El collar del hombre errante - Henry Rider Haggard - E-Book

El collar del hombre errante E-Book

Henry Rider Haggard

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Beschreibung

El vikingo Olaf descubre, al saquear la tumba del que llaman "el hombre errante" el misterioso collar de una mujer que ha viajado a través de los siglos. De Dinamarca a Bizancio, de Grecia a Egipto, Olaf deberá viajar y luchar para que su destino y el de esa misteriosa mujer que se le aparece en sueños vuelvan a unirse. En esta obra, inédita en español hasta nuestros días, el autor de "Las minas del rey Salomón" esboza un fresco del mundo medieval que el protagonista recorrerá de un extremo a otro, buscando a una mujer que no conoce, pero a la que está unido desde antes de su nacimiento. Con un tono que evoca las Eddas nórdicas, todos los amantes del género disfrutarán con esta gran obra olvidada, traducida por primera vez al castellano.

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H. RIDER HAGGARD

EL COLLAR DEL HOMBRE ERRANTE

EL COLLAR DEL HOMBRE ERRANTE

THE WANDERER’S NECKLACE

HENRY RIDER HAGGARD

PRIMERA EDICIÓN, 2024

© De esta edición, Albo&Zarco S.L.U.

www.alboyzarco.es

[email protected]

Traducción: © Nerea Aizpurúa Iraola

Ilustración de cubierta: © Fernando Vicente, 2023

Diseño de colección: La Granja Estudio Editorial

Maquetación: Miriam García Blasco

Composición digital: Pablo Barrio

Corrección de estilo: Susana Sierra Álvarez

Corrección ortotipográfica: Alejandro Herrero Manrique

ISBN: 978-84-125882-5-5

Todos los derechos reservados. Cualquier tipo de reprodución, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo podrá realizarse con la autorización de los titulares, con la excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra, a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

ÍNDICE

LIBRO I. AAR

Capítulo 1. El compromiso de Olaf

Capítulo 2. La muerte del oso

Capítulo 3. El collar del hombre errante

Capítulo 4. Iduna lleva puesto el collar

Capítulo 5. La batalla en el mar

Capítulo 6. De cómo Olaf se enfrentó a Odín

LIBRO II. BIZANCIO

Capítulo 1. Irene, emperatriz de la Tierra

Capítulo 2. El césar ciego

Capítulo 3. Madre e hijo

Capítulo 4. Olaf ofrece su espada

Capítulo 5.

Ave post secula

Capítulo 6. Heliodora

Capítulo 7. ¡Victoria o Valhalla!

Capítulo 8. El juicio de Olaf

Capítulo 9. El salón del agujero

Capítulo 10. Olaf dicta su sentencia

LIBRO III. EGIPTO

Capítulo 1. Noticias desde Egipto

Capítulo 2. Las estatuas junto al Nilo

Capítulo 3. El valle de los reyes muertos

Capítulo 4. El califa Harún

Capítulo 5. La plegaria de Irene

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

LIBRO IAAR

Capítulo 1El compromiso de Olaf

Yo, que en otro tiempo fui Olaf, poco puedo recordar de mi infancia. Sin embargo, me viene algún recuerdo de una casa, rodeada de un foso y situada en un gran valle cerca de mares o lagos, tierra adentro, rodeada de colinas que yo conectaba con los muertos. No entendía muy bien qué eran los muertos, pero deducía que eran personas que, habiendo caminado y estado despiertas, ahora estaban tumbadas en una cama de tierra y dormían. Recuerdo mirar una gran colina que se decía que cubría a un líder conocido como el Hombre Errante, de quien Freydisa, la mujer sabia, mi niñera, me dijo que había vivido hacía cientos o miles de años. Recuerdo pensar también que tanta tierra sobre él debía de darle mucho calor por las noches.

También recuerdo que la construcción llamada Aar era una casa larga, techada, con césped en el que crecía hierba y a veces pequeñas flores blancas, y que dentro había vacas atadas. Vivíamos en un lugar allende, separado de donde estaban las vacas con vigas de maderas irregulares. Solía observarlas, mientras las ordeñaban, a través de una grieta entre dos de los travesaños, donde había un nudo que dejaba un agujero idóneo para poder mirar más o menos a la altura de un bastón del suelo.

Un día vino mi hermano mayor y único de sangre, Ragnar, que era pelirrojo, y me alejó del agujero porque quería mirar a una vaca que siempre daba una patada a la chica que la ordeñaba. Grité, y Steinar, mi hermano adoptivo, que tenía el pelo claro, ojos azules y era mucho más grande y fuerte que yo, vino a ayudarme, porque siempre nos quisimos. Luchó contra Ragnar y lo hizo sangrar por la nariz, tras lo cual mi madre, la señora Thora, que era preciosa, lo golpeó en las orejas. Entonces todos lloramos y mi padre, Thorvald, un hombre alto y más bien desgarbado, que había llegado de cazar, pues llevaba la piel de algún animal cuya sangre había escurrido hasta sus mallas, nos regañó y le dijo a mi madre que nos mantuviese callados porque estaba cansado y quería comer. Esa es la única escena de mi infancia que recuerdo.

La siguiente visión que me viene es una de una casa parecida en cierto modo a la nuestra en Aar, en una isla llamada Lesso, en la que estábamos todos visitando a un líder que se llamaba Athalbrand. Era un hombre con un aspecto feroz y una gran barba hendida, por la que le llamaban Athalbrand Barba Hendida. Una de las fosas nasales era más grande que la otra y tenía el ojo izquierdo caído, ambas peculiaridades le venían de alguna o varias heridas que había recibido en la guerra. En aquellos días, todos luchaban contra todos y era bastante raro que alguien viviese hasta que su pelo encaneciera.

El motivo de nuestra visita a Athalbrand era intentar que mi hermano mayor, Ragnar, se prometiese en matrimonio con la única hija que le quedaba viva, Iduna, pues todos sus hermanos habían muerto en alguna batalla. Puedo ver ahora a Iduna tal y como era cuando apareció por primera vez delante de nosotros. Estábamos sentados a la mesa y entró por una puerta de la parte principal de la casa. Llevaba unas vestiduras azules, el cabello rubio, largo y abundante, estaba peinado en dos trenzas que le colgaban casi hasta las rodillas, y alrededor del cuello y los brazos lucía enormes anillos de oro que tintineaban mientras caminaba. Tenía la cara redonda, del color de una rosa salvaje, e inocentes ojos azules que contemplaban todo, aunque siempre parecía mirar más allá y no ver nada. Los labios eran intensamente rojos y parecían sonreír. En general, pensé que era la criatura más bonita que había visto y que caminaba como un ciervo irguiendo la cabeza con orgullo.

Sin embargo, a Ragnar no le gustó y me susurró que era ladina y que traería desgracias a todo aquel que tuviese que ver con ella. Yo, que en ese momento tenía veintiún años, me preguntaba si se habría vuelto loco para hablar así de aquella bella criatura. Entonces recordé que justo antes de dejar nuestra casa había pillado a Ragnar besando a la hija de uno de nuestros esclavos detrás del cobertizo donde se guardaban los becerros. Era una chica de pelo castaño, bien parecida, como mostraban claramente sus rugosas vestiduras atadas debajo del pecho con una cinta, y tenía grandes ojos oscuros de mirada soñolienta. Además, nunca había visto besar con tanta pasión como a ella; Ragnar mismo estaba sobrepasado. Creo que por eso ni siquiera la gran dama, Iduna la Justa, le gustaba. Todo el tiempo pensaba en la chica de ojos pardos con vestiduras rojizas. Aun así, es verdad que, con chica de ojos pardos o sin ella, leyó correctamente a Iduna.

Además, si a Ragnar no le gustaba Iduna, Iduna odiaba a Ragnar desde el principio. Así que, aunque mi padre, Thorvald, y el padre de Iduna, Athalbrand, estaban furiosos y los amenazaron, los dos declararon que no tendrían nada que ver el uno con el otro y el proyecto de su matrimonio llegó a su fin.

La noche anterior a nuestra partida de Lesso, de donde Ragnar ya se había ido, Athalbrand me vio mirando fijamente a Iduna. Esto no era algo sorprendente, pues no podía apartar mis ojos de su bonito rostro y, cuando ella me miró y sonrió con aquellos labios rojos, me convertí en un pájaro estúpido hechizado por una serpiente. Al principio pensé que él se enfadaría, pero de repente parecía que había dado con una idea y llamó a mi padre fuera de la casa. Después mandaron a buscarme y encontré a los dos sentados en una piedra lisa con tres esquinas, hablando a la luz de la luna, ya que era verano, cuando todo parece azul por la noche y el sol y la luna viajan por el cielo juntos. Cerca estaba mi madre de pie, escuchando.

—Olaf —me dijo mi padre—, ¿te gustaría casarte con Iduna la Justa?

—¿Si me gustaría casarme con Iduna? —susurré—. Sí, más que ser gran rey de Dinamarca, porque ella no es una mujer, es una diosa.

Ante esta expresión, mi madre se rio y Athalbrand, que conocía a Iduna cuando no parecía una diosa, me llamó loco. Entonces hablaron entre ellos, mientras yo esperaba tembloroso por la esperanza y el miedo.

—No es más que un segundo hijo —dijo Athalbrand.

—Ya te he dicho que hay tierra suficiente para los dos, también será suyo el oro que vino con su madre, y no es una cantidad pequeña —respondió Thorvald.

—No solo no es un guerrero, sino que es un escaldo —rebatió Athalbrand de nuevo—; un absurdo medio-hombre que compone canciones y las toca con el arpa.

—A veces las canciones son más fuertes que las espadas —respondió mi padre—, y, al fin y al cabo, es el juicio quien gobierna. Una mente puede gobernar a muchos hombres; además, con el arpa se hace música alegre en un festín. Encima, Olaf tiene valentía sufiente. ¿Cómo podría ser de otra manera viniendo de la estirpe que viene?

—Es delgado y debilucho —rebatió Athalbrand, con una expresión que enfadó a mi madre.

—No, señor Athalbrand —dijo ella—. Es alto y recto como un dardo, e incluso será el hombre más guapo en esta zona.

—Todo pato cree que ha nacido cisne —se quejó Athalbrand, mientras yo imploraba con los ojos a mi madre que se callase.

Entonces él pensó durante un rato, tirando de su barba hendida, y dijo al fin:

—Mi corazón no me dice nada bueno de este matrimonio. Iduna, que es la única hija que me queda, podría casarse con un hombre con mayor riqueza y poder que el que este joven creador de runas nunca podrá conseguir. Sin embargo, ahora mismo no conozco a nadie que me guste para que tome mi lugar cuando me haya ido. Además, se ha difundido a lo largo y ancho de estas tierras que mi hija se desposará con el hijo de Thorvald e importa poco con cuál. Al menos, no dejaré que se diga que ha sido desairada. Por lo tanto, dejemos que Olaf la tome, si ella lo acepta. Pero —añadió con un gruñido—, no lo dejemos jugar como a ese jovenzuelo pelirrojo, su hermano Ragnar, si no quiere que una lanza le atraviese el hígado. Ahora iré a conocer el parecer de Iduna.

Tras esto se fue, también mi padre y mi madre, que me dejaron solo, pensando y agradeciendo a los dioses la oportunidad que me llegaba. Y sí, también bendiciendo a Ragnar y a aquella joven de ojos pardos que le había lanzado un hechizo.

Permanecía de pie cuando escuché un sonido y, al girarme, vi a Iduna deslizarse hacia mí en aquel crepúsculo azul, más hermosa que un sueño. Se detuvo a mi lado y dijo:

—Mi padre dice que deseas hablar conmigo. —Se rio suavemente y me sostuvo la mirada con sus bellos ojos.

Después de eso, no sé qué sucedió hasta que vi a Iduna inclinarse sobre mí como un sauce al viento, y entonces, ¡oh, placer de placeres!, sentí su beso en mis labios. Ya se habían revelado mis intenciones y le conté el relato que los amantes siempre se han contado. Le expliqué que estaba preparado para morir por ella, a lo que ella respondió que preferiría que viviese, puesto que los fantasmas no son un buen marido; que no era merecedor de ella, a lo que ella argumentó que yo era joven, con todo el tiempo por delante y podría vivir para ser mejor de lo que yo imaginaba, como ella creía que debería; y otras cosas.

Solo algo más me viene a la memoria de aquella maravillosa hora. De manera estúpida dije lo que había estado pensando, es decir, que bendecía a Ragnar. Con esas palabras, de repente la expresión de Iduna se puso seria y la luz de amor en sus ojos cambió al del resplandor de espadas.

—Yo no bendigo a Ragnar —respondió ella—. Espero ver un día a Ragnar… —se controló y añadió—: Ven, entremos, Olaf. Oigo a mi padre, que me llama para que le prepare su brebaje para dormir.

Entramos en la casa agarrados de la mano y, cuando nos vieron así, todos se unieron en un estallido de carcajadas groseras. Además, nos pusieron tazas en las manos y nos hicieron beber y pronunciar algún juramento. De esta manera se selló nuestro compromiso.

Creo que fue al siguiente día cuando regresamos a casa en el barco de guerra más grande de mi padre, que se llamaba el Cisne. Fui a regañadientes porque deseaba beber más del deleite de los ojos de Iduna. Aun así, debía irme, ya que Athalbrand así lo quería. La boda, dijo, debía tener lugar en Aar en el momento del festival de la primavera y no antes. Mientras tanto, consideró que era mejor que estuviésemos separados para que pudiéramos descubrir si aún nos aferrábamos el uno al otro en la ausencia.

Estas eran las razones que él dio, pero creo que en cierto modo ya se había arrepentido de lo que había hecho y consideró que entre la cosecha y la primavera podría encontrar otro marido para Iduna que fuese más de su parecer. Athalbrand, tal y como descubrí más tarde, era un hombre falso que conspiraba. Además, no era de alto linaje, sino alguien que se había elevado con la guerra y el saqueo, por lo tanto, su sangre no lo obligaba a ser honorable.

