión no puede esperar. Lo extraño es que ya casi me había olvidado de la cámara. Hasta hoy, que Lucas se ha fijado por primera vez en el «detector de humos».

¿Qué espero encontrar? ¿A Lucas haciendo el amor apasionadamente con otra mujer? ¿En nuestracama? La idea hace que la miel se me suba por la garganta y el corazón me lata con fuerza. ¿Sus ojos azules fijos en los pechos de otra mujer, en la curva de su cuello, sus labios sintiendo la respiración caliente de una amante? Me quito esas imágenes vívidas de la cabeza y me alejo de la escalera. ¿Por qué estoy haciendo esto? ¿De qué serviría? Nuestro hijo está creciendo dentro de mí y no quiero divorciarme y que la historia se repita, tener dificultades como madre soltera igual que tuvo mi madre. O verme enfrascada en la lucha por la custodia y acabar en una batalla desagradable en la que utilicen al bebé como arma. O peor aún, que me lo arrebaten y apenas me permitan verlo.

Los ladridos de las perras me devuelven al presente. En este momento, todo permanece intacto; las cosas están bien. Estoy casada, embarazada y vivo en una casa preciosa. Tengo todo lo necesario y el hecho de haber perdido mi trabajo no ha afectado ni un ápice a mi estilo de vida. No subestimo mi buena suerte. Estoy pendiente de las noticias. Hago donaciones a organizaciones benéficas, a niñas que anhelan ir a la escuela, a personas que tienen que caminar kilómetros para poder beber agua limpia. A mujeres que no tienen a quién recurrir porque carecen de derechos legales. Soy consciente de mi buena situación, de la suerte que tengo. Es insensato esperar la perfección absoluta de un matrimonio. ¿Por qué querría poner en peligro todo lo que tengo? Mi matrimonio, nada menos que con un abogado guapísimo que me lleva el desayuno a la cama, está intacto.

Saco el móvil del bolsillo, vuelvo a las fotos de Insta de @thefoxyfoxes y ojeo de nuevo esas fotos de «vacaciones» mientras intento encontrarle sentido al pasado reciente y al presente deslumbrante. Y ahora me pregunto... no puedo evitarlo... ¿me está jugando la mente una mala pasada? ¿Es posible que lo haya interpretado todo mal? ¿Que Lucas y yo de verdad estuvimos de vacaciones y de algún modo mi cerebro haya tergiversado la realidad?

8

Cuando vuelvo a casa de pasear a las perras, el coche de Lucas está en la entrada. Se me revuelve el estómago. La cama sigue apartada hacia un lado en la habitación. Se preguntará por qué la he movido. Va a hacer que centre su atención sobre el detector de humos ficticio y, aunque no es que sea un manitas precisamente —en casa soy yo la que cambia las bombillas—, puede que haya estado inspeccionando. Oh, oh. ¿Y si se ha dado cuenta de que el detector de humos es en realidad una cámara? Lo último que necesito es una discusión. Ya me estoy arrepintiendo de haber andado fisgoneando con la intención de pillarle, de haber provocado complicaciones cuando lo que debería hacer es concentrarme en mantenerme sana, tomar mis vitaminas, disfrutar de mi buena suerte y llevar adelante este embarazo. Tengo que centrarme en mi futuro y en el de mi bebé...

Mientras me estoy reprendiendo, una mujer sale por la puerta principal con gran naturalidad. ¿Qué coño? Olvidé activar la alarma antirrobo antes de salir de paseo. Las perras corren hacia ella meneando sus colas. Por la forma en que la saludan y saltan a su alrededor, conocen a esa mujer. No le encuentro sentido. Ella me saluda con la mano. Mi mente sigue en blanco. Una falda corta de tartán. Piernas largas y pálidas como la leche que desembocan en unos Dr. Martens robustos y floridos en sus pies. El pelo recogido en una coleta alta. Lleva un top corto que se le sube por el abdomen y deja ver... ¿un piercing en el ombligo? Entonces me doy cuenta de quién es: Jasmine, la asistenta de Lucas. Nos hemos visto una sola vez, cuando en una ocasión me pasé por la oficina.

Ella me saluda de nuevo.

—¡Hola, Ava!

—¿Jasmine? ¿Qué estás haciendo aquí? —Espero a que Lucas emerja también, pero cierra la puerta tras de sí. Las llaves tintinean en su mano—. ¿Dónde está Lucas? —pregunto, desconcertada.

—En la oficina. Buenas noticias, ha conseguido el cliente japonés. ¡Supongo que vamos a celebrarlo!

¿Vamos?

—¿Por qué estás aquí? ¿Y cómo es que tienes llaves de nuestra casa?

—¿No te ha dicho nada Lucas? Te he dejado la ropa en la lavandería y te he traído la compra. Lucas me dijo que necesitabas que te echaran una mano, que a menudo te olvidas de hacer la compra. —Su tono es objetivo, sin remordimientos e irritantemente optimista.

