Las ruinas del invierno - Kamilla Oresvärd - E-Book

Las ruinas del invierno E-Book

Kamilla Oresvärd

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Beschreibung

El cuerpo descuartizado de un hombre es encontrado en el agua junto a las ruinas de una antigua fábrica de papel en Vargön. Todo lo que pueda ayudar a identificar a la víctima ha sido cuidadosamente eliminado, a excepción de un pequeño detalle que hace pensar a Mona Schiller que quizá sepa quién es. Si las sospechas de Mona son ciertas, todos a su alrededor están en peligro. Pero, si se lo cuenta a la policía, se verá obligada a revelar el oscuro secreto que lleva ocultando tanto tiempo. “Las ruinas del invierno” es el tercer libro sobre la jueza retirada Mona Schiller, escrito por la autora bestseller sueca Kamilla Oresvärd.

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LAS RUINAS DEL INVIERNO

Kamilla Oresvärd

Traducción de Osvaldo Rocha

© Kamilla Oresvärd, 2020

Título original: Vinterströmmen

Traducido por: Osvaldo Rocha

Diseño de cubierta: Anders Timrén

ISBN 978-91-80348-33-1

© de esta edición: Word Audio Publishing International/Gyldendal A/S, Copenhague 2023

Klareboderne 3, DK-1115

Copenhague K

www.gyldendal.dk

www.wordaudio.se

Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, organizaciones y eventos retratados en esta novela son productos de la imaginación del autor o se utilizan ficticiamente.

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

1

El viento helado flagela sus ojos, haciendo que se recubran de lágrimas. Tiene las piernas entumecidas de cansancio y se resbala al pisar un trozo de hielo. Consigue recuperar el equilibrio y sigue corriendo mientras los coches rugen y patinan para luego detenerse detrás de él. Las puertas metálicas se cierran de golpe con un ruido sordo y nefasto, al cual le siguen los ladridos exaltados de los perros. Las voces, jadeantes a causa del frío y la agitación, se llaman entre sí mientras emprenden la persecución.

Le duelen los pulmones después de estar a la intemperie durante tanto tiempo, a merced del frío y de sus perseguidores. Pasa por delante de muros resquebrajados donde se ven figuras pintadas de esqueletos con cuencas vacías e insectos gigantes y acelera sus pasos aún más. Evita pisar alguno de los agujeros ocultos bajo la nieve, pero entonces resbala y está a punto de caerse de nuevo.

Se acerca al agua, y se da cuenta de su error. Trata de frenar, pero la velocidad lo hace precipitarse por el suelo resbaladizo. Aunque se esfuerza por controlar las piernas, solo consigue detenerse cuando alcanza el escarpado borde del muelle junto a las oscuras aguas del río.

Ni siquiera el miedo o el instinto de huida le permiten seguir. Ha agotado sus últimas fuerzas. Se queda quieto, intentado recuperar el aliento, y se gira despacio. Oye el sonido del agua del río y ve un rayo de sol que penetra en la bruma gris, iluminando las ruinas de la vieja fábrica. Da unos pasos hacia un lado y mira el puente en ruinas. No podrá sostener su peso. Se gira y da unos pasos en la otra dirección. Se detiene al fin. Su aliento pesado y caliente forma un espeso vapor blanco en el aire helado. La sangre le corre por las piernas, manchando de rojo el hormigón escarchado debajo de sus pies.

Ve que se acercan y luego se detienen y lo observan en silencio. Uno de ellos da unos pasos hacia delante y se pone de rodillas. Levanta su fusil y se lo apoya firmemente contra el hombro. Sus miradas se encuentran y nota un ligero movimiento en sus ojos cuando su dedo aprieta lentamente el gatillo.

La bala golpea su cuerpo con tanta fuerza que se tambalea y cae por el borde.

Cuando cae a las aguas gélidas del río y la corriente invernal se arremolina alrededor de su cuerpo, ya está muerto.

2

Una estrella brilla en la ventana mientras las velas Voluspa desprenden un aroma a canela y mandarina. El fuego crepita en el hogar, y al otro lado de la habitación, en una alfombra de piel de oveja junto al sofá, está Coco respirando de manera ruidosa. De pronto, una de sus patas traseras da un respingo, y Mona Schiller se pone en cuclillas frente a la perra y le pasa los dedos por el pelaje ambarino. El amor que siente por ella después de haberla rescatado el verano pasado es más fuerte de lo que jamás imaginó que era posible sentir por un animal.

Deja a Coco y se levanta para ir a la cocina. Una vez allí, se sienta a la mesa, coge un bollo aún tibio de la cesta y lo pone en el plato.

—¿Te acuerdas? —pregunta con una sonrisa.

Hedda levanta la vista de su libro de Economía. Primero la mira con una expresión inquisitiva, pero luego asiente y el rostro se le ilumina con una sonrisa. Deja escapar una risa baja y enigmática. Es uno de esos raros instantes en los que podría parecer retraída, casi un poco tímida.

—Ya sé lo que estás pensando —contesta, dejando el libro a un lado—. La primera vez que estuve aquí, ¿no?

Mona asiente sin más. Han pasado solo seis meses, pero siente como si Hedda siempre hubiera vivido aquí, en su casa. Recuerda cuando Anton le dijo que no tenía por qué cuidar de Hedda de la misma manera que de la perra que había rescatado. Pero no es así. En cierta manera, Hedda también cuida de Mona.

—Me ofreciste té y bollos. ¡Té y bollos! —repite Hedda, y se alisa el grueso nudo de pelo en la cabeza—. ¿Quién demonios ofrece eso así sin más? Y, además, tuve que ayudarte a hornearlos.

Mona asiente y pone una pizca de mantequilla, que se derrite a causa del calor del pan.

Hedda menea la cabeza y continúa:

—Nunca había conocido a nadie como tú. Joder… —Se ríe de nuevo—. De hecho, aún no he conocido a nadie como tú. —Pone los codos sobre la mesa—. Recuerdo que tomé prestado el cacharro viejo de Carina, el Saab verde, para venir aquí.

Mona da un mordisco al pan. Se conocieron cuando Mona estaba investigando el caso de Lisa-Marie, una chica del pueblo que fue asesinada en su noche de bodas. Una de las pistas la llevó al club de striptease donde trabajaba Hedda, en Gotemburgo. Hedda la vio desde el escenario y algo la impulsó a ir a buscarla después. Aún no sabe qué la incitó a hacerlo. ¿La curiosidad? ¿El deseo de ayudar? En todo caso, le dijo a Mona que quería contarle la verdad sobre la difunta Lisa-Marie, pero nunca ha estado del todo convencida de que esa fuera la única razón.

Y tampoco hace falta saberlo. En realidad, hacen un buen equipo. Tienen un acuerdo que las beneficia a ambas. Hedda la ayuda en su pequeña firma de asesoría legal y cuida de la perra cuando se necesita, y a cambio tiene un lugar donde alojarse. El negocio de la asesoría legal parece estar yendo bien, pues ya tiene varios clientes en su lista. Incluso podría decirse que son demasiados.

Ya ha tenido que rechazar algunos encargos. Prefiere no trabajar demasiado. No tiene pensado trabajar para grandes empresas, sino que solo acepta encargos que le resultan interesantes. No lo hace por el dinero. Tiene suficiente para vivir bien y no tiene intención de montar un gran negocio. No otra vez.

Pero no es solo por razones prácticas que permite a Hedda vivir en su casa. Le agrada la chica. Además, es seguro tenerla en casa. Es cierto que tiene una pistola escondida en el armario por seguridad, pero no fue la pistola la que le salvó la vida antes, sino Hedda.

Hedda coge un bollo, lo unta con mantequilla y añade una gran porción de mermelada de arándanos. Se llena la boca y mastica de manera ruidosa. Mona se queda mirándola.

—Ah, lo siento —dice Hedda, relamiéndose la comisura de los labios.

Justo cuando comienza a creer que ha adquirido buenos modales, vuelve a caer en sus viejos hábitos. Le da una servilleta. No lo hace porque sea pretenciosa, sino porque Hedda tendrá que ser capaz de desenvolverse bien en la vida a la que aspira. Tiene veinticuatro años y acaba de empezar la universidad. Si quiere cumplir su sueño de ser diplomática o trabajar en la ONU, no puede seguir haciendo cosas como maldecir, eructar y comer con los dedos.

Hedda vuelve a fijar los ojos en el libro de texto. A Mona le gusta ayudar a personas desfavorecidas como ella para hacerlas crecer. Ya lo ha hecho antes y siempre ha tenido éxito. Muerde el pan y mastica despacio. Salvo esa vez en la que cometió un catastrófico error de cálculo.

3

Charles Backe se acerca al borde del muelle tan rápido como puede. Avanza a través de la superficie resbaladiza para mirar en el agua oscura del río. Las corrientes heladas y espumosas se han apoderado del cuerpo ensangrentado, lanzándolo de un lado a otro como si se tratase de un juego. El cauce del río hace que el cadáver se sumerja bajo el agua y reaparezca de repente a unos metros, alejándose del edificio de color beige grisáceo que pertenece a la central hidroeléctrica.

Siente el viento cortante en el rostro al mismo tiempo que se echa el fusil al hombro y se mete las manos en los bolsillos. El corzo está muerto. Su disparo entró justo detrás de la espaldilla y está seguro de que dio directo en el corazón, de modo que el sufrimiento del animal terminó al instante. Pero, justo antes de que muriera, le pareció ver algo en la profundidad de aquellos aterciopelados ojos marrones. Ya lo ha visto antes, es como si el animal supiera que va a morir y aceptara su destino.

—¡Joder, Backe! —grita uno de los gemelos Göransson, quien se ha acercado a su lado y ahora tiene que hablar alto para hacerse oír en medio del fuerte ruido del agua—. Podrías haber esperado un poco para que no cayera al agua.

Charles se vuelve hacia él y supone que debe tratarse de Pär, aunque no está seguro. También podría ser Ola. Son demasiado parecidos. Tiene los ojos llorosos y sus orejas rojas sobresalen por encima del ala negra de su sombrero. No sabe si es a causa del frío o porque han entrado en calor después del forcejeo con el perro que ha olido la sangre del corzo.

—Ahora va a costarnos trabajo sacarlo —continúa, tirando de la correa para calmar al perro un momento.

«Pobre animal», piensa Charles. Ha visto muchos animales heridos en su profesión de cazador, pero siempre le duele igual. El corzo fue atropellado en Lilleskogsvägen y, a pesar de tener el pecho destrozado y las dos patas delanteras heridas, corrió para tratar de salvar la vida y escapar de su destino. Levanta la cabeza y mira hacia el agua.

El conmocionado conductor hizo lo correcto. Llamó al 112. La operadora transfirió la llamada al centro de control regional de la policía, que a su vez se puso en contacto con él. Se llevó consigo a Wille Asplund y a los gemelos Göransson, cuyos perros rastrearon el olor del animal y lo persiguieron hasta la zona de la antigua fábrica. Fue en este sitio donde el corzo pareció rendirse. Se volvió hacia Charles y lo observó en silencio mientras este se arrodillaba. El frío del suelo penetró la tela de su pantalón cuando levantó el rifle, se lo ajustó al hombro y apuntó. Fue como si el mundo alrededor se hubiera desvanecido y solo existieran ellos dos. Cuando el disparo sonó e impactó contra su cuerpo, el animal cayó al río.

No podía esperar a que el corzo estuviera en un lugar más adecuado. Tenía que acabar con su sufrimiento lo antes posible.

Wille se acerca a Charles por el otro lado, le pone la mano en el hombro y le da unas palmaditas, como si quisiera decirle «bien hecho». Charles se vuelve hacia él y asiente. Al ver los ojos de Wille, es como si viera a Mona. El joven de casi dos metros de altura no se parece mucho a su menuda madre, pero en este instante reconoce en Wille los mismos ojos azules compasivos y amables.

Charles aparta la mirada. Nunca ha encontrado placer en disparar a un animal como lo hacen otras personas. Por el contrario, siente que lo invade una profunda tristeza, aunque sabe que era necesario. El animal sufría y no era posible salvarlo.