La siguiente escena que recuerdo de aquellos primeros tiempos es la de la caza del oso blanco del norte, cuando salvé la vida de Steinar, mi hermano adoptivo, y casi perdí la mía.

Fue un día en el que el invierno se fundía en la primavera, pero la costa cerca de Aar estaba todavía llena de bloques de hielo y grandes témpanos que habían llegado flotando desde los mares más al norte. Un pescador que vivía allí vino a la casa para contarnos que había visto un gran oso blanco en uno de esos témpanos y que creía que había nadado a tierra. Era un hombre con un pie zambo y puedo recordar la imagen de él cojeando a través de la nieve hacia el puente levadizo de Aar, apoyándose en un bastón con la figura de un animal tallada en la empuñadura.

—Jóvenes señores —gritó—, hay un oso blanco en tierra, un oso como el que vi una vez de niño. Salid y matad el oso y ganad los honores, pero primero dadme de beber por las noticias que traigo.

En aquel entonces, mi padre, Thorvald, estaba fuera de casa con la mayoría de los hombres; no sé por qué, pero Ragnar, Steinar y yo merodeábamos por allí con poco o nada que hacer, ya que aún no era época de siembra. Ante las noticias del hombre con el pie zambo, corrimos a por nuestras lanzas y uno de nosotros fue a decirle al único esclavo que se había librado de irse que preparase los caballos y viniese con nosotros. Thora, mi madre, quería impedirnos marchar; aducía que había oído contar a su padre que esos osos eran bestias muy peligrosas. Pero Ragnar la apartó de un empujón, mientras yo le di un beso y le dije que no se inquietara.

Fuera de la casa me encontré con Freydisa, una mujer misteriosa y callada de mediana edad, una de las vírgenes de Odín, a quien quise y ella me quiso a mí, al único entre los hombres, pues había sido mi nodriza.

—¿A dónde ahora, joven Olaf? —me preguntó—. ¿Ha venido Iduna y por eso vas tan rápido?

—No —respondí—, pero un oso blanco sí.

—¡Ah! Entonces las cosas van mejor de lo que pensaba, temía que llegase Iduna antes de tiempo. Aun así, vas a un mal mandato, del que creo que volverás con tristeza.

—¿Por qué dices eso, Freydisa? —pregunté—. ¿Es solo porque te encanta graznar como un cuervo en una roca o hay algún otro motivo?

—No lo sé, Olaf —respondió ella—. Digo las cosas porque así las siento y debo contarlas, nada más. Te digo que nacerá el diablo de vuestra caza del oso y que sería mejor que te quedaras en casa.

—¿Y ser el hazmerreír de mis hermanos, Freydisa? Además, eres una ingenua, si es el diablo, ¿cómo puedo evitarlo? O tu presagio no es nada o el diablo debe venir.

—Eso es cierto —respondió Freydisa—. Desde que eras niño has tenido el don del sentido común, que ya es más de lo que se concede a la mayoría de los tontos de nosotros. Ve, Olaf, y encuentra a tu diablo predestinado. Aun así, dame un beso antes de que partas, no sea que no nos veamos al cabo de un tiempo. Si el oso te mata, al menos estarás a salvo de Iduna.

Estaba besando a Freydisa, a la que quería mucho, mientras ella decía esas palabras, pero cuando las entendí, retrocedí antes de que pudiese darme otro.

—¿Qué quieres decir con tus palabras sobre Iduna? —le pregunté—. Es mi prometida y no permitiré que se hable mal de ella.

—Sé que lo es, Olaf. Te has llevado las sobras de Ragnar. Aunque sea impetuoso, él es perro viejo en cierto modo, sabe lo que no debe comer. Bien, vete, crees que estoy celosa de Iduna, como una mujer mayor puede estarlo, pero no es eso, querido. ¡Oh! Aprenderás antes de que todo suceda, si sobrevives. ¡Largo! No te diré nada más. Atento, Ragnar te llama. —Y me empujó.

Fue un viaje largo hasta donde se suponía que estaba el oso. Al principio, mientras íbamos, hablamos muchísimo y apostamos quién de los tres debería clavar la lanza primero en el cuerpo de la bestia, de manera tan profunda que se metiese el acero, pero después me callé. De hecho, meditaba mucho sobre Iduna y sobre cómo se acercaba el momento en el que una vez más viese su dulce rostro y me preguntaba también por qué Ragnar y Freydisa pensaban tan mal de ella, que parecía una diosa más que una mujer, y me olvidé el oso. Lo olvidé del todo y, siendo por naturaleza muy observador, cuando vi el rastro de la bestia mientras pasábamos por encima de un trozo de abedul, no lo relacioné con lo que estábamos cazando ni se lo señalé a los demás, que cabalgaban delante de mí.

Finalmente, llegamos al mar y allí, en efecto, vimos un gran témpano que cada tanto se movía cuando el oleaje golpeaba su costado, ancho y verde. Cuando se inclinó hacia nosotros percibimos la huella profunda en el hielo de las patas del oso, prisionero que había caminado en círculos sin parar. También vimos un cráneo sonriente, en el que un cuervo picoteaba las cavidades de los ojos, y algunos trozos de pelaje blanco.

—¡El oso está muerto! —exclamó Ragnar—. Que la maldición de Odín caiga sobre ese patizambo loco que nos ha llevado a hacer este frío viaje para nada.

—Sí, supongo que sí —dijo Steinar sin convicción—. ¿No crees que está muerto, Olaf?

—¿Para qué le preguntas a Olaf? —interrumpió Ragnar con una risa fuerte—. ¿Qué sabrá Olaf de osos? Ha estado durmiendo la última media hora soñando con la hija de ojos azules de Athalbrand; o a lo mejor está inventando otro poema.

—Olaf, cuando parece dormido, ve más allá de lo que vemos otros estando despiertos —respondió Steinar acalorado.

—¡Ah, sí! —respondió Ragnar—. Durmiendo o despierto, Olaf es perfecto para ti porque tomasteis la misma leche y eso os une más que una soga. Despierta ahora, hermano Olaf, y dinos: ¿no está muerto el oso?

Y entonces respondí:

—Por supuesto, un oso está muerto; mirad su cráneo y también los trozos de su pellejo.

—¡Eso es! —exclamó Ragnar—. El profeta de nuestra familia ha resuelto el asunto. Vayamos a casa.

—Olaf ha dicho un oso está muerto —respondió Steinar, dubitativo.

Ragnar, que había cambiado de dirección rápidamente, nos habló por encima del hombro:

—¿No es suficiente para ti? ¿Quieres cazar el cráneo o al cuervo que posa encima? ¿O, quizá, es esta una de las adivinanzass de Olaf? Si es así, tengo frío para acertijos ahora mismo.

—Sin embargo, creo que hay uno para que lo adivines, hermano —dije con cuidado—, y es este: ¿dónde está escondido el oso vivo? ¿No te das cuenta de que había dos osos en el témpano y que uno mató y se comió al otro?

