La soga de la deshonra - Kamilla Oresvärd - E-Book

La soga de la deshonra E-Book

Kamilla Oresvärd

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Beschreibung

El oscuro pasado de Mona Schiller la ha alcanzado y la relación con su hijo Anton, que es inspector de policía, es cada vez más tensa. Cuando una vieja amiga y excompañera de Mona la llama y le pide ayuda para encontrar a su hija Sophie, ella no tarda en empezara a investigar. Pronto descubre que no es la primera vez que Sophie desaparece. Al mismo tiempo, a Anton le asignan la investigación de una muerte misteriosa. Una joven se ha ahorcado en un árbol fuera de una iglesia. La chica no llevaba documentos de identidad y tampoco está en el sistema de desaparecidos. Todo indica que es un suicidio, hasta que el forense señala que la joven estaba muerta antes de ser ahorcada. ¿Dónde está Sofie y por qué ha desaparecido? ¿Y quién es la chica misteriosa? “La soga de la deshonra” es el cuarto libro sobre la Mona Schiller.

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LA SOGA DE LA DESHONRA

Kamilla Oresvärd

Traducción de Osvaldo Rocha

1

El empapelado púrpura de la habitación relucía como si tuviera hilos dorados entretejidos en los patrones. Las cortinas echadas impedían el paso de la luz, pero los luminosos números rojos del radio reloj indicaban que era mediodía.

Una pintura al óleo colgaba sobre la cabecera. A la tenue luz de la lámpara, pude ver a la mujer del cuadro. Estaba sentada bajo un árbol, vestida con un ligero vestido blanco y tenía un cachorro en el regazo. Parecía tan apacible. Como si nadie pudiera llegar jamás a ella.

Cerré los ojos e intenté imaginar que era yo la que estaba sentada bajo el árbol en lugar de estar acurrucada entre las sábanas sucias. Me dolía el cuerpo y, con la lengua, podía sentir los dientes delanteros que se habían soltado. Había sobrevivido una vez más.

2

Las frambuesas han pintado la crema de rosa y el merengue se ha vuelto chicloso, pero a Gustav Stark no parece importarle, así que se zampa los últimos restos de la pavlova que Mona horneó el fin de semana pasado. Está sentado a la mesa en la amplia cocina de Villa Björkås y a su lado, en el suelo, está Coco. La perra observa con atención cada uno de sus movimientos. La mano de Gustav está un poco temblorosa y, en ocasiones, se le cae la comida al suelo. Pero Mona sospecha que esto no se debe a su edad, sino más bien al hecho de que le cuesta resistirse a los ojos suplicantes de Coco.

Sonríe y se vuelve hacia la ventana para mirar hacia fuera.

—Oh, no. Está nevando —dice, sorprendida al ver los grandes copos blancos que se arremolinan en el aire.

—Típico de abril —comenta Gustav, y se lleva la cuchara a la boca y mastica—. Se avecina una tormenta.

Mona asiente. Nunca se sabe con el caprichoso mes de abril. Un día brilla el sol y al día siguiente hay una nevasca. Pone la taza en la cafetera y, mientras espera, mira la tormenta de nieve, que ahora cae con mayor intensidad. Contempla la pasarela sobre el estanque, que ha quedado cubierta de nieve, y los patos escondidos entre los juncos.

Entonces se pasa un dedo por la cicatriz que tiene en la sien, pero baja la mano casi al instante. Parece que se ha convertido en una mala costumbre. Los siete puntos de sutura han desaparecido y la herida se ha curado, aunque sigue estando roja y la piel se tensa cada vez que la toca. Pero podría haber sido mucho peor.

—¿Todo bien? —pregunta Gustav, y da un fuerte sorbo a su café.

La pregunta saca a Mona de sus pensamientos y se vuelve hacia él.

—Sí, sí, todo bien —contesta, intentando sonar más animada de lo que se siente en realidad.

Gustav asiente lentamente con la cabeza y dice:

—¿De verdad? —Las llamas de las velas brillan en sus ojos oscuros coronados por gruesas cejas.

Mona siente como si el viejo Gustav pudiera leerle el pensamiento, así que aparta la mirada. Tiene razón. No está bien. Aunque hayan pasado cuatro meses desde el asesinato de Pierre y el ataque en su casa, está lejos de superarlo. Nadie lo ha superado. O tal vez solo Gustav, a pesar de que él también resultó afectado. Por suerte, él y Coco estaban ilesos cuando los encontraron, encerrados en una de las jaulas de la antigua clínica veterinaria que él conserva en su sótano.

Confiaba en que tendría muchos años para encontrar una manera efectiva de protegerse a sí misma y a sus seres queridos de Alexander. Pero se equivocó. Cometió el error de relajarse al creer que estaba a salvo, y eso le costó la vida a su mejor amigo.

—Bueno, no, no todo está bien —dice, cogiendo la taza de la cafetera, y se sienta a la mesa—. Creo que es peligroso ser amigo mío.

—Sí, en eso tienes razón —asiente él—. Desde que volviste a Vargön, no ha habido un momento de calma en este pueblo. Sin embargo, yo diría que las ventajas superan a las desventajas.

—¿A qué te refieres? —pregunta ella, inclinando la cabeza.

—Dejando todos los horrores a un lado, la vida en el pueblo se ha vuelto mucho más entretenida desde que volviste.

Mona sonríe, contenta de escuchar esas palabras, aunque no se sienta convencida de que quedarse en Vargön sea lo mejor. Pero ¿cómo podría dejarlo todo? No quiere vivir sin sus hijos. Aunque Anton parece alejarse cada vez más de ella. Tampoco quiere dejar su hermosa casa ni a sus amigos ni a Hedda, quien se ha convertido casi en una hija para ella. Se le revuelve el estómago al pensarlo. Mira a Coco, que sigue mendigando delante de Gustav. Pero la dolorosa verdad es que no importa si se queda o si se va: Alexander siempre la encontrará.

