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A comienzos de 2023, en un foro sobre la concentración del poder público y el creciente autoritarismo que está experimentándose en México, el gran politólogo polaco Adam Przeworski hizo un diagnóstico contundente: por los graves riesgos a la convivencia política presente y futura, en México el daño ya está hecho. Extendiendo esa idea a otros ámbitos de la vida pública, en estas páginas se hace un balance, casi final, de la presente administración. A un lustro del triunfo electoral de López Obrador, una veintena de especialistas analizan los cambios de fondo y de forma que introdujo su régimen, evalúan las consecuencias de corto y mediano plazo, y proponen medidas para reforzar nuestra democracia y generar las condiciones que permitan atender los principales problemas de la nación. Para elevar el nivel de los debates que experimentaremos durante el proceso electoral en curso, los 16 artículos de este volumen documentan los efectos de las principales políticas impulsadas por el presidente de la República en materias tan diversas como el protagonismo de las Fuerzas Armadas o la migración, la pobreza o la corrupción, los modos patriarcales de convivencia o las amenazas que surgen del cambio climático, el estímulo al deporte o el acceso a la información, el desarrollo de ciencia y tecnología o la política laboral, para sopesar sus logros y, sobre todo, las repercusiones que tendrán. El propósito es desde luego ejercer la crítica pero también refrescar los términos de la discusión, cobrar conciencia del deterioro de la vida pública y, ahí donde el daño ya esté hecho, avanzar en la reconstrucción. "Presentar una evaluación documentada, consistente y mantenida a lo largo del tiempo es importante antes de iniciar las campañas electorales de 2024. Se trata de proveer a la opinión pública, a la ciudadanía, a los votantes y a los propios actores políticos un piso racional y elementos ciertos para configurar una discusión provechosa y un voto informado." Ricardo Becerra, en el prólogo
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Balance y políticas para la reconstrucción
RICARDO BECERRA, COORDINADOR
Primera edición, 2024
D. R. © 2024, Antonio Azuela, Francisco Báez Rodríguez, Julia Carabias, José Casar, Rolando Cordera,Lorenzo Córdova Vianello, Gabriela Dutrénit,Luis Emilio Giménez Cacho, Tonatiuh Guillén López, Gonzalo Hernández Licona, Sergio López Ayllón,Javier Martín Reyes, Mauricio Merino, Ciro Murayama, Mariana Niembro, Jacqueline Peschard, Enrique Provencio, Martín Puchet, Jorge Javier Romero Vadillo, Julia Tagüeña, Raúl Trejo Delarbre, Fernando Tudela, José Woldenberg
Diseño de portada: León Muñoz SantiniFotografía de portada: Andrea Murcia Monsivais/Cuartoscuro.com
D. R. © 2024, Libros Grano de Sal, SA de CVAv. Río San Joaquín, edif. 12-B, int. 104, Lomas de Sotelo, 11200, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México [email protected] | www.granodesal.comGranodeSal LibrosGranodeSal grano.de.sal
Todos los derechos reservados. Se prohíben la reproducción y la transmisión total o parcial de esta obra, de cualquier manera y por cualquier medio, electrónico o mecánico —entre ellos la fotocopia, la grabación o cualquier otro sistema de almacenamiento y recuperación—, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-59861-6-6 (Grano de Sal)
Prólogo. Gobierno autoritario dentro de un régimen democrático | Ricardo Becerra
1.Defender y fortalecer la democracia, tarea estratégica y prioritaria | José Woldenberg
2.Estado, balance y futuro del sistema electoral |Lorenzo Córdova Vianello
3.No me vengan con que la ley es la ley: el Estado de derecho en tiempos del populismo obradorista | Sergio López Ayllón y Javier Martín Reyes
4.La usurpación militar del Estado civil | Jorge Javier Romero Vadillo
5.Alineamiento y crudeza: la política migratoria del gobierno de AMLO |Tonatiuh Guillén López
6.La corrupción vigente |Mauricio Merino
7.Transparencia asediada, contrapesos resilientes |Jacqueline Peschard
8.La economía mexicana en perspectiva de largo plazo |José Casar, Rolando Cordera y Enrique Provencio
9.Desarrollo social en la antesala de 2024 |Gonzalo Hernández Licona
10.El doble rostro de la política laboral |Luis Emilio Giménez Cacho
11.Salud: tras el populismo neoliberal, la ruta hacia la protección universal |Ciro Murayama
12.Frente a un gobierno patriarcal |Mariana Niembro
13.Frente al monólogo de AMLO, comunicación para la democracia |Raúl Trejo Delarbre
14.Desmantelamiento y destrucción creativa: hacia la reforma integral del sistema de ciencia, tecnología e innovación |Gabriela Dutrénit, Martín Puchet y Julia Tagüeña
15.Descalabros de la política ambiental y recomposición para 2030 |Julia Carabias,Enrique Provencio, Antonio Azuela y Fernando Tudela
16.La política del deporte, entre la austeridad y el desorden | Francisco Báez Rodríguez
Notas
Los autores
Gobierno autoritario dentro de un régimen democrático
Ricardo Becerra
El sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador ha entrado en su último tramo. El tiempo transcurrido es suficientemente extenso como para reconocer con claridad su naturaleza, su índole política y, sobre cualquier otra cosa, sus consecuencias. El volumen que el lector tiene en las manos se centra en ellos —los resultados de un gobierno— para luego proponer ciertas líneas de reconstrucción, recuperación y arreglo en una veintena de áreas de la vida pública y estatal.
Hace tres años, publicamos junto a Grano de Sal otro libro1cuya finalidad era evaluar las primeras decisiones y las primeras políticas públicas de ese mismo gobierno. Luego, en un foro a finales de 2021,2discutimos ya no el contenido, sino laforma,la política misma, su carácter, y evaluamos los signos vitales de nuestra democracia. Ahora, con el presente volumen, culminamos el análisis mirando lasconsecuenciasque traerán los años de López Obrador, con un añadido: ¿qué hacer para reparar los daños?
Creemos que presentar una evaluación documentada, consistente y mantenida a lo largo del tiempo es importante antes de iniciar las campañas electorales de 2024. Se trata de proveer a la opinión pública, a la ciudadanía, a los votantes y a los propios actores políticos un piso racional y elementos ciertos para configurar una discusión provechosa y un voto informado, que nos haga capaces de evaluar un gobierno que llega a su fin.
Así pues, estos ensayos son animados por una pregunta: ¿cuál es el estado de nuestro país luego de haber sido gobernado por esa coalición que llamamos “lopezobradorismo”?, ¿cuáles fueron sus errores —y sus aciertos—?, ¿qué fue dañado y qué correcciones necesitamos emprender?
El conjunto de los trabajos parte de una constatación: el daño es el común denominador; es real y tras un quinquenio cumplido en muy pocos campos aparecen beneficios. En cambio, vastas áreas de nuestra vida colectiva han empeorado, muchas capacidades retroceden dado que hansido desmanteladas por una prisa radical que gusta llamarse a sí misma “transformación”, pero que no ha traído nada mejor: ni en la salud, ni en la educación, ni en la seguridad pública, ni en el quehacer científico, ni en el trato a los migrantes y mucho menos en las condiciones del funcionamiento democrático.
Desde finales de 2018, el presidente de la República y su Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) han protagonizado una profusa incursión política bajo la forma de leyes, decretos —incluso memorándums— e iniciativas que están trastocando casi todos los elementos del sistema constitucional democrático, desde la división de poderes hasta el sistema federal, desde la libertad de prensa hasta la libertad de cátedra y gestión en universidades y centros de investigación, desde la laicidad del Estado hasta la representación en el Congreso, desde la independencia judicial hasta la autonomía de las autoridades electorales. Todo esto es puntualmente documentado en las páginas que siguen.