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Ragnar.

—Porque vi el rastro del segundo allá, mientras pasábamos el abedul. Tiene quebrada la zarpa delantera izquierda y las demás están gastadas por el hielo.

—En nombre de Odín, ¿y por qué no lo dijiste antes? —gritó Ragnar furioso.

Entonces me sentí avergonzado para confesar que había estado soñando, así que respondí:

—Porque quería contemplar el mar y el hielo flotante. ¡Ver esos maravillosos colores que cogen con esta luz!

Cuando escuchó eso, Steinar estalló en carcajadas hasta que las lágrimas salieron de los ojos azules y los amplios hombros se sacudieron, pero Ragnar, al que le daban lo mismo el paisaje o los atardeceres, no se rio. Al contrario, como era habitual en él cuando estaba enfadado, se puso furioso y nombró a los más malvados de los dioses. Entonces se giró hacia mí y me dijo:

—¿Por qué no dices la verdad de una vez, Olaf? Tienes miedo de esa bestia y por eso nos has dejado venir hasta aquí cuando sabías que estaba en el bosque. Esperabas que antes de que volviésemos estuviera oscuro para cazar.

Ante esta provocación, me sonrojé y agarré el asta de mi lanza de caza, ya que entre nosotros, los vikingos, decir que se tiene miedo de algo es un insulto mortal para un hombre.

—Si no fueras mi hermano… —empecé y me controlé, porque era de naturaleza tranquila, y seguí—. Es verdad, Ragnar, no me gusta cazar tanto como a ti. Aun así, creo que habrá tiempo de luchar contra ese oso y matarlo o ser matado por él antes de que oscurezca. Si no, volveré yo solo mañana por la mañana.

Entonces tiré de mi caballo para girar y cabalgué hacia delante. Mientras me iba, mis oídos estuvieron atentos y escuché a los otros hablando. Al menos, creo que los escuché. De todas maneras, sé lo que dijeron, aunque, por extraño que parezca, no recuerdo nada de lo que contaron sobre un ataque a un barco o de lo que hice o dejé de hacer entonces.

—No es muy sensato burlarse de Olaf —dijo Steinar— porque cuando se le hiere con las palabras hace locuras. ¿No recuerdas lo que pasó cuando tu padre lo llamó «cobarde» el año pasado porque dijo que no era justo atacar el barco de aquellos hombres británicos a los que había traído el tiempo a nuestra costa, que no querían hacernos daño?

—Sí —respondió Ragnar—. Los abordó completamente solo en cuanto nuestro bote tocó su costado y derribó al timonel. Entonces los británicos gritaron que no matarían a un chico tan valiente y lo tiraron al mar. Nos costó aquel barco, ya que para cuando lo recogimos, había virado e izado la vela mayor. Oh, Olaf es lo suficientemente valiente, ¡todos lo sabemos! Aun así, debería haber nacido mujer o sacerdote de Freya que solo ofrece flores. También sabe cómo hablo y que no tengo malicia.

—Reza para que lo llevemos a casa a salvo —dijo Steinar inquieto—, porque si no tendremos problemas con tu madre y todas las demás mujeres de estas tierras, por no mencionar a Iduna la Justa.

—Iduna la Justa lo superaría —respondió Ragnar con una risotada—. Pero tienes razón. Es más, habría problemas también con los hombres, sobre todo con mi padre, y en mi propio corazón. Después de todo, solo hay un Olaf.

En ese momento, levanté la mano y dejaron de hablar.

Capítulo 2La muerte del oso

Ragnar y Steinar bajaron de sus caballos y vinieron al lugar en el que yo estaba de pie, pues ya había desmontado, y señalaba la tierra, donde el viento había arrastrado la nieve.

—No veo nada —dijo Ragnar.

—Pero yo sí, hermano —respondí—, ya que estudio las maneras de las cosas salvajes mientras tú crees que estoy dormido. Mira, ese musgo está volteado, eso es porque está congelado debajo y las zarpas del oso lo han sacado en pequeños montones. También ese pequeño charco se ha acumulado en el rastro de la pata, tiene la misma forma. No se ven el resto de las huellas por ser roca.

Entonces avancé algunos pasos detrás de unos arbustos y los llamé:

—Aquí sigue el rastro, como era de esperar, y, como pensaba, la bestia tiene una zarpa partida, la nieve lo marca bien. Ordenad al esclavo que se quede con los caballos y venid.

Obedecieron y allí, en la blanca nieve que se extendía más allá del arbusto, vimos la huella del oso marcada como en la cera.

—Una bestia fuerte —dijo Ragnar—. No he visto nunca nada igual.

—Sí —dijo Steinar—, pero es un mal lugar para cazarlo. —Y miró dubitativo al agreste desfiladero, cubierto por matorrales que algunos cientos de metros más allá se convertían en un denso bosque de abedules—. Creo que haríamos bien en cabalgar de vuelta a Aar y volver mañana por la mañana con todos los que podamos reunir. Esta no es tarea para tres lanzas.

Para entonces yo, Olaf, saltaba de roca en roca por el desfiladero arriba, siguiendo la huella del oso. Las burlas de mi hermano me afligían y había decidido que mataría a aquella bestia o moriría, y así enseñaría a Ragnar que no temía a ningún oso. Así pues, los llamé por encima del hombro:

—Sí, id a casa, es lo más inteligente; pero yo seguiré, ya que no he visto nunca uno de estos blancos osos de nieve vivo.

—Ahora es el turno de Olaf para burlarse —dijo Ragnar riéndose. Entonces los dos saltaron tras de mí, aunque yo siempre mantuve la delantera.

Durante media milla o más, me siguieron hasta salir de los matorrales en el bosque de abedules, donde la nieve, que descansaba sobre las ramas apelmazadas de los árboles y en especial de algunos abetos que se mezclaban con los abedules, hacía del sitio un lugar melancólico con aquella luz tenue. Siempre delante de mí, estaban las huellas del oso, hasta que al final me llevaron a un pequeño claro del bosque, donde un fuerte torbellino de viento había tirado muchos árboles que no tenían más que un pobre enraizamiento en un pedazo de roca casi sin tierra.

Los árboles se apilaban caóticos, con sus copas aún sin pudrir, llenos de nieve helada. Me detuve al borde de ellos porque había perdido la huella. Entonces seguí adelante de nuevo, buscando como lo hace un perro de caza, mientras detrás de mí venían Ragnar y Steinar. Cruzaron el claro con el objetivo de encontrarme al otro lado. Esto fue lo que hizo Ragnar, pero Steinar se detuvo por un crujido que escuchó y dobló a la derecha entre dos abedules caídos para encontrar el origen del sonido. Justo después, tal y como me contó más tarde, se quedó congelado, pues allí, detrás de las ramas de uno de los árboles, estaba el enorme oso blanco comiendo algún animal que había matado. La bestia lo vio y, furiosa por la interrupción porque estaba hambrienta por el largo viaje en el témpano, se levantó sobre las patas traseras, rugiendo hasta que el aire tembló. Desde su altura, extendió las zarpas, que eran como ganchos.

