Romeo: El engaño a un Sabello - Angy Skay - E-Book

Romeo: El engaño a un Sabello E-Book

Angy Skay

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Beschreibung

Un amor del pasado aparecerá en la vida de Romeo Sabello para destrozarlo, quedarse con su alma y quebrantar su corazón. No obstante, ¿qué ocurre cuando son dos corazones los que se aman y no pueden perdonarse?   Romeo Sabello es el más embaucador, carismático y atractivo de los ocho hermanos que componen la mafia siciliana de los Sabello. También quien se ríe en la cara de la muerte; el más vengativo y sanguinario. De ahí a que muchos no quieran problemas con él e intenten evitarlo a toda costa. Aunque hay una persona que sí está dispuesta a poner una cabeza de turco con tal de arreglar su situación económica y mantener el estatus social en Roma. La indicada para engañarlo será alguien que ya haya estado en la vida de Romeo: Mia Lombardi, la perfecta, sexual y explosiva mujer que conseguirá robarle su último aliento. Romeo: El engaño a un Sabello es la primera parte de una nueva e independiente trilogía dentro del universo de villanos de Angy Skay, en la que la muerte, la sangre, los asesinatos y el amor jugarán un papel fundamental para sus protagonistas. En la infancia, el amor pudo unirlos, pero los celos los separaron. En la actualidad, la atracción que sienten podría juntarlos, pero las mentiras acabarán con ellos.

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Romeo

El engaño a un Sabello

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía del autora: Archivo de la autora

© Angy Skay 2024

© Entre Libros Editorial LxL 2024

www.entrelibroseditorial.es

04240, Almería (España)

Primera edición: diciembre 2024

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-19660-50-3

ROMEO

EL ENGAÑO A UN SABELLO

vol.1

Angy Skay

Tienes el poder de dominar tu vida.

Tienes el poder de controlar tu mente.

Tienes el poder de ser tu mejor versión.

Agradezco estar viva.

Agradezco que leas este libro, con todo mi corazón.

Quien es de carne y sangre urdirá la maldad.

Dios vigila el ejército de los cuerpos celestes,

pero los hombres son todo polvo y ceniza.

Sirácida 32-18, 11

ÍNDICE

Nota de autora

Lista de canciones

1

Un recuerdo

Romeo Sabello

2

El pecado

3

Reuniones importantes

4

Dos vidas

5

Los Lombardi

Mia Lombardi

6

La última vez que me verás

Romeo Sabello

7

TE TENGO, ROMEO

8

No me fío de ti

Mia Lombardi

9

Los listos somos

Romeo Sabello

10

Voy a jugar contigo

11

Vas a olvidar

Mia Lombardi

12

Qué bonita es Venecia

Romeo Sabello

13

Las mentiras matan

14

Prendiendo fuego

15

Baja las barreras

Mia Lombardi

16

Las mulas Sabello

Romeo Sabello

17

Los años pesan

18

La agresividad desconocida

Mia Lombardi

19

el engaño a un Sabello

Romeo Sabello

20

Ira descontrolada

21

El revés de la vida

Mia Lombardi

22

El poste del don

Romeo Sabello

23

COMO QUIEN ESPERA A LA MUERTE

24

La prueba de fuego

Mia Lombardi

25

EL CORAZÓN SOBRE LA MESA

26

Visita sorpresa

Romeo Sabello

27

Tu primera cita

Mia Lombardi

28

El peor día de mi vida

Romeo Sabello

29

A la mierda tú

Mia Lombardi

30

Esta vez no me la juegas

31

Un pellizco cojonero

Romeo Sabello

32

Nadie te quiere

Mia Sabello

33

El sabor de la sangre

Romeo Sabello

AGRADECIMIENTOS

AGRADECIMIENTOS INFINITOS

TU OPINIÓN ES IMPORTANTE

BIOGRAFÍA DE LA AUTORA

Nota de autora

Cuidado.

Piensa bien si quieres abrir este libro. Si estás preparada o preparado, porque Romeo tiene una historia oscura, contada desde el punto de vista de los villanos, y no es apta para cualquiera.

Algunas escenas pueden dañar la sensibilidad de personas que no tengan la suficiente entereza para aguantar determinados momentos narrados. Partimos de la base de que es ficción, pero nuestros protagonistas pertenecen a una mafia siciliana sin escrúpulos.

La documentación de países, ciudades, así como las formas de efectuar algunas partes de la trama son ficticias y pueden ser perfectamente modificadas sin tener que seguir al pie de la letra la vida real.

Por favor, sé consecuente con el trabajo de los escritores, y si crees que no es conveniente que continúes con esta historia, abandónala de inmediato. Tal vez no es el momento de engancharte al universo de los villanos de Angy Skay.

A los que amáis a mis villanos, gracias por darles voz. ¿Seguimos?

Angy Skay

Lista de canciones

Escucha las canciones que han formado parte de esta historia mientras se escribía. En el siguiente QR encontrarás todas las actualizaciones de la trilogía Romeo.

1

Un recuerdo

Romeo Sabello

Las calles de Roma lucían desérticas. Aun así, eran igual de hipnóticas. Me coloqué las manos en los bolsillos del pantalón del traje, avancé hacia la travesía que daba a mi edificio destartalado y, antes de girar la esquina, me quedé embelesado con la impresionante vista del arcángel Miguel coronando la cúspide del castillo Sant’Angelo, situado al lado derecho del río Tíber.

Cuando salí del aturdimiento provocado por los pensamientos que se me agolpaban unos tras otros en la cabeza, me encaminé hacia la puerta vieja y destruida de la entrada. Era un bloque con cuatro plantas, en apariencia hecho un desastre: moho en las paredes, diez tonalidades diferentes en la fachada, desperfectos en cada recoveco... La planta baja tenía todas las ventanas cubiertas con unas rejas en forma de cuadrados. La primera estaba repleta de ventanales de madera verde que impedían ver el interior, y la segunda y la tercera, acristaladas con pequeños huecos que disimulaban que allí viviera alguien.

Alguien excepto yo.

Mi casa se componía de la segunda y la tercera planta, convertidas en un gran loft que rodeaba todo el edificio, más un acceso a la terraza en la que también tenía un pequeño almacén con cuatro mierdas y mi habitación para las artes creativas. Me encantaba pintar desde que tenía uso de razón, y según mis padres y mis hermanos, me habría ido bien si me hubiera dedicado a la pintura y no a ser mafioso.

Abrí el portal con desinterés y empujé la puerta, que crujía más que los huesos de mi padre. Había tenido un día de locos, y lo que me apetecía era tirarme en la cama y dormir. Los años no pasaban en balde para nadie, y yo ya había superado la barrera del cuatro. Sin embargo, esa noche no iba a poder tomarme la licencia de dejarme caer a plomo sobre mi esplendorosa cama de dos metros.

Subí las escaleras con desgana, arrepintiéndome también de que el ascensor llevara averiado tres años. No lo había puesto en funcionamiento con el fin de fortalecer el culo; ahora no me parecía tan buena idea. Cualquiera que me conociera se preguntaría por qué vivía allí, en un edificio al borde de la destrucción. Era muy simple: pasar desapercibido para que nadie supiera dónde encontrarme.

Era el cuarto varón de una familia de ocho hermanos italosicilianos. Me encargaba de llevar algunos asuntos de nuestra mafia, en concreto los de mi hermano Valentino, el segundo hijo, el más broncas, gruñón y puñetero de todos los Sabello. Desde luego, no había sacado mi carácter risueño y simpático.

Llegué a mi planta, trasteé la cerradura con la llave y, tras desbloquear el cerrojo, empujé la puerta con el pie. Alcé una mano y desconecté la alarma. Las luces de la vivienda se encendieron para darme una candorosa bienvenida. Mantenía aún la puerta semiabierta cuando la voz robótica de una señorita me dio las buenas noches. No cuadraba la apariencia del edificio con lo que había dentro, no.

Esa madrugada no me dio tiempo a soltarle un chascarrillo al robot que no me respondería porque algo llamó mi atención en el suelo al mover los pies.

Era una nota.

Automáticamente, elevé la mirada hacia el interior de la vivienda, me llevé una mano a la parte trasera del pantalón y saqué la pistola veloz. Sin moverme, busqué indicios de otras personas en la estancia de enormes dimensiones y aspecto minimalista. No se veía a nadie. Miré hacia las dos únicas puertas de la primera planta: era la de un dormitorio que casi siempre estaba ocupado por alguno de mis hermanos, en especial por Alessandro, el octavo hijo de Claudio y Antonella Sabello y el benjamín de la casa, o por Enzo, nuestro experto en tecnología y el tercero de la dinastía; y la segunda puerta, la cual desembocaba en un enorme baño de más de cuarenta metros con un yacusi.

Examiné los muebles claros del salón-comedor-cocina-sala de estar —porque lo era todo—: el enorme piano negro que se erguía a un lateral, al lado de las ventanas con vistas al barrio del Campo de’Fiori; el amplio sofá que ocupaba gran parte de la estancia; los sillones independientes... Bah, no había ni rastro de vida en el interior.

Fui empujando la carta con el pie hasta quedarme en el centro del salón, me agaché y la recogí, ahora prestándole atención al puto papel.

Estoy cerca de ti

Entrecerré los ojos y apreté el puño, arrugándolo. ¿Quién estaba cerca? No era la primera nota que recibía. El resto había ido recogiéndolas del limpiaparabrisas del coche o cuando iba caminando por la calle y se me acercaba un chiquillo para entregarme el papel. En todas coincidía el mismo tipo de mensaje: «Voy a por ti». Mis reflexiones sobre quién podría ser se quedaron en el aire cuando sentí unas manos como si fueran pinzas clavadas en mis costados.

—¡¡Buuu!!

A ese «¡¡Buuu!!» casi me lo cargué. Me giré como un vendaval por instinto, alcé un puño y lo estampé en la boca del estómago del individuo, para después llevar ambas manos a su cabeza, todavía con la pistola en una de ellas y sin soltarla.

—¡Eh, eh, eh, eh! —Elevó las palmas en el aire—. ¡Cómo estamos a las cuatro de la mañana! ¡Que soy yo, piccolito! ¡¡Que soy yo, cabrón!!

Apreté los dientes. Dante, el quinto hijo de los Sabello y gemelo de Tiziano —el primero había nacido dos minutos después—, me observaba con los ojos color miel más abiertos que de costumbre. Se nos solaparon las conversaciones cuando le voceé como un energúmeno:

—¡¿Qué merda1 haces aquí?! ¡¿Es que no sabes llamar, cojones?!

—¡Vale, vale, vale! Baja el arma, hostias —refunfuñó.

—¿Está borracho? —se oyó otra voz detrás de Dante. En este caso, era Enzo.

Resoplé, bajé la pistola y avancé por la vivienda hasta llegar a las puertas que estaban cerradas, sin soltar el arma y ante los expectantes ojos de los dos. Los sentía clavados en la espalda.

—¿Cómo habéis entrado? —les pregunté desde la habitación de invitados.

—¿Te recuerdo que yo tengo llaves? He conectado la alarma desde dentro y voilà!

Salí de la habitación, los miré a ambos después de la respuesta de Enzo y me fijé unos segundos en Dante. Permanecía en una pose chulesca, muy cerca de la entrada al salón, con los brazos cruzados sobre el pecho y sin quitarme la vista de encima. Se deshizo de la chaqueta y la lanzó a la otra punta del sofá, dejando ver un enorme tatuaje que le cubría el antebrazo izquierdo. Decía que contaba su historia; no iba desencaminado. Desde que Tiziano lo había liberado de ser su copia —nunca mejor dicho—, se había soltado la melena y parecía haber salido de un cascarón en el que ninguno nos habíamos dado cuenta de que estaba encerrado. Me metí en el baño y oí el sonido de una muleta al golpear la madera del suelo.

—Mmm... ¿Te ocurre algo, piccolito? —me preguntó Dante sin moverse del sitio pero sí mirando hacia la planta de arriba. Allí estaba mi enorme dormitorio, un baño privado, un despacho y el gimnasio; al final del pasillo, las escaleras que daban a la terraza y la última planta del bloque.

—Nada —resolví antes de internarme.

El repiqueteo de la muleta sonó muy cerca. Enzo asomó la cabeza y yo casi me di de bruces con él cuando me giré para marcharme. Mi hermano todavía trataba de recuperarse de una de nuestras aventuras; una que casi le costó la vida y por la que llevaba meses teniendo que apoyarse en ese maldito trasto. Sin quererlo, se había convertido en el lastre de los Sabello. Algunas veces estaba bien, pero otras el dolor era tan insoportable que ni siquiera podía moverse.

Contemplé sus ojazos verdes cuando ladeó la cabeza para observarme con verdadero interés.

—¿Te encuentras bien, Romeo?

—Sí —le respondí, intentando que me dejara salir.

No lo hizo. Su cuerpo, de la misma altura que la mía —casi todos éramos exactamente igual de altos excepto Valentino; ese nos sacaba media cabeza—, fuerte y machacado por el ejercicio, me lo impidió. Con un golpe de cabeza le señalé la cabellera castaña con destellos rubios.

—¿Te quitas?, ¿o te arranco los pelos?

Me mostró aquella sonrisa que tanto queríamos. Enzo era risueño, apasionado, gracioso y, de todos los hermanos, el más majo con las personas que le caían bien. En asuntos de trabajo... era más macabro, de luchar cuerpo a cuerpo y pelarse los nudillos como le tocaras los huevos.

—¿Estás buscando un tesoro? —se interesó Dante, asomando la cabeza por detrás de Enzo.

Suspiré, elevé la mano con el papel arrugado y se lo mostré. Dante empujó a Enzo y este lo reprendió con un quejido. También lo miró fatal. Aquella mirada me recordó mucho a la de mi padre cuando nos regañaba.

—¿Otra vez? —me preguntó Dante, quitándome el papel. Lo leyó en voz alta—: «Estoy cerca de ti». —Lo arrugó hasta hacerlo una minibola y frunció el ceño—. ¿Qué puta mierda?...

Me encogí de hombros como respuesta a su pregunta en suspenso. Enzo se apartó, dejó la muleta apoyada en el sofá, regresó y le quitó el papel a Dante del puño para abrirlo de nuevo.

—Vamos a comprobar las cámaras de seguridad. Sea quien sea, ha tenido que entrar por las puertas o las ventanas. ¿Dónde has encontrado la nota? —me preguntó Enzo. Se giró sin esperarnos y caminó en busca del portátil que guardaba en los cajones del mueble del comedor.

—La muleta... —mencionó Dante, llegando al sofá y cogiendo el trasto.

—No necesito la muleta —soltó con malhumor.

Dante y yo nos miramos de manera instantánea.

—Sí que la necesita, pero no la quiere. —Dante se colocó la mano en la boca para tratar de silenciar sus palabras y no cabrear al hombre que sacaba el portátil del cajón. Asentí, dándole la razón—. ¿Has pensado en hablar con Tiziano ya? —me preguntó.