Importa señalar desde el comienzo la naturaleza política de este gobierno. Podríamos desmenuzarla así. Primero que nada, la polarización como telón de fondo permanente: mantener dividido al país en un nosotros que se asume como “el pueblo” y un “ustedes” que agrupa a los enemigos de ese mismo pueblo. Simple y eficaz, el planteamiento ha suscitado la peor conversación pública de que tengamos registro. El lector podrá verificar que las decisiones importantes (freno a la construcción del aeropuerto en Texcoco, militarización de la seguridad pública, cancelación de las evaluaciones en la escuela pública, manejo de la pandemia, etcétera) expresan un rasgo en común: todas han sido promovidas y defendidas por el presidente de la República sin buscar el diálogo o el acuerdo con los otros actores del sistema político —gobernadores, alcaldes, legisladores, partidos, instituciones autónomas, especialistas y la sociedad civil—. De modo que México vive una situación en la que el poder unipersonal se refuerza excluyendo, deliberadamente, el pluralismo político real.
Una segunda característica: el lopezobradorismo no es un programa o un proyecto coherente ni consistente. No existe un plan pensado o trazado de antemano en sus medidas y etapas sino que estamos ante una serie de decisiones contingentes que se toman sobre la marcha, pero cuyo signo inequívoco es la concentración de poder y atribuciones en el presidente de la República, aun en contra de algunos preceptos constitucionales, leyes, reglamentos, procedimientos y prácticas democráticas.
La tercera es, por supuesto, la destrucción obsesiva. El actual gobierno tiene en su haber una larga cauda de desmantelamiento que se está traduciendo en una erosión de las capacidades del Estado en muchos campos, de modo muy visible en el sistema de salud, los mecanismos de protección del medioambiente, la capacidad de respuesta del gobierno ante los desastres, la educación básica, la investigación científica y las agencias autónomas e independientes. En estos cinco años, hemos atestiguado una pérdida de conocimiento del Estado mexicano y de capital humano que había costado mucho formar, así como un rezago de las capacidades de implementación gubernamental. El resultado es un Estado menos democrático, pero también más débil.
El cuarto rasgo del lopezobradorismo es la expansión de atribuciones y recursos trasladados a las Fuerzas Armadas. Ahora son las encargadas directas de la seguridad pública en todos los niveles de gobierno (nacional, estatal y municipal). De modo inconstitucional, se han convertido en el mando de la Guardia Nacional y ahora se hacen cargo de la administración de puertos, aeropuertos y otros sistemas vitales del país, por no mencionar la construcción de las obras de infraestructura más grandes que están en marcha (nuevo aeropuerto, refinería, trenes, etcétera) y de las sucursales para la distribución de programas sociales.
No sólo es un abandono de una promesa central de campaña, sino que marca un cambio completo en el significado de la democracia y de la transición que estaba viviendo nuestro país, pues tales procesos en América Latina precisamente se propusieron escapar de la tutela que el poder castrense ejercía sobre el poder civil. El lopezobradorismo ofrece a México el camino inverso. Esto implica no sólo un nuevo arreglo administrativo, sino una efectiva transferencia de poder a las corporaciones armadas. Esa militarización se ha desplegado en nombre de la seguridad, el combate al crimen organizado, la disminución de la violencia y la pacificación de la vida pública. Sin embargo, los datos muestran que la creciente presencia de las Fuerzas Armadas no ha modificado el estado de cosas y que además, junto a la gestión de la pandemia, arrojan los peores resultados de este gobierno.
Una quinta característica es la reiterada, deliberada y sistemática violación a las leyes y a la Constitución, en muchos campos y para todo fin: para permitir sus “obras emblemáticas”, para entorpecer el funcionamiento de los órganos autónomos, para cambiar la naturaleza de ciertas instituciones, para abrir las compuertas de la militarización, para negarse a la transparencia y el acceso a la información. La constante es un gobierno que violenta las leyes sobre las que se erige, sembrando en el camino afirmaciones falsas, arguyendo por sistema “otros datos” paradistorsionar la conversación pública y llevarla a un ambiente de confusión y ambigüedad que él mismo provoca.
Finalmente, el lopezobradorismo se ha propuesto la centralización de decisiones, atribuciones y procesos que naturalmente pasan por otras áreas del gobierno, en una suerte de gigantismo presidencial. El trágico episodio de la alerta a los habitantes de Acapulco acerca de la catastrófica conversión del huracán Otis en uno de categoría 5, que fue anunciada por medio de un tuit del presidente (y no de los sistemas de protección civil federal, estatal y municipal), ilustra esa tendencia de asumir funciones y decisiones gubernamentales.
Polarizar, desmantelar, militarizar, violar la Constitución y las leyes, concentrar en el presidente un arco de decisiones apresuradas y tomadas sobre la marcha son, en resumen, los rasgos políticos definitorios del lopezobradorismo.
Quizás no hay otro pasaje que muestre con mayor elocuencia esa naturaleza que el intento fallido de reforma electoral entre 2022 y 2023. Primero López Obrador intentó reformar la Constitución. Al no contar con la mayoría calificada, cambió de estrategia para forzar la aprobación de seis leyes electorales abiertamente inconstitucionales en una sola noche y en un desplante, lo que revela el desprecio absoluto hacia el Poder Legislativo (a su bancada se le ordenó no modificar nada de la iniciativa e impedir cualquier posibilidad de diálogo con la oposición). En el fondo y en la forma, tales iniciativas chocaron flagrantemente con la Constitución. Por eso fueron impugnadas ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación y, aun ahí, llegó el ánimo agresivo del gobierno, intimidando al órgano jurisdiccional e incluso, personalmente, a las y los ministros. Una enorme marcha ciudadana, decidida y pacífica, cobijó a la Suprema Corte y, como no podía ser de otra manera, el máximo tribunal echó por tierra las pretensiones del lopezobradorismo. ¿La reacción de éste? Enfilar una siguiente reforma para remover a los ministros y dar paso a la elección popular de sus cargos, tal como habían planteado para los consejeros electorales del Instituto Nacional Electoral. A esta deriva, la coalición gobernante la ha bautizado ya como Plan C, bandera principalísima de la campaña electoral por venir en 2024.
No se puede perder de vista —mucho menos desde la historia de la izquierda democrática— que el peor daño y la mayor destrucción no se encuentran siquiera en el desmantelamiento del INE que esa reforma quiso, ni en el desperdicio de las capacidades profesionales y técnicas de un servicio profesional probado. El mayor daño estuvo dirigido directamente contra los ciudadanos, contra la autenticidad del sufragio. Es por eso que nuestro volumen comienza haciéndose cargo de estos temas, porque nunca estuvimos más cerca de un retroceso autoritario tan grave como con el malhadado Plan B.
Hemos procurado, a lo largo de estas páginas, no utilizar la fórmula “4T” o “cuarta transformación” porque creemos que si algo ha contenido y resistido sus ansias despóticas son precisamente los instrumentos que nos brinda el régimen constitucional en el que todavía nos movemos, a saber: una república representativa, federal, democrática, con división de poderes y con organismos de control independientes, de modo que si hay algo que define el presente mexicano es un gobierno autoritario dentro de un régimen democrático.3
Tratamos de explorar y evaluar las áreas más importantes de nuestra vida pública, de la política económica a la política social, de la política ambiental a la política de seguridad, del trato a las mujeres y el movimiento feminista al estado de la democracia y las leyes electorales. La educación básica y la política energética no pudieron entrar en nuestro índice —huecos que lamentamos— pero seguirán formando parte del programa de investigación y discusión del Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IETD).