Steinar trató de retroceder de un salto, pero el pie se le quedó atrapado y cayó. Fue bueno para él que esto sucediera, ya que, de otra manera, el zarpazo del oso lo habría dejado hecho trizas. La bestia, que no parecía entender dónde había ido Steinar, de todos modos continuó de pie y golpeando al aire. Entonces dudó y sus grandes patas se doblaron hasta que se sentó como un perro suplicando, olfateando el viento. En ese momento, Ragnar avanzó gritando y arrojó su lanza, que se clavó en el pecho del animal y se quedó ahí colgando. El oso comenzó a tantearla con las zarpas y cogió el asta, la levantó hasta la boca y la masticó, hasta que sacó el acero de la piel.

Después, consideró a Steinar, se agachó, lo encontró y despedazó el abedul bajo el que se había arrastrado hasta que las astillas salieron volando del tronco. Justo entonces lo alcancé, lo había visto todo. Para entonces, el oso tenía los dientes en el hombro de Steinar o, más bien, en su guarnición de cuero, y lo sacaba a rastras de debajo del árbol. Cuando me vio, se volvió a erguir, levantando a Steinar, sujetándolo del pecho con una pata. Me volví loco al verlo, cargué contra él y hundí mi lanza hondo en su garganta. Con la otra pata me quitó el arma de la mano, haciendo el asta añicos. Allí siguió de pie, sobre nosotros como un pilar blanco, y rugió de dolor y furia, con Steinar aún apretado contra él y Ragnar y yo indefensos.

—¡Está acelerado! —susurró Ragnar.

Pensé por un momento y… ¡oh!, recuerdo bien ese instante: la enorme bestia chorreando espuma por la mandíbula y Steinar agarrado a su pecho como una pequeña niña sujeta a su muñeca; los árboles inmóviles y cargados de nieve, sobre uno de ellos se posaba un pajarito que extendía su cola con sacudidas; el color rojizo de la tarde, y sobre nosotros el gran silencio del cielo y del solitario bosque debajo. Lo recuerdo todo, ahora puedo verlo bastante claro, sí, incluso al pájaro que revoloteó a otra ramita, y allí de nuevo extendió su cola a alguna pareja invisible. Entonces decidí qué hacer.

—¡Aún no! —grité—. Mantenlo entretenido.

Desenvainé mi corta y pesada espada y me lancé a través de las ramas del abedul para ponerme detrás del oso. Ragnar lo entendió. Tiró su gorra a la cara de la bestia, que entonces, después de gruñirle durante un rato, justo cuando bajó la mandíbula para morder a Steinar, se encontró una rama y la empujó entre ellos.

Para entonces, ya estaba detrás del oso, golpeé su pata derecha debajo de la rodilla y le corté el tendón. Se desmoronó, todavía apretando a Steinar. Lo golpeé de nuevo con todas mis fuerzas y le hice un corte en la columna, encima de la cola, que lo paralizó. Fue un gran impacto; cómo debió ser que atravesó los gruesos pelaje y piel y mi espada se rompió. Y así, como Ragnar, me quedé sin arma. La parte delantera del oso se revolcó en la nieve, aunque su mitad trasera permanecía inmóvil.

Después, una vez más pareció sopesar a Steinar, quien permanecía tumbado, inmóvil e inconsciente. Estirando una pata, lo arrastró hacia su mandíbula mientras hacía el amago de morder. Ragnar saltó sobre su espalda y lo golpeó con su cuchillo, lo que solo consiguió enfadarlo más. Me asomé y agarré a Steinar, a quien el oso abrazaba de nuevo contra su pecho. Al verme, soltó a Steinar, al que alejé a rastras y lo tiré detrás de mí, pero con el esfuerzo me resbalé y caí hacia delante. El oso me golpeó, y su potente antebrazo, mejor para mí que no fuesen sus garras, me dio en un lado de la cabeza y me lanzó hacia la copa de un árbol a la izquierda. Volé cinco pasos antes de que mi cuerpo chocase contra las ramas y allí quedé extendido e inmóvil.

Supongo que Ragnar me contó lo que pasó durante ese rato en el que estuve inconsciente. Al menos, sé que el oso se moría a cada segundo, ya que mi lanza le había perforado alguna artería de la garganta. Lo que sigue lo sé de oídas. Rugió y rugió, vomitando sangre, y alargó las garras tras Steinar mientras Ragnar lo arrastraba. Después puso la cabeza en horizontal sobre la nieve y murió. Ragnar lo revisó y murmuró:

—¡Muerto!

Entonces caminó a la copa del árbol caído en el que yo estaba tendido y de nuevo murmuró:

—¡Muerto! Bien, Valhalla no tiene un hombre más valiente que Olaf el Escaldo.

Después fue hacia Steinar y una vez más gritó:

—¡Muerto!

Parecía que Steinar estaba muerto, asfixiado en la sangre del oso y con la ropa medio rasgada. Aun así, mientras las palabras salían de los labios de Ragnar, se sentó, se frotó los ojos y sonrió como hace un niño cuando se despierta.

—¿Estás muy herido? —preguntó Ragnar.

—Creo que no —le respondió sin convicción—, salvo que me siento dolorido y la cabeza me flota. He tenido un mal sueño. —Entonces sus ojos cayeron sobre el oso y añadió—: Oh, ahora lo recuerdo; no era un sueño. ¿Dónde está Olaf?

—Cenando con Odín —respondió Ragnar y me señaló.

Steinar se puso de pie, se tambaleó hasta donde yo estaba tendido y me miró fijamente, tumbado allí, tan blanco como la nieve, con una sonrisa en la cara y una rama de algún arbusto de hoja perenne en la mano que había agarrado mientras caía.

—¿Murió para salvarme? —preguntó Steinar.

—Sí —respondió Ragnar—, y ningún hombre habría atravesado ese puente de mejor manera. Tenías razón. Ojalá no me hubiese burlado de él.

—Ojalá hubiese muerto yo y no él —dijo Steinar en un gemido—. En el fondo del corazón, siento que hubiese sido mejor que yo muriera.

—Entonces será así, ya que el corazón no miente en un momento como este. También es verdad que él valía por los dos. Había algo más en él de lo que hay en nosotros, Steinar. Vamos, colócalo en mi espalda, y si tienes la suficiente fuerza, ve hacia los caballos y ordénale al esclavo que traiga alguno de ellos. Yo te sigo.

Así terminó la lucha contra el gran oso blanco.

Unas cuatro horas después, en medio de una intensa tormenta de viento y lluvia, me llevaron por fin al puente que cruzaba la fosa de la casa de Aar, extendido como un cadáver sobre el lomo de uno de los caballos. En Aar habían estado buscándonos, pero no habían encontrado nada en aquella oscuridad. Sola, en la cabecera del puente, estaba Freydisa, con una antorcha en la mano. Bajo su luz, me miró.

—Tal y como mi corazón predijo, así ha sido —dijo—. Llevadlo dentro. —Entonces se giró y corrió a la casa.

Me cargaron entre la doble fila del ganado metido en la cuadra hasta donde ardía el gran fuego de pasto y madera en el extremo de la casa y me extendieron en una mesa.

—¿Está muerto? —preguntó Thorvald, mi padre, que había vuelto aquella noche—; y si lo está, ¿cómo ha sido?

—Sí, padre —respondió Ragnar—, y con nobleza. Arrastró a Steinar más allá de debajo de las patas del gran oso blanco y lo mató con su espada.

—Gran hazaña —balbuceó mi padre—. Bien, al menos viene a casa con honores.

Pero mi madre, al ser yo su hijo favorito, alzó la voz y lloró. Después, me quitaron la ropa y, mientras todos miraban, Freydisa, la mujer habilidosa, examinó mis heridas. Me palpó la cabeza, me miró los ojos y poniendo la oreja sobre mi pecho, trató de escuchar el latido de mi corazón.

Inmediatamente se levantó y girándose, dijo despacio:

—Olaf no está muerto, aunque está al borde de la muerte. Su corazón palpita, la luz de la vida aún arde en sus ojos y, aunque la sangre le sale por las orejas, creo que el cráneo no está roto.

Cuando escuchó esas palabras, Thora, mi madre, de débil corazón, se desmayó de la alegría, y mi padre desenroscó un aro de oro de su brazo y se lo lanzó a Freydisa.

—Primero la recuperación —dijo ella y lo rechazó con el pie—. Además, cuando trabajo por amor no cobro.

Entonces me lavaron y, después de vendarme las heridas, me tumbaron en una cama cerca del fuego para que el calor volviera a mí. Freydisa no permitía darme nada a parte de un poco de leche caliente que ella misma me derramaba en la boca.

Durante tres días estuve tumbado como un muerto; en efecto, todos menos mi madre consideraban que Freydisa estaba equivocada y pensaban que así era. Pero el cuarto día abrí los ojos y comí, y después de eso, caí en un sueño natural. La mañana del sexto día, me senté y dije muchas palabras extrañas y erráticas, por lo que creyeron que había sobrevivido como un simple loco.

—Ha perdido la razón —dijo mi madre y lloró.

—No —respondió Freydisa—, solo ha vuelto de una tierra donde hablan otra lengua. Thorvald, trae aquí la piel del oso.

La trajeron y la colgaron en una estructura de maderas a los pies del nicho donde dormía, que se abría fuera de la casa, como era habitual entre los norteños. La miré durante un largo rato. Entonces mi memoria volvió y pregunté:

—¿La gran bestia mató a Steinar?

—No —respondió mi madre, que estaba sentada junto a mí—. Steinar fue herido, pero se salvó y ahora está bien de nuevo.

—Dejadme verlo con mis propios ojos —dije yo.

Así pues, lo trajeron y lo observé.

—Estoy contento de que estés vivo, hermano —le dije—, debes saber que en este largo descanso he soñado que estabas muerto. —Alargué mis agotados brazos hacia él, pues quería a Steinar más que a ningún otro hombre.

Se acercó, me besó en la frente y dijo:

—Sí, gracias a ti, Olaf, vivo para ser tu hermano y tu esclavo hasta el final.

—Siempre mi hermano, no mi esclavo —murmuré porque me sentía cansado. Entonces me volví a dormir.

Tres días después, cuando me empezó a volver la fuerza, mandé llamar a Steinar y dije:

—Hermano, Iduna la Justa, a la que nunca has visto, mi prometida, debe preguntarse cómo me va, puesto que la historia de que estoy herido habrá llegado a Lesso. Ahora bien, como hay razones por las que Ragnar no puede ir y como no enviaría a ningún infame, te suplico que me hagas un favor. Cogerás un barco y navegarás a Lesso. Llevarás la piel de este oso blanco como regalo de mi parte a la hija de Athalbrand, que espero nos sirva como colcha durante el invierno durante los muchos años que vendrán. Le dirás que, gracias a los dioses y la habilidad de Freydisa, mi nodriza, sigo vivo cuando todos pensaban que moriría y que confío en estar fuerte y bien para nuestra boda en la fiesta de la primavera que viene. Le dirás también que durante toda mi convalecencia solo he soñado con ella, tal y como creo que ella habrá soñado conmigo a veces.

—Sí, iré —respondió Steinar—, tan rápido como las patas de los caballos y las velas puedan llevarme —y añadió con su agradable risa—, hace tiempo que quiero ver a esa Iduna tuya y averiguar si es tan bonita como dices; también qué hay en ella para que Ragnar la odie.

—Ten cuidado, no sea que la encuentres demasiado bella —interrumpió Freydisa, quien, como siempre, estaba a mi lado.

—¿Cómo podría? Si ella es para Olaf —respondió Steinar sonriendo, mientras se marchaba para prepararse para su viaje a Lesso.

—¿Qué querías decir con esas palabras, Freydisa? —le pregunté cuando Steinar ya se había marchado.

—Nada o todo —me respondió, encogiendo los hombros—. Iduna es bonita, ¿verdad? Steinar es atractivo, ¿o no? Y tiene una edad en la que un hombre busca una mujer, ¿y que es la fraternidad cuando un hombre anda tras una mujer y una mujer cautiva a un hombre?

—Tranquilidad con tus enigmas, Freydisa. Olvidas que Iduna es mi prometida y que a Steinar lo adoptaron conmigo. Por eso confiaría en ellos aun estando una semana solos en el mar.

—Seguro, Olaf, eres joven e ingenuo; también es tu naturaleza. Ahora, aquí tienes el caldo. Bébelo y yo, a quien algunos llaman una mujer sabia y otros una bruja, te digo que mañana podrás levantarte de esta cama y sentarte al sol, si sale.

—Freydisa —dije cuando tragué el caldo—, ¿por qué la gente te llama bruja?

—Creo que porque soy algo menos tonta que otras mujeres, Olaf. También porque no quise casarme, ya que se tiene como algo natural que todas las mujeres se casen si tienen oportunidad.

—¿Por qué eres más sabia y por qué no te has casado, Freydisa?

—Soy más sabia porque me he cuestionado más cosas que la mayoría y a aquellos que cuestionan al final les llegan las respuestas. Y no estoy casada porque otra mujer tomó al único hombre que quería antes de conocerlo. Esa fue mi mala suerte. Aun así, me enseñó una gran lección, en concreto, cómo esperar y mientras tanto adquirir conocimiento.

