El caballo que venció - Angy Skay - E-Book

El caballo que venció E-Book

Angy Skay

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Beschreibung

Honradez, justicia, valentía, compasión, cortesía, sinceridad, lealtad.   Peter Callum llegará con el decreto de un Gobierno que todo lo ve, que controla y pretende liderar el bando de los villanos, subyugándolos y moviéndolos a su antojo. Su aparición estelar dejará en tablas a Arcadiy, quien luchará no solo por salvar su vida de una terrible muerte, sino que lo hará por la pasión desenfrenada que late en su corazón hacia Natsuki. El peón ya no es el último de la partida; avanza con astucia, con fuerza y tan determinante que lo alabarán como a uno de los grandes asesinos del mundo. Por otro lado, la líder samurái del clan Tanaka deberá demostrar su valía, enfrentar al miko legendario, superar el terrible duelo de la muerte, ser capaz de dilucidar un futuro en el que la paz reine y acabar con su mayor enemigo desde que era una niña: Haiden Keitaro. La maldad del ser humano es tediosa, pero la de algunos de sus rivales será infinita. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando el caballo, la pieza más importante de tu tablero, te abandona? Cuando te mienten y te usan. Cuando la obsesión por esa pieza te mata. La última parte de la trilogía de Arcadiy nos demuestra que las decisiones de la vida son propias, que la supervivencia es primordial y que la familia y el amor siguen y seguirán siendo lo primero.

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El caballo que venció

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Angy Skay 2024

© Entre Libros Editorial LxL 2024

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: enero 2024

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-19660-38-1

el

caballo

que venció

vol.3

Angy Skay

La vida es el libro de los hechos, no de los intentos.

Daniel Habif

El camino no está en el cielo; el camino está en el corazón.

Buda

ÍNDICE

1

Hoy no

2

Peter Callum

3

Misaki

4

Alegría camuflada

5

Problemas matrimoniales

6

Respeto

7

La ilusión de vivir

8

Sayonara, kaachan

9

Un escaso luto

10

Una relación de tres

11

Un riesgo

12

El muerto sorpresa

13

Pido clemencia

14

Una desgracia menos

15

Un curso de meditación

16

La torre de cristal

17

Nunca digas nunca

18

Ríete de la muerte

19

Justifica tus actos

20

Te juro que volveré

21

Un nuevo miembro

22

Una mentira costosa

23

Una charla de amigos

24

Un alma que nunca abandonaría

25

Estoy sin argumentos

26

La santa Iglesia

27

Un gato y una bola de cristal

28

Un negocio peligroso

29

Las noticias vuelan

30

El señor cuervo

31

En esta vida y en todas

32

Masacre conmemorativa

33

El amor es incondicional

Epílogo

Fin

Agradecimientos

Agradecimientos infinitos

Tu opinión nos importa

Biografía de la autora

1

Hoy no

Arcadiy Bravo

Apreté la mandíbula con tanta intensidad debajo del puto dragón que a punto estuve de partírmela. Los movimientos nos desestabilizaron demasiado, lo que provocó que casi nos llevásemos a la mitad de los invitados por delante. El barullo de los gritos de asombro, seguido de las risas histéricas de otros, nos removió.

No había manera de escuchar lo que sucedía por las voces de Natsuki; unas que estaban ocasionándome temblores en las manos y unos nervios en el pecho que adiviné al instante que iban a convertirse en una dura ansiedad.

—¡No os entiendo! —vociferó Alessandro con sobresfuerzo, guiando el dragón a su sitio.

Nos habíamos enterado a la perfección de que había hombres de Haiden apuntándonos desde fuera, pero no sabíamos cuántos. El tema de Magome era el que menos me preocupaba, porque nosotros sí habíamos contado con el factor sorpresa y con los posibles cabos sueltos de Iwao. La sencilla razón era que Haiden ya poseía la cabeza de su hermano, pues la había recibido esa misma noche, antes de la fiesta. Yo ya estaba allí cuando eso ocurrió. Sus gritos habían resonado por todo el edificio donde vivía, unas manzanas más alejados del rascacielos de la fiesta.

Elevé las manos con los dos palos de madera y los ojos de Alessandro se encontraron con los míos. Entremedias, una gran estructura mecánica sostenía los movimientos sincronizados del dragón. Un breve asentimiento bastó para que nos entendiésemos.

Solté el palo e introduje la mano derecha en el interior del feo traje, donde llevaba un cinturón hasta arriba de armas, y saqué una recortada que había puesto a buen recaudo en uno de mis costados. Entretanto, Alessandro colaba la mano izquierda por lo alto de su cabeza y comenzaba a deslizar un rifle sin cargar. Lo había llevado durante todo el tiempo escondido e iba más recto que un palo. Lo armó en un segundo y volví a cabecear en señal afirmativa.

—A la de tres —vocalicé para que me entendiese.

Al otro lado, las voces de Natsuki eran cada vez más sonoras, acompañadas de unos golpes que me aseguraban que estaba peleando como la fiera que era.

—¡Estoy bajando las escaleras! —conseguimos escuchar a Claudio en medio de un silencio que no me gustó.

Recé para que ese silencio se debiese a que Natsuki lo había hecho aposta para que pudiésemos localizarnos. O que lo hubiese matado, que también me valdría.

Me equivoqué, porque lo escuché con claridad decir:

—Voy a hacerte tanto daño que vas a llorar hasta que amanezca, sukoshi.

Si el rostro de Alessandro se ensombreció, no quise ni imaginar cuál era el estado del mío. Le enseñé tres dedos de la mano derecha, indicándole el lado hacia el que debía lanzar el dragón. No hice una cuenta regresiva lenta, porque mis piernas me pidieron a gritos salir corriendo, y mientras mis dedos bajaban, mis pies dieron dos zapatazos para deshacerse de los geta1.

Un disparo que no esperaba retumbó en la sala de la derecha cuando grité:

—¡¡¡Ahora!!!

El dragón salió disparado, elevé el cañón de la recortada y disparé al hombre que ya apretaba el gatillo en mi dirección. Falló, pero yo no lo hice y sus sesos saltaron por los aires.

—¡Ve a por ella! ¡Ve a por la ragazza2! —se exasperó Angelo, para mi sorpresa, pues era quien había disparado sin avisar.

Alessandro se enfrentó al tipo que estaba a su costado, la gente gritaba y corría despavorida por la sala, e incluso algunos de los allí presentes sacaban sus armas para defenderse. No podíamos olvidar qué tipo de invitados había en la fiesta.

—¡Esto va a ser una carnicería! —añadió Claudio, dando un salto desde la mitad de las escaleras. Contuve el aire porque creí que se partiría la crisma.

Corrí.

Corrí intentando no patinar con los calcetines, saltando los cuerpos de las personas que estaban muertas, las que se habían caído y apartando de mi camino a las que todavía quedaban en pie, tratando de huir de la reyerta que habíamos organizado. Fui consciente entonces de que Natsuki no nos había dado un margen, sino que se había quitado directamente el pinganillo.

—¡Se lo ha quitado! Repito, ¡se lo ha quitado! —Ese fue Piero, más alterado de lo que acostumbraba a ver.

Un gorila me interceptó a mitad de camino, pero yo no contaba con tiempo suficiente como para perderlo en un cuerpo a cuerpo, así que elevé la recortada y disparé una sola vez, dándole en el centro del pecho. Seguí la estela de los pasos que habíamos marcado en dirección al despacho y allí me encontré a cuatro tipos como armarios empotrados salvaguardando la puerta.

—¡Me cago en la puta! —bramé.

No tuve tiempo de reflexionar, pues me escondí detrás de la pared que daba a ese pasillo cuando dispararon sin piedad. Angelo llegó a mi lado de inmediato y asomó la cabeza, y casi le despeinan el flequillo si no llega a ser porque lo apresé de la camisa y lo empujé hacia atrás.

