Él dice. Ella dice - Erin Kelly - E-Book

Él dice. Ella dice E-Book

Erin Kelly

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Beschreibung

 Más de 1.000.000 de lectores en Reino Unido. Kit y Laura son la joven pareja perfecta, unidos por su amor a los eclipses y su deseo de viajar por el mundo para ser testigos de estos fenómenos naturales. En el silencio, tras un eclipse de sol, en un festival en Cornwall, Laura es testigo de una agresión sexual. Ella y su novio Kit llaman a la policía, y meses después ambos declararan en el juicio. En ese momento cuatro vidas cambiarán para siempre. Quince años después. Laura y Kit viven aterrorizados. Mientras Laura sabe que hizo bien en denunciar el crimen también sabe que nunca puedes ver la imagen completa. Algo siempre se queda escondido… algo que nunca habría imaginado. "Es magnífico. Espectacular giro de la trama y una brillante y dramática forma de escribir". Marian Keyes "Inquietante. Evocadora. Inolvidable". Gillian Flynn, autora de Pérdida. Texto contra: "Lo digo bien alto: este es el libro que me gustaría haber escrito". Clare Mackintosh, autora de Te dejé ir. "Erin Kelly ya había escrito thrillers psicológicos muy buenos, pero con Él dice, Ella dice alcanza un nuevo plano de genialidad". Telegraph "Es TAN bueno… lo llevaba por todos sitios en casa de lo enganchada que estaba". Ruth Ware, autora de La mujer del camarote 10 "Una lectura inteligente y compulsiva que hundirá sus garras en ti y no te dejará ir". The Read Magazine "Nunca creas que sabes lo que va a ocurrir cuando leas a Kelly: siempre tiene un as debajo de la manga". The Boston Globe

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Título español: Él dice. Ella dice

Título original: He Said, She Said

© 2017 by ES Moylan Limited

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Diseño Gráfico

Imagen de cubierta: Arcangel

 

ISBN: 978-84-9139-338-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Primer contacto

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

Segundo contacto

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

Totalidad

39

40

41

42

43

Tercer contacto

44

45

46

47

48

49

50

51

52

53

54

55

56

57

58

59

60

61

Cuarto contacto

62

63

64

65

66

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para mi hermana Shona

 

 

 

 

 

Un eclipse total de sol consta de cinco fases.

 

Primer contacto: la sombra de la luna se hace visible sobre el disco solar. Se diría que al sol le falta un pedazo.

 

Segundo contacto: la luna tapa casi por completo el sol. La última luz solar se cuela por los intersticios de los cráteres lunares y el solapamiento de los dos cuerpos celestes semeja un anillo de diamantes.

 

Totalidad: la luna cubre por completo el sol. Es la fase más llamativa e inquietante de un eclipse solar. El cielo se oscurece, baja la temperatura y los pájaros y demás animales enmudecen momentáneamente.

 

Tercer contacto: la sombra de la luna comienza a retirarse y reaparece el sol.

 

Cuarto contacto: la luna deja de superponerse al sol. El eclipse llega a su fin.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estamos una junto a la otra delante del espejo lleno de salpicaduras. Nuestros reflejos evitan mirarse a los ojos. Al igual que yo, ella viste de negro y sus ropas, como las mías, han sido elegidas con cuidado y consideración. Ninguna de las dos va a ser juzgada, al menos oficialmente, pero ambas sabemos que en casos como este siempre se juzga a la mujer.

A nuestra espalda, los cubículos están vacíos, con las puertas entornadas. En un juzgado no hay más privacidad que esta. El estrado de los testigos no es el único lugar donde una tiene que vigilar cada palabra.

Carraspeo y el ruido rebota en las paredes alicatadas, que reproducen a escala menor la acústica perfecta del vestíbulo. Aquí todo retumba. En los pasillos resuena el estrépito institucional de puertas que se abren y se cierran y el chirrido de los carritos cargados con sumarios demasiado pesados para llevarlos en brazos. Los techos altos recogen las palabras y las devuelven, deformadas.

El juzgado, con sus amplias estancias y sus salas desmesuradas, trastoca las escalas. Está diseñado así a propósito, para recordarle a uno su propia insignificancia respecto al poderío de la maquinaria judicial y sofocar la energía, peligrosa y deslumbrante, de la palabra pronunciada bajo juramento.

También el tiempo y el dinero se distorsionan. La justicia deglute oro. Asegurar la libertad de un hombre cuesta decenas de miles de libras. En la tribuna del público, Sally Balcombe luce joyas cuyo precio equivaldría al de un pisito londinense. Hasta el sillón de cuero del juez apesta a dinero. Casi se huele desde aquí.

Los aseos, sin embargo, aquí como en todas partes, son excelentes niveladores. Aquí, en el aseo de señoras, la cisterna aún está rota, en el dispensador sigue sin haber jabón y los pestillos de las puertas no funcionan como es debido. El chorreo de las cisternas defectuosas hace tanto ruido, que es imposible hablar en voz baja. Si quisiera decir algo, tendría que gritar.

La miro de hito en hito en el espejo. El vestido holgado oculta sus curvas. Me he recogido el pelo (la larga melena lustrosa que fue lo primero que atrajo a Kit de mí, la cabellera que, según decía, era visible en la oscuridad) en un moño de institutriz, a la altura de la nuca. Las dos tenemos un aspecto… recatado. Supongo que podría calificarse así, aunque a mí nadie me haya aplicado nunca ese adjetivo. Las chicas del festival, las que se pintaban el cuerpo y la cara de oro para bailar y aullar a la luz de la luna, están irreconocibles. Esas muchachas ya no existen: ambas han muerto, cada una a su modo.

Fuera se cierra una puerta de golpe y las dos nos sobresaltamos. Me doy cuenta de que está tan nerviosa como yo. Nuestras miradas se cruzan por fin en el espejo y, en silencio, cada una formula a la otra preguntas tan importantes —tan peligrosas— que no pueden pronunciarse en voz alta.

¿Cómo hemos llegado a esto?

¿Por qué estamos aquí?

¿Cómo acabará todo?

PRIMER CONTACTO

 

 

1

 

 

 

 

 

LAURA

18 de marzo de 2015

 

 

Londres es la ciudad con más contaminación lumínica del Reino Unido, pero incluso aquí, en los barrios residenciales del norte, pueden verse las estrellas a las cuatro de la mañana. Con la buhardilla a oscuras, no me hace falta el telescopio de Kit para ver Venus: la luna creciente lo lleva colgado como un pendiente de color azul claro.

La ciudad queda a mi espalda. Desde aquí solo se ven azoteas suburbanas, dominadas por Alexandra Palace. De día es una monstruosidad victoriana de hierro forjado, cristal y ladrillo, pero de madrugada se destaca como un pico en el cielo, con su antena rematada por un punto rojo brillante. Un autobús nocturno del mismo tono atraviesa la calle vacía que bordea el parque. Esta parte de Londres es más genuinamente noctámbula que el West End. No bien cierra el último kebab turco, la panadería polaca comienza su reparto. Yo no elegí vivir aquí, pero ahora me encanta. En el bullicio hay anonimato.

