El caballo de Hierro - Zane Grey - E-Book

El caballo de Hierro E-Book

Zane Grey

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Edición exclusiva de la famosa obra de Zane Grey, nacido en Zanesville (Ohio), 1875. La ciudad había sido fundada a finales del siglo XVIII por un antepasado suyo, el coronel Ebenezer Zane. Allí oyó contar las hazañas de los pioneros irlandeses y se despertó en él un apasionado interés por lo referente a la colonización de Norteamérica. En plena Guerra de Secesión (1862), el presidente Lincoln aprobaba el proyecto de un ferrocarril que uniese el Atlántico con el Pacífico. Dos grandes compañías, con subvenciones del gobierno de Washington y sin entrar en territorio sudista, llevarían a cabo la colosal empresa. La Central Pacific partiría de San Francisco (California) y la Union Pacific lo haría desde Omaha (Nebraska). En California abundaban los inmigrantes orientales, y un gran número de chinos fueron contratados por su fama de mano de obra sufrida. Había que salvar el obstáculo de Sierra Nevada y cruzar las áridas altiplanicies, hasta llegar al Gran Lago Salado. La Union Pacific —que, aparte de las dificultades topográficas, tenía que hacer frente a los ataques de las tribus indias— empleó a los duros irlandeses. Unos y otros —irlandeses por el Este y chinos por el Oeste— hicieron posible, en muchos casos a costa de perder la vida, el tendido del ferrocarril transcontinental. En el capítulo XXXV, Zane Grey ofrece una breve crónica periodística acerca del trascendental acontecimiento de aquel día de 1869 en que llegaron hasta Promontory Point trenes especiales del Este y del Oeste. El gobernador de California y presidente de la sección occidental de la línea férrea, recibió al vicepresidente de los Estados Unidos y a los directores de Union Pacific. Los mormones de Utah acudieron en nutrido grupo, así como oficiales y soldados de uniforme. Los trabajadores irlandeses y afroamericanos del Este se mezclaban con los chinos y mexicanos del Oeste. Para fijar el raíl que establecería la unión, Nevada había enviado un roblón de plata y una traviesa de laurel; Arizona había regalado otro formado por una aleación de hierro, plata y oro; y el roblón que se colocaría al final, de oro macizo, era obsequio de California. Cuando remachasen ese último roblón, la tan esperada noticia, recibida en toda América gracias al telégrafo, encontraría eco en el tañido de la campana de la Libertad (Filadelfia) y en los cien cañonazos que se dispararían en Omaha, San Francisco y Nueva York. La conquista del Oeste la llevaron a cabo hombres de toda índole y condición. En aquellas oleadas humanas afloraban todos los sentimientos y pasiones, desde las más sublimes virtudes hasta los vicios más bajos. Una multitud en la que se mezclaban magnánimos exploradores con traficantes mezquinos; honrados y laboriosos colonos con vagos y desaprensivos forajidos; ciudadanos pacíficos con violentos pistoleros; el minero ingenuo con el zorruno tahúr; las pocas doncellas con las muchas prostitutas y los rudos cowboys con los huidizos cuatreros.

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El caballo de hierro
Zane Grey
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Publishers S.L.
Todos los derechos reservados. Introducción y traducción: José María Pallarés.
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción al autor y a su obra
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Introducción al autor y a su obra
Por José María Pallarés
La novela del Oeste no tiene porque ser considerada como ungénero menor dentro de la literatura narrativa. Es evidente que la proliferación de estas novelas ha degradado la calidad literaria de las mismas, pero dicha degradación no es consustancial al género en sí. Las obras de Zane Grey  deben situarse en la misma línea de los poemas épicos antiguos y de los cantares de gesta medievales, sin olvidar su paralelismo con los libros de caballería prerrenacentistas. Se trata de una aproximación a la realidad histórica, pero a través de la tradición popular que idealiza a sus héroes y engrandece las hazañas por ellos realizadas.
El mundo de Zane Grey es muy distinto del nuestro y sus personajes se pierden en un lejano horizonte. La conquista del Oeste (la gran epopeya de Norteamérica), lo mismo que la Reconquista española, pertenece a una etapa histórica durante la cual se estaba formando una nación. Cuando se pierde el interés por ese pasado, la lectura de los relatos épicos se convierte en un mero entretenimiento o evasión.
El objetivo primordial de esta introducción es el de posibilitar al máximo la lectura compresiva de las obras de Grey. Para ello es preciso conocer el marco geográfico y el contexto histórico de los acontecimientos; los ideales y el carácter de los personajes, así como el valor literario de los relatos. Establecidas estas premisas, su lectura no solo resultará más interesante, sino también más enriquecedora.
EL AUTOR
Zane Grey nació en Zanesville, estado de Ohio, el 31 de enero de 1875. La ciudad había sido fundada a finales del siglo xviii por un antepasado suyo, el coronel Ebenezer Zane, y toda ella era un recuerdo histórico. Allí, al calor de un hogar en donde los rescoldos no se habían apagado, oyó contar las hazañas de los pioneros irlandeses y se despertó en él un apasionado interés por todo lo referente a la colonización de Norteamérica. La herencia de aquel glorioso pasado quedaría consignada más tarde en sus novelas.
Una vez terminados sus estudios, ejerció como dentista en Nueva York (1898-1904) al tiempo que, siguiendo su vocación de escritor, también se dedicaba al periodismo. En 1904 editó su primera novela, La heroína de Fort Henry, basada en el diario del coronel Ebenezer Zane y en los relatos que la misma protagonista Betty Zane (título original de la novela) había comunicado de viva voz a sus familiares cuando ya era anciana. Al año siguiente publicó El espíritu de la frontera, obra que, como la anterior, narra la historia de sus antepasados y que lograría ser un bestseller. A partir de entonces se dedicó por entero a escribir y a viajar.
Como primera medida abandonó Nueva York, ciudad ya demasiado grande, y se trasladó a una casa de campo a orillas del río Delaware, en donde el contacto fecundo con la naturaleza le avivó el espíritu. Después, viajero incansable, recorrería todo el territorio de la Unión, experimentando en sí mismo la influencia del entorno físico sobre el hombre. En los bosques y en las praderas se hizo cazador; en las llanuras se unió a las caravanas que se dirigían hacia el Oeste; tragó polvo al cruzar los desiertos y en los ríos de curso rápido practicó la pesca del salmón. En el Far West conoció al coronel Jones (el famoso Buffalo Jones citado en La estampida) y los apasionantes relatos que oyera contar a ese legendario héroe de la frontera pasarían a las páginas de sus novelas. Por su fidelidad a la historia y a sus protagonistas, así como al marco geográfico y a los distintos ambientes, sus creaciones literarias alcanzan un alto grado de autenticidad.
Tras haber realizado un largo viaje a Australia y a Nueva Zelanda, Zane Grey murió en Altadena (California) el 23 de octubre de 1939. Dejaba como legado más de medio centenar de novelas, aparte de numerosos cuentos y poemas. Aunque otros autores —James Fenimore Cooper (1789-1851) y Mark Twain (1835-1910)— habían dedicado algunas de sus obras a narrar las hazañas de los pioneros, sería Zane Grey quien diese a conocer al mundo entero la gran epopeya del Oeste americano. Al cumplirse el primer centenario del nacimiento de este insigne narrador, sus novelas se habían traducido a los idiomas de mayor difusión y de ellas se habían vendido unos 20 millones de ejemplares.
EL MARCO GEOGRÁFICO
En los relatos de Zane Grey, del mismo modo que en la historia de los Estados Unidos de América, el factor geográfico tiene una importancia trascendental. Hasta comienzos del siglo xx, la nueva nación era ante todo una realidad eminentemente geótica y si el europeo se transformó en americano, ello fue debido fundamentalmente a la impronta del medio físico. El encuentro del hombre de Europa con las tierras de América dio como resultado un pueblo nuevo, con unas características propias.
