El baile - Irène Némirovsky - E-Book

El baile E-Book

Irène Némirovsky

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Beschreibung

«Otra hora perdida, apagada, que se escurre como agua entre los dedos para no volver jamás... "Quisiera irme lejos o morir..."». En el París de 1926, el matrimonio Kampf organiza un gran baile para sellar su ascenso en la alta sociedad, y madame Kampf lo planea todo al milímetro para hacer realidad este momento soñado. Para ella, su hija Antoniette es sólo un estorbo, pero la joven que acaba  de cumplir catorce años y sueña con participar en el baile se llena de resentimiento hacia sus padres cuando éstos le prohíben asistir, hasta que de repente se le presenta la oportunidad de llevar a cabo una sutil venganza... Novela deslumbrante e iniciática sobre la juventud y sus tormentos, El baile es uno de los primeros libros de Irène Némirovsky, una de las grandes escritoras del siglo xx que murió prematuramente en 1942 en el campo de concentración de Auschwitz. «Una obra maestra sobre la pesadilla del hombre de mundo: un baile fallido». Jean Cocteau

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Seitenzahl: 86

Veröffentlichungsjahr: 2024

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I

Madame Kampf entró en la sala de estudio y cerró la puerta tras de sí tan bruscamente que la araña de cristal resonó, todas sus cuentas sacudidas por la corriente de aire, con el sonido puro y ligero de un cascabel. Pero Antoinette no había dejado de leer, tan encorvada sobre el pupitre que su cabello rozaba las páginas. Su madre la examinó un momento sin hablar; y después se plantó frente a ella, con las manos cruzadas sobre el pecho.

—Ya podrías —le gritó— tomarte la molestia de levantarte al ver a tu madre, hija mía. ¿No? ¿Tienes el trasero pegado a la silla? Qué distinguida... ¿Dónde está miss Betty?

En la habitación contigua, el sonido de una máquina de coser marcaba el ritmo de una canción, un What shall I do, what shall I do when you’ll be gone away1… arrullado por una voz torpe y fresca.

—Miss —llamó madame Kampf—, venga aquí.

—Yes, Mrs. Kampf.

La pequeña inglesa, de mejillas sonrosadas, ojos asustados y dulces, con un moño de color miel enrollado sobre su pequeña cabeza redonda, se deslizó por la puerta entreabierta.

—La contraté —empezó a decir severamente madame Kampf— para que vigile e instruya a mi hija, ¿verdad? Y no para que se cosa vestidos… ¿Acaso Antoinette no sabe que hay que levantarse cuando entra mamá?

—Oh! Antoinette, how can you? —dijo la señorita con una suerte de graznido apenado.

Antoinette estaba ahora de pie y se balanceaba torpemente sobre una pierna. Era una muchacha larguirucha y plana de catorce años, con la palidez propia de esa edad, tan reducida en carnes que parecía, a ojos de las personas mayores, una mancha redonda y blanquecina, sin rasgos, con párpados bajos, ojerosa, una boca pequeña y cerrada... Catorce años, los pechos que crecen bajo el estrecho vestido de colegiala, y que hieren y avergüenzan a un cuerpo débil, infantil… los pies grandes y esas dos largas flautas, que desembocan en unas manos rojas de dedos manchados de tinta, y que un día tal vez se convertirán en los brazos más bellos del mundo, ¿quién sabe?... una nuca frágil, cabellos cortos, sin color, secos y ligeros...

—Debes comprender de una vez, Antoinette, que tus modales son desesperantes, mi pobre hija... Siéntate. Voy a entrar de nuevo y me harás el favor de levantarte inmediatamente, ¿me has oído?

Madame Kampf retrocedió unos pasos y abrió la puerta por segunda vez. Antoinette se levantó con parsimonia y con un mal humor tan evidentes que su madre preguntó bruscamente, apretando los labios con aire amenazador:

—¿Acaso la estoy molestando, señorita?

—No, mamá —dijo Antoinette en voz baja.

—Entonces, ¿por qué pones esa cara?

