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Estaba dispuesto a convertirla en su reina del desierto. Lo último que se esperaba Hannah Wilson, una sensata camarera de habitaciones, era que el jeque Kulal al Diya la llevara a una glamurosa fiesta. La intensa química que había entre ambos y un apasionado beso los condujo a la noche más maravillosa de la vida de ella… con inesperadas consecuencias. Ahora Kulal estaría dispuesto a hacer lo que fuera para reclamar a su heredero.
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Seitenzahl: 190
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Sharon Kendrick
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El beso del jeque, n.º 2706 - junio 2019
Título original: Crowned for the Sheikh’s Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-833-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Esperamos que todo esté a su entera satisfacción.
Kulal esbozó una cínica sonrisa. ¿Cuándo algo en la vida lo satisfacía a uno por completo?
Estrujó la nota escrita a mano, uno de los numerosos toques personales de aquel lujoso complejo hotelero de Cerdeña, la tiró a la papelera y se dirigió a la terraza.
Inquieto, contempló el horizonte preguntándose por qué su corazón no experimentaba alegría alguna y el sol lo dejaba frío. Acababa de hacer realidad la ambición de su vida de reunir a los mayores magnates del petróleo del mundo. Le habían dicho que sería imposible hacer coincidir las agendas de hombres tan poderosos. Había demostrado que se equivocaban. Le gustaba desafiar las expectativas de los demás desde el día en que su hermano mayor había renunciado a su herencia y lo había dejado gobernar.
Había trabajado día y noche para conseguir que la reunión se llevara a cabo, para convencer a los asistentes, con su seductora labia, de que había que buscar nuevas fuentes de energía, en vez de seguir dependiendo de los combustibles fósiles. Reyes y jeques habían estado de acuerdo. Lo habían ovacionado después de su discurso de inauguración. Le quedaban pocos días para rematar los últimos detalles del acuerdo y lo iba a hacer en un lugar semejante al paraíso.
Sin embargo, se sentía…
Suspiró. Desde luego, no estaba ebrio de gloria, como lo estarían otros en su situación, y no sabía por qué. A los treinta y cuatro años, muchos creían que se hallaba en su mejor momento físico e intelectual. Se lo consideraba un gobernante justo, aunque autocrático a veces, y gobernaba un país próspero. Tenía algunos enemigos en la corte, ciertamente, hombres que hubieran preferido que el rey fuera su hermano mellizo, porque lo consideraban más maleable. Pero todos los gobernantes debían enfrentarse al descontento. No era nada nuevo.
Entonces, ¿por qué no daba puñetazos de alegría al aire? Tal vez había trabajado tanto que había descuidado sus necesidades corporales más básicas. Hacía meses que no prestaba atención a su legendaria libido, desde que había terminado con su última amante, que había anunciado la ruptura de manera oficial llorando en una entrevista para una de esas revistas del corazón que llenaban de estupideces la cabeza de las mujeres. Como consecuencia, su nombre había salido de nuevo disparado al primer puesto en las listas de solteros más cotizados, lo cual resultaba paradójico, ya que huía del matrimonio como de la peste, por muy decidida que estuviera una mujer a casarse.
Bostezó. Su relación con aquella modelo internacional había durado un año, todo un récord para él. La había elegido, no porque fuera rubia, de largas piernas y supiera hacer maravillas con la lengua, sino porque le pareció que aceptaba lo que él toleraba en una relación y lo que no. Desde el principio le había dejado claro que no iba a ponerle un anillo en el dedo, que no deseaba formar una familia ni tener un compromiso a largo plazo. Le había prometido sexo, diamantes y un lujoso piso, y lo había cumplido.
Pero ella quería más, como hacían siempre las mujeres: sangrarlo a uno hasta el final.
Contempló los barcos balanceándose en el Mediterráneo y pensó en lo distinto que era aquel mar tan ajetreado del tranquilo mar Murjaan, que lamía la costa este de su país. Pero todo allí era distinto: las vistas, los olores, los sonidos, las mujeres tomando el sol en minúsculos bikinis… Uno de sus ayudantes le había dicho que las tumbonas que estaban justo debajo de la suite que ocupaba él eran las primeras que se ocupaban, probablemente por quienes querían ver al rey de Zahristan. Kulal hizo una mueca de desprecio. ¿Se imaginaban ellas, como otras muchas, en el papel de reinas? ¿Creían que iban a tener éxito donde tantas habían fracasado?
Observó a las mujeres que había debajo de él y no sintió ni una chispa de excitación al contemplar sus cuerpos medio desnudos. Pensó que parecían trozos de pollo untados de aceite, a punto de ser puestos en la barbacoa.
Entonces la vio. Se puso tenso y entrecerró los ojos mientras el corazón le latía con fuerza.
¿Había captado su atención porque llevaba más ropa que el resto mientras cruzaba la terraza con una expresión de ansiedad en el rostro? De hecho, llevaba el uniforme del hotel, un vestido amarillo que se tensaba en sus voluminosos senos y se ajustaba a la curva de sus nalgas. Pensó en lo natural y sana que parecía con el cabello castaño recogido en una cola de caballo. Pero era una empleada del hotel, y acostarse con las empleadas no era buena idea.
Suspiró levemente mientras se alejaba de la terraza.
Lástima.
HANNAH, no te pongas nerviosa. Solo te he dicho que quiero hablar contigo del jeque.
Hannah intentó sonreír al mirar a madame Martin con la supuesta expresión de una camarera de hotel con mucha experiencia. Aquel empleo era una gran oportunidad para ella, de las que no se le presentaban a menudo. ¿Acaso no se habían muerto de envidia todas las camareras del Granchester de Londres al saber que se había elegido a Hannah para trabajar en el lujoso hotel de la cadena en Cerdeña porque andaban escasos de personal? Pensaba que la envidiarían aún más si supieran que se alojaba allí el jeque Kulal al Diya, un rey multimillonario al que todos en aquella isla del Mediterráneo consideraban un dios del sexo.
Salvo ella.
Solo lo había visto un par de veces, pero la había aterrorizado con su aire meditabundo y la manera en que miraba con aquellos ojos negros rasgados, que la había hecho sentirse rara. Sus senos se habían alarmado al verlo la primera vez y los pezones habían estado a punto de reventarle el sujetador. Y había querido retorcerse, a causa de un deseo desconocido, cuando su mirada de ébano la había examinado. Por una vez, había perdido el control, lo que la había hecho sentir muy incómoda, ya que le gustaba tenerlo todo controlado.
Se frotó las manos sudorosas en el uniforme, lo cual atrajo la atención de madame Martin a sus caderas. La francesa frunció el ceño.
–Tiens! –exclamó–. El vestido te está un poco apretado, n’est-ce pas?
–Es el único que tenían que me estaba bien, madame Martin –dijo Hannah a modo de excusa.
La elegante mujer, encargada del personal doméstico del hotel L’Idylle, enarcó unas cejas perfectamente depiladas y suspiró resignada.
–Las inglesas sois… ¿Cómo decirlo? ¡Grandes!
Hannah siguió sonriendo porque, ¿quién era ella para contradecir a madame Martin? Era cierto que ella no estaba tan delgada como las mujeres del continente. Le gustaba comer, tenía buen apetito y no iba a disculparse por ello. Como muchas otras cosas en su infancia, las horas de comer habían sido impredecibles, y eso no se olvidaba fácilmente. No había olvidado el hambre royéndole el estómago. No le hacía ascos a la comida, desde luego, a diferencia de su hermana, que pensaba que comer era una pérdida de tiempo.
Sin embargo, no iba a preocuparse por su hermana ni por lo mal que lo pasaron en la infancia. ¿No se había lanzado, por eso, a aprovechar aquella oportunidad, a pesar de que nunca había salido de Inglaterra? Había decidido comenzar a vivir de modo distinto, y lo primero que iba a hacer era dejar de preocuparse por su hermana pequeña. Tamsyn ya era mayorcita, solo dos años menor que ella, y capaz de arreglárselas sola, lo que no iba a suceder si ella seguía sacándola de apuros cada vez que se metía en problemas.
Recordó que debía pensar en sí misma y centrarse en la increíble oportunidad de trabajar durante unos meses en aquel paraíso sardo.
–¿De qué quería hablarme, madame Martin?
La mujer sonrió.
–Trabajas muy bien, Hannah. Por eso te mandaron de nuestro hotel de Londres aquí. Después de haberte observado, apruebo completamente su elección. Da gusto ver cómo doblas las sábanas.
–Gracias.
–Eres callada y discreta. Te mueves como un ratón. Digamos que nadie se da cuenta de tu presencia en una habitación.