Dos aviones se cruzan parpadeando. En el piso de abajo, Kit duerme. Es él quien se marcha y sin embargo es a mí a quien impiden pegar ojo los nervios del viaje. Hace mucho tiempo que no duermo toda la noche de un tirón, pero mi insomnio de ahora nada tiene que ver con los bebés que llevo en la barriga y que me despiertan bailando claqué sobre mi vejiga o dándome pataditas. Kit describió una vez la vida real como el periodo de hastío entre eclipses, pero para mí es un refugio. Beth ha cruzado el mundo dos veces, buscándonos. Solo somos visibles cuando viajamos. Hace un par de años, contraté a un detective privado y le reté a encontrarnos sirviéndose únicamente del rastro de documentación que dejaron nuestras vidas anteriores. No consiguió dar con nosotros. Y si él no pudo, nadie puede. Ni Beth, desde luego, ni un hombre con los recursos de Jamie. Han pasado catorce años desde que me llegó una de sus cartas.

Este eclipse total será el primero que ve Kit sin mí desde que era un adolescente. Hasta los que tuvo que perderse, se los perdió conmigo, por mi culpa. No es buena idea viajar en mi estado, y me alegro tanto de estar en este estado que no me importa perderme el eclipse, a pesar de que estoy muerta de miedo por Kit. Beth me conoce. Nos conoce. Sabe que hacerle daño a él equivale a destruirme.

Veo desplazarse a la luna en su lenta parábola. Seguir su curso es un acto deliberado de concienciación, la terapia de anclaje en el presente que ha de detener mis ataques de ansiedad antes de que me dominen. El primer síntoma ya se ha declarado: ese sutil erizarse de todo el vello de mi piel, la sensación de que alguien me pasa un pañuelo de gasa por los antebrazos. Somatización, lo llaman, la manifestación física de una dolencia psicológica. Se supone que la concienciación debe ayudarme a separar el soma de la psique. Juego a unir los puntos de las constelaciones. Ahí está Orión, una de las pocas constelaciones que cualquiera puede identificar y, un poco más al norte, las Siete Hermanas que dan su nombre al barrio de aquí al lado.

Me mezo apoyándome sucesivamente en los talones y en las puntas de los pies, concentrándome en los hilos de la moqueta bajo mis dedos desnudos. No puedo dejar que Kit me vea angustiada. A corto plazo, eso arruinaría su viaje, y además Kit me sugerirá que retome la psicoterapia, y yo ya la he llevado hasta donde podía. Cuando guardas un secreto como el mío, solo puedes avanzar hasta cierto punto. Los psicólogos dicen siempre que las sesiones son confidenciales, como si su sofá de Ikea fuera un confesionario sagrado. Pero lo que tengo que confesar yo es un delito, y no hay en este país —ni en mi fuero interno— plazo alguno por el que prescriba.

Cuando se regula mi respiración, me aparto de la ventana. Hay la luz justa para ver el mapa de Kit. El original no, claro, ese fue destruido, sino una copia minuciosa. Es un enorme mapamundi en relieve surcado de curvas de hilo rojo y dorado medido al milímetro y pegado con la precisión que le es característica. Las curvas doradas señalan los eclipses que ya ha visto; las rojas, los que podremos ver a lo largo de nuestras vidas. Sustituir los hilos rojos por hilos dorados al volver a casa después de un viaje forma parte del ritual. (Kit, como es propio de él, ha calculado su esperanza de vida sirviéndose de su historia familiar y de diversos parámetros de estilo de vida y longevidad. Teniendo en cuenta que la vejez le impida viajar a partir de los noventa, deberíamos ver nuestro último eclipse en 2066).

Hace años, Beth pasó los dedos por el mapa original y fue entonces cuando le hablé de nuestros planes.

Me pregunto en qué parte del planeta estará ahora. A veces dudo de que esté viva. Nunca le he deseado la muerte (a pesar de todo lo que nos ha hecho pasar, ella también es una víctima), pero a menudo he deseado que… desapareciera; supongo que es la palabra adecuada. No hay forma de averiguarlo. Prueba a buscar «Elizabeth Taylor», a ver hasta dónde llegas sin que la actriz o la novelista conviertan tu búsqueda en un ejercicio absurdo. Usar el diminutivo, Beth, no ayuda gran cosa. Parece haberse esfumado tan eficazmente como nosotros.

A Jamie hace años que no lo busco. Resulta demasiado incómodo, después del papel que desempeñé en el asunto. Su ofensiva publicitaria dio fruto y ahora, si buscas su nombre, aparece el caso pero únicamente en un contexto cuidadosamente acotado. Los primeros resultados de la búsqueda se refieren a su campaña mediática y al apoyo que brinda a hombres acusados erróneamente y también a quienes son acusados con toda justicia, exigiendo su anonimato hasta el momento de su condena en firme. Nunca consigo pasar de los primeros renglones; después, empiezo a ponerme enferma. Pero, como sigo teniendo que mantenerme informada, sorteo el problema usando una alerta de Google que vincula su nombre al único término que de verdad importa. Mezclar su nombre y el de Beth en una búsqueda no tiene sentido: ella tiene garantizado el anonimato de por vida. Es lo que dicta la ley, sea cual sea el resultado de este tipo de juicios. Supongo que fue una suerte para ella (para todos, en cierto modo) que en el momento del juicio no existieran aún las redes sociales, ni los sabuesos del teclado cuyo deporte favorito es la búsqueda de identidades.

La luz del descansillo me dice que Kit está despierto. Respiro hondo, exhalo con un largo soplo y me siento en calma. He vencido este ataque. Me remango la sudadera que llevo puesta. Es de Kit y no me favorece nada, pero me sirve, y por lo visto, desde hace ya años, estoy en la fase en la que solo me pongo ropa cómoda. Ya antes de quedarme embarazada, eché caderas y pechos por primera vez en mi vida gracias a los esteroides, y todavía no he aprendido a vestirme con tanta curva.

Bajo las escaleras sin hacer ruido y paso junto a los colchones embalados del descansillo. Cuando vuelva Kit, tendremos que convertir el cuarto de Juno y Piper del fondo de la casa en la habitación de los bebés. He estado posponiéndolo, por superstición y por reticencia a hacer nada hasta que Kit haya sobrevivido a este viaje.

Me lo encuentro sentado en la cama, mirando el pronóstico del tiempo en su teléfono, con el pelo de color cobrizo claro alborotado. Las palabras «No te vayas» tratan de abrirse paso por la fuerza hasta mi boca. Pero saber que, si se lo pido, se quedará, basta para que le deje marcharse.

 

2

 

 

 

 

 

KIT

18 de marzo de 2015

 

 

Me quedo en la cama unos segundos, oyendo los pasos de Laura encima de mí y paladeando el sabor de la mañana navideña. Nunca disminuye la emoción cuando las fechas abstractas del calendario cobran forma por fin convirtiéndose en días. Sé desde hace años que el 20 de marzo de 2015 la luna tapará el sol, dibujando un disco negro en el cielo. Los eclipses totales de sol son hitos en el eje temporal de mi vida desde que estuve por primera vez bajo la sombra de la luna. El de Chile de 1991 fue el gran eclipse del siglo pasado: siete minutos y veintiún segundos de pura totalidad. Yo tenía doce años y en aquel momento supe que dedicaría el resto de mi vida a revivir esa experiencia. Nada puede compararse al hecho de presenciar un eclipse solar total bajo un cielo despejado. Hasta que conocí a Laura, fue lo más cerca que estuve de entender la religión.

Las sábanas de su lado de la cama se han enfriado. Cuando llega, su barriga entra en la habitación un instante antes que ella. Tiene las mejillas hundidas de cansancio. Se ha recogido el pelo y se le ven las raíces: un milímetro de color castaño que parece negro en contraste con el rubio platino de su melena. Lleva puesta una sudadera mía de las más viejas, arremangada hasta los codos. Está más guapa que nunca. Cuando empezamos a intentar tener un hijo, me preocupaba echar de menos ese desgarbo ectomorfo que siempre me ha encantado, pero la verdad es que me enorgullece ver cambiar su cuerpo porque ahí dentro hay algo mío.

—Vuelve a la cama —le digo—. No te viene bien andar brincando por ahí.

—Bueno, ya estoy despierta. Volveré a acostarme cuando te vayas.

En la ducha, repaso el itinerario de hoy una vez más deteniéndome en los detalles más nimios de mi magnífico plan. Cogeré el metro de las 5:26 en la estación de Turnpike Lane y luego el tren de las 6:30 de King’s Cross a Newcastle, donde me encontraré con Richard a las 9:42. Desde allí, un minibús alquilado nos trasladará al puerto de Newcastle, donde en torno a las once de la mañana embarcaremos tranquilamente en el Princess Celeste, un crucero de seiscientos camarotes en el que atravesaremos el mar del Norte dejando atrás Escocia hasta las islas Feroe, a medio camino de Islandia. El eclipse del viernes se verá sobre todo en el mar, pero el mar no se está quieto ni cuando está en calma, y las mejores fotografías se hacen en tierra. Tuve que optar entre las Feroe y Svalbard, al norte del Círculo Polar Ártico. (Fue Laura quien quiso que fuera a las Feroe. En Tórshavn, en Stremoy, la mayor de las islas, es donde se concentrará más gente, y cree que así correré menos peligro). Dentro de dos días, a las 8:29 de la mañana, la luna comenzará a deslizarse sobre la superficie del sol y poco a poco se producirá un eclipse total de dos minutos y medio de duración.

Me seco con la toalla la barba que Laura se empeñó en que me dejara crecer para el viaje y me pongo con todo cuidado la ropa que saqué anoche. Mi ropa de trabajo (no un uniforme, aunque bien podría serlo) cuelga bien ordenada en el armario, aguijoneando mi mala conciencia. Por más que me apetezca pasar cinco días fuera del laboratorio óptico, no puedo evitar sentirme culpable por haberme tomado unos días de vacaciones cuando podría haberlos descontado de mi baja por paternidad. Luego me acuerdo de los productos químicos que llevo respirando tanto tiempo que me han dejado marcas en los pulmones, y en mi cuello agarrotado por pasarme el año entero mirando lentes y que por fin voy a poder estirar para mirar el cielo, y pienso «Que le den». Tengo el resto de mi vida para ejercer de padre y sostén de la familia. ¿Qué son cinco días, en términos generales?

Me pongo una camiseta térmica de manga larga y, encima, mi camiseta de la suerte, recuerdo de mi primer eclipse. Pone Chile’91 (los países siempre reivindican el eclipse como propio, hasta cuando la sombra abarca tres continentes) y tiene los colores de la bandera chilena. El círculo negro y desigual de su centro representa el sol cubierto, rodeado por los destellos de una corona. Cuando mi padre se la compró a un vendedor ambulante, prácticamente me quedaba como un vestido. Mac se negó a ponerse la suya, pero yo no me la quitaba ni para lavarla. Ahora es de mi talla, aunque dentro de unos años dejará de servirme como no siga el ejemplo de Mac y empiece a ir al gimnasio. Tiene una quemadura en el cuello, de cuando Mac me tiró un porro encendido en Aruba, en 1998, durante una discusión. Encima de esas dos capas de ropa me pongo el espléndido toque final, una obra de arte hecha de gruesa lana blanca y negra. Hace ya meses, Richard y yo compramos por internet sendos jerséis a juego de las islas Feroe. Nos estamos pasando por el forro el impacto ecológico llevándolos de vuelta al país donde pastaron las ovejas y donde se hiló y se tejió su lana.

Vuelvo a mirar mi teléfono por si acaso las condiciones meteorológicas han variado en los últimos diez minutos, pero el pronóstico sigue siendo malo. Un espeso manto de nubes cubre todo el archipiélago. «Cazador de eclipses» es un término que parece poco apropiado, y con el paso de los años he aprendido a defenderlo. ¿Cómo se puede dar caza a un fenómeno natural cuando tú eres el que se mueve y el fenómeno permanece inmóvil? En primer lugar, un eclipse nunca es estático: el oscurecimiento se produce a más de mil seiscientos kilómetros por hora. Es cierto, eso sí, que las coordenadas son inamovibles: la sombra caerá donde tenga que caer, siguiendo un patrón fijado cuando todavía formábamos parte de la sopa primordial. Las nubes, en cambio, no son tan previsibles, ni mucho menos. Un cúmulo inesperado puede frustrar las esperanzas de una muchedumbre de miles de personas que apenas unos minutos antes se hallaban tranquilamente al sol. La emoción está en ganarle la partida al mal tiempo. El mejor recuerdo que guardo de mi padre es del eclipse del 94, en Brasil, cuando Mac y yo fuimos montados en la parte de atrás del Volkswagen, sin cinturón, circulando a toda velocidad por una carretera llena de baches, hasta que encontramos una franja de cielo azul. (Pensándolo bien, mi padre conducía borracho, pero procuro no detenerme mucho en ese detalle).

Ahora, claro, hay aplicaciones. Se pueden localizar brechas en las nubes con mucha más precisión, y no es raro que un autobús entero no sepa cuál es su destino hasta cinco minutos antes del primer contacto. Pongo el móvil con la pantalla hacia abajo. Voy a volverme loco si sigo pensando en el tiempo. Por suerte siempre se me ha dado bien acallar las ideas que me distraen o me alteran. Cuando me permito pensar en el pasado, lo que no sucede muy a menudo (solo aflora al primer plano de mi conciencia cuando se aproxima un eclipse y Laura empieza a subirse por las paredes), en esas raras ocasiones tengo la impresión de haber vivido bajo un fluorescente averiado desde lo que pasó en Lizard. Un parpadeo, una vibración sutil pero constante con la que aprendes a convivir, aunque sepas que algún día te causará un ataque o un aneurisma.

El olor a café recién hecho sube por la escalera. Laura está en la cocina, cinco escalones más abajo, al fondo de la casa. Nuestro asilvestrado jardincito trasero está a oscuras. Laura me ha llenado una taza y está envolviendo un sándwich en papel de aluminio. La beso detrás de la oreja derecha y aspiro su olor cremoso.

—Por fin, la esposa servil que siempre he querido. Debería dejarte sola más a menudo.

Noto que la piel de su cuello se tensa cuando sonríe.

—Es por las hormonas —dice—. No te acostumbres.

—Prométeme que vas a volver a acostarte cuando me vaya.

—Prometido —responde, pero yo conozco a Laura.