El sonido de su teléfono móvil irrumpe en el silencio y Mona se levanta de inmediato, agradecida de que se hayan interrumpido sus ominosos pensamientos, para acercarse a la encimera de la cocina. En el exterior, se puede ver que el cielo se ha vuelto de un oscuro gris acerado mientras la aguanieve repiquetea contra la ventana. A la luz de una de las farolas, Mona ve una figura que camina por el parque, con los hombros encorvados y la cabeza inclinada hacia delante para protegerse de la lluvia y el ventarrón, pues parece un viento cortante. La tormenta de la que hablaba Gustav estará muy pronto sobre ellos.

Al levantar su móvil, ve que se trata de un número desconocido. Con la luz de las velas parpadeando sobre la mesa, observa por el rabillo del ojo que Gustav se ha inclinado para acercar a Coco un trozo de merengue. Entonces acepta la llamada.

—Mona Schiller —responde.

3

La música retumba en sus oídos y los bajos palpitan con fuerza en su cuerpo mientras Hedda Magnusson recorre el camino de acceso hasta Villa Björkås y se detiene. Cuando apaga el motor, la música cesa y solo se oye el golpeteo de las duras gotas de lluvia en el techo del vehículo. Se queda allí, inmóvil, con las manos en el volante y mira hacia fuera. La nieve ha desaparecido, dando paso a la lluvia, que hace bullir el agua del estanque. La gran casa blanca se alza majestuosa frente a sus ojos.

Se aparta un largo mechón de pelo oscuro de la mejilla y levanta las muletas que ha puesto en el asiento del copiloto. En unas pocas semanas más le quitarán ese maldito yeso. Es la segunda vez que tiene que llevarlo, después de haber estropeado las dos fracturas operadas mientras hacía thai boxing. El médico se enfadó con ella y la regañó porque era demasiado pronto para volver al ring. Pero tomarse las cosas con calma nunca ha sido lo suyo. Por suerte, se trata del pie izquierdo, así que aún poder conducir.

Respira hondo y abre la puerta del coche. El ventarrón sopla con fuerza y la obliga a empujar la puerta abierta con el brazo para poder salir. Siente las frías gotas de lluvia, y entonces sube los hombros, pone las manos en las muletas y cierra la puerta del coche con el codo.

Maldice al resbalar sobre la grava, pero recupera el equilibrio de inmediato y continúa. El corto trayecto hacia las escaleras de la entrada es suficiente para que la lluvia le moje hasta la piel. Tirita de frío.

Solo quiere entrar, darse una ducha caliente y meterse en la cama bajo el grueso edredón para ver una película. Necesita despejar la mente. No tanto por el pie, pues este se curará, sino por la traición de Belinda Bauer.

Sube la escalera de piedra, que el agua pluvial ha oscurecido. El frío viento agita su larga cabellera y la azota contra su espalda. Le resulta una locura pensar que Belinda sea su madre. Ha estado más de un año en su vida sin decir una palabra al respecto. Y no solo ha estado allí todo ese tiempo, sino que consiguió hacerla trabajar como stripper en sus clubs. ¿Qué clase de madre haría eso? Solo una que está podrida por dentro.

Finalmente abre la puerta y entra en el calor de la casa.

—¡Hedda! —grita Mona—. ¿Eres tú?

—¡Sí! —responde, sentándose en el sofá del vestíbulo, y coge su zapato mojado para tirar de él.

Coco viene a saludarla y poco después llega Mona, trayendo consigo el aroma de un perfume especiado.

—Espera, déjame ayudarte —dice, agachándose para quitarle el zapato, y lo pone en el zapatero—. Oh, por Dios —dice, mirando a Hedda—. Estás toda empapada.

El pelo de Hedda gotea y hay chorros de agua bajando por su rostro.

—Lo sé —responde, mirándose los pantalones de chándal en color gris, que ahora lucen oscuros por la humedad—. Está lloviendo a cántaros.

—Sí —dice Mona, cogiendo una toalla del aseo de invitados. Se la entrega a Hedda y se alisa el flequillo rubio. Hedda se seca la cara y, al momento de bajar la toalla, se encuentra con la mirada de Mona.

Mona tiene un brillo especial en esos ojos azules cuando dice:

—He aceptado un nuevo encargo.

4

La tormenta de ayer ha pasado por completo, dejando un cielo limpio y azul. Mona aparca el coche frente a la villa blanca de Strömslund, en Trollhättan.

—Allí vivíamos —dice ella, con el sol brillando en una de las ventanas ajimezadas.

Hedda asiente y levanta la vista hacia la casa, una hermosa villa de principios del siglo pasado con verandas acristaladas tanto en la planta baja como en la planta superior.

—Vaya —dice, meneando la cabeza—. Ahora me doy cuenta de que nunca he estado en este barrio. Y he vivido en Trollhättan toda mi vida.

—¿De verdad? —dice Mona, sorprendida, dirigiendo la mirada hacia un ciclomotor eléctrico de color rosa que está aparcado junto a los coches en la amplia entrada del garaje. Parece normal aquí, pero en el otro lado de la ciudad, donde creció Hedda, sería un ave rara.

—¿Crees que sea de Sophie? —pregunta Hedda, al notar lo que Mona está mirando.

—Puede ser —dice, mirando a Hedda de soslayo. Ahora parece estar de acuerdo en que el encargo vale la pena, pero al principio no lo vio de esa manera. Dijo que se trataba solo de «una mocosa que se había olvidado de avisar» o «una adolescente malcriada que solo piensa en sí misma».