–Gracias –repitió Hannah, aunque esa vez no estaba segura de que se tratara de un cumplido.
–Por eso, la dirección ha decidido darte una nueva responsabilidad.
Hannah asintió, ya que eso estaba bien.
–¿Qué sabes del jeque Kulal al Diya?
Hannah trató de sonreír, pero se le hizo difícil porque un escalofrío le recorría la columna vertebral.
–Gobierna Zahristan, uno de los mayores productores de petróleo del mundo, pero busca fuentes de energía alternativas. Al personal del hotel se nos informó sobre él antes de que llegara.
–Muy bien. Ha sido él quien ha organizado este congreso internacional que ha traído a tantos prestigiosos líderes al hotel y ha ayudado sobremanera a dar publicidad a nuestra nueva sala de congresos.
–Sí, madame Martin –dijo Hannah, sin saber adónde quería llegar.
–Puede que también sepas que mucha gente intenta acercarse a él, ya que es un hombre muy influyente.
–Seguro que sí. Pasa lo mismo en el Granchester de Londres: cuanto más poderoso es el huésped, más gente quiere conocerlo.
–Sobre todo si el hombre en cuestión está soltero y es muy guapo. Pero Su Majestad no desea ser el centro de la atención que siempre atrae alguien de su posición. Por eso, de vez en cuando prefiere viajar con un séquito muy reducido, lo que, por desgracia, lo hace más accesible al público. Anoche, por ejemplo, una famosa heredera intentó sobornar a sus guardaespaldas para acercarse a su mesa.
Hannah se estremeció.
–¿Hubo una escena?
–Me temo que sí, y L’Idylle no tolera esa clase de cosas. Por eso, durante el resto de su estancia, el jeque tiene la intención de acabar su trabajo recluido en su suite, que, desde luego, es lo bastante grande para adecuarse a sus necesidades. Y esa es la razón de que te hayan designado para trabajar exclusivamente para él.
Hannah se mostró confusa.
–¿Se refiere a hacerle la cama y cambiarle las toallas?
–Por supuesto, pero también le servirás las comidas y te asegurarás de que siempre haya bebidas y aperitivos para sus invitados, de que los floreros estén llenos de agua, de ordenar la suite cuando él salga y de que nadie entre en ella sin autorización. Aunque las medidas de seguridad del hotel son eficaces, no existe la seguridad total. Pero si hasta se han colado intrusos en el palacio de Buckingham, ¿verdad? ¿Te ves capaz de hacer lo que te pido, Hannah?
La reacción instintiva de Hannah fue negarse, alegar que solo era una camarera, que no estaba tan segura de sí misma como para servir a un rey del desierto y que era algo más que una limpiadora para dedicarse a llenar los floreros de agua.
–¿No hay nadie que quiera hacerlo? ¿Alguien con más experiencia?
–Claro que sí. Estoy segura de que habría una cola de empleadas de aquí a Cagliari, la capital, pero ninguna posee tus características, Hannah. Eres una joven con la cabeza sobre los hombros que no se dejará seducir por el brillo de unos ojos negros y por un cuerpo que hace estremecerse a las mujeres.
Madame Martin se percató de repente de lo que decía, recobró la compostura y miró a Hannah con gravedad.
–¿Aceptas la tarea? ¿Puedo informar favorablemente a tus superiores de Londres?
Hannah tragó saliva al darse cuenta de que iba a resultarle imposible negarse. Un ascenso temporal era bueno, sin lugar a dudas, la oportunidad que esperaba de que le subieran el sueldo; una subida que le posibilitaría comprar un pisito algún día, tener un hogar propio y, por fin, echar raíces.
–¿Lo harás, querida? –preguntó madame Martin con amabilidad.
Hannah tragó saliva de nuevo para deshacer el nudo que tenía en la garganta al tiempo que se preguntaba por qué reaccionaba de forma tan estúpida cuando alguien le hablaba de manera afectuosa.
¿Porque no estaba acostumbrada o porque desconfiaba?
Asintió y trató de sonreír.
–Será un honor, madame Martin.
–Muy bien. Entonces, ven conmigo para que te enseñe la suite de Su Majestad.
Hannah la siguió por anchos pasillos con vistas al puerto. El cielo era de un intenso azul. Todos los días eran iguales, como la perfecta ilustración de un libro. No había llovido en aquel paraíso desde su llegada, y a veces le costaba creer que estuviera allí.