Detuve mi paso; Dante, no. Él continuó hasta que llegó a la licorera y se sirvió un buen vaso de whisky.

—Tiziano va a ser padre de dos niñas —le dije, y le mostré el número con los dedos—. No pienso molestarlo con mis mierdas ni a él ni a ninguno de los otros. Sois los únicos que lo sabéis, y de aquí no va a salir nada, u os reviento toda la boca, ¿estamos?

Contuve la carcajada que casi escupí por haber usado ese «¿Estamos?», que era una amenaza patentada y de procedencia exclusiva de los Sabello, pero sobre todo del gemelo de Dante, Tiziano. No podía reírme, o no me respetarían en la vida.

—Estamos... —sentenció con tono serio pero burlón Dante— en tu salón —continuó con gracia.

Me acerqué al sofá, cogí uno de los cojines y se lo tiré a la cabeza.

Nuestro gallinero se vio interrumpido por la voz de Enzo, quien ya se había sentado en una de las esquinas de la barra americana que separaba el salón de la cocina mientras tecleaba con rapidez y sin desviar la atención de la pantalla:

—Aquí hay un tipo vestido de negro que ha dejado la nota. —Enzo se extendió en sus investigaciones y yo me permití el lujo de ir a echarme una copita también, al lado de Dante y frente a Enzo, detrás de la barra—. Ha tenido que investigar el edificio, el callejón y la plaza. La zona en general. —Me miró y dejé la botella en la encimera—. Sabía dónde estaban las cámaras, pero no ha contado con la que hay en la rejilla de ventilación del rellano, y esa lo ha pillado de pleno.

Sonrió con orgullo. Aquella cámara había sido colocada por él mismo cuando comencé a recibir las notitas, hacía algunos meses. En un principio creí que era una absurdez, pero se había vuelto algo cansino y ya empezaba a tocarme los cojones.

—¿Hay alguna parte del cuerpo que sea identificable? —me interesé.

—No. O no de momento, pero podemos intentar investigarlo a fondo con Eiren —dijo Enzo, seguro de que Eiren Fox lo averiguaría. Ella era la hermana de un amigo inolvidable y con quien contábamos en ocasiones especiales debido a sus altos conocimientos de informática.

Asentí conforme y palmeé la mesa, recordando que mi cama estaba muy lejos y que, si se encontraban allí, era porque teníamos trabajo. Puse los ojos en blanco y suspiré.

—¿Te viene alguien a la mente que pueda buscarte?

La pregunta de Dante me descolocó, aunque una bombilla se encendió en mi cabeza con un claro indicio de que sí. Cabeceé de manera afirmativa, por segunda vez.

Muy poco tiempo atrás había ayudado a otro amigo al que ya considerábamos casi parte de nuestra familia. La única diferencia era que él tenía su propio clan junto a su mujer: los Tanaka Bravo. Aquello me llevó a rememorar nuestra ayuda con una célula terrorista a la que olvidamos muy pronto. Y, casi con seguridad, me atrevería a decir que eran ellos los que estaban dándome caza.

—¿Se puede saber qué hacéis aquí tan tarde? —exigí saber, cambiando de tema. Supe que los dos se habían dado cuenta de ello.

—Pueeesss... —canturreó el gemelo— que Valentino nos ha enviado mientras él hacía sus cositas...

—Habéis dado con el comemierda que quiere quedarse Roma —terminé por él.

Enzo soltó un pequeño «Ajá» y Dante asintió con énfasis. Me encogí de hombros, ya que de gestos iba la cosa, preguntándoles dónde lo encontraríamos.

—Ahora está en un club en el centro de Roma. —Chasqueó la lengua con desagrado—. No podemos hacer mucho ruido, y ya tengo a la persona que nos dará paso al local. Si vamos sin contactos, ya sabes que no nos habrían dejado entrar.

Di dos golpes en la barra con el puño y eso bastó para que nos pusiéramos manos a la obra con aquel cabrón que quería robarnos la zona con mayor punto de venta de droga. Había empezado a ocurrir solo dos meses atrás. Lo habíamos dejado a su libre albedrío, para que cuando se confiara y creyese que lo tenía todo bajo control..., ¡pum!, llegaríamos nosotros y lo reventaríamos, evidentemente. Porque otra cosa no, pero toda Italia sabía que quienes manejaban el cotarro en aquel país eran los Sabello.

Y a los Sabello no los pisaba nadie.

—¿Sabemos ya cómo se llama el jefe de verdad?, ¿o vamos a por el mierdecilla mandado?

Siempre había un nombre, alguien que daba la cara pero que no era el verdadero jefe al mando de una red de camellos quienes se denominaban mafias y no sabían ni dónde tenían la polla. Sin embargo, lo que no me esperaba era el nombre que Enzo pronunció:

—Vicenzo Soracco.

Mis pies se detuvieron de manera abrupta en el descansillo del edificio mientras Dante cerraba la puerta. El rubiales me observó sin saber a qué venía ese gesto confuso por mi parte, pero fue Dante el que preguntó primero:

—¿Ocurre algo? No tenemos ni que amenazar. Llegamos a pecho descubierto, dos tiros en la cabeza y nos vamos a follar, que al lado está nuestro antro favorito al que no vamos nunca.

Noté algo extraño en el pecho. Algo extraño que el destino iba a ponerme esa noche en bandeja como consecuencia, y por partida doble.

Yo ya había matado a alguien más de la familia Soracco.

De hecho, fue la primera persona a la que maté.

—¿Qué familia le queda al tío este? —pregunté, sin moverme del sitio.

Los dos me contemplaron confusos.

—Pues... —murmuró Enzo. Sacó su teléfono y lo abrió—. Su padre está fuera del país desde hace años. Su madre, creo, es una yonqui que vive en la calle. No tiene mujer que lo acompañe. Y el único hermano que tenía está muerto.

El pecho me tronó con un latido más fuerte que el común. Supuse que sería por eso de poder ser la primera persona a la que le quité la vida.

—¿Cómo se llamaba el hermano? —Intuí que hablábamos de la misma familia.

—Piccolito...

No dejé que Dante siguiera cuando elevé una de mis manos en alto.

Enzo tardó dos segundos en confirmar lo que sospechaba:

—Se llamaba Adriano Soracco. ¿Quieres que te diga en el cementerio que está y le hacemos una visita? —me preguntó con hastío. Después, su tono fue de extrañeza—: ¿Este no era amigo tuyo cuando éramos niños?

Negué con la cabeza a lo primero; lo segundo lo ignoré, y antes de que les diera tiempo a preguntarme algo más, continué con mi paso y descendí las escaleras con la mente a mil. ¿Era posible que tuviera tanta suerte —véase la ironía— como para terminar con una familia casi al completo?

Llegamos hasta el final de la calle, donde esperé a que Dante abriese el coche. Él me observó.

—¿Nos lo cuentas? —inquirió con las cejas alzadas.

Lo miré sin responderle. Enzo no me quitó los ojos de encima tampoco, momento en el que me percaté de que se había dejado la muleta en mi casa.

—Dos tiros. Después nos vamos a follar —sentencié más rudo de lo que pretendía.

Veinte minutos más tarde estábamos plantados delante de un enorme local de estilo moderno con dos armarios empotrados como porteros que flanqueaban la entrada. A mi derecha, Dante se fumaba un cigarro y soltaba el humo con parsimonia y cara de psicópata; a mi izquierda, Enzo, con una sonrisilla tonta en la boca. Últimamente se reía más de lo normal. No quería pensar que el motivo tuviera nombre de mujer. Desde que se había roto la supuesta maldición de los Sabello, estábamos desatados.

Enarqué las cejas con gracia cuando Enzo dio unos pasos para llegar al primer segurata. Le tendió un sobre bien abultado y el individuo cabeceó. No lo he contado, pero en mi familia éramos todos muy de música clásica gracias a mi padre y a Tiziano. Escuchar de fondo el sonido reguetonero del momento me ponía de los nervios, así que en mi fuero interno me imaginaba una pieza de Antonio Vivaldi, y Spring: I Allegro resonaba con fuerza en esa mente perversa que teníamos todos los del apellido Sabello.

El orangután tendió una mano hacia el interior, dándonos a entender que la fiesta estaba servida. Y, allí, un local de mala muerte —por muy moderno que fuera— le crispaba la vida a cualquier minimalista. Había neones por todas las esquinas, en los techos, las paredes, las columnas... La música tronaba tan fuerte que creí que el sitio se caería a plomo.

Y entonces... me topé con aquellos ojos.

Unos ojos grises, tan plata que no parecían de este mundo. Quizá ahí estaba la ironía de la vida, porque esa mirada no iba a olvidarla, como no olvidaría jamás la de su hermano. La de Adriano Soracco, un chico de quince años que había corrido en dirección opuesta a la mía, aunque no lo suficientemente rápido como para que una navaja lo alcanzara.

Mi navaja.

Apreté los dientes, sintiendo a la vez el codazo de Dante.

—¿Ocurre algo, piccolito?

Como dato informativo, os contaré que yo siempre había llamado piccolo tanto a Tiziano como a su gemelo, y después piccola a su mujer, Adara. Y no lo hacía con nadie más porque aquella palabra significaba mucho para mí. Tal vez más que un sencillo amor al mencionar a alguien de forma tan infantil. Tan mimosa. Dante empezó haciéndolo con gracia, y al final acabó llamándome piccolito siempre y casi sin ser consciente.

Negué con la cabeza al ver cómo Vicenzo Soracco se restregaba con dos mujeres en un sofá del mismo color plateado que sus ojos. Adriano los había tenido iguales; su padre también. Anduve con pasos firmes, me reajusté la chaqueta del traje oscuro y alcancé mi pistola. Enzo se percató de mi gesto y me imitó.

Estaba más grande, obviamente. Más gordo, más baboso, más... No sabría cómo definirlo. Quizá era el pensamiento, ese que le indicaba a Vicenzo que podía comerse el mundo si lo deseaba; de ahí aquel porte arrogante y desinhibido. Adriano nunca había sido así, pese a no haber tenido la oportunidad de demostrar lo contrario durante demasiado tiempo. Él había sido un chico noble, de buen corazón. Un muchacho al que le quité la vida por egoísmo.

Normalmente, yo no era un hombre con remordimientos, pero era cierto que en algunas ocasiones un recuerdo me atormentaba. Sobre todo si tu pasado se ponía delante de tu futuro. Y mi futuro era que los negocios de mi hermano Valentino fluctuasen, y Vicenzo había metido las narices donde no lo llamaban.

Me detuve delante de él. Su cara de baboso se separó de la de una de las mujeres, a quien en ese momento le apresaba el labio inferior. Me dio un poco de repelús. Sus ojos se fijaron en mí con arrogancia, y después pasaron a mis dos costados, enfocando de igual forma a mis hermanos.

—Tú —escupió con asco, creyéndose un ser superior.

Asentí con pesar fingido, descrucé las manos, que previamente había colocado así para que no se viera la pistola, y añadí con firmeza:

—Yo.

Saqué el arma y...

Pum, pum.

Dos disparos fueron suficientes para que su cabeza colgara hacia atrás, muerto en el acto. Tras eso, la gente corriendo, la música dejando de sonar, nosotros dándonos la vuelta como si no hubiéramos hecho nada, los de seguridad acercándose, las sirenas de la policía...

Dos tiros me llevarían a encontrar un problema más grande del que habría esperado, uno que haría que me topase con la persona que andaba buscándome con notitas y... que me pondría la vida patas arriba por un puto acuerdo en el que yo no había tenido ni voz ni voto pero que se liaría más de lo previsto por desfasarme esa noche.

Por una jodida noche.

2

El pecado

Un buen rato después nos encontrábamos en el mismo centro de Roma, apartados del bullicio. Di un golpe en la barra con mi vaso de cristal, contemplando de fondo el local. Dante se había marchado a no sabía dónde hacía ya tiempo, aunque no había que ser un hacha para saber a qué se iba allí. Era un local oculto al que no tenía acceso nadie. Nadie excepto las personas con poder como nosotros.

En nuestro mundo estaba terminantemente prohibido salir de fiesta, dejarse ver demasiado en público o montar parafernalias que pudieran perjudicar a La nostra famigghia, a nuestra mafia. Eso se reducía a que, o montábamos jolgorios en nuestras casas, y a veces era complicado de hacer sin que después se corriera la voz, o acudíamos al Vietato. Tal y como su palabra indicaba: prohibido. Era un lugar oscuro en el que las personas como nosotros se acostaban con otras de su misma posición, sin saber quiénes eran si no querían. A mí me importaba una reverenda mierda si me conocían o no; eso que se llevaban si se las había follado un Sabello. Sin embargo, toda persona que entrara allí tenía muy claro que no podía divulgar nada de lo que ocurría, o no regresaría jamás.

Y nunca había sucedido nada. Hasta ese día y por culpa de mi chulería. Una chulería que tendría que comenzar a atar con una cadena o terminaría buscándome la ruina.

—¿Vamos a dar una vuelta?

Que los Sabello follábamos en grupo no era una novedad. A mí no me importaba que mi hermano se uniera y a ellos tampoco, así que no nos reprimíamos si se daba el caso. Asentí y solté el vaso cuando escuché a Enzo, y le di mi chaqueta del traje a la camarera, que la recibió gustosa y con una sonrisa deslumbrante.

Iba mezclando mi visión con los colores tenues y sensuales, rojizos y naranjas, mientras dábamos largas zancadas hasta el pasillo del fondo, después de la sala principal donde solo estaban situadas las barras. A través de esos pasillos podíamos llegar a otro enorme en el que se abrían habitaciones a derecha e izquierda.

Allí estaba la verdadera lujuria.

Allí se escuchaban los gemidos, los jadeos ahogados, los gritos de placer, de dolor...

Apreté los dientes, sintiendo que la bragueta se me tensaba, todavía sin haber puesto un pie en ninguno de los espacios que mantenían la puerta abierta. Eso era una clara invitación para que se uniera quien quisiera. En aquel lugar no había leyes, normas absurdas ni mierdas. Lo único que había que hacer era respetarse y mantener el silencio si te encontrabas con alguien a quien conocías. Fin.

Miré hacia atrás y vi a Enzo asomando la cabeza por una de las habitaciones. Le duró poco la inspección, porque escuchamos a Dante desde la otra punta del pasillo dando unas palmadas en el aire, invitándonos a entrar a la estancia. Iba como su madre lo trajo al mundo y me reí, aunque hubo algo que no me hizo gracia. Pese a la escasa luz, Dante se había acercado mucho, hasta casi quedarse sobre mi cara, y podía verlo con claridad.

—¿Habéis venido para beber? Yo ya he follado cuatro veces —me indicó.

Miré a Enzo de reojo, quien también lo contemplaba sin decir nada.

—¿Y qué has hecho más, aparte de follar? —le pregunté con interés. Mi tono no tenía ni pizca de broma.

Pareció confundido por mi pregunta y me toqué la nariz, dándole a entender que la tenía sucia. Que Dante estaba tonteando con las drogas desde hacía un tiempo lo sabíamos todos. A nuestra manera, pero todos. Si mi padre o la mamma se enteraban..., lo matarían.

—¿Te has caído encima de un saco de harina? —le cuestionó Enzo con tono duro.

Dante sonrió como un canalla y le contestó arrogante:

—No. Me he comido un polvorón.

—Pues he de decirte que no estamos en Navidad y que tienen que estar rancios —dictaminé.

—Dante...

El nombrado hizo un gesto con la mano en el aire para indicarle a Enzo que podía meterse sus comentarios por donde le cupiesen. Le había bastado con decir que tenía cuarenta y un tacos y que no pensaba permitir que hiciera de padre antes de darse la vuelta. También era cierto, pero eso no quitaba que no nos hiciera gracia que se involucrara de lleno en el mundo en el que vivíamos.

—Déjalo. —Impedí que Enzo avanzara en su dirección. Este me miró espantado—. No merece la pena y terminará en pelea. Te lo digo yo.

Apretó los dientes, resopló y asintió sin dar lugar a que alguien le amargara la noche. Quizá fue el impulso del cabreo lo que lo llevó a abrir la segunda puerta a la derecha sin mirar. Lo seguí, por supuesto, aunque antes de entrar vi que mi otro hermano se perdía en una de las habitaciones finales. En la que nos había señalado con anterioridad. Negué con la cabeza y, más serio de lo habitual, entré en busca de Enzo.

La estancia estaba iluminada por una única lámpara que pendía del centro del techo. Había grandes sofás, anchas camas, mullidas alfombras en las que retozaban varios cuerpos, hombres y mujeres intercambiando sus fluidos de manera lasciva, cuerpos que se rozaban y se buscaban con fervor. Después estábamos nosotros, vestidos con el traje y desentonando en la sala. Algunos nos miraron.

Encontré la sonrisa tonta de Enzo a muy pocos pasos de mí. Ya estaba quitándose la camisa. Me permití el lujo de darme unos segundos de rigor, apreciando que llamaba la atención de los dos sexos. Introduje las manos en los bolsillos de mi pantalón después de remangarme la camisa y comencé mi caminata por la enorme sala, detrás de mi hermano.

En medio de aquel mar de orgasmos, del fuerte olor a sexo y tras descubrir que la habitación no era una, sino dos, y que había más de veinte personas en el mismo sitio, perdí a Enzo de vista momentáneamente. Lo perdí porque algo, o más bien alguien, llamó de manera poderosa mi atención.

Podría haber mucha gente con aquel tono de piel. Muchísima. Pero esa la conocía como la palma de mi mano, y eso que no la había tocado en mi vida. No de aquella manera tan perversa.

No como habría querido tocarla.

Me quedé estático, semioculto en un lateral de la habitación y apoyado en una columna. Se me veía solo la mitad, pero supe que me había captado cuando su mirada se fijó en mí.

¿Cuántas posibilidades había de que reconocieras a una persona con una máscara, sin haberla visto desnuda jamás? Pocas, tal vez, pero yo era un poco adivino y confiaba mucho en mi intuición. Esa que me decía que la mulata que se contoneaba sobre la mesa de madera era quien yo creía que era.

Su rostro estaba cubierto por una máscara negra de gato, muy parecida a la de Catwoman. Podría haberla dibujado con un carboncillo sobre un lienzo y no me habría llevado más de unas horas plasmar aquella belleza que gozaba delante de mis narices. La bragueta se me tensó.

Impulsó su culo hacia atrás cuando la boca de la mujer que tenía pegada a la espalda se alejó de sus nalgas y fue sustituida por dos dedos en su coño. Apoyó las manos sobre la mesa, dejándome ver unas tetas firmes, apetecibles y de un tamaño corriente. Ni grandes ni pequeñas, lo justo para volverte loco. Su posición a cuatro patas me desestabilizó, pero lo disimulé muy bien mientras continuaba apoyado en la columna.

Aquellos ojos verdes no se habían apartado de mí. Intenté fijarme en los puntitos amarillos que se dispersaban por sus iris, pero la luz era demasiado escasa como para verlos con nitidez. Ahora sí, me crucé de brazos a la espera de un movimiento por su parte, pues ya era consciente de que ambos nos evaluábamos.

A lo lejos atisbé que Enzo se encontraba ensartado en la boca de una mujer. Me miró, después siguió el recorrido hacia la mulata y asentí con la cabeza de manera sutil. Una caída de ojos de mi hermano me indicó que me había entendido. La mulata se cambió de posición, ocasionando que su cuerpo quedara tendido sobre la mesa, de cara a mí. Algo brilló en su ombligo y comprendí que se trataba de un pirsin. Sus ojos retornaron a su foco inicial: o sea, yo. Continué con mi mirada instigadora, viendo cómo un hombre llegaba a su derecha y ella le hacía una paja sin dilación, aunque sin dejar de mirarme tampoco. Ni siquiera la boca de la mujer que antes se había encargado de masturbarla fue suficiente para que la mulata cerrara los ojos o los apartara siquiera.

La besó con fervor, degustó su boca y la lamió de manera lasciva y provocativa. Provocándome a mí, obvio. No me moví, pese a notar varias miradas por parte de los allí presentes. Cuando se cansó de las esperas por mi parte, guio su rostro hacia el hombre, apartando a la mujer rubia, a quien dejó en un segundo plano con otra chica que había a su lado. Se metió la polla de aquel tipo en la boca y la succionó con arrogancia, con lascivia y morbo. Con ganas de sacarme de mis casillas.

Habría deseado caer en la tentación y haberme acercado a ella. El simple pensamiento de ir, darle la vuelta y follármela como una bestia me ocasionó más tensión en el centro de las piernas. Sonreí canalla al ser consciente de que no se quitaba la máscara porque no deseaba ser descubierta en medio de tanta gente. ¿Vergüenza? Podría ser. Atisbé, sin apartar la mirada de ella, que Enzo había llegado y se encaminaba con firmeza hacia la rubia, amiga de la mulata, y ambos quedaron a su espalda.

El tipo se folló con dureza la boca de la mujer misteriosa. Entró y salió como un desquiciado, y ella se encargó de llegar hasta sus huevos, los cuales tocó con ganas de volverlo loco. En efecto, poco después, aquel falo salió de su boca y se corrió de forma enloquecedora sobre las firmes tetas.

Alzó la barbilla al mismo tiempo que abría sus piernas en mi dirección. Era una jodida clara invitación para que me acercara. Y, siendo honestos, desde hacía más de quince minutos sentía que la polla iba a reventarme y los huevos me dolían mucho.

—Vamos a divertirnos —murmuré, sacándome un cigarro de la cajetilla.

Me lo coloqué en la boca, me aparté de la columna y encaminé mis pasos hacia la mujer, quien delineaba su raja con dos de sus dedos, empapados en su propia saliva. Pude contemplar su cuerpo sacudirse, como si no hubiera esperado que aceptara la invitación de acercarme, como si los nervios hubieran tomado parte de ella.

Hacía bien.

Dejé el cigarro reposando sobre mis labios, me remangué la camisa y continué avanzando hasta colocarme delante, pero sin tocar la mesa de madera todavía. Tenía unos pies bonitos, con las uñas pintadas de un rojo intenso, al igual que las de las manos, las cuales lucían una perfecta manicura con las uñas en forma de pico y largas. Unas estilizadas y turgentes piernas, un coño depilado, un vientre plano y, en efecto, un pirsin de oro con dos bolitas en su ombligo.

Miré a Enzo por encima de mis pestañas con cara de cabrón. Absorbí otra calada de mi cigarro, ahora posando mis ojos sobre los de ella, y comencé a caminar por el lateral de la mesa viendo cómo el hombre que la había acompañado hacía escasos segundos se apartaba sin pedírselo. No había sido necesario.

Aprecié cómo despegaba aquellos carnosos labios debido al sobresalto y a la excitación cuando las palmas de la rubia, su amiga de antes, se plantaron en la mesa con un golpe seco, muy cerca de su cabeza. Ese ruido y el movimiento los había ocasionado mi hermano: el tío que se la cepillaba sin delicadeza desde atrás.

Sonreí lascivo cuando una de mis manos descendió hasta llegar a la madera, causando que la escena adquiriera ese momento de tensión que llegó a provocar que la mulata me retara. Sus ojos se oscurecieron, pero fue su mano descendiendo con atrevimiento por aquel vientre plano la que me indicó que aterrizaría en su coño de nuevo, buscando el placer del que estaba privándola.

La muy osada no separó su mirada gatuna de mí, ni siquiera cuando le di la vuelta a la mesa rodeando a Enzo, quien pujaba en el interior de la mujer sin descanso, hasta que conseguí colocarme en el extremo de su izquierda, todavía admirándola. Por su mandíbula apretada entendí que contenía las ganas de saltar sobre mí. No fue hasta que su mano casi llegó a sus labios exteriores cuando tomé la determinación de detenerla. Tiré el cigarro al suelo y lo pisé. Mi mano fue más rápida y apresó su muñeca, lo que hizo que un calambrazo me atravesara el brazo. Obvié ese detalle y pasé por alto que sus fieros ojos seguían altaneros, feroces y firmes clavados en mí, sabiendo muy bien con quién estaba y a quién había provocado.

—¿Tienes prisa, gatta2?

No contestó. De haberlo hecho, habría adivinado quién era. Y aunque estaba seguro de que ella sabía que la había calado, prefirió no romper ese misterio que la rodeaba.

Las luces parecieron apagarse un poco más, tal vez compenetrándose con la esencia del momento. Solté la delicada y asesina muñeca y subí con dos de mis dedos por su pie derecho, como si estuviera recorriendo un camino serpenteante y lleno de espinas. Que lo era. Aquella mujer era una víbora de cuidado, y solo a mí se me ocurrió que jugar con ella era lo más factible esa noche.

El tacto de su piel me quemó en las yemas de los dedos a cada golpe que daba mientras escalaba. Su vientre subió y bajó a una velocidad descontrolada, dándome a entender las ganas que tenía de que llegara al centro de su placer, al sitio más deseado y buscado de ella. Sin embargo, yo estaba dispuesto a ser más canalla que ninguna otra noche e iba a demostrarle que no era tan fácil enganchar a un Sabello.

Si era más tonto, me borraban el apellido.

Acaricié aquella barriga, llegué a las bolitas de oro y tiré de ellas con saña. Gruñó por lo bajo e incorporó su cuerpo un poco, y lo mismo que lo alzó, Enzo se lo bajó de sopetón. No había advertido el momento en el que había terminado de zumbarse a la rubia, se había colocado detrás de ella y había tirado de sus hombros hacia atrás. Sonreí. Ella no.

—Quietecita estás más guapa —murmuró Enzo, como su madre lo trajo al mundo y con su polla apuntándole a la cara.

La mulata entrecerró los ojos y tuve que reírme cuando sacó aquella viperina lengua —pues bien sabía yo que la tenía— y lamió con descaro el glande de mi hermano, todavía con algunas gotas pendiendo de él. Alcancé sus pezones cuando pasaba la lengua por el contorno de su verga y tiré del derecho con maldad, retorciéndolo y endureciéndolo a partes iguales.

No se inmutó, aunque la sonrisa de Enzo me indicó que sí había apreciado un gesto en sus ojos. Junté mis labios, indicándole a mi hermano que debíamos ser precavidos con la gata que teníamos entre las manos, pero el impulso de tocarla me pudo más y continué hasta que atrapé su cuello y lo apreté. El giro de los acontecimientos fue tan brusco que la separé de la polla de Enzo y se quedó de cara a mí, mirándome sin miedo alguno mientras yo apretaba su garganta con ganas.

Me incliné lo justo para estar casi encima de ella, sin haberme quitado ni una sola prenda todavía, detalle que llamó poderosamente su atención, ya que las manos de la mulata se fueron a mi camisa. Enzo las apartó de allí, sobreponiéndose de su cara, y tiró de las dos hacia atrás para dejarlas atrapadas por encima de su cabeza.

—No se toca, gatta —bisbiseé con voz ronca.

Subí el pulgar de la mano con la que le apretaba la garganta hasta su labio inferior y lo delineé. Aprecié que entreabría los labios por la falta de aire, pues yo continuaba apretando sin miramientos. Noté las miradas de algunas de las personas de la sala fijas en nosotros y con interés. Le clavé el dedo con garra, pero lo aparté de inmediato cuando su boca se abrió más y fueron sus dientes los que intentaron morderme, sin éxito. ¿Estaba respondiendo a mis exigencias? Eso me puso como una moto y me frené. Lo hice mentalmente, porque si no se habría enterado de verdad de quién era Romeo Sabello.

Me aparté con una rapidez pasmosa y ella rio, mostrándome claramente quién había ganado. Por ahí no pensaba pasar, y cuando vi que giraba la cabeza, alcanzaba el falo de Enzo y se lo metía en la boca... ¡Ag! La dejé. Mi hermano apretó los dientes, dándome a entender que controlar la mamada iba a ser difícil, y sonreí victorioso.

Lo hice porque la mulata se pensaba que había ganado.

Y lo que no sabía era que los Sabello nunca perdíamos.

Otra mierda que iba a comerme en breve.

Fue suficiente delinear el contorno de los labios de su coño para que se detuviera y me buscara, incorporándose con efusividad al instante. No buscaba a Enzo, me buscaba a mí.

Acerqué la boca muy despacio, como si no quisiera que ese momento llegara para hacerla sufrir. Con la punta de la lengua perfilé la cara interna de su muslo derecho, después lo hice con el izquierdo. No dejé de prestarle atención por encima de mis pestañas, viendo que su respiración era más y más agitada. Elevó la mano, sujetó la polla de Enzo y la torturó mientras yo me recreaba en pasear mi lengua por todo el contorno de su coño, sin llegar a tocar su clítoris ni el interior.

Jadeó, y sabiendo que la observaba, se giró de nuevo lo justo para comerse la polla de Enzo por segunda vez, ahora con más frenesí. Sonreí en sus labios inferiores y me atreví a presionar la lengua en su botón. Aquello hizo que la mulata cerrara los ojos con fuerza, y mientras Enzo agarraba su cabellera larga y negra en un puño, yo descendía con la lengua hasta llegar a su agujero y torturar el contorno, como había hecho con el resto.

Enzo tiró de la mata de pelo revuelta, la apartó y aprecié desde mi posición cómo la saliva descendía por su boca, ahora mirando a mi hermano. Él sonrió canalla al separarla y ver su lujuriosa mirada. Se alejó, al tiempo que yo lo hacía, y la mulata se quedó sola y desamparada.

Aquellos ojos verdes me perforaron mientras mis dedos comenzaron a pasearse alegremente por su humedad. Coloqué uno de ellos en su botón mágico, lo apreté y jadeó, deseosa de correrse. Lo supe por el breve movimiento descontrolado de su cadera. Aguanté estoicamente la risa, fijándome en la rojez de su coño por lo mucho que otros lo habían disfrutado, y sin dilación me interné con dos dedos.

El gemido fue monumental y ahí conseguí escuchar el tono de su voz; lo que había pretendido desde el principio, pese a saberlo a ciencia cierta. Me adelanté para quedarme casi recostado sobre ella, apoyándome con la mano que tenía libre sobre la mesa y sin dejar de maltratarle el sexo con los dedos para que se empaparan lo indecente de su esencia. Había echado la cabeza hacia atrás y gozaba con los labios entreabiertos. Lo que no sabía era que más iba a hacerlo yo a continuación.

La bragueta iba a reventarme, aunque no me importó. Me acerqué a sus labios y pareció entender que iba a besarla. Error. Error muy común que no pensaba cometer. Saqué los dedos de su interior, los llevé a su boca y la obligué a abrirla para saborearse. No dudó en hacerlo, en seguirme la corriente. Y entonces, con cara de cabrón nato, murmuré:

—Disfruta de la noche, Mia Lombardi.

Me separé de ella, apreciando que su pecho subía y bajaba a una velocidad descontrolada cuando fue consciente de que me marchaba, de que no acabaría lo que había empezado y de que Enzo estaba plantado en la puerta que daba a la salida de la estancia. No miré ni una sola vez atrás, pero sí que escuché un palmetazo sobre la mesa de madera donde había dejado tirada a la mulata pervertida que me habría follado hasta decir basta.

En menos de cinco minutos estábamos en la puerta de la calle y habiendo llamado a Dante ya para decirle que nos marchábamos. Este, que iba hasta arriba de todo, nos pidió diez minutos de rigor. O lo sacábamos del pozo en el que estaba metiéndose, o lo perdíamos.

—¿Vas a contármelo ya? —me preguntó Enzo, fumándose un cigarro mientras esperábamos al tercero en discordia.

Miré al frente, con los ojos brillantes y el recuerdo del pasado en mi cabeza.

—Los Lombardi son unos vuelteros, cuentistas y sicarios. No es necesario que te diga la cantidad de veces que papá nos ha dicho que no nos mezclemos con ellos.

No me giré hacia mi hermano, pero sabía que estaba clavándome la mirada de manera instigadora. Mi padre, en realidad, nunca había dicho eso porque la había querido demasiado. A ella por lo menos.

—Y aun así nos ayudaron cuando tuvimos problemas —me recordó, apuntando aquel detalle sobre una guerra que mantuvimos en Roma, hacía relativamente poco tiempo.

—Con intereses, como todo —traté de darle la vuelta.

—¿Y para qué has querido picar a la Lombardi si no ibas a follártela? —se interesó con tono chulesco.

—Para divertirnos.

—Pues yo me he quedado con la polla tiesa —refunfuñó.

—Habértela cascado antes de salir —repuse.

Resopló, y un silencio breve se hizo entre los dos.

—Que me lo cuentes, tronco —insistió.

Si algo caracterizaba a Enzo, era que podía ser muy persistente. Por eso cada vez que lo llamábamos pesado se cabreaba, pero es que era cansino, como decía mi hermano Tiziano.

Antes había logrado esquivar el tema un poco. Ahora ya me era inevitable, y mejor con él a solas que no con el guasón de Dante también.

Lo miré con seriedad.

—Voy a contarte una historia breve.

—Expectante me hallo.

Nada. Estaba volviéndose un sinvergüenza que no se tomaba las cosas en serio.

—Había una vez un niñato al que le gustaba una chica —comencé teatrero, aunque algo dentro de mí quemaba. Lo ignoré—. Esa chica empezó a salir con otro tío. Llamémoslo Adriano. —Por supuesto, no estaba inventándome nada. Enzo no parpadeaba y permanecía impertérrito—. A un tal Romeo se le fue la pinza un día, cuando aquel Adriano tenía quince años, y se lo cargó a navajazos en un callejón al salir de una discoteca. La chica, que se acababa de echar novio, se quedó sin novio, y el tal Romeo fue la primera vez que se manchó las manos de sangre. Fin de la historia.

Mi hermano se lo pensó antes de hablar:

—No fue una pelea, como nos contaste —pronunció; no sabía si ofendido por la mentirijilla que les dije en su día sobre mi primer asesinato. Negué con la cabeza—. Fue una puta venganza porque te habías enamorado y te había quitado a la Lombardi. —Señaló hacia el interior.

Yo hablé con voz de ultratumba:

—Yo no me enamoré.

—Claro, por eso lo cosiste a navajazos y lo mandaste al cementerio. A tu amigo —me picó.

—Él sabía que Mia me gustaba.

—Pero le tiró la caña antes que tú.

—Fue un espabilado —repuse, quitándole importancia, aunque algo en mi interior ardía.

—Y ahora te has cargado al único hermano que tenía. —Prensó los labios y asintió ojiplático. Regresó la mirada a mí, ya que la había apartado de manera momentánea—. Eres un hacha.

La puerta a nuestra espalda se oyó y cortamos la conversación de raíz. No fue necesario tampoco decirle que de allí no podía salir nada de lo que habíamos hablado.

Dante se colgó sobre los hombros de los dos. Atisbé que en una de las manos llevaba una botella y se la arrebaté para darle un trago.

—¿Qué? ¿Cómo ha ido la noche y por qué nos vamos tan pronto?

—Porque tu padre quiere que mañana hagamos una reunión a las diez de la mañana —le contestó Enzo sin dilación en la voz.

Aguanté el aire y asentí. Di un paso adelante para marcharme, y cuando ya llegábamos al coche entre los comentarios de Dante y las bromas de Enzo, me atreví a mirar hacia la entrada del Vietato.

Allí estaba el diablo vestido de mujer.

Subida a unos altos tacones rojos como sus uñas, se encontraba de pie el pecado ataviado de manera impoluta y elegante.

Nos retamos con la mirada.

Ella, aún con la máscara puesta.

Yo, sin antifaces que me ocultaran.

Y, entonces, como si hubiera apreciado mi gesto fiero, hosco y serio, su mano se alzó, tiró de la máscara y se la quitó, permitiendo que aquella cascada negra de pelo ondeara con el aire.

Descubriéndose.

Traspasándome con sus ojos verdes. Tan verdes como los míos.

3

Reuniones importantes

Las diez menos diez de la mañana.

De fondo: Ride of the Valkyries, una pieza clásica con la que parecía que íbamos a la guerra más que a una reunión familiar.

Me encontraba en la puerta de la casa de mis padres, en Sicilia, concretamente en Catania, alejados de la civilización. Allí, nuestros progenitores nos habían criado en una casona de estilo romano, grande, con un enorme jardín en la entrada y un bosque tan cercano que solíamos salir a correr por las mañanas. Sobraba decir que de vez en cuando nos quedábamos en casa a dormir y que nuestros padres mantenían las habitaciones de sus hijos impolutas. En las profundidades de aquella casa, en el espacioso sótano, era donde llevábamos a cabo la recolecta y los pactos más sagrados. Y esos asuntos los resolvíamos en sitios que, sabíamos, nadie podría descubrir.

Recalcar que algunos nos habíamos pegado un gran madrugote era una tontería, pero lo era, ya que casi todos vivíamos fuera de Catania. Yo, por ejemplo, tenía una hora en avión hasta llegar a casa de mis padres, y Dante y Enzo se habían quedado en mi apartamento a dormir esa noche. Di gracias a que Enzo no buscó más excusas para hablar conmigo a solas y permaneció en silencio con el tema de la Lombardi.

—Buenos días, bambini. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no entras?

Que lamamma usara aquel apelativo cariñoso con sus hijos de vez en cuando no era una novedad. Al igual que tampoco lo era cuando tenía que pegarte un guantazo con la mano abierta.

Sonreí al girarme y la abracé, para después depositar un tierno beso en su mejilla.

—Mamma —le dije con cariño—. ¿Dónde está el resto?

Acaricié de manera suave su pelo rubio, el cual lucía suelto por los hombros esa mañana. Los ojos color miel de Antonella Sabello, como los de cuatro de los hermanos, me observaron. En casa se habían repartido bien los genes. Mi madre tenía una estatura normal, ni alta ni baja, y se mantenía en forma. De lo que sí fui consciente era de la aparente pérdida de peso. No en exceso, aunque se le notaba.

—Los únicos que no han llegado son Claudio y Alessandro. Los demás están abajo, y Tiziano está en la habitación con la carusa.

—¿Cómo está? —le pregunté por Adara, la única mujer que había entrado en la casa de los Sabello, a excepción de mi madre y mi abuela materna.

Suspiró con agotamiento y entendí que de ahí venía ese rostro de cansancio. Mi cuñada estaba a punto de dar a luz a dos gemelas. Todos esperábamos ese nacimiento con entusiasmo. Tiempo atrás, supuestamente los Sabello habíamos sido maldecidos por Gabriella Rinaldi, madre de Luciano y Stefano Rinaldi, una familia rival a la que nos enfrentamos hacía relativamente poco, quedando con vida este último: Stefano. Era un cabrón que, con suerte, conseguiríamos acabar con él, ya que mi padre no era de dejar cabos sueltos, y con ese tenía una venganza particular. La maldición constaba de algo muy sencillo: ninguna mujer nacería en la familia de los Sabello y ninguna mujer se emparejaría con nosotros. De esa manera, nuestro legado moriría con el último que enterráramos.

Todos pensamos que eran chismes de viejas locas cuando fuimos lo suficientemente grandes para entenderlo. Miré hacia la parte trasera de la casa con un pellizco en el corazón y sin que mi madre se diera cuenta de adónde iban mis pensamientos. Allí, en una tumba diminuta, estaba la novena hermana Sabello: Lionetta. Ella había nacido en el salón de la casona que tenía delante, muerta. Y ahí todos comprendimos que tal vez sí era cierto que estábamos malditos.

Hasta que llegó Adara.

Hasta que se casó con mi hermano Tiziano.

Y hasta que se quedó embarazada de dos niñas.

¿Casualidad? Podría ser, aunque Tiziano diría que no, porque la supuesta maldición se rompió el mismo día que Gabriella murió.

—Lleva una semana con contracciones. Algunas son más fuertes y otras menos. —Su voz dulce me hizo regresar al presente y olvidar el momento en el que Lionetta nació. Yo tenía doce años. El llanto y los gritos de mi madre jamás se me olvidarían—. Tiziano está histérico.

Reí con tristeza y ella lo notó, pero no preguntó el motivo de mi cambio.

—Qué raro en él —ironicé—. ¿Está despierta?

Asintió con la cabeza.

—Lleva toda la noche sin pegar ojo. Tu hermano ha llamado al médico más de quince veces. Ya sabes lo exagerado que es. Solo nos falta ponerle una habitación aquí para que no se marche.

Y, entonces, apartando los pensamientos negativos, llegaron otros más positivos que me hicieron curvar los labios. Ella me observó extrañada por el cambio de humor.

—¿Eres consciente de que en breve vas a ser abuela y yo tío? Y qué bonito es nacer en otoño. —Miré al frente, como si estuviera visualizando ese momento. Mi madre rio—. Voy a ser el tío más molón de esta familia.

—Tú lo que vas a ser es el tío más colgado de la familia. El más molón soy yo.

El tono bromista de Alessandro me sacó de mis cavilaciones y le mostré mi desacuerdo con un gesto de los labios. Aquel galán tan parecido a mi madre, con pantalones vaqueros, camiseta informal blanca y chulo a reventar, se coló entre los dos para saludarla con un beso en la mejilla. Era muy parecido a Tiziano. De hecho, había seguido siempre su ejemplo.

—Te vas a comer una mierda como tu culo de grande —le dije bravucón.

A su espalda, el primogénito de los Sabello, Claudio —de ahí que se llamara como mi padre—, avanzó hasta colocarse en medio de los dos, vestido de manera impoluta con un traje de chaqueta de color gris plata claro. Tan elegante como siempre. Él era más parecido a mí, con el pelo oscuro y unos modales que rozaban lo exquisito. Claudio siempre había sido el referente para muchos de nosotros, y ahora estaba pasándolo verdaderamente mal. Sin pretenderlo, se había enamorado.

Y lo había hecho del hijo de Luciano Rinaldi. El bando enemigo. Pese a que ese hombre estaba muerto y Domenico Rinaldi de nuestro lado, su relación no había salido como se esperaba y todo había acabado como la guerra de Troya. No encontrábamos a Dom ni vivo ni muerto. Él mismo se había encargado de desaparecer cuando la guerra con los Rinaldi terminó, llevándose consigo a su hija: Nicolle Rinaldi. Y esa era otra historia muy larga y dura de contar, porque ellos no habían estado dos días juntos. No. Llevaban tres largos años y nadie se había enterado. Por supuesto, Claudio nunca se tragó lo de la maldición.

—No te cabrees, que todos sabemos que este habla mucho y después... —Claudio soltó aquel comentario que me sorprendió. No era un tío rudo, aunque últimamente estaba de muy malhumor.

—¿Qué dices tú, morroestufa?

Sonreí al escuchar a Alessandro, ya en el pasillo que conducía hacia el sótano.

El pequeño de los Sabello y sus insultos, que nos sacaban una carcajada. Habíamos cogido aquella tontería de morroestufa en cualquier situación que tuviéramos la oportunidad de decirnos cuando se nos calentaba la boca y hablábamos sin fundamento. Lo que venía siendo un bocazas.

Claudio rio pero no le contestó, y mi madre nos apremió para que entrásemos. Accedí por el pasillo, detrás del portento de tío que tenía como hermano al mando de la panda de psicópatas que componía nuestra familia, y descendimos por la puerta que había antes de llegar al gran salón principal. Desde la distancia atisbé que la puerta semioculta en la pared ya estaba abierta.

Aquel sitio era sumamente secreto. Nos extrañamos al saber que la reunión se llevaría a cabo allí dentro, pues en ese lugar solo entrabamos para nuevos nombramientos de la mafia o asuntos muy puntuales que implicaran sangre. Sangre de la nuestra.

Sangre que sellaba pactos.

—¿Allí? —Señalé con el índice la sala, buscando a mi madre.

Asintió sin decir ni una palabra y con el rostro serio. Desde la altura en la que me encontraba de la escalera veía un par de cuadros que había en la pared. El lugar era lúgubre, alumbrado por una tétrica bombilla sobre una extensa y larga mesa de madera. En las paredes únicamente lucían los cuadros de los capo di tutti capi anteriores a mi padre; es decir, el jefe de todos los jefes de una familia: Claudio Sabello, quien le había cedido el mandato hacía casi un año a mi hermano Tiziano, que ya estaba colgado en aquellas cuatro paredes rectangulares de ladrillo rojo.

—¿Y por qué allí? —refunfuñó Alessandro, ya fuera de las escaleras y con intención cero de entrar en la sala.

—Porque lo ha dicho tu padre —repuso lamamma con tono neutro.