Los autores y colaboradores de esta obra tienen —casi todos— una adscripción y una filia que el lector debe conocer. Estos ensayos tratan de desmenuzar un balance del gobierno de López Obrador desde la izquierda y desde una posición muy explícita en ese flanco: desde la izquierda democrática. Allí están los fundamentos y el horizonte de nuestra crítica.
Finalmente, unas palabras acerca del título de la obra.
A principios de 2023, en un foro internacional4que organizamos junto con decenas de asociaciones civiles para dejar constancia del creciente autoritarismo mexicano y para llamar la atención de la opinión pública en otras partes del globo, el gran politólogo polaco Adam Przeworski terminó así su intervención: “no se trata de qué pase en este momento, qué pase con el INE; yo creo que el hecho de que el gobierno, una gran parte del gobierno, diga: ‘no podemos confiar en los resultados de elecciones organizadas por el organismo encargado constitucionalmente’, introduce graves riesgos a la convivencia presente y futura… En ese sentido, me temo que en México el daño ya está hecho.”
Este libro es a la vez una alerta y un retrato de esos riesgos sobre los que se ha movido y se sigue moviendo la historia política reciente.
José Woldenberg
A inicios de 2022 se dio a conocer un informe deThe Economistque degradaba la calificación de México en materia democrática. No resultaba sorprendente dada la práctica sostenida del actual gobierno, que de manera sistemática atenta contra principios, valores, normas e instituciones que soportan la democracia. No sorprendía, pero no dejaba de ser alarmante.
The Economistrealiza desde 2006 una medición del desarrollo de la democracia en el mundo. Ha presentado sus resultados y constata que hay una potente ola autocrática en diferentes regiones del planeta. “Mal de muchos, consuelo de tontos.” Y por primera vez en 15 años México pasó de ser considerado una democracia defectuosa a un régimen híbrido, es decir, que combina elementos democráticos y autoritarios, y que los segundos van incrementándose y los primeros descendiendo. En 2017 nuestra calificación fue de 6.41 y de manera consistente todos los años siguientes fuimos bajando hasta obtener en 2021 5.57. En ese estudio se evalúan los procesos electorales y el pluralismo, la cultura política, el funcionamiento del gobierno, las libertades civiles y la participación política. No se trata de una medición incontrovertible y mucho se puede discutir (la investigación contiene un robusto anexo sobre su metodología). Pero sin duda es un nuevo llamado de atención sobre lo que sucede en el país.
Nos debatimos entre tendencias autoritarias y reservas democráticas. Y esa tensión marca el presente y marcará el futuro de México. Si no queremos desplomarnos al ominoso cajón de los autoritarios, estamos obligados a defender mucho de lo construido y contener las pulsiones auto-cráticas que hoy impulsa el gobierno.
No somos un país autoritario (a secas) porque contamos con una Constitución democrática, una serie de leyes que modulan el poder de las instituciones estatales y una Corte que está obligada a hacer cumplir esos preceptos, y además tenemos un sistema pluripartidista, instituciones electorales, agrupaciones civiles, medios de comunicación y periodistas y un pluralismo vivo en la sociedad, que contienen las ansias autoritarias del gobierno actual.
Pero tampoco podemos ufanarnos de ser por lo menos una democracia “defectuosa” cuando desde el Ejecutivo se desprecia la Constitución y la ley, y se actúa vulnerando derechos de los ciudadanos (los preocupantes episodios “mañaneros” del presidente contra periodistas, académicos y lideres de organizaciones civiles bastarían para asustar a cualquiera), existe una campaña gubernamental permanente contra el INE y otras instituciones autónomas, se ataca todos los días a medios y periodistas críticos, se multiplican los secuestros y asesinatos en los procesos electorales, el presidente amenaza a sus opositores y pretendió una reforma electoral regresiva, se le dan a las Fuerzas Armadas tareas que no les son propias y el titular del Ejecutivo actúa como si fuera un monarca absoluto. Todo ello y más erosiona la vida democrática y si no se le contiene podríamos transformarnos en un régimen autoritario.
Por supuesto el futuro no está escrito. Pero el análisis deThe Economistes un diagnóstico serio de una tendencia que está en curso y que debe ser frenada si es que aspiramos a que la diversidad política que modela al país tenga un espacio institucional propicio para su expresión y recreación. Imagino que la inmensa mayoría no queremos caer a la ominosa bolsa de los Estados autoritarios. No deseamos parecernos a los regímenes de Venezuela (2.11), Cuba (2.58) o Nicaragua (2.67), sino, ojalá, a Uruguay (8.85) y Costa Rica (8.07). La moneda está en el aire.
Por lo menos en tres grandes planos la tensión se encuentra ante nuestros ojos. Son terrenos clave para hoy y para mañana, y en los tres es imprescindible tomar conciencia de lo que se juega y desplegar políticas capaces de robustecer nuestro incierto arreglo democrático. Me refiero a las elecciones, el reconocimiento del pluralismo y el carácter de los poderes constitucionales. No son todos los temas relevantes, pero son esenciales y de una u otra manera acabarán por modelar nuestro futuro político.
No son las únicas dimensiones que deben ser atendidas. Habrá que empezar a diseñar una política de Estado capaz de frenar la espiral de violencia y destrucción que azota al país y que quizá sea el asunto más preocupante que afronta México. Volver a circunscribir a las Fuerzas Armadas en sus funciones originales, fortalecer el débil Estado de derecho o buscar que los votos se traduzcan en una representación más exacta en la Cámara de Diputados son temas que deberán ser enfrentados. Pero aquí sólo abordamos tres dimensiones en las que el país había avanzado en las últimas décadas y que, por desgracia, durante la presente administración están retrocediendo de manera peligrosa.
En el caso de las elecciones se produjo uno de los desencuentros más significativos. Desde el gobierno se intentó destruir mucho de lo construido con anterioridad para edificar un sistema electoral alineado al Ejecutivo. Por fortuna, la movilización social, la actuación de los grupos parlamentarios opositores y la Corte fueron capaces de detener esa insensatez claramente autoritaria.
Sobra decir que las elecciones libres, equitativas, auténticas, son absolutamente necesarias para hablar de democracia. No son suficientes, pero sin ellas la democracia es inexistente. En México fueron necesarias ocho reformas político-electorales para contar con comicios ciertos capaces de garantizar una competencia legítima entre las diferentes opciones.
Primero, el presidente envió una iniciativa al Congreso para reformar la Constitución que pretendía que consejeros y magistrados del INE y el tribunal electoral fueran electos a propuesta de los tres poderes constitucionales (el Ejecutivo, las cámaras del Congreso y la Corte). La intención era clara: que la fuerza política mayoritaria eligiera a esos funcionarios, que además podían todos salir de las listas presentadas por el presidente. Por si eso fuera poco, también desaparecían los institutos locales y los tribunales de los estados. La autonomía de esos órganos, tan necesaria para mantenerlos como entidades independientes del Ejecutivo y de los partidos, simple y llanamente quedaba atropellada.
No obstante, dado que la coalición gobernante carecía de los votos necesarios en el Congreso para aprobarla, la intentona no pasó. Las cuatro bancadas opositoras (PRI, PAN, PRD y MC) votaron en contra y la intención presidencial fue detenida. No obstante, el presidente y sus asesores diseñaron un llamado Plan B que no requería de cambios constitucionales, sino sólo legales.
Esas reformas se procesaron y aprobaron como si las corrientes opositoras no existieran. ¿Qué sentido tenía una reforma electoral sin consenso, que generó un alud de impugnaciones en la Corte y los tribunales, yque resultó fuente de tensiones y conflictos evitables? No es sencillo emitir una respuesta, pero develó, de nuevo, el intento por debilitar y anular la independencia del circuito y las instituciones electorales.
Si algo venturoso sucedió en las últimas cuatro reformas políticoelectorales (1994, 1996, 2007 y 2014), es que fueron resultado de fructíferas negociaciones, lo que permitió que los procesos electorales, de arranque, contaran con el aval a las normas de las principales fuerzas políticas. Fueron reformas que buscaron y lograron el consenso porque asumieron que una de las reglas de oro en materia comicial es que todos los jugadores estén de acuerdo con las pautas. Sin embargo, contra esa práctica venturosa, se trató de una operación legislativa que transcurrió sin diagnóstico, sin debate y sin búsqueda de acuerdos. Así, lo que debería ser el basamento de nuestro sistema de competencia-convivencia de la pluralidad se convertiría en un nuevo elemento de fractura.
La gravedad de lo aprobado por el Congreso, en el que Morena y sus aliados tienen mayoría absoluta, puede ilustrarse con un solo ejemplo: la organización del Instituto Nacional Electoral es piramidal por necesidad. Su estructura operativa consta de una Junta General Ejecutiva, 32 juntas locales y 300 distritales. La primera, cabeza de las tareas ejecutivas, se encuentra en la ciudad de México; las juntas locales, una en cada capital de entidad, y las distritales en las 300 demarcaciones en las que se divide el territorio nacional para fines electorales. Sobra decir que los comicios no se operan en las oficinas centrales, sino en los 300 distritos.
Esas juntas están integradas por cinco vocalías: ejecutiva, secretarial, de capacitación, de organización y del Registro Federal de Electores. Esos vocales ingresan al INE por concurso, son evaluados cada año y forman parte de un sistema profesional, la columna vertebral de la institución. Sus destrezas son las que hacen posible que las elecciones se realicen con profesionalismo e imparcialidad, y se ha logrado que su compromiso sea con el INE y con nadie más.
Pues bien, la reforma acababa con esas juntas y las sustituía por un solo “vocal operativo”, que, según quienes elaboraron las nuevas disposiciones, podría encargarse de tareas tan diversas como la puesta al día del padrón y la entrega de credenciales, la organización de la logística del día de la elección, la capacitación de los ciudadanos que operan las casillas, la representación del instituto, la presidencia del consejo local, entre otras funciones. No sólo perdería su empleo 80% de los vocales de las juntas, sino que con ellos el INE resentiría el desperdicio del conocimiento y las habilidades que sólo ellos poseen.
Fue la Corte la que resolvió la inconstitucionalidad de la reforma porque el procedimiento resultó viciado. Las reformas no habían pasado por comisiones, ni habían sido discutidas en el pleno, y por ello fueron desechadas.
Hay que señalar que no fue un litigio que transcurrió solamente por los conductos estatales. Fue un asunto que hizo que legiones de ciudadanos salieran a marchar a las calles. En más de cien ciudades del territorio nacional e incluso en algunas del extranjero, miles y miles de ciudadanos se manifestaron demandando que la Corte frenara el intento de destruir mucho de lo construido en materia electoral. Lo que se desbordó en las marchas-mítines tuvo un significado especial. Manifestaciones públicas hemos observado infinidad. Pero nunca (hasta donde mi memoria da) concentraciones tan potentes en defensa de instituciones públicas.
México es un país masivo, desigual y contradictorio, pero lo cierto es que no cabe bajo el manto de un solo partido, ideología o programa. Y para que la diversidad que lo modela pueda expresarse y recrearse es necesario un terreno electoral que ofrezca a las fuerzas políticas garantías de imparcialidad, equidad y transparencia. Es quizás el área donde el país avanzó más en las últimas décadas y ello es valorado por millones que no desean que sea destruido.
Las reglas electorales consensadas —parecía una lección aprendida— son el basamento que permite que la natural discordia que existe entre corrientes políticas diversas pueda desarrollarse con civilidad y certeza. Son la piedra de toque de la concordia en la diversidad. Y la operación política del oficialismo —las reformas aprobadas por el Congreso sin análisis, debate o intento de acuerdo— inyectó altas dosis de tensión en relación con las normas que han de regular las contiendas.
Las masivas marchas primero en contra de la pretendida reforma constitucional en materia electoral y luego para reclamar a la Corte que declarara anticonstitucional las reformas legales fueron la expresión nítida de una ciudadanía que no desea perder derechos y libertades. Una ciudadanía, sin duda diversa, votante de distintas opciones, no homogénea ni alineada, pero que no quiere que el conducto electoral sea taponado o usurpado. Porque mantener la eficiencia y la autonomía de las instituciones electorales es un requisito indispensable para que la germinal democracia no se convierta en su antónimo.
No fue un episodio más. Lo que observamos en las sesiones de las cámaras del Congreso fue algo mucho más que una alarma. Se trató de uncapítulo de lumpenización de la política, degradación de las instituciones e imperio del capricho.
Porque ya sabemos, o deberíamos saber, que legislar tiene su chiste si se quiere hacerlo con todas las de la ley. Hay reglas. Si el procedimiento legislativo es violado, lo “aprobado” puede y debe ser anulado por la Corte. Y eso sucedió por fortuna. Una serie de “reformas legales” cuya validez tristemente tuvo que ser resuelta por el máximo tribunal del país. No recuerdo una época reciente en la que el desaseo en las cámaras haya sido mayor. Es necesario evitar lo que se temía desde los griegos: que la democracia se convierta en oclocracia, es decir, en el gobierno tiránico de la mayoría, como si las minorías no existieran y carecieran de derechos.
Hay múltiples límites (normativos, institucionales, procedimentales) a los caprichos de la mayoría porque se sabe de los excesos a los que una sola voluntad puede llegar. Uno de esos límites —estratégico— es el procedimiento legislativo que puede convertir una iniciativa en ley. Un procedimiento que si se vulnera erosiona la legitimidad de las normas. No es un asunto sólo técnico sino profundamente político, porque impacta de forma negativa a las nuevas disposiciones y a las relaciones entre los actores de la política. Ya se sabe: si las reglas no se cumplen, estamos ante la fuerza ilegítima y discrecional del número.
Primero fue la Cámara de Diputados el 26 de abril. Una aprobación maquinal, una tras otra. Votaron la Ley General de Humanidades, Ciencia, Tecnología e Innovación; eliminaron la Financiera Nacional de Desarrollo Agropecuario; desaparecieron el Insabi; aumentaron las atribuciones de la Secretaría de la Función Pública; reforzaron el control militar del espacio aéreo y no le sigo. Y todo ello prácticamente sin debate y sin cumplir con el procedimiento legislativo. Éste no es una excentricidad sino un requisito indispensable: presentada la iniciativa, debe turnarse para su estudio en comisiones y luego, de ahí, se envía al pleno para su discusión y aprobación. La buena práctica parlamentaria además induce a consultas con los involucrados y a sesiones de parlamento abierto para enriquecer las iniciativas con el conocimiento de muy diversos actores. Esos eslabones no se cumplieron y se actuó como si en la cámara hubiera una sola voz.
En la Cámara de Senadores, el viernes 28 de abril fuimos testigos de una sesión en un recinto alternativo, sin presencia de las bancadas opositoras y con un dudoso quorum en su instalación, en la que se aprobaron una tras otra, como si fuera un expediente rutinario, todas las iniciativas que había recibido de la “colegisladora”.