Confiaba en que con el embarazo se tranquilizara un poco, pero los esteroides la han acelerado aún más, si cabe, así que sé que no parará en todo el día, hasta que en torno a las nueve de la noche se caiga de cansancio. Limpia la encimera con una bayeta y tira las cápsulas de café vacías a la basura. De espaldas a mí, ejecuta un pequeño gesto que solo yo entiendo y que hace que se me encoja el estómago: se pasa las manos por los antebrazos desnudos dos veces, como si se limpiara telarañas imaginarias. Hace meses, incluso años, que no la veo hacer ese gesto, y siempre significa que está pensando en Beth. Lamento por enésima vez que no sea tan disciplinada como yo respecto al pasado o, mejor dicho, respecto a cómo el pasado puede afectar a nuestro futuro. ¿Para qué malgastar energías anticipándose a algo que tal vez no suceda nunca? Se pone así cada vez que hay un eclipse, a pesar de que hace nueve años que no tenemos noticias de Beth. Se vuelve con una sonrisa exagerada, poniendo literalmente al mal tiempo buena cara por mí. No sabe que la he visto frotarse los brazos. Puede que ni siquiera sepa que lo ha hecho.

—¿Qué tienes previsto para hoy? —le pregunto, por calibrar su estado de ánimo, más que nada.

—Tengo que llamar a un cliente a primera hora —contesta—. Y luego, esta tarde, tenía pensado ponerme con el IVA. ¿Y tú? ¿Tienes algún plan?

Su broma me tranquiliza. Cuando está a punto de derrumbarse, lo primero que pierde es el sentido del humor.

Hace tres días que tengo la mochila hecha. Pesa bastante, principalmente porque llevo todo el equipo de la cámara: objetivos, cargadores, el trípode, baterías, impermeables y repuestos para todo. La cámara, demasiado valiosa para dejarla en el portaequipajes, va en su propia bolsa. El teléfono lo llevo en el bolsillo de la pechera del cortavientos naranja.

—Qué elegante —comenta Laura con ironía—. ¿Llevas todo lo necesario?

Me guardo el sándwich en el otro bolsillo, compruebo que tengo a mano el abono transporte y me cuelgo la mochila. Pesa tanto que casi me caigo hacia atrás.

De repente, a Laura se le borra la sonrisa y se frota los brazos dos veces, rápidamente. Esta vez nos miramos, y negarlo resulta tan inútil como dar una explicación. Lo único que puedo hacer es intentar tranquilizarla.

—He mirado la lista de pasajeros —le digo—. Y no hay ninguna Beth Taylor. Ningún Taylor, ni ninguna Elizabeth. Y tampoco ninguna mujer cuyo nombre empiece por B o por E.

—Tú sabes que eso no quiere decir nada.

En efecto, lo sé. Laura está convencida de que Beth se ha cambiado de nombre. Yo no estoy de acuerdo: es un reflejo de su paranoia. Con un nombre como ese, puedes esconderte a plena luz del día. A fin de cuentas, con ese mismo criterio elegimos nosotros nuestro nuevo nombre. ¿Para qué esconder una aguja en un pajar si puedes esconder una brizna de heno?

—Y aunque sea así —insiste Laura—, lo único que significa es que no va en tu barco. ¿Y si está en tierra?

Contesto con premeditada lentitud.

—Si está allí, buscará un festival. Esperará encontrarnos donde haya altavoces y bongós a mansalva. Y yo viajo con un montón de americanos jubilados. Y, aunque no sea así, Tórshavn es un sitio grande y estará lleno de turistas. Once mil personas. —Me aliso la barba—. Además, llevo este disfraz tan ingenioso. Y estaré atento. Iré por ahí con un periscopio, asomándome a todas las esquinas antes de ir a cualquier parte. —Hago el gesto de mirar entre los dedos, pero Laura no se ríe—. Mac vive en la calle de al lado, Ling dos calles más allá, mi madre a una hora de distancia y con tu padre puedes hablar por teléfono en cuanto lo necesites.

—No puedo evitarlo, Kit.

Noto, por cómo se muerde el labio, que se enfada consigo misma por ponerse a llorar. La atraigo hacia mí y, con el otro brazo, le deshago el moño mal hecho y le paso los dedos por el pelo como a ella le gusta. Una lágrima rueda por el tejido impermeable de mi chaqueta. Respiro hondo y digo lo único que Laura necesita oír:

—Si quieres que me quede, me quedo.

Se aparta de mí y, durante unos segundos, pienso horrorizado que lo hace para que me descargue la mochila. Pero coge la bolsa de la cámara y me la cuelga del cuello con aire solemne, como si fuera una medalla olímpica. Así es como me da su bendición, y noto lo mucho que le cuesta.

—Cuídate mucho —dice.

—Tú también. A los tres —puntualizo y, sin pensar en las consecuencias, me agacho para besarle la tripa. Noto un pinchazo en los muslos al incorporarme otra vez—. Podría ser peor —añado—. Podría irme a Svalbard. En Svalbard, un oso polar atacó a una persona la semana pasada.

—Ja —dice desganadamente.

Para ella, Beth Taylor es más aterradora que un oso hambriento. Sé lo que está pensando: que la primera vez que Beth reaccionó violentamente con propósito de venganza, ella misma confesó que solo se detuvo porque la sorprendieron en el acto. Incluso reconoció que habría sido mucho peor si, en lugar de atentar contra una propiedad privada, hubiera agredido a su propietaria.

Fuera aún no ha amanecido y la calle resplandece, anaranjada, a trozos. Hay dos peldaños de piedra desde la puerta de nuestra casa a la calle. En la acera, me vuelvo para mirar a Laura, que se ha bajado las mangas hasta las muñecas y apoya las manos en la barriga. Experimento lo que Mac llamaría un instante de lucidez. Estoy a punto de dejar a mi mujer en avanzado estado de gestación, ansiosa y atiborrada de fármacos, para cruzar el mar hasta otro país donde es muy posible que me esté esperando la mujer que estuvo a punto de acabar con nosotros.

—No voy —digo, y no es un farol.

Laura frunce el ceño.

—Claro que vas a ir —contesta—. Este viaje ha costado más de mil libras. Vete. —Me hace señas de que me aleje—. Pásatelo en grande. Haz muchas fotos. Y vuelve con un montón de historias bonitas que contarles a nuestros hijos.

Echo un último vistazo a mis zapatos. Aquí las aceras son ya de por sí bastante traicioneras sin necesidad de añadirles un cordón desatado.

—Hay muy pocas probabilidades de que me encuentre —afirmo, pero Laura ya ha cerrado la puerta, y me doy cuenta de que de todas formas estaba hablando solo.

 

 

Desde nuestra casa en Wilbraham Road a la estación de metro de Turnpike Lane hay solo cinco minutos andando, menos si atajas por Harringay Passage, un pasadizo práctico pero de aires más bien dickensianos que parte por la mitad nuestra cuadrícula de calles. Cruzo Duckett’s Common rodeando los columpios y toboganes donde juegan los hijos de nuestros amigos. Bajo mis pies crujen cristales rotos.

Ya estoy sudando, y el sudor se me enfría en la barba. Los labios me saben a sal, pero no es eso, sino la mentira, lo que me produce un regusto amargo. Es imposible que haya mirado la lista de pasajeros. Esas cosas no son de dominio público. Me cuesta creer que Laura no se haya dado cuenta. Cuando se pone ansiosa, tiene superpoderes. La paranoia la alerta hasta de las alteraciones más insignificantes de mi lenguaje corporal, y siempre se percata si falto mínimamente a la verdad.

Solo le oculto cosas que sé que van a angustiarla.

Cuando llego, la estación de Turnpike Lane todavía está cerrada. Los rótulos horrendos de las tiendas y las vallas publicitarias deterioradas desdoran su esplendor art déco. Exactamente a las 5:20, un empleado de TfL cubierto con un forro polar de color azul rey abre de par en par las rejas de hierro forjado. Solo hay un pasajero más: una mujer negra de aspecto cansado, vestida con un tabardo, que probablemente va a limpiar alguna oficina del centro.