Antoinette sonreía haciendo una suerte de esfuerzo cobarde y doloroso que distorsionaba penosamente sus facciones. A veces, odiaba tanto a los adultos que habría querido matarlos, desfigurarlos, o bien patalear y gritar: «No, dejadme en paz». Pero había temido a sus padres desde la más tierna infancia. Antes, cuando Antoinette era más pequeña, su madre la tomaba a menudo en su regazo, la apretaba contra su corazón, la acariciaba y la besaba. Pero Antoinette había olvidado todo eso. Sin embargo, en lo más profundo de sí misma conservaba el sonido de una voz irritada que pasaba como una ráfaga sobre su cabeza, «esta niña está todo el día pegada a mi falda...», «¡me has vuelto a manchar el vestido con tus zapatos sucios! Vete a la esquina, así aprenderás, ¿me oyes? ¡Pe­queña imbécil!». Y un día... por primera vez, ese día había deseado morir... en la esquina de una calle, durante una rabieta, aquella frase repentina, pronunciada tan alto que todos los que pasaban por allí se habían dado la vuelta: «¿Quieres una bofetada? ¿Sí?» y el ardor del cachete... En plena calle... Tenía once años, era alta para su edad... La gente que pasaba, la gente mayor, no le importaba... Pero justo en ese momento unos chicos salían de la escuela y se habían reído al mirarla: «Vaya con esa niña...». ¡Oh!, esa risa burlona que la había perseguido mientras caminaba, con la cabeza gacha, por la oscura calle otoñal... las luces bailaban a través de sus lágrimas. «¿Ya has terminado de lloriquear…? ¡Oh, qué carácter! …Sabes que cuando te corrijo es por tu bien, ¿verdad que sí? ¡Ah, y te aconsejo que no empieces a ponerme de los nervios otra vez…!». Maldita gente... Y todavía ahora, sólo para atormentarla, torturarla, humillarla, de la mañana a la noche, seguía insistiendo: «¿Es así como sujetas el tenedor?» (delante del servicio, Dios mío) y «Ponte derecha. Al menos no parezcas jorobada». Tenía catorce años, ya era una jovencita y, en sus sueños, una mujer amada y hermosa... Los hombres la acariciaban, la admiraban, como André Sperelli acaricia a Hélène y a Marie, y Julien de Suberceaux a Maud de Rouvre2, en las novelas... El amor... Se estremeció. Madame Kampf remataba:

—...Y si crees que estoy pagando a una inglesa para que tengas estos modales, te equivocas, hija mía...

Y más bajito, mientras recogía un mechón de pelo que atravesaba la frente de su hija:

—Siempre te olvidas de que, ahora, somos ricos, Antoinette... —dijo.

Se volvió hacia la inglesa:

—Miss, tengo muchos recados para usted esta semana... Doy un baile el día 15...

—Un baile —murmuró Antoinette, entornando los ojos.

—Pues sí —dijo madame Kampf con una sonrisa—, un baile...

Miró a Antoinette con expresión orgullosa y luego se dirigió a la inglesa con el ceño fruncido.

—Espero que no le hayas dicho nada a él.

—No, mamá, no —dijo rápidamente Antoinette.

Conocía bien la preocupación constante de su madre. Al principio, hacía dos años (cuando habían dejado atrás la vieja calle Favart tras el brillante golpe bursátil de Alfred Kampf, consecuencia de la caída del franco primero y después, en 1926, de la libra, que los había hecho ricos), Antoinette debía presentarse en la habitación de sus padres todas las mañanas; mientras su madre, todavía en la cama, se limaba las uñas; al lado, en el cuarto de baño, su padre, un pequeño judío seco y de ojos ardientes, se afeitaba, se lavaba y se vestía con esa rapidez enloquecida en todos sus movimientos que otrora le había valido el apodo de Feuer3 entre sus camaradas, los judíos alemanes, en la Bolsa. Llevaba años subiendo y bajando aquellos grandes escalones de la Bolsa... Antoinette sabía que primero había sido empleado de la Banca de París y antes aún, un insignificante botones que sujetaba la puerta del banco con librea azul... Poco antes de nacer Antoinette, se había casado con su amante, mademoiselle Rosine, la mecanógrafa del jefe. Durante once años habían vivido en un pequeño apartamento lúgubre detrás de la Ópera. Antoinette recordaba cómo hacía los deberes, por las tardes, en la mesa del comedor, mientras la criada fregaba los platos con gran estruendo en la cocina y madame Kampf leía novelas, instalada bajo la luz de una gran lámpara colgante, que tenía un globo de cristal escarchado tras el que brillaba la vivaracha llama del gas. Algunas veces, madame Kampf soltaba un profundo suspiro irritado, tan fuerte y tan brusco que hacía que Antoinette diera un respingo en su silla. Kampf preguntaba: «¿Y ahora qué te pasa?», y Rosine respondía: «Me angustia pensar que hay gente que vive bien, que es feliz, mientras yo paso los mejores años de mi vida en este agujero inmundo, zurciendo tus calcetines...».

Kampf se encogía de hombros sin decir nada. Entonces, la mayoría de las veces, Rosine se volvía hacia An­toinette: «Y tú, ¿qué haces escuchando? ¿Qué te importa lo que digan las personas mayores?». Y después concluía: «Pues sí, hija mía, si esperas a que tu padre haga fortuna, como lleva prometiéndome desde que nos casamos, espera sentada, porque tendrá que llover mucho... Crece­rás y seguirás aquí, como tu pobre madre, esperando…». Y cuando decía esa palabra «esperar», atravesaba sus facciones duras, tensas, hoscas, cierta expresión profunda, patética, que conmovía a Antoinette a su pesar y que muchas veces la hacía alargar los labios, por instinto, hacia el rostro materno.

«Pobrecita mía», decía Rosine, acariciándole la frente. Hasta que, una vez, había exclamado: «¡Ah, déjame en paz, me molestas!; mira que puedes llegar a ser pesada tú también...», y Antoinette no había vuelto a darle más besos que los de las mañanas y las noches, esos que padres e hijos pueden intercambiarse sin pensar, como un apretón de manos entre dos desconocidos.

Y un buen día, de repente, se hicieron ricos, Antoinette nunca pudo entender cómo. Se habían mudado a un gran apartamento blanco y su madre se había teñido el pelo de color dorado, flamante y precioso. Antoinette deslizaba su mirada temerosa sobre esa llamativa cabellera que no reconocía.

—Antoinette —ordenaba madame Kampf—, repite un poco. ¿Qué respondes si te preguntan dónde vivíamos el año pasado?

—Eres estúpida —le decía Kampf desde la habitación de al lado—. ¿Quién quieres que hable con la niña? No conoce a nadie.

—Sé lo que digo —respondió madame Kampf, alzando la voz—. ¿Y el servicio?

—Si la veo dirigir una sola palabra a los criados, tendrá que vérselas conmigo, ¿me oyes, Antoinette? Ella ya sabe que sólo tiene que guardar silencio y aprenderse la lección, eso es todo. No le pedimos nada más...

Y volviéndose hacia su mujer:

—No es imbécil, ¿sabes?

Pero en cuanto se iba, madame Kampf volvía a empezar:

—Si alguien te pregunta algo, Antoinette, dirás que vivíamos en el sur de Francia durante todo el año... No hace falta que especifiques si era en Cannes o en Niza, sólo di en el sur... a menos que te pregunten; entonces es mejor decir Cannes, es más distinguido... Pero, por supuesto, tu padre tiene razón, sobre todo debes mantener la boca cerrada. Una niña debe hablar lo menos posible con las personas mayores.

Y la despachaba con un gesto de su hermoso brazo desnudo, sutilmente rollizo, en el que brillaba la pulsera de diamantes que acababa de regalarle su marido y de la que sólo se separaba en la bañera. Antoinette recordaba vagamente todo aquello, mientras su madre le preguntaba a la inglesa:

—Dime, ¿Antoinette tendrá al menos buena letra?

—Yes, Mrs. Kampf.

—¿Por qué? —preguntó tímidamente Antoinette.

—Porque así —explicó madame Kampf— podrás ayudarme esta tarde con los sobres... Voy a enviar casi doscientas invitaciones, ¿comprendes? No podré arreglármelas sola... Miss Betty, doy permiso a Antoinette para que hoy se acueste una hora más tarde de lo habitual... ¿Estarás contenta, espero…? —preguntó, volviéndose hacia su hija.

Pero como Antoinette callaba, sumida de nuevo en sus ensoñaciones, madame Kampf se encogió de hombros.

—Siempre está en la luna, esta niña —comentó a media voz—. Un baile, ¿es que no te enorgullece que tus padres estén organizando un baile? No tienes mucho corazón, me temo, mi pobre hija —terminó en un suspiro, mientras se alejaba.

1. N. del E.: