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Los lectores que quedaron fascinados con El mozárabe volverán a disfrutar con una novela magistral ambientada en la época de Abderramán III. Los lectores disfrutarán en estas páginas con legendarios episodios como la épica batalla de Simancas, donde Abderramán III perdió su precioso ejemplar del Corán; la peligrosa misión llevada a cabo por la reina Goto, viuda del último rey de Gallaecia, para rescatar las reliquias de san Paio, que reposan en tierra infiel, algo que muchos intentaron antes y ninguno logró; o la delicada tarea de las embajadas enviadas por Abderramán III y el rey Radamiro, las cuales se cruzan en la vieja ruta hispana, presa de guerras y batallas desde tiempos inmemoriales. Poder, prestigio, intrigas y anhelos de paz se encuentran en una espléndida novela que rescata los olores y aromas de la maravillosa Córdoba del califato, nos pasea por la bucólica Galicia y nos aproxima de manera sencilla y a la vez apasionante a una época importantísima de nuestra historia. Todo ello en torno a la vía que unió Norte y Sur, el Alándalus y el mítico Finis Terrae donde está el sepulcro de Santiago, conocida hoy como «Camino Mozárabe».
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Seitenzahl: 680
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
El Camino Mozárabe
© Jesús Sánchez Adalid, 2013, 2023
© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
Imágen de cubierta: Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788419809179
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Cita
Primera parte. Crónica de los reinos distantes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Segunda parte. Crónicas de embajadores
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Nota histórica
Si te ha gustado este libro…
A Jesús y Pilar, mis queridos padres
Y he aquí que los mismos sarracenos predicen, por medio de ciertos prodigios y de ciertas señales de los astros, que su destrucción está próxima, y que el reino de los godos será restaurado por nuestro príncipe. Y según revelaciones y señales atestiguadas por numerosos cristianos, ha sido profetizado que reinará en un tiempo próximo en toda Hispania.
Crónica profética, Oviedo, abril del año 883
Gallaecia, ribera del río Sil, septiembre del año 939
En la última hora de la tarde, un luminoso vestigio del astro se demoraba, a occidente, sobre la tupida fragosidad de árboles que se derramaba desde la altura de los montes, en lenta pesadumbre, por las laderas que se precipitaban a un barranco terrible. En el fondo del abismo, el río fluía oscuro, como plomo fundido, y se perdía entre la imposible angostura de un valle sofocado por bruscos peñascos, gruesos y retorcidos troncos, zarzales, concavidades y recodos sinuosos. El mundo se iba ensombreciendo y el cielo se revestía de eternidad y distancia, como si quisiera huir de una tierra tan agreste y cuajada de misterio. El calor de la jornada resistía prendido en la maleza y un sopor taciturno envolvía el bosque. En áspera pendiente, un sendero estrecho zigzagueaba trepando bajo la tupida indulgencia de retorcidas encinas, ancianos alcornoques y vivaces madroños. Por él discurrían, ascendiendo a paso fatigoso, once mulas en recua, llevados los frenos por otros tantos mozos a pie y, sobre las monturas, iban once monjas de la regla de san Benito de Castrelo de Miño que se dirigían al monasterio de monjes de Santo Estevo. Cabalgaba al frente de todas su abadesa, la reina Goto, viuda que era del rey Sancho Ordóñez; mujer de cincuenta años, poderosa, de temperamento ardiente y prodigiosa lucidez; la cara ancha, la mirada azul soñadora y el ánimo festivo. Su hábito negro envolvía la figura grande y una blanca mitra sobre el velo le daba aire de grandeza y dominio.
La comitiva alcanzó la cima del monte y avanzó llaneando ahora por un camino más ancho, entre huertos poblados de generosos manzanos, emparrados y castaños. Algunas cabañas, edificadas con piedras y techadas con paja de centeno, se apiñaban formando una mísera aldea. Un buey somnoliento descansaba bajo un haya milenaria y cerca, a resguardo de los lobos en su palloza, mugían los terneros. Ladraron los perros a las mulas, salieron los aldeanos de sus casas y, con asombro y veneración, se santiguaron al paso de las monjas. Una anciana exclamó con reverencia:
—¡Bendíganos, dómina!
Detuvo el palafrenero la cabalgadura de la abadesa y esta, sonriente, extendió la mano y profirió:
—Benedicat vos omnipotens Deus.
—Amén —contestó la vieja agradecida—. Deus os lo pague, dómina.
Prosiguió su marcha la comitiva y llegó al final del camino, deteniéndose frente a la adusta muralla de negra y musgosa piedra que encerraba el monasterio de Santo Estevo. Desde una de las torres, un centinela inquirió con recia voz:
—¿Quién va?
Una de las monjas descabalgó y se acercó hasta el pie de la torre para responder:
—Mi señora madre, la serenísima abadesa Goto de Castrelo de Miño, viene a visitar al venerable Franquila, abad de Santo Estevo.
El sol había abandonado ya el cielo purpúreo por la montuosa infinitud del poniente y empezaba a caer la noche. Una brisa fresca renovaba el aire y el fragante y amargo aroma del melojo descendía desde las cimas. Tras un silencio paciente, una campana prorrumpió en agudo tintineo y las monjas sonrieron al interpretarlo como señal de bienvenida. La abadesa le ordenó a uno de los criados:
—Tráeme el báculo, las quirotecas y la capa pluvial.
Adornada la reina monja con los signos de sus privilegios, aguardó delante de la puerta con estática dignidad, sosteniendo el báculo con ambas manos enguantadas, pues adivinaba la solemnidad de la recepción que se avecinaba. Y la espectable consideración que merecía su rango no se vio defraudada cuando se abrió la puerta principal de la muralla y apareció una larga fila de monjes con cogullas de fiesta que entonaban un melodioso salmo entre sones apacibles de tibias y gaitas, blancos sahumerios y revoleos de ramas de abedul y sauce.
Al final de la procesión, revestido de pontifical, venía el abad Franquila, delgado, largo y seco, como una vara de avellano; el rostro de calavera, las cuencas de los ojos oscuras y hundidas, la piel blanca, transparente casi; la barba, lacia y pobre, y el gesto melancólico y ausente.
Cuando se hallaron el abad y la abadesa, frente a frente, apenas a dos palmos, y se miraron a los ojos que caían más o menos a la misma altura, titubearon. ¿Quién debía inclinarse? El uno tenía mando sobre almas, tierras, gentes libres, siervos y ganados. La otra fue reina. Él era varón venerable; ella, serenísima dama. Dudaron y, finalmente, ambos cedieron a la humildad debida a sus votos: se doblaron al mismo tiempo y chocaron las testas y los báculos, rodando las mitras por el suelo.
El encuentro dejó de ser grave y se tornó grotesco. De entre las monjas se elevó una risotada cantarina, que al pronto fue ahogada por un largo siseo reprobatorio. Luego hubo un silencio. Fueron mitrados de nuevo el abad y la abadesa y volvieron a cruzar las miradas. Goto estaba emocionada. En cambio, resultaba indescifrable el estado de ánimo de Franquila, dada la impasibilidad que reflejaba su rostro. Al fondo, el antiguo monasterio parecía una fría mole sin mayor adorno que el arco de medio punto de la puerta y dos estrechos ajimeces. Los gruesos muros de piedra, las montañas y el hondo valle empezaban a oscurecerse, mientras todo se iba llenando poco a poco con el aliento pesado y laxo de la noche.
Sin decir nada, el abad de Santo Estevo extendió la mano blanca y sarmentosa. Un acólito se acercó y le entregó un acetre y un hisopo. Las gaitas y las tibias volvieron a sonar y los monjes entonaron un canto, mientras Franquila rociaba con agua bendita a la abadesa primero y después al resto de las monjas. Ellas se arrodillaron e inclinaron las cabezas acogiendo la bendición.
El salmo rezaba:
Domine, Dominus noster,
quam admirabile est nomen tuum
in universa terra,
quoniam elevata est magnificentia tua
super cælos…
(Señor, Señor nuestro,
qué admirable es tu nombre
en toda la tierra,
porque se ha elevado tu magnificencia
sobre los cielos…).
Callaron los monjes y, al unísono, prosiguieron las monjas con sus voces tiernas cantando la siguiente estrofa:
Quando video cælos tuos, opera digitorum tuorum,
lunam et stellas, quæ tu fundasti,
quid est homo, quod memor es eius,
aut filius hominis, quoniam visitas eum?
(Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que hiciste,
¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él,
o los hijos de los hombres, a quienes visitas?).
Concluido el rezo, volvió a reinar un silencio largo y expectante. Al cabo, Franquila habló en tono monocorde, sin que ninguna emoción traspasara su rostro hierático:
—Sed bienvenidas en el Señor a esta casa, hermanas de Castrelo de Miño. ¿Cuál es el motivo de vuestra visita?
La abadesa esbozó un gesto de complacencia y contestó con exaltación:
—¡Os traemos una gran noticia! ¡Dios ha estado grande con nuestra Gallaecia bendita!
No obstante el anuncio, el abad permaneció impasible y preguntó adusto:
—¿Qué nueva es esa?
Elevando el báculo entusiasmada, Goto respondió con una profunda y resonante voz:
—Nuestro católico rey Radamiro, con la ayuda del Todopoderoso, ha vencido en singular batalla al maligno rey de los mauros. ¡Nuestro Dios es grande! ¡El santo apóstol de Iria ha puesto su mano!
Sin alterarse lo más mínimo, Franquila asintió con la cabeza y después se encogió levemente de hombros, diciendo con sequedad:
—Ya lo sabíamos.
Goto le miró con aire aturdido. Tenía los labios resecos y, como si hablara consigo misma, murmuró:
—¿Ya ha llegado aquí la noticia?
—Sí, hace una semana. Un monje de Celanova enviado por el obispo Rudesindo trajo el aviso.
—Vaya, se nos han adelantado —comentó la abadesa, dejando escapar un profundo suspiro. Después tragó saliva y añadió—: Mis hermanas y yo estamos muy fatigadas. Hay tres jornadas de camino desde Castrelo de Miño hasta aquí. Nos has echado agua bendita por encima, pero no nos has dado todavía nada para beber…
El abad hizo un gesto con la mano y sus monjes se aproximaron a las monjas con unos cántaros para ofrecerles agua fresca. Bebió Goto en último lugar y, más reconfortada, le dijo a Franquila:
—Puesto que ya conocíais la victoria de Radamiro sobre el rey mauro, debo decirte el segundo motivo de nuestra visita.
Franquila puso en ella una mirada distante y recelosa.
—Ya imaginaba yo que habría otro motivo —dijo con voz suave—. Doce monjas no se mueven así como así…
Los ojos claros de Goto, apenas enturbiados por el fino y transparente velo de su emoción, estaban clavados en él, implorantes, cuando le replicó:
—¡Por Dios! ¡Además de monja, abadesa y reina, soy tu sobrina! ¡Querido tío Franquila, no me pongas difíciles las cosas!
Otra risotada cantarina brotó entre las monjas y esta vez fue ahogada por un denso murmullo.
—¡Silencio! —alzó la voz el abad—. Debemos saber de una vez por todas cuál es el verdadero motivo de vuestra visita.
La abadesa suspiró y le espetó bruscamente:
—Primero debes darnos alojamiento, como corresponde a la hospitalidad monacal que exige nuestra regla.
Franquila frunció el ceño y objetó:
—Las normas de Santo Estevo prohíben terminantemente la entrada de mujeres en el monasterio, ya lo sabes.
—¡Qué terquedad! —contestó ella—. Somos mujeres consagradas. Venimos de lejos… ¡Hemos cabalgado durante tres largas jornadas! ¿Vas a consentir que pasemos la noche a la intemperie?
El abad murmuró en tono de reproche:
—Deberías haber mandado aviso antes de presentarte así, de repente…
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Goto y, sin poder contenerse, observó con ironía:
—En su Divina Providencia, el Creador te hizo el hombre más antipático de nuestra Gallaecia, querido tío. Y esto te lo digo con toda la familiaridad que me permite la sangre que nos une y la caridad que nos hermana en el Señor… ¿Nos darás aposento o no?
El abad prefirió no responder y ella, interpretando su silencio, prosiguió:
—Está bien, tío Franquila. Te diré el segundo motivo de nuestra visita.
El abad resopló contrariado y repuso:
—Si te empeñas en llamarme tío, yo te llamaré reina.
Ella meneó la cabeza en señal de fatiga y dijo con exasperación:
—¡Y qué más da! ¿Quieres que te lo diga o no?
En el rostro de Franquila se podía ver la indiferencia que le causaba el asunto.
—Suéltalo de una vez.
Goto volvió la cabeza hacia sus monjas y las miró con serenidad, en silencio; un silencio en el que buscaba seguridad y entereza. Pero ya no pudo reprimir más su ansiedad y acabó llamando a una de ellas con un gesto nervioso:
—¡Aldara, acércate!
Una monja delgada y pálida salió de entre ellas con timidez. Era una mujer madura, de más de cincuenta años; los dedos entrelazados sobre el pecho y un cierto aire enigmático en la mirada de ojos grisáceos.
—Esta hermana nuestra —explicó la abadesa—, a quien a buen seguro recuerdas, aun habiendo transcurrido tantos años desde la última vez que la viste, es la madre del mártir Paio, nuestro dulce intercesor en los cielos. Y aquí, en vuestro monasterio, sirve a Dios su hermano Hermogio, quien fuera obispo de Tuy antes de hacerse monje; el tío del santo niño… En fin, ya imaginarás el motivo de nuestra visita… Venimos a saldar una vieja deuda…
Estas últimas palabras las dijo agudizando la voz y con mayor dureza en la expresión.
Franquila pareció sorprenderse por fin, aunque levemente, y exclamó en tono apesadumbrado:
—¡Ah, pobre Aldara! ¡Pero feliz madre del niño santo! Han pasado ya quince años desde aquello… ¡Quince años!
—Sí —asintió Goto—. Y por eso estamos aquí, porque se cumple el tiempo necesario para que se haga todo como Dios manda. Necesitamos ver a Hermogio y obtener su testimonio.
—Hermogio está en cama muy enfermo…
—Lo sabemos, precisamente por eso urgía más nuestro viaje… Debemos hablar con él antes de que Dios le llame…
—Sea —asintió el abad—. Pero ya es de noche. Los hermanos acondicionarán los graneros para que os alojéis. Mañana será otro día…
Córdoba, Gran Mercado, septiembre del año 939
Los vecinos de su barrio tenían sus buenas razones para llamarlo Lindopelo. La cabeza de aquel hombre no era nada sin su abultada y preciosa cabellera. Tal vez por ese motivo jamás se le veía tocado con gorro alguno, ni con turbante, ni siquiera con la sencilla faja de lienzo con la que muchos se ceñían de la frente a la nuca. Se llamaba Estebanus al Sabbag. El apellido lo heredó de su abuelo y de su padre, que fueron tintoreros en el Gran Mercado. Pero nadie le conocía por tales nombres. Porque todo el mundo, al pensar en él, solo lograba imaginárselo luciendo su bello pelo, y ese pelo era extraordinario: abundante, fino como la seda y de un negro más brillante que el mismísimo azabache. En cambio, su rostro era corriente; menudo y redondo; los ojos insignificantes, la nariz pequeña y la barbilla envuelta en una blanda papada. Sería por eso por lo que, en cuanto alcanzó la edad oportuna, se dejó crecer una larga barba que en absoluto desmereció, en lo que a la calidad se refiere, del resto de los cabellos. Así que, incluso en la madurez, siguieron llamándolo Lindopelo. Y aquel apodo, conferido en sus años jóvenes, resultó ser con el tiempo extrañamente profético.
