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Los 60 años de antaño -edad donde se estaba en la plenitud de la 3º edad- no se parecen en absoluto a los 60 años actuales, ni en estética, salud física y mental, ni en relaciones sociales entre otros factores pues los parámetros han variado ostensiblemente y la esperanza de vida en las clases medias establece una edad de alrededor de 80 años. En cualquier caso biológicamente, el envejecimiento es irreversible, y existen también otros factores, psicológicos, emocionales, cognitivos, sociológicos, que inciden de manera determinante sobre la vejez que se analizan con detalle en esta obra. Así, Marcelo Ceberio nos habla de la muerte, una época en donde los duelos sobre la propia muerte y la muerte de los otros queridos que reflejan a la propia, hacen que este período se encuentre ribeteado por la tristeza pero también por la alegría de la propia vida y de acercarse a la última puerta de la mejor manera posible, el instituto geriátrico que se ha convertido en un lugar segregante en donde se depositan aquellos que en el aparato productivo son considerados clase pasiva, mezcla de sanos y enfermos, la jubilación un sistema antiguo aplicado a un nuevo ciclo evolutivo, pensada para los viejos antiguos no para esta nueva vejez, no efectiva ni social, ni económicamente, la asociación de vejez y enfermedad, y dos descripciones que enaltecen al anciano: el abuelazgo, un rol cuya función hace recuperar la jerarquía que se poseyó con los hijos y que la vejez hizo sucumbir y la pareja y la sexualidad, pues los votos de amor y el amor activa todo un complejo de endorfinas que, como autodroga del bienestar, pone su cuota de rejuvenecimiento en esta etapa. El autor dedica también atención a la figura de los cuidadores de la vejez, tanto en forma personal y natural como en la atención de un cuerpo profesional para después terminar con la psicoterapia en la 4º edad.
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Marcelo R. CEBERIO
El cielo puede esperar
La cuarta edad: Ser anciano en el sigloXXI
Ediciones Morata, S. L.
Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920
C/ Mejía Lequerica, 12 - 28004 - MADRID
[email protected] - www.edmorata.es
Nota de la editorial
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© Marcelo R. Ceberio
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© EDICIONES MORATA, S. L. (2013)
Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid
www.edmorata.es - [email protected]
Derechos reservados
E-ISBN: 978-84-7112-714-3
Compuesto por: Sagrario Gallego Simón
Realización de epub: John Gordon Ross
A mi padre Ernesto Rodríguez Araujo
A mi abuelo Marcelino Ceberio
A mi maestro Paul Watzlawick
longevos que han hecho
historia en mi vida
Colección “Terapia Familiar Iberoamericana”
Director: Roberto PEREIRA
La Terapia Familiar (TF) tiene ya muchos años de desarrollo y abundante bibliografía, aunque la mayoría de ella proviene del discurso dominante de origen inequívocamente anglosajón. Desde los primeros años de la difusión de la TF se comprobó la necesidad de adaptarla a los contextos culturales de los diferentes países. La actitud de familias y de los psicoterapeutas, la “cultura terapéutica” no es la misma. No es descabellado afirmar que buena parte de los modelos psicoterapéuticos utilizados hoy en día tienen su origen en la necesidad de adaptarse a los sistemas sanitarios de los países del “norte”, especialmente el de los EE.UU., modelos que no tienen necesariamente que encajar en los países del “sur”, en Iberoamérica. En ese sentido, la colección quiere seguir la línea de la Red Relates (www.redrelates.org) organización que agrupa a escuelas sistémicas latinoamericanas, y uno de cuyos objetivos es “avanzar hacia la configuración de un modelo propio, coherente con las realidades europeas y latinoamericanas, capaz de dialogar fructíferamente con los restantes modelos sistémicos”.
Esta colección, abierta a propuestas de los autores iberoamericanos, quiere a su vez promover el intercambio entre los terapeutas familiares de lengua hispana y portuguesa, y favorecer el desarrollo de una TF iberoamericana con sus propias características y señas de identidad, que respondan a las necesidades y contextos de donde se realiza, más que al discurso dominante en el campo.
Desde hace años, las Asociaciones Españolas y Portuguesa de Terapia Familiar mantienen una estrecha relación que ha tomado forma con la realización de Congresos Ibéricos de Terapia Familiar y la edición de una revista bilingüe. Pero aún no se ha producido un intercambio real de bibliografía.
Inicialmente, la Colección se ocupará de temas que no han recibido suficiente atención por parte de la terapia familiar. La Terapia individual sistémica con la participación de los familiares significativos es el primer título de la colección. En él, Alfredo Canevaro, psiquiatra argentino radicado en Italia, aborda el poco editado tema de la psicoterapia individual sistémica. El libro sintetiza la dilatada experiencia de su autor como psicoterapeuta: primero en Buenos Aires, en los años de mayor efervescencia de la psicoterapia, y después en Italia. Canevaro integra, sobre la base del modelo sistémico, técnicas provenientes de otros modelos, en unas sesiones de gran intensidad relacional, en las que se utiliza a sí mismo de manera magistral.
El 2º título de la colección, del psicólogo, profesor y director de la Escuela Sistémica Argentina, Marcelo Ceberio, toca otro tema que ha despertado poco o ningún interés en el campo de la psicoterapia: el de la atención a la “cuarta edad”, la “terapia de los ancianos del siglo XXI”. Libro completísimo, toca todos los aspectos de la atención a los ancianos en sus diversas facetas, incluida la psicoterapéutica, algo que ya se echaba mucho en falta.
Los siguientes libros de la colección se dedicarán a la creatividad en psicoterapia, a la alianza terapéutica y a una absoluta novedad editorial: el impacto familiar del secuestro, y la atención psicoterapéutica a familias que lo han sufrido en uno de sus miembros.
Bilbao, Mayo de 2013
Contenido
Portada
Portadilla
Nota de la editorial
Créditos
Dedicatoria
COLECCIÓN: “Terapia Familiar Iberoamericana”, director: Roberto PEREIRA
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN: Las nieves del tiempo platearon mi sien
El mito de la vida eterna y el arcus senilis
Viejos eran los de antes
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO: Viejas y nuevas familias. La transición hacia nuevas estructuras familiares
Antiguas y nuevas estructuras familiares
CAPÍTULO II: La paradoja del estrés. Padecemos lo que creamos y curamos lo que padecemos
El estrés, una puerta de entrada a diferentes trastornos
CAPÍTULO III: Hay un doctor que...Cuarta edad y Enfermedades
Las demencias
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO IV: Ser abuelo. Cuarta edad y abuelazgo
Celina abuela mamá
CAPÍTULO V: Pasión otoñal. Cuarta edad, vida en pareja y sexualidad
Una esposa depresiva o el nido vacío
CAPÍTULO VI: Basta de trabajo, ¿basta de trabajo?Cuarta edad y jubilación
Cholo se jubiló
CAPÍTULO VII: El último tramo. Cuarta edad, duelos y muerte
Olga: de San Miguel a New York
CAPÍTULO VIII: Una habitación en el geriátrico. Cuarta edad, marginación e internación
El marketing de la cuarta edad
CAPÍTULO IX: Los cuidadores de la vejez.
CAPÍTULO X: La atención profesional en la cuarta edad
CAPÍTULO XI: Psicoterapia en la longevidad
Por qué consultan los ancianos...
Obstáculos para la psicoterapia
Resistencias de los terapeutas
Una terapia eficaz
CONCLUSIÓN: Viejos son los trapos. Los nuevos ancianos
EPÍLOGO: Las peticiones de un padre anciano a su hijo
APÉNDICE: Haciéndonos viejos. El proceso biológico de envejecer
Senescencia celular: los telómeros, un reloj genético
¿Son libres los radicales libres?