Por razones religiosas, económicas y sociopolíticas, fueron numerosos los europeos occidentales (ingleses, franceses, irlandeses y escoceses) que, como si escapasen de un callejón sin salida, marcharon a Norteamérica. Aquel inmigrante europeo, que llegaba agobiado por el peso de cuatro mil años de historia y con los pies cansados de recorrer caminos demasiado hollados, se encontró allí frente a un amplio horizonte que le permitía mirar en todas direcciones. Ante él se extendían territorios que parecían infinitos, sin fronteras y sin caminos. Era algo así como el reencuentro del hombre con la tierra.
Ese predominio absoluto del espacio sobre el tiempo determinó un modo de vida totalmente distinto al de la vieja Europa. En la coordinación de espacio y tiempo que requiere el acontecer histórico, la primera magnitud se imponía a la segunda (exactamente al revés de lo que sucede hoy) y ello resultaba beneficioso para aquellos hombres que emprendían un largo camino. El avance hacia el Oeste —exploración y conquista, asentamiento y colonización— tenía que ser necesariamente lento. Para conseguir sus propósitos y para que naciese un nuevo hombre libre, los pioneros tenían que transformarse durante el camino y sepultar su pasado en aquellas tierras vírgenes. El territorio no solo daría cuerpo a la nueva nación, sino que tomaría parte activa en su historia.
El esquema geomorfológico de toda la América septentrional, y de los Estados Unidos en particular, es muy sencillo y claramente diferenciado. De Norte a Sur, en el sentido de los meridianos, se desarrollan las grandes montañas (las cordilleras costeras y las Rocosas, en el sector occidental, y los montes Allegheny, así como los Apalaches, en el sector atlántico) y discurren los caudalosos ríos. El avance humano —conquista, poblamiento y colonización— seguirá, por el contrario, el sentido Este a Oeste. Los primeros inmigrantes llegados de las islas Británicas se establecieron en el litoral atlántico, donde las características geográficas eran muy similares a las de Europa occidental, y allí fundaron trece colonias. Las formas de vida de aquellos hombres se diferenciaban muy poco de las europeas. Pero la aventura de lo desconocido les aguardaba más allá de las crestas azules de las montañas, en el inmenso corazón del nuevo continente.
La ausencia de pronunciados relieves y las vías naturales de penetración (el río San Lorenzo y el Ohio lo son por antonomasia) facilitaron el avance de la colonización. Gracias a los numerosos ríos, muchos de los cuales iban a desembocar en el Mississippi («padre de las aguas»), la cordillera de los Apalaches y los montes Allegheny no representaron una barrera infranqueable para los atrevidos pioneros. A partir de entonces, y durante casi dos siglos, la frontera se fue desplazando hacia el Oeste. Pero antes de llegar a la costa del Pacífico, las caravanas primero y más tarde el ferrocarril tendrían que cruzar las grandes llanuras de la depresión central, las montañas Rocosas y los interminables desiertos del Suroeste.
El primer paso, no exento de dificultades, permitió a los colonizadores establecerse en las fértiles tierras del Middle West. (A esta etapa de la colonización americana hace referencia la primera novela de Zane Grey, La heroína de Fort Henry). Pero el Oeste americano propiamente dicho, el legendario Oeste de las caravanas y de los vaqueros, comienza más allá del Mississippi. Una enorme extensión de tierras llanas que van ascendiendo paulatinamente, desde la margen derecha del gran río (a unos 200 metros sobre el nivel del mar) hasta la vertiente oriental de las montañas Rocosas, en donde las praderas alcanzan los 600 metros de altitud. Por su morfología y por su clima, la gran llanura difería mucho de cuanto habían conocido aquellos hombres en Europa o en América. Para los que se arriesgaron a seguir adelante, la adaptación al nuevo hábitat supuso una profunda transformación.
Al otro lado de las Rocosas se encuentran las áridas y desoladas tierras del Far West; una zona de altas mesetas, con altitudes entre los 1.000 y los 2.000 metros, que se extiende desde las montañas y valles de Wyoming e Idaho hasta los desnudos desiertos de Arizona y de Nuevo México, en donde el saguaro de grandes proporciones constituye la única vegetación. Es allí, en medio de un mar de arena y bajo un sol abrasador, donde hombre y caballo se sienten más solos e impotentes.
La meseta de Columbia (estados de Oregón e Idaho) presenta como principales accidentes geográficos el gran cañón excavado por el río Salmon, afluente del Snake, las montañas Azules y en el ángulo sudoriental, al pie de los montes Wasatch, el Gran Lago Salado (Great Salt Lake, Utah). La amplia depresión tectónica formada entre Sierra Nevada y las Rocosas recibe el nombre de Gran Cuenca, y corresponde al estado de Nevada. La aridez de esta región aumenta hacia el Sur y alcanza su mayor intensidad en el Valle de la Muerte, terrible desierto de caracteres saharianos en el que predominan las dunas de arena.
La tercera gran altiplanicie del Lejano Oeste es la del Colorado, en los estados de Arizona y de Nuevo México, que se caracteriza por sus interminables desiertos y por las profundas gargantas abiertas por el curso violento de los ríos. El Gran Cañón, con sus murallones de casi 2.000 metros de altura, constituye un gran fenómeno geológico de sorprendente belleza. Al este de la altiplanicie del Colorado, sobre la frontera de los estados de Nuevo México y de Texas, se encuentra el Llano Estacado.
Las referencias a estas agrestes regiones, que por su acusado carácter se erigen en coprotagonistas, son continuas en las novelas de Zane Grey y su descripción ocupa gran número de páginas. En La estampida se habla de las praderas, en donde pacen los grandes rebaños de búfalos, y del Llano Estacado, último reducto de los comanches. En Elcaballo de hierro se sigue el tendido del ferrocarril Union Pacific a lo largo de las grandes llanuras y a través de las montañas Rocosas, hasta llegar a Promontory Point en el estado de Utah. Y, para que la referencia al marco geográfico quede completa, en La herencia del desierto se describen de forma magistral el desierto de Arizona y el Gran Cañón del Colorado.
LOS HABITANTES DE LAS GRANDES LLANURAS
Antes de la llegada del hombre de rostro pálido, Norteamérica estaba habitada desde hacía miles de años por los pieles rojas. Durante la glaciación Würm o Wisconsin, que afectó a Eurasia y a América septentrional, Alaska permanecía unida a la Siberia nororiental mediante un istmo de 80 kilómetros de longitud. Entonces se inició el poblamiento de América. Pueblos cazadores de origen asiático atravesaron el actual estrecho de Bering en etapas sucesivas y se fueron estableciendo a lo largo y ancho del territorio. Cuando llegaron los primeros europeos, la población amerindia se encontraba muy esparcida y diluida (un habitante por cada 10 kmcuadrados, aproximadamente) en lo que hoy es Estados Unidos.
Los pieles rojas pertenecían a diversas razas y pueblos, hablaban distintas lenguas, en torno a sus jefes se agrupaban en tribus y podían disponer de grandes extensiones de terreno. Entre grupos próximos era frecuente la rivalidad y muchas tribus desconocían la existencia de las otras. Formaron confederaciones, como la de las Cinco Naciones (mohawks, oneidas, onondagas, senecas y cayugas), y entre tribus distintas se establecieron pactos, pero nunca llegaron a constituir una nación. Muchos de esos pueblos eran nómadas y, aunque con el tiempo llegarían a ser unos extraordinarios jinetes, en la época anterior a la colonización blanca se veían obligados a recorrer largas distancias a pie. La tienda de pieles o wigwam era el tipo de vivienda más generalizado y solo algunas tribus del Suroeste, como los indios pueblo, habitaban en construcciones de barro o en casas excavadas en las paredes rocosas.
Los indios norteamericanos se hallaban distribuidos por distintas áreas geográficas y, como consecuencia, sus modos de vida eran diferentes. Para no alargarnos en la exposición, los vamos a dividir en dos grandes grupos: los que habitaban en los bosques del sector oriental y los que acampaban en las grandes llanuras. Los primeros, además de la caza y de la pesca, practicaban la agricultura en la medida que se lo permitía el clima de la región. En todo caso, se trataba de una agricultura muy precaria y reducida a unos pocos cultivos (maíz, fríjoles, calabazas, etcétera). Iroqueses, hurones, wyandots, senecas, shawnees, delawares y semínolas, son quizá los más conocidos. Muchos topónimos actuales hacen referencia a sus antiguos pobladores y la reserva india de Cornplanter, en el estado de Nueva York, lleva el nombre de un famoso jefe seneca. En La heroína de Fort Henry, cuya acción transcurre en la amplia cuenca del Ohio, se mencionan algunas de esas tribus, así como el nombre de sus principales jefes.
Las tribus nómadas de cazadores —cheyennes, arapajos, dakotas, iowas, kiowas, comanches, pies negros, apaches, navajos, piutes, sioux, mohaves, yumas, etc. — se encontraban al otro lado del Mississippi. La vida de esos indios estaba estrechamente ligada a la de otro habitante genuino de las praderas: el bisonte americano o búfalo. Como la caza era muy abundante tenían asegurado el sustento. Además, con la piel de dicho animal fabricaban sus propios vestidos y las tiendas en donde habitaban; con el sebo hacían velas para el alumbrado y, al no disponer de leña en las praderas, utilizaban los excrementos secos de búfalo como combustible. Dado que el bisonte —animal providencial que el Gran Espíritu había colocado en las llanuras— constituía la base de la economía india, es de todo punto comprensible que las tribus más belicosas (sioux, apaches, comanches, etc.) desenterrasen el hacha de guerra para defender a los rebaños contra la amenaza de los cazadores blancos.
A diferencia del caballo (introducido por los españoles a mediados del siglo XVI), el búfalo es uno de los animales más representativos de la fauna norteamericana. Su existencia es muy anterior a la del hombre, y varios milenios antes de que se poblase América septentrional ya se encontraban esparcidos por todo el territorio. Los rebaños salvajes, guiados por sus jefes y movidos por su propio instinto, llevaban a cabo migraciones estacionales en busca de los mejores pastos. Pero, con el transcurso del tiempo, los búfalos se vieron obligados a emigrar de las regiones orientales e ir a reunirse con las grandes manadas que recorrían la llanura central. Según algunas estimaciones, la cabaña de bisontes superaba entonces los 60 millones de cabezas.
A medida que los colonizadores hicieron avanzar la frontera hacia el Oeste, fueron cambiando la fisonomía de las grandes llanuras y las formas de vida allí existentes. Los pieles rojas, habitantes autóctonos del territorio y protectores de los rebaños, fueron desterrados de las praderas y los búfalos exterminados. De aquellas enormes manadas, que a veces superaban el millón de cabezas, solo quedan algunos miles de ejemplares que, tristes y vencidos, deambulan por el reducido espacio de los Parques Nacionales. En menos de un siglo, los nuevos americanos dilapidaron «la herencia viva de un millón de años» y los indios, confinados en las reservas, pasaron a ser anécdota; pasado más que presente.
El drama histórico de los habitantes de las praderas queda bien patente en los relatos de Zane Grey, sin que la narración novelada destruya la veracidad de los hechos. La irracional matanza de búfalos por parte de los cazadores blancos y la guerra contra las tribus indias del Llano Estacado constituyen el tema de La estampida. Para el cazador indio de arco y flechas era inconcebible que los búfalos, tan numerosos como los granos de arena del lecho de los ríos, pudieran desaparecer. Ellos nunca mataban más animales de los que podían utilizar y el número de búfalos muertos siempre era considerablemente inferior al de los nacidos durante el año. De esa forma los rebaños no cesaban de aumentar. Pero los cazadores blancos tenían otros propósitos; mataban para enriquecerse.
Cuando los cazadores de la tribu daban muerte a un bisonte, acudían inmediatamente las squaws, provistas de sus rudimentarios instrumentos de pedernal y de hueso, para desollarlo y cortar su carne, que transportaban al campamento. Realizada la tarea, solo quedaba un enorme esqueleto blanco sobre la verde hierba. En contraste con ese aprovechamiento que los indios obtenían del animal muerto, los cazadores advenedizos se limitaban a arrancarle la piel. Tras una jornada de caza implacable, los rifles de repetición dejaban centenares e incluso miles de búfalos muertos en medio de la pradera. Cada equipo de cazadores se esforzaba en conseguir el mayor número de pieles, pero el afán de matar era tan desmedido que después resultaba prácticamente imposible desollar todos los animales muertos. En muchos casos ni siquiera la piel iba a ser utilizada. La carne de aquellos enormes animales, algunos de los cuales llegaban a pesar una tonelada, quedaba para los coyotes.
Además, la matanza indiscriminada de búfalos adultos dejaba desamparados a muchos terneros. Estos, en su mayoría condenados a morir de hambre o a ser devorados por los lobos, iban errantes de un lado a otro. De cuando en cuando, alguno de los recién nacidos reconocía a su madre muerta y no quería abandonarla. El ternerillo hambriento olfateaba el cuerpo desollado de su madre, extrañamente ensangrentado e inerte, e intentaba reanimarlo. A su lado permanecerá hasta que vuelva el cazador blanco o se acerquen los coyotes.
Esta escena, con tanto realismo descrita por Zane Grey, debió de ser presenciada no pocas veces por el coronel Jones a quien, por su empeño en proteger a los terneros, se le aplicó el apodo de «Buffalo Jones». Su coetáneo William Frederick Cody, por el contrario, se hizo famoso por haber matado en año y medio más de cuatro mil búfalos. Pero Buffalo Bill, el último cazador romántico de las llanuras, mataba para abastecer de carne a los mil doscientos empleados de la Kansas Pacific Railroad.
El tráfico de pieles resultaba un negocio muy lucrativo. Como consecuencia, el número de cazadores iba en aumento y cada año los rebaños disminuían, por término medio, en un millón de cabezas. Ante el peligro de que los búfalos desapareciesen, los gobiernos de los estados afectados tomaron cartas en el asunto. Kansas y Colorado habían dictado leyes prohibiendo la matanza de búfalos; pero en Texas tales medidas encontraron una fuerte oposición.
Los cazadores y los traficantes de pieles eran los más interesados en que no se promulgasen leyes restrictivas y contaban con el apoyo de los militares. Estos, a su vez, consideraban a los equipos de cazadores como fuerzas de choque para luchar contra los indios. Así lo entendía el general Sheridan, que se encontraba en San Antonio al mando del departamento del Suroeste, quien, después de atacar el sentimentalismo de senadores y diputados, proponía condecorar a los cazadores con una medalla en cuyo anverso figurase un búfalo muerto y en el reverso el cadáver de un piel roja. El simbolismo, por desgracia, no podía estar más lleno de sentido.
Aunque el verdadero protagonista de La estampida es el búfalo, Zane Grey crea los personajes de Thomas Doan y de Milly Fayre, cuyo protagonismo es meramente funcional, con el fin de hilvanar la trama y lograr una visión dialéctica. Milly encarna la conciencia del autor y es la antítesis de todo cuanto hemos dicho acerca de estos desaprensivos cazadores. Mientras que estos —obsesionados por exterminar a los indios y poder cazar búfalos a mansalva— atribuyen a los pieles rojas muchos crímenes perpetrados por los blancos, aquella justifica los ataques de comanches y cheyennes que se limitan a defender sus dominios. No es el hambre lo que mueve a los cazadores de búfalos a matar y, por afán de lucro, les roban el alimento a los indios. Milly se opone a tan injusta e irracional hecatombe y, como exigencia de su amor, pide a Doan que abandone aquel horrible trabajo. La aspiración de ambos, como la de gran número de familias llegadas del Este, es la de poseer un rancho en aquellas fértiles tierras.
Tanto el indio como el búfalo son tratados con profunda admiración y respeto en las novelas de Zane Grey. El autor presenta a los pieles rojas tal y como fueron, sin prejuicios y con imparcialidad. Ni los hechos históricos pierden su veracidad, ni las descripciones carecen de realismo. Las virtudes naturales del indio —nobleza y bravura, sinceridad de palabra y de sentimiento, amor a la familia y respeto a los ancianos, obediencia a los acuerdos del consejo y fidelidad a los pactos— están bien patentes, así como la pereza, quizá su mayor defecto, el implacable deseo de venganza y la crueldad. Estas dos últimas actitudes muy radicalizadas, aunque en un contexto de reivindicaciones justas. Frente a los intereses de los colonos advenedizos, se les reconoce a los indios la propiedad de las tierras por ellos habitadas durante miles de años y el derecho a defender a los rebaños de búfalos salvajes.