—La japo está dando patadas voladoras. Ha conseguido soltarse del cabrón, pero pelea igual que ella —nos informó Enzo desde el dispositivo que nos conectaba—. Arcadiy, date prisa.

El corazón me latía con mucha fuerza, e intenté por todos los medios calmarme antes de que me diese un ataque de ansiedad. Cerré los ojos un segundo, pensando en la manera de meterme en el pasillo sin ser carne de la pólvora de aquellos tipos, pero lo tenía excesivamente complicado, ya que la recortada solo estaba bien para cuando tu enemigo se encontraba cerca. Miré a mi alrededor, buscando la manera de protegerme para correr hacia allí, y...

—¡¡¡Amigos!!! —escuché al otro lado. ¿Cuándo se había ido Angelo al otro extremo y cómo había llegado tan rápido?—. No es necesario que nos pongamos agresivos, ¿a que no, señor Yoshida?

El hijo de la gran puta había cogido al traficante de armas como rehén y mantenía su pistola firmemente encañonada en el cuello de Goro. Su pérfida sonrisa me demostró que estaba como una regadera.

—¡Maldito italiano! ¡¿A qué estáis esperando?! —bramó el japonés, dueño y señor de la fiesta, con las manos en alto.

«Ahora».

Salí a pecho descubierto con la recortada en alto y les disparé a dos de ellos mientras corría a la puerta del despacho del hombre a quien Angelo apuntaba. Un disparo me rozó la camiseta por el hombro izquierdo y la sangre comenzó a salir. No frené. Elevé el cañón, y justo cuando iba a disparar, una nueva bala pasó por mi derecha y se incrustó en la frente de otro. Angelo aprovechó el despiste del último y desvió su arma hacia él, pues estaba más próximo, y lo aniquiló.

Llegué a la puerta, que se encontraba cerrada desde dentro. Di un golpe en seco, ya que a través del pinganillo escuchaba demasiado jaleo, y en su mayoría eran voces italianas que gritaban, insultaban y yo qué sabía más. Alguien hizo un ruido muy estridente al otro lado, como si le hubiese arrancado de las manos a Enzo el micro con el que nos comunicábamos.

—¡Abre la puta puerta ya! —reconocí a Tiziano.

—¡Un segundo, coño! —vociferó Enzo.

Yo le di una patada por la impotencia que sentía, emoción que empeoró cuando escuché al capo de la mafia siciliana decirme:

—Arcadiy, por todos tus muertos, ¡raja a ese cabrón como si fuese un cochino!

En la siguiente patada creí que me había partido la pierna, hecho que pasó a segundo plano porque fue justo el instante en el que Enzo desactivó el bloqueo y entré en tropel. Los ojos de Haiden se giraron hacia mí con poco asombro. Golpeó a Natsuki contra la mesa, dándome a entender quién mandaba allí.

La tenía acorralada de nuevo, ahora en el otro extremo, ya que, hasta donde había escuchado a Enzo cuando retransmitía, la había atrapado frente a la ventana por la que había dejado saltar a Hana. Ese gesto decía mucho de mi tigresa, porque perfectamente podría haberse llevado la placa base y haber saltado, dejando como cebo a la madre del capullo arrogante que me miraba con desdén.

—Suéltala —le ordené.

No me quedaban balas en la recortada, pero tenía muchas bazas más para rajarle el cuello, aunque aquel no fuese el plan. Se metió la mano en el bolsillo, sacó una navaja y la abrió para que viese adónde se dirigía.

—¿O qué? Extranjero de mierda. Es mi mujer —me espetó con prepotencia.

Miré a Natsuki, que mantenía la respiración agitada y el temple habitual en ella, pese a estar retenida por la mano de Haiden, quien le presionaba la cabeza contra la mesa. Mi tigresa fue deslizando las manos con disimulo y me alegré de que las tuviese sueltas. Había conseguido lo que quería: llamar la atención del gilipollas, quien tenía una herida con sangre en la boca y el labio partido. No pensaba marcharme de allí hasta darle la tunda de su vida.

Me fijé en sus pantalones desabrochados; contuve los instintos asesinos que casi me destrozaron e inmediatamente desvié la mirada al vestido destartalado de Natsuki, ya que ella no llevaba debajo los pantalones ajustados como Hana.

—Te equivocas, mamonazo de mierda. —No quiso mostrar la confusión, pero yo la vi, y entendí sin palabras que ataba cabos muy rápido—. Es mi mujer. Mía.

La japonesa le lanzó una patada voladora en medio de su entrepierna, se giró como si fuese una goma en la mesa y arremetió por segunda vez con las piernas sobre los brazos de él, separándolo. A Haiden se le cayó la navaja al suelo por culpa de uno de los golpes, lo que le dio la ventaja suficiente a Natsuki para llegar hasta mí.

—¡¡Vámonos!! —solicitó, corriendo en mi dirección.

Avancé con decisión, escuchando la advertencia de Claudio a mi espalda:

—Arcadiy...

Apreté la mandíbula y los puños.

Haiden me miró retador, tocándose el interior de la mejilla con la lengua, pues había recibido un impacto de la pierna de Natsuki. Ella llegó a mis brazos, a una distancia prudencial de él. La arropé con mis manos de manera muy breve, besé su frente con cariño y le ordené:

—Sal de aquí. —No la miré. No podía, o me habría marchado con su súplica muda. Me dirigí a los italianos—: Lleváosla fuera. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.

—¿Qué...? —musitó atónita. Alessandro entró cuando me separé de ella poco a poco—. ¡No! ¡No! ¡Arcadiy, no!

—¿Te has casado con este miserable? —Me señaló con desdén—. Eso no es posible. Nosotros estamos casados. —Rio como una hiena—. Te recuerdo que si has deshonrado a tu familia, tu padre te matará con sus propias manos, mi pequeña.

«Pequeños, sus muertos». Solo yo sabía lo que intenté contenerme. Sabía que lo correcto era darse la vuelta y salir de allí antes de que acudiese la policía, pues en el ático los gritos continuaban, y los disparos también.

—Japo, tenemos que irnos ya —la urgió Alessandro.

—¡Arcadiy, por favor, no! ¡Arcadiy! —la oí a lo lejos. Nadie contestó al Haiden de los huevos—. ¡Claudio, bájame! ¡Claudio!

Intuí por sus voces que se la había echado al hombro, tal y como le había pedido un momento antes de entrar. Si la situación se complicaba, lo importante era sacarla a ella de allí y, por supuesto, valorar los daños en Magome, si es que los había.

Me quedaban cinco zancadas para estar tan cerca que podría matarlo de un solo cabezazo, sin embargo, me detuve para mirarlo fijamente, para que viera a quién se enfrentaría, porque iba a acordarse de mí hasta el último segundo que respirase.

—Me consta que has recibido un regalo esta tarde. ¿Te ha gustado? —inquirí dañino.

La perplejidad no solo pude apreciarla en sus ojos, sino también en sus puños apretados a ambos lados de su cuerpo. Le había dolido, y eso me llenaba de orgullo.

—Reviiiéééntalo. —Pude visualizar el gesto de Tiziano en mi cabeza al decirme aquello, porque le chirriaron hasta los dientes.

—Tú... —escupió.

—Si llego a saber que te duele tanto, te habría mandado su cuerpo descuartizado.

Ese fue el impulso que le bastó para que se lanzase como un tigre hacia mí. No demoré en acortar la distancia que nos separaba: de una sola zancada llegué a él, puño en alto. La primera me dio en las narices, pues consiguió esquivar mi puñetazo y su mano impactó abierta en el centro de mi tabique. Gruñí, me giré y detuve una patada voladora que salió de la derecha.