La catarata de impugnaciones fue tal que la Corte tuvo que desahogar un gran “paquete”. Y al final, ésta envió un potente mensaje (inequívoco): que los procedimientos legislativos no son un adorno, sino algo sustantivo si se desea que las leyes y sus reformas tengan legitimidad. Al declarar inconstitucionales esas reformas, por violaciones flagrantes al procedimiento, reforzó un precedente, elevó el nivel de exigencia al Congreso y obligó a los legisladores a que lo sean de verdad. Porque en democracia hay reglas y si éstas se violan no hay democracia.
La democracia se construye y adquiere pleno sentido porque ofrece un cauce de expresión, recreación, convivencia y competencia a la pluralidad política. Es más: sólo los regímenes democráticos reconocen en esa pluralidad una riqueza social que hay que preservar. Por el contrario, autoritarismos, dictaduras y totalitarismos se edifican porque se proclama que sólo existe un diagnóstico correcto y una ideología y una política aceptables. De ahí su antipluralismo congénito.
En las sociedades masivas y modernizadas estamos condenados a vivir con otros. Personas, organizaciones sociales, partidos, medios y redes tienen idearios, religiones y cuerpos valorativos que pueden coincidir o no con los nuestros. Sólo en muy pequeñas comunidades, indiferenciadas, quizá se puedan observar unanimidades, que por cierto cuando se rompen suelen generar violencia, expulsiones, intolerancia. Esa diversidad, connatural a la vida, es la que en democracia coloniza a las instituciones del Estado y obliga a las diferentes fuerzas políticas a coexistir con otras, lo que incluye, por supuesto, a quienes han ganado el gobierno. Esa diversidad, observada con el filtro democrático, es parte de la riqueza de la sociedad y por ello hay que preservarla y ofrecerle cauces para su expresión. En las antípodas se encuentra el resorte autoritario que pretende alinear esa constelación de voces, instituciones y corrientes a una sola doctrina.
El abecé anterior viene a cuento cuando se observa la reacción del gobierno y sus seguidores ante la resolución de la Corte que invalidó parte del llamado Plan B en materia electoral. Por nueve votos a dos, la Corte certificó lo que todos vimos: que el Congreso violó el procedimiento legislativo, vulneró el derecho de las minorías y convirtió una votación que pudo haber sido legítima en ilegítima porque hizo cera y pábilo de sus propias reglas.
Esa resolución de la Corte, que debía forzar al oficialismo a repensar sus usos y costumbres, a darse cuenta de que está obligado a acatar las reglas, desató sin embargo las peores pulsiones del presidente, sus gobernadores y compañeros de partido. El presidente se atrevió a decir que el Poder Judicial no tiene remedio, que está podrido, amenazó con reducir su presupuesto y reformar la Constitución para que los ministros sean electos por el voto popular. El coordinador de Morena en el Senado le hizo segunda: amenazó con juicio político a los ministros, y los gobernadores de Morena firmaron una de las comunicaciones más borreguiles de la historia. Al final, anunciaron un Plan C, cuya intención manifiesta es lograr las dos terceras partes de los legisladores en el Congreso en 2024 para hacer su santa voluntad y no tener contrapeso alguno a sus caprichos. Obtener el mayor número de votos y escaños es la pretensión de cualquier partido, pero hacerlo para barrer del escenario a los otros resulta alarmante.
Se dice que a declaración de parte relevo de pruebas. El mundo ideal del presidente y los suyos es aquel en el que el resto de las expresiones de la sociedad son silenciadas y el aparato estatal sólo es habitado por una agrupación política (la de ellos). Escapar de los otros es una pretensión que tiene una larga historia. No son los primeros. Algunos proyectos han sido ingeniosos y hasta festivos. Desde los falansterios de Fourier hasta las comunas hippies hubo la tentación de generar experimentos ejemplares de colectivos que se escindían de la sociedad y creaban un mundo mejor. Sólo cobijaban a los suyos, porque los otros estaban “podridos”. Unos más, que también desprecian a los otros, como algunas sectas religiosas, acabaron en auténticas tragedias, incluso inmolaciones. Gobernar un país, reconociendo sólo como expresiones legítimas las que coincidan con las del titular del Ejecutivo, nos está llevando por una pendiente de intolerancia y persecución alejada de la buena vibra de los hippies y más cercana a la de las sectas de fanáticos.
Hay que subrayarlo: después de lo que serán seis años de gobierno, de querer comprimir a la sociedad mexicana en blanco y negro, en amigos y enemigos, conmigo o contra mí, será necesario, imprescindible, rescatar la noción de pluralismo. Porque, si la artificial reducción no fuera preocupante en sí misma, el presidente piensa y actúa como si uno de esos bandos portara todos los valores y el otro, los contravalores. Uno, en esa retórica primitiva, es el representante del pueblo, es honesto, capaz, trabajador, y el otro expresa al antipueblo y es hipócrita, insensible, corrupto. Una caricatura, pues.
Si México fuera eso, en efecto, la democracia sería innecesaria, ya que ese régimen de gobierno se edifica para ofrecer un cauce de expresión, convivencia y competencia a la diversidad política. Y ello sería redundante si ya de por sí existiera una organización, una persona, un partido que hablara y representara al pueblo bueno.
Pero no. Cualquier observador mediano de la vida política sabe que en nuestro país coexisten muy diversos diagnósticos y propuestas de solución, filtros ideológicos e intereses, reclamos y agendas, prioridades y necesidades. Ninguna agrupación o persona tiene la verdad en un puño y menos aún de una vez y para siempre, y sólo la mecánica democrática ofrece fórmulas para que la pluralidad se despliegue.
El pluralismo político es un hecho. Está ante nuestros ojos y desear exorcizarlo sólo puede acarrear tragedias. Al igual que en la dimensión religiosa, la tolerancia ante los otros que portan programas (credos) diferentes se abrió paso por razones pragmáticas. Si el no reconocimiento de la legitimidad de los otros podía conducir a conflictos sin fin y a una estela de sangre y destrucción, la tolerancia se impuso como una fórmula resignada para la vida en común sin violencia. Hoy, sin embargo, sabemos o deberíamos saber que en la coexistencia de la diversidad reside la riqueza de una sociedad y que el solo intento de cercenarla es un atentado contra el único arreglo civilizatorio que permite o aspira a una vida política inclusiva.
Creo que por lo menos desde 1977, con la primera reforma político-electoral, esa noción parecía abrirse paso, luego de una larga etapa de partido e ideología hegemónicos. La costosa y tensa conflictividad de aquellos años parecía ilustrar a (casi) todos, tanto a gobernantes como a opositores. Resultaba claro, para quien no cerrara los ojos, que México no cabía ni deseaba hacerlo bajo el manto de una sola agrupación política. Era necesario construir las reglas y las instituciones democráticas para el ensanchamiento de las potencialidades de la pluralidad política que modelaba al país. Parecía un consistente basamento que permitiría una vida política pacífica y participativa.
Por desgracia, ese basamento está fracturado. La coalición gobernante no reconoce la legitimidad de los otros, da la impresión de que quisiera alinear un país diverso en una sola voluntad, e incluso, como ya apuntábamos, ha intentado dinamitar la normatividad que regula la convivencia/competencia de la pluralidad. Por ello, será necesario retomar el aliento y el sentido de lo que algunos denominamos el proceso de transición democrática que le permitió al país desmontar un sistema autoritario y construir una germinal democracia. Mucho de lo edificado ha resistido de tal forma que no es necesario partir de cero. No obstante, volver a reconocer el pluralismo político como algo venturoso, legítimo y productivo es un paso ineludible.
En democracia los poderes constitucionales están regulados, divididos, son vigilados y pueden ser confrontados por la vía judicial. Es decir, son lo contrario del poder discrecional y caprichoso, concentrado, opaco y prepotente. Por lo menos eso se pretende.
“El Estado soy yo” es una frase atribuida al rey de Francia a mediados del siglo XVII. Expresa de manera elocuente que la soberanía es unipersonal y que el rey se encuentra por encima de cualquier otra institución o norma. Se trata de un poder indiviso, concentrado, por lo cual suele hablarse de un monarca absoluto. Luis XIV lo era y faltaba más de un siglo para la Revolución francesa. De entonces para acá los Estados modernos, democráticos y constitucionales, suponen que el poder debe estar fragmentado, equilibrado, regulado, es decir, pretenden ser el antónimo de las monarquías absolutas. Eso hace nuestra Constitución, que en las últimas décadas generó un entramado más complejo por medio de los órganos autónomos que se agregaron a la división de poderes tradicional.
Pues bien, esas nociones elementales no son comprendidas y mucho menos valoradas por nuestro presidente, que actúa como si fuera un monarca absoluto. Un ejemplo, como si a estas alturas fuera necesario: el viernes 14 de abril de 2023, en su plática mañanera, lo expresó de manera transparente. Ese día confirmó que desaparecería la agencia de noticias del Estado mexicano, Notimex. Cito: “Nosotros no necesitamos una agencia de noticias en el gobierno, eso era de la época de los boletines y de la prensa oficial y oficiosa […] no es algo que nos haga falta como gobierno: tenemos la mañanera.”
Resultó revelador. Primero, el plural mayestático, ese “nosotros” propio de los monarcas y los papas. Luego, la confusión entre Estado y gobierno, creyendo que desde el Ejecutivo puede hablar por la constelación de instituciones y poderes que conforman el Estado: “Nosotros no necesitamos.” ¿Él o las instituciones de la República no lo requieren? ¿O son lo mismo? Y lo fundamental: la incomprensión absoluta de lo que es unaagencia de noticias estatal. Habló de Notimex como si su exclusiva función fuera la de emitir boletines del gobierno (que por lo demás no sobra) y como si, por ello, con “las mañaneras” fuera suficiente. Imagina que Notimex era una oficina de prensa del gobierno, por lo cual, si él habla todas las mañanas, ya no se necesita.
Notimex pudo tener muchos problemas, pero, de manera zigzagueante, intentó convertirse en una agencia de noticias capaz de dar por lo menos cuenta del acontecer nacional en el concierto desafinado de las múltiples agencias internacionales que alimentan a los medios de comunicación. Fue producto de la necesidad de un Estado como el nuestro de no depender para todo de las agencias internacionales.
Por otro lado, refiriéndose al Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI), el mismo día el presidente dictaminó que “no sirve para nada”: “¿Para qué un aparato burocrático?” Según él, “ese tipo de organismos fueron creados para simular que combatían la corrupción [y] representan un cargo al erario.” Luego de esa declaración, fue claro por qué el Senado no había nombrado a los comisionados del instituto y mantenía prácticamente paralizada a la máxima autoridad del INAI, el pleno de comisionados.
El acceso a la información pública fue una de las reformas más relevantes en el presente siglo. Convirtió esa información, que durante décadas se manejó como si fuera patrimonio exclusivo de los funcionarios, en información que debe estar al alcance de cualquier ciudadano. Para ello se creó el INAI. Por supuesto que contribuye al combate a la corrupción, pero ésa no es su función exclusiva. Mantener descabezada una institución autónoma del Estado por el capricho del titular del Ejecutivo es otra muestra de que el presidente piensa que el Estado es él.
Vale la pena ilustrar con ejemplos el reiterado abuso de poder desde la presidencia que un día sí y al otro también agrede a personas e instituciones, y desconoce el mandato de otras instituciones del Estado. Una de las peores conductas que se pueden observar, y resentir, es la de una persona poderosa que difama, persigue, amenaza. El presidente ni siquiera parece darse cuenta del abuso en que incurre cada vez que descalifica a alguien. No asume que existe una relación asimétrica de poder entre él —presidente de la República— y los ciudadanos a los que alude, que sus dichos, la mayor de las veces sin prueba alguna, constituyen un abuso de poder. A lo largo de toda su gestión lo ha hecho. Se ha convertido en una rutina. No es excepcional sino parte del repertorio diario de descalificaciones instantáneas y la espiral parece incremental. Viniendo del titular del Ejecutivo, se trata de lenguaje amenazante y por ello debería preocupar a todos, incluyendo a sus propios seguidores.
Muchos lo han señalado y con razón: no debemos normalizar esa arbitrariedad (que, por cierto, nada tiene que ver con la libertad de expresión a la que alude el presidente). Esos dichos pueden tener derivaciones peligrosas porque nunca falta un obsequioso que entienda las palabras de López Obrador como una licencia para actuar. Pero no se requiere pensar en los extremos en los que pueden desembocar las palabras presidenciales, porque desde ya tienen el efecto de contribuir a la construcción de un clima viciado, ominoso.
En nueve “mañaneras” consecutivas, el presidente agredió a Xóchitl Gálvez, una ciudadana que aspira a ser candidata a la presidencia. Y eso desató la furia de quien debería ver las contiendas electorales como un expediente virtuoso, ya que él mismo fue beneficiario de ellas. El 12 de julio de 2023 la acusó de haberse beneficiado de contratos con gobiernos y amagó con investigarla. Por supuesto que ningún funcionario, ex funcionario o ciudadano del común tiene fuero y cualquiera debe rendir cuentas si es el caso. Pero en este asunto, no hay denuncia alguna y si el presidente tiene indicios firmes o pruebas debería interponer una acusación ante la Fiscalía General de la República, porque lo que le está vedado, legalmente, es prender el ventilador y lanzar imputaciones de manera silvestre e irresponsable.
Ante los reiterados ataques, la senadora acudió al INE para acusar al presidente por actos anticipados de campaña (podría hacerlo también ante la fiscalía por calumnia, pero conociendo los antecedentes en el actuar del fiscal…). El 13 de julio, la Comisión de Quejas y Denuncias del instituto declaró medidas cautelares para tratar de contener el aluvión retórico del presidente. Declaró “procedente ordenar el retiro parcial de las conferencias matutinas de las fechas 3, 4, 5 y 7 de julio de 2023 […] así como la conferencia de fecha 11 de julio […] pues se advierten manifestaciones que podrían derivar en una afectación de los principios de imparcialidad y neutralidad […] puesto que el presidente de la República hizo pronunciamientos expresos sobre procesos internos de partidos políticos y posibles aspirantes”. Pero, como era de esperarse, dados los antecedentes, al día siguiente el presidente arremetió contra el INE y, como “no me han notificado”, volvió a la carga contra la senadora, ahora aumentando la apuesta, violando la ley y dando a conocer “información” reservada, como si la única autoridad legítima de la República fuera él.
Un nuevo episodio, sin duda elocuente, ilustra lo anterior. El jueves 18 de mayo la Corte declaró inconstitucional el decreto presidencial por medio del cual las obras del gobierno eran consideradas de “seguridad nacional”, de lo que se derivaba su plena opacidad, porque nadie podía requerir información sobre ellas. La controversia constitucional había sido planteada por el INAI, porque por donde se le mire no hay razón para que a la obra pública se le exima de ofrecer información.