Sin embargo, aunque Sophie sea una chica malcriada, sus padres están preocupados. A tal punto que incluso han decidido contratar sus servicios para encontrarla. Hay muchos padres y madres a los que les da igual dónde estén sus hijas, pero está claro que los Öberg no son de ese tipo. Solo por eso merece la pena aceptar ese encargo. Además, necesitan el trabajo. No por el dinero, desde luego, sino porque es la mejor manera de mantener la mente ocupada.

Mona abre la puerta del coche.

—¿Vamos? —pregunta, y Hedda asiente. El sol le calienta el rostro mientras camina por el amplio sendero del jardín. Observa a Hedda. El yeso en su esbelta pierna parece pesado, pero consigue avanzar con agilidad y pulsa el timbre de la casa.

La puerta se abre y aparece Susanne Öberg con una blusa de cuello lavallière en color blanco marfil y una chaqueta negra. Se ve tal y como la recuerda Mona. Alta y esbelta. Incluso lleva el mismo estilo de pelo corto.

—Me alegro de volver a verte después de todos estos años, aunque hubiera preferido que fuese en mejores circunstancias —dice Mona, entrando en la casa.

—Han pasado dieciséis años —contesta Susanne, mirándola de arriba abajo—. Fue en el Tribunal de Distrito de Vänersborg, ¿te acuerdas? Eras jueza de primera instancia y yo era la abogada defensora. Mi cliente fue condenado a dos años de prisión por abuso de confianza con agravantes y fraude de contabilidad. Además, se le prohibió hacer negocios durante cinco años.

Mona suelta una carcajada.

—Pero qué buena memoria tienes —exclama, extendiendo la mano—. Ella es Hedda, mi colega en el despacho.

—Encantada —dice Susanne, estrechando la mano de Hedda—. Pero ¿qué ha pasado? —Las mira con aire de preocupación—. Tú, con ese pie —le dice—. ¿Y tú? —Se vuelve hacia Mona—. Tu nueva carrera parece algo peligrosa.

Mona se lleva una mano a la sien. Se ha maquillado sobre la cicatriz y ha intentado cubrirla con el pelo, pero a Susanne no se le escapa ningún detalle.

—Nada de qué preocuparse —contesta con una sonrisa, aunque Susanne tiene razón. Su trabajo ha sido peligroso más de una vez.

Susanne se queda mirándola un momento y luego se encoge de hombros. Entonces la siguen a través del amplio vestíbulo.

—Tengo que ir al trabajo después de nuestra reunión —explica—. Estoy trabajando en una OPI. Una salida a bolsa. —Mira a Hedda como para asegurarse de que entiende lo que eso significa—. Es pesadísimo. Me paso día y noche currando, y ahora sucede esto —dice, meneando la cabeza, mientras entran en la cocina—. Os presento a Rasmus. Mi marido —dice, señalando a un hombre delante de ellas—. Y el padre de Sophie.

Mona sonríe antes de que Rasmus desvíe la mirada hacia algo que está detrás de ella. Se gira y ve que ahora hay una chica alta y delgada al lado de Susanne.

—Y ella es Madeleine. La hermana pequeña de Sophie —dice, poniéndole un brazo alrededor de la cintura.

—Hola, Madeleine. O tal vez te llaman Madde, ¿no? —dice Mona, sonriendo al ver lo parecidas que son madre e hija.

—Solemos llamarla Madeleine —responde Susanne en lugar de la chica, y esta se zafa del abrazo de su madre para acercarse a una de las sillas de la mesa. Extiende una mano delgada hacia un plato de panecillos, pero una sobria mirada de Susanne la hace retirarla al instante.

Todas se sientan a la mesa y, mientras Rasmus sirve el té, Susanne comienza a hablar:

—Sophie lleva desaparecida desde el viernes y tenemos la esperanza de que vosotras nos ayudéis a encontrarla.

Mona asiente con la cabeza.

—Nosotras también esperamos poder ayudaros. Pero ¿qué os ha dicho la policía? —pregunta, sonriendo y agradeciendo a Rasmus con un gesto de la cabeza mientras este le rellena la taza.

—No hemos hablado con la policía.

Mona se detiene en sus movimientos con la taza de té a medio camino hacia la boca.

—Un momento. ¿Sophie lleva tres días desaparecida y no os habéis puesto en contacto con la policía?

Susanne la mira a los ojos y dice:

—Tú y yo sabemos que no nos ayudarán. Sí que podemos presentar una denuncia, pero el caso acabará bajo una enorme pila de papeles en algún escritorio. Estos casos no son prioridad, sobre todo porque ya desapareció en otra ocasión y luego volvió a casa. —Da un sorbo a su té y deja la taza—. Además, no quiero que esto se vuelva el tema de la pausa de café —continúa—. No hace falta que todos los policías de la ciudad sepan que mi hija ha desaparecido y estén cotilleando sobre ello.

Mona asiente con la cabeza. Susanne tiene razón. Dados los antecedentes, la policía no asignará muchos recursos al caso. Y también tiene razón en que habrá cotilleos, pero esa no debería ser su principal preocupación en este momento.

—Puede que le haya pasado algo —dice, mirando a Susanne a los ojos.

—Sí, pero es muy probable que vuelva a casa pronto. Como he dicho, no es la primera vez que desaparece sin avisar, así que no creemos que esté en peligro.

—Pero, si creéis que no está en peligro y que va a volver por sí misma, ¿para qué nos habéis llamado? —pregunta Hedda.

Susanne se vuelve hacia ella y asiente con aire pensativo.

