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El conde de Montecristo (Le comte de Monte-Cristo) es una novela de aventuras clásica de Alexandre Dumas (padre) y Auguste Maquet. Este último no figuró en los títulos de la obra ya que Alexandre Dumas pagó una elevada suma de dinero para que así fuera. Maquet era un colaborador muy activo en las novelas de Dumas, llegó a escribir obras enteras que Dumas reescribió más tarde. Esta obra se suele considerar como el mejor trabajo de Dumas, y a menudo se incluye en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Alejandro Dumas
EL CONDE DE MONTECRISTO
PRIMERA PARTE
Capítulo primero: Marsella. La llegada
Capítulo segundo: El padre y el hijo
Capítulo tercero: Los catalanes
Capítulo cuarto: Complot
Capítulo quinto: El banquete de boda
Capítulo sexto: El sustituto del procurador del rey
Capítulo séptimo: El interrogatorio
Capitulo octavo: El castillo de If
Capítulo noveno: La noche de bodas
Capítulo diez: El gabinete de las Tullerías
Capítulo once: El ogro de Córcega
Capítulo doce: Padre a hijo
Capítulo trece: Los cien días
Capítulo catorce: El preso furioso y el preso loco
Capítulo quince: El número 34 y el número 27
Capítulo dieciséis: Un sabio italiano
Capítulo diecisiete: El calabozo del abate Faria
Capítulo dieciocho: El tesoro
Capítulo diecinueve: El tercer ataque
Capítulo veinte: El cementerio del castillo de If
Capítulo veintiuno: La isla de Tiboulen
Capítulo veintidós: Los contrabandistas
SEGUNDA PARTE
Capítulo primero: Fascinación
Capítulo segundo: El desconocido
Capítulo tercero: La posada del puente del Gard
Capítulo cuarto: Declaraciones
Capítulo quinto: Los registros de cárceles
Capítulo sexto: Morrel a hijos
Capítulo séptimo: El 5 de septiembre
Capítulo octavo: Italia. Simbad El Marino
Capítulo noveno: Al despertar
Capítulo diez: Los bandoleros romanos
Capítulo once: Vampa
Capítulo doce: Apariciones
Capítulo trece: La mazzolata
Capítulo catorce: El carnaval en Roma
Capítulo quince: Las catacumbas de San Sebastián
Capítulo dieciséis: La cita
Capítulo diecisiete: Los invitados
TERCERA PARTE
Capítulo primero: El almuerzo
Capítulo segundo: La presentación
Capítulo tercero: El señor Bertuccio
Capítulo cuarto: La casa de Auteuil
Capítulo quinto: La vendetta
Capítulo sexto: La lluvia de sangre
Capítulo séptimo: Ideología
Capítulo octavo: Haydée
Capítulo noveno: Píramo y Tisbe
Capítulo diez: Roberto el diablo
CUARTA PARTE
Capítulo primero: El alza y la baja
Capítulo segundo: La Pradera cercada
Capítulo tercero: El telégrafo y el jardín
Capítulo cuarto: Los fantasmas
Capítulo quinto: El gabinete del procurador del rey
Capítulo sexto: El baile
Capítulo séptimo: La promesa
Capítulo octavo: Las actas del club
Capítulo noveno: Los progresos del señor Cavalcanti hijo
QUINTA PARTE
Capítulo primero: La acusación
Capítulo segundo: La fractura
Capítulo tercero: El viaje
Capítulo cuarto: El juicio
Capítulo quinto: El insulto
Capítulo sexto: El desafío
Capítulo séptimo: La madre y el hijo
Capítulo octavo: Valentina
Capítulo nueve: El padre y la hija
Capítulo diez: La fonda de la Campana y la Botella
Capítulo once: La firma de Danglars
Capítulo doce: El cementerio del Padre Lachaise
Capítulo trece: La partición
Capítulo catorce: El foso de los leones
Capítulo quince: El juez
Capítulo dieciséis: La partida
Capítulo diecisiete: Lo pasado
Capítulo dieciocho: Pepino
Capítulo diecinueve: El 5 de octubre
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.
Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.
En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órdenes del piloto.
Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.
Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros desde su infancia.
-¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó el del bote- ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?
-Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel -respondió Edmundo-. Al llegar a la altura de Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán Leclerc...
-¿Y el cargamento? -preguntó con ansia el naviero.
-Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc...
-¿Qué le ha sucedido?¾preguntó el naviero, ya más tranquilo¾. ¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?
-Murió.
-¿Cayó al mar?
-No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horribles padecimientos.
Volviéndose luego hacia la tripulación:
-¡Hola!¾dijo¾ Cada uno a su puesto, vamos a anclar.
La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.
Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.
-Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? -continuó el naviero.
-¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Nápoles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre... y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las conservamos y las traemos a su viuda.
-Es muy triste, ciertamente¾prosiguió el joven con melancólica sonrisa¾ haber hecho la guerra a los ingleses por espacio de diez años, y morir después en su cama como otro cualquiera.
-¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? ¾replicó el naviero, cada vez más tranquilo¾; somos mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a los jóvenes; a no ser así no habría ascensos, y puesto que me aseguráis que el cargamento...
-Se halla en buen estado, señor Morrel. Os aconsejo, pues, que no lo cedáis ni aun con veinticinco mil francos de ganancia.
Acto seguido, y viendo que habían pasado ya la torre Redonda, gritó Edmundo:
-Largad las velas de las escotas, el foque y las de mesana.
La orden se ejecutó casi con la misma exactitud que en un buque de guerra.
-Amainad y cargad por todas partes.
A esta última orden se plegaron todas las velas, y el barco avanzó de un modo casi imperceptible.
-Si queréis subir ahora, señor Morrel¾dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador¾, aquí viene vuestro encargado, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informará de todos los detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede El Faraón anclado y de luto.
No dejó el naviero que le repitieran la invitación, y asiéndose a un cable que le arrojó Dantés, subió por la escala del costado del buque con una ligereza que honrara a un marinero, mientras que Dantés, volviendo a su puesto, cedió el que ocupaba últimamente a aquel que había anunciado con el nombre de Danglars, y que saliendo de su camarote se dirigía adonde estaba el naviero.
El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis años, de semblante algo sombrío, humilde con los superiores, insolente con los inferiores; de modo que con esto y con su calidad de sobrecargo, siempre tan mal visto, le aborrecía toda la tripulación, tanto como quería a Dantés.
-¡Y bien!, señor Morrel -dijo Danglars-, ya sabéis la desgracia, ¿no es cierto?
-Sí, sí, ¡pobre capitán Leclerc! Era muy bueno y valeroso.
-Y buen marino sobre todo, encanecido entre el cielo y el agua, como debe ser el hombre encargado de los intereses de una casa tan respetable como la de Morrel a hijos -respondió Danglars.
-Sin embargo¾repuso el naviero mirando a Dantés, que fondeaba en este instante¾, me parece que no se necesita ser marino viejo, como decís, para ser ducho en el oficio. Y si no, ahí tenéis a nuestro amigo Edmundo, que de tal modo conoce el suyo, que no ha de menester lecciones de nadie.
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