—¿Qué conocimiento has adquirido, Freydisa? Por ejemplo, ¿si nuestros dioses de madera y piedra son verdaderos dioses que gobiernan el mundo? ¿O solo son madera y piedra? Como he pensado algunas veces…

—Entonces no lo pienses más, Olaf, ya que esos pensamientos son peligrosos. Si Leif, tu tío, el sumo sacerdote de Odín, los escuchase, ¿qué no diría o haría? Recuerda que aunque los dioses, vivan o no, desde luego los sacerdotes viven y lo hacen por los dioses, y si los dioses se fuesen, ¿dónde quedaría el sacerdote? Además, en lo que respecta a los dioses, lo que sea que sean o no, al menos son las voces que nos hablan en nuestros días desde esa tierra de la que una vez vinimos y adonde vamos. El mundo ha conocido millones de días y cada día tiene su dios, o su voz, y todas las voces hablan la verdad a aquellos que las pueden oír. Mientras tanto, estás loco por haber enviado a Steinar con tu regalo para Iduna. O a lo mejor eres muy sabio. Aún no lo puedo decir. Cuando lo descubra te lo contaré.

Encogió los hombros de nuevo y me dejó preguntándome qué quería decir con sus oscuros enigmas. La puedo ver yéndose ahora, con un cuenco de madera en la mano y dentro una cuchara de cuerno con el mango agrietado a lo largo. Y así termina en mi mente toda la escena de mi convalecencia después de matar al oso blanco.

Lo siguiente que recuerdo es la llegada de los hombres de Agger. Esto no pudo ser mucho más tarde de que Steinar se fuese a Lesso, ya que aún no había vuelto. Aún estaba débil de mi gran convalecencia. Estaba sentado al sol al cobijo de casa, envuelto en una capa de piel de ciervo, pues el viento del norte era glacial. Tenía a mi padre junto a mí, que estaba de buen humor al saber que viviría y sería fuerte de nuevo.

—Steinar debería haber vuelto ya —le dije—. Espero que no le haya pasado nada malo.

—¡Oh, no! —respondió mi padre despreocupado—. Durante siete días el viento ha sido intenso y seguro que Athalbrand tiene miedo de dejarlo navegar desde Lesso.

—O a lo mejor Steinar encuentra la casa de Athalbrand un lugar agradable en el que quedarse —sugirió Ragnar, que se había unido a nosotros, con una lanza en la mano porque llegaba de cazar—. Allí hay buena bebida y ojos brillantes.

Iba a responder bruscamente, pues Ragnar me lastimaba con su amarga forma de hablar de Steinar, del que sabía que estaba de alguna manera celoso porque pensaba que quería a mi hermano adoptivo más que a él, mi hermano de sangre. Sin embargo, justo entonces aparecieron tres hombres a través de los árboles que crecían alrededor de la casa y vinieron hacia el puente, en el que los grandes perros lobo de Ragnar, sabiendo que eran extraños, aullaron rabiosos y dieron un salto hacia delante para atacarlos. Para cuando cogieron y apaciguaron a las bestias, estos hombres, que parecían mayores, habían cruzado el puente y nos saludaban.

—Esta es la casa de Thorvald de Aar, ¿verdad? Y un tal Steinar vive aquí con él, ¿no? —habló el portavoz.

—Así es y yo soy Thorvald —respondió mi padre—. También Steinar ha vivido aquí desde su nacimiento, pero ahora está fuera de casa en una visita al lord Athalbrand de Lesso. ¿Quiénes sois y qué queréis de mi hijo adoptivo, Steinar?

—Cuando nos contéis la historia de Steinar, os diremos quiénes somos y qué buscamos —respondió el hombre y añadió—. No tengáis miedo, no queremos haceros daño, sino más bien algo bueno si es el hombre que creemos.

—Esposa —llamó mi padre—, ven. Aquí hay unos hombres a los que les gustaría conocer la historia de Steinar y dicen que tienen buenas intenciones con él.

Mi madre vino y los hombres se inclinaron ante ella.

—La historia de Steinar es corta, señores —dijo ella—. Su madre, Steingerdi, que era mi prima y amiga desde mi infancia, se casó con el gran jefe Hakon, de Agger, hace veintidós veranos. Un año después, justo antes de que Steinar naciera, huyó hasta aquí, pidiendo refugio a mi señor. Su relato decía que se había peleado con Hakon porque otra mujer había tomado sigilosamente su lugar. Averiguamos que esta historia era verdad y que Hakon la había tratado mal. Le dimos refugio y aquí nació su hijo Steinar. Al dar a luz al niño, ella murió, por tener el corazón roto, creo yo, ya que estaba loca de dolor y celos. Lo cuidé con mi hijo Olaf y aunque tuvo noticia de su nacimiento, Hakon nunca lo reclamó. Ha vivido con nosotros como un hijo desde entonces. Esa es toda la historia. Y bien, ¿qué queréis de Steinar?

—Esto, señora: el señor Hakon y los tres hijos que esa otra mujer que nos cuenta le dio antes de morir, ya que tras la muerte de Steingerdi se casó con ella, se ahogaron al llegar a puerto en la noche de la gran tempestad hace dieciocho días.

—Ese es el día en el que el oso casi mató a Steinar —interrumpí yo.

—Bien por él, entonces, joven señor, que escapara de ese oso. Ahora consideramos que es el señor de todas las tierras y gentes de Hakon, al ser el único varón que queda vivo de su descendencia. Esto, por deseo de los jefes de Agger, donde está la casa de Hakon, es lo que hemos venido a contarle, si aún vive, ya que por su relato es un buen hombre y valiente, bien cualificado para sentarse en el lugar de Hakon.

—¿Es grande la herencia? —preguntó mi padre.

—Sí, muy grande, señor. En todo Jutland no había hombre más rico que Hakon.

—¡Por Odín! —exclamó mi padre—. Parece que Steinar tiene el favor de la diosa Fortuna. Bien, hombres de Agger, entrad y descansad. Después de que hayáis comido hablaremos más de estos temas.

Fue justo entonces cuando, apareciendo entre los árboles del camino que iba a Fladstrand y hacia el mar, vi una comitiva montada a caballo. Delante iba una mujer joven, envuelta en un abrigo de pieles, hablando con entusiasmo con un hombre que cabalgaba junto a ella. Detrás, ataviado con una armadura, con un hacha de guerra ceñida, cabalgaba otro hombre, grande y con barba hendida, que miraba fijamente alrededor con tristeza, y detrás de él diez o doce esclavos y marineros.

Una mirada fue suficiente para mí. Entonces me levanté, llorando:

—Iduna misma, con mi hermano Steinar, el señor Athalbrand y los suyos. ¡Una buena visión, en efecto! —Habría corrido para recibirlos.

—Sí, sí —dijo mi madre—; pero espéralos aquí, te lo ruego. Aún no estás fuerte, hijo mío.

Y posó sus brazos sobre mí y me abrazó.

Ya estaban sobre el puente. Steinar saltó de su caballo y levantó a Iduna de su cabalgadura, algo por lo que vi a mi madre fruncir el ceño. Entonces, como ya no me sujetaban, corrí hacia ellos gritando saludos, sostuve la mano de Iduna y la besé. De hecho, le habría besado en la mejilla, pero se encogió y dijo:

—No delante de toda esta gente, Olaf.

—Como quieras —respondí, aunque justo en ese momento me dio un escalofrío, que pensé que seguro era por el frío viento—. Será más dulce después —añadí, tan alegre como pude.