«Los hombres blancos cambian sus amores y sus esposas, y eso nunca lo hacen los indios.» Esa es una de las diferencias fundamentales entre pieles rojas y rostros pálidos; una lección que el autor quiere que aprendamos. Así se presenta el amor de Myeerah —hija de Tarhe, el poderoso jefe de los hurones— por Isaac Zane en La heroína de Fort Henry y el de Mescal, joven india de la tribu de los navajos, por Jack Hare en La herencia del desierto. Un amor ideal, fuerte y constante, que salva de los peligros, de la enfermedad y de la muerte. Dos ejemplares historias de amor, cuya verdad existencial representa un estímulo para la conducta humana. A ese mismo nivel paradigmático, tan acorde con la intención moralizadora del autor, se establece la relación de amistad entre los mormones y los navajos (La herencia del desierto) ytambién la de algunos blancos entre sí.
El tercer habitante de las llanuras, el mustang o caballo salvaje del Oeste, también ocupa un lugar de honor en las narraciones de Zane Grey, y en algunos casos, como el de Silvermane en La herencia del desierto, se erige en protagonista. Acerca de su origen se habla en el primer capítulo de La estampida, cuando se hace referencia a la expedición de Francisco Vázquez de Coronado durante los años 1540-1542. Aquel grupo de españoles, unos mil quinientos entre soldados y colonos, fueron los primeros hombres blancos que penetraron en las grandes llanuras desérticas del Suroeste y en las praderas contemplaron los rebaños de búfalos, en tanto número como las ovejas en Castilla. Divididos en tres grupos, recorrieron Sonora, Arizona y Nuevo México; descubrieron el Gran Cañón del Colorado y, tras atravesar el río Pecos y cruzar el Llano Estacado, llegaron hasta Kansas. Durante aquel largo viaje sufrieron numerosas bajas y muchos corceles árabes de la más pura sangre quedaron en libertad. De aquellos caballos españoles desciende el mustang.
LA CONQISTA DEL OESTE
Tras la Declaración de Independencia (Congreso de Filadelfia, 4 de julio de 1776) la frontera del Oeste no era tanto una línea de demarcación geográfica cuanto «una amplia franja espumosa que marcaba el avance de las oleadas humanas». En dicha zona, cuya vigilancia estaba a cargo del ejército, se construyeron fortificaciones, con una función muy similar a la de los castillos medievales, en torno a las cuales surgieron pequeños núcleos de población. Allí, donde la vida transcurría en lucha contra los indios y la naturaleza salvaje, se forjaron unos tipos humanos —los hombres de la frontera— cuyo denominador común era la agresividad. Hombres como Daniel Boone, los hermanos Zane, los Mac Colloch y Lew Wetzel, que no podían vivir sino a la vanguardia de las sociedades humanas, con el espacio libre ante sus ojos. El espíritu de lucha de aquellos hombres —con tanta fidelidad reflejado en La heroína de Fort Henry y en El espíritu de la frontera, las dos primeras novelas de Zane Grey— hizo posibles la conquista y colonización del Oeste americano.
A mediados del siglo xix las grandes llanuras, solo parcialmente explorados por Lewis y Clark en 1804-1808, todavía no habían sido pobladas por los blancos y el río Mississippi era considerado como la frontera india permanente. Aquella inmensa planicie, a la que se aplicaba el nombre genérico de gran desierto, resultaba poco propicia para el asentamiento humano, debido a que el agua escaseaba y carecía de madera con la que construir viviendas. Pero lo que parecía no apto para los colonos blancos sí lo podía ser para los pieles rojas y, siguiendo la política de migraciones forzadas iniciada bajo el mandato del presidente Andrew Jackson, los indios del Este fueron obligados a trasladarse a las tierras situadas más allá del Mississippi.
En 1848 California, mediante el tratado de Guadalupe Hidalgo, pasó a formar parte de los Estados Unidos y ese mismo año se descubrió oro en el valle del Sacramento. A partir de entonces ya no se respetaron fronteras y los pactos con los indios fueron violados; la dramática carrera hacia el oro había comenzado. Innumerables caravanas emprendieron el camino y, tras dejar jalonadas de tumbas las rutas de Santa Fe y de Oregón, algunas llegaban a su destino. Una muchedumbre de aventureros, en su mayoría dispuestos a matar por un puñado de oro, pobló la región. En 1860, diez años después de constituirse en estado, California contaba ya con unos cuatrocientos mil habitantes.
Por aquella misma época los mormones, dirigidos por Brigham Young, se habían establecido a orillas del Lago Salado y fundado Salt Lake City en el año 1847. La larga y penosa peregrinación a través del desierto, en busca de una tierra nueva donde poder practicar libremente su religión, puso a prueba la gran fortaleza de espíritu de aquellas gentes. Desde el Lago Salado hasta el Gran Cañón del Colorado, fundaron numerosas comunidades que, con extraordinaria tenacidad, lograron cultivar extensas zonas de aquellas áridas tierras. En 1850 el Territorio de Utah, gobernado por los mormones, pasó a formar parte de la Unión.
En La herencia del desierto se narra la historia de una de esas comunidades pacifistas que practicaban la poligamia y vivían en amistad con los indios.
Las grandes distancias entre el Mississippi y la costa del Pacífico hacían necesarios unos medios de comunicación más rápidos que las caravanas de carromatos entoldados, tirados por caballos o bueyes. Los jinetes del Pony Express se encargaban del correo y las diligencias del transporte de pasajeros. A partir de 1854 ya puede hablarse de rutas regulares de diligencias; pero hasta que no llegase el ferrocarril, el avance de la colonización sería muy lento. Mientras tanto, Hiram Sibbey, presidente de la Western Union, conseguía una subvención del gobierno para el tendido telegráfico en las regiones del lejano Oeste. En 1860 el telégrafo, a través de Sierra Nevada, unía San Francisco con Carson City y, al año siguiente, llegaba hasta Salt Lake City. El 24 de octubre de 1861 se transmitía el primer mensaje de costa a costa. Sin embargo, faltaba el medio de transporte de masas que permitiese a los colonos llegar a las nuevas tierras sin necesidad de utilizar las lentas carretas ni apretujarse con sus bártulos en las estrechas diligencias.
En la mitad oriental de los Estados Unidos, al igual que en Europa, existía desde 1830 el ferrocarril y su velocidad media alcanzaba los 40 kilómetros hora. Cada uno de los estados del Este se preocupó por el tendido de líneas locales y en 1860 las vías férreas alcanzaban una longitud de 50.000 kilómetros (los Estados del Norte disponían de unos treinta y cinco mil y los estados del Sur apenas llegaban a la mitad). Pero, a excepción de la línea Hannibal Saint Joseph (año 1859), el ferrocarril no había logrado pasar al lado oeste del Mississippi. El 1 de junio de 1862, en plena Guerra de Secesión, el presidente Lincoln aprobaba el proyecto de un ferrocarril que uniese el Atlántico con el Pacífico. Dos grandes compañías, con subvenciones del gobierno de Washington y sin entrar en territorio sudista, llevarían a cabo la colosal empresa. La Central Pacific partiría de San Francisco (California) y la Union Pacific loharía desde Omaha (Nebraska), ciudad situada al norte de Saint Joseph. En California abundaban los inmigrantes de origen oriental, y gran número de chinos, la mano de obra más sufrida y más barata, fueron contratados; había que salvar el gran obstáculo de Sierra Nevada y cruzar después las áridas altiplanicies, hasta llegar al Gran Lago Salado. La Union Pacific —que, aparte de las dificultades topográficas, tenía que hacer frente a los ataques de las belicosas tribus indias— empleó a los duros irlandeses. Unos y otros —irlandeses por el Este y chinos por el Oeste— hicieron posible, en muchos casos a costa de perder la vida, el tendido del ferrocarril transcontinental. El 10 de mayo de 1869 se unirían las dos líneas en Ogden, ciudad situada 16 kilómetros al este del Lago Salado.
En el capítulo XXXV de la novela Elcaballo de hierro, Zane Grey hace una breve crónica periodística acerca del trascendental acontecimiento. Promontory Point era el lugar elegido y aquel día de 1869 llegaron trenes especiales del Este y del Oeste. El gobernador de California, que a la vez era presidente de la sección occidental de la línea férrea, recibió al vicepresidente de los Estados Unidos y a los directores del Union Pacific. Los mormones de Utah acudieron en nutrido grupo, así como oficiales y soldados de uniforme. Los trabajadores irlandeses y negros del Este se mezclaban con los chinos y mejicanos del Oeste. Para fijar el raíl que establecería la unión, Nevada había enviado un roblón de plata y una traviesa de laurel; Arizona había regalado otro hecho con una aleación de hierro, plata y oro; y el roblón que se colocaría el último, de oro macizo, era obsequio de California. Cuando remachasen ese último roblón, la tan esperada noticia, recibida en toda América gracias al telégrafo, encontraría eco en el tañido de la campana de la Libertad (Filadelfia) y en los cien cañonazos que se dispararían en Omaha, San Francisco y Nueva York.
LOS VALORES HUMANOS DE LA OBRA
«Hay quienes han dicho que la verdadera historia la escriben los poetas. No es tan absurdo como parece. En realidad quieren decir que la imaginación de los pueblos (el famoso inconsciente colectivo) levanta mitos en los cuales se apoya la humanidad para hacer cristalizar una tradición y seguir adelante.
Los novelistas estamos en el mismo caso que los poetas y somos más responsables todavía de la “mitificación” que ayudará a entendernos y a entenderse entre sí a las generaciones venideras».
Estas frases de Ramón J. Sender, acerca del valor de la novela histórica, nos ofrecen una buena perspectiva para juzgar la obra de Zane Grey. El mito o idealización no es sinónimo de falsedad o mentira, sino que, por el contrario, suele ser algo fundamentalmente verdadero. Para los etnólogos, sociólogos e historiadores, el término mito tiene un significado de tradición sagrada y de revelación primordial. La función del mito es la de mostrar un modelo de conducta y conferir por eso mismo sentido y valor a la existencia humana. Y aunque hoy se rinde mayor culto al antihéroe, debido a la actual tendencia desmitificadora, no está claro que ello sea más beneficioso para el desarrollo de la persona humana. Si bien es cierto que una concepción mítica puede originar frustración, no lo es menos que la desmitificación sistemática conduce a una degradación espiritual. En todo caso, nuestra actitud crítica no debe orientarse en un solo sentido.
La conquista del Oeste la llevaron a cabo hombres de toda índole y condición. En aquellas oleadas humanas afloraban todos los sentimientos y pasiones, desde las más sublimes virtudes hasta los vicios más bajos. Una multitud en la que se mezclaban magnánimos exploradores con traficantes mezquinos; honrados y laboriosos colonos con vagos y desaprensivos forajidos; ciudadanos pacíficos con violentos pistoleros; el minero ingenuo con el zorruno tahúr; las pocas doncellas con las muchas prostitutas y los rudos cowboys con los huidizos cuatreros. Sin negar la existencia de todos esos tipos humanos, Zane Grey elige los protagonistas de sus novelas entre los primeros. La dicotomía entre buenos y malos no es tan nítida en la vida real como en la literatura; pero es válida como presupuesto de la creación artística y el pueblo así lo entiende.
Los héroes de Zane Grey son leales, generosos, veraces y justos. Aunque tienen algo de superhombres, son profundamente humanos y complejos, lejos de los héroes lineales de muchas novelas y películas. Además, en las narraciones de Grey no aparece ni elmenor atisbo de misoginia; hombre y mujer comparten indiscriminadamente el protagonismo y abundan las heroínas. La valoración del ser humano en lo mejor que tiene de sí mismo es constante. El autor, de acuerdo con unos principios éticos muy arraigados que en el fondo lo convierten en un moralista, hace prevalecer el bien sobre el mal, la verdad sobre la mentira, la justicia sobre la injusticia y el amor sobre el odio.
La acción se desarrolla en grandes escenarios, y ello no solo da pie a las magistrales descripciones de paisajes que enriquecen la obra, sino que además influye favorablemente en la conducta de los personajes. El hombre se encuentra en gran manera condicionado por el medio ambiente y los amplios espacios abiertos ensanchan su espíritu. Las mezquinas actitudes de tugurio no tienen cabida en las inmensas llanuras del Oeste y el largo camino hace nacer lealtades, que adquieren caracteres de rito. La naturaleza salvaje, término tan utilizado por Zane Grey, tiene el significado de naturaleza pura en donde el hombre recupera fuerza y libertad; un mundo inhóspito que quizá sea el más humano o, al menos, el más digno de serlo.
A menudo el autor toma como base hechos históricos y siempre, como periodista y costumbrista, refleja en sus obras ambientes y situaciones reales. Las cuatro novelas que constituyen esta Serie Zane Grey tienen valor de documento y, si sabemos prescindir de la trama argumental, nos dará a conocer aspectos de la historia de los Estados Unidos que no se encuentran en otros libros. Así sucede en El caballo de hierro respecto de la magna obra del ferrocarril Union Pacific o en La estampida acerca del exterminio de los bisontes americanos. Una historia viva que, a diferencia de la escueta enumeración de datos y fechas que aparece en los libros de texto, nos acerca a la realidad hasta el punto de sentirnos inmersos en ella.
EL CABALLO DE HIERRO
Capítulo I
A mediados del siglo pasado arrancaba del amplio Missouri, turbulento y ocre entre sus verdeantes márgenes, un camino que, siguiendo sus meandros, se internaba millas y más millas en las hermosas praderas de Nebraska, desviándose luego hacia el Oeste por las ondulantes llanuras con sus cañadas, sus lomas, sus interminables hileras de álamos hasta una vasta región de más accidentado suelo, Wyoming, donde pacían las manadas de búfalos, el lobo reinaba como dueño y señor, y la fogata del trampero alzaba su azulina espiral de humo al lado de algún riachuelo. Y más allá, cruzando baldíos y yermos de indecible monotonía, gríseos y vastos, solemnes y silenciosos bajo el cielo siempre azul; y aún más lejos, por los áridos riscos negruzcos, las estériles barrancas y los roquizos desfiladeros, refugio del anta y apostadero del salvaje al acecho. Luego, buscando lentamente el paso entre los enhiestos picachos y cruzando las ventosas altiplanicies hasta Utah con sus valles verdes como esmeraldas, sus cañones llenos de calina, sus maravillosos acantilados en los que el viento dibujaba magníficas tracerías, y sus salinos lagos sombreados por desnudos y altísimos montes; hasta California, donde los cursos de agua corrían entre pinos de majestuosa alzada. Y, una vez allí, emprendía el grande y postrer descenso acabado el caos montañoso donde, allende las ubérrimas llanuras, se extendía ilimitado y vago bajo el sol poniente el océano Pacífico.
Capítulo II
Recóndito entre los cerros de Wyoming existía un valle regado por un río que tenía sus fuentes en el Cheyenne Pass y en el que una banda de indios asentaba su campamento. La escena, vista desde la cresta de las herbosas lomas, estaba llena de colorido, sosiego y quietud en perfecta armonía con el bellísimo valle. Álamos y sauces destacaban por su vívido verdor; el álveo del río se revelaba oscuro allí donde corría agua y blancuzco en los trechos arenosos; diseminados por el valle se distinguían puntos movedizos que eran caballos pastando. Las tiendas de campaña albeaban al sol, tachonadas de rojo, y lánguidas columnas de humo subían perezosas por el espacio.
Las montañas de Wyoming abundaban en valles semejantes y en desnudas o hermosas lomadas, faldeándolas. En la ladera de una de ellas, de la más alta, se hallaba un solitario mustang apeado con un lazo. Era una bestia tosca, salvaje, hirsuta, sin silla ni más arreos que la cabezada y el ronzal. A pesar de que la hierba crecía exuberante a su alrededor, no pastaba. Fijos los ojos en la ladera, en dirección opuesta a la de sus amusgadas orejas, atisbaba un movimiento ondulante entre las hierbas.
La extraña ondulación, más extraña aún en aquel sitio zafo de cuanto no fuese hierba, era algo salvaje en sí mismo. No podía achacarse a animal alguno, por sigilosos que fuesen sus movimientos. Era como un temblor, una vibración que se iba trasmitiendo a oleadas hasta la cresta de la loma.
¡Qué vasta y maravillosa perspectiva se abría a la vista desde aquel enhiesto paraje! Loma tras loma iban sucediéndose, ganando en altura hasta llegar a los cerros de Wyoming, que a su vez alzaban sus hoscas y oscuras crestas hacia las montañas pálidas o grises coronadas de nieve, en la lejanía, allende las lomas; y poco definido, por la violenta reverberación, se extendía un espacio ilimitado, gris y monótono: la región de las praderas. Un águila, soberana de cuanto dominaba, surcaba lentamente los aires.
En la falda de la herbosa loma se abría un valle estrecho y largo, perdiéndose, a fuerza de sinuosidad, de Este a Oeste, por el que corría una tenue tira blanquecina que era el viejo camino de St. Vrain y Laramie.
Llegó un momento en que la peculiar ondulación de la talluda hierba cesó en el borde extremo de la ladera, y por entre los tallos asomó su horripilante rostro un indio sioux con sus pintarrajos bélicos. Sus ojuelos oscuros, malvados y penetrantes, estaban fijos en el camino de St. Vrain y Laramie. El semidesnudo cuerpo descansaba, relajados todos sus músculos; su mano derecha empuñaba un rifle.
Pasaron las horas sin que variara su alertada vigilancia. El sol, siguiendo su curso, comenzó a teñir de rosa los picachos. En el fondo del valle aparecieron objetos blancos y negros en movimiento doblando un recodo. El indio tuvo un casi imperceptible sobresalto, sin que por ello su expresión sufriese cambio alguno. Siguió atisbando.
Los movedizos objetos resultaron ser bueyes y carretas de toldo con las que los primeros colonizadores americanos cruzaban los baldíos y los desiertos buscando nuevas tierras en las que establecerse. Era una pequeña caravana con rumbo al Este. Se extendió por el camino, formando luego círculo en la margen del río.
El indio escucha retrocedió, ocultándole la talluda hierba su vista. Así fue arrastrándose hasta la cresta de la loma. Y montando de un salto en su mustang, salió a galope desenfrenado por la vertiente.
Capítulo III
Bill Horn, el jefe de la caravana, llevaba consigo una gran cantidad de oro que se proponía depositar en el Este. Y nadie, salvo una muchacha, entre cuantos formaban la partida, sabía que fuese portador de tal fortuna.
Horn había ido al Oeste al iniciarse los descubrimientos auríferos, pero hasta 1853 no logró ver coronados por el éxito sus afanes. Después halló un filón, y en 1865, en cuanto se licuaron las nieves que cerraban los pasos de las montañas, reunió una partida de hombres y varias mujeres y abandonó Sacramento. Era un fornido minero barbudo y tosco, de rudos modales, taciturno por naturaleza y de un arrojo sin límites.
En Ogden (Utah) habían hecho lo posible por disuadirlo de su intento de atravesar los cerros de Wyoming con tan escasa compañía, porque, según rumores, los indios sioux estaban en pie de guerra.
Horn era el guía de su propia caravana, buscando por sí mismo el camino que conducía, serpenteante, hacia el Este. No llevaba consigo exploradores ni cazador profesional. Por lo general, las caravanas que se dirigían al Este eran pequeñas y pobremente equipadas, porque tan solo los fracasados, los errabundos, los que añoraban su patria o los que por su conducta se habían puesto fuera de la ley, volvían la espalda al aurífero Estado de California. Horn emprendió la marcha con once hombres, tres mujeres y una muchacha. Por el camino tuvo que matar a uno de los hombres, y otro, con su mujer, cedió a la persuasión de unos amigos en Ogden y se separó de la partida. De modo que al detenerse para acampar en el bellísimo valle de los cerros de Wyoming, solamente le acompañaban nueve hombres.
Durante una larga jornada por comarcas salvajes los extraños se juntan por fortísimos lazos o se separan por infranqueables abismos. Bill Horn no tenía en particular estima a los que habían aceptado el albur que él les ofreció correr y se distanciaba de ellos por días. No formaban un buen equipo en el desempeño más o menos espontáneo de las faenas propias de todo campamento. Personalmente, él tenía que suministrar la caza para el sustento de la partida, hallar aguadas y mantener una constante vigilancia. Al entrar en la región de los cerros de Wyoming, Horn evidenció un acrecentado desasosiego y una prisa y ansiedad mayores, que no afectaron en modo alguno a los demás. Continuaron apáticos y desmazalados, como seres sin porvenir especial que contemplar.
El valle ofrecía, como lugar de acampada, todo lo deseable, excepto protección o resguardos naturales en caso de agresión. Pero Horn tenía que correr el riesgo. Los bueyes estaban cansados, habían de engrasarse las carretas y era perentorio hallar caza. Allí tenían hierba en abundancia, agua cristalina, leña para las hogueras y, a juzgar por los rastros, caza por doquier.
— ¡Formad un círculo! —ordenó a los boyeros.
Era la primera vez que daba una orden semejante, y los hombres soltaron la carcajada o cambiaron guiños entre sí mientras colocaban los pesados y lentos armatostes en la forma requerida. Desuncieron los bueyes y amontonaron los enseres de campamento. El martilleo de las hachas resonó en el ambiente; se encendieron las hogueras.
Horn, armado de su rifle, siguió el curso del río, desapareciendo entre las espesuras de una cañada.
Era temprano. El sol no se había ocultado aún tras el alto cerro cuya vertiente formaba el valle. En su cúspide, blanqueada por sus rayos, relucía la alta hierba. Los hombres charlaban trabajando.
—Oye, camarada, ¿viniste por este mismo camino de Laramie al Oeste? —preguntó uno.
—No. Por el de Santa Fe.
—¿Y tú, Jones?
—Pues yo —intervino otro— llegué a California por mar y… ojalá me hubiese ahogado por el camino.
—¡Para volver como volvemos, más pobres de lo que vinimos!… —comentó un tercero.
—Tú lo has dicho, amigo.
—En fin…, si no lo he hallado… cuando menos he visto un montón de oro.
—Oye, Jones, ¿trae oro consigo ese Bill Horn?
—A juzgar por sus humos creo que sí —contestó Jones. Según he oído decir, encontró un filón.
Las opiniones parecían estar divididas respecto a Bill Horn. La charla tomó otros derroteros: hablaron de posibles incursiones de indios, desechándose entre chanzas la idea; se preguntaron si el famoso Pony Express seguía aquel camino de Laramie y, finalmente, aludieron al rumor que corría acerca de un ferrocarril en proyecto que atravesaría el continente de Este a Oeste.
—No hay quien tienda un ferrocarril por este camino —dijo rotundamente Jones.
—¡Claro que no! Pero… ¿no podría allanarse el terreno? —preguntó otro.
—¿Allanarse? ¿A través de los desiertos de Utah y de esas montañas? ¡Condenación! Seguramente hay más sentido común por el mundo —exclamó el tercero.
Y así hablaban, continuando sus faenas.
Las mujeres, en cambio, tenían poco que decirse. Una de ellas, la esposa del locuaz Jones, vivía sumida en perpetuos recuerdos de pretéritos años felices que no volverían… Era una mujer de adusto semblante y mediana edad. La otra, más joven, conservaba en sus melancólicas facciones indicios de una pasada belleza. Todos la conocían como señora Durade. La muchacha, Allie, era su hija. Aparentaba tener unos quince años y era menuda de formas, con un rostro pálido cuya tez no parecía tomar el bronceado del sol. Cansada de aspecto, era tímida y modosa y parecía perpetuamente cohibida o azorada. Llevaba la abundante cabellera castaña formando una gruesa trenza y sus ojos, singularmente grandes, tenían a veces curiosos destellos violeta.
—¡Qué lejos estamos de nuestros hogares! —suspiró la señora Jones.
—¿Llama su hogar al Este? —preguntó acerbamente la señora Durade.
—¡Válgame Dios! ¡Claro que sí! —exclamó la otra. Si en esa maldita California había lo que se dice un hogar… no lo he visto. ¡Tiendas y cabañas de troncos y barracas de barro! ¡Oh! ¡Cómo aborrezco California! Llena de hombres enloquecidos, desatinados por el oro. Oro que solo unos pocos lograron encontrar y que ninguno supo conservar… Cada noche le pido al cielo que me dé vida para volver a ver el Este.
La señora Durade no contestó, mirando hacia las montañas con una sombra de obsesión en las pupilas.
En aquel momento, hacia la, cañada, se oyó el estampido de un rifle. Los hombres hicieron un alto en sus tareas, mirándose unos a otros. Y, tranquilizados por el cambio de miradas, reanudaron la labor. Pero las mujeres volvieron aprensivamente los ojos en torno suyo. No había a la vista más seres vivientes que los boyeros. Poco después compareció Horn con un ciervo sobre los hombros.
Allie corrió a su encuentro. Ella y Horn habían trabado gran amistad y solamente con la joven se mostraba él afable y cariñoso. Lo vio detenerse junto al manantial soltando el ciervo e inclinarse hacia el suelo como buscando o examinando algo. Cuando Allie llegó a su lado, estaba de rodillas estudiando la impronta de un mocasín en la arena.
—¡Una huella india! —exclamó Allie.
—A fe que no puede ser otra cosa, Allie —replicó él—; eso es lo que estaba buscando… Y… no tiene más de un día.
—¿Hay algún peligro, tío Bill?
—Muchacha…, estamos en los cerros de Wyoming y ojalá estuviésemos en cualquier otra parte —contestó él.
Volvió a cargarse el venado, echándoselo, con las patas por delante, al cuello.
—Déjame llevar tu rifle, tío Bill —dijo Allie.
Se dirigieron al campamento.
—Óyeme bien, muchacha —comenzó seriamente Horn—; quizá no haya nada que temer, pero… con los rumores que corren… no me gusta ver huellas de indios en estos tiempos. Voy a meterle el miedo en el cuerpo a esa tropa. Tal vez así se despabilen. Tú no te asustes por lo que oigas.
La llegada de la carne fresca fue acogida con gran regocijo.
—Me apuesto cualquier cosa a que el disparo que tumbó a este ciervo llegó a oídos indios —dijo Horn dejando el animal sobre el césped y desenvainando su cuchillo de monte. Luego recorrió con la vista aquel grupo de hombres, a los que menospreciaba.
—Me parece, Horn, que te preocupan más que de costumbre los indios —observó Jones.
—En el manantial he visto huellas recientes de sioux.
—¡No!
—¡Sioux! —exclamó otro.
—Si lo dudáis, podéis ir a verlo.
Nadie se movió. Horn soltó un bufido de desprecio y, sin más, empezó a desollar el ciervo.
Entre tanto se había ocultado el sol y caía el crepúsculo. Horn interrumpió súbita e inopinadamente la vespertina preparación de la comida, poniéndose de pronto en pie y empuñando el rifle.
—No es ningún indio, pero… no me gusta su forma de acercarse.
Todos volvieron la vista en dirección a donde señalaba Horn. Por el Oeste venía un jinete a galope tendido. Antes de que los sorprendidos espectadores pudiesen recobrarse de su pasmo, estaba ya en el campamento.
Refrenando violentamente a su montura, la obligó a pararse en seco, pero no echó pie a tierra.
—¡Hola! —dijo a guisa de saludo.
Era un individuo de cierta edad y penetrante mirada. Llevaba el cabello a la usanza de entonces, muy largo, formando melena que le caía hasta los hombros. Su traje era de piel de ante curtida e iba armado de un largo y pesado rifle de antiguo modelo que se cargaba por la boca.
—Me llamo Slingerland…, y soy trampero —declaró estudiando con la vista al grupo. ¿Quién manda esta caravana?
—Yo, Bill Horn —replicó el aludido.
—Un grupo de sioux viene siguiendo sus huellas.
Horn levantó los brazos al cielo. Los otros lanzaron diversas exclamaciones de consternación y de sorpresa. Las mujeres callaron.
—¿Los ha visto? —preguntó Horn.
—Sí; desde unos riscales, a menos de diez millas de aquí. Iban escurriéndose por las veredas y su actitud me hizo suponer que algo tramaban. He tenido que venir por los cerros o habrían llegado antes.
—¿Cuántos son?
—Yo conté quince. Iban despacio. Lo probable es que hayan mandado aviso a su tribu y los esperen. Al otro lado del valle hay un campamento sioux.
—¿Están en pie de guerra?
—Hace pocos días vi blancos muertos y sin cabellera —contestó Slingerland.
El semblante de Horn se ensombreció, desatándose en imprecaciones y denuestos contra el grupo, demudado y pálido, de sus acompañantes.
—¡Tendréis que pelear! —terminó brutalmente. Por lo menos, así me habréis servido para algo.
—Horn, no lejos de aquí hay un destacamento de soldados —dijo Slingerland. ¿Quiere que vaya en su busca?
— ¿Soldados? —exclamó Horn.
—Sí; la escolta de unos ingenieros que estudian el trazado del ferrocarril. Entiendo que podría traerlos a tiempo y salvarles a ustedes si los sioux continúan avanzando lentamente. Me es igual ir que quedarme con ustedes; como prefieran.
—Vaya, amigo, vaya y… haga galopar a ese jamelgo.
—Sea. Vuelvan a uncir y levanten el campo. No se detenga por el camino y, entre tanto, yo traeré la tropa y sacudiremos el polvo a los pieles rojas.
—¿Vale la pena que nos internemos en los cerros? —preguntó vivamente Horn.
—Opino que no. No tienen ustedes caballos. Les seguirán fácilmente. Lo mejor es darse prisa. Por cierto: veo que les acompaña una muchacha. Me la llevaré a grupas conmigo.
—Allie, monta detrás de él —dijo Horn a la joven.
—Me quedo con mi madre —replicó ella.
—Vete, hija mía, vete —insistió la señora Durade.
Otros la apremiaron también, aunque inútilmente. Ella, sacudiendo el cabello, se negó a marchar. La ruda y callosa mano de Horn temblaba cuando, al tendérsela, dijo sin rastro de hosquedad en sus facciones:
—Allie, no tuve nunca una hija… ¡Vete con él! Te pondrá a salvo y podrías llevarte también mí…
—No —interrumpió la joven.
Slingerland lanzó una mirada de sorprendida admiración; luego, volviéndose hacia Horn, dijo:
—¿Puedo hacerme cargo de algo?
Horn titubeó.
—No —dijo. Era simplemente… una cosa que deseaba dar a la muchacha.
Slingerland espoleó su montura y gritando por encima del hombro: « ¡Dense toda la prisa posible!», salió a galope, dejando mudos y atónitos a los viajeros.
Sucedió a su marcha una escena de confusión. Al poco rato, las carretas traqueteaban ya por el camino, valle abajo. Al emprender la marcha caía la noche. Fue preciso aguijonear a los cansados bueyes para que acelerasen el paso, pero eran por naturaleza lentos y las cargas grandes. Al cerrar la noche, el camino se hizo más difícil de seguir. Los enormes carromatos se tambaleaban con ruidosos traquidos, saltando baches y rodadas, sembrando el suelo de enseres y útiles domésticos que las violentas sacudidas desalojaban. Uno de ellos se averió irreparablemente y sus ocupantes, tras recoger a toda prisa sus posesiones, se trasladaron con ellas a la carreta delantera.
Horn marcó un paso cruel para los hombres y las bestias. Las mujeres padecían más con el traqueteo. Pasaron las horas, y se ganaron millas. El valle desembocó en otro de muy acentuada pendiente, roquizo y traicionero; Horn se apeó, ordenando al resto de los hombres que le imitasen. La noche se fue ensombreciendo hasta el punto de imposibilitar el avance, porque los bueyes se negaron a seguir y una áspera barrera de árboles caídos y rocas les cortó el paso.
Sentados, temblando de frío, los fugitivos esperaron el amanecer. Nadie pensó en dormir, atentos todos al menor ruido, que en la quietud de la noche acrecentaba sus temores. Horn iba de acá para allá, rifle en mano…, figura torva, sombría, alertada. Cuando aullaba un lobo, chillaba un gato montés, o un pájaro nictálope lanzaba su peculiar pitido, los fugitivos se sobresaltaban, esperando de un momento a otro oír el estridente alarido guerrero de los sioux. Para sostener su valor hablaban en voz baja. Y el fornido Horn continuaba haciendo su centinela, como si estuviese planeando algo, y siempre escuchando.
Allie estaba sentada junto a su madre en una de las carretas. Permanecía despierta y no muy asustada. Ya durante todo el terrible viaje le había parecido que su madre no se comportaba de un modo natural y la impresión se iba acrecentando y confirmando cuanto más se acercaban al Este. Aquella noche, durante el éxodo, había sollozado, sacudida por violentos escalofríos, abrazándose a ella, aunque al detenerse forzosamente en la huida cesaron sus lamentos.
Allie era joven y esperanzada. Llena de confianza, repetía una y otra vez a su madre que los soldados llegarían a tiempo.
—Ese valiente trampero nos salvará —decía.
—Presiento que no volveré a ver nuestro hogar, hija —acabó por confesar la señora Durade.
—¡Madre!
—Allie…, he de decírtelo…, es mi obligación decirte… —gritó la mujer con reprimido acento, abrazándose a su hija.
—¿Decirme… qué?
—¡La verdad!… ¡La verdad!… ¡Oh!… ¡Te vengo engañando toda tu vida!
—¿Engañarme…? ¡Oh madre…! Dime, dime lo que sea…
—¿Me perdonarás?… ¿No me aborrecerás al saberlo?…
—¿Cómo puedes suponer tal cosa, madre?… Sabes que te adoro —exclamó Allie estrechando entre sus brazos la temblorosa figura. Siguió un silencio, durante el que la señora Durade se rehízo.
—Allie…, antes de que tú vinieses al mundo abandoné a mi esposo y me escapé con Durade —comenzó la madre apresuradamente, como si quisiera descargarse cuanto antes de su secreto. Durade no es tu padre. Tu apellido es Lee… Tu padre es Allison Lee. Según he oído decir, es hoy un hombre acaudalado… ¡Oh!…, mi anhelo era volver al Este para confiarte a él…, para implorar su perdón. Nos casamos en Nueva Orleáns en 1847. Mi padre me obligó a ello. Yo no amaba ni amé jamás a Allison Lee… No era afectuoso…, no era la clase de hombre que yo admiraba. Luego conocí a Durade…, un español…, un aventurero de sangre azul… Me fui con él y nos unimos a los buscadores de oro en California. Tú naciste allí, en 1850. La vida fue muy dura para mí… Mas aun así, te eduqué, te enseñé cuanto yo sabía, hice todo lo que en mi mano estuvo, sin revelar el secreto. Pero últimamente no pude más y… abandonando a Durade… huí.
— ¡Oh madre! Me figuraba que íbamos huyendo de él —exclamó Allie—, y… sé que vendrá en nuestro seguimiento.
— ¡Mucho lo temo! —replicó la madre. En tal caso…, ¡Dios nos ampare y nos libre de su venganza!
— ¡Madre! Es terrible… ¡No es mi padre…! No le he querido nunca. Me era imposible. Pero tú, madre…, tú debiste de amarle en algún momento…
— ¡Hija! Fui siempre su esclava —replicó tristemente.
—Entonces… ¿por qué huiste de él? Era afectuoso…, era bueno con nosotras…
—Escucha, Allie. Durade es un tahúr…, un jugador de oficio, un hombre desatinado, dispuesto a jugárselo todo a una carta. No tiene el menor aprecio al oro, pero le fascinan los juegos de azar. Constituyen en él una pasión terrible. En cierta ocasión pretendió jugarse mi honor, pero su contrincante fue demasiado caballero para aceptar la apuesta. Porque… hay tahúres que son caballeros… Creo que entonces empecé a odiarle. Es un jugador de ventaja. Me hacía cooperar en sus fullerías y en sus artimañas, valiéndose de mi belleza para atraer a sus garitos a los mineros. ¡Mi belleza!… Porque yo era bella… ¡Oh…, qué bajo he caído! Pero él me obligó… A Dios gracias, le abandoné antes de que fuese demasiado tarde, ¡demasiado tarde para ti!
—¡Madre!… Nos seguirá…
—Aun así… no se apoderará jamás de ti. Le mataré, si es preciso, antes que permitirlo.
—De todas formas, nunca se atrevería a hacerme daño —murmuró Allie.
—¡Criatura! Haría contigo lo mismo que hizo de mí. Ya hubo ocasión en que se atrevió a pedirme que te dejara con él. Quería educarte…, adiestrarte, diciendo que prometías ser una beldad.
—¡Madre! ¿Era eso lo que quería decir entonces? —sollozó Allie.
—Olvídate, hija mía… No le pida a Dios sino que me permita llevarte sin tropiezo a casa de Allison Lee. A casa del padre que jamás conociste.
Una hora antes de amanecer se hizo más intensa la oscuridad. Un absoluto silencio parecía aprisionado entre los cerros de ébano. No turbaba grito ni aullido alguno la quietud. Las estrellas comenzaron a palidecer; el lóbrego Este cambió, albeando. Se acercaba la aurora. Una opaca tonalidad oscura y grisácea pareció envolver el mundo; todo fue transformándose, excepto aquel opresivo y vasto silencio.
Aquel silencio que, de repente, rasgó el discordante y horrible alarido de guerra de los sioux.
Ocasionalmente aquellos sanguinarios salvajes atacaban sin previo aviso y en un silencio de muerte; otras veces lo hacían clamoreando, lanzando sus escalofriantes alaridos bélicos, de una estridencia capaz de helar la sangre en las venas del más esforzado. Acaso reservaban este segundo y más incauto modo para cuando estaban seguros de su presa.
Comprendiéndolo así, Horn aceptó sin rechistar su suerte. Agrupó en torno suyo a los fugitivos y, eligiendo el lugar mejor atrincherado entre las rocas y los carros, situó en su centro a las mujeres.
—Si ha llegado el momento de afrontar lo inevitable, luchemos con denuedo. Quizá consigamos aguantar hasta que llegue la tropa.
A la escasa claridad matutina comenzó a excavar un hoyo, teniendo especial cuidado en descuajar con la pala un pan de tierra y césped, que puso aparte. Después continuó febrilmente su tarea hasta tener una cavidad del tamaño deseado. Mientras trabajaba tendía el oído, esperando la repetición del bélico clamor; pero no oyó ni vio nada. De uno de los carros sacó una brazada de saquillos de cuero, muy pesados al parecer, depositándolos en el hoyo, y después otra. Finalmente, rellenó el hueco restante con la tierra antes extraída, apisonándola con los pies y colocando encima el pan de césped que había apartado, a fin de que se notase lo menos posible la operación. Sus compañeros, lívidos como el alba, lo contemplaban en silencio.
Por un instante permaneció con los ojos clavados en el suelo, como si acabase de enterrar allí lo mejor de su vida. Luego soltó una carcajada breve y acerba.
—¡Ahí está mi oro! Si alguien sale de aquí con vida, que venga a buscarlo; suyo es.
Bill Horn presentía que no sería él quien disfrutase de aquella fortuna. Él, que por el oro se había esclavizado; él, que lo arriesgó todo, la vida incluso, por conseguirlo, perdía interés en su posesión. Lo que pudiese acontecer le era indiferente. Empuñando el rifle, se aprestó a afrontar lo inevitable.