¿Quién se lo habría imaginado? La humilde Hannah Wilson viviendo en un complejo hotelero de lujo en Europa; la huérfana sin raíces que siempre había tenido que ingeniárselas con lo que había trabajando en un hotel de lujo, donde se alojaban príncipes y magnates, ricas herederas y estrellas de cine. Y un jeque.
¡Un jeque para el que trabajaría en exclusiva!
–Debes seguir siendo discreta –dijo madame Martin–. Cuando llegue el jeque a la suite, le preguntarás qué desea y lo obedecerás inmediatamente.
–¿Y si no desea nada?
–Te irás rápidamente y esperarás instrucciones. Te han trasladado a una habitación de empleados en el mismo pasillo que la suite. ¿Puedo confiar en ti, Hannah?
–Sí, madame Martin.
–Otra cosa –la francesa susurró como si estuviera conspirando–. El jeque es famoso por ser un hombre de gran, cómo decirlo, apetito.
–¿Le gusta comer?
–No, no me refiero a eso –respondió madame Martin negando con la cabeza con impaciencia–, sino a que puede que tenga invitadas y, si tienes que relacionarte con ellas, trátalas como si fueran princesas, que probablemente sea lo que ambicionen –concluyó con una risa seca–. ¿Está claro, Hannah?
–Sí, madame –contestó ella mientras se montaban en el ascensor. Madame Martin introdujo una tarjeta que daba acceso al lujoso ático, al que llegaron en unos segundos. Hannah vio a dos hombres corpulentos, con cara de póquer, a cada lado de la puerta de entrada y parpadeó. ¿Esos bultos de sus bolsillos serían pistolas? Supuso que sí. De pronto se dio cuenta de en qué se había metido y sintió un escalofrío de aprensión.
–Voilà! Ya hemos llegado –dijo madame Martin–. Vamos.
Madame Martin llamó a la puerta, sin obtener respuesta, la abrió y entró. Hannah creía estar preparada para cualquier cosa: bailarinas, un harén… o una habitación llena de humo en la que se jugaba a las cartas apostando muy fuerte.
Sin embargo, no estaba preparada para lo que tenía delante de los ojos: al jeque en persona. Después de lo que le había contado madame Martin, no la habría extrañado verlo tumbado medio desnudo en uno de los suntuosos sofás de terciopelo, mientras una preciosa joven le aplicaba olorosos aceites, ni que llevara una túnica dorada que se balanceara al andar.
En realidad, estaba sentado a un escritorio que daba a una de las numerosas piscinas del hotel y no había ninguna túnica dorada a la vista. Llevaba pantalones oscuros y una camisa de un azul tan claro que parecía blanco, con los dos botones superiores desabrochados y las mangas subidas. Hannah percibió todo eso de forma automática, tal vez como un mecanismo de defensa, como si describir lo más común en él la fuera a proteger del impacto que la mirada de sus ojos negros le causaba.
Porque su rostro no era nada común. Era, indudablemente, uno entre un millón. Un rostro inolvidable, con aquellos pómulos altos y el cabello que brillaba como el alquitrán al sol. La piel aceitunada de sus facciones de halcón desprendía salud y vitalidad, y su barbilla era indiscutiblemente arrogante.
Pero eran los ojos lo que más atractivo resultaba. Ella se los había visto a distancia, pero, de cerca, eran inquietantes; más que inquietantes. Hannah tragó saliva. Eran duros, miraban sin pestañear, negros como el carbón. Y la miraban como si tuviera la nariz sucia o las axilas manchadas de sudor.
Hannah se removió, incómoda, bajo la intensidad de aquella mirada y comenzó a sacudirse el uniforme con las manos como si tuviera polvo
–Siento mucho molestarlo, jeque Al Diya –dijo madame Martin con suavidad–. Pero como nadie ha respondido cuando he llamado a la puerta, he supuesto que no había nadie.
–No le he oído llamar. Si lo hubiera hecho, le habría dicho que me dejara en paz –replicó el jeque agitando la mano con impaciencia para indicar la montaña de papeles que había frente a él–. Como ve, estoy ocupado.
–Desde luego, Majestad. ¿Quiere que volvamos en otro momento?
Kulal dejó la pluma en el escritorio y examinó a las dos mujeres: la matrona francesa, demasiado delgada, y la curvilínea camarera a la que había visto cruzando la terraza unos días antes. Hubiera preferido que no lo interrumpieran, ya que se hallaba en un estado muy delicado de la negociación. Pero, de repente, el tema de la energía solar se evaporó al ver que la camarera con cola de caballo se estiraba el uniforme.