—¿Intentamos sacarlo? —grita el otro gemelo Göransson, que ahora camina sobre los congelados bloques de hormigón.

—Sí —grita Charles, y camina hacia ellos—. Puede que la corriente lo traiga antes de alejarlo de nuevo.

Se detienen al llegar a la orilla del río. Es posible bajar al agua en esta parte, pero es poco probable que la corriente traiga al corzo de vuelta. Charles vuelve a otear con la mirada. Sus mejillas han dejado atrás el calor de hace un momento y se han entumecido por el frío. Arruga la nariz para deshacerse de la escarcha que se ha formado en los vellos de sus fosas nasales.

—¿Qué demonios es eso? —Oye decir a Wille.

Parece que hay algo allí. Al entornar los ojos, ve que hay algo negro y brillante en el montón de rocas junto al agua.

—Ah, es solo una bolsa de basura —dice Wille al acercarse a la orilla del agua.

Charles suspira y menea la cabeza con disgusto. Está cansado de ver que las personas tiran su mierda por doquier.

—Voy a sacarla —se ofrece Wille, volviéndose hacia Charles, y salta sobre las piedras resbaladizas antes de que pueda detenerlo.

—¡No, espera! —grita Charles, viendo que el cuerpo del ciervo es arrastrado por la corriente. Es demasiado peligroso ir allí. Un paso en falso y caerá al agua. Si eso sucede, es poco probable que puedan sacarlo. Así que acabará uniéndose al ciervo en su viaje por las corrientes del río. Todo por una bolsa de basura.

—Déjala —grita—. Podemos sacarla otro día, cuando el agua esté más tranquila.

Después de oírlo, Wille se ríe y se agacha. La bolsa de basura está atrapada entre las afiladas piedras. Una ola de agua helada salpica sus botas negras mientras coge la bolsa y la sacude para intentar soltarla. Una fina capa de hielo se agrieta cuando saca la bolsa del agua. La sujeta con una mano y se balancea sobre la piedra brillante mientras se apoya en el borde con la otra mano. Entonces coge impulso y arroja la bolsa hacia arriba, haciendo que esta caiga en el suelo con un ruido sordo delante de los pies de Charles. A continuación, sube hasta donde está Charles.

La bolsa está bien atada con tres lazos negros. Una bolsa de basura cerrada con tanto esmero es algo peculiar y despierta la curiosidad de Charles. Da un paso para acercarse.

—¿Qué crees que hay dentro?

Wille menea la cabeza, acerca uno de sus pies y empuja la bolsa con la punta de su bota.

—Ni idea. Parece… —hace una pausa—. No sé, pero no parece basura normal.

Pär Göransson se une a ellos en compañía de su perro, y el baboso animal se abalanza de inmediato sobre la bolsa.

—¡Espera! —le grita Wille, cogiendo la correa para alejar al perro por sí mismo—. Mantenlo alejado.

Pär sujeta la correa con fuerza, se pasa el dorso de la mano por debajo de la nariz y se vuelve hacia Wille.

—¿Por qué?

Wille se rasca la mejilla.

—No lo sé —dice, pensativo—. Hay algo raro en esa bolsa.

—Ah. —Vuelve a tirar del perro—. Hay que abrirla, entonces.

Wille se agacha y parece dudar un momento, pero después saca la navaja de su funda, coge la bolsa con una mano y hace un rápido corte en el brillante plástico negro con la otra. En cuanto mira dentro, Charles ve que se pone rígido y echa la cabeza hacia atrás.

—Pero ¡qué demonios…! —exclama Wille, girándose.

4

Mona levanta la vista del libro de manera apresurada. Algo parpadea en su interior, como la llama de la vela encendida en la habitación, y mira a su alrededor como si estuviera en busca de algo. Coco está tumbada en su lugar favorito, sobre la alfombra de piel de oveja gris frente al fuego, tan quieta que solo el movimiento de su pecho al respirar evidencia que está viva. Hedda se ha ido a su habitación para estudiar para sus exámenes y el sofá blanco está vacío.

Escucha un sonido rasposo que viene de la ventana. Se trata de un camachuelo común que se ha posado en el alféizar y ahora mira hacia dentro. Da unos pasos torpes hacia un lado y su pecho rojo ilumina el blanco paisaje de invierno. Entonces despliega sus alas y vuela entre los blancos copos de nieve.

Pone el libro en su regazo y se reclina en el mullido sillón, cerrando los ojos y escuchando los sonidos de la vieja casa. Se oyen crujidos en las paredes recién pintadas, un golpeteo en los tablones del suelo y algunos crujidos en las escaleras que suben al segundo piso. Le parecen sonidos agradables y normalmente disfruta de ellos, pero hoy no consigue estar en paz. No puede evitar esa inexplicable sensación de nerviosismo, como si algo estuviera a punto de suceder.

Es muy sensible a ese tipo de cosas. Y desde que se mudó a Vargön hace nueve meses, su intuición se ha hecho todavía más fuerte. Debe ser el efecto de las montañas. Como con su abuela. Ella también presentía cosas. A veces la llamaban loca, pero no puede negarse que a menudo tenía razón. Quizá no sobre las criaturas que decía haber visto en el bosque, pero más de una vez predijo cosas que sucedieron después.

Está contenta de haber vuelto a vivir en Vargön, aunque las cosas no han ido del todo bien en el pueblo en estos meses. Los asesinatos que se han producido en la zona han sido resueltos con éxito, pero se han perdido vidas humanas. El mal engendra el mal, y tal vez eso es lo que está pasando fuera de su casa. No tiene explicación para los desagradables acontecimientos de este verano. Primero fue el sapo muerto, cuyos restos aparecieron esparcidos por el sendero del jardín; luego, el profundo arañazo que apareció de manera misteriosa en el lateral de su coche y que el mecánico asegura que debe haber sido hecho a propósito con ayuda de una herramienta; y, por encima de todo. la alarmante sensación de ser observada. Todavía recuerda las palabras de Anton cuando estaban frente al coche: «¿Has hecho algún enemigo?».

Es posible que el culpable sea Johnny Landström. El viejo mujeriego del pueblo y autoproclamado seductor, un estafador egoísta que la culpa de haberlo perdido todo. Un tipo sin sentido de la responsabilidad que la odia con todo su ser y la mira siempre con recelo.

Coco ronca y cambia de posición, y Mona abre los ojos. Deja el libro para levantarse del sillón y acercarse a la chimenea. Saca un leño de la cesta y lo arroja hacia el fuego moribundo, provocando que salten algunas chispas. Las llamas se apoderan de la madera de abedul blanco y pronto vuelven a arder con fuerza.

Se endereza, coge la taza de té que está en la mesa y la sostiene entre sus manos mientras se acerca a la ventana y mira hacia fuera. Es una vista hermosa. Los ligerísimos copos de nieve caen despacio, formando una fina capa sobre el césped. Pronto será Navidad y va a celebrarla por primera vez en Villa Björkås, su nuevo hogar. Tiene que sacudirse la melancolía. No es propia de ella. Pondrá un maravilloso árbol de Navidad y preparará arenques, mejillones almendrados, albóndigas y jamón para la cena.

Se lleva la taza a la boca y huele el té rooibos, especiado y rojo, mientras se detiene. Entonces frunce el ceño, da un paso hacia delante y entorna los ojos. La nieve cubre el suelo del jardín casi por completo, y sobre ella puede distinguir unas huellas que se alejan de su casa y se adentran en el bosque.

5

Charles mira a Wille. Ha retrocedido de manera tan vertiginosa que por poco se cae de espaldas sobre el borde de hormigón roto, pero Charles ha conseguido que mantuviese el equilibrio poniendo un brazo detrás de él. El olor llega ahora también a la nariz de Charles y este se vuelve hacia la bolsa de plástico. No es muy intenso, pero aun así puede percibir un olor metálico de carne cruda con un matiz dulce y rancio. Da un paso hacia la bolsa y ve algo que brilla a través del hueco creado por el corte de Wille. Es algo blanco que contrasta con el negro de la bolsa. Frunce el ceño mientras se acerca y se queda petrificado.

Es un brazo humano. Puede verse el dorso de la mano, la muñeca doblada y parte del antebrazo. No debe llevar allí mucho tiempo. De lo contrario, el olor sería mucho peor. El agua está bastante fría, pero no lo suficiente como para detener el proceso de putrefacción. Recorre la zona con la vista, como si esperara ver algo en la superficie nevada, pero lo único que ve es la silueta de la antigua fábrica de papel y los coches que ellos mismos han aparcado junto a ella.

Los gemelos intentan controlar a sus perros, puesto que los ladridos y los aullidos han cobrado mayor fuerza ante el deseo de llegar a la bolsa. Charles se vuelve hacia ellos.

—Sacadlos de aquí y metedlos en el coche si no pueden estar tranquilos.

Pär y Ola lo miran con idénticos ojos y bocas abiertas.

—¡Ahora! —grita, y por una vez hacen lo que se les dice sin rechistar. Se dan la vuelta y se alejan del lugar, arrastrando a los renuentes perros tras ellos. Sus chalecos reflectantes amarillos brillan en el paisaje gris, pero la nevada difumina sus contornos cada vez más a medida que se alejan.

—Joder… —dice Wille, y tose y se ajusta el gorro que se le ha resbalado en la cabeza—. Es un brazo de verdad, un brazo de una persona. —Se acerca un paso—. No puede ser —dice, mirando a su alrededor—. No puede ser. Es de una persona de verdad. A alguien le cortaron parte de un brazo y lo tiraron en una bolsa de basura.

Charles se quita uno de los guantes y se cubre la nariz y la boca con él mientras se acerca un poco más con mucho cuidado. De repente, la superficie irregular provoca que la bolsa caiga hacia un lado. El brazo cae al suelo con un ruido sordo y Charles da un salto hacia atrás.

Ahora está frente a ellos. Se olvidan del corzo arremolinado en el agua y se quedan mirando el brazo grotescamente cercenado e hinchado que yace sobre el hormigón cubierto de nieve. Está cortado a la altura del codo. La piel blanca y tensa alrededor de la carne hinchada parece suave y cerosa, y alrededor del hueso expuesto la carne brilla en color rojo. Los dedos están curvados en un arco, como si fuera a causa de un calambre.

Charles piensa que quizá no sea un brazo de verdad después de todo, pero el olor vuelve a subir a sus fosas nasales y ahora nota también que faltan dos dedos en la mano. Se gira y se lleva la mano al estómago, y en ese momento ve algo que se mece en la orilla del muelle.

6

El inspector Anton Asplund mira por la ventana delantera del coche. Era solo cuestión de tiempo que ocurriera algo entre las ruinas de la antigua fábrica de papel. Durante más de un siglo dio trabajo a mucha gente de Vargön, hasta que cerró a finales de la década del 2000 y las máquinas de papel se trasladaron a China y los edificios fueron demolidos. Su abuelo trabajó allí toda su vida. Cuando se enteró de que la chimenea de ochenta y cinco metros de altura había saltado por los aires, Anton creyó ver una lágrima bajo sus pobladas cejas grises. Un símbolo de Vargön y una enorme parte de su vida habían desaparecido. Ahora no queda mucho. Solo los cimientos de hormigón sobresalen del suelo, como si fueran un asentamiento postapocalíptico. La zona está llena de agujeros, algunos lo suficientemente profundos como para tragarse a un humano, y los restos de las viejas escaleras se balancean de manera precaria con el viento.

Mira el paisaje gris y blanco a su alrededor. La naturaleza ha hecho todo lo posible por imponerse. El sol, el viento y el frío han desgastado las superficies, y algunas plantas se abren paso a través de las grietas y hendiduras. Los creativos grafiteros han utilizado las paredes como lienzo y sus coloridas obras de arte miran hacia el caudaloso río.

Lo único que sigue en pie es el antiguo edificio de oficinas y el edificio de Vargporten. Y lo que el tiempo y la naturaleza no han destruido, los jóvenes de la zona hacen lo posible por terminar con ello.

Él mismo estuvo en el edificio cuando era joven y está seguro de que su hermano Wille pasaba mucho tiempo allí. En verano, los árboles y otras plantas se aferran a los ladrillos rojos y se cuelan por las juntas, pero ahora parecen solo esqueletos alrededor del edificio en ruinas que una vez fue tan majestuoso.

Antes había un cartel que advertía a los visitantes de que entraban bajo su propia responsabilidad, pero ya no está. La advertencia tenía mucha justificación, puesto que abundan los lugares peligrosos por aquí. Además, no hay barandillas que puedan proteger de las corrientes de agua, las cuales pueden ser extremadamente rápidas.

—¿Sabías que está en venta? —pregunta su compañera Bodil, señalando con la cabeza hacia el edificio—. Sería algo para ti, que te gusta construir y renovar.

Anton se vuelve hacia ella y suelta una carcajada.

—Estás loca —contesta, soltando el acelerador y mirando el edificio. Aunque quizá no sea una idea tan absurda después de todo. Todavía puede ver la belleza de ese viejo edificio de dos plantas, desgastado y con ventanas rotas cubiertas con láminas de madera contrachapada. El ladrillo rojo con patrones de color amarillo y el techo de tejas con su cornisa china y sus cúpulas salientes. Y el majestuoso balcón sobre la entrada desde el cual el gerente hablaba a los trabajadores de la fábrica.

Tal vez si estuviera en algún otro lugar, pero ¿quién va a comprarlo ahora? Todo ha sido vandalizado. Anton estuvo dentro del edificio hace solo un año, cuando los avisaron de que allí se ocultaban algunos niños refugiados no acompañados. Fue algo penoso ver la destrucción innecesaria. Los cristales rotos de las ventanas estaban esparcidos por las habitaciones, los lavabos de porcelana habían sido despegados de las paredes de azulejos en el interior de los aseos, las puertas habían sido destruidas a patadas y el majestuoso suelo de madera estaba desconchado y manchado de humedad.

Sería un sueño renovar un edificio como ese porque ya no los construyen así. Solo espera que, cuando alguien decida comprarlo, reciba la atención y el cuidado que merece. Observa la hermosa puerta principal con sus ladrillos rojos y amarillos, coronada por una imagen de un lobo gris saltando sobre un cauce de agua. Alrededor de la imagen puede leerse «Wargöns Aktiebolag» en letras verdes sobre un fondo rojo. Le impresiona ver lo bien conservado que está y se pregunta cómo ha podido permanecer intacto a pesar de los estragos del tiempo y la destructividad de los jóvenes. Es como si nadie o nada se hubiera atrevido a tocarlo.

Aparta la mirada del edificio y conduce despacio por el terreno irregular. Detiene el coche y ve a sus colegas vestidos con monos azules, botas negras y gorros que les cubren las orejas. Algunos se han tapado también la nariz y la boca para protegerse del frío, de modo que solo se les ven los ojos. En las barreras exteriores, detrás de las cintas de color azul y blanco, hay un grupo de gente mirando hacia ellos. La zona acordonada es bastante grande, pero el agua ofrece una barrera natural para mantener alejados a los curiosos.

Anton y Bodil caminan hacia la orilla. El zumbido del taller de fundición y el rugido del río crean un vigoroso ruido de fondo. Los técnicos forenses parecen estar congelándose y su jefa, My, se baja el gorro sobre el abultado pelo negro. Tiene la nariz roja de frío y se frota las manos para calentarse.

—Qué bien que ya estáis aquí —dice, mirando a ambos, y se vuelve hacia el río y señala con la mano—. Hemos encontrado cinco bolsas más que estamos tratando de sacar. —Hace una pausa y vuelve a mirar a sus dos colegas—. Por cierto, hemos enviado a Charles, William y los gemelos Göransson a casa justo después de tomarles las huellas de los zapatos. Es duro ver algo como esto, y además estaban cansados y con frío después de haber estado persiguiendo al corzo atropellado.

Anton asiente con la cabeza, pensando que ella también parece cansada, incluso antes de haber empezado.

—Pero tenemos un montón de pistas y huellas en la nieve que hace falta examinar más a fondo. Podrían ser rastros del asesino —dice My, asintiendo con la cabeza—. Debemos darnos prisa antes de que la nieve destruya nuestra oportunidad de asegurarlas.

7

La nieve ha dejado de caer ahora que Mona camina a través del aparcamiento hacia el hotel Casa Ronnum. Un manto blanco cubre los verdes y bien recortados bojes, y el edificio amarillo destaca contra el cielo azul, que hace una hora aún era gris.

Se ciñe más la bufanda negra de cachemira y se apresura a subir por el sendero en el que la nieve ha sido retirada. Durante los últimos años ha pasado el invierno en Marbella, así que casi ha olvidado el frío que hace en Suecia en esta época del año.

Tan pronto como entra, siente la calidez del interior. Se quita la nieve de las botas de curling y mira a su alrededor. En las ventanas del pasillo que baja al restaurante cuelgan unas flores de Pascua rojas, y también hay un árbol de Navidad ataviado con brillantes adornos y luces centelleantes y varios regalos bellamente envueltos alrededor de la base.

La puerta del comedor Von Trier se abre de golpe y la gerente del hotel, Anki, se acerca a ella.

—¡Hola, Mona! —grita ella, con su flequillo alto meciéndose a cada paso—. ¿Tienes hambre? —pregunta, señalando el restaurante—. Hoy tenemos tortitas de carne picada y yo sí que necesito algo de comer. Ha sido un día muy agitado.

—Sí, eso parece. El aparcamiento estaba llenísimo. —El único lugar que Mona ha podido encontrar estaba en el extremo más alejado, y ha tenido que subir el coche a un banco de nieve—. Por suerte, tengo un Land Rover con tracción en las cuatro ruedas —dice, y suelta una risa—. Pero no, gracias. No tengo hambre —continúa, mirando a Anki mientras esta se acerca a la ventana y endereza una de las flores de Pascua—. He desayunado muy tarde. Pero puedo hacerte compañía. La verdad es que quería pedirte prestada una cacerola grande, porque voy a invitar a un grupo de amigas a comer bullabesa.

—Por supuesto —contesta Anki, señalando con la mano hacia la cocina—. Puedes llevártela. Pero primero, a comer.

Caminan hacia el restaurante y Anki va un paso por delante, vigilando cada detalle para asegurarse de que todo marcha bien en el local. Mona piensa que tenía razón. No podrían tener una mejor gerente que Anki. Aunque es una pena que la dirección haya tardado tantos años en darse cuenta. Hizo falta un gerente degenerado y la recomendación de Mona para que le ofrecieran el trabajo a Anki. Ahora que ella está a cargo, las cosas van mejor que nunca.

El sonido de la vajilla y las voces hacen eco en el restaurante mientras pasan entre las mesas llenas. Anki saluda a una pareja en una de las mesas y después le hace una señal a una camarera vestida de negro para indicar una mesa libre en el extremo más alejado, hacia la zona de la terraza que está cerrada en invierno.

—¿Y por qué hay tanta gente? —pregunta Mona, una vez que las dos se han sentado y Anki recibe un plato de humeantes tortitas de carne picada, patatas hervidas y arándanos rojos crudos—. Es casi la una y media. Lo peor de la hora del almuerzo ya debería haber pasado, ¿no?

Anki se lleva un trozo de carne a la boca y levanta la vista del plato.

—¿No te has enterado? —contesta, y se relame un poco de salsa de la boca—. Charles y Wille han encontrado un cadáver cerca de la fábrica, y la policía y todos los curiosos que estaban allí han venido a comer aquí.

—¿Qué dices? —exclama Mona, mirándola fijamente.

—¿Cómo es que no te has enterado? —Anki coge un trozo de patata con su tenedor y lo remueve en la salsa—. Estaban en busca de un corzo herido que había sido atropellado, y encontraron una bolsa de basura y la sacaron del río.

Una vez que levanta la vista, Mona mira sus ojos maquillados con rímel azul aciano.

—Había un brazo en la bolsa.

—¿Un brazo? —repite Mona de manera enfática, y Anki asiente con la cabeza.

—Sí, un brazo cortado hasta aquí. —Deja el tenedor para indicar con la mano la mitad del antebrazo—. Y ahora todo el mundo está aquí para calentarse o para comer algo.

Mona asiente. Sabe que la antigua fábrica está a pocos kilómetros.

—Creo que también había otras partes del cuerpo en la bolsa, aunque no sé cuáles. Pero no estaba todo el cuerpo. La policía sigue buscando en la zona —explica, y traga un bocado con ayuda de un sorbo de agua—. Tendrás que preguntar a Anton sobre eso. O tal vez también a Wille y a Charles.

—Sí, eso haré —responde, y luego baja la voz—. ¿Han encontrado la cabeza?

Anki niega con la cabeza.

—No, parece que no.

—Es típico que haya desaparecido. Hace más difícil la identificación de la víctima.

—Sí —contesta, apoyando los codos en la mesa para inclinarse hacia Mona—. Pero hace un rato pude oír a los policías. —Señala con la cabeza una de las mesas junto a las ventanas—. Estaban diciendo que es un hombre adulto. —Está a punto de coger comida con el tenedor, pero se detiene en seco y mira a Mona—. Y también los oí decir que a la mano le faltaban dos dedos. —Coge comida con el tenedor—. Parece que hay más bolsas en el río, así que el resto del cuerpo debe estar allí. Supongo que también la cabeza.

Anki sigue hablando, pero su voz se pierde en el ruido del restaurante. Lo único que Mona oye una y otra vez en su cabeza es que a la mano le faltan dos dedos.

8

El olor a sudor impregna las paredes y el eco de los golpes en las manoplas resuena en el pasillo. Las voces y los gemidos debidos al esfuerzo se mezclan con la música que sale de los altavoces. A Hedda no le agrada mucho el gangsta rap, pues le parece una basura sexista que además romantiza la violencia y el crimen.

Al pasar por delante del ring, recibe una mirada agria de Amir. «Joder, tío, supéralo. Ya me he disculpado», piensa, devolviéndole la mirada. Está actuando como una maldita diva. Una ceja cortada no es nada para llorar. Tienes que estar preparado para este tipo de cosas si de verdad quieres dedicarte al thai boxing. Debería agradecérselo. La cicatriz no ha arruinado su cara, como él dice. Al contrario, lo hace parecer un poco más interesante que antes, porque se veía como un futbolista italiano con el pelo lleno de gel.

Saluda a Kajan con la cabeza cuando este pasa por delante de ella y mira su cuerpo con admiración. No tiene ni un gramo de grasa. Solo músculos duros y una determinación que la hace difícil de vencer. El pobre Amir también fue noqueado por ella y después de eso no le habló durante meses. Sonríe y entorna los ojos para mirarlo. No lo había pensado antes, pero es obvio que eso es lo que le duele más: que una chica le haya dado una paliza.

Aquella patada en la cabeza le valió una suspensión durante un mes, pero al fin ha vuelto. Al principio pensó en largarse a otro club. El entrenador se plantó frente a ella con su reluciente conjunto Adidas negro para gritarle indignado que la echaría si volvía a hacer algo así. Mientras el tipo salpicaba saliva frente a ella, estuvo a punto de decirle que podía coger su club y metérselo por el culo. Pero, al final, se contuvo y dijo que lo tendría en cuenta en el futuro.

En realidad, no quiere entrenar en ningún otro sitio. Este es su club. Es su sudor el que se ha secado en esos guantes y sus gritos de esfuerzo los que han rebotado en las paredes. Y es su sangre la que se ha secado en la lona. No se rindió. Decidió quedarse. Nunca lo había hecho. Sonríe. ¿Eso significa que está madurando?

Acerca la mano a la puerta del vestuario, la abre de un tirón y entra. El vestuario de mujeres solo tiene diez taquillas, cinco en cada lado, una de las cuales tiene una portezuela rota que se ha aflojado y que ahora cuelga de una bisagra.

Arroja su bolsa en uno de los armarios, se sienta en el banco y se quita los zapatos. Siente el suelo fresco a través de sus pies descalzos y oye el goteo de agua en el interior de la ducha. Hace solo seis meses toda esta suciedad le parecía algo casi normal. El moho negro subiendo por la pared y la cortina de la ducha aferrándose a los pocos ganchos enteros. O la alfombra que se ha despegado de la juntura y la ventana del patio que tiene una grieta en el cristal. Pero, después de mudarse con Mona y tener un cuarto de baño del tamaño de todo el vestuario, con azulejos y suelos cálidos y gruesas toallas de rizo, ha empezado a ver el mundo de otra manera.

De repente, nota que alguien mueve la puerta desde fuera y levanta la mirada. Frunce el ceño de inmediato, pues no suele venir nadie a este vestuario. No hay muchas chicas en este club de thai boxing y, además, a estas horas suelen estar solo ella y Kajan. Mira la puerta sin parpadear mientras esta se abre.

9

Anton está de pie en el punto más alejado de la plataforma de hormigón, frente al río Göta. El sol resplandece en el agua y las corrientes danzantes forman dibujos en infinitas combinaciones sobre la superficie. Escucha el sonido del agua corriendo y, de vez en cuando, las voces de sus colegas llamándose entre ellos. Entonces gira la cabeza y ve a Bodil caminando hacia él.

—¿Qué te parece? —dice ella, una vez que está cerca. Se pone a su lado y él percibe su olor a corral, a diésel y a tabaco mientras ella se mete las manos en los bolsillos de los vaqueros, dejando los pulgares fuera. Su pelo, cortado en casa, se levanta con el viento frío. No lleva ni gorro ni guantes, y la chaqueta le cubre apenas hasta la cintura y no parece muy abrigadora.

—¿No tienes frío? —le pregunta, rodeándola con el brazo para acercarla—. ¿Quieres que te preste mis guantes?

—Eh, no, nada de eso —contesta, encogiéndose de hombros—. Debo tener algo de vikinga.

Anton asiente con una sonrisa. Sabe que, por mucho que Bodil se estuviera congelando, nunca lo admitiría. No le gusta quejarse. Una vez fue al trabajo con una fiebre de casi cuarenta grados. Anton la llevó de vuelta a su casa, una granjita en Lilleskog, y la cargó en brazos, a pesar de sus protestas. Dos minutos después de ponerla en la cama, se quedó dormida con una respiración pesada. Él se quedó mirándola un rato. Tenía las mejillas enrojecidas por la fiebre y se había hecho un ovillo bajo las sábanas. Su instinto protector se despertó al verla tan vulnerable, así que esa noche se quedó a cuidarla y desde entonces tienen un vínculo especial.

Bodil se libera de su abrazo y se ajusta las gafas, cuya patilla derecha sigue pegada con cinta adhesiva. Según ella, la cinta adhesiva es un regalo de Dios y la utiliza para casi todo, desde arreglar gafas hasta reparar muebles y arreglar el espejo retrovisor. Incluso la ha visto remendar sus zapatos con ella alguna vez. Sin duda es una herramienta práctica, pero no muy agradable a la vista.

—¿Sabías que el río Göta transporta un mayor volumen de agua de aquí a Gotemburgo que cualquier otro río de Suecia?

—Sí —asiente Anton—. Tiene un caudal impresionante.

—No es una coincidencia que el perpetrador haya tirado las bolsas justo aquí —dice, volviéndose hacia él—. Creo que pensó que la corriente se las llevaría y que luego el río se cubriría de hielo y nadie encontraría el cuerpo hasta el año que viene, y para entonces ya habría desaparecido.

—Tienes razón —contesta Anton—. No debe haber previsto que las corrientes del fondo serían tan fuertes que arrastrarían las bolsas hacia la orilla. Pero eligió bien. Es un lugar apartado y no hay mucha gente en una oscura y fría tarde de diciembre. Además, no podremos encontrar rastros de él, porque ya deben haber quedado escondidos bajo la nieve que ha caído.

—Sí, es una mierda que haya nevado ahora —comenta Bodil—. No importa lo que hagamos, estamos jodidos.

Anton se vuelve hacia ella.

—¿Qué quieres decir?

—O cae más nieve, o se derrite. Pero, en cualquier caso, no podremos conseguir nada.

Él asiente y escucha unas voces entusiasmadas. Se da la vuelta y ve a dos forenses caminando hacia ellos. Llevan consigo una bolsa negra. Parece pesada y la colocan con cuidado sobre una lona que han extendido en el suelo. Le lanza una mirada a Bodil y ambos se acercan a mirar.

Este hallazgo parece idéntico al primero. Una bolsa negra dentro de otra, muy bien cerrada con tres lazos. My está de pie al lado de la bolsa, con un cuchillo en la mano. Duda un momento antes de hacer un rápido corte en el plástico negro. Entonces se agacha parar mirar. Guarda silencio por un momento y luego se dirige a ellos.

—El tronco —anuncia, y vuelve a mirar la bolsa, arruga la nariz y abre despacio la abertura con el cuchillo—. Y parece que los intestinos están debajo, en el fondo de la bolsa.

Anton asiente con la cabeza.

—Es de un hombre —continúa My.

Anton está a punto de decirle que ya lo saben, pero cambia de opinión. Hay partes mutiladas en las bolsas, pero aún no pueden asegurar que sean todas de la misma persona. Son varias bolsas y durante la búsqueda podría resultar que hay restos de más de una persona bajo la superficie oscura y arremolinada del agua.

10

—¿Puss? —dice Hedda sorprendida. Se levanta y mira a la mujer que está ahora en la puerta. La mujer le sonríe y Hedda ve que las pesadas pestañas postizas le ocultan los ojos negros rasgados casi por completo. Pero da lo mismo. De todos modos, nunca se puede interpretar nada de los ojos inexpresivos de Puss.

Puss da unos pasos y el sonido de sus botas con tacones de acero es amortiguado por la moqueta de plástico que cubre el suelo de los vestuarios.

—¡Hola, Hedda! —dice—. Long time, no see.

Las botas le cubren hasta arriba de la rodilla y se puede ver una parte de piel bronceada entre estas y la ajustada falda negra que lleva. «Debe tener frío», piensa Hedda, pero luego se recuerda a sí misma que no hace mucho tiempo que ella también se vestía así. Además, se trata de Puss, una mujer cuyo cuerpo ha sido sometido a tanto dolor y maltrato que le debe traer sin cuidado si se le enfría el coño.

—Sí, ha pasado mucho tiempo —contesta, y entonces se acerca a ella para darle un abrazo. Siente su cuerpo duro y huesudo a través de la gruesa chaqueta de piel, que es una talla más grande de la que le corresponde. Su perfume tiene un aroma peculiar que, según Puss, es un afrodisíaco chino. No huele mal, pero tampoco es un aroma agradable. Es un olor raro. Un poco fuerte y almizclado. En todo caso, nada emocionante.

Puss no le devuelve el abrazo y Hedda se aleja de ella.

—¿Cómo me has encontrado? —le pregunta.

Puss se encoge de hombros y recorre el vestuario con la mirada.

—Como si fueras a dejar de entrenar.

—Cierto —responde Hedda. En realidad, tiene sentimientos encontrados al verla. No es por Puss, sino porque trae consigo una parte de su antigua vida que preferiría olvidar. Pero también porque no sabe qué la trae por aquí. Puss no es el tipo de persona que venga solo a saludar. Debe haber algo más.

—¿Vas a empezar a entrenar? —pregunta.

Puss se ríe, mostrando una hilera de dientes tan blancos como la nieve. Aunque, en realidad, no son suyos, pues ya los ha perdido casi todos.

—¿Por qué iba a hacerlo? Nadie se mete conmigo.

Hedda sonríe. Tal vez tenga razón en eso. Ya la ha visto pelear. Ha visto esa mirada enloquecida y casi lujuriosa, como si disfrutara torturando a otra persona. No mide más de un metro y medio y debe pesar apenas cuarenta kilos, pero cuando pelea lo hace sin inhibiciones ni reglas. Además, parece como si no sintiera dolor.

—Entonces, ¿qué quieres? —pregunta Hedda, dándose la vuelta para coger sus guantes de boxeo y ponérselos.

Puss le lanza una sonrisa, mira sus manos y después levanta la vista de nuevo.

—¿Y te va bien ahora?

Hedda asiente en silencio y se detiene. Mira el cuerpo que se asoma bajo el abrigo abierto. Puss parece más delgada y pequeña que nunca. Recuerda el día en que la encontró en el suelo del camerino del club de striptease. Estaba allí tirada en un montón de boas de plumas, sujetadores charolados y zapatos de tacón de aguja, inconsciente. Ninguna de las otras chicas había notado que se había desmayado hasta que Hedda les pidió ayuda.

Entre todas la llevaron hasta la ducha. Su diminuto cuerpo estaba totalmente fláccido y frío. Era como una masa muerta de carne y hueso. La pusieron en el suelo de la ducha y le lavaron la suciedad y el vómito. Luego la enviaron a casa en un taxi y todas volvieron al trabajo como si nada hubiera ocurrido.

—¿Y qué quiere esa vieja Schiller contigo? —pregunta Puss de repente.

Hedda baja las manos, inclina la cabeza y entorna los ojos. No le gusta la dirección que está tomando esta conversación.

—Mona es una tía genial, para que lo sepas.

—Ah, ¿sí? —contesta, mirándola a los ojos y metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta de piel—. Sí sabes que la gente habla de ti, ¿verdad?

—¿Hablan de mí? —Hedda frunce el ceño—. ¿Qué demonios quieres decir?

Puss se encoge de hombros.

—Ya sabes.

—No, no sé.

—Ah, da igual. —Hace una pausa—. Además, su hijo ha estado en el club.

—¿Su hijo? —Hedda menea la cabeza sin comprender.

—Sí, Wille.

—Vale. —Gesticula con las manos—. ¿Y qué me importa si va a un club de striptease?

—Preguntó por Belinda, y a ella no le gustan ese tipo de cosas.

Hedda pone una mano en el armario. Se pregunta qué diablos está haciendo William si sabe que no debe tratar con Belinda Bauer. Cierra el armario con un golpe.

—¿Así que has venido a hablar de Wille?

Puss retrocede un paso y se tambalea, ya que un tacón se ha enganchado en la moqueta. Mueve el pie y se mantiene firme con las piernas bien separadas.

—No. No he venido por él. Ese tipo me importa una mierda. He venido a preguntarte algo.

—¿Qué?

—Belinda quiere saber…

—¡Para! —la interrumpe Hedda, levantando la mano. Así que por eso ha venido Puss. Belinda la ha enviado—. No voy a volver al club. Nunca. Me he retirado de esa mierda y ella tiene que entenderlo.

—Pero…

—No —dice mientras coge la toalla y se la cuelga al cuello. Deja a Puss y sale al pasillo. El entrenador está esperándola con la manopla en la mano. Hedda da un par de saltos y ve por el rabillo del ojo que Puss atraviesa el pasillo sobre sus altos tacones, y entonces ella se precipita hacia el entrenador para liberar toda la ira que ha acumulado.

11

Casi sale vapor de los cuerpos que ahora están dentro de la sala de reuniones de la comisaría de Trollhättan. Han dejado sus gruesas chaquetas en los respaldos de las sillas y muchos tienen las mejillas rojas por el calor, después de haber pasado varias horas en el frío. En el centro de la mesa hay tres cajas de pizza. Anton se pone detrás de Bodil y se inclina sobre ella para coger un trozo de pizza Vesuvio. Da un gran bocado mientras vuelve a su silla. El estómago le ruge de hambre y se alegra de que hayan comprado algo para comer en el camino de vuelta.

Se lleva a la boca el borde duro del trozo de pizza mientras la inspectora Petra Tallberg entra en la habitación. Sus tacones repiquetean en el suelo mientras camina a lo largo de la mesa para sentarse en el extremo más corto. Se ajusta las gafas, echa un vistazo a su teléfono móvil y se vuelve hacia ellos.

—¿Puedes empezar? —le pregunta a My.

My asiente y se limpia la boca con una servilleta. Mientras empieza a hablar, Anton se queda mirando a Petra y piensa que al menos podría haberles agradecido que hayan ido un domingo. Es verdad que este trabajo trae consigo horarios inconvenientes, pero una jefa debería mostrar respeto por su personal. Está claro que no es su fuerte.