Pues bien, como si la Corte fuera un adorno, como si las resoluciones de ésta no obligaran al titular del Ejecutivo, el presidente publicó, ese mismo día, en elDiario Oficialun “nuevo decreto”, prácticamente igual que el anterior. Lo cito en extenso: “Son de seguridad nacional y de interés público la construcción, funcionamiento, mantenimiento, operación, infraestructura, los espacios, bienes de interés público, ejecución y administración de la infraestructura de transporte, de servicios y polos de desarrollo para el bienestar y equipo tanto del Tren Maya como del Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec, y los aeropuertos de Palenque, Chiapas; de Chetumal y de Tulum, Quintana Roo…”. Esa insistencia ha hecho que muchos se pregunten, con razón, ¿qué están escondiendo?, ¿por qué esa obstinación por correr un manto de opacidad a lo que, por ley, debería ser transparente? Son preguntas pertinentes.
La Constitución y las leyes las observa el presidente como corsés que impiden el despliegue de su voluntad y no como lo que son, normas para evitar el ejercicio de un poder caprichoso. La división de poderes y los órganos autónomos del Estado (fruto del proceso democratizador que vivió el país) le estorban también porque de vez en vez se topa con diques a su voluntad. No entiende que la vigilancia de las instituciones por parte de las organizaciones de la sociedad civil —lo que incluye a los medios, las redes sociales, los centros de enseñanza superior— es connatural a un régimen democrático, y quisiera que éstas no fueran sino ecos de sus proclamas. Y cuando alguien —persona física o moral— acude a los tribunales para defenderse contra alguna acción del Ejecutivo, de inmediato no sólo descalifica al demandante sino al juez o los jueces que atienden esos recursos. En una palabra, el presidente no entiende que su poder está regulado, que convive con otros poderes constitucionales y órganos autónomos del Estado legítimos como el suyo, que es natural la vigilancia y la crítica de su gestión y que el Poder Judicial está ahí, entre otras cosas, para defender a los individuos y los colegiados de los abusos de poder. Esas prescripciones deberán ser defendidas en el futuro inmediato. Deberán ser rescatadas para forjar un fuerte compromiso con ellas de parte de la pluralidad política.
Casi por entregar a la prensa estas notas, un nuevo episodio ilustró lo que hemos intentado señalar. El 19 de septiembre escribí enEl Universalun artículo al que titulé “Autoritarismo sin maquillaje”:
No es fácil encontrar, en épocas en las que todo mundo se dice demócrata, a alguien que devele, sea por prepotencia o tontería, su rostro autoritario sin maquillaje alguno.
El 13 de septiembre, sin rubor, el presidente de la República informó a la prensa que no invitaría a los ministros de la Corte a la celebración del Grito de Independencia que tradicionalmente se lleva a cabo en el Zócalo el 15 de septiembre. Dijo: “no tenemos buenas relaciones con el Poder Judicial… Se han dedicado a actuar contra la transformación y nosotros consideramos que están en contra del pueblo, son representantes de la oligarquía, de una minoría corrupta y rapaz.”
Incapaz de convivir con un poder constitucional autónomo, el presidente emitió descalificaciones como “metralleta”. Juicios sumarios como si él fuera una especie de ministerio público de la República y el juez de la Nación; la única y la última palabra. No se trata sólo de una grosería o una agresión retórica, en sí mismas graves, revelan, como si aún fuera necesario, las nociones autoritarias que modulan el comportamiento del presidente.
Tampoco fueron invitadas las presidentas de las mesas directivas de las Cámaras del Congreso. Como si el mexicano fuera un Estado unipersonal encarnado en la figura del presidente, éste prescinde de los otros poderes de la Unión y se siente dueño exclusivo de las fiestas patrias. No quiere que le hagan sombra. Añoranza y/o ilusión ni siquiera disfrazadas de lo que le gustaría que fuera el Estado mexicano.
Los dichos del presidente resultan expresivos: no entiende la diferencia entre Estado y gobierno y abomina de la división de poderes.
Al Estado lo conforman una constelación de instituciones a las que nuestra Constitución otorga funciones diferenciadas. Están reglamentadas y divididas porque la aspiración es evitar su concentración y por esa vía el gobierno del capricho. El Ejecutivo, depositado en el presidente, es el gobierno, que es una parte medular de ese Estado, pero no lo es todo. Al confundir una parte con el todo, el presidente se desliza peligrosamente por la pendiente que todo autócrata transita: pensarse a sí mismo como el Estado.
La división de poderes que no sólo marca nuestra Constitución, sino que venía abriéndose paso en las últimas décadas, como parte de una mecánicademocrática, es despreciada por el titular del Ejecutivo. No fue casual que a las ceremonias de los días 13, 15 y 16 de septiembre, a las que asistían los representantes de los tres poderes de la Unión, ahora solamente el presidente fuera acompañado de sus subordinados, es decir, los integrantes de su gabinete. Es el mundo ideal de López Obrador: un universo en el que él manda y los otros obedecen, y como el Legislativo y el Judicial son poderes autónomos pues lo mejor, según él, es prescindir de ellos.
No es una ocurrencia más. La insistencia, reiterada el mismo 13 de septiembre, de reformar la Constitución para que los integrantes del Poder Judicial sean electos, es parte de esa concepción. El presidente desea que sea la fuerza política mayoritaria (por lo pronto su partido) la que nombre a jueces y magistrados para de esa manera alinear a un poder independiente a los designios del presidente.
No es un jueguito más, menos una gracejada. Es la exhibición contundente, sin afeites, de la pretensión de edificar un suprapoder presidencial que jibarice a los otros para desplegar sin molestos obstáculos las ocurrencias del Ejecutivo. Las alarmas siguen sonando.
¿Por qué no vivimos (aún) en una dictadura? Es o parece una pregunta retórica. Pero ante el enorme desconcierto y preocupación que flota en el ambiente, puede, quizá, servir para aquilatar aquello que impide que un buen día nos amanezcamos en ella.
La dictadura, escribió Mario Stoppino, puede detectarse “por la concentración y la ilimitabilidad del poder […] es un gobierno que no está frenado por la ley, está por encima de ella y traduce en ley su propia voluntad”.1Bastaría con escuchar al presidente para detectar que sus afanes se orientan de manera sistemática a lograr esa concentración del poder y que vive su relación con la ley como una faja que le impide hacer su voluntad. Ensueña un presidencialismo sin contrapesos, por lo que se afana en subordinar a los otros poderes constitucionales y los órganos autónomos del Estado. Desprecia a los partidos no alineados con su gobierno y a las agrupaciones sociales con agendas propias (productos, según él, del neoliberalismo). Descalifica una y otra vez a los medios, periodistas y académicos que no repiten cansinamente sus consignas. Su discurso es refractario a la complejidad de la sociedad y construye en forma maniquea dos bandos irreconciliables: el pueblo y el antipueblo. Por supuesto él es el representante —sin mediaciones— del pueblo y quienes se leoponen son “fifís, conservadores”, etcétera. Es heredero de una vieja concepción que desprecia elcómose gobierna porque lo importante, supone, espara quiénse gobierna, desconociendo la experiencia histórica de gobiernos dictatoriales que según ellos se legitimaban porque gobernaban para la mayoría.
Pues bien, México no es (aún) una dictadura porque contamos con normas, instituciones, procedimientos y actores que resisten esa pulsión concentradora del poder. Es pertinente reparar en ellos para defenderlos. Enumero sin orden ni concierto: la Constitución, que diseña una fórmula de gobierno republicana, democrática, federal, representativa y laica, con clara división de poderes; las elecciones, que una y otra vez develan un país plural; la Corte, que ha construido un dique que obliga a la mayoría legislativa a ceñirse a la ley; los gobiernos estatales y municipales no alineados; las minorías parlamentarias, que han impedido reformas constitucionales regresivas; los partidos (en plural), que siguen expresando proyectos y ambiciones diferentes a las oficiales; el archipiélago de agrupaciones sociales con planteamientos disidentes; los medios y periodistas, que documentan y denuncian las trapacerías gubernamentales; el INAI, el ine, el Coneval, el INEGI y súmele usted, instituciones estatales que siguen cumpliendo con sus encomiendas; las universidades, autónomas por mandato constitucional; los académicos que no cejan en su defensa de la ciencia y de un universo intelectual diverso; el movimiento feminista, y agréguele usted.
Esa constelación de instituciones y expresiones, fruto y sustento de una sociedad diferenciada, profundamente desigual, no cabe bajo el manto de una sola organización. No quiere, porque no puede, mimetizarse con los usos y costumbres que se sugieren desde la presidencia y que no son otros más que los de la sumisión. Y en ellos radica la fuerza necesaria para resistir la pretensión de instalar entre nosotros un solo dictado. Es en el México plural en donde radica la riqueza de la nación y valorarla y ofrecerle cauces para su expresión y convivencia es una necesidad. Lo que está en juego y se ha estado jugando en los últimos años en México es si la germinal democracia, que a lo largo de varias décadas y generaciones forjó el país, resistirá las embestidas del autoritarismo presidencial y su coalición.
Por fortuna el oficialismo no está sólo en el escenario. Normas, instituciones, partidos, actores sociales, porciones de los medios y las redes, resisten. Son la expresión del México diverso que no quiere (y espero que no pueda) ser alineado a una sola voluntad.
No debería a estas alturas quedar duda de ello. Si por el presidente fuera, México debería renunciar a la división de poderes, cancelar los órganos autónomos del Estado, reducir a su mínima expresión a los partidos opositores y a las agrupaciones de la sociedad, para lograr que los deseos del presidente (que según él y los suyos expresa sin mediaciones los intereses del pueblo) no encontraran obstáculos y pudieran desplegarse sin las molestias que derivan del diseño republicano.
Al parecer el presidente no entiende o no quiere entender que no es (todavía) un sultán ni un monarca absoluto; que está obligado a ceñirse a la Constitución y las leyes; que no es el único poder estatal, sino que convive, si se quiere en tensión, con otros; que las resoluciones de la Corte no son optativas, y que se corre el riesgo de que su poder pueda mutar y convertirse de legítimo en ilegítimo.
En ésas estamos. Y el asunto no es uno más. Nos estamos jugando el futuro: o México va a procesar su vida política, nuestra vida en común, en un marco democrático o, por el contrario, en uno autoritario. Ello dependerá como se apuntaba al inicio de que lo construido con antelación resista.
Lorenzo Córdova Vianello1
Durante 2022, el presidente Andrés Manuel López Obrador presentó una serie de iniciativas de reforma electoral bajo la premisa de que tenían el propósito de “que de una vez y para siempre se acaben los fraudes electorales”.2La primera fue una iniciativa de cambios constitucionales enviada por el titular del Ejecutivo a la Cámara de Diputados el 28 de abril de 2022 que pretendía, entre otras cosas:a] eliminar el INE y sustituirlo por un Instituto Nacional de Elecciones y Consultas cuyos integrantes serían elegidos mediante voto popular y directo;b] quitarle a dicho órgano electoral la responsabilidad de administrar el padrón electoral;c] eliminar los ople y los tribunales electorales locales;d] reducir el número de diputados federales a 300 electos mediante listas votadas en cada una de las entidades federativas, ye] eliminar las 32 senadurías de representación proporcional.3
Dicha iniciativa de reforma constitucional fue rechazada por la Cámara de Diputados, al no alcanzar la mayoría calificada necesaria para su aprobación, el 6 de diciembre de 2022. Sin embargo, el mismo día, en cuestión de horas, fue presentada en el mismo órgano legislativo por parte de la presidencia de la República una iniciativa de reformas a seis leyes secundarias en materia electoral conocida coloquialmente como Plan B.4Para poder dispensarla de los trámites legislativos ordinarios, una diputada del partido gobernante copió la iniciativa y la presentó como propia (en un claro fraude a la ley) y, en cuestión de apenas tres horas, el pleno de la Cámara de Diputados aprobó, sin discusión alguna, esos cambios legales. En el Senado, la aprobación de las reformas legales siguió un procedimiento más ortodoxo, pero no exento de irregularidades legislativas,5que concluyó con la publicación de dos de las seis leyes (las leyes generales de Comunicación Social y de Responsabilidades Administrativas) el 27 de diciembre de 2022 y las cuatro restantes el 2 de marzo de2023 (luego de que, por instrucciones presidenciales, se les hicieran cambios menores). Se trató de un procedimiento atrabiliario de la mayoría oficialista en ambas cámaras que nunca procuró el más mínimo intento por discutir y generar consensos con la oposición, lo que, en los hechos, marcaría a la postre el fracaso jurídico del Plan B, al ser precisamente los vicios procedimentales la razón por la que, meses más tarde, el intento de reforma sería declarado inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Más allá de sus deficiencias por lo que respecta al proceso legislativo con el que fue aprobado, el Plan B constituyó una reforma abiertamente regresiva que puso en riesgo muchas de las conquistas democráticas concretadas por las reformas precedentes. En efecto, el sistema electoral que se construyó en los últimos treinta años en nuestro país se basó en cinco pilares fundamentales establecidos en la Constitución:a] la autonomía de las autoridades electorales frente a los poderes y su independencia respecto de los partidos;b] el Servicio Profesional Electoral Nacional, un robusto servicio civil de carrera integrado por personal calificado que se encarga de las tareas sustantivas del ine;c] una estructura descentralizada permanente con presencia en todo el país, que permite al instituto tener un contacto cotidiano con la ciudadanía, construir nexos de confianza con ésta, brindarle servicios públicos de calidad (como la expedición de la credencial para votar con fotografía) y mantener actualizados sus datos registrales;d] la administración exclusiva por parte del INE del padrón electoral, la base de datos personales más grande y segura del país, a partir de su actualización y depuración permanentes, ye] la existencia de condiciones equitativas para la competencia a partir de tres ejes: un financiamiento público generoso que les permite a todos los partidos contar con recursos suficientes para mantener sus estructuras y participar con suficiencia en las contiendas electorales, acceso a la radio y televisión sin depender, para ello, de la compra de publicidad, y garantías para que los gobiernos y los servidores públicos no intervengan en las elecciones.6
Pues bien, todos esos pilares se vieron afectados en mayor o menor medida por las reformas legales que conformaron el Plan B y que constituyeron, a mi juicio, una auténtica constelación de violaciones a la Constitución.7Veamos brevemente algunos ejemplos de las disposiciones incluidas en el paquete de reformas que vulneraban una a una las cinco garantías institucionales antes mencionadas:
1.Por un lado, la autonomía e independencia del INE se transgredía al pretender destituir desde un artículo transitorio de la ley al secretario ejecutivo del instituto, cuando ésa es una facultad exclusiva del Consejo General. De modo semejante, al titular del Órgano Interno de Control, cuyas afinidades políticas eran abiertamente conocidas,8se le conferían atribuciones sustantivas de decisión, cuando la Constitución le reserva sólo funciones fiscalizadoras.
2.La reforma prácticamente hizo desaparecer el Servicio Profesional Electoral al eliminar, desde la ley, 85% de sus plazas, colocando de ese modo al INE en una condición precaria, por no decir, en absoluta incapacidad operativa para organizar las elecciones.
3.Por otra parte, un número importante de los órganos desconcentrados del instituto se volvían instancias temporales, como si las actividades a su cargo en el ámbito distrital (como la credencialización) no tuvieran un carácter permanente.
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