El fiera se propuso golpearme como si fuese una jodida locomotora, y a mí las ansias por hacerlo papilla me pudieron. Frené algunos ataques, pero me llevé bastantes leñazos. Cuando encontré un punto débil que no había protegido en esos diez envites que me había lanzado con las manos y piernas a la vez, le clavé el puño derecho con garra en un costado.

—¡Puto japonés de mierda! ¡Voy a reventarte la cabeza!

Frené su pierna cuando se movió hacia atrás con una táctica increíble, la sostuve con mis manos y tiré de ella hasta que la estampé contra la pared, escuchando un crujido que sonó a roto.

—¡Y yo voy a matarte para que no vuelvas a tocar a mi mujer! —bramó como un becerro.

Eso desató a la bestia que llevaba dentro, pues no sé ni cómo fui capaz de alcanzar su cabeza, ya que estaba machacándome las costillas a golpes. Eran fuertes, implacables y duros, aunque debía admitir que todavía no había visto lo que era verse los sesos espachurrados. Y yo quería darle un avance.

Así fue, entre gritos e insultos, cómo lo llevé a mi manera hasta la mesa del escritorio. Me coloqué detrás de él y aplasté su cabeza, tal y como se la había dejado a Natsuki minutos antes.

—¿Te recuerda esto a algo que le hayas hecho a alguien? —Pum—. Dime, Haiden, ¿te acuerdas? —Pum. Pum. Pum.

Trató de darme una patada, sin embargo, me había asegurado de atraparle las piernas en una sencilla llave de la que no podía escaparse si yo no quería. Le tenía la mano izquierda aplastada con la mía, retorciéndole el brazo e inmovilizándoselo. Mi derecha continuaba dando golpes secos y muy fuertes en su frente, mientras que la suya libre intentaba zafarse por todos los medios.

Deseaba, ansiaba, abrirle la cabeza con las manos, pero no quería que fuese así. Necesitaba golpearlo hasta que me sangrasen los nudillos, hasta que me quedase sin voz de tanto faltarle al respeto, hasta que...

—Lo mejor es que me la he follado tantas veces de esa manera que no podrías hacer un cálculo en tu reducido cerebro, asesino.

Rio, con los dientes manchados de sangre debido a los golpes, y aquellas palabras fueron el detonante para que lo soltase y para que mi mente se detuviese. Di tres pasos hacia atrás, esperando a que se girara.

El muy condenado se lamió la sangre de la comisura de los labios, sin dejar de mirarme, sin dejar de retarme.

—Me encanta verla llorar —murmuró ido—. Me encanta cómo se calla cuando la violo...

Los dientes me rechinaron.

El grito de guerra que di no fue común.

Y la avalancha de golpes con la que lo avasallé tampoco.

Ese fue mi problema, pues me encontraba tan fijo en sus malignos ojos que no vi que había cogido un pisapapeles con un enorme punzón, y en la primera arremetida de trompazos me lo clavó en el costado. Gruñí como un animal herido y me aparté, no sin antes darle una buena somanta de hostias que provocaron que se tambalease y se quedase con los brazos en cruz sobre la mesa.

Miré hacia abajo, vi la herida y no dudé en tirar de la base de madera hasta sacarlo.

—¡Aaahrrrg! —siseé de dolor. Creí que había perdido el pinganillo, porque no escuchaba nada.

—Bufón de mierda... —Se incorporó con dificultad—. Me encargaré de que supliques clemencia... Tú no sabes quién soy yo...

Lo sujeté de la camisa destrozada y lo alcé para tenerlo en la posición necesaria. ¡¡Pum!! Le di un severo puñetazo que le saltó un diente.

—Tranquilo, no quiero saberlo ni voy a darte tiempo para que me lo expliques.

—Te interesaría mucho saber que no permitiré que te quedes con ella.

—Eres un tarado de mucho cuidado —bisbiseé con inquina.

Trasteé en el interior de mi traje hasta dar con la pistola. Cuando iba a sacarla, encontré la pegatina que teníamos por pinganillo en el borde de mi fajín. Haiden ya se levantaba e intentó darme una patada, la cual esquivé colocándome a la vez el aparato diminuto.

—¡Sal! ¡Sal! ¡Arcadiy! ¡La poli! ¡La poooliii! —gritaba alguien a pleno pulmón.

Haiden terminó de incorporarse como si todavía le quedasen fuerzas para pelear.

—¡Ella es mía! ¡¡¡Siempre será mía!!!

Su tono me sonó obsesivo. De los que asustaban. De los que indicaban que miserables como aquel no podían vivir sin una persona, pese a hacerles mucho daño. ¿Se podía ser peor monstruo?

—Cuando quieres a alguien, no la maltratas —murmuré, todavía asombrado por haber descubierto que él la quería de verdad.

Saqué la pistola y disparé en su muslo derecho, aposta. Apretó los dientes por el impacto, pero aun así se irguió e intentó llegar a mí.

—¿Crees que un disparo en el muslo va a matarme, asesino?

—Uno no, pero tal vez dos sí.

Disparé sin miramientos a su pierna izquierda. Se tambaleó, aunque consiguió mantenerse en pie. Sus ojos se oscurecieron tanto que parecieron sacados de una película de terror.

—Estamos entrenados para soportar torturas inimaginables... —ladró en un susurro.

Cabeceé ligeramente, como si su tono me cargase y aburriese. Elevé el cañón de la pistola, dispuesto a darle entre ceja y ceja, a ver si así se dormía para siempre.

—Y yo estoy entrenado para no fallar, ¡japonés de mierda!

No me dio tiempo.

Nuestro reto de miradas se acabó.

Los dos ventanales que estaban cerrados al lado del escritorio reventaron, haciendo saltar los cristales por los aires. Miramos hacia arriba cuando la luz se fue, y en ese mismo instante entraron por las aberturas tres tipos con uniformes negros y con puntos de luz roja en la cabeza, armados hasta los dientes.

—¡Arcadiy! ¡Arcadiy!

No sabía quién gritaba en aquel momento por el interfono, pero de lo que sí fui consciente fue de que Haiden se abalanzaba sobre mí, golpeaba mi pecho con una patada profunda y me hacía caer de espaldas entre los cristales del suelo.

Los tipos elevaron sus armas y todo pasó a una velocidad pasmosa. Haiden salió por la puerta del despacho como alma que lleva el diablo, huyendo de allí.

Me arrastré por el suelo a gatas, intentando ponerme de pie y llegar a la puerta. Los tres tipos apuntaban con sus armas a toda la estancia, sin haberme visto todavía. Los cristales crujían en el suelo y estaba clavándomelos. Me recordó al momento en el que ibas por la carretera para intentar esquivar un bache y al final pisabas hasta el último.

—¡¡No te muevas!! —me gritó uno, con el sonido retumbando por la máscara que cubría su boca.

Aguanté la respiración cuando el dolor punzante de los golpes, heridas y del pincho que me había clavado el Haiden de los cojones se hizo más profundo y se sumó al de los cortes de los jodidos cristales.

Me impulsé hacia arriba con brío, pues era eso o morir acribillado por la poli. Me lancé de cabeza a la puerta, literalmente, a riesgo de perder todos los dientes en el pasillo.

Y empezaron a disparar.

Y la huida me salió peor que un tiro por la culata.

No estábamos solos, pues me encontré rodeado por un grupo de diez hombres y todos me apuntaban a la cabeza. Me levanté muy despacio, sabiendo cuál era el siguiente movimiento si no quería que me fusilaran. Uno de ellos tenía a Haiden sujetado de la pechera también, con las posibilidades para escapar reducidas a cero.

—¡¡Las manos arriba!! ¡¡Las manos arriba!!

—¡¡No se mueva!!

—¡¡Las manos arriba!!

Aguanté la respiración, sin ver bien debido a la escasez de luz. Lo único que nos alumbraba eran las linternas de las armas de aquellos hombres. Elevé las palmas de las manos como si fuese un santo y las coloqué en alto, y uno de ellos fue rápido en obligarme a que las encajara detrás de mi cabeza.