—Es una pregunta muy pertinente. Esta es la situación: toda nuestra vida gira en torno a Sophie. ¿Dónde estará? ¿Qué estará haciendo? ¿Volverá a casa? ¿Estará bien? No sé cuántas veces hemos estado aquí con la cena preparada y no ha aparecido, aunque ya lo habíamos acordado. —Menea la cabeza—. Es muy desgastante vivir así. Esto tiene que terminar. —Mira a su marido y este asiente con la cabeza—. Creo que, si llegamos al fondo de la cuestión, es decir, si averiguamos lo que está pasando realmente en su vida de una vez por todas, tal vez podamos ponerle fin y todo vuelva a la normalidad.

5

Anton Asplund se acerca caminando por el pasillo de la comisaría de Trollhättan. Una caja de cartón vacía se interpone en su camino y está a punto de empujarla con el pie, pero, al oír las voces alegres de sus colegas reunidos alrededor de la máquina de café, el ligero empujón se convierte en una fuerte patada y la caja sale volando.

El sonido de la risa de su colega Bodil Thulin le hace apretar la mandíbula. Necesita una amiga ahora mismo, pero ella prefiere estar junto a la máquina de café, riéndose con los demás.

Su bebé tendría ahora casi seis meses. Gabbi tendría una bonita barriga redonda y el bebé estaría moviéndose allí, en la seguridad de su vientre. Se estiraría y tal vez se chuparía el dedo, y Gabbi le cantaría y le hablaría del mundo exterior.

Estuvieron luchando tanto tiempo por ese embarazo. Se debatieron entre la esperanza y la desesperación durante años. Toda su energía y su dinero se dirigían a un solo objetivo: hacer realidad el sueño de tener un hijo. Finalmente, después de una larga espera, llegó la alegría eufórica del embarazo de Gabbi, pero entonces tuvieron que afrontar el profundo dolor de su pérdida.

Anton pasa junto a Bodil con largas zancadas sin mirarlos ni a ella ni a los demás. Cuando las voces se callan, se da cuenta de que lo han visto. Siente las miradas a sus espaldas y una parte de él tiene ganas de girarse para decirles que se vayan al diablo, pero se contiene. En lugar de ello, entra en su despacho y cierra la puerta con fuerza. Cuelga la chaqueta del gancho y se sienta, con la mirada puesta al frente en su escritorio. Necesita café. Pero esperará hasta que todos se hayan dispersado fuera y hayan empezado a trabajar para ir a por una taza.

Mira la pantalla del ordenador y lo enciende, y en ese momento se abre la puerta y Bodil entra. Él mantiene la mirada puesta en la pantalla del ordenador, pero su visión periférica le permite ver que Bodil se acerca a la silla de visitantes y se sienta. Como de costumbre, trae consigo un olor a tabaco y a corral, pero esta vez huele también a café.

—Toma —dice, dejando una taza frente a él en el escritorio y una carpeta a un lado.

Anton mira la taza azul y el vapor que sale de ella. Le ha echado un chorrito de leche, como a él le gusta. A pesar de eso, dice:

—No, gracias.

—Vale —contesta ella, reclinándose en la silla y estirando las piernas.

Se vuelve hacia el ordenador, que ya se ha puesto en marcha, e introduce su contraseña. Antes de apartar la mirada, puede ver un asomo de tristeza en los ojos de Bodil, pero no es su culpa. Ella es la que ha lastimado sus sentimientos, y no al revés. No quiere su café. Puede dárselo a sus amigos allí fuera.

Como si supiera lo que está pensando, Bodil dice:

—Estaba contando algo que pasó el fin de semana. Por eso nos estábamos riendo.

—Ya veo —dice sin mirarla. Antes no había esa distancia entre ellos. Bodil era una de las pocas personas con las que podía relajarse. El silencio solía ser un lugar cómodo en el cual podían descansar, pero ahora es incómodo y preferiría que Bodil lo dejara en paz.

—Hace mucho tiempo que no traes esos deliciosos bocadillos de masa madre que solías hornear —dice Bodil.

Anton cierra los ojos por un instante y vuelve a abrirlos. Bodil le tiende una mano, pero él no se siente con ánimos de hacer lo propio. El silencio se adueña de la habitación hasta que Bodil dice:

—¿Te has enterado de que una chica se ahorcó junto a la iglesia de Trollhättan?

Anton niega con la cabeza y continúa en silencio.

—Petra me ha pedido que lo investigue.

Al escuchar esas palabras, Anton levanta la vista y se encuentra con la mirada de Bodil a través de las gafas redondas de esta. Una de las bisagras sigue pegada con cinta adhesiva de color plateado, a pesar de que se rompió hace varios meses.

—Ya veo —responde, poniendo ambas manos sobre el escritorio—. ¿Y qué quiere que haga yo?

Bodil baja la mirada.

—No sé, estaba pensando…

Ahora entiende por qué ha ido a su despacho para llevarle el café. Quiere que le diga que está bien que Petra le haya dado el encargo a ella y no a los dos. Pero ¿por qué habría de hacerlo? ¿Por qué debería ponérselo fácil a los demás si nadie lo ayuda?

Se reclina hacia atrás en la silla, cruza los brazos y siente que el respaldo se hunde ante su peso. Observa en silencio a Bodil, cuyas manos secas y agrietadas buscan la caja de snus en el bolsillo como si fuera un salvavidas. Mira su pelo cortado en casa y, como siempre, enmarañado. Lleva un jersey polar naranja de estilo ochentero y unos vaqueros desgastados.

—Entonces, ¿por qué has venido? —pregunta al fin.

—¿Qué? —dice ella, sorprendida, sacando la maldita cajetilla de snus de su bolsillo.

—Pues, si no voy a trabajar en el caso, no hace falta que vengas a parlotear al respecto.

Bodil se queda mirándolo por un momento.

—Vale —asiente ella—. Pensaba que…

—Ya puedes irte —interrumpe Anton, que solo quiere estar en paz. Está cansado de este baile.

—Pero…

Bodil hace un intento por extender su mano, pero Anton se aleja.

—Quiero que te vayas —insiste él.

Bodil asiente con la cabeza y se levanta despacio. Lo mira unos segundos, y luego se guarda la tabaquera en el bolsillo y sale del despacho.

Se siente totalmente vacío al ver la espalda de Bodil mientras esta se marcha. También ha perdido a Bodil. Pronto, no tendrá a nadie.

En ese momento se da cuenta de que ella ha dejado la carpeta en el escritorio y está a punto de llamarla, pero se contiene. No es su secretario. Debe hacerse cargo de sus cosas.

Se vuelve hacia el ordenador, pero su mirada se desvía hacia la carpeta. ¿Por qué Petra le habrá pedido a Bodil que investigue un suicidio? ¿Sospechan que se trata de un delito? Mira una vez más hacia la puerta y coge la carpeta y la abre sin más.

Lo primero que ve es una foto. Es un primer plano de una mujer joven. Tiene los ojos cerrados y un brillo en las largas pestañas. Fue una noche fría, así que debe ser el efecto de la escarcha. Su rostro blanco ha quedado congelado en una máscara. Sus labios son de un azul pálido y el largo pelo se ha enrollado alrededor de la cara. El labio inferior se ve hinchado y agrietado y tiene una mancha debajo del ojo derecho.

Anton pasa a la siguiente foto. La misma joven, pero ahora se la ve colgada de un árbol con una gruesa cuerda alrededor del cuello. Detrás de ella se ve el campanario rojo de la iglesia de Trollhättan con el cielo negro como telón de fondo.

6

Mona se inclina hacia delante sobre la mesa con las manos ahuecadas alrededor de la taza de té y dice:

—¿Podríais contarnos cómo era antes de que se volviera así?

Susanne suspira, pasándose la mano por los oscuros rizos cortos.

—Éramos una familia normal. Y Sophie era normal. Tenía un caballo y le encantaba montar. Ahora, Madeleine tendrá que cuidar de Spencer. —Mira a su hija y continúa—: Jugaba al tenis. Sacaba buenas notas. Y tenía amigos. —Gesticula con las manos—. De hecho, tenía tantos que la casa siempre estaba llena de gente, pero luego se alejó de ellos.

—Sophie se ha vuelto una adolescente rebelde —lamenta Rasmus—. Nunca pensamos que nos pasaría algo así.

Susanne lo mira asintiendo con la cabeza con aire de resignación.

—Es agresiva y gritona. Ha descuidado los estudios y ya no quiere vivir en esta casa con nosotros. Pero apenas tiene quince años. No podemos permitir que se mude, así que hemos hecho lo posible y hemos amueblado la casa de la piscina para que viva allí. De esa forma, tiene la opción de seguir viviendo con nosotros, pero aparte. Esto ayudó a tranquilizar un poco las cosas.

—Pero solo por un tiempo —añade Rasmus—. Luego, volvió a ser lo mismo.

—No entiendo cómo hemos podido llegar a esto —lamenta Susanne con un suspiro—. Sophie era la niña más buena del mundo cuando era pequeña.

Todos guardan silencio y los padres de Sophie miran hacia el vacío como si hubiesen caído en un pozo de viejos recuerdos.

—Pero ¿a qué creéis que pueda deberse el cambio repentino de Sophie? —pregunta Mona—. Imagino que ya os habéis hecho esa pregunta.

—Sí, por supuesto —responde Susanne—. Ya hemos tratado de hablar con ella al respecto, pero no hemos conseguido ninguna respuesta.

—Tal vez porque nunca estás en casa, ¿no? —La voz aguda de Madeleine atraviesa la habitación y todos se vuelven hacia ella.

—¿Y cómo crees que pagamos por todo esto? —dice Susanne como si fuera una cobra enfurecida—. ¿Tu ropa, tu campamento de veleros y todo lo demás? ¿Crees que es gratis?

Madeleine busca a Rasmus con la mirada antes de bajar la vista hacia la mesa.

—Lo siento —dice Susanne, acercándose a la chica, pero esta se aparta. Entonces se dirige a Mona—. Estoy un poco nerviosa. Madeleine tiene razón. Trabajo demasiado, pero no entiendo qué tiene que ver eso con que Sophie sea como es. Conozco a muchas personas que trabajan casi tanto como yo, pero sus hijas no han sufrido esa metamorfosis.

Mona asiente con la cabeza y la habitación queda en silencio.

—¿Y tú? —pregunta Hedda al fin, volviéndose hacia Rasmus—. ¿A qué te dedicas?

—Soy consultor de liderazgo. Tengo una pequeña empresa.

—¿Y trabajas todo el tiempo, al igual que Susanne?

Rasmus se limita a negar con la cabeza.

—Entonces podrías ver a Sophie un poco más a menudo.

—Eso quisiera.

—¿No puedes?

—No —responde él—. Francamente, Sophie no tiene ningún interés. Lo he intentado, créeme.

—Entiendo —dice Hedda.

—¿Cuándo ocurrió ese cambio? —pregunta Mona después de un momento de silencio.

—Hace algunos años —dice Susanne.

—¿Y no está relacionado con algún hecho en particular?

—No. Al menos, no que yo sepa.

Mona mira a Rasmus y a Madeleine de manera inquisitiva, pero ambos niegan con la cabeza.

—¿Tiene novio?

—No —contesta Susanne de inmediato.

—No que vosotros sepáis —corrige Hedda.

Susanne se queda mirándola un instante.

—Exactamente —dice ella con sequedad, y el silencio se apodera de la cocina una vez más.

—Habéis mencionado que esta no es la primera vez que desaparece. ¿Podríais decirnos más al respecto? —pregunta Mona, llevándose la taza de té a la boca.

—Bueno, no hay mucho que contar, excepto que se va sin decir nada y vuelve cuando necesita dinero o ropa limpia.

—¿Cuántas veces ha hecho eso?

—He perdido la cuenta —responde Susanne, gesticulando con las manos.

—Un número aproximado —insiste Mona.

—Unas diez veces más o menos.

—Entiendo —asiente Mona—. Me gustaría hablar de esto con la policía. Aunque no den prioridad a este tipo de casos, me parece que es mejor informarlos al respecto. Puede haberle pasado algo. Quizá esté herida y necesite ayuda.

Susanne resopla.

—O tal vez solo quiere atención. Porque de eso se trata, ¿no? Solo piensa en sí misma y no en nuestra preocupación. —Mira a Mona a los ojos—. Sé que puede sonar algo duro, pero estoy muy cansada de toda esta situación.

—¿Estás de acuerdo? —pregunta Mona, volviéndose hacia Rasmus.

Él asiente con la cabeza y dice:

—Lo importante es llegar al fondo de todo para ponerle fin, pero, sinceramente, no sé qué es lo mejor. Tal vez necesitemos más ayuda como padres, y tal vez Sophie necesite hablar con alguien, pero no sé si eso llevará a alguna solución. —Menea la cabeza—. Creo que hemos hecho todo lo posible para que tenga una buena educación. Le hemos dado todo lo que hemos podido. —Mira a Madeleine—. Es verdad que Susanne y yo nos hemos dedicado al trabajo, pero solo queremos lo mejor para nuestras dos hijas.

7

Parece como si un tornado hubiera pasado por la pequeña casa de la piscina y hubiese lanzado todo por los aires y luego lo hubiera dejado caer. Mona ve montones de ropa y objetos por todas partes. La mesita de centro está repleta de todo tipo de cosas, desde platos sucios y bolsas de patatas fritas vacías hasta joyas y maquillaje. El fregadero de la cocina está desbordado y la puerta del baño está abierta de par en par. Entre las mantas y almohadas de la cama desordenada se ve un portátil, y en un escritorio junto a la ventana hay un PC de juegos. Mona arruga la nariz. Huele como si algo en todo este desorden se estuviera pudriendo.

—Sí, así es como se ve ahora —dice Susanne, recogiendo unos pantalones del suelo.

—Espera —dice Mona, extendiendo la mano—. Déjalos ahí. Es mejor no tocar nada aquí hasta que sepamos qué le pasó a Sophie.

Susanne suelta los pantalones de inmediato.

—Por supuesto. Tienes toda la razón —contesta, ruborizada.

—¿Ha estado alguien más aquí desde que Sophie desapareció, aparte de nosotros? —pregunta Hedda, apoyándose en una de sus muletas.

—No. Solo yo he venido algunas veces para ver si ha vuelto, pero no he tocado nada —explica Susanne, y después mira alrededor de la habitación—. Si lo hubiera hecho, os aseguro que no se vería ni olería así.

—¿No suele verse así? —pregunta Mona, haciendo un gesto con la mano—. Yo diría que los dormitorios de las adolescentes no son los más ordenados en general.

—Sí, es cierto, pero, para ser sincera, no vengo muy a menudo. Sophie no me quiere por aquí. Siempre se enfada y dice que soy una entrometida, así que me mantengo alejada. Es más fácil así.

Mona asiente con la cabeza. Ella no tuvo que pasar por lo que describe Susanne, pero la actitud de Anton en los últimos tiempos le hace imaginar lo duro que debe ser.

—Volverá cuando haya pasado este duro periodo de su vida —dice Mona en un intento de consolarla—. Y ya verás que seréis las mejores amigas.

—Espero que tengas razón.

—Sí, seguro que todo se soluciona. Pero, ahora mismo, a Hedda y a mí nos vendrían bien unos minutos a solas para poder echar un vistazo por aquí. Te avisaremos en caso de que encontremos algo.

Susanne parece vacilar al principio, pero luego asiente. Justo antes de desaparecer por la puerta, se detiene, se gira hacia ellas y dice:

—Estaré justo al lado. Podéis gritarme si hay algo.

—Vale —contesta Mona, mirándola mientras cierra la puerta tras de sí, y luego recorre la habitación con la mirada—. Pero ¡qué revoltijo! —exclama, apartando un zapato con el pie.

Hedda asiente con la cabeza y enseguida se sienta pesadamente en el borde de la cama.

—Solo un dormitorio cutre de adolescente —dice, extendiendo la mano para coger el portátil. Entonces siente que algo se engancha y, al levantar las sábanas, ve que se trata del cable de alimentación, que aún está conectado a la toma de corriente. Pero también hay otra cosa—. Mira esto —dice, levantando la vista.

—¿Qué es? —pregunta Mona, acercándose a la cama, donde ve que hay tres teléfonos móviles alineados. Frunce el ceño y mira a Hedda de manera inquisitiva.

8

Anton se sienta de mala gana en la silla de visitas de la inspectora Petra Tallberg. Le ha enviado un correo electrónico convocándolo a una reunión a las once. No tiene la menor idea de lo que quiere, pero tiene la sensación de que no es algo bueno.

Mira a su alrededor mientras ella termina lo que está haciendo en el ordenador. Es un despacho impersonal. No tiene fotos ni decoración de ningún tipo. Petra pulsa «Enter» y se gira para mirarlo mientras él piensa que es raro que ni siquiera tenga una estantería.

Petra se quita las gafas y las deja con cuidado en el escritorio que tiene delante.

—Anton —dice—. Estoy preocupada por ti.

Él levanta las cejas de manera inquisitiva.

—Tú no eres así —continúa, inclinándose hacia delante.

Él abre la boca, pero no tiene tiempo de protestar antes de que ella levante una mano.

—Entiendo que estás pasando por un periodo difícil. Pero esto no puede seguir así. No podemos tenerte así. Es hora de que vuelvas a la carga.

—¿Cuál es el problema? —replica Anton sin comprender. Está en la comisaría todos los días. No ha faltado nunca.

—Ya no te importa tu trabajo.

Anton la mira a los ojos y nota cierta compasión. Es entonces que se da cuenta de la situación. Bodil debe haberse quejado de él. Aprieta la mandíbula, invadido por la ira. No permitirá que se diga que no está haciendo su trabajo. Sobre todo alguien como Bodil, que suele quedarse a cotillear junto a la máquina de café. Por otro lado, lo último que quiere es la compasión de Petra Tallberg.

—¿En qué te basas para decir eso? —rebate con seriedad—. Me preocupa mi trabajo. De hecho, pocos se lo toman tan en serio como yo.

Petra se queda mirándolo con aire pensativo.

—Ah, ¿sí? Por ejemplo, le pedí a Bodil que te informara sobre el caso de la chica de la iglesia. ¿Lo has investigado?

Anton piensa en la carpeta que Bodil le dejó en el escritorio. Ahora entiende que tenía la intención de hablarle sobre el tema, pero no le dio la oportunidad. Básicamente, la echó del despacho.

—Y eso no es todo. También estás descuidado la higiene —continúa Petra de manera implacable antes de que él tenga tiempo de responder—. Mira tu camisa, por ejemplo, lo sucia que está.

Anton mira hacia abajo y ve la mancha de kétchup que le cayó ayer en el área de la barriga. Iba a cambiarse, pero se olvidó de hacerlo.

—Esto es así —la voz de Petra se vuelve más fuerte—: si no te recompones, tendrás que estar de baja. Te he dado tiempo, pero no puedo darte más. No podemos tenerte aquí sentado en tu despacho sin hacer nada.

La mira fijamente. ¿Estar de baja por enfermedad? Irse a casa a holgazanear lo volvería loco.

—No. —Menea la cabeza—. Quiero trabajar. Puedo trabajar.

Petra lo mira como si dudara de lo que dice.

—Háblame del caso de la iglesia y la chica muerta —le pide—. He visto las fotos y me gustaría saber más.

Petra sigue mirándolo, como si estuviera sopesando qué hacer a continuación, antes de coger las gafas y ponérselas de nuevo para volverse hacia el ordenador.

—La encontraron colgada en un árbol cerca de la iglesia de Trollhättan —explica con la mirada puesta en la pantalla—. Al principio, pensamos que era un suicidio, pero la mayoría de los indicios apuntan a que es un caso de asesinato.

—¿Qué sabemos? —dice él, inclinándose hacia delante.

—Encontramos una escalera portátil debajo de ella. A primera vista, podría pensarse que la chica la usó para colgarse, pero, según My y los demás forenses, esto no cuadra.

—¿Por qué no?

—No es la única que subió a la escalera.

Anton inclina la cabeza de forma inquisitiva.

—My notó que algo no estaba bien, así que se hizo una reconstrucción y resultó que las huellas en el suelo no eran consistentes con el peso del cuerpo de la chica ni con el patrón de movimiento que se habría producido si, en efecto, ella hubiera subido a la escalera, se hubiera enrollado la soga alrededor del cuello y luego hubiera pateado la escalera.

Anton recuerda la foto de la chica muerta como si la tuviera delante. Sus ojos cerrados, su rostro casi apacible, excepto por el hematoma y el labio agrietado, lesiones que también sugieren que se trata de un caso de asesinato y no de un suicidio.

—¿Quién la encontró?

—El conserje de la iglesia. Cuando llegó a trabajar temprano por la mañana, la vio colgada del árbol. Debió ser una sorpresa horripilante.

—¿Y qué hizo cuando la vio?

—Parece que se lo tomó con mucha calma. Dice que colocó la escalera para bajar a la chica, pero que cambió de opinión cuando vio que estaba muerta. Esto coincide con las huellas que encontramos en el suelo. Y parece que también le tomó el pulso.

—¿Y qué hacía una escalera portátil allí?

—Están renovando la iglesia.

Anton asiente con la cabeza, pero, antes de que tenga tiempo de comentar que le parece extraño que el conserje haya tomado el pulso al cadáver de la chica, Petra continúa:

—La forense cree que ya estaba muerta cuando la colgaron del árbol. Además, no llevaba ninguna identificación, lo cual es bastante inusual para un suicidio.

Anton asiente una vez más y dice:

—¿Tampoco llevaba un móvil?

—No.

—¿La asaltaron?

—No lo sabemos, pero sus heridas sugieren que fue agredida físicamente. —Petra se queda mirándolo, reclinándose en la silla—. Quiero que trabajes en la investigación con Bodil. ¿Crees que puedes hacerlo?

—Sí —responde él, levantándose—. Empezaré con ello ahora mismo.

Una vez dicho esto, se gira y comienza a andar hacia la puerta, pero se detiene cuando Petra lo llama:

—¡Anton! Por favor, no hagas que me arrepienta.

9

Los golpes en la puerta son tan débiles que apenas se oyen. Mona tiene la impresión de que no es Susanne quien llama a la puerta y le hace una señal a Hedda para que cubra los móviles.

—¡Entra! —grita.

La puerta se abre y Madeleine aparece frente a ellas, recorriendo la habitación con sus grandes ojos oscuros. Mona percibe en ellos una mezcla de preocupación y curiosidad. Tiene trece años, pero parece mayor. Es alta y delgada como una modelo. Los pantalones negros ajustados revelan la delgadez de sus piernas, pero el jersey gris, dos tallas más grande de la que le corresponde, oculta el resto de su cuerpo.

—Hola, Madeleine —dice Mona—. Entra.

La chica da un paso y se detiene justo en el umbral. Mona nota que a Madeleine no le sorprende el alboroto en la habitación y concluye que ha estado allí más a menudo que su madre.

—¿Querías algo? —le pregunta Hedda, dejando el portátil en la cama.

Madeleine la mira de soslayo y se encoge de hombros. Se baja las mangas del jersey cubriéndose las manos.

Mona coge una manta de los pies de la cama y luego se acerca a Madeleine y se la pone sobre los hombros.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí fuera? —pregunta—. Pareces casi congelada.

—Un rato —contesta, envolviéndose en la manta.

Mona asiente con la cabeza y continúa:

—Hace frío, aunque haya sol. ¿Por qué no has entrado?

La chica se encoge de hombros una vez más, pero no dice nada.

—¿Querías decirnos algo? —pregunta Mona al fin.

Madeleine abre la boca como si fuera a decir algo, pero vuelve a cerrarla y mira hacia un lado. Mona interpreta que debe sentirse incómoda y cree saber por qué.

—Si quieres contarnos algo a mí y a Hedda, no te preocupes, que no vamos a decírselo a nadie.

Madeleine la mira, asiente con la cabeza y esboza una ligera sonrisa.

—Siéntate un momento —dice Mona, dando una palmada en el sofá—. Dime, ¿cómo es tener a Sophie como hermana?

Madeleine aparta un jersey y se sienta. Luego se rasca la nariz con un dedo largo y delgado.

—En general, nos llevamos muy bien, pero a veces nos peleamos.

—¿Sobre qué?

—Nada en especial —contesta, encogiéndose de hombros—. Ya sabes, esas cosas que pasan entre hermanas.

—Sí, lo sé —afirma Mona con una gran sonrisa—. Tengo dos hijos y sé cómo puede ser el amor de hermanos.

Madeleine asiente con la cabeza y continúa:

—Sí, Sophie y yo somos muy diferentes. Pero tenemos una buena relación. Amor de hermanas, como dices.

Después de decir esto, se queda callada y Mona mira hacia la pantalla del ordenador en el escritorio.

—¿Tú también juegas? —pregunta Mona con la intención de que Madeleine se relaje.

—No. —Niega con la cabeza—. Yo no tengo un ordenador como ese, y tampoco tengo permitido acercarme a él.

—Entiendo. ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar tu hermana?

—No. —Niega con la cabeza una vez más—. Ni idea.

—Ah, vamos —dice Hedda, inclinándose sobre su pie—. Eres su hermana —continúa, intentando meter uno de sus dedos bajo el yeso para poder rascarse—. Las hermanas se cuentan cosas. Estoy segura de que te ha dicho algo.

Madeleine la mira con los ojos muy abiertos y menea la cabeza.

—No, de verdad. No sé dónde está. Si supiera algo, ya lo habría dicho.

—Hemos encontrado esto —dice Hedda, levantando la colcha para mostrarle los tres móviles—. ¿Sabes por qué Sophie tiene tantos teléfonos?

Madeleine se queda mirándolos un momento y niega despacio con la cabeza.

—Ni idea.

—Entonces, ¿no sabes nada de nada?

—No, de verdad. No sé nada, pero… —Se mete la uña del dedo índice en la boca y comienza a mordisquearla.

—Pero ¿qué?

La chica deja escapar un fuerte suspiro y baja la mano.

—Creo que se ha metido en problemas.

—¿Por qué lo crees?

—Ha cambiado mucho. Está triste. Y además… —Se calla y se queda pensativa, con la mirada perdida.

—Además ¿qué? —pregunta Mona con suavidad.

—A veces tiene moratones y heridas, y las cubre con maquillaje. Una vez le pregunté cómo se los había hecho, pero no me lo quiso decir.

Mona mira a Hedda de soslayo y asiente con la cabeza.

—Tu madre ha dicho que Sophie no tiene novio.

Madeleine se mira las manos en el regazo.

—¿Tú crees que tiene novio? —pregunta Mona con cuidado—. ¿Y que fue él quien le hizo los moratones y la puso triste?

Madeleine levanta la vista y asiente con la cabeza.

—Sí. Tiene novio. No lo conozco, pero llamó ayer.

—¿Te llamó a ti? —pregunta Mona, sorprendida.

—Sí

—¿Y qué te dijo? —pregunta Hedda, enderezándose.

—Me preguntó por Sophie —contesta, volviéndose hacia ella.

Mona frunce el ceño. Susanne acaba de decirles que Sophie no tiene novio, pero ahora la hermana afirma que esa información es incorrecta.

—¿Y tu madre no sabe nada de eso?

Madeleine menea la cabeza.

—No. —Tira de la manta para cubrirse un poco más—. Sophie nunca le ha hablado de él.

—¿Por qué no? —pregunta Hedda.

—Supongo que debe ser porque… —Hace una pausa—. No es el tipo de mi madre.

Mona asiente. Está segura de que Susanne tiene una idea específica del tipo de chicos con los que deben salir sus hijas.

Madeleine se levanta y dice:

—Tengo que irme ya.

—Antes de que te vayas, ¿podrías darme el nombre y el número de móvil de ese chico? —dice Hedda—. Puedes enviármelo a este número.

Madeleine recibe el número de Hedda. Envía la información y se dirige a la puerta. Al momento de coger la manija, se detiene y se vuelve hacia ellas.