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El circo romano, la arena de los gladiadores, el dedo inclemente del emperador, la turba ebria de sangre y la fe de los mártires cristianos conforman un capítulo de la historia universal que es símbolo de todo un mundo.
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FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1999 Primera edición electrónica, 2018
Fragmento deLa sociedad romana Fondo de Cultura Económica, 1ª ed., 1947
En la portada: Imagen tomada del archivo del FCE
D. R. © 1999, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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ISBN 978-607-16-5561-5 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
LUDWIG FRIEDLAENDER es un historiador alemán que, en 1864, por un azar, escribió un vasto relato fantástico sobre Roma, Friedlaender se esforzó por consignar la realidad: su libro registra las fantasías que, con la pesadilla de César y el obelisco de Trajano, con la Eneida, hacen de Roma uno de los países predilectos de la imaginación.
Este libro contiene la narración de uno de los símbolos más perdurables de la sociedad romana. Más que las vías, más que los acueductos, el Coliseo o Circo Máximo reclama todavía nuestra imaginación. Rómulo es menos famoso que Andrómaco. Nerón es más el emperador inclemente que decidía la suerte de los vencidos en la arena que el asesino de su propia madre. El derecho romano es menos célebre que la sola ley cruel del abucheo, cuya sentencia la dictaba el dedo pulgar del emperador.
Quizá contra sus méritos, quizá contra el valor verdadero de su herencia, recordamos a Roma por el circo: el derroche de tigres y panteras, el tridente del matador de hombres, el martirio de los cristianos… En este recuerdo no hay error: hay el enorme gusto de imaginar. A fin de cuentas, quizá ésa sea la mejor razón que tenemos para leer.
Imagina, pues, lector. Que este libro de Friedlaender te conduzca por verdaderas fantasías, por una Roma que tal vez nunca existió. Tú sabrás después si prefieres la ciencia y la certeza.
Elvalle de 650 metros de largo y poco menos de 100 metros de ancho que se extiende entre las dos estribaciones casi paralelas del Aventino y el Palatino parecía haber sido creado ex profeso por la naturaleza para escenario de torneos, especialmente de carreras de carros; ya en los tiempos más antiguos se celebraban allí en honor de Conso, el dios de las cosechas, no lejos del sitio en que se alzaba su altar subterráneo, los torneos de las yuntas de labranza, y era también allí donde la leyenda situaba el escenario en que los primeros romanos raptaron a sus novias. A medida que se desarrollaban el poder y la grandeza de la ciudad, crecían también el esplendor y la magnificencia del culto. Hacíanse cada vez más frecuentes y periódicas las fiestas de los dioses nacionales o de los dioses extranjeros reconocidos por el Estado, que terminaban casi siempre con algún espectáculo circense; y al lado de estas fiestas fijas iban multiplicándose también las ocasiones extraordinarias en que el pueblo se congregaba en el hipódromo. Parece que ya en la época de la monarquía se realizaron algunas obras en este valle para que el público pudiera ver las carreras sentado. Las graderías de madera convirtiéronse con el tiempo en graderías de piedra y, por último, el mármol sustituyó a la piedra caliza y los dorados a las pinturas de colores. Después de las obras emprendidas por Julio César y terminadas por Augusto, el Gran Circo figuraba entre las construcciones más fastuosas de Roma. El lugar reservado a los espectadores, separado de la pista por un foso de cerca de tres metros de ancho y dispuesto en forma de graderías a manera de anfiteatro, constaba de tres pisos. Sólo uno, el más bajo de todos, era de piedra; los otros dos eran de madera y siguieron conservando este carácter, por lo menos en gran parte, pues todavía en una época relativamente tardía hablan las fuentes del derrumbamiento de estos pisos; bajo Antonino Pío se dice que perdieron la vida en una de estas hecatombes 1 112 individuos; sabemos que se produjo otro desplome de los pisos altos reinando Diocleciano y Maximiano. Bajo Augusto, la construcción del circo no era todavía muy elevada; desde los pisos altos de las casas vecinas podía verse el espectáculo, y Augusto gustaba de presenciarlo desde allí.
Fue Nerón, al parecer, quien emprendió la primera reconstrucción amplia del circo, pues sabemos que el gran incendio del año 64 estalló en él y lo destruyó, por lo menos, en gran parte; este emperador cegó también el foso que circundaba la pista y aprovechó el espacio ganado de este modo para instalar asientos especiales para los caballeros. Domiciano y especialmente Trajano hicieron obras en el circo que, al mismo tiempo que lo embellecieron, le dieron mayor amplitud; en la inscripción de su dedicatoria, Trajano se jacta de haberlo convertido en un recinto lo bastante espacioso para dar cabida al pueblo romano. Ahora (en el año 100), la inmensa longitud del circo competía, según las palabras de Plinio el Joven, con el esplendor de los templos; era un recinto digno de la nación vencedora de tantos pueblos y tan grandioso como los espectáculos que dentro de él se celebraban. Las fuentes sólo hablan rara vez y de pasada de las restauraciones y ampliaciones posteriores. Se ha calculado que, después de las últimas obras de ampliación, el Gran Circo podía dar cabida a 180 000 o 190 000 espectadores. Las gradas inferiores, las más cercanas a la pista, estaban reservadas a los senadores, las situadas encima de ellas a los caballeros; en las demás se acomodaban las gentes del tercer Estado. En el circo, las mujeres no tenían lugares separados como en los demás espectáculos, sino que se acomodaban entre los hombres. Los asientos del emperador y de su familia se hallaban entre los de los senadores, en cuyas graderías se alzaban también los palcos que algunos emperadores mandaron construir para ellos y sus acompañantes.
El circo hallábase magníficamente decorado, desde todos los puntos de vista. En una descripción del siglo IV se elogian, por ejemplo, los riquísimos adornos de bronce de las graderías. Pero su ornato principal era el obelisco que Augusto mandó erigir en su centro (el que ahora se levanta en la Piazza del Popolo), al que Constancio añadió otro, mayor que el primero (el que actualmente se alza en la Plaza de Letrán). El circo hallábase rodeado por fuera, en toda su extensión, por arcadas con puertas y escaleras por las cuales podían entrar y salir desahogadamente miles de personas al mismo tiempo. Bajo las bóvedas de estos atrios había, además, tiendas y locales de diversas clases para mayor comodidad de los espectadores, encima de los cuales se encontraban las viviendas de sus propietarios; al parecer, los dos atrios se turnaban, dedicándose uno a tiendas y otro a entrada del circo. De aquí que bajo sus bóvedas reinase siempre un animado y abigarrado ajetreo, no siempre, por cierto, muy honesto. Ya en la época de Cicerón sabemos que el circo era el lugar predilecto y permanente de reunión de los astrólogos de portal; por eso Horacio habla del “circo mentiroso”; cuando salía a pasear al atardecer, gustaba de detenerse a conversar con los adivinos congregados bajo aquellas arcadas, y también en tiempo de Juvenal tenían allí su sede estos profetas de menor cuantía, que vendían sus consejos y sus oráculos a la gente humilde por unas cuantas monedas. Augusto no tenía reparo en hacer actuar para regocijo de los invitados a sus fiestas a modestos artistas que bajo aquellas bóvedas divertían a las clases más bajas de la población. El incendio neroniano (año 64) estalló en la parte del circo más próxima al Palatino y al Celio, en las tiendas llenas de materias fácilmente inflamables. Una inscripción habla de un comerciante en frutas establecido en el Gran Circo. Pero las arcadas que rodeaban el circo (como las que hoy rodean los teatros y muchas universidades) servían de albergue, sobre todo, a las rameras baratas, a lo que alude un escritor cristiano cuando dice que el camino que conduce al circo pasa por el burdel. Entre estas prostitutas figuraban muchas sirias y otras mujeres orientales vestidas con sus trajes exóticos y ejecutando sus danzas lascivas al son de panderetas, címbalos y crótalos.