Glicación: la glucosa no es inofensiva
Apoptosis, las células de duelo
DHEA o el elixir de la juventud
Acciones de la DHEA y DHEA-s
Usos clínicos
Bibliografía
Marcelo R. Ceberio
Agradecimientos
He escrito diferentes agradecimientos en distintas etapas de mi vida profesional. Tesis doctorales, tesis de Master y libros, mostraron a diferentes personas que, académica y afectivamente, han participado de gran ayuda en la elaboración de mis investigaciones.
Hoy, en este momento de mi vida, me encuentro agradeciendo fundamentalmente a María Cecilia y Franco, mi esposa y mi hijo, a quienes resto tiempo que destino a investigar y que me apoyan e impulsan incondicionalmente.
A tres longevos que me inspiraron a escribir esta tesis: Mi padre Ernesto Rodríguez Araujo, quien a los 86 años de vida intenta no perder tiempo en vivirla. A mi abuelo Marcelino Ceberio que fue un ejemplo del ejercicio de ser abuelo. A mi maestro el Dr. Paul Watzlawick quien ha sido y es una guía en mi ejercicio académico e investigativo.
A mi director de tesis y Maestría, Dr. Jaime Moguilevsky, por su afecto y recomendaciones en el camino de la presente investigación, como también al Dr. José Bonet, coordinador de la Maestría, por su apoyo y amistad.
Compañeros y profesores de la Maestría, han colaborado, algunos sin saberlo, en esta investigación, en especial debo agradecer la ayuda invalorable de la Dra. Amalia Monastero, amiga que leyó los originales y rectificó los intentos de un psicólogo de escribir capítulos de índole médico.
Por último, a mis amigos Daniel Malizia y Horacio Serebrinsky, que me impulsaron de diferentes maneras, me escucharon y apoyaron incondicionalmente con su amistad.
Prólogo
El siglo XXI en el que vivimos está desdibujando muchas estructuras sociales que, hasta su comienzo, estaban firmemente asentadas. Una de ellas es la de la clasificación social según una estructura basada en la edad. O, mejor dicho, sin que se haya abandonado esa tendencia a clasificar, asistimos a un claro desdibujamiento de cada etapa. 1ª, 2ª y 3ª edad. Niñez, adolescencia, juventud, edad adulta, ancianidad. ¿Cuáles son los límites de cada una de ellas? Por abajo, la adolescencia, ocupa cada vez más espacio, y la juventud se pretende comer a la etapa adulta. Pero por arriba, la confusión es mayor si cabe. ¿Introducimos, como hace el autor, una 4ª edad? Su planteamiento es razonable. ¿A qué edad podemos decir que alguien es un anciano? ¿Valen las etapas laborales? En algunas profesiones sin duda que no: acabamos de asistir a la elección de un Papa de 75 años, del que nadie diría que es un anciano. ¿O sí?
Y esa no es una clasificación baladí. Ser etiquetado como un anciano tiene algunos riesgos importantes. “¿Merece la pena operarle con la edad que tiene?” “¿Tiene sentido colocarle una prótesis tan cara con el poco tiempo que puede durar?”, podemos escuchar en los servicios de salud. “Es muy mayor, no hay que tenerle en cuenta”, “¿No ves que empieza ya a chochear?, a esa edad ya no se les puede hacer caso.” “¿Comenzar una psicoterapia?, ¿a esa edad?”. Son algunos de los tópicos que se pueden escuchar cuando se rebasa la barrera incierta que la sociedad señala como el inicio de la decrepitud. Pero, ¿tiene aún sentido mantener unos límites tan definidos? ¿Hay realmente alguna edad que señala el paso a la ancianidad? Sin duda, que hay algunos indicadores, pero que cada día son mas inciertos.
Los gobiernos, en general, establecen unos límites a la edad laboral, pero son unos límites protectores de quien se encuentra cansado, lastimado o le desagrada su profesión. Porque cada vez más vemos que se prolonga ese tiempo entre los profesionales que disfrutan con su trabajo, o que ejercen actividades no reguladas, o siguen desarrollando su actividad artística, o enseñando, haciendo psicoterapia, ejerciendo cargos políticos, o de gestión en grandes empresas, superando ampliamente, y al parecer sin un menoscabo importante, la edad legal de jubilación. No debemos olvidar, como acertadamente señala el autor, aquellas prolongaciones de la vida laboral por necesidad económica, pobreza o marginación, pero ilustra mejor la pérdida de límites la prolongación voluntaria del trabajo, porque la persona aún se siente bien, con fuerzas, ganas e ilusión de seguir contribuyendo a la sociedad, a pesar de que su edad le permitiría retirarse.
No solo el laboral. También otros límites que antes definían el paso a otra etapa están difuminándose. La paternidad, por ejemplo. O la vida sexual activa. Los ciclos hormonales ya no sirven. La mejora del estado de salud, o las técnicas de reproducción asistida, la desaparición progresiva de prejuicios injustificados, el cuidado del cuerpo, o la ayuda de medicamentos, hace que asistamos a paternidades muy tardías, otra cosa es la opinión que eso nos despierte, y a una prolongación natural de la vida sexual hasta edades muy avanzadas.
Así que probablemente aún no estaríamos en disposición de definir cuándo comienza y, sobre todo, cuándo terminaría la 3ª edad para dar paso a esa hipotética 4ª. O, como dice el autor, es un proceso continuo, en el que la evolución social y cultural nos hará ir redefiniendo estos límites una y otra vez.
Aunque el texto sugiera como edad de comienzo, los 75 años, cualquier límite que pongamos será arbitrario, y sólo entenderemos la ancianidad como la aparición de un deterioro, progresivamente más tardío al menos en las sociedades avanzadas, que supone una pérdida generalizada de funciones, un deterioro senil.
El autor se propone, entonces, describirnos esa 4ª edad, cuáles son sus límites y limitaciones, cuáles sus potencialidades, y en virtud de qué cambios psicoinmunoneuroendocrinológicos se llega a ella. Es un desarrollo exhaustivo del proceso de envejecimiento. Pero también una reivindicación de las potencialidades de esa 4ª edad, en la que la vida continúa, y que puede resultar tan disfrutable como la sobrevalorada juventud, o la añorada infancia.
El libro es exhaustivo, como corresponde a lo que fue en un inicio, la 2ª Tesis Doctoral del autor. Tras la introducción, se comienza contextualizando en el modelo sistémico —relacional el abordaje teórico que va a guiarnos en la comprensión de lo que se expone después, aunque va a complementarse con otras aproximaciones teóricas necesarias para entender lo que sucede en la 4ª edad. Pero también de las partes positivas: la abuelez, la extensión de la vida sexual más allá de los 60, la jubilación (con la ambigüedad propia de ésta). Las pérdidas, inevitables con el transcurso de la vida, la marginación, los geriátricos, y las a veces complicadas relaciones con los hijos, en su papel de cuidadores, de apoyo pero también de rechazo. Sin olvidarse del abordaje profesional multifacético de la ancianidad. Así nos explicará cómo es el proceso biológico del envejecer, con especial detenimiento en los procesos neuroendocrinológicos, el efecto del estrés o las principales enfermedades que afligen al anciano.
El autor es un escritor de raza. No se limita a escribir bien libros científicos, serios y rigurosos, no solamente junta palabras ordenadamente, y señala adecuadamente citas bibliográficas, sino que construye un relato ameno que nos seduce y nos dificulta dejar la lectura aun en los capítulos más complejos. El autor es un gran contador de historias y así nos introduce en el libro. Con una enternecedora y muy evocadora historia, la de sus padres, o más propiamente la de su padre, ejemplo viviente de que los límites que a veces se marcan por la edad son artificiales, que la vida no se acaba hasta que morimos, y mientras tanto hay que exprimirla y disfrutar del amor, de la familia, de los amigos, del arte, de nuestras aficiones. De la Vida, con mayúsculas. Porque el autor ama la vida, y disfruta con ella, y así nos lo transmite en su texto, nos explica que la vida debe ser disfrutada hasta el último momento, sin tregua, adaptándonos a cada etapa del ciclo vital que toca vivir, y sacando, a cada uno de ellas todo el jugo que podamos.