Me fijé en el hombre que había a mi izquierda. Al ver el símbolo de su uniforme supe de dónde procedían, aunque no entendí el juego que se traía aquel personaje. Una sonrisa sarcástica perfiló mis labios cuando me crucé con la mirada iracunda del japonés.

—Hoy parece que no es tu día —le dije bien alto para que me escuchase.

—¡El tuyo tampoco! —escupió con enfado.

—¡¡Cerrad la boca!! —Uno de los agentes me golpeó en la cabeza.

Lo miré muy mal.

—Hoy no... —murmuré, pero el japonés escuchó a la perfección mi tono demente.

Ahora él también estaba jodido, y pese a la situación engorrosa en la que nos encontrábamos, una carcajada perforó el estruendo de las voces que esos agentes estaban dándonos para que no nos moviésemos.

Estaba deseando que nos metiesen en la misma celda.

Porque iba a pintar las paredes de un nuevo color.

2

Peter Callum

—¡Arriba! ¡Los dos!

Un puntapié en los riñones fue el impulso que necesité para ponerme de pie, sin bajar los brazos de detrás de mi cabeza, los cuales habían esposado previamente. Mis muñecas se mantenían firmemente apretadas —en exceso—, e intuí que sería porque, de quererlo, ya nos las habríamos quitado. Los dos.

Haiden y yo nos retamos con inquina desde la distancia pero demasiado cerca como para no herirnos. De sus muslos salía sangre por los dos balazos que había recibido, llevaba la camisa rajada de la somanta de hostias que nos habíamos dado, y yo... Yo estaba para tirarme a la basura también.

Nadie había visto que continuaba con el pinganillo en el interior de mi oreja, pero no tardarían en descubrirlo e involucrar a las personas que me habían acompañado hasta allí. El agente de mi espalda me golpeó con la culata de su rifle y apreté los dientes con ganas de matarlo. Me dolía respirar.

—¡¡Camina!!

Me encontré con la mirada fija en uno de los tantos cadáveres que había en el suelo. Allí estaba el dueño del ático, desplomado, con media cabeza abierta. Ese había sido Angelo, después de que entrase en el despacho; estaba seguro. Eran incontables las personas que había en cada esquina, en cada sala, puesto que había sido una verdadera carnicería.

Los que habían conseguido sobrevivir, que no escapar, se encontraban de rodillas, como nos habían tenido a los dos minutos antes. Con cuidado y sin que apenas se notase, deslicé un pulgar por el hueco entre mi nuca y mi oreja, hasta que conseguí llegar al cacharro que nos comunicaba.

—Desconecto —pronuncié, pues al otro lado de la línea el silencio había sido perturbador desde que nos pusieron de rodillas.

Imaginé que todos se encontraban viendo lo que ocurría desde las cámaras de Goro.

—Vamos a sacarte de ahí.

El tono tajante y rudo de mi amigo me hizo sonreír. No solo se encontraban en Magome los hombres de Chiyo, ahora de mi japonesa, sino que mi hermana, Jack y Ryan habían aterrizado ese mismo día para defender lo que podría ser el foco de atención de Haiden. No erramos en nuestras conclusiones, adelantándonos a sus planes. No tenía ni idea de cuál sería la situación en la casa de Eiji, aunque intuí que buena si Ryan me había hablado por el pinganillo.

Otro golpe seco me sacó de mis pensamientos, y eso que no había dejado de caminar. Aquel impacto produjo que el cacharrito cayese al suelo, por lo que me aseguré de mover mi pie descalzo, cubierto únicamente por el calcetín, para pisarlo hasta espachurrarlo. Era más complicado que si hubiese llevado mis amadas botas, pero lo conseguí.

—¡¡No te detengas!!

El porrazo fue épico, esa vez en mi cabeza. Aquello ocasionó una mirada asesina en dirección al agente que me había golpeado con violencia, y juré en silencio que si lo identificaba —que lo haría—, le partiría el cuello como al hermano cabrón del hombre que caminaba delante de mí.

Busqué sus heridas, las cuales goteaban en el pavimento. En sus movimientos lentos intuí la falta de energía, lo que indicaba que, si no le hacían un torniquete con rapidez, se desangraría antes de que nos llevasen a yo qué sabía dónde.

Menuda sorpresa iba a llevarme al salir del edificio.

Continuamos el largo trecho hasta el ascensor de cristal, donde vi la oportunidad perfecta para burlarme de él mientras las grandes puertas se abrían.

—Creo que vas a morir—añadí socarrón.

Él giró el rostro muy despacio, sonrió de manera envenenada y apuntó:

—Creo que te equivocas. Vienen para salvarme a mí y llevarte a ti.

Ahí sí que reí. Reí a mandíbula batiente y él pareció ofuscarse.

Tiempo atrás, precisamente en Tokio, cuando estuve en el puerto de Yokohama, había investigado mucho acerca de los trapicheos de Peter Callum, ya que no había podido encontrar nada relevante sobre la organización de los Keitaro. Mis descubrimientos habían sido muy claros: ese hombre no jugaba limpio con nadie. Y aunque en principio tuve mis dudas de que con nosotros actuase igual, conocer la situación de Natsuki me confirmó que sí, que lo haría de la misma forma. A eso le sumé el intento de asesinato a toda la brigada de Aarón. Blanco y en botella: nosotros habríamos sido los siguientes, y después de nosotros, Haiden. ¿Qué quería decir eso? Pues muy simple: que las personas que nos habían retenido no eran policías corrientes, sino enviados por la brigada del inglés, quien pensaba hacernos papilla a todos.

Ya no le interesábamos.

Ya le habíamos servido.

Y ahora éramos la escoria que limpiar.

Entramos en el ascensor. El japonés continuaba con su ceja alzada, sin entender el motivo de mi histérica risa. Lo cierto era que verlo tan desencajado me otorgó un grado de satisfacción difícil de explicar. Es más, me encantaba notarlo tan fuera de juego, pese a querer partirle la cabeza en dos, porque los instintos asesinos no habían desaparecido, ni mucho menos.

—Tienes un problemita, porque acabas de quedarte sin apoyos, mandarín —me jacté de él.

Sus ojos me atravesaron con rencor, aunque sus palabras fueron más dañinas:

—El que se quedará sin apoyos serás tú cuando salga de aquí. Lo primero que haré será ir a por mi mujer —recalcó—. Intentaré que no te maten para que veas lo que soy capaz de hacer con las personas que me traicionan.

Su mirada se posó en mi dedo anular izquierdo, donde mantuvo la vista durante unos segundos, los suficientes como para que viese que su semblante cambiaba, o que tal vez confirmaba que sí nos habíamos casado. Cogió una gran bocanada de aire, la retuvo y la soltó sonoramente. Yo ya me había aproximado a él sin que se diese cuenta, muy cerca del único estorbo que nos distanciaba.

Me encontraba mirando al espejo; él estaba al contrario, de cara a la puerta, y lo que nos separaba era un único agente. Alrededor de nosotros, todos aguantaban sus armas, alerta.

—Antes de que le pongas una mano encima a Natsuki, te habré partido por la mitad, Haiden.

Rio con fuerza, con gravedad. Ese fue el impulso que necesité para apartar con mi hombro derecho al agente y estampar de lado mi cabeza contra la de Haiden en un golpe que lo desestabilizó y que provocó que cayera sobre otro de los hombres que nos rodeaban. No escuché los gritos indicándonos que, o nos deteníamos, o acabarían acribillándonos. No lo tenía tan claro, porque era consciente de que, cuando las puertas del ascensor se abriesen, íbamos a encontrarnos con alguien muy especial.