¿Que me olvido de hacer la compra? Otra vez usando la palabra olvidar con tanta facilidad. ¿Y ahora además anda contándole a la gente que estoy olvidadiza? ¡Cómo se atreve!

—¿Y conduces su coche?

Se encoge de hombros como si no fuera gran cosa.

—A veces, sí, cuando tengo que hacer recados para él.

—¿Qué otras cosas haces? —Me quedo ahí, inmóvil. Mi pregunta suena un tanto acusadora. Jasmine no tiene la culpa de estar aquí con las llaves de mi casa ni de conducir el lujoso coche de mi marido. Es su empleada, hace lo que le mandan.

—Oh, de todo un poco. —Su acento suena a la Costa Este. ¿Nueva York quizá? Es joven. De veintipocos años. Tiene un estilo neo-grunge, pero es innegablemente guapa. Incluso yo diría que es demasiado atractiva. No parece encajar en un bufete de abogados. Me pregunto qué opinará mi suegro de su forma de vestir. No creo que la apruebe.

—¿Qué tipo de trabajo se supone que haces, cuáles son tus competencias? —sondeo de nuevo.

La ayudante de Lucas debería llevar tacones más o menos sensatos y una falda que le llegara por debajo de las rodillas, no un piercing en el ombligo. Y entonces caigo en la cuenta. ¿Ese «pendiente» solitario bajo mi cama? El que lleva Jasmine es de un estilo similar al que descubrí. Aparto esa idea como quien ahuyenta a una mosca molesta. Ni por asomo. Imposible. Ella no es en absoluto de su estilo. Pero entonces... ¿por qué ha contratado a una persona que viste así? No es adecuada para un bufete de abogados. ¿Por qué la empleó? Mirarla me hace pensar en el anillo que Lucas ha empezado a ponerse en el meñique y que me dijo que había comprado por internet. Una calavera de plata maciza con piedras turquesas que hacen las veces de ojos. No es su estilo habitual. ¿Un regalo? ¿De ella?

Sus ojos enormes se cruzan con los míos. Parece todo astucia e inocencia. Demasiada.

—Hago un poco de todo. Lo típico: trabajo con hojas de cálculo, mecanografío informes, contesto al teléfono...

—¿En el mostrador de recepción? —pregunto con suspicacia. Nunca la he visto allí. No es que proyecte una gran imagen de la empresa.

—Oh, no. Olga sigue siendo la recepcionista.

—¿No asistes a las reuniones?

—Qué va, trabajo más en la sombra, haciendo gráficos, transcripciones, usando Photoshop, cosas así.

En la sombra. ¿Photoshop? Manipular imágenes es seguramente lo último que una entidad legal debería hacer.

—¿Y para qué sueles usar Photoshop? —pregunto, con los ojos entrecerrados.

Jasmine se pone entre roja y morada, como si un sarpullido le trepara por el cuello hasta la cara. Finge no haber oído mi pregunta, mira el móvil como si de repente se diera cuenta de la hora que es y dice:

—Me alegro de verte, Ava. Me tengo que ir. Cuídate. —Acto seguido, abre el coche de Lucas con el mando y se mete rápidamente en él, como si sus piernas largas tuvieran que luchar para no quedarse rezagadas de su torso. Mientras arranca, los neumáticos chirrían un poco como consecuencia de la prisa que tiene por alejarse de mí.

Reflexiono sobre lo que acabo de oír y algo inquietante encaja de repente.

Mi foto con unos pendientes que nunca antes había visto. Las de las vacaciones en un lugar que no soy capaz de reconocer. ¿Photoshop? Añadir pendientes a una fotografía debe ser muy fácil si se te da bien retocar imágenes. Si estoy en lo cierto, mi marido va listo si piensa que puede salir impune de esta. ¿Está intentando que termine en un centro psiquiátrico de nuevo? Saco rápidamente mi teléfono y reviso nuestra cuenta de Instagram para contemplar la obra de Jasmine. O es buenísima en lo que hace, o yo estoy loca.

En cualquier caso, en este momento comprendo algo con total certeza: tengo que ver con mis propios ojos lo que sea que haya en esa cámara espía que he instalado.

Basta de seguir sumida en la negación.

9

Por muy increíble que una mujer pueda ser, siempre hay un hombre alrededor de ella que terminará engañándola. Hasta las diosas son víctimas de engaños y traiciones. Como la mitológica Ariadna, o diosas contemporáneas de carne y hueso como Marilyn Monroe. No es que yo sea una diosa. Solo soy una mujer común como cualquier otra, pero aun así. No todo es cuestión del aspecto físico. Lo que quiero decir es que muy pocas veces es culpa de la mujer, y por muy bien que le vaya a un hombre, por muy afortunado que sea, alguno siempre querrá más. Para alimentar su ego. Porque son codiciosos. Porque pueden. Yo siempre he sido fiel y leal a mi marido y, sin embargo, está claro que él es incapaz de controlar sus impulsos.

Algunos hombres son así por naturaleza.

Me merezco algo mejor que eso.



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.