Pero el autor es también un académico, acostumbrado a exponer con sencillez los temas más enrevesados, a hacer comprensible lo abstruso, a proyectar claridad sobre los aspectos más densos, y a poner orden sobre lo aparentemente inconexo. Las citas abundan, sobre todo, de la literatura científica psicoterapéutica, psicológica o médica, pero también de filosofía, historia o economía. Abundan las referencias a proyectos propios de investigación, así como a sus múltiples proyectos docentes tanto en la Universidad como en la prestigiosa Escuela Sistémica Argentina, que creó y dirige junto a su querido amigo Horacio Serebrinsky.
Pero sobre todo, el autor es un clínico. Y de clínica está impregnado todo el libro. Las viñetas relatando casos extraídos de la abundante casuística del autor nos salen al paso casi en cada página. Los ejemplos son apasionantes, vívidos y muy reales, constituyendo una auténtica mina de recursos prácticos para quien se dedica a la psicoterapia. La larga experiencia terapéutica del autor se refleja en la variedad de casos relatados, que ilustran acertadamente los diversos capítulos del libro. Es necesario detenerse y recrearse en cada uno de ellos, hacer un pequeño esfuerzo de concentración e imaginarse al autor, al terapeuta, en su consultorio, en la sala de terapia, hablando ora calmadamente, ora de forma vehemente, inventando un diálogo terapéutico con el equipo que sigue la sesión al otro lado del espejo unidireccional, o marcándose unos pasos de tango que convertirá en una intervención que alumbrará un posible nuevo camino para la desorientada pareja que le escucha.
Y este abordaje de lo psicoterapéutico impregnado de la práctica diaria, del duro trabajo del consultorio, de los años dedicados a establecer bases seguras que permitan una relación terapéutica, de la experiencia de algunos fracasos y muchos éxitos, sedimentan en el último capítulo del libro, seguramente el más novedoso y que por sí solo justifica el texto, el de la Psicoterapia en la Longevidad. Un planteamiento respetuoso, lleno de sentido común, que no se engancha rígidamente en ninguna teoría, sino que recoge todo lo que puede ser más útil, según la dilatada experiencia del autor, para hacer psicoterapia en la 4ª edad. En él, los lectores encontrarán las bases para iniciarse en este apasionante trabajo y los que ya lo practiquen, nuevas ideas que aplicar a sus pacientes y sus familias.
Y este capítulo tan práctico, se complementa con el delicioso epílogo, contrapunto magnífico de la introducción, con esos Pedidos de un padre anciano a un hijo, de valor para cualquier persona que llegue a ese momento del ciclo vital, pero también especialmente para que el terapeuta pueda reconvertirlos en indicaciones, intervenciones, redefiniciones y tareas en su trabajo psicoterapéutico con la 4ª edad. “No me trates como a un niño”, “Escúchame, tengo muchos consejos que darte”, “No me desvalorices”, “Camina, pasea conmigo, acompáñame” o “No trunques mis proyectos, todavía no estoy muerto”, son algunos de esos consejos que cualquiera de los lectores, que afinen sus oídos, podrá escuchar con la voz de sus seres queridos que transitan por esa 4ª edad, que va a ser también una parte importante de la vida de todos nosotros: aprendamos a valorarla adecuadamente, pasaremos por ahí.
Roberto PEREIRA
Bilbao, Abril de 2013
INTRODUCCIÓN
Las nieves del tiempo platearon mi sien
Envejecer es como escalar una gran montaña:
mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero
la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.
Ingmar BERGMAN
Ernesto era el galán del pueblo. Llegaba de trabajar a su barrio de provincia, con el cabello engominado, un bigote fino que le surcaba encima de los labios —también finos— con el objeto de representar más edad, y un traje perfectamente planchado, cuya raya del pantalón se delineaba perfecta sobre sus piernas. No era demasiado alto pero sí atlético (ya que practicaba hockey sobre patines en el club del barrio) y bastante histriónico, integraba algunos elencos de teatro locales, el equivalente de la escena under actual.
Cuando llegaba de trabajar, salían las adolescentes del barrio que se desvivían por mirarlo y saludarlo. Era empleado de una compañía de seguros, lo que significaba en el primer tercio del siglo XX, un puesto equivalente a economista.
Seductor como pocos, paseó por la mayoría de los locales bailables de la calle Corrientes, donde deslumbró con su habilidad para bailar el tango.
El día del derrocamiento de Perón, Ernesto se casó a los 28 años con Alicia, amiga de una compañera de trabajo que vivía en la capital con sus padres aunque era oriunda de Pilar, una ciudad campesina. Habían tenido una especie de romance adolescente y dejaron sorpresivamente de verse. Nunca supo bien por qué. Alicia era vendedora de una famosa sedería del centro de Buenos Aires y entregaba todo el sueldo a sus padres que intentaban pertenecer a la clase media. Ella abandonó su puesto al casarse ya que, como se estilaba en los años cincuenta, era el marido quien debía trabajar y la esposa dedicarse a los menesteres domésticos. Vivieron en la provincia y tuvieron cuatro hijos.
Ernesto se independizó, montó su propio negocio que fundió después de diez años. En realidad, lo fundió la confianza en la gente.
Los chicos crecieron, las crisis económicas se acrecentaron, pero también mancomunados salieron adelante. Se mudaron muchas veces alquilando, hasta que lograron comprar una casita. Viajaron, se rieron, trabajaron demasiado; en síntesis, nada muy diferente a lo que le sucede a cualquier ser humano en el desarrollo de su vida. También sufrieron: se pelearon, se deprimieron, sintieron el dolor ante la muerte de su segundo hijo.
Y los hijos se casaron y fueron padres. Ernesto y Alicia tuvieron su primer nieto y se dedicaron a él con mucho amor. Jugaron, le compraron regalos y lo llevaron de paseo: se abuelizaron de maravilla. Sorpresivamente, Alicia murió de un día para otro. Muchos se murieron con su muerte, hasta que lograron poco a poco recordarla con menos dolor.
Don Ernesto está pensando en su vida, abstraído en un sillón de mimbre al sol, en el patio del geriátrico. Imagen que se repite cotidianamente. Tiene 80 años y hace seis meses que lo internaron. Todos temían que se cayera otra vez por su lesión en la cadera. Sus hijos, nueras y nietos no han podido cuidarlo y decidieron su traslado a una residencia para ancianos. Está triste, ése no es su lugar, no tiene identidad. Lo abrazan sentimientos ambivalentes: comprende a su familia pero a la vez siente malestar porque piensa que lo han abandonado.
Cuando recibe la visita familiar semanal o quincenal, llora y se angustia. Ellos no lo comprenden, interpretan sus manifestaciones como una depresión del geronte y piden que le suban la medicación psiquiátrica que en dosis leves consumía. Pero, lo que en realidad angustia a Ernesto es haber perdido sus lugares comunes, la cotidianeidad de sus afectos, el reconocimiento de sus queridos, se siente dependiente y que no es él quien decide sobre su vida. Ha sido rebajado de la categoría de director a un simple empleado. Mas solo se siente mayor, es el refugio en los recuerdos y solamente espera su muerte.
Ésta que acabamos de contar, es una historia común. Más bien prototípica. Una historia que asocia a la vejez con la enfermedad y la internación, asociación que se difunde y confunde ancianidad con decrepitud y deterioro patológico.
Pero también puede haber otra historia. En este caso la real. La muerte de Alicia dejó catástrofes emocionales en los hijos y el esposo. Era una figura amorosamente fuerte. Don Ernesto sufrió en concomitancia y contención con sus hijos. Pero, en uno de esos reveses que tiene la vida, reencontró el amor en una antigua vecina del barrio de su juventud. Rosa era una de aquellas adolescentes que miraban a Ernesto idealizándolo. Solo que ahora, madura y divorciada, no ha pensado que es tarde para concretar el viejo sueño con el que tantas veces se ilusionó. Él tiene 76 y ella 15 años menos. Meses pasaron hasta que decidieron vivir juntos y disfrutar esta nueva oportunidad que les regalaba la vida.
Hubo algunas resistencias familiares y hasta intrigas palaciegas, pero lo que más le importaba a él era la opinión de sus hijos. Y sus hijos lo apoyaron en su determinación. Ahora Don Ernesto se vuelve a reír, pasea en su tiempo libre, viaja, toma sus mates relajadamente a media tarde. Camina con sus dos nietos pequeños y con esta nueva abuela que los acompaña. Renovó su vestimenta y hasta cambió su antiguo bigote por una barba moderna. Por fortuna tiene buena jubilación, aunque aprendió a disfrutar más allá del dinero, esas son cosas que se aprenden solamente a través de la sabiduría de la experiencia.
Ahora, con casi 80 años, tiene algunos achaques menores que evidencian el paso del tiempo, pero mira la vida con la vida.
Vivimos a través de categorías. Nuestra cognición encajona nuestras percepciones en tipologías que, en sí mismas, incluyen significaciones. Estas semánticas son el producto de la experiencia y la experiencia no solamente involucra acciones e interacciones sino también transmisión de contenidos desde lo sociocultural y, más precisamente, desde el seno de la familia. Estas son las imágenes que conforman representaciones sociales, el ideario popular.
Socioculturalmente nos han vendido una imagen espantosa de la vejez. Como desarrollamos en otra parte de este libro, la vejez se asocia a demencia senil, a ancianos desvariando, incontinentes, regresivos, ineptos, encorvados y desdentados, mutantes monstruosos que deambulan en asilos geriátricos. Seguramente el lector dirá que resulta una exageración, que no todos hablan de la vejez de la misma manera, que no todas las personas son iguales, que quién puede hablar así de las personas mayores…, pero si reflexiona en sus propias imágenes y en el ideario del entorno comprobará que lamentablemente esta es la representación vívida de la vejez.
Viejos, gerontes, personas mayores, ancianos, adultos mayores, longevos, senescentes, gente de tercera edad, entre otros, son los rótulos que se aplican para designar a una persona cuya edad oscila —de acuerdo a los manuales clásicos que explican y definen a la vejez— en los 60 años.
Cabe preguntarse en la actualidad cuál es la edad en la que se supone que alguien puede ser categorizado como una persona mayor. Y esta pregunta se establece sobre la base de entender que la sociedad es un estructurando, aunque Pichón RIVIERE (1985) aplica este concepto a la familia y que en el último capítulo lo utilizamos en esta dirección. Una sociedad cambiante en un mundo cambiante implica que se ejecutan modificaciones en multiplicidad de niveles.
La ciencia, principalmente médica, ha alcanzado profundos desarrollos en pos de prolongar la existencia de los seres humanos, a pesar de la escasa calidad de vida que la sociedad propone. Por una parte, la sociedad invita a encuadrarse en valores exitistas que sugieren un ritmo desenfrenado. Por otra, existen una serie de comodidades que posibilitan, por ejemplo, una mejora de los estándares de vida.
Por ejemplo, el agua caliente tanto para la higiene personal como para el lavado de utensilios o ropa. Antaño no era posible tener agua caliente en cada casa. Se ha abandonado el hecho de lavar la ropa a mano para utilizar la lavadora. La noción del deporte como cuidado personal está asociada a la mentalidad de esta época. La mujer de clase media no presenta la actitud de ama de casa de la década del cincuenta: en la actualidad tiene una persona a tiempo medio que la ayuda en los quehaceres hogareños. El automóvil ha dejado de ser un lujo para transformarse en un bien de uso corriente. Las comunicaciones han progresado notablemente. En síntesis, es evidente que los avances en la calidad de vida son notables, aunque traen su contrapartida, tal como lo analizamos más adelante, que empobrecen el bienestar.
Lo cierto es que las edades propuestas por los manuales tradicionales a los que los autores se ciñen en pos de definir la tercera edad, dejan a mitad de camino sus representaciones, no porque sean erradas sino porque los ancianos de entonces no son los de aquí y ahora.
Algunos autores definen a la tercera edad como el cierre de dos etapas anteriores. Se entiende que existe una primera edad que comúnmente es homologada en la niñez en tanto ciclo de aprendizaje y crecimiento, de desarrollo y maduración, donde se incorporaría la infancia en todas sus etapas y la adolescencia. Una segunda edad que se define como adultez, etapa de consolidación de lo aprendido en el ciclo anterior y en donde se llega a cierta estabilidad y equilibrio de desarrollo orgánico, psíquico y social. Por último, la tercera edad es lo que se denomina vejez y es una etapa signada por muertes y por el decaimiento o deterioro de las funciones psíquicas, orgánicas y relacionales.
A esta distinción de tres etapas en el ciclo de vida parecen confrontarla de una manera más precisa las clásicas etapas que plantea la psicología evolutiva: infancia, niñez, pubertad, adolescencia, adultez y ancianidad, con todas las particularidades que pueden anexarse y que describen a cada uno de estos ciclos. Aunque todos estos manuales exigen cierta revisión, tal como lo expusimos antes con respecto a la tercera edad, las pautas de cambio y desarrollo a multiplicidad de niveles tienen su impacto en la evolución y modificación de las etapas del crecimiento. Más allá, que cada una de ellas posee también sus propias distinciones en sub-etapas, dado que no tiene el mismo desarrollo cognitivo un niño de 3 años que uno de 5. De la misma manera, que un adolescente de 14 años ni física ni psíquicamente es cualitativamente similar a uno de 18.
Si tomamos como parámetro la actualidad, y comparamos un púber o un adolescente de hace treinta años, observaremos variaciones sustanciales en su desarrollo psíquico, motriz, orgánico, social, etc. Yo mismo me pienso hace cuarenta años atrás, en la escuela primaria llevando en mi cartera lo que se llamaba el contador o ábaco, que consistía en una serie de varillas de hierro en hileras con bolitas de madera insertadas que servía para restar y sumar, en comparación con las calculadoras y ni qué decir con las computadoras modernas. Este simple hecho, sin duda, ha colaborado para la modificación de estos ciclos evolutivos. El ejercicio social termina traduciéndose en pautas cognitivas.
Una niña de 14 años, cuarenta atrás jugaba a las muñecas, mientras que las actuales se maquillan y están dispuestas a jugar su cuota de seducción en la matinée de las discotecas. Antiguamente, las personas se adultizaban más tempranamente. Un muchacho de 20 años probablemente comenzaba su noviazgo para casarse a los 23 años. Hoy a los 20 años puede considerarse un adolescente mayor, más aún, todavía parece que la adolescencia se ha prolongado a los 25 años, límites de edad que van más allá de lo esperable.
Son innumerables las distinciones que se podrían establecer, posiblemente el hecho de señalar las diferencias de estadios evolutivos entre el antes y el ahora, arrojaría material para un libro que corone este eje temático. Esto quiere decir que los ciclos de crecimiento no pueden delimitarse únicamente por factores orgánicos o psíquicos sino que los factores sociales o, más precisamente, psicosociales, retroalimentan cada una de estas etapas poniendo el sello en cada una de sus características.
El ejercicio de actividades, de interacciones, de reflexiones, de emociones, deja su impronta en el cuerpo y en el desarrollo de las estructuras cognitivas. Las niñas evolucionan más rápidamente. A la tradicional pubertad, cuando décadas atrás los cuerpos mostraban signos incipientes de madurez, hoy se le contraponen desarrollos que acortan la distancia entre la púber y una adolescente con caderas, rostro y senos de mujer. Cuando un varón púber hace treinta años mostraba escaso desarrollo muscular, hoy estos niños poseen musculatura adolescente, vellosidades tempranas y una actitud que correspondería al adolescente tradicional.
Si los procesos evolutivos han variado tanto en sus particularidades como en el inicio y cierre de etapas, ¿por qué no habría de variarse el comienzo y las singularidades de la ancianidad? Puesto que los viejos actuales lucen y son mucho más jóvenes que los abuelos de hace treinta años atrás. Por lo tanto, esto nos obliga a abrir el juego al inicio de otra etapa que bien podría denominarse cuarta edad.
Para definir la vejez, más específicamente la cuarta edad, es necesario entender el fenómeno a la luz de multiplicidad de factores: sociales, familiares, orgánicos de envejecimiento y orgánicos de deterioro, psicológicos, entre otros. La vejez no es un estado que puede determinarse únicamente mediante factores de índole orgánico o evolutivo. Visto está que la ancianidad de antes no es la ancianidad de ahora. La O.M.S., por ejemplo, define a la vejez como la etapa que comienza a los 60 años y abarca el último período de la vida. Esta descripción ofrece un criterio evolutivo y cronológico pero deja de lado los factores antes mencionados.
Socialmente, la vejez es entendida mediante un parámetro relativamente simple: la jubilación. Llegar a los 65 años, es el estándar estipulado para pasar de la actividad laboral a una supuesta inactividad y digo supuesta porque en muchos países industrializados y principalmente del tercer mundo, es necesario continuar trabajando más allá de la jubilación, consecuencia del escaso sueldo que se percibe.
La imagen social del anciano como aquella de un individuo aislado, que goza de tranquilidad y reposo bien ganado, en su casa entre su sofá y su jardín, es un estereotipo bastante alejado de la realidad que viven la gran mayoría de los ancianos en México, que subsisten con pensiones que difícilmente superan los 900 pesos mensuales (poco menos de 100 dólares americanos al cambio actual) y muchos más que “sin derecho” a la seguridad social, son mantenidos por la familia o viven de la caridad, incrementando así un fenómeno que aún no se ha estudiado formalmente: el anciano de la calle y el anciano en la calle.
(Pando MORENO y otros, 2004.)
El anciano de la calle, refiere el autor, es el que vive en la calle, se alimenta de la basura, mendiga en los mercados y en los semáforos, e improvisa una cama en algún rincón de la vía pública para dormir. Mientras que el segundo, es el que desarrolla las mismas actividades que el primero pero tiene una vivienda, a veces compartida con la familia, humilde, y que colabora para su sustento. Éste, es unos de los ejemplos que muestra el estado de la vejez en Latinoamérica de las clases desposeídas, aunque es factible que en personas de clase media, la escasa jubilación transforma el estatus social alcanzado disminuyéndolo en caída libre.
Éste es un fenómeno que sucede también en nuestro país. Personas que han trabajado toda su vida y transitado por la clase media, tal vez con ciertas limitaciones, pero han logrado comprar su casa o tener su auto y sostener el estudio de los hijos, se ven compelidas a recibir una jubilación muy escasa que difícilmente le ayuda a mantener una vida digna y abastecer sus requerimientos básicos como comida, pago de impuestos, actividades lúdicas, entre otras. Si bien la atención médica es asegurada por el Estado, la organización de los servicios de salud es ineficiente y los hospitales públicos se encuentran carentes de medicamentos, gastos médicos y personal.
Más allá de la pobreza y la ineficacia del sistema para atender las necesidades básicas del adulto mayor, el fenómeno actual observado en los ancianos es el bisoño de redefinir las edades en las que a una persona se la puede tildar de vieja. Es así cómo las fronteras de la vejez se han prolongado. Resulta difícil en la actualidad entender o imaginar que una persona de 60 años sea una persona anciana. Hoy se supone que entrar en la vejez implica, en mayor o menor medida, ingresar en el territorio de los 75 u 80 años, período que describimos como cuarta edad. Será generalmente alrededor de estos años cuando se entre en la ancianidad. Cuando una persona comienza a sufrir los embates del deterioro progresivo natural de la vejez, la sensación de cansancio vital, la dependencia o la entrega del mando, por así decirlo y el progresivo apartamiento social, señalarán la frontera entre la tercera y la cuarta edad.
El mito de la vida eterna y elarcus senilis
Lógicamente para adentrarse en la temática de la cuarta edad, es necesario partir del envejecer. El envejecimiento es un proceso natural de los seres vivos y puede definirse como el conjunto de cambios que suceden en los sistemas biológicos como consecuencia del paso del tiempo. La manifestación de los cambios morfológicos y funcionales, tanto en el plano fisiológico, bioquímico y psicológico, van en dirección al deterioro y permiten identificar el envejecimiento en los seres humanos, en los que el arcus senilis (arco senil o círculo del envejecimiento), que es la parte coloreada que bordea a los ojos de las personas ancianas, se ha determinado como uno de los síntomas visibles indicadores de que la persona ha envejecido.
En muchas oportunidades, este deterioro puede desembocar en enfermedad. Dado que, el aumento de la población de la cuarta edad hace que también haya mayor cantidad de situaciones de enfermedad e invalidez, éste es el coletazo negativo de la longevidad, lo que trae aparejado la activación de los recursos médicos y planificaciones sociales al servicio de la enfermedad. Las personas ancianas viven más, pero para muchos el precio de ese continuar existiendo es la enfermedad, la discapacidad y, consecuentemente, la dependencia con el entorno.
La historia de la humanidad atestigua el interés del hombre por la vida y el envejecimiento. Mediante diferentes disciplinas y culturas, en diversos períodos se observa que el ser humano posee dos preocupaciones que subyacen a todo: por un lado, la inmortalidad y por otro, la búsqueda de la longevidad. No en vano las diferentes religiones, desde el politeísmo greco-romano cuyo atributo principal es la inmortalidad de sus dioses, hasta la misma religión católica, le ofrecen al hombre la posibilidad de alcanzar la vida eterna mediante un estricto cumplimiento, durante su vida de una serie de preceptos: los mandamientos, mientras que en otros campos como la alquimia y la magia, buscaron denodadamente la Fuente de la vida o crear Elixir de la juventud. Resulta visible en sociedades y culturas como la hebrea, griega y romana, entre otras, desde la antigüedad hasta hoy, esa búsqueda tácita y explícita de la prolongación de la vida o la ambición por la vida eterna.
Estos mitos de la perpetua juventud se conservan en las sociedades actuales. Ciertos vestigios se observan en el uso de cremas que la publicidad se encarga de remarcar: Anti age, el consumo de vitamina C, dietas especiales, programas de ejercicio físico intensivo, cirugías estéticas y tratamientos termales, entre otros, forman parte de los métodos que se proponen para mejorar la vitalidad y la longevidad.
Platón y Aristóteles, en la Grecia clásica, Galeno, los pensadores epicureístas y los filósofos estoicos, especialmente Cicerón, Séneca y Epícteto, hicieron grandes aportes a la comprensión de la vejez. Su pensamiento, sin duda, jugó un papel crucial en la cultura europea al transmitirse a distintos autores de diferentes épocas.
En la Grecia antigua fue el mismo Galeno quien, en sus comentarios a los Aforismos de Hipócrates, diferenciaba a los Gerontes de Presbytas, identificando a estos últimos con la etapa de la decrepitud. Distinguió tres fases en la vejez, señalando sus inicios en los 50, los 60 y los 75 años. En esta última fase, se impondría en el individuo, una magna virium imbecillitas que se mantendría hasta su muerte, tal como lo señala M. PANDO MORENO y otros (2004). Es en Grecia donde se produce el reconocimiento social del anciano, se establecen también las primeras prescripciones sobre el cuidado que requiere la vejez y se crean los métodos capaces de prevenir los deterioros que genera el envejecimiento.
Resulta notable que se distinguiera el comienzo de la vejez en los 50 años, edad impensable para los tiempos actuales. Otro hecho interesante es que asocie a la vejez con la clase dominante o privilegiada. Es decir que solamente aquellos que se encontraban en una situación acomodada socialmente, podían lograr cierta longevidad, debido a la mejor calidad de vida que desarrollaban. Se infiere así, que las clases bajas se hallaban severamente perjudicadas en términos de higiene, enfermedades y alimentación, ingredientes que no aseguran la posibilidad de una larga vida. Además, los testimonios de longevidad (o lo que se puede llamar longevidad en la Grecia antigua y en Roma), pertenecen a personas ligadas al poder y miembros de las clases dominantes, si la historia la escriben los que ganan quiere decir que hay otra historia.
[...] se ha recuperado la historia de la vida de sujetos que eran de notorio prestigio en el momento, por lo que se escribía y hablaba de ellos. No es extraño, entonces, que todos los textos que hacen referencia a la vejez, o a los viejos en particular, en Grecia o en Roma antigua, sean sobre los “hombres libres”, la clase de poder, y nunca se describa la vejez de los esclavos. ¿Es que la base de la valoración social del anciano está en su pertenencia a la clase de poder? Resulta casi innecesario advertir que tanto en Grecia, como posteriormente en Roma, las referencias a las sociedades esclavistas, ya positivas o de crítica y burla, se refieren en exclusividad a los ancianos del estamento que detentaba el poder; los ancianos pertenecientes a las restantes clases de la sociedad antigua, si en ellas llegaron a alcanzarse edades que superaban a la de la madurez, no figuraban en los testimonios que permiten recomponer aquella etapa de la historia del mundo clásico.
(M. PANDO MORENO y otros, 2004.)
Por supuesto que existen varias posibilidades que impiden estructurar textos en dirección a las clases desposeídas. Por ejemplo, una de las primeras razones es que los esclavos eran analfabetos. También es factible pensar que un erudito del grupo de poder, podría describir las miserables condiciones de vida de los esclavos, pero esto sería un misil contra la clase a la que él mismo pertenece: sería el reconocimiento de la falta de equidad, despotismo, brutalidad y autoritarismo sádico. Además, son pocos los esclavos o miembros de las clases bajas los que alcanzan cierta senectud. A “gatas” llegan a una madurez enferma, producto de los malos tratos, alimentación, esfuerzos desmedidos, etc.
Por ejemplo, en la Edad Media, San Agustín describe a la vejez como una edad de estabilidad en las emociones y de la liberación de la sujeción a los placeres mundanos, mientras que Santo Tomás de Aquino se sitúa en la tradición aristotélica, asumiendo la idea de la vejez como una etapa de decadencia (RODRÍGUEZ RIOBOO, 1989). Éstas y otras tendencias que tienen su origen en el pensamiento griego y romano son heredadas también por el Renacimiento, la cultura Barroca, la Ilustración y finalmente son transmitidas al pensamiento del siglo XIX y de ahí, llega hasta la actualidad. Esta fascinación por el proceso de envejecimiento también se extendió desde Europa al continente Americano y al resto de las áreas de influencia europea (BUSSE, 1988).
El estudio científico de la vejez en sus aspectos psicológicos, por ejemplo, hace su aparición en el siglo XIX integrando al envejecimiento como parte de la psicología del desarrollo (RIEGEL, 1977). La investigación y estudio de la Psicología de la vejez comienza a fundarse a partir de la finalización de la II Guerra Mundial. Desde 1945 hasta concluída la década de los años cincuenta se puede considerar un período de crecimiento y difusión del estudio de la Psicología de la vejez, donde se aplican los conocimientos para resolver los problemas de los ancianos y la creación de institutos para su internación. Se exploran las habilidades intelectuales como la memoria y el aprendizaje, la adaptación en la vejez y su relación con el nivel de actividad y satisfacción en la vida.
En la etapa contemporánea en la sociedad occidental es donde se inician una serie de transformaciones sociales, económicas, culturales y políticas, cuyo punto de partida puede situarse en la culminación de las guerras napoleónicas dado que, en su transcurso, se han realizado una serie de modificaciones sociales impulsadas por la revolución industrial y el acceso de la burguesía a los grupos de poder y a posteriori, la incorporación del proletariado en el desarrollo político.
La paulatina transformación de la población europea de rural y agrícola en urbana, con la mejora de la calidad de vida, ofrece, como primeros beneficios, que la higiene y los avances en el campo médico eleven los rangos de esperanza de vida y sobre todo que la ancianidad sea edad también alcanzable por las clases desposeídas.
(M. PANDO MORENO y otros, 2004.)
Por lo general, en todas las sociedades existen estatus adquiridos que se obtienen por competencia, recursos y capacidades personales; pero también hay otros, cuyo valor se focaliza en la edad y el sexo. En los primeros, ese valor remite a las atribuciones que dependen de cada sociocultura, pero en los segundos la relevancia adquiere ribetes de mayor universalismo. Es decir, es poco factible que no exista preeminencia de patriarcado en las sociedades orientales y occidentales y, con respecto a la edad, siempre se establece que la voz de la gente mayor es el sinónimo de la experiencia de vida y, como tal, debe ser escuchada. Ésta, si bien es una frase estereotipada en las sociedades occidentales, poco se aplica ya que, como analizaremos, la segregación se yergue sobre la vejez en el marco familiar y de igual forma en la sociedad.
Civilizaciones antiguas como la India, China, y la Cuenca Mediterránea Oriental dedicaron una gran atención a este tema (FREEMAN, 1979), de la misma forma lo hicieron más tarde griegos y romanos. En Oriente, ser anciano es un prestigio, lo opuesto lo encontramos, por ejemplo, en las culturas esquimales que someten a las personas ancianas incapacitadas al ostracismo, la soledad y la muerte. Por otra parte, las mujeres comanches que han entrado en el período de la menopausia y en tránsito a la senectud, tienen el acceso a todo lo que les estaba vetado como mujeres procreantes. Son similares a los Shamanes que obtienen poder mediante los sueños.
Es que el proceso de envejecer es construido de manera ambigua: el viejo es fuente de respeto y valoración por un lado y, por otro, es factor de la marginación, expresada mediante el rechazo. En numerosas sociedades y tribus se observa este tipo de actitud; entre los Dinka, en el sur de Sudán, algunos ancianos notables y que tuvieron una función importante en la sociedad son enterrados vivos bajo el corolario de numerosos rituales.
Otro ejemplo de lo que sucede con el ciclo de la vejez se observa en la sociedad formada por los Sironó —tribu de origen Guaraní, perteneciente a un grupo etnográfico de cazadores recolectores ubicados en Bolivia—, que tiene una política de extrema dureza con los niños. Al no lograr producir un excedente económico que sustente a las clases debilitadas, los niños comienzan a trabajar a los 6 años, los ancianos, entonces, son tratados como enemigos y las mujeres enfermas abandonadas con todas sus pertenencias.
Entre los Shilluks de Nilo Blanco, los jefes ancianos son matados al primer síntoma de debilidad. Los Koryak de Siberia del Norte, durante complejos ceremoniales matan a los viejos en presencia de todo el pueblo. Mientras que los Chukchee los estrangulan con un anillo en medio de una gran fiesta en la que se bebe, se canta y se baila al son del tambor.
En una situación intermedia, se hallan las sociedades tribales, donde los ancianos gozan de autoridad y prestigio, y profesan una magia pública en beneficio de la comunidad. Este poder convierte al viejo en un funcionario de relevancia que capitaliza los negocios públicos. De esta manera, la comunidad transfiere el poder de muchos en uno solo, convirtiendo a la monarquía en una gerontocracia o una oligarquía de ancianos: el Consejo de los mayores. De este Consejo de ancianos surge la fuente del derecho, la ley no escrita a la que se debe obediencia. En las civilizaciones clásicas como Grecia y Roma, el geronte tenía una función pública y sólo él poseía el acceso a las altas magistraturas: Consejo de ancianos o Gerusía en Esparta, el Consejo o Bulé en Atenas y el Senado en Roma.
Hoy, nos hallamos lejos de las viejas concepciones del privilegio de ser anciano y venerar la excelsitud de su sabiduría. La vejez, de acuerdo a los diferentes contextos y etapas de la historia de la humanidad, ha variado específicamente en su significado y en la edad, a partir de la cual se puede pensar en un hombre como viejo. Sin duda, existen una multiplicidad de factores (las condiciones de vida, alimentación, tipos de trabajo, higiene) que influyen en el deterioro orgánico prematuro del hombre. Pero a pesar de todos estos factores que atentan contra la longevidad, la historia del ser humano se vio signada por la preocupación alrededor de la finitud o, más exactamente, por alcanzar la inmortalidad.
El estar siempre joven, ha sido un leiv motiv perseguido por la humanidad, del que hace gala el mito de la fuente de la eterna juventud. La alquimia o la magia fueron artes que bregaban por encontrar los secretos mediante conjuros y rituales, fórmulas que combinaban los elementos más exóticos en pos de alcanzar una longevidad eterna, aunque más bien se trata de una juventud eterna, sin achaques ni sufrimientos por invalidez.
Los relatos bíblicos permiten concluir que en una remota y supuesta época áurea, sin guerras ni enfermedades, se concibieron longevidades como Adán de 930 años, Matusalén 969, o Noé 950; aunque ya en los últimos libros del Antiguo Testamento se citan cifras marcadamente disminuidas (Moisés 120 años).
(GUIJARRO, 1999.)
Es, sin duda, durante el siglo XX cuando se concreta un incremento de las expectativas de la vida al nacer (del 41% al 71%), pero no se observa que haya aumentado la juventud tal cual se anhelaba, sino que se ha extendido la vejez, lo que obliga al Estado, a la economía y la política a proporcionar el bienestar esperado para que el anciano se sienta más feliz y con él, su entorno.
A lo largo del imperio Romano, las expectativas de vida oscilaban alrededor de los 25 años. En los siglos medievales, fruto de una higiene deficiente y una vida tosca plagada de guerras, se envejecía a los 30 años. Durante el siglo XIX, a los 30 años las mujeres ya eran consideradas viejas y a comienzos del siglo XX, la esperanza de vida promediaba los 47 años. En este siglo, los límites de vida aumentaron progresivamente, por ejemplo, en 1930 la media para los varones no sobrepasaba los 60 años, en 1940 llegaba hasta los 63 años y en 1970 superaba los 70 años.
A principios de 1988, la esperanza de vida en Francia era de 80,3 años para las mujeres y 72 años en los varones. En los países de la Unión Europea, varía entre los 75 y 80 años para las mujeres y entre 69 y 73 años en los varones. [...] Fuente: Population et société, INED, marzo de 1988.
(B. CAMDESSUS, 1995.)
Actualmente, la esperanza de vida en el mundo, de acuerdo con los datos que proporciona el Banco Mundial en sus indicadores del desarrollo mundial 1 (Octubre de 2010), la media alcanza los 68,9 años. Se debe tener en cuenta que en este cómputo hay pueblos de pobreza extrema cuyos indicadores están muy por debajo de la media, superando escasamente la barrera de los 50 años, tales son los países del continente africano, Zimbabue, Zambia, Nigeria, Kenia, Ruanda, Uganda, Senegal, Tanzania, Ghana y Burundi, entre otros, y en cuyo extremo se encuentra Zimbabue (44,2 años) y su opuesto, Tanzania (55 años).
Mientras que los países europeos como Alemania, Suiza, Francia, Austria, España, Suecia, Noruega y Dinamarca entre otros, superan el rango de los 80 años con Suiza a la cabeza (82,2 años), los orientales por su parte tienen el caso de Japón (82,6). No sucede lo mismo en el Continente Americano, Estados Unidos, Argentina, Uruguay, Colombia, Venezuela, Costa rica, Perú, Brasil y Panamá, se ajustan en un rango aproximado que va desde los 69,9 hasta los 81 años (Canadá), teniendo en cuenta que Bolivia presenta una diferencia en disfavor (65,7).
Para lograr construir adecuadamente una definición de lo que significa vejez, se deberá observar el funcionamiento de la persona en sus etapas anteriores, fundamentalmente durante la edad adulta. Muchos de los problemas del anciano no son ni más ni menos que el espejo de la fórmula empleada en la etapa previa, es decir, la manera en que una persona adulta resuelva sus problemas será un indicador de cómo bregará con ellos durante los años de vejez.
Las personas sistematizan formas de actuar frente a situaciones, hábitos de proceder, maneras de procesar información; todo esto conlleva una inercia que demarca el camino hacia la ancianidad. La posibilidad de entender la biografía del anciano implica alcanzar niveles de prevención y anticiparse a situaciones que de otra manera pueden convertirse en graves problemas. Más aún, el proceso de crecer puede ser más dificultoso que el de envejecer.
Para comprender la problemática del anciano, es necesario analizar el contexto social donde se desarrolla la vejez. Las actitudes que tome la sociedad con el geronte, el abastecimiento de sus necesidades básicas, el nivel de trato social que se le proporciona, son algunos de los elementos que constituyen la definición de vejez a la que aludíamos antes. La vejez, reiteramos, no es una enfermedad: es un estado de graduales cambios degenerativos, de lento desgaste, pero no es una dolencia y no tiene por qué venir acompañada de padecimientos y angustias. Claro que existen enfermedades propias de este período y una mayor predisposición a ciertas afecciones, de la misma manera que hay enfermedades específicas de la infancia.
Más allá del contexto, desde el punto de vista biológico, ocurren durante el proceso de envejecimiento cambios progresivos en las células, los tejidos, los órganos y en el organismo en su totalidad. Es la ley de la naturaleza que todas las cosas vivas cambien con el tiempo, tanto en estructura como en función.
El envejecimiento empieza con la concepción y termina con la muerte, es decir, uno envejece desde que nace. La gerontología se interesa principalmente por los cambios que ocurren entre el logro de la madurez y la muerte del individuo, así como también por los factores que influyen en estos cambios progresivos.
La vejez es resultado inevitable del deterioro orgánico y mental (más allá de los avances de la medicina que intentan demorar este ciclo evolutivo). A partir de la mitad de la vida, por así decirlo, el deterioro músculo-esquelético, cardiovascular, endocrinológico, cerebral, progresa a un ritmo acelerado. Independientemente de las particularidades de cada cultura, la mayoría de las sociedades dividen al ser humano en diferentes etapas que comprenden la concepción, el nacimiento, el desarrollo durante la niñez y la adolescencia, la plenitud en la vida adulta, la declinación y la muerte. Envejecer como proceso biológico tiene extensas consecuencias sociales y psicológicas que impactan sobre la biología del anciano en un proceso que se retroalimenta.
El desarrollo humano es una continua interrelación entre factores de evolución, crecimiento, declinación y deterioro y la vejez es parte del proceso. La mayoría de las investigaciones señalan que se empieza a envejecer antes de los 65 años. Ya para fines de la cuarta década decae la energía física y aumenta la susceptibilidad a enfermedades e incapacidades. Finalmente, de una manera inexorable, para unos antes y para otros después, viene la declinación general. A partir de esta pendiente se producen una serie de comportamientos que van modificando el nicho ecológico del anciano. La jubilación, el cambio de estatus laboral, las limitaciones que impone el deterioro psicológico y orgánico, la modificación en las actitudes de la familia que siente tener bajo su responsabilidad al anciano, el papel de los abuelos junto a otros factores, son elementos que hacen de la vejez un cuadro con características específicas. El ser humano es un todo indivisible, contra la lógica cartesiana es imposible desligar factores orgánicos, psicológicos, sociales, cognitivos y emocionales, cualquier variación de uno tendrá su implicancia en el resto.
Por tal razón, el proceso de envejecimiento abarca toda la personalidad. El deterioro en la vejez no es sólo estructural, sino que también se manifiesta en la función y, por tanto, un resultado de las tensiones emocionales, cambios de humor, depresión y angustias productos de la crisis que implica esta etapa. No se puede negar que a lo largo de la vida van disminuyendo los recursos de adaptación del ser humano, no solamente por variaciones del contexto sino por las propias limitaciones que la vejez impone. En muchos sentidos, envejecer no es otra cosa que la pérdida de esta capacidad de adaptación.
La vejez es un estado de máxima sabiduría, la sabiduría de la experiencia. Esto sugiere entender una vejez activa, creativa, luchadora, en pos de la vida. Quien se estanca ha envejecido, es decir, se envejece porque se permite que el tiempo corra por encima de la persona sin aprovecharlo de la manera más productiva. Muchos ancianos se postran a esperar la muerte sin razón alguna, solamente por entender que la vejez es sinónimo de muerte. Ésta es una pobre imagen que corroe el sentido positivo de haber arribado a esa altura del camino de la vida.
Viejos eran los de antes
Hoy entonces, podemos determinar que la cuarta edad es la frontera que se alcanza desde los 75 años en adelante. Bajo estos parámetros podemos definir a una persona de 60 años como alguien joven. Así como también si un individuo muere a los 65 años, se escuchan expresiones como ¡qué joven ha fallecido!
Indudablemente, los paradigmas de la vejez se han modificado, lo cual denuncia un cambio en las creencias, en el imaginario popular y en la representación mental acerca de lo que significa ser una persona mayor. Este fenómeno demarca que la franja generacional que abarca desde los 25 hasta los 50 años, atraviesa representaciones mentales de vejez propios de las generaciones anteriores, imágenes de ancianidad internalizadas en el seno familiar. Al mismo tiempo la evolución de la sociedad hace que los viejos de otrora no sean los viejos actuales, ni en valores, actitudes, estética, salud, etc.
La fluctuación entre ambas representaciones no solamente queda anclada en este período de la vida. Hay profundas modificaciones en los estilos relacionales y concepciones cognitivas de los padres en el trato con los hijos, modificaciones que han sido definidas por algunos autores (M. SELVINI, 2002, R. MEDINA, 2004) bajo el rótulo de nuevos padres. De la misma manera, a la luz de la sociedad moderna, la mujer ha variado su función en los sistemas. Ha desestructurado su rol tradicional de ama de casa para desarrollarse profesionalmente y distribuir las tareas de cuidado de hijos y manutención del hogar (a todo nivel, higiene, economía, orden, etc.) con su marido. Esto también obliga, por así llamarlo, a que el hombre modifique sus esquemas tradicionales de funciones maritales y paternales, como lo hemos señalado antes, conformando un cuadro de inter-influencias y reciprocidades de funciones.
La familia —como lo demostramos en otros artículos (M. R. CEBERIO, 2004/05/06) y se observa en el desarrollo de este libro— en la actualidad deja entrever nuevas estructuras. Más precisamente y como transición, se observa la confluencia de viejas y nuevas conformaciones familiares. Por lo tanto, la franja generacional a la que aludimos nos hace protagonistas de tal período de transición.
No hace mucho tiempo y todavía no son pocos los medios de comunicación que continúan difundiendo noticias donde se hallan involucradas personas de 60 años, y las describen como Unsexagenario.... Una denominación bastante ridícula para personas que rondan esa edad y, en general, se encuentran vitales, en pleno desarrollo de iniciativas y actividades en el ciclo productivo.
Sin duda, las personas mayores de hace treinta o cuarenta años, se acercaban a la descripción de sexagenarios a la que aluden nuestros descontextualizados periodistas en la actualidad. Cada vez que recuerdo a mis abuelos, los pienso como viejos a pesar de que rondaban los cincuenta y tantos años. De cara a este calificativo, siempre puse en duda mi percepción. Me imaginé que, como un niño, mi mirada asimétrica me llevaba a verlos más viejos de lo que en realidad eran. Esta hipótesis no deja de ser cierta. Un niño siempre observa a sus mayores como mayores. No hay niños que digan que sus padres son jóvenes, por lo menos apuestan a que sus padres son más adultos de los que en realidad son.
Pero esta teoría no invalida la otra lectura: los gerontes actuales no son los gerontes de entonces. Han variado notablemente los parámetros que describen a las personas de la tercera edad. Parámetros que tienen que ver con valores, percepciones acerca de la vida, trabajo, estudio, constitución de la familia y de la pareja, estética, sexualidad, formas de reflexionar acerca de la muerte, salud, bienestar psicofísico, relaciones sociales, etc. Esto quiere decir, que resulta sumamente difícil sostener rótulos que enmarquen dentro del calificativo anciano a personas cuya apariencia estética, emocional y cognitiva, no condice con las definiciones tradicionales.
Por ejemplo, los viejos de entonces lucían una notable despreocupación por la estética, como si la vida ya hubiese pasado para ellos. No importaba la gordura o estructura muscular, no importaba una panza prominente ni el encorvamiento. Aunque la estética no solo está relacionada con verse bien, lindo y saludable sino que implica entrar en el juego de la seducción. Y los viejos de antes parece que socialmente habían perdido su inserción en dinámicas que no los admitían. Personas que a los 60 años enviudaban, no se daban el permiso para formar una nueva pareja; si bien esto se acentuaba más en las mujeres, los hombres no quedaban exentos y tanto unos como otros culminaban su vida en compañía familiar (hijos y nietos) pero en soledad marital.
Los colores a los que estaba destinada la moda para ancianos eran, por regla, el marrón, el gris, azul y negro. Colores neutros, opacos y poco vivaces. Cortes de ropa tradicionales. Un viejo no se colocaba unos vaqueros porque eran parte de la indumentaria de la juventud y corría el riesgo de ser criticado por su entorno. Ni siquiera colores vivos o camisas a la moda ya que podían resultar el pasaporte a la burla, a ser tildados de querer imitar a los adolescentes o de no tener vergüenza por vestirse de semejante manera.
Tal cual versa el tango “Volver” Las nieves del tiempo platearon mi sien ha quedado para la historia. Antiguamente en los hombres las cabezas canosas nunca podían admitir ningún tipo de tinte o matizador. Los rituales del luto (y a cierta edad los duelos se acrecientan) obligaban a las mujeres a lucir vestuarios rigurosamente negros, incluso en su ropa interior lo que acentuaba la lugubridad de la estética para la tercera edad.
El ritmo de vida —como lo mencionamos anteriormente— entre otras causas, ha obligado a los seres humanos a expandir sus fronteras laborales más allá de los 60 años. Es decir, las características juveniles de las personas mayores hacen que concuerden estética, salud y actividad, no solo en lo laboral sino en todos los niveles de la vida. Aunque también, si ahondamos en el análisis, las sociedades más dañadas económicamente son las que favorecen la actividad laboral en los mayores, pero no por capacidad sino por la dificultad que tienen dichas personas para lograr comer, vestirse y sencillamente, vivir. Quiere decir, que la incapacidad de ciertos sistemas sociales para sostener económica y dignamente a la mal llamada clase pasiva (puesto que como se ve no lo es en multiplicidad de actividades) tiene su coletazo de productividad.