Como un depredador, moví el codo derecho hasta que lo estampé contra su nariz y se la partí. La sangre salió a caño, tal y como seguía haciéndolo la de sus piernas, y el tío intentó asestarme un golpe que esquivé al doblar la cabeza. Fue entonces cuando le clavé los dientes con saña en el costado, pese a que un codo impactó contra una de mis sienes. La brutalidad fue inmensa, aunque yo estaba dispuesto a arrancarle el cacho como un caníbal.

—¡¡¡He dicho que alto!!!

Consiguieron separarnos tras varios intentos. Estaba mareado de tanta hostia, pero me recompuse más ágil que una gacela cuando un tilín del ascensor nos indicó que habíamos llegado a la calle. Las puertas metálicas se abrieron y me giré, escuchando el sonido de fondo de unas palmas severas y lentas, como si estuviesen cansadas.

Un tipo de aspecto cuidado, con las facciones marcadas por la cirugía, sonrisa siniestra y ojos muy claros nos recibió. Eran del mismo color que los de su sobrina, tan azules que eclipsaban. Quizá nadie había apreciado ese detalle por el desconocimiento del parentesco que los unía, pero ahora, si te fijabas, se le veía tanto parecido a Noa que asustaba.

Sus manos, cuidadas y sin una grieta, continuaban aplaudiendo. A simple vista parecía un hombre de negocios, más que respetable, de una estatura ni alta ni baja, corriente, engalanado con un traje de chaqueta azul marino, a juego con una camisa blanca.

—El gran Arcadiy Bravo —soltó con media sonrisa, mostrando una dentadura de anuncio—. Me has dado muchos quebraderos de cabeza. —Lo último lo añadió de manera casual, dejando de aplaudir. Miró a Haiden como si fuese un insecto, y eso lo percibió el japonés.

—¿Yo? —Me señalé con ofensa, provocando que el cascabeleo de las esposas resonase—. Creo que no nos conocemos. Así que siento decirle que no entiendo tampoco el motivo. —Mentía como un bellaco, obvio. Si su tono era distendido, el mío continuaba siendo el de un chulo de mierda al que quieres partirle la boca.

Estiró las comisuras de los labios por segunda vez en una enorme sonrisa que dejaba al descubierto toda su boca.

—¿Dónde está Aarón y su equipo, Arcadiy? —Pronunció mi nombre con mucho ahínco.

—¿Con el resto de su equipo te refieres a tu sobrina? —inquirí con estrategia, apartando el formalismo de manera inmediata. A ese hombre no le debía ningún respeto.

Nos retamos más tiempo del permitido, hasta que al final soltó una risa sardónica, elevó una mano desnuda de ostentosidad alguna y les indicó a sus hombres que saliesen a galope del edificio mientras les ordenaba:

—Mandad al equipo de limpieza y que alguien me notifique las bajas. No quiero problemas con el Gobierno japonés.

Se giró con una galantería pasmosa, y ahí fue donde todas las barreras de Haiden cayeron como una torre de naipes.

—Señor Callum, ¿puede decirles a sus hombres que me suelten? Esta pantomima no es necesaria. Y, por si no se ha dado cuenta, estoy desangrándome.

Me sentí hinchado como un pavo, aunque supiese que las posibilidades de que me matasen fuesen extremadamente altas. Me miró con desagrado, como si el culpable de ese infortunado problema fuera yo. Sonreí como un gañán.

Peter se detuvo, lo contempló con severidad y anunció para mi poco estupor:

—Has hecho bien tu trabajo, Haiden. Ahora vamos a recompensártelo, pero de momento debes permanecer de esa forma. Así que —se hizo el interesante y se llevó un dedo a los labios—, shhh, silencio.

Me encontraba a la izquierda de Peter, detrás de él; a mi lado, un agente; al suyo, Haiden con la cara descompuesta. Su rabia tomó ese característico tono que te ponía como un tomate y a mí me salió una ronca carcajada que no reprimí.

—Qué sutil manera de decirte que van a degollarte. Estás poniéndote más amarillo de lo que ya eres, Haiden Keitaro —emití su nombre con mucha vigorosidad, burlándome de él.

Apretó la mandíbula tanto que pensé que se la partiría, aunque el muy condenado no habló. El hombre con alta bizarría se detuvo por segunda vez en un escaso tiempo, viró el rostro hasta toparse con el mío risueño y me preguntó:

—¿Cuál será tu suerte, Arcadiy?

No apagué la sonrisa que iluminaba mi cara y resaltaba esos hoyuelos que se me pronunciaban de vez en cuando.

«Nos reímos en la cara de la muerte, y al miedo lo miramos de frente».

—La misma. Aunque te pido que por lo menos me dejes correr, como en las pelis.

Imitó mi gesto, cabeceó en señal afirmativa y murmuró:

—Una pena, porque me gustas. Serías un buen hombre en mi equipo.

—Discrepo —añadí de inmediato, y miré a Haiden en conciencia—. Ya pertenezco a un clan al que le debo lealtad. No está bien que me vaya con la policía.

—Entiendo —me siguió el rollo, riendo, pero yo sabía que iba a matarme, o por lo menos intentarlo. Se volvió para continuar con su caminata y les ordenó a sus hombres—: Metedlos en el furgón. Nos marchamos a Londres en una hora.

Había ojeado su caro reloj de pulsera justo cuando el japonés abría los ojos en toda su extensión y preguntaba a viva voz:

—¡¿A Londres?! ¡¿Qué demonios es esto?! ¡¡¿Qué demonios es esto?!! —repitió con fiereza, a lo que su supuesto jefe no le contestó.

Otro agente llegó al lado de Peter, quien ignoró con descaro las desorbitadas voces del japonés a quien casi se llevaban a rastras. Lo bueno de ejercer como asesino era que estabas atento a cada detalle, que desarrollabas partes que hasta ese día habías tenido dormidas, por lo que la conversación del hombre que se había acercado la escuché a la perfección:

—Tenemos el helicóptero listo a las afueras de Tokio, señor.

—¿Cuánto tardaremos en llegar al punto de encuentro?

—Treinta minutos, señor —le respondió el mismo agente, muy cuadrado para mi gusto. Aunque, viendo cómo se las gastaba el hombre que andaba con una galantería pasmosa, no me extrañaba.

Elevé el mentón para verificar que en la entrada del edificio había colocadas unas cámaras de seguridad. Recé para que mi equipo hubiera sido listo y las hubiesen intervenido, o sería prácticamente imposible que encontraran mi paradero.

Sin embargo, aun pensando que se habrían marchado de allí para que no los cazaran, comprendí al instante que había subestimado a una persona subida sobre una moto en la calle de enfrente, pasando desapercibida para el resto. Su rostro iba enfundado en un casco y era imposible vérselo, pero a mí solo me hizo falta fijarme en la firmeza con la que sujetaba el manillar, en aquellas piernas letales y el vestido de tablas que había visto antes de que entrásemos en el ático.

—Kamikaze... —musité al viento, sin dejar de caminar.

Continuamos el paso hasta que dos grandes puertas de un furgón como el de los forenses se abrieron delante de nuestras narices. El primero al que metieron fue a Haiden, y lo sentaron en uno de los bancos laterales de los dos que había. Se quejó de manera ruidosa, intentando controlar el dolor que debía carcomérselo y que había empezado a provocarle una severa cojera en ambas extremidades.

Pensé en las probabilidades que tendríamos de salir vivos de allí si nos dejaban a ambos en la parte trasera, vigilados por dos agentes únicamente. Tenía toda la pinta de que así sería y me pareció un insulto.

—Arcadiy.

Detuve mi pie sobre el apoyo del maletero antes de meterme. Giré el rostro con tranquilidad y miré a Peter, quien permanecía dándole vueltas a un teléfono en las manos y con el semblante serio pero amigable. Parecía el típico tío que demostraba ser afable con el resto del mundo, aunque lo cierto era que debajo de esa piel de cordero se escondía un lobo feroz.

Cabeceé quedo en su dirección.

—¿Vas a decirme qué quieres, o me subo ya? —Enarqué una ceja—. No me apetece que tus hombres me sacudan más, porque el siguiente golpe no sé cómo voy a tomármelo.

Uno de los agentes en el interior se dispuso a hacerle unos torniquetes a Haiden en las dos piernas, las heridas más graves, porque estaba hecho un desastre. Lo supe porque su gruñido llamó mi atención.

—Si colaboras, no será tan difícil —me dijo de manera casual, extendiéndome un apósito para la herida del pisapapeles. Casi se la arranqué de las manos—. Tu familia no tendría que salir perjudicada de aquí. Solo necesito que me digas dónde está Aarón y el resto del equipo.

Lo miré con fijeza durante largos segundos, después de haberme colocado el apósito que taponaría la herida. No era nuevo y sabía cómo funcionaba ese tono amigable, distendido, fortuito, el que te indicaba que podría llegar a ser un gran compañero, una persona en la que podrías confiar por encima de todo.

Bajé el pie del estribo y me acerqué a él. Elevó una mano en el aire cuando uno de sus hombres trató de cubrirlo. Yo había bajado las mías, pues ya no las llevaba detrás de la cabeza, pero sí delante de mi vientre sujetadas por las esposas; un objeto que desaparecería de mis manos en cuanto tuviese ocasión.

—¿Tengo cara de gilipollas, Peter? —cuestioné con indiferencia en mi voz.

—Ni mucho menos. Solo estoy dándote unas facilidades.

—¿Esas facilidades incluyen que no me tortures hasta que me desangre?

—Podríamos hablarlo.

Ahí pude ver con claridad el tipo de bestia que era. Sonreí y me acerqué un paso más, quedando a escasos centímetros de su rostro.

—No sé dónde está su equipo ni quiero saberlo —pronuncié muy despacio.

Estiró las comisuras de los labios, algo que me pareció meramente inofensivo. Era un digno líder para el cargo que le había tocado. Sin embargo, el tono ácido y recalcado que usó a continuación me tensó:

—¿Ni siquiera sabes decirme donde está mi sobrina Noa? Sé que habéis estado más unidos de lo estipulado en dos compañeros.

—Nosotros no somos compañeros de nada —casi lo interrumpí, evitando un tema que él no estaba por la labor de dejar pasar.

Ahora, el que dio el paso fue él.

—¿Y estás seguro de que no sabes dónde están?, ¿o no quieres decírmelo por la relación que tienes con Noa?

Elevé el mentón con altivez.

—No tengo ninguna relación con Noa. Entiendo que estás preocupado por eso de ser su tío y no habérselo contado jamás, Jacob.

Asintió muy despacio, con el semblante cáustico y una sonrisita por haber pronunciado su nombre real. Porque no se llamaba Peter Callum. Él era Jacob Wood, y Noa nos lo había desvelado al descubrirlo.

—¿Y qué me dices de la placa base? Todo lo que puedas contarme ahora te será de ayuda cuando lleguemos a Londres. Facilidades, Arcadiy, se llama facilidades.

Detuve la retahíla de insultos que guardaba en la garganta para el japonés, quien me esperaba en el interior del furgón, sin apartarnos la mirada ni un solo momento, aunque no estuviese enterándose de nada.

—¿La placa de qué? —me hice el tonto con gracia, por lo que supo que estaba mintiéndole—. Me encantaría ver Londres.

Negó con la cabeza como si ya hubiésemos terminado la conversación; que, en realidad, así fue. De no haber sido un tío tan cabrón, habría existido la mínima posibilidad de que nos hubiésemos llevado bien.

—Lo dicho: una pena, Arcadiy. Una pena.

Se giró para marcharse, pero antes de que lo hiciese le dije a viva voz:

—Una última cosa. —Solo giró su cara un centímetro para verme de perfil—. Antes de que me dejes echar a correr y eso, ¿puedo matar yo al japo? Es un tema personal y me va a joder que lo hagas tú. Hazlo aunque sea porque te caigo mejor que ninguno.

Un sonido tipo «Hum» con socarronería salió de su garganta. Imaginé que eso era algo positivo, pero no me dio tiempo a meditarlo porque uno de los agentes me empujó para que entrase en el furgón. Lo miré muy mal, incluyendo un gruñido al contemplarlo. El tipo dio un paso atrás.

Subí con la clara intención de machacarle la cabeza a Haiden, aunque provocásemos un accidente que nos llevase a los dos a la tumba. Era el único momento en el que iba a poder resarcirme con él. Y, como había augurado, solamente nos acompañaron dos agentes.

—Si piensas que vas a comprarlo, te equivocas. Sé la inquina que os tiene a ti y a tu equipo. Al igual que a los otros imbéciles que mi mujer dejó escapar.

Me senté a plomo en el banquillo, frente a Haiden. El furgón arrancó.

—Yo no necesito comprar a nadie. Y respecto a Natsuki... —mi mirada se enturbió tanto que noté el resquemor de la ira cuando solté mordaz—: no es tu mujer ni nunca más lo será.

Se quedó en silencio unos minutos, sin perder de vista el anillo que ocupaba mi dedo anular. En ese lapso me dio tiempo a pensar en cómo le daría el golpe estelar al hombre que había a mi derecha y, por supuesto, en cómo lo haría con el que estaba al lado de Haiden.

Algo en su mirada llamó mi atención, tanto que el pecho me bombeó frenético. ¿Era dolor lo que veía en sus ojos? ¿Se podía sentir de esa forma cuando maltratabas a alguien como él lo había hecho?, ¿como él la había usado?

—Es mi sukoshi... —susurró como si estuviese ido.

Entonces entendí algo muy simple que analizaría más tarde si conseguía salir de ese furgón: que la amaba. El corazón me tronó con mucha más fuerza, y no tardé en ejecutar los movimientos previos que nos dejarían cuerpo a cuerpo en ese reducido espacio.

—¡Ella no es nada tuyo! —bramé.

Elevó su mirada ardiente hasta fijarla en la mía. Parecían los ojos de un poseído a punto de volverse loco.

—¡Ella siempre fue mía! ¡Siempre será mía!

Ese arranque de furia, igual que lo tuvo, lo impulsó con un movimiento de su cuerpo. Se levantó de su asiento para quedarse erguido delante de mí. Me incorporé en el mío de manera lenta, vaticinando que había pensado lo mismo que yo: intentar matarme en ese furgón.

—¡Eh! ¡Siéntate! —le ordenó uno de los agentes, pero Haiden no se movió, y el tío parecía no tener dos balas metidas en las piernas. ¿De verdad tenía tanto aguante?

Me levanté de forma pausada y osada, hasta sacarle dos cabezas. Desvié mi atención a él y musité con altanería:

—Natsuki no es tuya, porque se pertenece a ella misma. A nadie más.

Ensanchó las comisuras de los labios antes de escupir con maldad:

—Eso ya lo veremos cuando mi hijo nazca.

—Me vas a perdonar si no me creo tu patraña —rugí con tono hosco.

—¿Piensas que soy tan necio como para no saber qué ha estado haciendo? —Eso me tensó—. Tal vez, esos preparados de hierbas de su padre se los haya modificado sin que ella se haya enterado.

Los ojos se le iluminaron y sentí un mareo tremendo.

Juro que me tambaleé hacia atrás, sin entender qué coño estaba asegurando aquel condenado y por qué lo había dicho con tanta firmeza. ¿Sería cierto?

El pensamiento se quedó en el aire cuando, a la vez, como si estuviésemos sincronizados, golpeamos a los dos agentes que se habían puesto de pie para intentar sentarnos a la fuerza.

Antes de que el primer golpe llegase en forma de cabezazo a la frente de Haiden, solté con bravuconería:

—Siento decirte que no llegarás a conocerlo.

3

Misaki

Natsuki Tanaka

Salí tras ellos con disimulo, a cierta distancia y sin ser interceptada por los dos coches que custodiaban el furgón: uno delante y otro detrás. El tráfico era denso, pero nada que impidiera que aceleraran y se saltaran las normas de circulación, al igual que estábamos haciéndolo nosotros.

—El helicóptero está en marcha —avisó Enzo al otro lado de la línea.

El plan había sido rápido, pues no habíamos estado preparados para la intercepción de la policía, aunque sí para lo demás. Enzo y Piero habían conseguido meterse en los dispositivos de la propia policía, y la hermana de Riley, Eiren, se encontraba con ellos borrando el rastro para que no los cogiesen.

Avanzábamos a gran velocidad por el centro de Tokio, hasta que unos minutos después nos desviamos hacia las afueras, a una larga y oscura carretera en la que era difícil ocultarnos. Nuestras posibilidades eran ínfimas, sin embargo, no había pensado ni por un segundo abandonarlo a su suerte. Después de haber visto con mis propios ojos al demonio que había terminado casi con la vida de mi familia, no iba a permitir que me arrebatase lo más bonito que tenía. Y ese hombre era Arcadiy.

—Ya nos han visto —anuncié con seguridad, pues los coches aceleraron.

—Peter no va con ellos en el furgón. En las cámaras de los exteriores, lo he visto subirse al que encabeza el convoy —nos dijo Piero—. Tenéis que daros prisa.

El rugido de un motor acelerando se superpuso sobre el sonido de la moto.

—Coche uno avanzando —nos informó Claudio, quien me adelantó por la izquierda para colocarse el primero, por delante del vehículo de la policía.

En el que Peter iba.

—Natsuki, estoy detrás de ti —me notificó Angelo.

Calculé la distancia, apreté el puño a fondo y me pegué al culo del que custodiaba el furgón, preparada para dar el siguiente paso que podría o no costarme la vida. Las ventanillas descendieron con pasmosa ligereza y un hombre sacó por el lateral un enorme rifle con el que me apuntó.

Me mentalicé para esquivar la primera andanada de balas, instante en el que Alessandro, quien iba en el coche con Angelo, apuntaba con su arma para cubrirme. La rueda de la moto tocó el borde de la calzada, pero eso no fue impedimento para que me estabilizase y acelerase con brío hasta tratar de llegar a mi objetivo: la parte trasera del furgón.

—¡¡Alto!! ¡¡Alto!! —vociferó el agente que había salido por la ventanilla.

El sonido de las balas retumbó en mitad de la carretera oscura. Traté de controlar la bestia que rugía cada vez con más fuerza, a la vez que veía de soslayo cómo Alessandro disparaba con tino en ambas ruedas de la parte trasera del coche, desestabilizándolo. Angelo se movía en zigzag, esquivando los impactos que podía, ya que nuestros vehículos no estaban blindados y nuestro único aliciente era matar al conductor y a los acompañantes que tuviesen.

—Japo... —El tono de voz de Tiziano fue un claro incentivo para que aligerase en mi maniobra—. Si se muere mi hermano, te mato.

—¡Eso intento! —bramé con sobresfuerzo, pues era más que complicado llevar una moto a velocidad crucero e intentar esquivar al segundo hombre que disparaba sin piedad en mi dirección.

—En posición —añadió Claudio—. Saca a la samurái que llevas dentro, japonesa.

Cogí aire, presioné a fondo el acelerador con el puño y me coloqué delante del vehículo, entre el furgón y él. Supe que las posibilidades de no llevarme un balazo eran mínimas cuando elevé el cuerpo, coloqué los pies en el sillín, sin soltar el gas, y aceleré, escuchando que el coche de la policía comenzaba a tambalearse. Contemplé la vaca del furgón, con las pulsaciones a mil y los instintos alerta, pues las balas silbaban demasiado cerca de mi cuerpo. Ahora no podía contar con los disparos certeros de Alessandro, pues cualquier empuje en falso me mandaría al traste.

Como era lógico, los hombres de Peter también iban conectados y ejecutaron su estrategia. El vehículo aceleró, dejándose las gomas en el asfalto, y supe que la colisión sería inmediata.

—¡¡¡Ahora!!! —vociferó Angelo como si fuese a darle un microinfarto.

Aguanté el aire, me erguí soltando el manillar y salté justo cuando una bala rozaba mi costado derecho. La herida se produjo al encaramarme al metal, un obstáculo que no impidió que elevase la pierna derecha y me subiese al techo. Alcé el mentón cuando el impacto de la moto resonó por encima de los hombres de Peter, ocasionando que se saliesen de la carretera y que el coche diese tantos tumbos como podía, hasta que se quedó fuera de nuestra línea de fuego. Angelo se juntó al morro, sacó la cabeza por la ventanilla y cabeceó señalando la puerta de atrás. Iba con el brazo izquierdo apoyado, como si la situación no fuese complicada.

Con cuidado de no resbalar, anclé los pies a la barra de hierro y me lancé con un impulso de cara a la carretera y bocabajo. No quise pensar en que el vestido cayese más de lo permitido y me viesen la ropa interior, aunque no fuera momento para eso. Agradecí que fuera muy ajustado hasta un poquito más arriba de la mitad de los muslos.

Me llevé la mano izquierda a la nuca, al filo que abrochaba mi vestido, y alcancé unas ganzúas para abrir las puertas dobles, sin embargo, el sonido de unos golpes amortiguados por quejidos de dolor me sobresaltó. ¿Estaban pegándose? ¿No había nadie con ellos?

—¿Qué ocurre? —quiso saber Alessandro, intuí que preocupado por mi extraño movimiento.

—¡Tengo que desviarme! ¡No puedo aguantar más! ¡Van a reventar el coche!

El derrape lejano me confirmó que Claudio había abandonado la fila, y las luces que atisbé a mi derecha acabaron por asegurármelo. Venía en dirección contraria. Me centré, olvidándome del resto, sin esperarme lo que iba a encontrarme a continuación.

El sonido que indicaba que la puerta se había abierto no fue gracias a mí, sino porque unas alarmas comenzaron a sonar. Entonces supe que teníamos un tiempo limitado para salir de allí a toda prisa. Por eso, y porque llegábamos a la zona donde se encontraba el helicóptero.

Al tirar de la puerta, me encontré con dos hombres dándose golpes como becerros y otros dos agentes derribados sobre la chapa, inconscientes y con las esposas —que supuse que ambos habían llevado— tiradas. Arcadiy tenía a Haiden en el suelo, y le machacaba la cabeza sin piedad con duros golpes que pensé que lo desnucarían. De repente, Haiden tiró del cuello de Arcadiy y consiguió cambiar las posiciones, para mi desconsuelo.

Sin sigilo alguno, porque ambos me habían visto —aunque ignorado— y porque las alarmas se escucharon en toda la carretera, me descolgué como un réptil y coloqué los pies a plomo en el interior de la furgoneta.

—¡El primer coche está girando! —Angelo sonó exaltado.

A lo lejos, las hélices del helicóptero resonaban por todo el lugar, indicándonos el poco recorrido que nos quedaba.

Haiden me miró como si se hubiese quedado ido al verme allí y, lo que menos esperaba que me dijese, salió de su boca:

—Sukoshi... ¿Has venido a buscarme?...

Había duda en su voz, pero lo que más marcaba el tono era la perplejidad. Mi griego levantó el rostro del suelo, movió un pie con destreza y consiguió tirarlo de espaldas. Durante un momento me paralicé, pensando en las probabilidades que tendría si lo mataba allí mismo.

Arcadiy me miró.

Y lo que vi en sus ojos no me gustó.

¿Eran dudas? De hecho, su mirada osciló de mí a Haiden durante una pequeña fracción de segundo casi desquiciante. La furgoneta se tambaleó y me vi en la obligación de sujetarme a un lateral, sin dejar de mirarlos. Por los dioses, Arcadiy iba hecho un desastre, pero Haiden... Podrían enterrarlo ya, si se lo propusiese.

—¡Natsuki, nos abrimos! ¡Salid ya! ¡Salid ya! —bramó Alessandro, siguiendo las indicaciones del plan, pues debíamos saltar antes de que el furgón se detuviese.

Extendí una mano en dirección a Arcadiy, quien la contempló receloso. ¿Por qué hacía aquello? Haiden hizo el amago de levantarse, sin embargo, mi griego le dio otra patada en la cara que lo desestabilizó. Reparé en sus dos piernas, ambas con unos torniquetes hechos. No sabía qué había ocurrido, o por lo menos no hasta que la policía los tuvo de rodillas en el pasillo y conseguimos acceder al sistema de seguridad de Goro.

—Tenemos que marcharnos —le dije al hombre que me observaba con desconfianza y que también llevaba un apósito en el costado, el cual se veía por su vestimenta rajada. ¿Qué había sucedido?

Asintió sin decir ni media palabra, y antes de que Arcadiy diese un paso hacia mi mano extendida, Haiden se interpuso con un grito rabioso:

—¡¿Cómo puedes hacerme esto?! —escupió, con un codo apoyado en el suelo—. ¡¡Soy tu marido!! ¡Me debes un puto respeto!

No le dio tiempo a decir mucho más, pues Arcadiy se giró como un basilisco, agachó medio cuerpo y le propinó una serie de puñetazos en la cara que tuve que detener por nuestra seguridad, aunque era lo que menos me apetecía.

—¡¡Arcadiy!! ¡¡Arcadiy!! —Corrí hacia él, notando que el furgón se detenía.

—¡¡Te voy a matar, hijo de la gran puta!! —Pum. El puñetazo que golpeó el ojo derecho de Haiden fue monumental.

Cuando estuve sobre él, tiré de sus hombros, pero Arcadiy no respondió y siguió golpeándolo con violencia. Miré hacia atrás, con el corazón palpitándome muy fuerte porque solo teníamos esa salida. No me quedó más remedio que sostener su antebrazo derecho para detenerlo. Me miró encolerizado, con los ojos inyectados en sangre.

—¡Tenemos que irnos ya, o no podremos escapar! —le dije de carrerilla, sintiendo que me traspasaba el alma con esa mirada.

Haiden rio con fuerza en el suelo, momento en el que escuchamos con claridad que los agentes desmontaban en el exterior. Me maldije por haberlo demorado tanto, sin oír las tremendas voces que los Sabello daban al otro lado de la línea, los derrapes y la urgencia que había en las pisadas de los hombres de Peter.

—Tarde, mi pequeña... Tarde —rumió Haiden.

Deseé con todas mis fuerzas golpearlo hasta matarlo, pero el tiempo apremiaba y no era algo que pudiésemos comprar ni pedir. Tiré con más fuerza del brazo de Arcadiy cuando se volvió un segundo para ver a mi exmarido en el suelo, aunque anduvo al momento con ligereza. Su pregunta me dejó fuera de juego mientras llegábamos a la salida:

—¿Pretendes dejarlo con vida?

¿Pretender? Yo no pretendía nada. Retuve en la punta de la lengua la contestación y, por supuesto, que no me había gustado su tono.

Me detuve en la salida del furgón, con el corazón a mil por hora. Miré a Haiden con rencor; él sonreía ladino. Enfoqué mi atención en Arcadiy, sujeté su mano con firmeza, sin fijarme demasiado en el gesto adusto de su semblante, y solté:

—¡¡Corre!!

Que Haiden no saliese detrás de nosotros me confirmó lo débil que se encontraba; eso y las heridas que Arcadiy le había regalado en el rostro y en todas las partes que no habría visto. Desvié mi camino a la izquierda tras haber sacado de la parte de mi muslo una pistola, con la que disparé sin delicadeza a los tres tipos que se acercaban por ese flanco del furgón, y tiré de la mano del hombre que libremente metió la suya por la abertura de mi vestido de tablas y descolgó la otra arma que llevaba libre.

Los disparos se efectuaron con brío por ambos bandos, pese a que nos introdujimos en el espeso bosque, en dirección al punto de encuentro con mi tía, quien ya nos esperaba con el motor en marcha, según había escuchado por el pinganillo sin dejar de correr.

A una distancia prudencial, me giré un segundo solo para ver cómo sacaban a Haiden del furgón y se lo llevaban a rastras, e intuí que lo subirían al helicóptero, aunque imaginé que no tardaría mucho más en desangrarse; o morirse, si había suerte.

El reflejo entre los árboles de un hombre trajeado mirando en nuestra dirección me puso la piel de gallina.

«Peter Callum».

Busqué el coche estacionado en la carretera paralela, pues el bosque no era excesivamente grande, aunque sí lo suficiente como para una huida de ese calibre. No dudé en abrir, entrar y tirar de Arcadiy con miedo a que se quedase fuera. Él se soltó de mi agarre como si le quemase, y aunque no podía leerle el pensamiento, sí que pude apreciar sus gestos fieros al mirar hacia el sitio por el que habíamos escapado.

—¡¡Sube!! —lo apremió Hana cuando yo me introduje.

—¿Arcadiy? ¿Qué haces? —cuestioné, asomándome a través de la puerta abierta para buscar su mano.

La policía se acercaba.

Las pisadas eran cada vez más fuertes.

—Podría haberlo matado... —lo escuché murmurar, sin moverse.

Abrí los ojos como platos al ver que uno de los agentes salía del bosque. Arcadiy elevó el arma y lo aniquiló de un disparo.

—¡¡Arcadiy, por los dioses!! ¡¡Nos van a matar!! —le grité, perdiendo los papeles.

Y lo vi.

Su pecho subiendo y bajando a una velocidad de vértigo, su mano derecha temblando, sus dientes apretados... Trataba de calmar una ansiedad sofocante. Justo en el momento en el que pensaba vociferarle de nuevo, se montó con los labios sellados y mi tía salió derrapando.

No contuve la alarma en mi voz cuando le pregunté exaltada:

—¡¿Qué haces?!... Podrían habernos cogido a todos y...

—No has querido matarlo —sentenció con dureza y cortándome con descaro, lo que frenó mi carrera por explicarme. Aunque estuviese enfadado, lo que más me apetecía era tirarme a sus brazos porque estaba conmigo.

—¿Qué estás dicien...?

—¡Que no has querido matarlo, Natsuki! —me gritó, y me miró enfurecido—. ¡¿Por qué coño no has querido matarlo?!

Sentí el corazón en la garganta.

—¡Porque era más importante salvarte a ti! —Me puse a su altura—. ¿A qué viene este arrebato? —Juro que traté de tranquilizarme.

—¿Por qué no has querido matarlo? —repitió, en sus trece.

Me impulsé hacia delante y vi que él se apartaba sin disimulo. Ese gesto me molestó y se reflejó en mi semblante. Ambos nos habíamos girado, de manera que estábamos muy cerca el uno del otro. Me fijé en que los dos teníamos los puños apretados.

—Arcadiy —lo llamé con tiento, como si fuese un niño de cinco años—, todos estábamos en peligro, no teníamos tiempo. Y si no llegamos a salir del furgón, ¡nos habrían fusilado!

—¡Me habría dado tiempo de sobra! —Nada. Su razón era la única existente.

—¿Cómo? ¿Abriéndole la cabeza contra el suelo? —Fui sarcástica sin querer.

Me miró muy mal. Apretó la mandíbula, me observó con la firme mirada de un asesino y murmuró envenenado: