El baile de la niebla - Kamilla Oresvärd - E-Book

El baile de la niebla E-Book

Kamilla Oresvärd

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Beschreibung

Frank es testigo de cómo unos desconocidos secuestran a su hijastra Elsa, de once años. Los años pasan y el caso del secuestro sigue sin resolverse. Casi dos décadas después, Frank, quien en su momento se convirtió en el principal sospechoso, está mentalmente agotado y es considerado un tipo raro en el pueblo de Vargön. Cuando desaparece una joven, las miradas de nuevo se posan en Frank, que vuelve a ser cuestionado por la policía. En un último intento desesperado por averiguar qué le pasó a Elsa y para limpiar su nombre, Frank contacta con Mona Schiller, quien comienza a indagar en el viejo caso. Pronto Mona descubre que hay poderosas fuerzas escondidas bajo la aparente tranquilidad de la pequeña comunidad y su búsqueda hacia la verdad la lleva por un camino marcado por el miedo, la desconfianza y el fanatismo religioso. “El baile de la niebla” es la segunda novela de la serie sobre Mona Schiller, escrita por la autora bestseller Kamilla Oresvärd.

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EL BAILE DE LA NIEBLA

Kamilla Oresvärd

Traducción de Osvaldo Rocha

© Kamilla Oresvärd, 2020

Título original: Älvdansen

Traducido por: Osvaldo Rocha

Diseño de cubierta: Anders Timrén

ISBN 978-91-80348-31-7

© de esta edición: Word Audio Publishing International/Gyldendal A/S, Copenhague 2022

Klareboderne 3, DK-1115

Copenhague K

www.gyldendal.dk

www.wordaudio.se

Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, organizaciones y eventos retratados en esta novela son productos de la imaginación del autor o se utilizan ficticiamente.Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

1

Un manto de niebla se abre paso entre los oscuros troncos y acaricia las rocas planas que sobresalen del suelo como lomos curvados. Una figura toma forma entre las sombras. Entra en el claro y se detiene, baja la cabeza y se lleva las manos al pecho. Sus pies descalzos se hunden en el musgo suave y la humedad sube por la tela blanca de su túnica.

Levanta la cabeza lentamente, lo mira directo a los ojos y dice:

—El Señor tiene el corazón afligido.

Él se inclina hacia la pantalla y sube el volumen del ordenador para escuchar mejor su voz. La larga melena oscura de la mujer cae en suaves ondas sobre sus hombros y sus ojos negros brillan con intensidad.

—El Señor ve que la maldad de la humanidad ha crecido en la Tierra. Los pensamientos e intenciones de sus corazones son todos malos.

Siente como si lo mirara directamente a los ojos y como si, al hacerlo, pudiera mirar en lo más profundo de su ser y tocar su alma. Es como si la pantalla del ordenador ya no se interpusiera entre ellos. Como si estuviera con ella allí, en el oscuro bosque.

—El Señor me ha hablado. Me ha dicho que ha de borrar a la humanidad de la faz de la Tierra. Se arrepiente de haberlos creado. Pero nosotros hemos encontrado misericordia en Sus ojos.

Entonces le tiende la mano con la palma hacia arriba, y él quisiera cogerla, pero la pantalla los separa.

2

Las ostras han sido traídas directamente desde la granja de Lysekil y ahora reposan en un lecho de hielo en el plato de color turquesa. Mona las mira y piensa que poseen una rara belleza en su fealdad, con sus conchas ásperas e irregulares que se asemejan al marrón grisáceo de las montañas o a la corteza grisácea de un viejo roble. Se sirve una copa de Veuve Clicquot y da un sorbo a la bebida de sabor afrutado y fresco. «Hay pocas cosas tan buenas como el champán frío», piensa, dejando su copa sobre la losa de mármol. Sube el volumen y corea al ritmo del tema One of Us, de ABBA, mientras coge una toalla con la mano izquierda para luego poner sobre ella una ostra cuyo lado ahuecado encaja perfectamente en la palma de su mano. Inserta el cuchillo en la hendidura y corta, dejando que el filo continúe por todo el interior de la ostra. Después la separa y aspira el aroma del mar.

Ayer fue un día largo. Sus viejas amigas del bufete estuvieron en su casa hasta la una de la madrugada. Mientras bebían varias botellas de vino y comían deliciosos aperitivos, hablaron de todo un poco: desde los hombres y los antiguos colegas hasta los tratamientos con láser y las sesiones de yoga. Hubo muchas risas, pero también lágrimas. Mona sonríe mientras pone las mitades de la ostra en el lecho de hielo. Es increíble que después de quince años puedan retomar la amistad justo donde la dejaron.

Se gira para sacar la salsa tabasco de la despensa, pero, al abrir la puerta, recuerda que ya no queda. La semana pasada se terminó, así que enjuagó la botella y la depositó en el contenedor de reciclaje de vidrio. Se gira para mirar las ostras y luego mira su reloj. Faltan veinte minutos para las diez. Si se va ahora mismo, tendrá tiempo de llegar al supermercado antes de que cierren.

Toma un trago de champán y después se inclina para acariciar a Coco en la cabeza.

—Tú te quedas aquí. Volveré pronto —le dice, y se marcha.

Es una noche tranquila y la luna brilla en el cielo nocturno. Las calles están desiertas. Durante el corto trayecto hasta el centro, solo se topa con un hombre que está fuera con su perro. El pantalón de chándal gris le cuelga por el trasero y, al percibir que Mona se acerca, el hombre gira su hinchado rostro rojizo en dirección a ella. Mona levanta la mano para saludarlo, pero él desvía la mirada y coge al perro, que parece tan cansado como su amo.

Unos momentos después, aparca y entra en la tienda, para luego abrirse paso por los estrechos pasillos. Encuentra la salsa tabasco, pone dos frascos y también un bote de sal gruesa en la cesta. La tienda, que está a punto de cerrar, parece completamente vacía. Por ello, se sorprende al toparse con un hombre al doblar la esquina en uno de los pasillos.

—Lo siento —se disculpa ella.

El hombre se da la vuelta, se queda inmóvil y la mira de arriba abajo.

—Mona Schiller —dice de manera despectiva, pasándose una mano por el cabello—. Uno nunca se libra de ti.

Ella le devuelve la mirada examinadora. Es Johnny Landström, el mujeriego más famoso de la región. Y también un estafador. Por supuesto que no tiene el menor interés en encontrarse con ella, pues fue ella quien lo expuso como el enorme fraude que es. Mona tampoco lo soporta, pero es casi imposible evitar a las personas en un lugar tan pequeño como Vargön.

—Así es —contesta ella, ajustándose la cesta en el brazo—. No puedes librarte de mí por mucho que quieras. He venido para quedarme.

—Maldita sea —dice Johnny.

Detrás de él aparece una joven rubia que lleva unos vaqueros ajustados y una blusa transparente. La chica se sacude el pelo y se acerca para ponerle la mano en el brazo con aire posesivo.

Mona observa esto y levanta las cejas.

—Joder, pero ¿cuál es tu problema? —le pregunta, acercando a la chica hacia él.

Mona sacude la cabeza y da un paso adelante, pero Johnny da un paso a un lado para bloquearle el camino. Entonces se detiene y lo mira fijamente. Parece que ya ha hecho su primer enemigo desde que volvió a Vargön. Pero tampoco es que le importe demasiado. No le hace falta tener rufianes como Johnny Landström en su vida.

Mientras mira a la joven, piensa que es una pena que Johnny continúe con sus viejas costumbres. Su mujer ya no quiere saber nada de él, pero es una pena que esas pobres chicas sigan cayendo en sus engaños.

Mona da un paso al frente.

—Muévete —le dice sin apartar la vista.

Una sonrisa burlona se forma en los labios de Johnny.

—Muévete, he dicho —repite.

—¿Y si no?

Mona lo mira de manera desafiante.

—¿De verdad quieres saberlo, Johnny?

La chica coge a Johnny del brazo y tira de él.

—Venga —dice, volviéndose hacia él—, vámonos de aquí.

Johnny se gira hacia la chica y asiente. Y entonces se dirige a Mona de nuevo:

—Hasta la próxima…

Mona se encoge de hombros.

—Claro. Cuídate, Johnny —le dice, y se marcha.

«Pobre patético de mierda —piensa mientras camina por el pasillo—, me desayuno a gente como tú».

—¡Hola, Mona! —dice Lotta Götblad con una sonrisa cuando ve a Mona llegar a la caja.

—¡Hola! —contesta, y pone la mercancía en la cinta—. Bonita noche la de hoy.

Pasa la tarjeta por el datáfono e introduce el código. Enseguida coge la salsa tabasco y la sal y las mete en la bolsa.

—Que tengas buena noche —dice, y sale del establecimiento.

Oye un clic detrás de ella y, al girarse, ve a Lotta agitando una mano a través del cristal. Mona le devuelve el gesto y sigue caminando hacia el aparcamiento. Entonces se da cuenta de que un tractor EPA con música de Eddie Meduza a todo volumen se acerca desde la parada de autobús de Fyrkanten y se detiene para dejarlo pasar. En ese momento sus ojos se posan en un hombre que pasa junto a su coche en el aparcamiento. Camina con las piernas abiertas y el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, agitando los brazos. Se tambalea hacia un lado, tropieza con el bordillo y da un largo paso hacia el césped. Mona se queda mirándolo. No es porque tenga curiosidad por saber cómo se las arreglará estando tan ebrio, sino porque hay algo en él que le resulta familiar.

Es alto y robusto. Lleva un gorro azul de punto calado sobre las orejas, a pesar de que en esta noche de agosto el termómetro marca más de veinte grados. Lleva una camiseta manchada y un par de vaqueros sucios un poco bajos que apenas le ocultan la raja del culo. Lleva una bolsa de plástico de la licorería Systembolaget en su mano derecha que se balancea de un lado a otro al compás de sus pasos tambaleantes. De repente, vuelve a tropezar y esta vez cae por la pendiente con un golpe que se oye desde donde está ella.

—¡Madre mía! —exclama en voz alta.

Mona cruza deprisa la calle para acercarse al hombre mientras este intenta levantarse torpemente. Está allí de pie, balanceándose, con los ojos clavados en la bolsa que ahora yace en la hierba delante de él. Tiene un reguero de sangre desde el codo hasta la mano. Entonces se agacha, pone las manos en el suelo para no perder el equilibrio y tira de la bolsa. Se queda ahí un momento antes de hacer un movimiento y ponerse de pie.

Abre la bolsa y mira dentro. Parece satisfecho con lo que ve, ya que hace un gesto afirmativo con la cabeza, y sigue su camino tambaleándose por el sendero de grava para acercarse a un banco del parque sobre el cual cuelgan unas ramas pesadas. Por poco se cae del banco al intentar sentarse, pero lo consigue y vuelve la cara hacia Mona. Es entonces cuando ella lo reconoce.

3

Comienza como un débil ruido monótono que crece en intensidad hasta convertirse en un rítmico tamborileo cada vez que las suelas de las zapatillas de correr golpean la superficie suave del sendero del bosque. Agnes baja corriendo a través de la montaña, que ya ha quedado envuelta en el pálido resplandor de la luna de agosto. Un ligero viento recorre los árboles y las sombras ondulantes de las ramas danzan sobre el suelo cubierto de musgo.

No hay nada como la sensación de libertad que produce correr por un terreno salvaje, por senderos sin asfaltar y laderas llenas de musgo, saltando sobre árboles caídos y rodeando terrenos bajos y pantanosos. Es lo más cerca que se puede estar de la naturaleza.

Una rama se cruza en su camino. Ella la salta y sigue adelante, pero no siente la calma de siempre. Tal vez sea la luna llena o las sombras que aparecen en cada recodo lo que la inquieta. Varias veces ha sentido como si hubiera alguien detrás de ella, pero, cuando se ha dado la vuelta, no había nadie.

Entonces escucha un sonido. Gira la cabeza rápidamente y ve que algo relampaguea en la oscuridad. Apresura sus pasos, pero grita de dolor cuando su pie choca con una piedra. Al tropezar, da un paso hacia un lado para no caer y extiende una mano en la oscuridad. Alcanza una rama y la áspera corteza le araña la palma de la mano. Recupera el equilibrio y se detiene un momento. Se apoya en el tronco con una mano. Huele a resina y agujas de pino. Todo está en completo silencio, pero sigue teniendo la sensación de que hay alguien allí, en la oscuridad.

Suelta el tronco y, a pesar del dolor de su pie, decide correr por el sendero que la lleva más abajo de la montaña. Corre cada vez más rápido hasta llegar a la carretera.

Aquí hay más luz y se siente un poco más segura al ver un coche aparcado al lado de la carretera. Esto disipa la sensación desagradable de hace un momento y sus pasos se vuelven más ligeros. Avanza un poco más y, al distinguir el coche plateado que le ha prestado su padre entre los troncos de los árboles, da unos últimos pasos rápidos hacia el aparcamiento.

Se detiene, apoya las manos sobre los muslos y se inclina hacia delante para recuperar el aliento. Inhala y exhala un par de veces, y luego endereza el cuerpo, abre la puerta del coche y sube. Pulsa el botón del lateral de la puerta y esta queda asegurada con un clic. Entonces exhala aliviada.

Pero la oscuridad la circunda por todas partes. Pone en marcha el coche, y esto hace que la música se encienda y los faros iluminen los densos arbustos. Finalmente, sale del aparcamiento y conduce por el camino de grava.

La música se apodera de ella y comienza a corear God's Plan, de Drake, primero en voz baja y luego tan fuerte que casi grita. Se siente algo tonta. Le encanta correr por los bosques y las montañas, y pasará mucho tiempo antes de que pueda volver a hacerlo, pero lo ha arruinado por estar imaginando cosas.

Al menos, ha recuperado la serenidad. Está cansada y tiene las piernas entumecidas. Y también le escuece la mano arañada. Solo quiere llegar a casa y tumbarse en el sofá para ver El mundo de Wahlgren. Ni siquiera piensa ducharse. Se preparará una taza de té, encenderá la televisión, levantará las piernas y se reirá de todas las locuras que se les ocurren.

Parecen una familia agradable, con sus enormes cenas italianas y sus discusiones amenas. Muy diferentes de su familia, con su madre siempre trabajando y su padre que nunca dice nada. Pero mañana va a mudarse al fin. Siente un cosquilleo en el estómago. Una nueva ciudad, una nueva escuela y nuevos amigos. Casi todo nuevo. Su móvil suena y mira hacia el asiento del copiloto. La pantalla brilla y, justo cuando se estira para mirar de qué se trata, algo golpea su coche de manera repentina.

—¡Mierda! —grita, pisando el freno—. ¿Qué demonios ha sido eso?

4

En cuanto se sienta junto al hombre en el banco del parque, Mona retrocede. Percibe de golpe un olor a suciedad, orina y borrachera prolongada que le hace dirigir la mirada hacia la entrepierna del hombre. ¿Será posible que un hombre adulto como él se haya orinado en los pantalones? Parece que en esto se ha convertido: un borracho en un banco del parque. Pero ¿quién puede culparlo después de todo lo que ha pasado?

El hombre tiene la cabeza inclinada hacia un lado y da fuertes ronquidos. Mona mira a su alrededor. No puede dejarlo aquí, no en este estado. Siente que debe asegurarse de que llegue a casa. Y es probable que también necesite comer algo.

Pone su mano en el brazo desnudo del hombre, y esa sensación cálida y húmeda la hace pensar en una masa preparada con levadura.

—Hola, Frank —lo saluda, presionando ligeramente con los dedos.

Él emite una especie de gruñido, pero no se mueve.

—Frank —dice de nuevo, presionando un poco más fuerte esta vez.

El hombre levanta la cabeza al fin y se vuelve hacia ella. Tiene los ojos enrojecidos, la cara arrugada y roja por el sol y un hilo de saliva cuelga de sus labios flácidos. Se esfuerza por fijar la mirada en ella.

—Soy yo. Mona.

Algo comienza a iluminarse poco a poco en sus ojos nublados.

—Mona —dice entonces, esbozando lo que podría interpretarse como una sonrisa, y se limpia la saliva con la parte superior de su mano sucia—. ¿Así que has vuelto?

—Sí. —Mona mira a su alrededor preguntándose si debe llevarlo en el coche o llamar a un taxi—. Me mudé aquí hace cinco meses. Ahora vivo en Villa Björkås.

—¡En serio! —exclama Frank, y luego tose.

El viento sopla entre las ramas que se mecen por encima de sus cabezas y las sombras danzan sobre su rostro.

—¿Quién hubiera creído que volverías a casa? —balbucea—. Pero ¿cuántos años has estado fuera?

—Quince. Han sido quince años —contesta—. Quería volver a casa con los chicos.

Mona se arrepiente de inmediato y desvía la mirada hacia el tronco de abedul arqueado sobre el estanque. ¿Por qué ha dicho eso? Era totalmente innecesario.

—Mmm —responde, cogiendo la bolsa de Systembolaget que tiene a su lado en el banco. Saca una botella de vodka y desenrosca el corcho con lentitud. La etiqueta azul de la botella brilla cuando la levanta para beber. Después de esto, se estremece un poco y sonríe de manera maliciosa.

—¡Lo siento! —Mona baja la mirada—. No pensé que…

—¡Eh! —Frank agita la mano y luego le ofrece la botella.

Ella niega con la cabeza. Sentarse en un banco del parque para beber alcohol directamente de la botella no era lo que tenía pensado para esta noche. Piensa en las ostras, el champán y la serie de Netflix, pero entonces se avergüenza de su egoísmo.

—Vi que te habías caído y solo quería asegurarme de que estabas bien. ¿Quieres que te ayude a llegar a casa?

Él se encoge de hombros, carraspea y lanza un escupitajo, que cae sobre un par de briznas de hierba. Estas se doblan bajo el peso y el escupitajo se escurre lentamente hasta el suelo.

—¿Tu brazo? —La sangre de la herida del codo se ha extendido y ahora su mano también está roja—. Te has lastimado.

—No te preocupes —dice él, encogiéndose de hombros—. Es solo un rasguño.

Mona asiente sin más y se quedan en silencio. Frank toma otro sorbo de la botella y Mona ve pasar un coche por la calle.

—No te he visto por aquí antes —dice ella al fin.

—Ya —contesta él, y su cuerpo se estremece de nuevo—. Hace tiempo que no vengo por aquí.

Mona asiente en silencio.

—Les ha ido bien a tus chicos —comenta, enseñando los dientes en una sonrisa torcida.

Ella levanta las cejas al oír eso. Si bien es cierto que podría haber algún desacuerdo al respecto, a Anton y William les ha ido bien en general. Está orgullosa de sus dos hijos, aunque a William le hubiera ido bien una mano más firme en sus años formativos.

—El mayor… —Hace una pausa y menea la cabeza, intentando recordar—. ¿Cómo se llama?

—Anton.

—Sí, él. Anton. Es policía y todo. Lo conozco bien. Ha tenido la amabilidad de darme alojamiento por la noche algunas veces.

Sonríe después de su broma y ella hace lo mismo, aunque en realidad le parece más trágico que cómico que Antón lo haya metido en una celda de borrachos.

—Y el pequeño, Wille —continúa.

—Que ya no es tan pequeño.

—¡Joder! —Suelta una risa y toma un sorbo de la botella—. Lo recuerdo de cuando era pequeño. Era un crío salvaje, pero le caía bien a Elsa.

Mona se estremece al oír el nombre de Elsa, pero Frank asiente y continúa:

—Siempre hablaba de él cuando volvía del colegio. Wille por aquí y Wille por allá.

Hace una pausa para beber de la botella y luego dice:

—Compra pizza allí. —Señala la pizzería junto a la plaza Fyrkanten con una mano temblorosa—. Suele comprar dos y luego pasa por delante de mí para darme una. Es un chico considerado. —Vuelve a asentir y carraspea con fuerza—. Sí, son buenos chicos los dos.

Peter hizo un buen trabajo criándolos durante los años que ella estuvo fuera, lo cual hace que el dolor de haberlos abandonado sea un poco más llevadero. Pero nunca dejará de lamentarse por haber tomado esa decisión quince años atrás.

Se quedan sentados en silencio durante un rato contemplando el agua del estanque, cuya superficie se ondula cada vez que una ráfaga de viento la acaricia. Sin embargo, ella piensa que debe decir algo. No puede ver a Frank sin mencionar lo que siente acerca de lo que él y su familia han tenido que pasar.

—Frank, quería decirte que… —comienza ella, pero se detiene al ver que menea la cabeza y levanta la mano ensangrentada.

—No —dice con voz más dura—. No quiero oír nada de eso.

Tira de la bolsa y mete la botella, para después levantarse trabajosamente y alejarse con pasos vacilantes. Ella lo sigue con la mirada, preguntándose si debe seguirlo.

Pero no lo hace, sino que se queda allí sentada.

5

Agnes pisa el freno. «Mierda, mierda, mierda», maldice, y golpea el volante con la mano. Su padre se enfadará si le abolla el coche. Le encanta este viejo BMW descapotable.

Se muerde el labio y se queda mirando fijamente el camino de grava iluminado que tiene delante. Entonces se le ocurre una idea. Podría fingir que no ha sido nada. Después de todo, mañana se mudará y, si su padre no se da cuenta antes, quedará libre de culpa y será su madre quien acabará siendo incriminada.

Pone la marcha en punto muerto y echa el freno de mano. Debe saber qué es lo que ha golpeado. No puede escaparse sin más, podría ser un animal herido.

Abre la puerta del coche y pone un pie en el suelo, pero deja el otro dentro del coche. Un animal herido puede ser muy peligroso y debe estar preparada para meterse de nuevo en el coche.

Se inclina con cuidado sobre la puerta, aspira una bocanada de aire y mira si hay algo en el suelo.

—¡Madre mía! —exclama, tapándose la boca con la mano.

Hay alguien ahí. Ha golpeado a una persona. Suelta la puerta y corre hacia delante con el pulso acelerado.

Hay un hombre en el suelo delante del coche, justo al lado del neumático, iluminado por las luces del vehículo.

—Lo siento, lo siento, lo siento —repite, desesperada, al mismo tiempo que se pone en cuclillas junto a él—. No te he visto. ¿Estás bien?

El hombre gira la cabeza hacia ella con lentitud.

Agnes se lleva las manos a la cara al ver la sangre.

—Pero ¿estás bien? ¿Te ayudo a levantarte?

Oye que balbucea algo y lo coge del brazo, pero grita de dolor y lo suelta de inmediato.

—¡Lo siento! —exclama una vez más.

No sabe qué hacer. Mira a su alrededor. El hombre está todo ensangrentado. ¿Y si se muere? Si su madre estuviera aquí, sabría qué hacer. Levanta la mirada y decide llamarla.

Agnes se levanta enseguida y retrocede un paso. El hombre gime al intentar sentarse, y entonces ella se agacha de nuevo y lo coge del brazo, pero esta vez con mayor cuidado. La pesada respiración del hombre se mezcla con su respiración acelerada.

Vuelve a mirar a su alrededor sin entender qué ha pasado. ¿De dónde ha salido? Parece como si hubiera aparecido de la nada. Está oscuro, pero aun así… Debería haber visto venir el coche.

El hombre vuelve a gemir y ella lo mira.

—¿Qué puedo hacer? —pregunta con desesperación, soltando su brazo.

El hombre se limpia la frente, untándose la sangre en el rostro en el acto y haciendo aún más difícil que pueda verlo claramente. No puede verle los ojos, ya que los mantiene entrecerrados. Debe sentir mucho dolor.

—Tienes que ir al hospital —dice con firmeza—. Voy a llamar a una ambulancia.

—¡No! —El hombre tose al decir esto—. No es tan grave. Si puedes llevarme, estaré bien.

Ella vacila al oír su voz débil y agotada. ¿No sería mejor que fuera al hospital para que un médico lo examine? Es posible que esté gravemente herido, aunque él no lo perciba ahora. El coche no iba demasiado rápido, pero parece haberlo lastimado.

—No hace falta que te involucres en algo como esto —dice él, llevándose una mano a la cabeza—. Acabas de sacarte el permiso de conducir, ¿no?

Es verdad. Tiene veinticuatro años, pero solo lleva con el carné de conducir tres meses. ¿Cómo lo sabe? Además, ¿es posible perder el permiso por algo así? No es su culpa que el hombre no haya tenido cuidado.

Agnes da un paso atrás. Tal vez sea mejor llevarlo en su coche. No quiere pasar por lo mismo otra vez para conseguir el permiso de conducir. Ha tenido que repetir el examen teórico tres veces y no quiere volver a hacerlo. Además, parece que él mismo prefiere eso. Por otro lado, se siente responsable tras haberse distraído un segundo para mirar el móvil justo antes del accidente.

—Vale —dice rápidamente, para que ninguno de los dos tenga tiempo de cambiar de opinión—. Yo te llevo.

Lo ayuda a ponerse en pie y a subir al coche. El hombre vuelve a toser y se tapa la boca con el brazo. Ella suspira, aún consternada por que esto haya podido ocurrir.

—¿Estás bien? —le pregunta, y una vez que él asiente, cierra la puerta del coche y rodea el vehículo para sentarse en el asiento del conductor. Vuelve a mirarlo en la oscuridad e intenta sonreír para animarlo. Le resulta familiar de alguna manera.

—Creo que te conozco, ¿nos hemos visto antes?

Pone la mano en la palanca de cambios y está a punto de meter la marcha cuando siente que una mano le agarra el cuello con fuerza. Intenta girar la cabeza y un grito de sorpresa está a punto de brotar de su garganta, pero no consigue salir de su boca antes de que todo estalle de dolor.

6

Mona se ciñe el poncho de lana. Ya se ha comido las ostras y se ha bebido el champán, y es hora de dar el último paseo nocturno para que Coco orine. Mientras camina por el sendero en dirección al hayedo, oye el sonido fantasmagórico de una paloma zurita en la oscuridad. Entonces distingue una pequeña figura acurrucada en medio del camino, bajo la luz débil de un candelero.

—Buenas noches, Bufo —dice, mirando al sapo que, sentado, espera pacientemente a que un insecto caiga y se convierta en su alimento. Está muy lejos de ser un animal bonito, con esa piel gruesa y verrugosa, pero se ha convertido en parte de sus paseos nocturnos con Coco.

Rodea al sapo y sigue caminando por el hayedo en dirección al estanque. Una vez de vuelta en casa, buscó el libro sobre Elsa que llevaba años en su estantería, pero que no se había atrevido a leer. Estuvo hojeándolo hasta llegar a una foto de Frank y comprobó que los años no habían sido amables con él. Parece el doble de viejo de lo que es en realidad. Tiene muchos surcos en el rostro y manchas en las manos, y el cuerpo musculoso ha desaparecido casi por completo, dejando apenas un jirón de lo que una vez fue.

No había pensado en él o en Elsa en muchos años. La última vez debió ser alrededor de 2012, cuando el caso apareció en el programa de televisión Efterlyst con Hasse Aro. Pero aquello no sirvió de mucho, puesto que Elsa siguió desaparecida.

Mona da un salto de sorpresa cuando un pato vuela de repente para alejarse con un graznido molesto. El pato aterriza en el agua y una serie de círculos se extienden por la superficie. Poco después, distingue la cabeza de Coco asomándose entre los juncos y suelta una carcajada. Los patos vivían muy tranquilos antes de que Coco se mudará allí. Le encanta perseguirlos, pero no está segura de que Coco sepa qué hacer si realmente llega a atrapar uno.

—Ven, Coco —la llama, y Coco se acerca corriendo, agitando las orejas—. Es hora de ir a casa a dormir.

Sale del camino de grava y llega al puente de madera que cruza sobre la conexión de agua entre los dos estanques. El gran chalé blanco se alza en la colina frente a ella. Su hermosa Villa Björkås, con su tejado de chapa verde y sus grandes ventanas ajimezadas. Coco ha llenado el vacío de las grandes habitaciones y, ahora que Hedda también se ha mudado allí, la casa parece aún más un verdadero hogar.

Anton puso cara de preocupación cuando le dijo que había ofrecido a Hedda quedarse en la habitación grande que da a la iglesia. «No sabes en lo que estás metiéndote —le dijo ese día—, crees que la conoces, pero ¿qué sabes realmente de ella? Es una mujer que se gana la vida como stripper, y su historia es tan complicada que solo la mitad sería ya demasiado. No sabemos qué pueda hacer alguien así. No es tu responsabilidad. No tienes que cuidarla como a un perro. A nosotros nos…».

Se detuvo en esa parte, sin embargo, Mona sabía lo que estaba a punto de decirle: que los había abandonado, pero quería cuidar de una completa desconocida. Ella se ha preguntado ya si está tratando de compensar todo eso al cuidar de la perra y de Hedda. Pero no lo cree. Anton tiene razón en que Hedda no es su responsabilidad, pero se ha encariñado con ella. Es una persona fuerte y luchadora, aunque por otro lado es una chica frágil y desvalida. Ha tenido una infancia difícil, con una madre ausente y un padre alcohólico que podría padecer algún tipo de enfermedad mental. Hedda nunca lo ha dicho abiertamente, pero Mona lo ha entendido entre líneas. Hay muchas cosas que aún no sabe de ella, pero tampoco está obligada a contarle todo.

A Mona le encanta convertir a las personas desaventajadas en ganadoras. En el bufete de Londres, prefería contratar a jóvenes sin un currículum impresionante en lugar de a aquellos que procedían de familias acomodadas y que habían estudiado en las mejores universidades. Las personas desfavorecidas están siempre dispuestas a trabajar más duro para llegar a donde quieren y se sienten agradecidas por sus éxitos, sin darlos nunca por sentado. Además, es satisfactorio ver cómo triunfan. Suelen tener una visión mucho más amplia, un impulso mucho más fuerte y una ambición mucho más profunda. No hay nada mejor que ayudar a alguien a alcanzar sus objetivos y realizar sus sueños. Y eso es lo que hará por Hedda.

Sigue avanzando por el camino adornado con arbustos de boj a ambos lados. William reaccionó de forma muy diferente a Anton cuando le contó lo de Hedda. Asintió y esbozó una sutil sonrisa que ella no pudo descifrar. Después de eso, encendió un cigarrillo y se alejó, y ella interpretó que Wille estaba de acuerdo con el giro de los acontecimientos.

Menea la cabeza. William no es fácil de entender. Puede ser abierto, encantador y buen conversador, pero, al mismo tiempo, es inescrutable y reservado. Es como si tuviera una capa adicional impenetrable debajo de toda esa franqueza. Cada hijo es distinto. Anton es introvertido y no le gusta hablar de lo que siente, pero, a pesar de ello, Mona sabe con qué está lidiando. Con William, por el contrario, no tiene ni idea de qué es lo que siente en realidad.

Se detiene y se da la vuelta.

—Ven, Coco —la llama, pero la perra se queda quieta en el sendero del jardín, mirando a la oscuridad. Tiene que llamarla una vez más para que se acerque corriendo y se siente a su lado. Se agacha y pasa los dedos por su cálido pelaje.

Está reconstruyendo su vida aquí, en Vargön. Sigue mejorando su relación con Anton y William, y también ha recuperado varias de sus viejas amistades, como su grupo del tribunal del distrito. Pero también ha hecho nuevas, como Charles, Gustav, Hedda y el inesperado reencuentro con Anki en Casa Ronnum.

Sube las escaleras donde hace tres meses encontró a una Coco cadavérica y con una pata rota. Abre la puerta y entran en la casa, pero no ve la figura sombría que acecha en la oscuridad entre los troncos del hayedo.

7

Una gota de sudor se abre paso desde la raíz del cabello de Anton. Siente un cosquilleo en la frente cuando levanta el martillo para clavar con fuerza el último clavo en el armazón del pabellón. Se limpia el sudor con la parte superior de la mano, deja el martillo y endereza el cuerpo. Apenas son las nueve de la mañana, pero ya hace bastante calor. Un calor inusual para finales de agosto.

Se quita el jersey de un tirón, dejando al descubierto su torso bronceado y musculoso, y luego se quita los pantalones y los calzoncillos. Deja toda la ropa en un montón, da dos pasos rápidos hacia la ladera rocosa y se sumerge en el agua.

El frescor del lago lo envuelve de inmediato y da un par de fuertes brazadas bajo el agua. Con el lago sosteniendo su cuerpo ingrávido, siente como si sus pensamientos se aquietaran y todo se detuviera. Nada con los ojos abiertos, observando los refulgentes rayos de sol que danzan alrededor de la superficie. Da algunas brazadas más bajo la superficie y saca la cabeza del agua para coger aire con un resuello.

Se gira y flota hacia delante sobre su espalda. Un águila pescadora planea bajo el cielo azul y se sumerge en ese momento. Sale del agua con un pez entre sus garras y vuela hacia el monte Halleberg. Pueden verse muchas aves marinas en el lago Vänern: gaviotas, colimbos, halcones, águilas pescadoras e incluso pigargos. Parece un mar con sus rocas e islotes desnudos y ese horizonte infinito, sin tierra a la vista. También ofrece bahías poco profundas, largas playas de arena y archipiélagos interiores con multitud de islas e islotes en los que puede practicarse la pesca.

Levanta la cabeza y mira hacia tierra. Allí está Gabbi. Viene caminando por el césped. Desde el lago puede ver su largo pelo rubio ondeando con el viento y sus piernas desnudas y bronceadas. Gabbi sale al peñasco, pero, al no ver a Anton junto al pabellón, se detiene y se lleva una mano a la frente para dar sombra a los ojos y poder mirar a su alrededor. Se fija en el montón de ropa y se gira para mirar hacia el agua.

—¡Anton! —le grita, agitando la mano en alto con su móvil—. ¡Tienes una llamada! Es Bodil.

Anton suspira. No es que le moleste. En realidad, le agrada su compañera franca y, a menudo, incómodamente vulgar. Pero hoy tiene el día libre y tenía pensado pasar unas horas con Gabbi y ponerse a trabajar en el pabellón. Necesitan pasar más tiempo juntos. Hay muchas cosas en torno a ese bebé que nunca llega a ser. Deberían intentar relajarse. Hace unos días, Anton escuchó un podcast sobre entrenamiento mental donde una experta insistía en que lo mejor que puedes hacer para quedarte embarazada es dejar de pensar en ello. Es entonces cuando ocurre. Pero ellos están pensando en eso todo el tiempo. Ha tratado de hablar con Gabbi sobre el tema, pero ella no quiere escucharlo.

Anton saca un brazo del agua y lo agita en el aire.

—¡Dile que la llamaré! —grita en respuesta.

—No, Bodil quiere hablar ahora —contesta Gabbi, meneando la cabeza—. Es algo importante.

8

El pelo de Anton apenas ha tenido tiempo de secarse cuando entra en la sala de conferencias de la comisaría de Trollhättan. Hay una pareja sentada en dos sillas contiguas muy cerca la una de la otra. Se levantan de inmediato y miran a Anton. Él percibe de inmediato cierta desesperación en sus ojos, lo cual queda todavía más claro cuando les da la mano y se presenta como el inspector de policía Anton Asplund. Supone que deben estar preguntándose si les trae buenas o malas noticias.

—Mi colega Bodil… —hace un gesto hacia ella. Está a su lado con las manos en los bolsillos del pantalón, empujando con la lengua el snus, que ya le ha deformado el labio superior— ya me ha explicado la situación, pero me gustaría escuchar de vosotros qué es lo que ha pasado.

—Sí. —La mujer mira a su marido—. Estamos aquí por Agnes —dice, cogiendo uno de los anillos de su mano izquierda, y empieza a girarlo—. Ha desaparecido.

—Y Agnes es vuestra hija, ¿no? —pregunta, mirando a ambos.

Durante la llamada telefónica, Bodil le explicó que Eva y Arne Jakobsson acudieron a la comisaría para denunciar la desaparición de su hija en extrañas circunstancias. Entiende la situación, pero es bueno empezar por el principio y con preguntas sencillas en casos como este. Ya ha comenzado a prepararse la búsqueda, así que no están perdiendo el tiempo.

—Sí, es nuestra hija. —Eva pone la mano sobre el brazo de su marido. Los dos anillos que lleva en el dedo son bastante caros y tiene uñas largas muy bien cuidadas. Lleva el pelo cortado al estilo paje, teñido en varios tonos de castaño cálido, y tiene la frente muy lisa, lo cual podría indicar que se ha inyectado justo la cantidad necesaria de bótox en el borde para que parezca más natural.

—¿Cómo que ha desaparecido? —contesta Anton con una sonrisa tranquilizadora—. ¿Podríais explicármelo, por favor?

Eva mira a su marido de soslayo y continúa:

—Salió a correr anoche, pero no ha vuelto a casa.

—Sí —asiente Anton.

—Le presté mi coche ayer —interrumpe Arne. Su voz suena tranquila, pero lo delata el temblor de su mano al rascarse la mejilla barbuda—. Esta mañana he ido a cogerlo y, al ver que no estaba, he ido a preguntarle a Agnes por él, pero ella tampoco estaba.

—Había desaparecido —dice Eva, esta vez con ojos llorosos.

—¿Así que lo habéis descubierto en ese momento?

—No sabíamos qué hacer —continúa Arne como si no hubiera escuchado a Anton—. Intentamos llamarla, pero no contestaba al móvil. Luego llamamos a sus amigos, pero ninguno sabía nada.

—Al final, no podíamos seguir esperando más tiempo —añade Eva—. Así que cogimos nuestro otro coche y fuimos a buscarla.

Se quedan en silencio y Eva ya no puede contener las lágrimas. Arne la rodea con el brazo, la acerca hacia él y le da palmaditas en la espalda para consolarla.

—¿Y después? —interviene Bodil, gesticulando con las manos de forma inquisitiva.

Anton la mira. Sabe que la paciencia no es lo suyo.

—Solamente estaba el coche… —dice Arne sobre la cabeza de su mujer.

—En el aparcamiento —solloza Eva sobre el pecho de Arne—. Con la puerta abierta de par en par.

9

Mona aparca el coche a un lado de la calle y deja salir a Coco. La perra corre enseguida hacia Charles Backe, quien la espera enfundado en sus viejas botas negras, sus pantalones encerados y una camiseta verde con la palabra «Sveaskog» en el pecho.

—¡Hola! —exclama Mona, tirando de su sombrero Burberry a cuadros mientras se acerca—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?

—Unos quince minutos. —Sus ojos verdes chispean—. Aunque ya sé que tú te guías por un horario diferente.

Mona se ríe y mira su reloj de pulsera, que ahora brilla bajo el sol. Ha llegado un poco tarde, pero Charles no está enfadado, solo está fingiendo. Le da un abrazo y sus manos acaban en la mochila que lleva a la espalda. Mona lo coge del brazo y hace que se gire. Mira la abultada mochila negra y le pregunta:

—Pero ¿cuánto tiempo piensas estar fuera?

—He traído algo de comida. Me parece que sería genial hacer un pícnic.

—Ah, qué buena idea —responde—. Hace muchos años que no voy de pícnic.

En Londres apenas tuvo alguno, y en Marbella fue lo mismo. En Londres tenían Hyde Park, pero ¿quién quiere sentarse allí? En España comían en los clubs cerca de la playa, y algunas veces se limitaban a unas aceitunas y una copa de vino en casa, junto a la piscina. La última vez que hizo un verdadero pícnic fue cuando sus hijos eran pequeños, y parece que hubiera sido hace siglos.

—¿Nos vamos? —pregunta Charles, y ella asiente sin más.

Mona sigue sus pasos alrededor de la barrera roja y amarilla que resguarda la carretera, la cual está tan cubierta de hierba que parece un sendero de montaña. Según la previsión meteorológica, iba a ser un día nublado, pero ha resultado ser todo lo contrario. El sol está pegando tan fuerte que es un alivio meterse bajo la sombra de los árboles.

Ir de excursión con Charles es algo especial, pues conoce cada roca y cada grieta, cada árbol, cueva y cabaña de todos sus paseos por las montañas como guardabosques. Fue justamente en el monte Hunneberg donde se conocieron, cuando la ayudó después de que se cayera del caballo. La muñeca todavía le duele un poco cuando la mueve en un ángulo determinado. Esto es así. Después de todo, tiene cincuenta y seis años y, a medida que envejece, su cuerpo necesita más tiempo para recuperarse.

Mira a Charles mientras este camina delante. Forma parte de su nueva vida, y eso le gusta. Es bastante taciturno, pero, cuando dice algo, siempre es interesante. No soporta a los palabreros que no tienen nada que decir. La vida es demasiado corta para eso. También es guapo y bastante bueno en la cama. Es considerado y apasionado de una manera que no se esperaba en este hombre tranquilo. Sin embargo, aún siente cierta vacilación. Si alguien dijese que es porque tiene miedo de dejar que un hombre vuelva a su vida y que Alexander la ha dejado destrozada, le daría la razón a esa persona.

A veces piensa que todo lo que ha tenido que pasar para llegar hasta aquí puede haber sido la forma brutal del universo de decirle que es hora de cambiar de rumbo en la vida. Ha decidido mejorar su forma de vivir el momento, sin detenerse en los errores ni en el pasado, sin hacer demasiados planes para el futuro. Sabe que debe detenerse a escuchar el canto de los pájaros, a oler la hierba recién cortada y a disfrutar del hermoso paisaje que rodea Vargön. Ya no quiere vivir corriendo, pues entiende que todo le dará alcance a su debido tiempo. Por otro lado, sabe que la vida puede arrebatarle todo en un instante.

Pasan el embalse redondo y siguen caminando por el sendero. La espesa alfombra de corteza de abeto amortigua sus pasos y el denso bosque los envuelve cálidamente. Al llegar a la cresta, Mona siente una ráfaga de viento y, de repente, se encuentra con una vista majestuosa. Es Ättestupan, el punto más alto del Halleberg. La montaña se precipita a sus pies en una pared de piedra gris acanalada completamente vertical, descendiendo hasta el valle Lilleskogsdalen, que se extiende entre las dos montañas.

Mona da un paso adelante y el estómago se le revuelve al mirar hacia abajo.

—¿Crees que la gente de verdad se tiraba desde aquí? —pregunta, incapaz de apartar la vista del acantilado.

—Se cuenta que recibían alguna ayuda para tirarse.

Charles se acerca a ella, le pone las manos en los hombros y la abraza.

—¿Qué quieres decir?

—Los familiares sostenían un palo enorme que utilizaban para empujar al viejo por el precipicio.

—Qué horrible —exclama Mona, volviéndose hacia él.

—Sí —asiente—. Pero no hay pruebas de que haya sido así en realidad. Así que esperemos que sean solo cuentos.

—Sí, eso espero. —Se gira y vuelve a mirar hacia el precipicio. Un par de cuervos se aproximan volando por el valle y el sol hace brillar su plumaje negro.

—Se cuenta que aquí estaba el Valhalla de Odín —dice Charles, y él también mira los cuervos negros.

Mona asiente en silencio y piensa en su abuela Johanna y todas sus historias sobre montañas y bosques misteriosos, sobre gnomos y elfos y todas esas cosas que la gente común inventaba para lo que no podía explicarse.

—Entiendo por qué creían que el hogar de los dioses nórdicos estaba aquí arriba. Es imponente.

Se quedan quietos por un momento, contemplando el abismo.

—Bueno —dice Charles al fin—. ¿Te parece si bajamos ahora para comer algo?

—Excelente idea.

Comienzan a descender caminando por las empinadas laderas del sendero hacia el valle Bokedalen, pero Charles se detiene de repente. Golpea algo con la punta de la bota y se agacha para recoger el objeto. Aparta una hoja húmeda que se ha pegado encima y sostiene el objeto frente a él.

—¿Qué es? —pregunta Mona, acercándose.

—Es una cruz —contesta, frotándola con el pulgar—. Parece que está hecha de madera. —Frunce el ceño—. Creo que tiene algún dibujo tallado encima.

La cruz mide unos diez centímetros de largo y está sucia de tierra. De repente, una hormiga pasa velozmente sobre la cruz y él la aparta con cuidado.

—Es un lugar un poco extraño para dejar caer una cruz —dice Mona, mirando a su alrededor.

—Sí —asiente Charles, y mete la cruz en su mochila y la cierra con un chasquido—. Es importante llevar un registro de lo que uno se encuentra en el bosque. Hace solo veinticinco años que encontraron el tesoro de Vittene. Y resultó ser el tercer hallazgo de oro más grande de la historia de Suecia. Por eso siempre tengo los ojos abiertos cuando ando por las montañas. En estas partes puede haber todavía algunos tesoros escondidos. —Le da una palmadita a su mochila—. Esta parece muy nueva, pero de todas formas me la llevaré. Alguien podría echarla de menos.

10

—¿Nos sentamos? —les pregunta Anton, señalando las sillas en las que la pareja estaba sentada hace unos momentos.

Ellos asienten y se sientan. Anton coge un paquete de pañuelos del bolsillo de su chaqueta y se lo da a Arne, quien se lo agradece con la mirada y saca uno para dárselo a Eva de inmediato. La mujer se frota bajo los ojos con suavidad.

—¿Así que habéis encontrado el coche con la puerta abierta en un aparcamiento?

—Sí, pero no a Agnes —dice Eva, y se suena la nariz con fuerza—. Hemos venido aquí enseguida porque sentimos que algo le ha pasado.

—¿Cómo habéis llegado a esa conclusión? —pregunta Anton con el ceño fruncido.

—Por lo que pudimos ver. —Se le quiebra la voz y oculta los ojos tras el pañuelo.

Su marido le pone una mano en la espalda y le da unas palmaditas para reconfortarla.

—Al decir que la puerta del coche estaba abierta, ¿significa que no estaba asegurada? —pregunta Anton.

—No, estaba totalmente abierta —contesta Arne—. De par en par. Como si la hubieran sacado del coche y después la hubiesen hecho desaparecer en el aire. Y también vimos… —Se calla y mira a su mujer—. En el volante y alrededor de él, parecía haber sangre. Esto es lo que ha querido decir mi mujer.

Anton mira a Bodil, y esta asiente y dice: