El arte del amor - Miranda Bouzo - E-Book

El arte del amor E-Book

Miranda Bouzo

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Beschreibung

"Todos necesitamos un lugar donde escondernos y tú eres mi lugar" A pocas semanas de su boda y creyendo tener su vida bajo control, Alice decide viajar a Alemania para ver a su amiga Nela, antigua compañera de trabajo en el museo. Waldhaus, la casa del bosque, la acoge entre sus antiguos muros, rodeada de los inmensos bosques de Baviera y las altas montañas de los Alpes, envuelta en los misterios de una familia peculiar que la atrapa en su red de engaños. Jürgen Müller sabe que su vida es un verdadero caos; traficante de arte, mujeriego, amante de los lujos, escéptico y prepotente entre otras cosas… Alice y él son polos opuestos sometidos a una misma atracción, la de un cuadro misterioso y legendario lleno de simbolismos que los llevará a la Ciudad eterna. ¿Será capaz la magia de Roma de conseguir que Alice vuelva a pintar? ¿Quieres aceptar la invitación de Jürgen y entrar en su mundo oscuro? ¿Quieres entrar en Waldhaus? Si siempre habías pensado que el amor puede estar esperándote en el lugar más inesperado, ven con Jürgen y Alice a la ciudad donde la luz es siempre ocre, los misterios tienen nombres de grandes pintores y la ilusión surge al tirar una moneda en sus fuentes. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Silvia Fernández Barranco

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El arte del amor, n.º 281 - octubre 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-007-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Cita

Jürgen

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Alice

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Alice

Alice

Jürgen

Alice

Alice

Alice

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Alice

Jürgen

Alice

Jürgen

Alice

Alice y Jürgen

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Lo que más necesito de todas las cosas es el color.

Claude Monet

JÜRGEN

 

 

 

 

 

Los rayos de sol sobre el rostro acabaron por despertarme como una terrible condena: la cabeza latía con vida propia como si fuera a estallarme, la boca seca y el cuerpo dolorido. Abrí los ojos con cuidado para no quedar ciego al instante, en efecto, tuve que hacer dos intentos más antes de poder enfocar la vista en el techo.

«Bien, Jürgen», me animé. Era una habitación de hotel, una suite, «menos mal». ¿Cuántas veces había despertado ya en casa de alguien desconocido? Apoyé los codos sobre las sábanas para poder mirar alrededor. Un baño a la izquierda, cristaleras grandes cubiertas por cortinas finas y blancas inmóviles, un escritorio pequeño y unas sillas. Toda mi ropa, los vaqueros y una camiseta negra en el suelo, más allá, cerca de la puerta, la cazadora de cuero. Sentí mi propia desnudez bajo las sábanas de hilo, pero ni rastro de la ropa interior.

No tenía la menor idea de dónde estaba, ni la ciudad ni el país, ni siquiera qué día de la semana era o cómo había llegado hasta allí. Casi con temor miré a mi lado, pelirroja. Sin nombre. Su ropa cuidadosamente doblada sobre la silla. Intenté salir de la cama despacio, lo que menos necesitaba en ese momento era que esa chica se despertara. ¿Era mi habitación o la suya? «Joder, tío, ¿a qué límite has llegado?», me dije cabreado.

Con los ojos entornados llegué hasta las cortinas y las descorrí con suavidad para no despertarla. El fuerte sol me cegó un instante y suspiré cuando vi a través de los cristales los tejados de la ciudad. Cientos de cúpulas rasgando el azul del cielo entre los edificios y la luz brillante del sol reflejada en ellos. Estaba en la ciudad eterna, Roma.

Los recuerdos de la noche anterior comenzaron a venirme en forma de flashback y negué decepcionado. Ni siquiera había sido una noche memorable y la resaca duraría todo el día. El maletín con el cuadro seguía allí y podía respirar tranquilo. Soren me hubiera matado si supiera que había paseado aquella joya del Renacimiento por todo el barrio del Trastévere en mitad de una borrachera legendaria. Podían haberme robado, secuestrado y cien opciones más nada agradables, pero si algo he aprendido es que la mejor forma de pasar desapercibido es no haciéndolo.

La suave melodía de Bach comenzó a sonar desde el bolsillo de mis pantalones tirados en el suelo, corrí justo cuando el volumen comenzaba a subir de tono en el móvil, lo cogí sin mirar el número de quien llamaba y contesté con un susurro.

—Jürgen, dime que no te he despertado.

La voz de Nela, la mujer de Soren, mi hermano, sonaba suave y comprensiva como siempre. Miré el reloj, las nueve.

—No, no. Susurré yendo hacia el extremo opuesto de la habitación.

—¿Interrumpo? Hablas tan bajo que casi no te oigo.

—¿Qué quieres, Nela? Si llamas para saber si tengo el cuadro, dile a mi hermano que sí, ha sido fácil —mentí.

La pelirroja acababa de despertarse y con una sonrisa apartó las sabanas, invitándome a volver a la cama. Con un gesto del índice sobre mis labios y una sonrisa encantadora que no sentía, le dije que se mantuviera en silencio un momento. Mientras Nela hablaba en mi oído miré a la mujer con atención. Era más joven de lo que solían gustarme, ni siquiera recordaba cómo se llamaba. La cabeza empezó a doler más y mi estómago se revolvió con angustia.

—Soren está preocupado por ti, me ha pedido que te diga… —la voz de Nela seguía hablando, desde Waldhaus. Hacía meses que no veía a Soren y a Nela. Meses fuera del único lugar que podía llamar hogar, quemando las interminables noches y pasando cada día de resaca en resaca y de mujer en mujer. Huyendo de mí, en busca de algo que no lograba encontrar, fuera lo que fuera no estaba en Berlín, París, ni Roma, ni donde hubiera estado antes. Con la excusa de cumplir los encargos de Soren recorrí todas esas ciudades, llevaba una semana en Roma, o eso creo, pendiente de la subasta de ese cuadro. Había usado métodos poco honestos para hacerme con el lienzo que quizá hasta mi hermano desaprobaría.

—Nela, mañana te veo.

Colgué sin dejar que mi cuñada se despidiera. Era hora de volver a casa, a Alemania, a Waldhaus, hora de reencontrarme con mi hermano y con viejos recuerdos.

La pelirroja descubrió su cuerpo en una clara invitación que no me atraía demasiado, me di cuenta de que seguía desnudo y recogí los pantalones del suelo con cierta timidez ajena a mí.

—Perdona, preciosa, ¿esta es mi habitación o la tuya?

JÜRGEN

 

 

 

 

 

El viaje en avión lo pasé dormido, recuperando cada célula de mi cuerpo de los excesos del alcohol y la falta de sueño. Desperté justo al aterrizar en nuestro pequeño aeropuerto, iba sin maletas, en algún momento las había perdido en algún hotel o coche, ni idea. Agarré con fuerza el maletín con el lienzo. Soren estaría contento, hacía ya un año que le perdió el rastro a su juguete, en Berlín. Sus obsesiones acababan siendo las mías porque ahora no se podía mover con tanta libertad como antes, iba a tener un hijo. Otro de los motivos por los cuales me fui de Waldhaus, la casa del bosque había cambiado con la llegada de Nela, demasiado calor familiar para un sitio que siempre fue un mausoleo frío y sin amor, lleno de fantasmas y miedos.

Tal vez Soren no quisiera vender «el cuadro de los papas» como lo llamaban desde el siglo XVI en que lo pintó Da Vinci para el papa León X, uno de los pocos encargos que consiguió realizar el pintor para la sede de la cristiandad. Quizá mi hermano quisiera incluirla en la colección de la familia, entre nuestros tesoros artísticos. Tendría que ser entre los privados porque ese cuadro no debería haber salido nunca del palacio episcopal del que lo robaron hacía ya dos años. Seguro que Nela no tenía ni idea de aquella subasta ilegal en la que habíamos participado. Por primera vez en días sonreí mientras conducía el coche de alquiler por la estrecha carretera, arropado por los altos abetos alemanes y pensando que debería comentárselo a ella en cuanto llegara y, de paso, cabrear a Soren. Me miré en el espejo del retrovisor, el verde de mis ojos era el mismo y las ojeras casi habían desaparecido, por fortuna mi cara ya no reflejaba la juerga de la noche anterior.

Bajé demasiado deprisa la carretera, poniendo a prueba mis reflejos, hasta que tras una curva apareció el lago, y reduje la velocidad. El verano acababa y la paz volvería a aquel rincón de Baviera, al sur de Múnich. Los turistas y las familias se irían huyendo del frío y nos dejarían con un otoño helador tan cerca de los Alpes, y nieves más tempranas de lo normal. Estaba anocheciendo y la silueta blanca de Neuschwanstein dominaba el valle con la grandiosidad de sus torres, el castillo de cuento de hadas entre las montañas que atraía a turistas del mundo entero me dio la bienvenida. Dejé atrás la fortaleza y seguí la carretera adentrándome en los bosques. Aquella era mi tierra y mi hogar. No creo que pasara este invierno en la casa.

Las verjas negras tardaron un poco más de lo acostumbrado en abrirse, la entrada a la finca estaba llena de guardas armados y se había doblado el número de cámaras en el exterior. O mi hermano estaba paranoico por culpa de la llegada de mi sobrino o algo inusual pasaba.

Desde la garita dos guardias saludaron al reconocerme y, al fin, abrieron después de lo que pareció una eternidad.

Waldhaus estaba iluminada por los focos del jardín, la luz se reflejaba en la antigua fachada de piedra blanca, en las ventanas ojivales que marcaban cada piso y en las cristaleras de las dos torres, a ambos lados del edificio central. Los tejados en forma pico brillaban bajo la luz artificial y la hiedra había comido parte de la fachada hasta alcanzar el estudio de cristal de Nela, donde restauraba los cuadros. Había pasado demasiado tiempo fuera, igual que mis hermanos adoraba aquella casa, llena de recuerdos horribles, pero también el único refugio que conocíamos desde niños. Obligados a viajar por culpa de nuestro padre, o a estar internos en colegios, solo aquel lugar era el centro de nuestras vidas, allí crecimos y lloramos, a veces hasta reímos. Allí ya no quedaba nada de nuestro padre, Soren lo había enterrado en Berlín, donde ya no podría alcanzarnos nunca. Sus rígidas costumbres y su amor por las palizas y la bebida no nos hizo llorarlo precisamente.

Entré bajo la atenta mirada de los guardias, dos de ellos, los que vigilaban la parte delantera, hicieron un movimiento con la cabeza a modo de saludo. Nada más atravesar las puertas de madera, con sus grandes cristaleras, el enorme cuadro de la entrada me dio la bienvenida, el lienzo del pintor Caravaggio me recibió con nostalgia, envuelto en el olor a manzana que provenía de las cocinas. Helga y su famoso pastel de manzana. Antes de que apareciera mi hermano cogí el maletín con el cuadro y lo dejé sobre la mesa del estudio, quizá debería haberle puesto un puto lazo rojo. Ya estaba en casa.

ALICE

 

 

 

 

 

Los nervios aún no se habían calmado, salí de Heathrow con la incertidumbre por encontrarme con Nela, había pasado demasiado tiempo y ahora, en el aeropuerto de Múnich, seguía temblando como una niña ante el primer día de colegio.

Una decisión rápida, sin pensar, me había llevado hasta su nuevo hogar en Alemania, quizá la última discusión entre Colin y yo había sido demasiado fuerte, demasiados gritos y reproches para dos personas que se casaban en apenas unas semanas. ¿Cómo una simple conversación, un sonido del viento o una hoja al caer nos despierta del trance de saber que nuestra vida no va en la dirección adecuada, que tal vez, solo tal vez, podría vivir otra diferente? El camino no siempre es recto, pero ya había agotado todas las curvas posibles, viraje tras viraje, y Colin era mi recta, precisa e imperturbable, solo tenía que volver a encontrar la dirección correcta. No habíamos anulado la boda, al menos oficialmente él no, nos habíamos dado un tiempo para reflexionar y ya me arrepentía de ello.

Esperaba que Nela ya estuviera allí, tras la línea de seguridad, con una sonrisa enorme. Tardé un poco más justificando en seguridad la cantidad de chocolate con menta que llevaba en mi bolso. Nela frunciría un poco el ceño al ver el color de mi pelo, una decisión que ni había pensado, cambié hace unas semanas el rubio por mi color natural, un castaño claro, ¡es que muchas cosas habían cambiado sin ella!

Nela era risas y café por las tardes, confesiones y miradas cómplices. Tristeza por no vernos y un abrazo cálido cuando algo dolía, era el último caramelo de la bolsa y la alegría de compartirlo conmigo. Nela era la confianza de saber que en algún lugar del mundo estaba ella, la única persona que podía comprenderme porque Nela era el color azul, el de la amistad, los buenos consejos, el cielo de un día en Hyde Park…

¿Seguiría Nela con su olor a pintura y a rosas? La abrazaría como si fuera otra vez a escaparse de mi vida para vivir con un loco alemán que amaba tanto el arte como ella. A nuestro lado pasarían con sus gestos, su ropa, sus voces, uno y mil colores difuminados que nunca entrarían en mi vida, personas ajenas a ese reencuentro, y Nela sonreiría, porque ella no sabía que ya no podía verlos. Los colores habían muerto para mí hacia tanto tiempo que solo tenía un vago sentimiento de cómo eran y cómo los pintaba. Estaban entre mis recuerdos, mamá era el blanco con matices rosas como el color de sus mejillas… Mi padre, gris, del color de sus corbatas. Nela, azul y Colin, el rosa. Sabía que sonaba extraño, pero era como me sentía a su lado, cuando todo parecía perfecto entre nosotros y disfrutábamos al ver una película, sentados en el sofá de su casa. Así era antes, cuando podía pintar y cada sentimiento tenía un color, hasta que un día simplemente dejé de verlos, podía imaginarlos, pero no volví a sentirlos, y dejé de pintar.

Volví al ruido del aeropuerto y esperé mi encuentro con Nela, un encuentro que fue muriendo mientras mis pasos me llevaban a los tornos de salida de la terminal. Tras la cinta de seguridad, no estaba ella. Confundida, miré a un lado y a otro. A mi alrededor, la gente se reencontraba: abrazos, saludos fríos, algún que otro cartel con el nombre de personas, nadie para mí.

Se había retrasado, solo eso. Sonreí por mi estupidez y me deshice del bolso colgado al hombro. Me eché a un lado junto a los aseos y, para poder llamarla, me puse a buscar el móvil en la maraña de cosas que había llevado a mano. Mi pesado y enorme bolso, lleno de pequeñas cosas que la mitad de las veces no necesitaba, pero que estaban ahí, por si acaso.

—¡Nooo!

Alguien me empujó, el asa se me escurrió, no sirvió de nada que intentara poner mi rodilla para parar la imparable caída de todo el contenido sobre el suelo. Lo único que de verdad me importaba eran las tres tabletas de chocolate y menta de Hans Sloane, el mejor regalo que podía hacerle a Nela, su marca favorita. Las cogí casi en el aire antes de que tocaran el suelo y caí de rodillas.

Unas botas de montaña, de puntera de acero, se detuvieron junto a mi preciada carga y un hombre se agachó junto a mí. Un mechón color miel le cayó sobre el rostro al coger la única tableta de chocolate que estaba en el suelo y la sostuvo dándole la vuelta con curiosidad.

—¡Gracias! —esbocé al agarrar el extremo antes de que él me la devolviera.

Entonces levantó la mirada, unos ojos verdes profundos del color de las hojas de menta bajo unas cejas más oscuras que el color de su pelo. Un rostro que hacía girar a las mujeres que pasaban a nuestro alrededor con todo el descaro del mundo. No soltó mi preciada carga como esperaba, sino que se levantó, y yo, desde el suelo, admiré su cuerpo. Unos vaqueros oscuros ceñidos a sus piernas y una camisa blanca remangada hasta los codos. Sin ninguna duda, deberían estar prohibidas esas camisas que tensan los músculos de los brazos y las espaldas anchas. Con una sonrisa, me tendió la mano, unos dedos largos con un anillo enorme en el índice. Miré su mano y su sonrisa, una después de la otra. Esos ojos debían estar prohibidos por alguna ley internacional.

—¡Gracias! —balbuceé de nuevo, un momento antes de levantarme. Él seguía teniendo en la mano el chocolate de Nela y lo giró para verlo por un lado y por el otro—. Perdona, ¿puedes devolvérmelo? —pregunté con cierta timidez, impresionada por su descaro.

Sonrió y, si pensaba que era guapo antes, ahora me pareció… buuf…

—¿Es After Eight? ¿Eres inglesa? —preguntó con un profundo acento alemán en su perfecto inglés, devolviéndomelo sin borrar su sonrisa y esas finas líneas que rodeaban sus labios y alrededor de los ojos. La punta de mis dedos se rozó con los suyos y su enorme anillo brilló bajo las luces artificiales del aeropuerto.

—Sí, es un regalo —volví a articular con poco acierto—. Estoy esperando a alguien.

¡Ojalá siguiera percibiendo los colores y pudiera clasificar en mi mente a ese descarado alemán!

Las puertas de la terminal se abrieron y el olor a ese hombre, agradable y suave, a algo que no lograba ubicar en mi memoria, me llegó impulsado por el viento de fuera. Era casi invierno y en Alemania se presentía ya un frío horrible.

Un grito me envolvió, aún con mi bolso en la mano, haciendo equilibrios, y la mitad de mis cosas en el suelo.

—¡Alice!

—¡Nela!

Ahora sí, nos fundimos en un abrazo lleno de saltos, pisamos todas mis cosas, sin importarnos, y nos separamos un instante con los ojos como platos, sus ojos azules y los míos bajaron a la vez hacia lo que nos separaba varios centímetros. Una enorme barriga de embarazada que nos hizo reír aún más. No supe cómo actuar, tocar su vientre, prometerle que todo saldría bien ahora que estaba allí, o seguir llorando.

Aparté la mirada buscando los pañuelos entre mis bolsillos y las lágrimas que luchaban por salir, llorar en público iba contra toda mi severa educación de manual inglés. Fue entonces cuando reparé en la sombra que permanecía a nuestro lado, en aquellos ojos verdes que nos observaban en ese momento que tenía que ser mágico y solo nuestro. Su pelo rubio oscuro se agitó de nuevo en torno al rostro y creo que suspiré ante aquel hombre y la fuerza que exudaba por cada poro, una energía capaz de barrer el aeropuerto entero.

—Alice, este es Jürgen. El hermano de Soren —dijo Nela con orgullo. Así que el hombre de los ojos verdes era su cuñado.

Resoplé con una sonrisa mitad aliviada, mitad culpable por mis palabras, más bruscas de lo habitual, era el hermano de Soren. Si en ese momento hubieran medido mis pulsaciones me habrían dado por muerta. ¡Se parecía tanto al marido de Nela! Cuando él se acercó sin dudar y me dio un suave beso en la mejilla sentí un hormigueo recorrer el punto exacto en que sus labios se posaron en mi piel, nunca había olido ni sentido la energía pura en una persona como en él.

—Soy Alice Barday, la amiga de Nela —dije sin pensar, ese hombre me ponía nerviosa. Jürgen. Sus ojos verdes, lagunas frías, se posaron en mí, desde los pies al último pelo de la cabeza. Permanecí más tiempo del necesario escrutando su rostro, intentando averiguar qué pensaba de mí, como si de pronto tuviera toda la importancia del mundo conocer su veredicto.

JÜRGEN

 

 

 

 

 

—Soy Alice Barday, la amiga de Nela.

¿Es una broma? Tiene que ser una jodida broma. Cuando oía hablar a Nela de su amiga, imaginaba a otra persona, una amiga delgaducha y bajita, compañera de sus clases de historia, o yo qué sé, todo menos una mujer así. El pelo castaño recogido en un moño prieto que tiraba de su rostro hacia atrás y unos ojos marrones, del color de las hojas en otoño. No demasiado alta, pero lo suficiente para que admirara sus largas piernas bajo los amplios pantalones de vestir. Sus mejillas, cubiertas de pequeñas pecas y una sonrisa llena de hoyuelos dedicada a Nela. El penitente conquistador que llevaba dentro dio saltos y aplaudió tanto, el muy cabrón, que no dejó que oyera (en realidad sí lo oí, pero bastaba con ignorarlo), era la «amiga de Nela», intocable.

Lo que menos esperaba al regresar a casa, después de tanto tiempo, en busca de paz y tranquilidad, era que esperábamos visita al día siguiente: la amiga inglesa de Nela iba a pasar unos días en Waldhaus, antes de que mi sobrino naciera y, ante mi sorpresa, Soren se lo había permitido a ambas.

Allí estaba ella, Alice Barday, con sus pantalones de pinzas azul marino y su camiseta de los Rolling bajo una chaqueta del mismo tono apagado que sus pantalones, con los ojos entornados escrutando mi cara, la barbilla levantada, su desconfianza pintada en el rostro y su moño tenso anudado con fuerza. A primera vista parecía una chica estirada y tímida, pero ahora que veía sus gestos sencillos y la forma de bajar la mirada, me cuadraba más con el carácter de Nela.

—Encantado, Alice —dije tras darle un suave beso en la mejilla. Al hacerlo, rocé su cuello con la barbilla y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Su piel era suave y sin perfumes.

—Deja que te ayude con las maletas —reaccioné al fin con frialdad. Sin dejar que ella contestara, cogí sus cosas.

Allí estaba yo, huyendo de una vida de desenfreno, juergas y mujeres, para encontrarme con una monada inglesa de ojos increíbles entre el dorado y el castaño. Tal vez estar en casa unas semanas no sería tan aburrido como pensaba y podría distraerme haciendo claudicar a aquella estirada inglesa.

—Heiner nos espera fuera —ordené mientras las dos me seguían entre chillidos y risas. El camino a casa se iba a hacer largo.

ALICE

 

 

 

 

 

Frente a la puerta de la terminal nos esperaba un enorme coche con el tal Heiner, que debía de formar parte de la seguridad de Nela y su chófer. Supuse que en algún momento me acostumbraría a la altura de aquellos hombres y sus mandíbulas cuadradas para no sentirme tan pequeña entre ellos. Nela y yo nos sentamos juntas en la parte de atrás y, enfrente, Jürgen. Se trataba de un coche enorme con dobles asientos. Durante todo el camino, mientras Nela y yo nos poníamos al corriente de nuestras vidas, desde el corto espacio de tiempo entre nuestra última llamada y ese momento, sentí la mirada de Jürgen sobre nosotras. Esos ojos verdes no eran lo único de lo que debía huir, su rostro de cincelada mandíbula tenía un bronceado que no esperaba encontrar en un alemán; se notaba que había estado en algún lugar soleado de vacaciones. Al contestar a Nela con un sí o un no, sus ojos brillaban y la piel se tensaba a la altura de la comisura de los labios, formando unas líneas seductoras. La mano me tembló al pensar cómo sería rodear su rostro con ambas manos, hundirlas en su cabello rubio e inclinar la cabeza sobre el hueco del cuello para sentir su piel bajo los labios.

—¿Cómo están tus padres?

Tuve que mirar a Nela dos veces para olvidar los estúpidos pensamientos que ese hombre despertaba en mí.

—Bien, están muy ilusionados con la boda y con Colin —dije en voz baja como si el hecho de pronunciar su nombre en voz alta delante de Jürgen me avergonzara.

—¡Tengo unas ganas enormes de conocerle! ¡El hombre que por fin ha conseguido enamorar a mi Alice! Pero ¿por qué tan rápido? Creí que, el día que conocieras al definitivo, te lo pensarías mucho antes de casarte.

Nela, como siempre, sin medias tintas ni rodeos. La había echado mucho de menos. ¡Estaba tan guapa con esa tripita llena y la cara más redonda! No podía criticar a Colin ahora. No era justo que yo juzgara nuestra relación a raíz de los últimos días. De todas las cosas que había hecho en la vida él era seguramente la mejor y más acertada de todas, como decía mi padre, pero últimamente Colin tenía demasiado trabajo, apenas nos veíamos, como si al poner fecha para la boda algo hubiera cambiado en mí. Discutíamos por cosas absurdas las pocas veces que conseguíamos estar solos y luego, arrepentida, pedía perdón. ¿Dónde estaba el maldito manual de cómo casarse y estar segura de que es el hombre de tu vida? Colin era todo lo que se podía esperar de una pareja: atento, sexy, educado, fiel y todo lo que se pueda imaginar cuando alguien habla de relaciones. Se llevaba de maravilla con mi padre; de hecho, trabajaban juntos y él lo miraba como si ya fuera su hijo y heredero de sus conocimientos en la banca de la City. Entonces, ¿qué haces aquí, Alice?

—No lo sé, Nela, el amor llega así, ¿no?, de repente —contesté con una sonrisa sin entrar en detalles. Colin simplemente había aparecido en el momento oportuno, cansada de conocer chicos e intentar que funcionara. Mi gran desfile de amores fracasados y relaciones absurdas.

—Sí, supongo que sí —dijo Nela pensativa mientras sus ojos me escudriñaban en busca de respuestas. Después, parecían prometer, no iba a convencerla sin más.

—Colin y yo nos enamoramos la primera vez que nos vimos —aclaré hacia el rostro insondable de Jürgen, él permanecía absorto en la pantalla de su móvil, ignorándonos.

¿Por qué ha sonado tan frío «Colin y yo»? Hablaba como una persona ajena a todo lo que había vivido en los últimos meses. El paisaje, a través de las ventanillas, comenzó a cambiar a medida que salíamos de la gran ciudad hasta dejar la enorme autopista por una carretera más pequeña. A los lados, enormes bosques de abetos ocultaban pequeños pueblos de tejados rojos y negros. Todo el rato, asomados a las copas de los árboles, se divisaban en la lejanía las enormes montañas del sur de Alemania. Poco a poco, al ver el paisaje, lograba comprender por qué Nela se había enamorado de esta tierra. Mientras nos adentramos en el valle, un lago apareció ante nosotros, aguas azules cristalinas que copiaban los árboles y el cielo con sus nubes. Primero, lo vi en el reflejo del agua y parpadeé, no una, sino dos veces, confundida. Al elevar mi mirada hacía la roca fue cuando, por primera vez, vi Neuschwanstein, el castillo de hadas imagen de mil fotografías. De muros de piedra blanca, elevado sobre un valle con un pequeño pueblo de casas con tejados inclinados y ventanas de madera. Sus torres redondas desafiaban a las montañas y los árboles centenarios. Las fotos no hacían justicia al castillo más famoso de Alemania que, con sus formas estilizadas, se alzaba como si se tratara de una construcción irreal para desafiar al cielo. Un paisaje y un castillo que creía magnifico hasta que el coche entró hacia una pequeña carretera de tierra, los enormes abetos formaban sobre nosotros un arco con sus ramas y los rayos del sol se difuminaban sobre el camino mientras las sombras nos engullían.

El tono de mi móvil anunció un mensaje. Deslicé la pantalla para encontrarme con un mensaje de Colin y dudé un momento si contestar, para después apagarlo sin leer su contenido. «Más tarde», me dije, como si fuera a desaparecer o pudiera simplemente obviarlo.

—Son los bosques bávaros —Jürgen, que todo el rato había estado en silencio, habló al captar mi sorpresa, con una leve sonrisa burlona, sus labios se curvaron para volver a ignorarme.

—Es un paisaje increíble, esto es precioso.

—Espera a ver la casa. Waldhaus, en alemán, significa «la casa del bosque» —dijo Nela.

Atravesamos unas verjas negras y, poco a poco, el camino ondulante por el bosque se fue aclarando hasta que en una explanada enorme apareció la casa. Waldhaus, la había llamado Nela.

JÜRGEN

 

 

 

 

 

Encerrado en el estudio, oía el incesante parloteo de mi cuñada y esa chica mientras recorrían la casa. Cotilleé la mesa de Soren, llena de papeles, artículos de obras subastadas en países de nombres impronunciables, catálogos de colecciones y, junto a todo, muestras de color rosa y beis, fotos de flores y papel de colores. La decoración para el cuarto del futuro Müller parecía acaparar la mesa de mi hermano. Cuando Soren volviera, esperaba que pusiera orden y tirara todo a la basura.

Como si lo hubiera invocado como al mismo demonio, la puerta se abrió y él entró con paso decidido. Con el paso de los años nos parecíamos más y más, él quizá un poco más rubio y con los ojos azules en lugar de verdes, como los míos. Él era idéntico al rostro de los retratos de la escalera, al de todos los Müller, al de nuestro padre. Era así como debía ser, Soren es el heredero de todo.

No me equivocaba, al ver su espacio lleno de porquerías ñoñas, ladeó la cabeza con fastidio y colocó la papelera al final de la mesa. Con el brazo arrastró todo hasta que cayó en el cubo.

—¿Ya está aquí la chica? —preguntó Soren, como si desconfiara de que me hubiera portado bien y hubiera llevado a Nela a buscarla al aeropuerto. Ni un saludo, ¿para qué?

—Sí, hermanito, anda por ahí con tu mujer. ¡Joder, lo que hablan!

Soren sonrió, quizá porque Nela llenaba su carácter callado y reservado con interminables frases y sonrisas, ya no quedaban apenas silencios en la casa.

—¿Cómo está Alice? —preguntó Soren y, al hacerlo, la sorpresa se reflejó en mis ojos. ¿De verdad le importaba a mi hermano o era por Nela?

—Muy buena —contesté con una sonrisa que lograba siempre desesperarlo. Al acercarse, golpeó mi hombro para llamarme al orden.

—Sabes que no era eso lo que preguntaba, Jürgen. «Le vendrá bien a Nela tenerla por aquí», y punto, eso debías contestar. Aléjate de ella, se casa el mes que viene y, si le jodes la boda a su amiga, Nela te matará. Y nada de fiestas, ni amiguitas medio desnudas recorriendo la casa.

Ambos recordábamos el momento en que conocí a Nela en aquel mismo estudio, yo con una rubia colgada de mi cuello y ella, con su habitual timidez, me caló al instante con una sola mirada.

—He cambiado, hermanito —afirmé muy serio porque así lo sentía, o al menos eso quería pensar. A punto de sonreír, sé que Soren me dejó de prestar atención al minuto al ver el maletín en el que estaba el cuadro. Sus ojos brillaban con interés—. Ahí tienes tu juguete, ¿tienes comprador?

—Sabes que podemos permitirnos quedarnos con él.

—Lo dices porque no sabes lo que pagué por él…