Bajo por la escalera mecánica, ensimismado. Es improbable que Beth vaya en mi barco, pero cabe la posibilidad de que esté en las Feroe. Me alegro de viajar solo y de no tener que preocuparme por la seguridad de Laura. Llevo mucho tiempo protegiendo a mi mujer de las consecuencias de lo que pasó en Lizard Point. Y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por que las cosas sigan así.

 

3

 

 

 

 

 

LAURA

10 de agosto de 1999

 

 

El autocar de National Express estaba parado en la A303, frente a Stonehenge. Parecía que medio mundo iba camino del West Country para ver el eclipse. El cielo tenía el mismo color gris que los menhires, el reloj ancestral colocado sobre el verde suave del promontorio. Si tenía que quedarme atrapada en un atasco, aquel parecía ser el lugar más indicado; la gente no suele saber que Stonehenge se usaba para predecir eclipses, además de marcar el solsticio de verano. Pero después de pasarme una hora mirando el círculo sagrado, hasta a mí me costaba mantener el interés.

Cada vez que daban el pronóstico del tiempo por la radio, un hombre que estaba sentado en la parte delantera del autocar, flaco como un espárrago y con una barba de druida desgreñada, se levantaba, daba unas palmadas y nos ponía al corriente de la situación. Era muy probable que estuviera nublado. Los otros pasajeros que, como yo, iban al festival de Cornualles, se ponían a vitorear y a dar vivas de todos modos, mostrando una versión más fresca y juvenil del famoso estoicismo británico que permitió a nuestros abuelos soportar la Blitzkrieg y a nuestros padres las vacaciones en caravana. Daba la impresión de que para ellos el eclipse no era más que una excusa para ir a un festival. Si lo veían, tanto mejor, y, si no, de todos modos habría música. A Kit, en cambio, le interesaba muchísimo el eclipse, y yo sabía que se pondría de mal humor.

Kit, Mac y Ling ya llevaban dos días en el recinto del festival, montando el puesto de té que, con un poco de suerte, daría algún beneficio. Yo no había comido nada desde mi entrevista con el tipo de la agencia de colocación a la hora del desayuno, y me había cambiado en los aseos de la estación Victoria. Llevaba en la mochila la ropa que me había puesto para ir a la entrevista de trabajo. Hice como que pisaba un acelerador, presionando hacia abajo con las botas militares, y dudé de que fuera a llegar a Lizard Point antes de que anocheciera.

Por fin, el autocar dejó atrás el atasco, causado no por obras en la carretera, sino por los conductores que se quedaban mirando los restos de un choque múltiple. Al poco rato, Wiltshire dio paso a Dorset y a sus caballos de yeso. A la hora de comer estábamos en Somerset. El váter químico se atascó en algún punto de Devon. Cuando entramos en Cornualles, se oyeron vivas sinceros. Las chimeneas de las minas de estaño abandonadas parecieron surgir de los cerros casi tan pronto como cruzamos la divisoria condal, y aquí y allá la bandera del condado, la característica enseña negra con su cruz blanca, ondeaba orgullosa. Sentí la acometida del mar a ambos lados a medida que Inglaterra se adelgazaba hasta formar una península y el pálpito de emoción que iba creciendo dentro de mí al saber que, en el cabo más meridional del condado, me esperaba Kit.

 

 

En aquel momento llevábamos seis meses juntos. No fue tanto un periodo de luna de miel como un estado de fuga que podría haber dado al traste con nuestros exámenes finales de no ser porque Kit cosechó los frutos de toda una vida de estudio y de su memoria fotográfica, y yo salí del paso gracias a una pregunta sobre el único texto que me había estudiado y una buena dosis de sulfato de anfetamina. Kit insiste en que fue amor a primera vista. Yo creo que tardó unas doce horas. En eso no nos ponemos de acuerdo.

Ling y yo estábamos en tercero, en el King’s College de Londres, cuando ella empezó a salir con un estudiante de ciencias de la comunicación llamado Mac McCall (ni siquiera su madre le llamaba por su verdadero nombre, Jonathan). Mac me caía bien hasta cierto punto: era bien parecido, tirando a pelirrojo, divertido, carismático y generoso con las drogas, pero tenía tendencia a acaparar el espacio en el que estuviera, y yo le guardaba cierto rencor por haberse interpuesto en mi amistad con Ling. No tenía ninguna prisa por conocer a su hermano gemelo, que estudiaba astrofísica en Oxford. «Seguro que son como la noche y el día», pensé, y tenía razón. Mac es el típico extrovertido que extrae su energía de la gente y las muchedumbres, mientras que Kit es un introvertido de manual. Las conversaciones le agotan; las ideas, en cambio, le recargan las pilas.

Nos unieron, en cierto modo, los eclipses. Yo era muy joven y estaba, por tanto, ávida de experiencias pretendidamente auténticas o alternativas a la cultura popular de la que solía mofarme con una mueca de desdén. Solo me gustaban las discotecas astrosas y los grupos molones de los que nadie había oído hablar, y salía con un montón de chicos que se daban un aire a Jesucristo. Creía que esperar en un campo para ver desaparecer una estrella sería el perfecto colofón para una rave de ensueño, un efecto fuera del alcance de la imaginación y el presupuesto de cualquier promotor de discoteca. Cuando Ling me contó que Mac y ella habían encontrado la manera de ver el eclipse total en Cornualles y que además les pagaban por ello, me apunté enseguida.

Mac vivía en Kennington, en un antiguo piso de protección oficial con el techo bajo y las paredes cubiertas de carteles vertiginosos con fractales fluorescentes. Al entrar, cruzabas un suelo abonado con paquetes rotos de papel de fumar marca Rizla. La bombilla del cuarto de estar se había fundido y la habitación estaba iluminada por velas colocadas en tarros de mermelada. Kit, que había venido de Oxford a pasar el fin de semana, estaba acurrucado en un rincón en penumbra, con la cara oculta detrás de un flequillo lacio de color rubio rojizo y las mangas del jersey de lana negro tapándole las muñecas. Parecía más pálido que Mac en todos los sentidos.

—Queridos míos —comenzó a decir Mac, con las manos ocupadas por una china de hachís y un mechero (era capaz de hablar y liarse un porro con la misma facilidad con que la mayoría de nosotros puede hablar y pestañear al mismo tiempo)—, nos hemos reunido aquí hoy para encontrar la manera de ir a un festival sin tener que apoquinar por ello. Lo más provechoso que se me ocurre es vender bebidas calientes, tés y cafés, y, si trabajamos por turnos, puede que obtengamos pingües beneficios.

Mac tenía un carácter sorprendentemente emprendedor para ser un anarquista declarado. Llevaba camisetas de Amnistía y predicaba paz y amor, pero solo hacia aquellos que compartían sus mismos valores. Saludaba haciendo el signo de la paz, pero no le importaba tener a sus vecinos despiertos toda la noche poniendo música tecno a todo volumen.

—Bueno —dijo al encender el porro. La llama del mechero me permitió ver un instante la cara de Kit: cejas rectas como reglas, nariz afilada como una flecha y boca firme—. Hay como unos diez festivales en el West Country esa semana. Todos están en preparación, pero he reunido toda la información que he podido para ayudarnos a decidir cuál encaja mejor con nuestro talante.

Intenté que Ling me mirara para compartir con ella una sonrisa de complicidad ante la pedantería de Mac, pero ella lo miraba extasiada. Sentí, como de costumbre, el escozor de saberme excluida.

—El principal festival del eclipse es en Turquía, pero para eso no nos alcanza el presupuesto —continuó él—. Además, ¿con qué frecuencia pasa esto en nuestro suelo patrio?

—Menos de una vez en el transcurso de una vida —respondió Kit desde su rincón. Hablaba con el acento culto de los Home Counties: como Mac, pero sin su deje falsamente proletario—. Para que haya un eclipse total, tiene que darse una alineación verdaderamente precisa. Es difícil de calcular, pero el último que hubo aquí fue en 1927 y el siguiente no será hasta 2090. Y entre 1724 y 1925 no tuvimos un solo eclipse total.

—Muy bien, Rain Man —dijo Mac retomando su listado.

Descartó tres festivales porque la música era «demasiado hortera» y otro más porque su financiación era «excesivamente empresarial». Ling, que manejaba las previsiones de número de asistentes, eliminó otro por ser tan pequeño que no merecía la pena. Quedaban un festival en el norte de Devon y otro en la península de Lizard, en Cornualles.

—La cosa está muy igualada —comentó Ling.

—¿Hermano? —dijo Mac.

Kit se levantó sin apoyarse en las manos. «Es más alto que yo», pensé. Comparar la estatura de un hombre con mi metro setenta y cinco de altura era a menudo el primer indicio de que me sentía atraída por él. Sacó de una estantería de contrachapado torcida un manojo de hojas impresas por ordenador.

—Lo bueno que tiene Cornualles, dentro del West Country, es que hay unos cuantos microclimas. Las condiciones meteorológicas pueden variar de kilómetro en kilómetro. Así que he cotejado la luz solar y las precipitaciones medias de la ubicación de todos los festivales y he comparado el resultado con la trayectoria de la totalidad del eclipse. En mi opinión, donde tenemos mayores posibilidades de ver el sol es aquí. —Desplegó un mapa oficial de Cornualles muy manoseado y señaló la península de Lizard.

—El Festival de Lizard Point, entonces —concluyó Mac, y la sonrisa indecisa de Kit se hizo más amplia—. Creo que esto merece una celebración.

La celebración consistió en una botella de Jack Daniel’s que nos fuimos pasando mientras él hacía de pinchadiscos y Kit revolvía sus papeles. Yo estaba acostumbrada a los arrumacos que se hacían Ling y Mac en público y daba por sentado que Kit también lo estaba, pero, cuando empezaron a darse el lote en el sofá, se vio a las claras que estaba azorado: se puso como un pimiento y miraba a todas partes, menos a mí. Pasado un rato se metió en la cocina. Yo carraspeé con fuerza.

—Perdón —dijo Mac alisándose la camiseta—. Nos vamos a la otra habitación.

—¿Y cómo vuelvo yo a casa?

Había una larga y oscura caminata hasta nuestro pisito de Stockwell, y el último autobús ya había salido. No había bebido lo suficiente como para atreverme a hacer el camino yo sola, y en aquel entonces no se me habría ocurrido coger un taxi.

—Que te acompañe Kit —dijo Ling, y se tambaleó al levantarse. Ya tenía el sujetador desabrochado. Me guiñó un ojo por encima del hombro—. Pero no te enrolles con él. Si no, sería una lata en Cornualles.

Si no hubiera sopesado ya la idea, habría decidido tirarme a Kit solo para fastidiarla.

—Ah —dijo él cuando volvió y me encontró sola.

Luego se retiró a su rincón, donde se sentó con las piernas cruzadas y se puso a tamborilear con los dedos siguiendo el ritmo de la música.

—Es muy ingenioso lo que has hecho con esos diagramas —comenté al cabo de un rato para romper el silencio.

—Solo son matemáticas —contestó encogiéndose de hombros, pero sus dedos se detuvieron.

—A mí nunca se me han dado bien las matemáticas —dije—. En secundaria, tuve una profe de geometría que un día estaba dibujando formas en el encerado, se paró, se agarró los pechos y dijo: «Naturalmente, la forma más bella de todas es el círculo». Y yo me sentí excluida de ese secreto. De toda esa historia.

Kit ladeó la cabeza como si mirándome oblicuamente pudiera sondearme mejor.

—Es mejor excusa que las que suele poner la gente —dijo—. La gente se enorgullece de que se le den mal las mates, es una especie de esnobismo inverso, y una enorme falta de respeto. No sé si es un mecanismo de defensa o qué, pero a mí me saca de quicio. No se dan cuenta de lo bellas que son las matemáticas. Por ejemplo, escucha esta melodía.

Traté de concentrarme en la música, pero me costaba trabajo oyendo el chirrido desacompasado de la cama de la otra habitación.

—Llevan juntos… ¿cuánto? ¿Seis meses ya? —preguntó Kit, clavando los ojos en la pared de la que procedían aquellos ruidos—. Espero que con esta no la cague como suele hacer.

Yo me despejé de repente.

—Espera, ¿qué? —Ling y yo estábamos acostumbradas a batirnos el cobre la una por la otra—. No la estará engañando, ¿verdad?

—¡No, por Dios! —contestó Kit reculando torpemente. Mac poseía un encanto nato; en cambio el pobre Kit apenas manejaba el tacto más elemental—. Es solo que… No tiene muy buen historial. Ya sabes, con las chicas. Con las mujeres. Pero seguro que con esta le va bien. Con Ling.

Se acercó la botella a los labios y la inclinó, pero se llevó un chasco al encontrarla vacía.

—Ya veo quién se llevó toda la fibra moral en el vientre materno —comenté yo para tranquilizarlo.

—Qué va. Mac es quien va a todas las manifestaciones y esas cosas.

—Así es como quiere mostrarse ante los demás. ¿No crees que es más importante cómo tratas a la persona que tienes al lado? —pregunté.

En la sonrisa con que respondió a mi pregunta distinguí una integridad serena, muy distinta a la de los chicos que le precedieron, cuyas convicciones políticas eran tan mudables como las camisetas en las que las llevaban impresas.

—Bueno, yo… —Le interrumpió un gruñido procedente de la habitación de al lado que podía pertenecer tanto a Mac como a Ling.

—En fin —dije, ansiosa por sofocar aquel ruido—, ibas a decirme qué tiene que ver esta melodía con las matemáticas.

Aprovechó la ocasión para subir la música. Un riff de sitar bailoteaba en torno al martilleo sostenido de un bajo. Kit arrugó el entrecejo, muy concentrado.

—Leibniz dijo que la música se da cuando la mente cuenta sin ser consciente de que está contando. Un eclipse es matemáticas. Las matemáticas más bellas que existen.

Sin saber qué decir ante tanto apasionamiento, hice un gesto con el que confiaba en animarle a seguir hablando.

—La luna tiene un diámetro cuatrocientas veces menor que el sol, pero está cuatrocientas veces más cerca de la Tierra, de ahí que parezcan del mismo tamaño.

Tuve la sensación de que iba a necesitar un gráfico animado para comprender aquello, pero me parecía importante no quedar como una ignorante delante de él.

—¿Cuántos eclipses has visto? —pregunté por bajar la conversación, si no a la Tierra, sí más cerca de mi órbita, y ya no hubo forma de pararle.

Me habló de cómo había recorrido América entera con su padre, en coche, y de cuando, estando en la India, vio desaparecer el sol junto a su padre, su hermano «y un montón de cabras atolondradas» mientras bordeaba la tapia de un templo en ruinas. Me habló de Aruba, donde la arena estaba tan caliente que el plástico se derretía y desde donde vieron Venus y Júpiter «redondos y nítidos como chinchetas en un tablón de corcho». Me contó cómo salen y dejan de esconderse los planetas y las estrellas, como si ellos tampoco quisieran perderse el eclipse.

—Cuando lo ves, cuando estás debajo, no piensas en la ciencia. Te olvidas de todo eso.

Se puso colorado y volvió a lanzarse a una explicación técnica. Me describió las fases de un eclipse, me explicó qué era el anillo de fuego llamado corona que rodeaba el sol, y que el eclipse de 1919 aportó pruebas que respaldaban la teoría de la relatividad de Einstein al demostrar que la masa del sol desviaba la luz de estrellas lejanas. Yo, en parte, escuchaba con interés sus explicaciones, pero también le observaba hablar: observaba cómo cambiaba por completo su cara cuando se entusiasmaba y cómo desviaba la mirada cuando le entraba la timidez o se acordaba de algo. Intenté imaginarme a Mac hablando largo y tendido de un tema que no fuera él mismo y sonreí al pensarlo.

—Ah, te estoy aburriendo —dijo Kit.

—No, qué va.

—Mac dice que soy un pesado. ¿Qué me cuentas de ti? Estás en clase de Ling, ¿no? ¿Qué vas a hacer cuando te gradúes?

Le hablé de mi plan maestro: trabajar unos cuantos años en la City hasta que tuviera currículum suficiente para desertar y pasarme al sector de las organizaciones asistenciales. Había visto a demasiadas amigas de mi padre, mujeres muy formales e incompetentes, invirtiendo el día entero en sacudir una lata de colecta para recaudar un puñado de calderilla.

—Solo hay un modo de cambiar la vida de la gente, y es con dinero. Y si lo que quieres es dinero, tienes que ir adonde lo hay a montones.

—¿Como Robin Hood, pero con hojas de cálculo y gestores de fondos de inversión?

—Es una forma estupenda de expresarlo.

Mientras se consumían las velas, intercambiamos biografías en conserva, como hace uno cuando es joven y, aparte de su colección de discos y su plan de estudios, solo puede hablar de la gente con la que ha crecido. Aquella noche, con Kit, daba la sensación de que aquel era un tema clave. «Mira dónde te estás metiendo», parecíamos decirnos. ¿Todavía quieres seguir adelante?

Me enteré entonces de que sus padres, Adele y Lachlan, vivían en Bedfordshire, y que habían tenido tres casas en otros tantos años. Primero se trasladaron a una más pequeña cuando Lachlan se quedó en paro, y de nuevo cuando se fundió en bebida el resto de su indemnización. Adele enseñaba corte y confección en un instituto de secundaria mientras esperaba a que falleciera su marido. Lachlan McCall —me contó Kit— había sido lo que se denominaba un alcohólico funcional, y posteriormente un alcohólico en paro, hasta que un día, un par de años antes, su hígado colapsó por fin. No quisieron ponerle en la lista de trasplantes mientras no dejara de beber. Y seguía dándole al frasco.

—Mac nunca ha dicho nada —dije yo.

—Bueno, es lógico, ¿no? Ya has visto cómo es. Quiero decir que a mí me gusta tomar una copa de vez en cuando, pero lo suyo es otra cosa. Y no creo que vaya a parar ni cuando se muera mi padre.

Le tembló fugazmente el mentón. Cuando le hablé de la muerte de mi madre, dijo con sencillez:

—Ah, Laura, cuánto lo siento. La pena no tiene edad.

De pronto había en el suelo, entre nosotros, dos tumbas: una llena y cubierta de hierba; la otra, vacía y a la espera. Me puse a escuchar la música de fondo y pasamos largo rato sin hablar. Cuando terminó el cedé que estaba sonando, Kit tragó saliva un par de veces como si se preparara para dar un gran discurso y masculló para el cuello de su camisa:

—Me gusta tu pelo.

(«Me gusta tu pelo», o una variación sobre ese tema, era lo primero que solía decirme la gente en aquella época. Cuando llegué a la universidad lo llevaba recogido en una trenza de color castaño ceniza, hasta la cintura. Ansiosa por reinventarme, me lo decoloré en el cuarto de baño del colegio mayor la primera noche que pasé lejos de casa, convirtiéndolo en una madeja de seda de un blanco radiante. Lo llevo así desde entonces. Me tiño las raíces cada tres semanas, lo que dicho así suena muy caro de mantener, pero lo cierto es que nunca me maquillo ni me interesa la moda. Y cuando tu vanidad se conforma con tan poco, creo que tienes derecho a satisfacerla).

Kit estiró el brazo y cogió un mechón de mi pelo. Parecía brillar a la luz de las velas.

—Podría distinguirte entre una multitud, incluso a oscuras —dijo.

Cuando me puso la mano en la mejilla, sentí cómo le latía el corazón en la palma.

Hicimos el amor torpemente en medio de aquella penumbra, al calor tenue de un calefactor eléctrico, y los dos nos llevamos una decepción. Fue por culpa de los nervios; de los nervios, y del convencimiento tácito de lo mucho que importaba ya. Pero las noches de enero son largas, y por la mañana nuestros temores se habían disipado y había surgido algo nuevo. Yo me sentía barrida y limpia, como reescrita por Kit; incluso me costaba creer que hubiera estado con otros hombres. Nunca hablamos de ese tema. Yo fui uniendo los puntos entre las anécdotas que contaba él y llegué a la conclusión de que, antes de conocerme a mí, su vida amorosa había consistido en una serie de comienzos fallidos. Y si Kit hizo lo mismo conmigo (extrapolar los datos, como habría dicho él, a partir de las historias cuidadosamente expurgadas que yo le contaba), debió comprender que ninguna de mis relaciones anteriores podía compararse, ni de lejos, con lo que había entre nosotros. Por lo que me dijo, comprendí enseguida que nadie, aparte de su familia, se había fijado nunca en él como no fuera por aprobar un examen, y sentí lástima por todas aquellas personas que le habían ignorado o que no habían intentado ver más allá de su aparente torpeza. Se estaban perdiendo todo un mundo. Para mí era un honor, un orgullo, que me dejara acercarme a él. Me hice cargo de su corazón y tan a pecho me tomé esa responsabilidad, que todas las noches me juraba a mí misma no defraudar su ideal de perfección.

Solo una mujer muy joven pensaría así.

El ansiado «Te quiero» llegó con otras palabras, pronunciadas de madrugada en la cama de Kit en Oxford.

—Laura.

Mi nombre interrumpió mi sueño en tono perentorio.

—Laura.

—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?

Traté de escudriñar su cara bajo el haz de luz débil que entraba del descansillo, pero solo distinguí una silueta confusa. Entrelazó sus dedos con los míos como si quisiera impedirme la huida.

—Perdona, no podía dormir. Necesito saberlo. —Parecía al borde de las lágrimas cuando cogió mis manos calientes con las suyas, tan frías—. Esto. Lo nuestro. ¿Para ti es lo mismo que para mí? Porque si no…

Estaba temblando. Concluí la frase por él para mis adentros. Porque, si no, no creo que pueda soportarlo. Porque, si no, prefiero que se acabe ahora. La sencilla belleza de todo aquello me dio ganas de reír, pero era consciente del valor que había tenido que reunir para preguntármelo.

—Para mí es igual que para ti —contesté—. Te lo prometo. Es lo mismo.

Aquella conversación fue nuestra proposición de matrimonio. A partir del día siguiente, empezamos a hablar sin sonrojo de cuando nos casáramos, de nuestros futuros hijos y de la casa en la que viviríamos cuando fuéramos mayores, y cuando Kit se refería a los eclipses que iría a ver diez, veinte o treinta años después, ambos dábamos por sentado que yo estaría a su lado, dándole la mano bajo la sombra del sol.

 

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LAURA

18 de marzo de 2015

 

 

Un amanecer anaranjado rompe suavemente sobre Alexandra Palace, un delicado telón de fondo para mi devolución del IVA. Sin conectarme a internet, voy rellenando una hoja de cálculo en el estudio de la buhardilla, y es un alivio que la monotonía lógica de mi tarea me sirva de distracción. La paranoia de anoche no se ha disipado junto con la oscuridad. En todo caso va a peor a medida que se acerca la hora de que Kit suba al barco. Es uno de esos días en que lamento no trabajar en una oficina; de ese modo podría desahogar mi ansiedad charlando sobre los programas de la tele de anoche o sobre a quién le toca traer los sobrecitos de té. Pero no: solo estamos yo y un teléfono rojo que parece brillar como una amenaza.

Hace un par de semanas, me descuidé en una conferencia y aparecí en una fotografía promocional. Las encargadas de la casa de acogida para mujeres donde trabajo a veces posan sosteniendo uno de esos cheques gigantescos junto a sus patrocinadores. Como yo había sido la encargada de cerrar el acuerdo, también estaba allí, al fondo. El refugio ha colgado la foto en su página web y tengo que pedirles que la quiten, o que me recorten, o incluso que me recorten con Photoshop. Por lo menos no han publicado mi nombre. Cuando las redes sociales estaban aún en pañales, Kit y yo decidimos no dejar ninguna huella digital de nuestras vidas. En estos tiempos en los que puedes encontrar a cualquiera con un solo clic de ratón, tenemos que esforzarnos más que nunca por no dejar ningún rastro. Echo mano a mi recurso de siempre cuando tengo que hacer una llamada que me incomoda: escribo un listado de lo que quiero decir, punto por punto. Cuando formo a nuevos recaudadores de fondos, les digo que lo más importante de todo —incluso más importante que creer en la causa que uno defiende— es tener un guion. No hagas nunca una llamada sin tener un esquema preparado. Si no puedes resumir lo que quieres decir en cuatro puntos, nunca conseguirás tu objetivo. Es un recurso que normalmente nunca me falla, y sin embargo hoy me quedo atascada después del primer punto.

 

• No puedo dejar que publiquen mi fotografía en internet.

 

El año pasado oí en Radio 4 que puedes comprarte un programa de reconocimiento facial, de modo que lo único que tienes que hacer es cargar una fotografía (escaneada, eso sí) y la aplicación busca imágenes en internet hasta dar con una que coincida. Me sonó a una de esas novelas de ciencia ficción que tanto le gustan a Kit, pero antes también me sonaba así toda la tecnología que ahora damos por descontada. Sabemos que Beth tiene una fotografía nuestra, como mínimo, y, como entonces no sabíamos lo taimada que podía ser, teníamos muchas fotos desperdigadas por el piso. Podría haber hecho una copia de cualquiera de ellas y haberla devuelto a su sitio sin que nos diéramos cuenta. Debo de ser una de las escasas mujeres que desean tener papada y patas de gallo, pero Kit asegura que he envejecido bien. No sé si es un halago o si se debe a que, como apenas hemos pasado una noche separados en estos últimos quince años, es incapaz de ver los cambios: la concavidad de debajo de los ojos y los acentos oblicuos, graves y agudos, que se han grabado en mi piel, entre las cejas. O puede que los vea y solo intente ser amable.

Son solo las ocho y media, la oficina no está abierta todavía, y me doy cuenta de que hay un modo cobarde de solventar esta situación. Llamo al refugio sabiendo que saltará el contestador, dejo un mensaje pidiéndoles que por favor retiren mi fotografía por motivos personales y confío en que, con la vergüenza, no hagan más indagaciones. Tengo suerte por ganarme bien la vida haciendo algo que me encanta y en lo que creo, pero está claro que mi negativa a publicitarme junto con las organizaciones para las que recaudo dinero ha supuesto un impedimento para mi carrera. Todavía recibo una o dos ofertas de trabajo al año, pero mi respuesta es siempre la misma: debo mantener un perfil bajo.

Supe desde el principio que había cierta dosis de locura en los arrebatos de Beth. Pero hasta lo de Zambia no entendí que, a su manera, era tan obstinada como Jamie. A veces me pregunto si vive, como yo, con nuestra historia bullendo constantemente de fondo y rebosando únicamente cuando va a haber un eclipse. No se puede vivir con ese nivel de estrés casi quince años. Tiene que darse en oleadas, como me ocurre a mí. O como debe de ocurrirle a Jamie, cuya cruzada no se rige por el alineamiento de los planetas, sino por mecanismos legales.

Tengo todo el cuerpo agarrotado después de pasar varias horas en la silla y cuando me levanto noto un latigazo en los riñones. Me siento en la taza del váter por cuarta vez esta mañana y luego recoloco las revistas del cuarto de baño en dos montones: New Scientist, New Humanist y The Sky at Night para Kit; y New Statesman, The Fundraiser y Pregnancy and Birth para mí. Para mantener el equilibrio, subo las escaleras de lado como un cangrejo y aprovecho para enderezar los cuadros de las paredes. Son una serie de fotografías de eclipses: negros círculos satinados circundados por lenguas de fuego blanco que, más que un fenómeno natural, parecen obras de arte abstracto. Están en orden cronológico y sin fechar a propósito, porque, aunque se me ocurriera cambiarlas de orden, Kit sabría decir exactamente cuándo y dónde se tomó cada una.

En la mesita auxiliar que tenemos junto a la puerta está nuestra foto de bodas, en un marco pequeño, de plata. Es una imagen agridulce: dos críos asustados vestidos con ropa ajena en la escalinata del ayuntamiento de Lambeth. A Kit le habían quitado los vendajes el día anterior.

Se oye un golpe sordo cuando los albañiles de al lado empiezan su jornada de trabajo. Hasta hace un par de años, en la casa contigua a la nuestra por el lado izquierdo vivían apretujadas dos familias. El año pasado la compraron Ronni y Sean, que ahora están reconvirtiendo los pisos en una casa con espacio suficiente para sus tres hijos. Como todos los que se mudan a este barrio últimamente, están rabiosos por haber tenido que marcharse de Crouch End por lo cara que está la vivienda. A nuestro barrio se lo conoce como Harringay Ladder, «la Escalerilla de Harringay», porque vistas en un mapa las calles que hay entre Wightman Road y Green Lanes parecen los dieciocho peldaños de una escalera. Wilbraham Road es el sexto peldaño empezando por abajo. Cuando les dijimos a Ronni y a Sean que vivíamos aquí desde 2001, Sean dio un silbido y dijo: «Debéis de tener un capitalazo