—Sí —dijo ella de prisa—. Pero, Olaf, qué blanco y delgado estás. Tenía la esperanza de encontrarte bien de nuevo, aunque, al no saber cómo estabas, he venido a verte con mis propios ojos.

—Está bien por tu parte —murmuré mientras me giraba para agarrar la mano de Steinar, y añadí—: Sé bien quién te ha traído aquí.

—No, no —dijo ella—. He venido por mí misma. Pero mi padre te espera, Olaf.

Así que fui a donde el señor Athalbrand Barba Hendida desmontaba y lo saludé levantando mi sombrero.

—¡Qué! —gruñó Athalbrand, que parecía estar de mal humor—. ¿Tú eres Olaf? Apenas te habría reconocido porque te pareces más a un manojo de heno atado a una rama que a un hombre. Ahora que has perdido la carne, veo que te falta hueso, no como a otros. —Y miró los anchos hombros de Steinar—. Te saludo, Thorvald. Hemos venido aquí a través de un mar que casi nos ahoga, un poco antes del momento señalado porque… bien, porque, teniendo todo en cuenta, pensé que era mejor venir. Pido a Odín que estés más contento de vernos de lo que yo estoy de verte a ti.

—De ser así, amigo Athalbrand, ¿por qué no te quedaste allí? —preguntó mi padre nervioso y rápido, y añadió después—: No, sin querer ofender. Sois bienvenidos aquí, cualquiera que sea tu talante, y tú también, la que serás mi hija, y tú, Steinar, mi hijo adoptivo quien, por suerte, has llegado en buena hora.

—Y eso, ¿por qué, señor? —preguntó Steinar distraído, ya que estaba mirando a Iduna.

—Steinar, estos hombres —y señaló a los tres mensajeros— acaban de llegar de Agger con la noticia de que tu padre, Hakon, y tus hermanastros se han ahogado. También dicen que la gente de Agger te ha nombrado el heredero de Hakon, ya que, en efecto, lo eres por derecho de sangre.

—¿Es eso cierto? —gritó Steinar desconcertado—. Bien, ya que nunca vi a mi padre o mis hermanos y no me han tratado más que mal, no puedo llorar por ellos.

—¡Hakon! —interrumpió Athalbrand—. Pues lo conocía bien, ya que en mi juventud fuimos compañeros de armas en la guerra. Era el hombre más rico en Jutland en ganado, tierras, esclavos y oro atesorado. Joven amigo, tienes mucha suerte. —Y se quedó mirando primero a Steinar y después a Iduna, tirando de la barba hendida y hablando entre dientes palabras que no pude entender.

—Steinar recibirá la fortuna que merece —grité, abrazándolo—. No te salvé del oso para nada, Steinar. Ven, deséale alegría a mi hermano adoptivo, Iduna.

—Sí, lo haré con todo mi corazón —dijo ella—. Alegría y larga vida a ti, y con ellas, también gobierno y grandeza, Steinar, señor de Agger. —Y se inclinó ante él, con los ojos azules mirándolo fijamente a la cara.

Pero Steinar se giró sin responder. Solo Ragnar, que estaba allí de pie, estalló en una carcajada. Entonces, cogiéndome del brazo, me llevó a la casa, diciendo:

—Este viento es demasiado frío para ti, Olaf. No, no te preocupes de Iduna. Steinar, el señor de Agger, cuidará de ella, creo.

Aquella noche hubo un festín en Aar y estuve sentado con Iduna a mi lado. Estaba hermosa de verdad, con un vestido azul sobre el que caía su pelo rubio, brillante como los aros de oro que tintineaban en sus redondeados brazos. Fue amable conmigo y me pidió que le contará la historia de la muerte del oso, que le relaté lo mejor que pude, aunque después Ragnar la desarrolló de otra manera más completa. Steinar dijo poco o nada, ya que parecía estar perdido en sueños.

Pensé que era porque estaba triste por la noticia de la muerte de su padre y sus hermanos, puesto que, aunque nunca los había conocido, la sangre llama a la sangre; eso creo que pensaba la mayoría de los que estaban allí. En todo caso, mi padre y mi madre intentaron animarlo y al final pidieron a los hombres de Agger que se acercaran a contarle la historia de su herencia.

Obedecieron y expusieron el caso. El resumen era que Steinar se había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos de todas las tierras del norte.

—Parece que todos deberíamos quitarnos nuestras gorras ante ti, joven señor —dijo Athalbrand cuando escuchamos esa historia de gobierno y riquezas—. ¿Por qué no me pediste la mano de mi hermosa hija? —añadió con una risa medio ebria, pues todo el licor que había tragado le había afectado al cerebro. Recomponiéndose, siguió—: Es mi voluntad, Thorvald, que Iduna y la agachadiza que tienes por hijo, Olaf, se casen lo antes posible. Digo que se casen cuanto antes, ya que de otra manera no sé lo que puede pasar.

Entonces la cabeza se le cayó hacia delante sobre la mesa y se quedó dormido.

Capítulo 3El collar del hombre errante

Al día siguiente, temprano, estaba tumbado despierto. ¿Cómo podía dormir cuando Iduna descansaba bajo el mismo techo que yo? Iduna, quien, tal y como su padre había ordenado, iba a convertirse en mi esposa antes de lo que yo esperaba. Estaba pensando en lo hermosa que estaba y lo mucho que la amaba, aunque también en otras cosas no tan agradables. Por ejemplo, ¿por qué no la veían todos como la veía yo? No podía engañarme a mí mismo, Ragnar estaba cerca de odiarla; más de una vez, ella había sido motivo de disputa entre nosotros. Freydisa, mi nodriza, que me quería, la miraba con malos ojos e incluso mi madre, aunque intentaba que fuera de su agrado por mi bien, aún no había conseguido que lo fuera, o eso me parecía a mí.

Cuando le pregunté por qué, me respondió que temía que la doncella fuese un poco egoísta, también que disfrutara atrayendo las miradas de los hombres y adornando su belleza. De aquellos a los que más quería, solo Steinar parecía pensar que Iduna era tan perfecta como yo creía. Esto, en principio, estaba bien. Pero, además, Steinar y yo siempre habíamos pensado parecido, lo que le quitaba a su opinión algo de valor.

Mientras meditaba sobre estas cosas, aunque aún era tan pronto que mi padre y Athalbrand estaban en la cama durmiendo la borrachera entre los vapores de los licores que habían bebido, escuché a Steinar hablando con los mensajeros de Agger en la casa. Le preguntaron humildemente si estaría dispuesto a volver con ellos aquel mismo día y tomar posesión de su herencia, ya que debían regresar de inmediato a Agger con la noticia. Él les respondió que, si enviasen a alguien o pudiesen venir ellos mismos para acompañarlo, al cabo de diez días los acompañaría a Agger, pero que hasta entonces no podría ir.

—¡Diez días! ¿Quién sabe qué puede suceder en diez días? —respondió el portavoz—. A una herencia como la suya no le faltarán aspirantes, señor, sobre todo porque Hakon ha dejado sobrinos.