¿Era un gesto inconsciente para atraer su atención a sus anchas caderas y sus abundantes senos? ¿O era deliberado? En cualquier caso, había dado en el blanco. Era indudable que ella sabía que su cuerpo iba a revolucionarle las hormonas, que era lo que, de forma muy inconveniente, le estaba sucediendo. Notó tirantez en la entrepierna al imaginarse trazando un lento recorrido con la lengua por aquellos magníficos senos.
Durante unos segundos maldijo a la Madre Naturaleza porque, ¿no eran todos marionetas de su necesidad de perpetuar la especie? Esa era la razón que subyacía a su instinto de poner en posición horizontal a la camarera lo más rápidamente posible, antes de embestirla con su masculinidad.
Esperaba hallar en sus ojos un desafío cómplice, ya que nunca había conocido a una mujer que se le resistiera a los pocos minutos de verlo. Pero la humilde camarera había bajado la cabeza, con las mejillas coloradas como una rosa, y examinaba con atención la alfombra persa.
No era habitual, reconoció él mientras se recostaba en la butaca.
–Ya que me han interrumpido –dijo con acidez– dígame a qué han venido.
–Iba a mostrarle a Hannah la suite, Majestad.
«Hannah». Era un nombre corriente, pero le gustaba.
–¿Para qué?
–Debido al enorme interés que su presencia ha despertado, y tras la desafortunada escena de anoche en el restaurante, hemos pensado que sería preferible que tuviera una camarera privada durante su estancia, dado que Su Majestad ha venido acompañado de un reducido séquito.
–¡Porque no quiero cargarme con la molesta acumulación del séquito de la corte! –le espetó Kulal–. Pruebe usted a viajar con mil quinientas toneladas de equipaje, como hacen algunos de mis vecinos del desierto. Llenaría todo el complejo hotelero con mis empleados y no habría sitio para nadie más.
–En efecto. Me imagino su aversión a esa pesadilla logística, Majestad –respondió madame Martin con diplomacia–. Por eso, uno de sus ayudantes nos ha pedido una camarera personal y hemos designado a Hannah, que, de ahora en adelante, estará exclusivamente a sus órdenes.
Kulal estaba acostumbrado a ese lenguaje: «órdenes», «exclusividad».
Palabras de posesión y control, adecuadas para un jeque. Pero habían adoptado un inesperado matiz erótico al aplicarlas a la camarera que tenía frente a sí y que seguía mirando la alfombra, con los hombros tensos. Si su lenguaje corporal indicaba algo era que no se sentía tan honrada como debería por su repentino ascenso. Y, a pesar de que él sabía que confraternizar con el personal era mala idea, tuvo que reconocer que esa inesperada reacción le resultaba emocionante.
–¿Qué te parece trabajar para mí, Hannah? –preguntó con suavidad.
Ella alzó la cabeza y a él le sorprendió el color de sus ojos. Eran azules como las aguamarinas que su madre solía llevar en el cuello, joyas caras que su padre le regalaba para tratar de compensar sus frecuentes ausencias. Como si unos cristales pudieran compensarlas. Pero su madre era débil y manipuladora, dispuesta a poner sus necesidades por encima de las de sus hijos. Kulal apretó los labios al tiempo que desechaba los desagradables recuerdos para escuchar la respuesta de la camarera.
–Estoy contenta de poder servirle en todo lo que pueda, Majestad.
Pronunció las palabras como si se las hubieran enseñado, y tal vez lo hubieran hecho. Kulal asintió y volvió a agarrar la pluma.
–Muy bien –dijo mientras tomaba uno de los documentos–. Pero no me molestes de ninguna manera. ¿Has entendido?
–Sí, Majestad –respondió ella en el mismo tono consciente de sus deberes. Kulal casi se sintió decepcionado cuando ella hizo una reverencia y se marchó rápidamente, como si estuviera deseando alejarse de él.
NO ME molestes». Esa había sido la única instrucción del jeque al enterarse de que trabajaría para él, pero Hannah se preguntó cómo reaccionaría el poderoso Kulal al Diya si supiera hasta qué punto la molestaba él a ella.
Ojalá no la mirase así.
Ojalá no la hiciera sentirse de aquel modo.