Estebanus al Sabbag, como su abuelo y su padre, se dedicaba a los tintes. Pero su oficio era muy diferente al de sus ascendientes: él no teñía tejidos, sino cabellos. Y esta sorprendente habilidad suya surgió, posiblemente, cuando le dio por experimentar en su propia cabeza con las sustancias colorantes con que durante décadas su familia trabajó para conseguir las diversas tonalidades en lanas y sedas. No obstante, es preciso manifestar que Lindopelo no se lanzó de manera imprudente a colorear cabelleras sin antes invertir una buena parte de su tiempo de aprendiz en perfeccionar su técnica en todo tipo de pieles: conejo, jineta, comadreja, gato… Y una vez que estuvo bien seguro de que el pelo se podía cambiar de color sin riesgo alguno para su naturaleza, empezó a teñirse el suyo propio. A partir de entonces, su persona fue la mejor propaganda para que la gente supiera que nadie como él en Córdoba era capaz de convertir a los rubios en morenos, tornar castaños a los pelirrojos y devolverles a los canos el esplendor y el color del cabello juvenil. Todo un prodigio que causó sensación tanto entre los hombres como entre las mujeres. Y su fama se extendió de tal manera que llegó a oídos nada menos que del califa Abderramán al Nasir, el cual quiso comprobar por sí mismo la perfección del trabajo de Lindopelo.
Llamado al palacio de Medina Azahara, el singular tintorero acudió con sus tintes y desplegó ante los ojos del monarca el lujo de sus habilidades en la sucesión de criados que fueron poniéndose en sus manos: eslavos rubios, caucásicos de cabellos dorados, castaños claros y oscuros, negros intensos y algunos pelirrojos; unos de texturas lisas y lacios y otros ondulados. A todos supo cambiarles el color con asombrosa pericia. El califa se quedó como si estuviera viendo visiones. Aquellas cabelleras no quedaban apelmazadas y carentes de vida y movimiento, como sucedía con los clásicos tintes que usaban los peluqueros, sino que resultaban suaves, sedosas y con aspecto plenamente natural.
Porque Lindopelo se había convertido en un verdadero maestro en esta ciencia, a fuerza de entregarse a ella en alma y vida. Como les sucede a los auténticos artistas. Y sus fórmulas magistrales, fruto de su celo y perspicacia, no se las comunicaba a nadie. Podría intuirse que se servía de variadas composiciones a base de alheña para rejuvenecer los cabellos blancos, pues ello se hacía desde antiguo, pero el tono por él conseguido era inigualable. Decían que, para lograr las tonalidades anaranjadas o rojizas, mezclaba la alheña con sangre de buey o con renacuajos machacados para los más oscuros. Pero eran incapaces de descubrir en qué manera hacía uso del índigo en perfectas proporciones, hirviendo cada tinte en aceite, antes de alcanzar aquellas perfectas mixturas que conferían al pelo un tono negro puro, brillante y casi mágico. Para el logro de los rubios, se encerraba en su taller y componía ensayadas fórmulas con azafrán, manzanilla, agua oxigenada y lejía. Aunque su verdadero secreto era el agua de potasio, la cual le proporcionaba un alquimista capaz de mezclar perfectamente el ácido carbónico y el bicarbonato de potasio. El pelo rojo era lo más fácil, añadiendo a la anterior fórmula una oportuna combinación de los mismos tintes que se usaban para colorear tejidos. Una vez conseguidos los tonos, hervía mirra y la mezclaba con pomadas, cera y grasa de nutria, para suavizar el cabello y darle el brillo tan admirado por todos.
Trabajaba en un establecimiento pequeño pero limpio, en el corazón del Gran Mercado, en el barrio de los perfumistas. Porque siempre tuvo muy claro que su oficio nada tenía que ver con el de los clásicos tintoreros, cuyo sector estaba impregnado por el fuerte olor de los pigmentos. Tampoco quiso instalarse junto a los barberos y peluqueros, a pesar de que compartía con ellos la materia propia de su trabajo. Pensó, con fundadas razones, que la elegancia fragante de las esencias y los afeites conferían un rango superior a sus inventos y destrezas. No se equivocó en esto y tampoco al prever que la novedad del servicio que ofrecía le iba a proporcionar con el tiempo beneficios considerables: dinero, respeto y la estima del mismísimo califa.
Acababa de inaugurar su negocio cuando se presentó una mañana un criado de Medina Azahara en nombre del chambelán mayor. Lindopelo se asustó. Pero estaba tan seguro de su oficio que pronto adivinó que lo visitaba la fortuna. Recogió sus cosas, se presentó en el palacio y maravilló a todos. Ese día supo el verdadero motivo de su citación: el poderosísimo Abderramán, el comendador de los creyentes, quería teñirse el pelo.
Cuando Lindopelo estuvo postrado a los pies del califa y pudo contemplarle por primera vez, comprendió que aquel deseo no era un mero capricho. Los rasgos físicos de Abderramán eran extrañamente llamativos: aunque no fuera un hombre alto, gozaba de un cuerpo bien proporcionado, y la elegancia y fastuosidad de sus vestidos resultaban admirables; sin embargo, lejos de lo que podía esperarse de un legítimo descendiente de la sangre árabe omeya, su tez no era morena, sino muy blanca; sus ojos, de un azul oscuro y profundo; las pestañas largas, suaves y rojizas y, ¡sorprendentemente!, la barba rubicunda. Pero el mayor estupor de nuestro tintor llegó cuando el monarca se quitó el turbante y apareció una abundante, estropajosa y anaranjada cabellera.
El gran chambelán informó convenientemente a Lindopelo del porqué de aquella curiosa fisonomía. El poderosísimo Al Nasir descendía, en efecto, de la más pura estirpe árabe de la tierra del profeta, pero también reunía en su noble persona la sangre de la gente del norte, ya que Muzna, su madre, era esclava y concubina oriunda de Navarra. Además, por vía materna resultaba ser de origen vascón, pues su abuela, la princesa cristiana Onneca, era hija del rey Fortún Garcés de Pamplona. Con esta ascendencia en su naturaleza, como en la de sus hijos, se había perdido la morenez y el negro de ojos y cabellos. Esta circunstancia entristecía sobremanera a Abderramán, que veía en su propia fisonomía los rasgos de los obstinados enemigos de Alá. Así que, de manera reflexiva y juiciosa, había acordado ponerle remedio a su mal, siempre que se pudiera hacer, sin que el resultado fuera cómico o extravagante.
Lindopelo se puso enseguida manos a la obra. Teñir lo claro de negro era muy fácil para él. Mezcló convenientemente la alheña, el índigo y las tinturas oscuras con las que estaba tan familiarizado, añadió el zumo de limón, el aceite y el azúcar. Hirvió pacientemente el conjunto y, cuando estimó que era adecuado, lo aplicó con sumo cuidado y veneración en la abultada melena del califa. Este permanecía silencioso y expectante, atendido en todo momento por su solícita servidumbre, que se iba admirando al contemplar el proceso. Transcurrido el tiempo necesario para obtener el efecto deseado, Lindopelo secó, ungió y masajeó los regios cabellos, hasta lograr una negrura delicada y un brillo envidiable. Lo mismo hizo con la barba, el bigote y las cejas. Con las pestañas no se atrevió, por miedo a lastimar la mirada más poderosa y a la vez más cruel de Córdoba. Pero aplicó un fino ribete de kohl en torno a los ojos.
Cuando Abderramán se miró en el espejo, permaneció tieso y frío, como petrificado, sin decir palabra alguna. Lindopelo se quedó sin aliento y temió por su vida durante unos instantes. Pero su pánico se disolvió cuando fue envuelto en abrazos y felicitaciones por un sonriente califa, en cuyos ojos emocionados habían brotado las lágrimas por haber sentido, como un milagro, que Alá le otorgaba al fin la gracia de verse con la apariencia de sus ancestros árabes.
Los chambelanes aplaudieron, enloquecieron de contento al ver feliz a su amo y colmaron al eficiente tintor de regalos: vestidos, joyas y monedas. Además, le fue otorgado el rimbombante título de «tintor de Zahara», que le proporcionó una estimable consideración en el Gran Mercado. A partir de entonces, se estableció definitivamente, amplió y adecentó el local y compartió el oficio con dos empleados y algunos aprendices que le trataban con un respeto no exento de jovialidad. Y así empezó a ganar dinero y fama, sin descuidar su obligación de acudir cada diez días a teñir las raíces de la cabellera califal y a refrescar el color para que siempre pareciera vivo y joven.
No obstante, con toda la dicha que le proporcionaban los triunfos y las rentas de su oficio, Lindopelo no podía ser del todo feliz. Había algo en su vida que le impedía establecer un lazo definitivo y perfecto con el resto de la servidumbre del comendador de los creyentes: el tintor de Zahara era mozárabe. Esto provocaba frecuentes desencuentros en su vida con unos y con otros. Los chambelanes del palacio se empeñaban en hacerle musulmán, pues veían con cierto recelo que un infiel tuviera un contacto tan directo con las intimidades del califa. Y, por otra parte, los miembros de su comunidad, especialmente los clérigos más inflexibles, consideraban un grave pecado su oficio, juzgando como una imperdonable y superficial sensualidad el deseo de modificar el natural estado de las cosas, cambiando artificialmente lo que el Creador había dispuesto, contribuyendo al engaño y la mentira y menospreciando la providente multiplicidad de las razas humanas, cuando todas habían sido bendecidas por Cristo.
Lindopelo hacía tan bien su trabajo que terminó frecuentando los serrallos y, consiguientemente, la compañía de los eunucos y las mujeres que tan mala fama tenían para los cristianos. No podía negarse a prestar sus servicios y cierto desdoro de impureza y obscenidad le impedía sentirse plenamente aceptado en la mozarabía cordobesa.
Una azulada y luminosa mañana de aquel verano, aprovechando que apenas había clientes por ser el mes de Ramadán entre los musulmanes, el tintor de Zahara fue a deambular por los intrincados callejones del mercado. Muerto de calor y deseo insatisfecho, se acercó hasta las fuentes que prodigaban agua fresca en las inmediaciones de la mezquita mayor. Después de beber y refrescarse el cuello y los brazos, se dispuso a observar a los fieles que acudían a rezar. Reinaba una quietud grande y apenas había medio centenar de hombres a la sombra de las galerías o descansando bajo las palmeras y los almendros.
De repente, el almuédano lanzó un largo, fuerte y desgarrado grito desde el alminar. Daba gracias a Alá porque Abderramán al Nasir retornaba victorioso a Córdoba, culminada con extraordinario éxito su campaña contra el rey cristiano de Gallaecia, al que calificaba como «puerco» y «tirano».
La ciudad se sobresaltó y pronto se empezaron a oír gritos, vítores y alabanzas. El patio de la mezquita comenzó a llenarse. La gente cruzaba deprisa las enormes puertas, perseguida por las sombras azulencas de sus cuerpos, las cuales se deslizaban intrépidas bajo los relucientes arcos. Exclamaban:
—¡Al Nasir regresa!
—¡Alá es poderoso! ¡La victoria es suya!
—¡Gloria y bendición al profeta!
Lindopelo, como todo el mundo en Córdoba, participó de aquel inesperado sobresalto. Porque nadie en Córdoba ignoraba que Abderramán había partido el pasado mes de junio hacia el norte al frente del mayor ejército jamás visto, con el fin de algarear contra la gente de Gallaecia, harto de la arrogancia y los alardes del rey Radamiro II. La expedición, con más de cien mil hombres reclutados al clamor de la guerra santa, había sido nombrada como gazat al-Kudra; es decir, «campaña de la Omnipotencia» o «del Supremo Poder». Componían la inmensa hueste, además del gigantesco ejército formado por árabes, bereberes y gentes de todas las provincias de Alándalus y el norte de África, toda clase de aparatos de guerra, enseres bélicos, armas y pertrechos cargados sobre una infinidad de monturas, bueyes, camellos, acémilas y carromatos, que acrecentaban de tal manera la fila que parecía verdaderamente interminable. Todo había sido reunido mediante pregones y mandatos, a lo largo y ancho del califato, durante meses. Uno de los escritos leídos cada viernes en las mezquitas convocaba a «la congregación de la humanidad para el juicio final». Y, un día tras otro, se elevaban plegarias desde los alminares, no ya implorando las ayuda de Alá, sino aun dándole gracias de antemano por la victoria segura e inminente. Todo ello causó tal expectación entre los cordobeses que no faltó casi nadie el día que, al amanecer, las tropas formaron en la campiña, al norte de la ciudad, componiendo la imponente mesnada y la sobrecogedora cabalgata que partió el sábado 29 de junio camino de Toledo.
Ahora, por lo visto, la apocalíptica campaña del Supremo Poder habría concluido y Al Nasir regresaba victorioso. Era una gran noticia y se avecinaban grandiosos fastos, coincidiendo precisamente con las fiestas y celebraciones del final del Ramadán.
Sobrecogido, Lindopelo supuso que el califa, antes de aparecer en público delante de su pueblo para exhibir su triunfo, querría teñirse el cabello para tener la mejor de las apariencias. Así que corrió en dirección a su establecimiento del Gran Mercado con el fin de prepararlo todo convenientemente y esperar a que los emisarios de Zahara se presentaran para reclamar sus servicios.
Gallaecia, Celanova, septiembre del año 939
La luz de la lámpara iluminaba el rostro saludable y sereno del obispo Rudesindo. Vestido este con el hábito benedictino, pensativo y sin mirar a nadie, se disponía a recoger del suelo las hojas del manuscrito que se le habían caído de las manos mientras lo leía en voz alta, desperdigándose aquí y allá. Sentado junto a él, su hermano el conde Fruela Gutiérrez guardaba silencio con los ojos cerrados, como si todavía siguiera escuchando. Frente a ellos, los cincuenta monjes del monasterio de San Salvador de Celanova permanecían expectantes, con las caras llenas de asombro. La sala capitular estaba en penumbra y aquellas figuras hieráticas, calladas, parecían madurar en sus almas lo que acababan de oír.
Rudesindo recogió las páginas y las fue colocando en orden cuidadosamente. Su frente excepcionalmente grande y de piel clara resaltaba bajo el píleo rojo y su mirada limpia tenía un aire ausente, meditativo; una leve mueca de satisfacción, casi una sonrisa, se dibujaba en sus labios rosados. Su estampa resultaba venerable y hermosa. Como la de su hermano el conde, tan parecido a él; aunque más robusto y de presencia más dura, vestido con peto de cuero, jubón purpúreo, brazaletes con remaches y espadón al cinto. Diríase que ambos, el uno al lado del otro, representaban de manera admirable los dos poderes tan diferentes: el espiritual y el terrenal.
La insignificante interrupción que se había producido al esparcirse las hojas por el suelo sirvió para que todos se hiciesen conscientes de la verdadera importancia de los hechos que se narraban en aquel manuscrito. Deseaban que prosiguiera la lectura cuanto antes, aunque nadie se atrevía a manifestar la más mínima impaciencia. Reinaban la contención y la parsimonia monacal.
Las ventanas de la estancia daban a un patio. No se veía la luna…, pero su luz plateada hacía resplandecer los arcos, los capiteles y las delgadas columnas del claustro. En el silencio, el canto de un ave nocturna, como un quejido, llegaba desde el tejado. También se oyó el delicado y largo suspiro de uno de los monjes.
Rudesindo alzó la frente, paseó la mirada por todos ellos y dijo en tono calmado:
—El poder de nuestro amado Dios es muy grande… Este escrito del obispo Ero de Lugo es el testimonio vivo de que no nos abandona y de que ha querido estar grande con nosotros…
Todos asintieron con elocuentes movimientos de cabeza. Pero continuaron en silencio, atentos a las palabras del obispo. Este sonrió, elevó los ojos al cielo y exclamó con mayor brío:
—Parece un milagro… ¡Es un milagro!
Un murmullo de regocijo estalló al fin entre los monjes. Pero al punto regresó la gravedad a sus semblantes.
Entonces tomó la palabra el conde Fruela y, con voz respetuosa, dijo:
—En efecto, es un milagro… Yo estuve allí y puedo dar fe de todo lo que sucedió. Si Dios no hubiera estado de nuestra parte… ¡Oh, si no lo hubiera estado! Pero, aunque me esforzara, no sería capaz de contároslo mejor que lo hace el obispo Ero de Lugo en ese escrito. No soy hombre de letras y no poseo la oratoria necesaria para expresaros con detalle cada uno de los prodigios que allí sucedieron. De manera que, hermano, por caridad, empieza a leerlo de nuevo.
Rudesindo no quiso perder más tiempo. Aguzó sus ojos en el pergamino y, con voz pausada y clara, leyó lo siguiente:
Nos, Ero, por la gracia de Dios obispo de la sede de Lucus, queremos que sea conocido por todos que, con la ayuda del Señor y, por Él, de su santo apóstol Yago y de sus siervos san Millán y san Paio, nuestro cristianísimo, glorioso y fulgente en dignidad Radamiro, rey de Gallaecia, venció en singular batalla a Abderramán, rey de Córdoba y señor de todos los mauros de la secta mahomética. Y para que quede constancia del hecho en toda la cristiandad y feliz memoria del prodigio obrado en favor nuestro por la divina gracia y la clemencia del único y verdadero Dios, Padre de Jesucristo, disponemos que sea puesto por escrito este testimonio y copiado cuantas veces sea preciso y leído en todas las iglesias, monasterios, conventos y cenobios de nuestra bendita Gallaecia.
La presente crónica da comienzo el 20 de enero del año del Señor en curso, cuando al fin fue conquistada la ciudad de Santarén en el extremo occidental de Alándalus por nuestro poderoso rey Radamiro, después de que su señor natural, el mauro Umayy ben Ishaq, viniera a pedir el socorro de Gallaecia frente a su pariente el tirano emperador de Córdoba Abderramán. Y como quiera que este, llevado por el demonio, montó en cólera y decidió vengarse por lo que estimaba afrenta y no justicia, envió mensajeros a nuestro cristiano rey, amenazando con destruir todo su reino si no se le enviaban las cien doncellas en tributo, como hicieron nuestros antepasados por largo tiempo, y las parias debidas desde antiguo.
Pidió tiempo por medio de sus embajadores el prudente rey Radamiro, con el fin de aconsejarse con los hombres del reino y, de común acuerdo, estimaron que más valía morir que sujetarse al tirano agareno y pecar gravemente pagándole parias y tributos de doncellas. Y así lo mandó comunicar nuestro gran rey a Córdoba, diciéndoles a los mensajeros sarracenos: «Id con Dios y decid a vuestro señor Abderramán y a sus magnates que toda nuestra bendita tierra acuerda como un solo hombre que está resuelta a morir o vencer antes que someterse. Y si decidieren venir a pedir cuentas, hemos de salir a recibirlos con la ayuda de Dios para que se vea si les debemos parias o no». Y con esta embajada se fueron los mauros a contarle a su rey lo que habían visto y oído.
Abderramán llegó al colmo de su ira al recibir la respuesta y decidió castigar a nuestro reino cumpliendo la amenaza hecha. Para tal efecto, recaudó y reclutó el mayor ejército que han visto los siglos, mandando escritos a su gente, tanto a los ciudadanos como a los campesinos de provincias. Exigió a sus gobernadores que enviasen cuantas tropas tuvieran y a los de la capital, nobles y plebeyos, que contribuyesen con sus hijos y dineros. Cuando hubo reunido tal cantidad de hombres y pertrechos que, por engaño del diablo, creyó ganada la guerra, llegó al colmo de la arrogancia, llamando a la campaña «de la Omnipotencia». Ofendiendo así gravemente al único Todopoderoso, que es el verdadero Dios.
En su ciega saña se apresuró el agareno hasta Simancas con toda su hueste, la cual era tan inmensa que con su sola vista causaba pánico y terror. Su destino era Zamora, corazón del reino cristiano, para destruirla y desde allí venir a la Gallaecia con el propósito de arrasar nuestras ciudades, iglesias y monasterios. ¡Tal era su odio a nuestra fe!
Nuestro católico rey, después de ponerse humildemente en las manos del único Omnipotente, mandó aviso a los confines de la cristiandad. No tardaron en acudir a la llamada las gentes de Castilla, de Pamplona y Álava, además de los infieles de Coímbra, que tanto odio tenían al tirano de Córdoba, aun siendo el jefe de su pérfida secta. Mas no eran bastantes estas fuerzas frente a tamaño ejército diabólico que nos amenazaba.
Entonces clamaron los nuestros a Dios con las palabras del salmo: «Quia tu es fortitudo mea (Tú eres mi fortaleza)». Y tuvieron muy presente la sabiduría de san Juan en el Evangelio: «Sin mí no podéis hacer nada». Se decretó el ayuno, la penitencia y la oración en nuestra bendita Gallaecia. Hubo rogativas en todas las iglesias, conventos, monasterios y ermitas, elevándose plegarias a los arcángeles, a los mártires y a los santos protectores del reino.
Y se manifestaron grandes señales en el cielo. Como bien sabéis, el día 14 de junio, viernes, a la hora de tercia se oscureció el sol totalmente, como de noche, y la tierra se tornó roja, del color de la sangre, durante más de tres horas. Lo cual causó gran espanto en los hombres, pues se pensó que llegaba el fin del mundo y en todas partes las gentes lloraban amargamente sus pecados. Mas apenas era este signo pasado, cuando sobrevino otro más fuerte y airado: se levantó un viento ábrego, ardiente como fuego rabioso, y vino por la parte de las Extremaduras causando pavor y espantosos daños hasta Burgos.
Cuando Abderramán vio estas señales terribles, consultó a sus sabios, astrólogos y adivinos para que le declarasen su significado. Y ellos, envanecidos y locos, le dijeron: «Este es nuestro Dios Alá, que nos anuncia que está en lucha a nuestro lado, ¡grande es su bondad y grande nuestra ventura!; el cual, por los méritos de nuestro gran profeta Mahoma, nos quiere dar por herencia la Gallaecia para siempre».
Córdoba, barrio de Furn Birril, septiembre del año 939
—¡Porque grande es Alá e infinita su sabiduría! —gritaba a voz en cuello el muecín—. ¡Nadie ha de osar envalentonarse frente a Él! ¡Venid y escuchad el relato de sus maravillas! ¡Sabed que el Omnipotente oscureció el sol para que los infieles sintieran el terror que causa su fuerza y su poder! ¿Os dais cuenta? ¡Oscureció el sol!
Las inmediaciones de la muralla se iban llenando de gente que se congregaba frente a la puerta de Hierro. Encaramado en el alminar de la pequeña mezquita de Sidi al Muin, el pregonero se desgañitaba y su potente y desgarrada voz parecía derramarse sobre los tejados, los tenderetes y las cabezas de los oyentes, los cuales elevaban los ojos al cielo y se dejaban embargar por el asombro y el fervor que les causaban aquellas alabanzas.
—¡Quien no se alegre por estas noticias, que se le seque dentro del pecho el corazón! ¡Y aquel cuya alma no goce por la grandeza de Alá, que caiga muerto en el polvo! ¡Porque grande es el poder de Alá y Mahoma su profeta! ¡El supremo Poder ha vencido a los perros infieles! ¡El puerco y tirano rey de los blasfemos se arrastra a los pies de nuestro gran Al Nasir, el invencible, el servidor de Alá, el comendador de los creyentes…! ¡Muera el borracho rey Radamiro y toda la Gallaecia blasfema con él!
Entre el gentío, Lindopelo escuchaba atento aquellas terribles palabras. Levantó la mirada hacia el poniente y se dio cuenta de que el sol declinaba por detrás de la mezquita Aljama, que se mostraba radiante, con la majestad esbelta del alminar recortándose en el cielo encarnado, bajo la túnica de sombras que desplegaba el ocaso. Aquella visión le conmovió.
Permaneció allí durante un largo rato, con el corazón palpitante, soportando el intenso calor de la tarde y el ardor que provocaban en los oyentes aquellas soflamas triunfales. Después se abrió paso entre los cuerpos sudorosos y apresuró la marcha hacia su casa. Por el camino, su imaginación urdió fabulosos sueños. El califa regresaba victorioso y su felicidad reventaría inundando toda Córdoba de generosas recompensas. Y a él, como era de esperar, le correspondería su parte. Abderramán, después de estar durante más de dos meses lejos de la ciudad, tendría el color de su cabello muy estropeado. Por mucho que sus criados hubieran intentado mantener el tono, no habrían conseguido sino un efecto pobre y meramente provisional. No dudaba pues el tintor de Zahara de que muy pronto sería llamado por los chambelanes de palacio para arreglar el estrago. Realizaría magníficamente su trabajo y obtendría sustanciosas ganancias. Puesto que, a medida que el califa envejecía, se le ajaba la melena y le necesitaba más, volviéndose cada vez más dadivoso. Esta gran victoria contra su odiado enemigo el rey Radamiro le devolvería a Córdoba pletórico de dicha y, por ende, de generosidad.
Sin embargo, al adentrarse en el familiar barrio mozárabe donde vivía, un extraño sentimiento se mezcló con la alegría y la ambición y no pudo por menos que preguntarse: ¿no provocarían tal vez estas circunstancias mayor empeño en los chambelanes para tratar de convencerlo de que se hiciera musulmán? Porque ya últimamente le habían venido insistiendo en ello con tal tesón, constancia y hasta violencia que la cosa empezaba a ser preocupante.
Turbado por estos pensamientos, caminó aprisa hasta la iglesia de San Cipriano, entró y encendió varias velas en el lampadario delante del ara de los mártires. Tres mujeres estaban allí arrodilladas rezando y le miraron de reojo. A él le pareció advertir en ellas suspicacia y hasta cierto desprecio. Eso le molestó. Se encaró con ellas y les preguntó:
—Y vosotras, ¿qué miráis?
No contestaron. Una de las mujeres se santiguó y lanzó un largo suspiro. Luego, elevando los ojos a la bóveda oscura, murmuró:
—¡Señor, perdónale!
Lindopelo fue hacia ella e inquirió con irritación:
—A ver, ¿qué es lo que ha de perdonarme el Señor?
—Yo no he hablado contigo —respondió la mujer alzando la voz—. Tú te lo dices todo…
—¡Estoy harto de que cotilleéis sobre mí! —exclamó él—. ¡Os pasáis la vida juzgándome! Todo lo que hago os parece mal y ni siquiera puedo venir aquí, a encomendarme a los santos mártires, sin que saquéis vuestras conclusiones. ¿No soy yo acaso un cristiano más que trabaja para ganarse el pan?
Las mujeres empezaron a gritarle:
—¡Blasfemo! ¡Impío! ¡Pecador!…
—¿Veis? ¡Ya empezamos! —contestó Lindopelo—. Estabais deseando decirme todo eso.
Seguían en plena discusión cuando salió de la sacristía un viejo sacerdote y les recriminó:
—¿Se puede saber qué escándalo es este? ¿Aquí, en el santo templo de Dios, os ponéis a reñir?
Las mujeres respondieron a gritos:
—¡Este afeminado ha venido a meterse con nosotras mientras rezábamos! ¡Nos ha ofendido sin que le hayamos dicho lo más mínimo! ¡Es una fiera!
Lindopelo agitó la cabeza y su cabello abundante se alboroto un instante, regresando después a su perfecto y bello orden. Con aire de fastidio, le dijo al clérigo:
—¿Te das cuenta, muftí? ¿Quiénes son las que insultan en la casa de Dios?
El anciano avanzó y se plantó delante de él con semblante perplejo. Era alto y delgado, y vestía una túnica deshilachada de indefinido color parduzco que, sin embargo, nada restaba a la dignidad de su aspecto. Su cabeza era grande, el rostro alargado, las barbas blancas y los cabellos canosos, crecidos, los ojos tranquilos y llenos de humildad. Se llamaba Isacio.
—Por Dios —dijo en tono suplicante—, callaos de una vez. Este no es sitio para discutir, sino para orar. Además, es tarde ya y debo desalojar el templo y cerrar las puertas.
Salieron las mujeres obedeciendo a este ruego y tras ellas el clérigo y Lindopelo. En la calle, volvió a encenderse la disputa.
—¡Hala! —les gritó Lindopelo, acalorado y vehemente a las mujeres—. ¡Ahora id con el cuento de lo malo que soy! ¡Ya tenéis de qué hablar!
—¡Afeminado! ¡Impío! ¡Pecador!… —contestaron ellas encolerizadas.
Lindopelo sacó la punta de la lengua varias veces y ellas escupieron al suelo con desprecio y se frotaron los labios con el dorso de las manos en señal de repudio.
—¡Basta! —exclamó el anciano clérigo—. ¡Por el amor de Dios, no ofendáis a los santos en la puerta de su respetable casa!
Las tres mujeres se santiguaron, dieron media vuelta y se perdieron por un callejón estrecho y oscuro. Anochecía y aquel barrio estaba solitario y en silencio.
El anciano suspiró sonoramente y, con aire sumiso, como implorando su buena voluntad, le dijo a Lindopelo:
—Alma de Dios, no puedes ir por ahí enfrentándote con la gente… ¿No comprendes que no ganas nada con esa actitud?
—¡Me odian! ¡Me tienen envidia!
—Y lograrás que te odien aún más si te pasas la vida riñendo en todas partes. ¿No te das cuenta? El hecho de que tiñas el cabello del califa no te da derecho a ofender a la gente.
—¡Anda ya! —replicó Lindopelo burlonamente—. Chismorrean a mi costa… Les come la envidia… ¡Y dicen que las ofendo!
—Bueno, bueno, no exageres…
—¿Que no? Muftí Isacio, sabes de sobra lo que dicen por ahí de mí… Cuando no hago sino trabajar para sacar adelante a los míos, como cualquier padre de familia.
El clérigo se quedó un largo rato reflexionando. Luego miró directamente a los ojos de Lindopelo y, con tono comprensivo, le dijo:
—Hazte cargo… No es fácil hacerles entender tu oficio… No es algo… En fin, digamos que no es algo corriente… Les resulta llamativo que vayas a Zahara a teñir cabellos y hablan del asunto. ¡Es natural! Aunque tú no debes quejarte. Has conseguido fama y fortuna. Una cosa por la otra. No todo en la vida va a ser gloria. Todo conlleva sus inconvenientes…
Lindopelo se encogió desdeñosamente de hombros y replicó con candor:
—Pues que no se metan en mi vida.
Estaban en esa conversación cuando pasó por allí un tropel de jóvenes, cantando alegremente, palmoteando y compartiendo el vino que llevaban en un pellejo de cabra. Se detuvieron delante de la iglesia y, dirigiéndose al anciano clérigo, uno de ellos exclamó:
—¡Muftí, bebe un poco de nuestro vino!
—¿Qué celebráis? —les preguntó Isacio.
—¡El califa ha vencido al puerco y tirano rey de Gallaecia! —respondió el joven—. ¡Toda Córdoba está de fiesta!
El clérigo les recriminó sin titubear:
—Sois cristianos y no deberíais alegraros porque haya guerra. La guerra es un mal para todos los hijos de Dios.
—Ha sido una gran victoria —repuso el joven—. El sol se oscureció antes de la batalla y un viento ábrego y ardiente sopló desde el sur… ¡Dios mismo estaba de parte de Al Nasir!
Un coro de voces se hizo eco exclamando:
—¡Viva Al Nasir! ¡Viva nuestro rey! ¡Muera el puerco y tirano Radamiro!
El anciano meneó la cabeza, consternado, y sentenció:
—Dios no se dedica a hacer la guerra, sino a decretar la paz entre los hombres de buena voluntad. Ese viento ardiente sería cosa del demonio… ¡Idos a vuestras casas, que es tarde ya!
Todos se echaron a reír, incluido Lindopelo, que, entusiasmado, les dijo a los jóvenes:
—Apenas os queda vino en ese pellejo. ¡Vamos todos a celebrarlo a la taberna! ¡Yo invito!
Isacio le miró extrañado y le dijo con ironía:
—¿No quedábamos en que te odiaba todo el mundo? ¿En la taberna no te odian?
Lindopelo no respondió. Besó la mano del clérigo y se unió al tropel de muchachos gritando:
—¡Hale, a beber! ¡Que hoy pago yo! ¡Viva el gran Al Nasir!
—¡Viva Al Nasir! —corearon los jóvenes como un eco—. ¡Y viva Lindopelo! ¡Viva!
Sin salir de su pasmo, el anciano sacerdote vio cómo los jóvenes cargaban sobre los hombros del más fuerte de ellos al tintor de Zahara y se marchaban todos vociferando, entre alegres palmoteos y vítores, camino de la calle de las tabernas. Encantado, Lindopelo agitaba su melena y sonreía de oreja a oreja, sin parar de repetir a gritos:
—¡Hoy pago yo, muchachos! ¡Viva Al Nasir! ¡Viva el victorioso califa! ¡Bebamos todo el vino que nos quepa en el cuerpo!
Cariacontecido, sin acabar de comprender aquella actitud, el clérigo se quedó allí quieto, hasta que desaparecieron de su vista. Después cerró la puerta de la iglesia, dio varias vueltas a la gruesa y pesada llave en la cerradura y cruzó la calle hasta su casa, que estaba justo enfrente.
Al entrar, en el mismo zaguán, encontró a su hermana, tan vieja y alta como él, que le preguntó con rostro preocupado:
—Isacio, ¿quiénes eran esos y a qué venía todo ese alboroto?
—Los muchachos andan celebrando la victoria del ejército de Abderramán, de taberna en taberna. ¡Cosas de la juventud!
—¿La victoria? ¿Qué victoria?
—¿Qué victoria va a ser? Contra los cristianos de Gallaecia, hermana. ¿No has oído los cánticos de los muecines?
La anciana se llevó la mano al pecho y, como si se le encogiera el corazón, exclamó entre dientes:
—¡Ay…, Dios nos castigará!
El clérigo entró en la casa, con el ceño fruncido y bullendo interiormente de negros presagios. Al final de la vivienda, en la cocina, le esperaba un puchero humeante lleno de caldo de verduras. Lo destapó, miró dentro y luego dijo contrariado:
—Hace demasiado calor… Si me tomo esto sudaré durante toda la noche. Mejor será cenar alguna fruta…
Su hermana entró caminado lentamente, apoyándose en un bastón, ignoró lo que él había dicho y le sirvió un tazón de caldo. Sentándose a la mesa, observó con sequedad:
—Anda, déjate de pamplinas. El caldo te hará bien.
Isacio no rechistó, se puso a migar pan en el tazón y a soplar sobre el hirviente contenido. La anciana no dejaba de mirarlo con cara de honda preocupación y repetía suspirando:
—Dios nos castigará… ¡Ay! Nos castigará…
—¿Por qué dices eso? —le preguntó el clérigo.
Ella, muy afectada, rompió a llorar.
—¿De qué parte está Dios? —sollozó—. ¡Dímelo tú, hermano, si lo sabes! El muecín cantaba esta mañana que el sol se oscureció antes de la batalla para confundir a los cristianos de Gallaecia. Si Dios hizo una señal así es porque estaba del lado de los musulmanes… ¿O no? Entonces… ¿Es Dios agareno?
—¡Qué tonterías dices, mujer! —replicó él con aspereza—. ¡Cómo va a ser Dios musulmán!
—Entonces… Explícamelo tú, que has estudiado tanto; porque mi torpe cabeza no alcanza a comprender tanta contradicción. Todo el mundo sabe que el sol se oscureció antes de esa terrible batalla… Eso solo puede hacerlo el Omnipotente… Y si resulta que Abderramán venció, ¿estaba pues Dios de su parte?
Isacio no respondía. Hundido en sus pensamientos, sorbía el caldo caliente.
Gallaecia, monasterio de Santo Estevo de Ribas del Sil, septiembre del año 939
El abad Franquila estaba sentado en una silla delante de la puerta principal del monasterio de Santo Estevo. Había transcurrido la tercera noche desde que las monjas de Castrelo de Miño se presentaron sin previo aviso y no las había dejado entrar ni siquiera al claustro. Pero cada día, por la mañana, salía después del rezo de la hora de prima a saludarlas y a departir con su sobrina, la reina Goto. Él era poco hablador; en cambio, ella permanecía de pie frente a su tío y, con voz cantarina y atropellada, no paraba de contarle cosas mientras duraba el encuentro, que nunca iba más allá de una hora.
—Según aseguran los que saben tanto de esto —decía la abadesa con exaltación—, desde los tiempos bíblicos no ha habido en el mundo señales en el cielo como las que hubo antes de la batalla. Todos pudimos verlo: a la hora de tercia el firmamento se oscureció y la tierra adquirió un color rojo, como de sangre… ¿Cómo no pensar que Dios iba a hacer un gran milagro con tales signos?
Pálido y adusto, Franquila inquirió:
—¿Y por qué sabes tú todo eso?
—No me invento nada, tío —respondió ella con los ojos encendidos—. ¡Líbreme Dios de jugar con estas cosas! Todo el mundo sabe lo que ocurrió. ¿Acaso no visteis vosotros cómo se hizo de noche en pleno día?
—Sí, sí —contestó él con voz mortecina—. Es cierto que se oscureció el sol. Pero no me refiero a eso… Te pregunto por el resto de los detalles, lo de la batalla y todo lo demás. ¿Quién te lo contó?
En los ojos de Goto asomó la sorpresa. Miró a su tío extrañada y dijo:
—¡Ah! Pero… ¿No habéis recibido en el monasterio la carta del obispo Ero de Lugo?
El abad permanecía sentado sin asomo de azoramiento en el semblante, no obstante su curiosidad. Se encogió levemente de hombros y contestó:
—¿Una carta…?
—¡Sí! Será acaso este el único lugar de nuestra bendita tierra donde no se haya recibido. Déjame que te cuente: el obispo Ero de Lugo, después de la victoria del glorioso rey Radamiro, tuvo la feliz idea de escribir una detallada crónica y la envió a todos los monasterios, conventos e iglesias de Gallaecia… ¡Qué raro! Deberíais haberla recibido…
Franquila la miró confundido con sus ojos fríos y grises. Y ella, frotándose impacientemente las manos, añadió:
—No te preocupes… Gracias a Dios, traje la carta entre mis cosas… ¡Ahora mismo la podrás leer!
Fue a los graneros donde se hospedaban y al momento regresó con un fajo de pergaminos que entregó al abad. Él los estuvo ojeando taciturno durante un rato y, finalmente, escogió uno y leyó lo siguiente:
Cuando Abderramán vio estas señales terribles, consultó a sus sabios, astrólogos y adivinos para que le declarasen su significado. Y ellos, envanecidos y locos, le dijeron: «Este es nuestro Dios Alá, que nos anuncia que está en lucha a nuestro lado, ¡grande es su bondad y grande nuestra ventura!, pues, por los grandes méritos de nuestro gran profeta Mahoma, nos quiere dar por herencia la Gallaecia para siempre».
Al oír el rey agareno y sus magnates estas nuevas, se llenaron de alegría y entusiasmo, y llevados por su gran saña y soberbia, enviaron sus cartas y mensajería muy aprisa a toda su gente, para que se aprestaran a la batalla, pertrechados con sus armas y todo lo necesario. Y juntaron tanta morisma que de ninguna manera podía ser contada ni venir toda a tierra de cristianos por el mismo camino. De manera que se dividieron los caudillos y avanzaron hacia nuestra Gallaecia por diversas partes, haciendo grandes estragos por donde pasaban. Y los cristianos, viendo tal muchedumbre de mauros y los daños que causaban, quedaron espantados, y algunos, movidos por su miedo, quisieron concertar la paz para evitar mayores males. Pero el conde Fernán González se negó a hacer tal cosa y propuso en cambio a los suyos ponerse bajo la protección de sus patronos Santiago y san Millán.
Teniendo noticias nuestro rey Radamiro de lo que venía sucediendo en Castilla, reunió a los nobles y les explicó la vergüenza y deshonra tan grande que sería no ayudar a los cristianos que defendían la marca. Y les ofreció hacer los votos a Santiago, lo cual aprobaron todos. Haciéndose pues las encomiendas y las promesas a los santos patronos, se manifestó pública fe en la victoria sobre los agarenos.
Entonces, aun siendo estas ayudas del cielo bastantes y merecedoras del triunfo, le pareció bien al rey Radamiro, y a todos los señores y obispos de la Gallaecia con él, encomendar la empresa a san Paio y hacer firme promesa de traer sus reliquias a esta bendita tierra, pues de todos es sabido que reposan en Córdoba, donde el santo muchacho recibió la corona del martirio. Y nuestro rey, delante de la cruz del Señor, hizo este voto: «Nos encomendamos al bienaventurado mártir san Paio, y le hacemos voto de devolver su glorioso cuerpo a esta su tierra, por el merecimiento de haber vencido en la batalla a aquel que tan grande martirio le dio».
Entre tanto, desde Toledo, por el valle del Duero, marchaba la hueste de Abderramán con el fin de apoderarse de Zamora, para, desde allí, sujetar León y toda la Gallaecia. Por el camino se le unieron los mauros de Zaragoza y llegaron todos juntos hasta las murallas de Simancas, componiendo una visión aterradora, por la inmensidad de hombres y bestias. Mas allí le esperaba nuestro cristianísimo rey con los condes Fernán González y Assur Fernández, los de Álava y Pamplona con su rey García Sánchez y la reina Toda Aznar a la cabeza.
El estrépito y el vocerío eran tan grandes que parecían estar abiertas las puertas del infierno. Los mauros hacían ruido y gritaban: «¡Mahoma, Mahoma!». A lo que los nuestros contestaban: «¡Santiago, Santiago! ¡San Millán, san Millán! ¡San Paio, san Paio!». Todo esto, mezclado con el relinchar de los caballos y el tronar de sus cascos sobre el pedernal, causaba gran espanto.
El rey de Zaragoza con su gente fue el primero en arrancarse al combate, para hacer méritos delante de su amo y señor Abderramán; cruzando el río de Simancas, llamado Pisuerga, encontró a los cristianos muy firmes y muy resueltos a presentarle batalla. Se trabó duro combate hasta que los mauros fueron vencidos y su rey Aben Yahya cayó de su montura y, abandonado de los suyos y no pudiendo recuperar su caballo, fue hecho prisionero.
Entonces, animados por el triunfo de este lance, los cristianos de la primera línea atravesaron los ejércitos mauros hasta sus últimas filas; y estos, como eran tan numerosos, los envolvieron cogiéndolos en medio y causándoles mucho daño. Pero el rey Radamiro dio la orden de ataque y avanzó con los castellanos a su derecha y los navarros a la izquierda.
Entonces fue el milagro: se abrió el cielo y se vio descender a una muchedumbre de ángeles armados, entre los cuales venían el apóstol Santiago, san Millán y san Paio, en caballos blancos, con armas en las manos resplandecientes como plata. Lo cual, al verlo los cristianos, echaron pie a tierra e hincaron las rodillas. Y como los mauros no veían la ayuda celestial, sino que era dada a contemplar solo a los cristianos, creyeron que los nuestros se rendían cobardemente y arreciaron envalentonados dando por ganada la victoria.
Pero ya tenía resuelto Dios a quién dar el triunfo, que no era sino para sus fieles. Así que las líneas cristianas se rehicieron y empezaron a derrotar a los mauros con enormes pérdidas; y estos, en vergonzosa desbandada, huyeron dejando atrás su campamento, con los estandartes y todas sus riquezas.
El mismo Abderramán escapó vivo de puro milagro, abandonando sobre el campo el real, el pabellón y su tienda de campaña, donde se dejó su propio libro del Corán y su cota de malla preferida, tejida toda con oro fino. Sus mujeres y mancebos escaparon a los campos y fueron cogidos triscando cerros arriba, como cabras monteses. Fueron hechos prisioneros numerosos magnates del ejército de los mauros, entre los que destaca el gobernador de Zaragoza, el poderoso príncipe Muhamad aben Hashim al Tuyibí. Con lo que la victoria de los nuestros fue completa, ganándose en ella preciosos despojos: alhajas, vestidos ricos, armas, caballos y muchos cautivos.
Loado sea el Dios que nos da la victoria sobre nuestros enemigos, a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Cuando hubo terminado de leer el escrito, Franquila elevó los ojos al cielo y exclamó en un susurro:
—¡Bendito sea Dios! ¡Ciertamente, es un milagro!
El rostro de la reina Goto resplandeció de felicidad al ver la emoción de su tío, y dijo solemnemente:
—Dios ha estado grande con nosotros. Ha sido un milagro patente. Por eso hemos venido, venerable tío Franquila…
El abad sonrió por primera vez, serenamente, y la miró con ojos llenos de confianza.
Ella añadió con audacia:
—Y ahora, ¿nos dejarás hablar con Hermogio?
Él la examinaba atentamente, percatándose de que ya no admitiría una negativa. Pero permanecía en silencio, meditando su respuesta. Se puso de pie y se acercó a ella diciéndole:
—Hermogio es muy anciano, está enfermo y la razón le ha abandonado.
Goto alzó las cejas, contrariada. Aguardó un poco y luego replicó:
—Da igual. De todas maneras, he de hablar con él. Algo nos dirá sobre lo que sucedió en Córdoba hace quince años. Por la gloriosa memoria de san Paio, déjame entrar en el monasterio para ver a Hermogio. Su hermana Aldara y yo queremos hablar con él, para saber algunos detalles.
—Será inútil, pues todo lo ha olvidado. Ya te he dicho que la razón le ha abandonado.
Sin titubear, la abadesa se puso de rodillas delante de su tío y le suplicó:
—¡Déjanos entrar!
—La regla de san Benito lo prohíbe terminantemente.
Estas palabras acabaron de colmar la paciencia de Goto, la cual, lanzando una mirada llena de exasperación sobre el abad, dijo: