El duque y el destino - Julia London - E-Book

El duque y el destino E-Book

Julia London

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Beschreibung

Amelia Ivanosen, princesa de Wesloria, había estado coqueteando y esquivando por muy poco los escándalos. Antes de que hiciera algo demasiado extravagante, la enviaron a Inglaterra y contrataron a Lila Alexander, ilustre casamentera de la alta sociedad. Mientras estaba alojada en la finca de unos amigos de la familia, los Iddesleigh, lady Alexander fue presentándole a varios solteros muy codiciados, pero… no surgió la chispa. Parecía que a la princesa solo le atraían los hombres poco adecuados para ella. Junto a la finca de los condes de Iddesleigh vivía Joshua Parker, el duque de Marley, un hombre hosco y solitario. Por un buen motivo: su esposa había muerto al dar a luz y su hija tampoco la había sobrevivido. Cuando un buen amigo de Joshua lo arrastró a una velada en casa de sus vecinos, Amelia y él se desagradaron al instante. Sus bromas eran sarcásticas y acaloradas. Él era un presumido y un sabelotodo. Ella era una princesa egocéntrica y molesta. Entre ellos sí saltaban chispas o, más bien, fuegos artificiales, pero se odiaban. Entonces, ¿por qué no podían dejar de pensar el uno en el otro?

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Seitenzahl: 464

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2022, Dinah Dinwiddie

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

El duque y el destino, n.º 315 - abril 2025

Título original: The Duke Not Taken

Publicada originalmente por HQN™ Books

© De la traducción: María Perea Peña

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370005153

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

 

 

 

 

—Nunca te amaré.

—No querría su amor aunque lo tuviera.

—Entonces, faltaría más, casémonos.

William Goldman, La princesa prometida.

 

 

 

 

 

A quien quiera que sea el director de la Escuela Idedesleigh para Niñas Indisciplinadas, si es que existe tal persona, ya que parece que son las alumnas las que están a cargo, escribo esta carta como preocupado residente en Devonshire. Su escuela se ha convertido en una presencia disruptiva en lo que antaño fue un valle tranquilo. Por favor, no interprete esto como una queja contra la educación de las niñas, porque no se trata de eso en absoluto. Todos los niños deberían recibir una educación esmerada. Sin embargo, no se pueden tolerar gritos, llantos y cánticos que, en un día despejado, sin duda se oyen hasta el mar. Le ruego, con todos mis respetos, que les inculque algo parecido a la disciplina a sus alumnas para que la paz pueda reinar de nuevo. Gracias.

 

Un preocupado residente de Devonshire.

 

 

A un preocupado residente de Devonshire.

 

Señor Preocupado:

Gracias por su reciente misiva. Estamos de acuerdo en que el nivel de ruido que se eleva desde nuestra escuela cada día es ¡inconcebiblemente horrible! Es un verdadero misterio que las personas lleguen a la hora del té sin un fuerte dolor de cabeza. No hace falta decir que nuestras estudiantes son incorregibles y, aunque sea incomprensible, a veces están más preocupadas por quién está sentado al lado de quién que de sus propias figuras. No obstante, tenga la certeza de que en la Escuela Iddesleigh estamos trabajando con diligencia para inculcar a las alumnas algo parecido a la disciplina.

Les envío un cordial saludo a usted y a los suyos,

 

Escuela Iddesleigh para Niñas Excepcionales.

 

 

Al aspirante a director de la Escuela Iddesleigh para Niñas Ordinarias:

 

Esta mañana, las niñas no estaban en aula, donde es de suponer que les estarían proporcionando una educación adecuada. No, estaban cerca del río, riéndose y persiguiendo a los gansos por orilla, lo cual, y esto no debería tener que explicárselo a ningún adulto, ya representa un peligro en sí mismo. Lo que de otro modo habría sido la escena perfecta para el pincel de un pintor se estropeó con todos los gritos y graznidos. Sus pupilas deberían estar en sus escritorios. No me entra en la cabeza cómo puede estar impartiéndose educación alguna.

 

Un preocupado residente de Devonshire.

 

 

A un preocupado residente de Devonshire:

 

¡Gracias por escribir otra carta! Realmente, es desconcertante preguntarse cómo podría entrar algo útil en los cerebros de estas niñas,  

porque, simplemente, no dejan de hablar. Sin embargo, perseveramos y nos esforzamos por hacer las cosas lo mejor que podamos. Creemos que una educación integral incluye matemáticas, escritura, geografía y humanidades, lo cual, naturalmente, requiere una inmersión en la naturaleza en su forma más pura. Como pintor, debe de apreciar usted la importancia de eso. Por desgracia, hemos llegado a entender que, cuando un montón de niñas están al aire libre, a veces persiguen gansos y gritan mientras lo hacen. Sin embargo, estamos de acuerdo con usted en que esa actividad es de verdad un peligro y hemos sido muy severos en nuestras advertencias y avisos de que no les gustará nada que les piquen si continúan con estas prácticas.

Reciba un cordial saludo,

 

Escuela Iddesleigh para Niñas Excepcionales.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Marzo de 1858, San Edys, capital del estado de Wesloria.

 

Decían que la princesa Amelia se había enamorado de un lacayo.

—¿Otro? —preguntó su hermana, con consternación.

En realidad, Amelia no se había enamorado de él, pero, aunque así fuera, ¿quién podría reprochárselo? El invierno wesloriano había sido amargamente frío y largo. ¿Qué iba a hacer, atrapada en el palacio de Rohalan sin ninguna ocupación, en días en los que solo había unas pocas horas de sol? Mientras aullaba el viento y llovía a cántaros, se había pasado días y días frente a grandes chimeneas encendidas, ya que hacía demasiado frío como para alejarse de ellas. Y, esos días, cuando no era capaz de leer una página más ni mantener otra conversación terriblemente aburrida, buscaba juegos a los que jugar. Pero ¿quién estaba allí para acompañarla, salvo una dama de compañía y uno o dos lacayos?

Y, de todos modos… ¿qué importaba? Habían enviado al último lacayo al castillo de Astasia y la primavera estaba a punto de llegar. Todo estaba brillante, verde e inundado de rayos de sol.

Sin embargo, su hermana, Justine, la reina de Wesloria, movió la cabeza de lado a lado.

—No puedo mirarte ahora mismo. Besando lacayos… —dijo, como si la desconcertara, como si las dos no hubieran pasado una buena parte de su adolescencia fantaseando con eso mismo.

Cuando su dama de compañía, Lordonna, le susurró que el lacayo se lo había confesado al mayordomo real, quien, a su vez, lo había puesto en conocimiento del príncipe consorte, ella se esperaba preguntas del tipo «¿Cómo has podido?», sermones como «No deberías» y exigencias como «Prométeme, Amelia, que no…», y estaba completamente dispuesta a prometerlo. Se aferró a la esperanza de que, cuando se disculpara y jurara que no iba a volver a suceder, todos cambiarían de tema a algo mucho más divertido: la próxima temporada social. Habría bailes y galas, y ella estaba deseando que llegara algo nuevo y diferente, algo más que habitaciones oscuras y frías. Necesitaba la luz, el aire libre y el calor del sol. Necesitaba risas, atención, vida. Se estaba marchitando.

Con gran expectación, fue a la habitación privada de su hermana, pero su esperanza se desvaneció al ver a todos los que estaban allí reunidos.

Justine estaba sentada con las manos apretadas en el regazo. Esa era una señal segura de que su hermana estaba nerviosa. Para ser justos, el nerviosismo de su hermana había mejorado mucho desde que había asumido el trono, pero todavía podía atormentarla. Ella nunca había sufrido de los nervios, afortunadamente; su cruz era el aburrimiento. Era demasiado inquieta, tenía una necesidad imperiosa de buscar aventuras. Todo el mundo hablaba de los nervios de Justine y de cómo se angustiaba ante las multitudes, pero nadie hablaba de lo agobiante que podía ser para ella que no hubiera nada que hacer.

Detrás de su hermana estaba su apuesto marido, el príncipe consorte y traidor con sus cuñadas, William Douglas de Escocia. Se estremeció con pesar al verla, y ella no tomó aquello como el mejor de los presagios.

—Amelia, querida, ¿qué has hecho?

Aquel tono de irritación pertenecía a su madre, la reina viuda Agnes. Estaba sentada delante de un caballete junto a un joven que llevaba bata de pintor. Su madre no pintaba, pero hacía gestos hacia el lienzo y hablaba en voz baja con el artista sobre lo que había que añadir a la escena. Su madre tenía el talento peculiar de pintar por poderes. Si uno no tenía talento para el arte, ¿podía apropiarse del talento de otra persona? Ella diría que no, pero nadie le hacía caso.

Su madre la estaba mirando con enfado. Otro mal presagio.

Otra de las personas presentes en la habitación era Dante Robuchard, el primer ministro. Estaba de pie, junto a la ventana, fingiendo que observaba los jardines del palacio de Rohalan. Había estado a punto de perder su cargo en una votación convocada el otoño anterior. Desde entonces, siempre estaba alrededor de Justine. Parecía que creía que, si salía de la habitación, alguien iba a convocar elecciones rápidamente. Si ella supiera hacer ese tipo de cosas, lo haría.

Aquellas cuatro personas, en conjunto, ya eran suficiente como para que ella deseara un tónico. Sin embargo, fue la quinta persona que había en la habitación la que le produjo el mareo más fuerte. Estaba frente a la chimenea, calentándose las manos al fuego. Y, cuando se dio la vuelta, le lanzó una sonrisa y gorjeó:

—¡Su alteza real! ¡Cuánto me alegro de verla después de todo este tiempo!

La dama le hizo una reverencia muy marcada, aunque algo torcida.

—No —susurró ella.

Era lady Lila Aleksander. La casamentera. La misma mujer a quien habían contratado para que le buscara marido a Justine hacía tres años y había supervisado un desastre de proporciones épicas. Ella no tenía ni la más mínima queja sobre William, aparte de que le contara absolutamente todo a Justine, pero sí había tenido problemas con varios de los candidatos que la casamentera le había presentado a Justine antes de que su hermana se diera cuenta de que había tenido delante todo el tiempo al verdadero amor de su vida. Sin embargo, ninguno de los otros aspirantes había sido adecuado para una futura reina.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó lady Aleksander con gran alegría.

—Han pasado tres años desde la coronación de Justine —dijo su madre.

—Y ha pasado un año y medio desde que Amelia tuvo la aventura con el soldado —añadió Justine.

—No fue una aventura —dijo Amelia, alzando la barbilla. Aunque, en realidad, sí había sido una aventura.

Justine le hizo caso omiso y continuó:

—Y seis meses desde que flirteó por primera vez con un lacayo, ¡pero solo tres semanas desde que flirteó con el segundo! Ese es todo el tiempo que ha pasado.

—De acuerdo —dijo Amelia, y se puso las manos en la cintura—. Creo que todos entendemos lo que quieres decir, Jussie.

—Veo que ha estado ocupada, su alteza real —dijo lady Aleksander, alegremente—. Y, en todo este tiempo, ¿no ha habido pretendientes adecuados para usted?

—¿Adecuados? —preguntó ella. ¿Qué significaba eso, exactamente? ¿Adecuados según Robuchard, o según su propio juicio? —. A mí me agradaban uno o dos de todos ellos.

—Por desgracia, sus alianzas no eran adecuadas para la monarquía —dijo Robuchard. Su tono de voz daba a entender que el fracaso a la hora de concertar un matrimonio para ella había sido lo peor que le había pasado a Wesloria—. Algunas cosas, sencillamente, no se pueden pasar por alto —añadió, como si los caballeros en cuestión hubieran sido unos asesinos o unos traidores.

—En otras palabras —dijo William—, los intentos de celebrar un matrimonio adecuado para Amelia no han prosperado debido a la política y, bueno, a su fuerte aversión por la mayoría de los nobles weslorianos —explicó, y la miró como si la estuviera desafiando a que mostrara desacuerdo con sus palabras.

—¿Qué ocurre? ¿Acaso debo encadenarme a cada pretencioso noble wesloriano que entre a palacio? ¿Es eso lo que queréis?

—Ah. Creo que veo cuál es el problema —dijo lady Aleksander, y asintió mirando a William.

—¡No hay ningún problema! —exclamó ella.

Aunque sí lo había.

Lógicamente, ellos pensaban que el problema estaba en ella. Pensaban que era una coqueta incorregible que no podía mantener las manos apartadas de los lacayos. Sin embargo, el verdadero problema era que nadie la entendía. Justine sí la entendía antes de ser reina, pero, desde que se había implicado totalmente en los asuntos reales, tenía muy poco tiempo para su hermana.

En su opinión, la estaban protegiendo demasiado. Ya había cumplido veintiséis años y tenía necesidades, ambiciones y deseos. Allí no hacía nada y le irritaba sentirse inútil para cualquier cosa que no fuera cortar una cita aquí o patrocinar una organización benéfica allá. La única responsabilidad que tenía, como heredera de repuesto, era la de esperar a la alargada sombra de su hermana hasta que la necesitaran. Si alguna vez la necesitaban.

—¿Quieren saber lo que pienso? —preguntó lady Aleksander.

—No —respondió ella, en el mismo instante en que su hermana respondía que sí, por favor—. Creo, alteza real, que se merece usted a alguien que esté a la altura de su espíritu aventurero.

—Espíritu aventurero —dijo la reina viuda, lentamente—. Es una forma única de describirlo.

—Un momento…

Estaba muy claro lo que iba a suceder y ella, frenéticamente, trató de pensar en una forma de evitarlo.

—No es posible que esté aquí por mí, lady Aleksander. Estoy segura de que no, porque alguien me lo habría mencionado —dijo, y miró a su hermana, acusándola en silencio.

—Por el amor de Dios, Amelia. No es que venga a escoltarte al patíbulo, precisamente —le dijo su madre, con enojo.

—Todavía —murmuró Justine.

—Y, de verdad, querida —prosiguió la reina Agnes—, tú eres la única culpable. ¿Qué sugieres que hagamos contigo?

—¡No tenéis que hacer nada conmigo, madre! Soy una persona adulta y conozco bien mis sentimientos y mis deseos. Podrías preguntarme qué me gustaría hacer. Me gustaría hacer algo útil. Con todos mis respetos, lady Aleksander, no necesito sus servicios.

—Lo entiendo —dijo lady Aleksander, y ella estuvo a punto de desmayarse del alivio—. Las personas nunca piensan que me necesitan. ¿Esto son pastas de té?

—Sí —dijo Justine—. No sé por qué, pero pensé que podríamos sentarnos como personas civilizadas y tomar un té. Debo de haberme vuelto loca. Amelia, querida, Lila ha venido a ayudarte. No porque tú la necesites, sino porque nuestros intentos de encontrar una pareja adecuada para ti han sido inútiles. Y, a propósito, sí tienes cosas útiles que hacer. ¡Acabo de nombrarte patrona real de la nueva Biblioteca Rey Maksim!

Ella apretó los puños para contenerse y no dar un grito. En la inauguración de la biblioteca, que ella había presidido a petición de su hermana, era la única persona menor de cincuenta años. Habían tomado té con pastas, pero nadie había tocado una melodía animada ni había habido ningún baile.

—No me refiero a ese tipo de ocupación.

Justine suspiró. Miró a su alrededor por la habitación.

—¿Nos disculpáis un momento?

—Tómense todo el tiempo que necesiten —dijo lady Aleksander—. ¿Puedo probar una de las pastas de té?

Justine se puso en pie, la tomó del codo y se la llevó al otro extremo de la habitación, donde nadie pudiera oírlas.

—Te estás comportando como una malcriada —le susurró con vehemencia, mirando a los demás por encima de su hombro—. ¿De verdad te ha sorprendido tanto? Tienes veintiséis años, Amelia, y andas por ahí besándote con los lacayos. ¿Vas a seguir así hasta que hagas algo tan imperdonable que te impida casarte?

Amelia se quedó boquiabierta.

—¿Y tu solución es venderme al mejor postor?

—Mein Gott —dijo Justine en alemán, la lengua materna de su madre. Tanto su hermana como ella lo hablaban perfectamente y soltaban palabrotas con fluidez—. Mi solución es ayudarte a encontrar la felicidad. Alguien que pueda estar a tu lado en esta vida con tus condiciones. Alguien que sea agradable para quienes te aman y que se adapte a tu posición de miembro de la familia real. Además, tú siempre has querido estar casada y tener una familia numerosa. Pero te metes en aventuras sin sentido.

A ella se le escapó un jadeo.

—Eso no es justo, Justine. Aquí no tengo libertad, y tú lo sabes.

—Piénselo de esta manera, su alteza real.

Las dos hermanas dieron un respingo. No habían oído acercarse a lady Aleksander.

—Va a disfrutar de la temporada social de Inglaterra.

Amelia estaba dispuesta a discutir, pero aquella última frase captó toda su atención. Inglaterra y, específicamente, Londres, era algo diferente que tener a una casamentera arrastrando a un puñado de pretendientes al palacio de Rohalan en San Edys.

—¿Londres?

—Una hermosa casa de campo —dijo lady Aleksander, entre mordisquitos—. Muy cerca de Londres.

—¿Una casa de campo?

Eso no sonaba parecido a una temporada social. Sonaba parecido a un castigo.

—Estará rodeada de amigos. Habría fiestas y bailes. Todas las cosas de moda. ¿Recuerda a lord Iddesleigh? —preguntó lady Aleksander.

¡Iddesleigh! Beckett Hawke, el conde de Iddesleigh. Lo recordaba, por supuesto, pero… era demasiado mayor para ella.

—Está casado…

—Oh, claro que sí, y felizmente. Su esposa y él se han instalado en su casa de campo con sus encantadoras niñas. No sé si ha tenido el placer de visitar la campiña inglesa en primavera y verano, pero es tan…

—¿Qué tienen que ver Iddesleigh y su encantadora familia conmigo?

—¡La han invitado a pasar allí el verano!

Amelia miró a Justine con irritación.

—¿Me han invitado?

—¡La idea les pareció tan buena! —exclamó lady Aleksander, corrigiéndose ligeramente—. Y lord Iddesleigh me ha asegurado que habrá bailes y todo eso.

—¡Todo eso! —repitió Amelia.

—¡Todo eso, Amelia! —exclamó su madre, con severidad—. ¡Deja de repetir todo lo que dice la dama!

Justine le puso la mano en el brazo.

—Amelia, escúchame. Vas a tener todas las oportunidades que quieras para relacionarte y, en caso de que haya un soltero adecuado que te llame la atención, todo puede suceder con calma y sin que los periódicos de Wesloria relaten hasta la última de las miradas y hasta la última de las sonrisas.

Bien, eso era muy interesante. La prensa wesloriana había formado un gran alboroto con todos los chismes que circulaban sobre ella, informando de que tenía una moral relajada, lo cual, probablemente, era cierto, y de que tenía un carácter infantil, lo cual no era cierto. También habían publicado que era desagradable. Ella admitió que podía ser cierto, pero Justine le había dicho que eso era una tontería.

De todos modos, no le estaban agradando demasiado aquellos planes de enviarla fuera del país.

—¿No os preocupa que no haya nadie vigilándome? ¿Habéis olvidado que ninguno de vosotros confiáis en mí?

—Confío en Lordonna y en mi amiga Lila Aleksander para que te vigilen de cerca.

Ella miró a la dama. Lady Aleksander se quitó una miga del labio y dijo, alegremente:

—¡Yo voy con usted! Me encargaré de que la instalen en Iddesleigh y de que todo vaya como la seda.

—Y, naturalmente, no van a ir solas, su alteza real —dijo Robuchard—. Wesloria estará bien representada por su séquito.

A ella le daba vueltas la cabeza. Todos habían estado hablando de aquello a sus espaldas. Obviamente, no solo era idea de Justine. Los miró a todos.

—¿Me vais a… a desterrar?

—¡No! —contestaron todos, al unísono.

Salvo Justine, que dijo.

—No, desterrada, no.

Amelia miró con incredulidad a su hermana, que tenía cara de sentirse avergonzada.

—De veras, pensé que te ibas a poner muy contenta, porque te encanta Inglaterra.

—Me encanta Londres.

—Vas a estar muy cerca —dijo Justine, y le pasó un brazo por los hombros—. Y allí tendrás más cosas que hacer —añadió. Inclinó la cabeza y le susurró al oído—: Y ten en cuenta que nuestra madre no estará allí para dar frecuentemente su opinión.

—¿Qué dices? —preguntó su madre, en el momento justo.

—¿Recuerdas lo contentos que estaban todos en Inglaterra por tener cerca un par de princesas?

Por supuesto que lo recordaba. ¿Cómo olvidarlo? Las dos atraían a la multitud allí donde fueran, y a ella le había encantado. Se había emocionado con tanta atención.

—Solo que, esta vez, todos te prestarán atención a ti.

Justine la conocía bien. Sabía con cuánta frecuencia había sido ignorada y descartada a favor de Justine, la heredera al trono.

—¿Y si te tomas tantas molestias y después nadie me conviene? —le susurró Amelia—. Sabes lo fácilmente que me enamoro y me desenamoro.

—No, cariño, no creo que nunca te hayas enamorado de verdad. Y, si no encuentras a nadie conveniente, volverás a San Edys a tiempo para la pequeña temporada de otoño. Piensa en esto como un cambio de aires.

Ella puso los ojos en blanco. Sin embargo, la idea de hacer algo diferente la atraía. Algo aventurero, completamente sola, sin Justine, sin su madre, sin nadie más. Y quería conocer a un caballero que pudiera ser suyo.

—Está bien —dijo—. Iré.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Marzo de 1858.

Devonshire, Inglaterra.

 

Por la mañana, las ventanas estaban abiertas de par en par, pero no corría la más mínima brisa y el calor era inusual para aquella época del año. Llevaba semanas sin llover y toda la finca de Hollyfield lo acusaba.

Joshua Parker, el duque de Marley, estaba en la cama. Había tirado la sábana al suelo y el camisón, al otro lado del dormitorio. Tenía el pelo húmedo. No estaba dormido, sino, más bien, acostado, inmóvil, con los ojos cerrados, deseando que lloviera.

Pero, entonces, oyó cantar a alguien a lo lejos. Al principio, pensó que eran ángeles. Afortunadamente, por fin habían ido a buscarlo. O, tal vez, estaban celebrando una misa cantada por su alma perdida mientras bajaba hacia Hades.

Ciertamente, hacía suficiente calor como para pensar en el infierno.

El cántico de los ángeles fue acercándose y, entonces, empezó a parecerse menos al sonido de los ángeles y más al de los niños.

¿Niños?

¿Qué iban a hacer unos niños en Hollyfield? Allí no había nadie más que él, aparte de su mayordomo, el señor Butler. Y el señor Martin, su ayuda de cámara. Y la señora Chumley, la cocinera. Y la señorita Halsey, el ama de llaves, que tenía un rostro algo aterrador y a quien él prefería dirigirse solo por su apellido para ahorrar tiempo. Al igual que él, Haley no perdía el tiempo con palabras de más.

Y, por último, también estaba una solitaria doncella a la que veía pasar, de vez en cuando, de habitación en habitación con un plumero.

Pero, decididamente, no había niños.

Cuando se casó, Hollyfield estaba abarrotado de personal. No se podía dar un paso sin chocarse con un lacayo, una camarera o un mozo de cuadra. Sin embargo, había dejado marchar a la mayoría de ellos después de morir la duquesa, porque, ¿qué sentido tenían todos aquellos criados entonces?

El canto se acercaba. Le resultaba molesto. Para empezar, los niños desafinaban. Para continuar, parecía que estaban sollozando. Y, para terminar, uno de los niños cantaba más retrasado que los demás. ¿Qué entonaban, un himno? ¿Quién demonios había puesto a unos niños a cantar un himno por la maldita mañana?

Se incorporó y se apartó un mechón de pelo húmedo del ojo. El perro, Merlín, que estaba a los pies de la cama, alzó la cabeza y lo miró. Bethan, el otro perro, estaba en el suelo, tendido de costado, con la lengua colgando y tratando de refrescarse. Y Artemis, el gato, estaba en el alféizar de la ventana, de espaldas al paisaje, observándolo silenciosamente.

Se levantó de la cama y pasó por encima de Bethan para acercarse a la ventana. Artemis saltó con gracia al suelo y caminó sobre el perro como si fuera una prenda de ropa. Tal vez Artemis pensara que lo era; había mucha ropa suya por todas partes. El día anterior no había permitido al señor Martin que entrara en su habitación.

El cántico cesó. También el llanto. Estiró el cuello para ver el camino que discurría en paralelo al río. No vio a nadie y se rascó la barbilla mientras se alejaba de la ventana. En cuanto lo hizo, comenzó de nuevo una canción.

«Todas las criaturas de Dios y del rey», cantaban. «Alza tu voz y canta con nosotros. Aleluya».

Bethan comenzó a rascarse vigorosamente una picazón que tenía en el costado.

Él cerró la ventana de golpe. Artemis se metió debajo de la cama y Merlín dio un ronquido.

—¿Excelencia?

Él miró a su alrededor con los ojos vidriosos. Su mayordomo estaba en el umbral de la puerta. Parpadeó y fijó la mirada en el techo.

«Oh, tú, sol ardiente de brillo dorado», cantaron los niños. Las voces se filtraron por las rendijas de la ventana.

—¿De quién son esos niños? —gruñó él, con las manos en las caderas.

—¿Niños? —le preguntó Butler al techo.

—¿Es que no los oye? —preguntó él.

—Ah, sí. Los oigo.

Se fijó en que Butler le había llevado un sobre de color crema en una bandeja.

—¿Qué es eso?

—Ha llegado de Iddesleigh, excelencia.

Otra vez, no. Beckett Hawke estaba resultando ser un vecino muy molesto.

—¿Es que nadie respeta ya una mañana tranquila del prójimo? ¿El cántico de los himnos y la entrega del correo deben hacerse por las mañanas?

Buther apartó la mirada del techo con cautela, pero solo un instante. Después, la fijó en la repisa de la chimenea. ¿Qué le pasaba? Él se dio cuenta de que estaba desnudo. Se acercó al final de la cama, sacó la bata de debajo del cuerpo de Merlín y se la puso.

—Está bien. Dame el sobre, por favor —dijo, y extendió la mano.

Butler se arriesgó a echar un vistazo y, después, se acercó con suma precaución. Él tomó el sobre de la bandeja justo cuando el canto comenzaba de nuevo.

—¿Qué diablos?

Fue a la ventana y la abrió de nuevo.

Allí estaban. Había una docena de niños, niñas, en realidad, vestidas con colores rosa, amarillo y azul pastel. Iban en parejas, tomadas de la mano, siguiendo a un caballero que vestía un abrigo largo y negro y un sombrero negro de ala ancha.

—¿Qué significa esto? —preguntó él, señalando a las niñas con indignación.

El caballero que las guiaba hizo que dejaran de cantar, se agachó y señaló algo. Las niñas lo rodearon para echar un vistazo.

Bethan se derpertó y metió el hocico bajo su mano. Él le rascó la cabeza distraídamente mientras Butler se acercaba despacio para echar un vistazo.

—Ah —dijo—. Lord Iddesleigh ha fundado una escuela para niñas en la antigua cabaña del guardabosques.

—¿Una escuela? —repitió él—. ¿Para niñas?

—Sí, excelencia. Me parece que lord Iddesleigh tiene una o dos hijas.

Tenía cinco. Por el amor de Dios, en algún momento, un hombre tenía que asumir que no iba a tener un hijo varón y dejar en paz a su esposa.

—Su mujer y él han fundado un colegio para ellas y para las otras niñas de la zona y han traído a un buen director.

—¿En la cabaña de un guardabosques?

—Creo que solo es una ubicación temporal, excelencia.

Bajo ellos, una de las niñas tomó del pelo a otra, de repente, y tiró con fuerza. La otra niña agarró el vestido de su agresora. Las dos comenzaron a forcejear como borrachos en un pub.

—¿Va a tomar el té? —preguntó Butler, ajeno a la pelea que estaba teniendo lugar abajo.

Joshua vio que el caballero vestido de negro se colocaba entre las chicas para separarlas. Las dos niñas, cuyas cintas del pelo habían quedado colgando de las puntas de su cabello o estaban pisoteadas en el suelo, expusieron el caso ante el caballero simultáneamente. Para él estaba claro que la agresora era la más alta. Se preguntó si debía gritárselo al caballero. Se pasó los dedos por el pelo y se apartó de la ventana para mirar la hora en el reloj de la repisa de la chimenea. Eran las tres y media.

Las tres y media, Dios Santo. Debería sentir vergüenza por levantarse a aquellas horas, pero no la sentía. De hecho, se dejó caer de espaldas al lado de Merlín, que, inmediatamente, apoyó la cabeza en su pecho.

—No quiero té, Butler. Gracias.

Rompió el lacre de la carta y la leyó. Era otra invitación para una cena, tan entusiasta como las que la habían precedido, con la insistencia de que la autora no aceptaría un no como respuesta.

Joshua le entregó la invitación a Butler.

—No —dijo.

No tenía tiempo ni paciencia para los asuntos sociales. Ya tenía suficientes cosas en las que pensar y cosas que hacer, sobre todo, ahora que la escuela para niñas estaba en marcha. Por supuesto, debía pensar estratégicamente. Era el duque de Marley y no podía permitir que lo vieran como alguien opuesto a la educación femenina. Sin embargo, tampoco quería ser el duque que tuviera que sufrirlas.

No, después de todo lo que le había ocurrido.

No, después de lo que había hecho.

Tendría que comunicar sus sentimientos de una manera más sutil.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Abril de 1858.

Inglaterra.

 

A su majestad la reina Justine:

 

Querida hermana, rezo porque al recibir esta carta te encuentres con buena salud y buen ánimo, porque, sinceramente, espero que una de nosotras esté bien. Tengo mucho que contarte, y debo empezar por el hecho de que venir a Devonshire ha sido un gran error. Aunque te culpo por haberme enviado aquí, no estoy enfadada contigo. En realidad, estoy decepcionada conmigo misma por haber permitido que me convencieras de que esto era una especie de solución. ¿No podríamos haber supuesto que Iddesleigh House era tan aburrida como el palacio de Rohalan, o peor aún, ya que está a miles y miles de kilómetros de la sociedad? No está cerca de Londres, sino a un día de camino contando con los caballos más veloces. Está en el interior del país, tan interior, que he tenido poquísimas visitas desde que estoy aquí, y todos los visitantes eran bastante mayores.

¡Te echo de menos horriblemente! No tengo con quién hablar. Como sabes, Lordonna es muy tranquila y se reserva sus opiniones. Eso me deja solo a Lila. Pero, en este momento, ella está en Londres, reuniéndose con caballeros a los que posiblemente pueda convencer de que vengan hasta aquí para asistir al baile que van a organizar lord y lady Iddesleigh en mi honor. Parece que están muy decididos a hacerlo y a mí me encanta la perspectiva de tener un baile, pero no me encanta tanto que solo vengan personas mayores. ¿Con quién voy a bailar?

Me imaginé que Iddesleigh sería una gran casa de campo inglesa, y culpo a Lila de ello, porque me la describió como una gran mansión campestre. Ella tiene tendencia a usar siempre los términos más optimistas. De hecho, la campiña que atravesamos de camino hasta aquí era bastante hermosa, con colinas onduladas que el sol del atardecer teñía de colores dorados y rosados. Pasamos cerca de algunas casas grandes de estilo georgiano. ¿Te acuerdas de nuestro tutor, monsieur Klopec, y de su amor por la arquitectura? Debí de prestarle más atención de la que pensaba, porque reconocí el estilo de inmediato.

Tenía todos los motivos para creer que Iddesleigh sería tan grandiosa como las casas que dejábamos atrás. Me imaginé grandes jardines, un salón de baile con cuatro arañas, una casa de campo digna no solo de la visita de una princesa, sino de la propia reina Victoria.

Sentí entusiasmo hasta casi el final del largo viaje hasta Iddesleigh, cuando tuve el presentimiento de que las cosas no serían como me las había imaginado. No me vas a creer cuando leas esto, pero ¡estuvo a punto de llevarme la Parca a menos de ocho kilómetros de Iddesleigh! De la nada, apareció un jinete cabalgando imprudentemente junto a los carruajes. Iba vestido de negro y montaba un caballo negro prodigioso. Iba tan cerca, en un tramo estrecho de la carretera, que temí que chocara con el carruaje y nos matara a todos.

Sin embargo, en el último momento, dirigió al caballo para evitar una colisión, nos pasó a toda velocidad y desapareció por la carretera. El cochero le gritó cosas terribles, pero el jinete no le hizo caso. Sin embargo, durante los pocos segundos que había durado todo a mí se me había subido el corazón a la garganta y no podía respirar. Miré a Lordonna, que estaba tan asustada como yo, y le pregunté que quién creía que podía ser. Ella me respondió que, quizá, fuese lord Iddesleigh. Yo no lo creí, porque recordaba a lord Iddesleigh como un caballero muy amigable y sin tendencia a apresurarse para ir a ningún lado.

El jinete, por el contrario, pasó tan rápidamente, y era tan oscuro y amenazador, que me recordó a la Parca. Se parecía a la que describió Hortensia. ¿Te acuerdas de Hortensia? Fue niñera nuestra solo unas semanas. Una vez oí a mamá decir que había tenido pan que le había durado más. Pero Hortensia estuvo allí el tiempo suficiente como para impartir algo de sabiduría. «Cuidado con la Parca», una de sus enseñanzas. Y, otra, «El diablo está siempre observando y ahora te ve».

En fin, unos kilómetros después de nuestro encuentro con la Parca, llegamos a la casa de los Iddesleigh, que me sorprendió mucho, y no favorablemente. Es poco impresionante en todo, salvo en el tamaño. Hay partes que tienen andamios, lo que, supongo, indica que están en fase de arreglo o, peor aún, de desmantelamiento. La mitad de la casa parece los restos de un castillo medieval, y la otra mitad, una serie de ampliaciones añadidas a lo largo de los años con una mezcla de estilos arquitectónicos que apenaría terriblemente a monsieur Klopec.

La finca es muy sencilla, solo césped bien cuidado y una cancha de bolos. Pero no hay laberinto, ni jardín, ni flores. ¡Ni siquiera una fuente o una estatua que pudiera darle interés!

Mis habitaciones están bastante bien, supongo. Tengo un dormitorio, una sala de estar, un vestidor y un baño, y una habitación contigua para Lordonna. El alojamiento está perfectamente bien, aunque no tan bien como mis habitaciones de Rohalan. La primera noche hubo una tormenta que causó goteras y el agua caía sobre el diván. Durante los siguientes días tuve que soportar a una horda de obreros que trabajaban a toda velocidad para reparar el tejado.

La casa es tan grande que lady Iddesleigh necesitó dos tardes para enseñármela entera.

—Es muy grande —comentó, innecesariamente, más de una vez.

No quiero ser malintencionada, pero esta señora tiene tendencia a repetirse. También dijo que la casa no era especialmente funcional para una familia numerosa, y yo le dije que no veía por qué no, que tenía un ala para todos los que la quisieran. Y, entonces, Blythe… Ah, debo llamarla Blythe y a su esposo, Beck, porque se empeñan en que los traten como si fueran de la familia. Blythe dijo que estaban construyendo un ala nueva para su pequeña prole.

Yo me eché a reír, cosa que supongo que no debería haber hecho, y ella me miró con curiosidad. Le expliqué que su prole no era pequeña, sino bastante grande, y que nunca había oído hablar de nadie que tuviera tantas hijas. Creo que se sintió ofendida. No pensé que hubiese dicho nada malo, pero le pedí perdón y le aseguré que solo quería decir que cinco hijas eran muchas. Ella me dijo que pensaba que era la cantidad perfecta. Supongo que cinco hijas es la cantidad perfecta si una tiene la intención de organizar su propio ejército y derrocar a la reina, pero no veo ningún motivo para que, de otro modo, lo sea.

En realidad, Jussie, las hijas son lo más interesante de Iddesleigh. Tienen entre ocho y dos años. Mathilda, a quien las niñas llaman Tilly, es la mayor. Es bastante escéptica con todo lo que dicen sus padres y un poco tirana con sus hermanas. Las gobierna de la misma forma que nos gobierna mamá a ti y a mí, siempre diciéndonos lo que tenemos que hacer. Te ruego que no le leas esta frase cuando se empeñe en que le leas la carta completa.

Maren, la siguiente, tiene siete años y es la más callada de todas. Su padre dijo que esperaba que eso significase que era estudiosa, pero como sus hermanas nunca le permitían hablar, no estaba seguro de que fuera así. Maisie tiene seis, pero afirma que tiene siete, para consternación de Mathilda, que no puede soportar una falsedad tan demostrable. Margaret, a quien sus hermanas llaman Meg Pata de Palo, aunque tiene dos piernas que funcionan perfectamente, tiene cuatro años, y la última, la pequeña Birdie, solo tiene dos.

«¿Birdie?», le pregunté a Beck. «¿No Miranda y Mariah?».

Dijo que la letra eme se había vuelto aburrida y que habían cambiado a otra letra del alfabeto. La be era la opción más popular y, si se tienen más hijos, hay muchos nombres con be para elegir. Dios Santo, Jussie, ¿más hijos? ¡Creo que están locos!

Ah, y casi me olvido de Alice, un perrito blanco que sigue a las niñas allá donde van. Pero Alice es claramente un macho y ¿sabes? Supuse que la explicación de por qué tiene un nombre femenino iba a ser tan absurda que me abstuve de preguntar por qué se lo habían puesto.

A las niñas les gustan mis cosas, les encanta probarse mis joyas y accesorios. Sus preguntas y teorías sobre la vida real son muy entretenidas. Les permito que piensen lo que quieran, porque, la verdad, no hay mucho que admirar en la vida de una heredera de repuesto.

Su padre me parece entretenido, a su manera, pero creo que he empezado con mal pie con su madre. Sinceramente, no sé por qué, porque he tratado de ayudar en todo lo que he podido. No es culpa mía que haya una pelea todas las mañanas, cuando llega la hora de que las niñas mayores se vayan a la escuela y las dos más pequeñas, a la guardería. Es tan ruidoso y estridente que, una mañana, me ofrecí a acompañar a las mayores al colegio para ponerle fin a todo eso. Lord y lady Iddesleigh son terriblemente desorganizados.

Lila vino de Londres el fin de semana pasado para hablarme de este caballero y de aquel otro. Me preguntó de nuevo qué me gustaría en un marido. Está muy entusiasmada porque haya tantos caballeros deseando conocerme. Sin embargo, también me preguntó si podía darme un consejo. Naturalmente, yo le rogué que continuara; me dijo que no debía darles mi opinión a los Iddesleigh a menos que me lo pidieran. Yo me eché a reír, Jussie. ¡No había hecho tal cosa!

Ella me dijo que a algunos padres no les gustaba que les instruyeran sobre cómo debían criar a sus hijos. Dijo que sospechaba que yo, siendo una princesa, cuya opinión sobre muchas cosas es muy solicitada, seguramente pensaba que también se me solicitaba en ese sentido. Le pregunté de qué demonios estaba hablando y me dijo que no debía haber sugerido una hora de acostarse más adecuada para las niñas. ¿Y por qué no, pregunto? En realidad, si las niñas se acostaran hay una hora decente, las mañanas serían soportables. No es culpa mía que los Iddesleigh lleguen tarde a todo: al desayuno, a la cena, a la iglesia. Le expliqué a Lila que solo quería ayudarles.

Lila estuvo de acuerdo conmigo en que, por supuesto, yo ayudaba, pero que a veces parecía un poco oficioso. No sé qué significa eso, exactamente, pero me parece que quería decir que soy demasiado atrevida. Sea lo que sea, no fue elogioso.

Dijo que era bastante natural que una princesa quisiera ayudar allí donde viese una necesidad, pero que, en esta ocasión, tal vez debería concentrar mi atención en otra cosa. Le pregunté a Lila en qué otra cosa, ya que no hay ninguna ocupación en absoluto.

Bueno, no importa, yo misma he resuelto mi problema. Ahora me encargo de acompañar a las niñas a la escuela todos los días. Es un paisaje precioso y he descubierto que disfruto mucho caminando.

No creerás lo que pasó hace dos días. ¡Vi otra vez a la Parca! No lo habría visto si no me hubiera encargado de acompañar a las niñas al colegio. Y, si no lo hubiera visto, no habría regresado a la escuela, donde, por casualidad, encontré un trabajo por mi cuenta, lejos de Iddesleigh. Pero debo guardar esa noticia para más adelante. Ahora oigo que Blythe me está llamando. ¡Espero que sea una visita! Me encantaría tener una visita. Una visita joven.

Te escribiré pronto.

Con cariño, tu hermana Amelia.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Había hecho muy buen tiempo desde que Amelia había llegado a Iddesleigh, pero aquella mañana estaba muy nublado y caía una llovizna fina. Las niñas y ella se pusieron abrigo y gorro para ir al colegio.

—¿Está segura, su alteza real? —preguntó Blythe, mirando hacia la puerta principal—. Haré que Garrett traiga un carruaje.

—No, no es necesario. Para cuando hayan enganchado el tiro, nosotras ya estaremos en el colegio.

—Pero… no me gustaría que usted se enfriara.

Para que ella enfermara hacía falta algo más que una llovizna.

—¡Voy a estar perfectamente! —insistió—. Me gusta el paseo. A todas nos gusta, ¿verdad? —les preguntó a las niñas.

—¡Sí! —gritó Maisie, y lo demostró saliendo a todo correr por la puerta y metiéndose en el primer charco que encontró.

—¡Maisie! —gritó su madre.

Pero ya era demasiado tarde. Su hija se había puesto a saltar en el charco y se había salpicado todo el abrigo.

—¿Lo ve? Vamos a estar bien —dijo Amelia, con confianza.

Blythe no estaba tan convencida. Pero no sirvió de nada, porque Mathilda y Maren ya habían salido, ajenas también a la humedad. Amelia las siguió y las reunió para echar a andar por el sendero.

Cuando llegaron al pequeño vestíbulo del colegio, Mathilde dijo que a Maisie se le había estropeado el bajo del vestido.

—Mamá se va a enfadar —añadió.

—No, no se va a enfadar —dijo Maisie.

—Sí, se va a enfadar.

—No se va a enfadar.

—Se va a enfadar.

Maren colgó su sombrero en el perchero y caminó entre sus hermanas hacia el aula sin decir una palabra. Beck tenía razón: era la más inteligente de todas.

—Está bien —dijo Amelia, mediando en la pelea—. Como a Maisie se le habrá secado el bajo del vestido cuando vuestra madre lo vea, solo podemos esperar a ver si se enfada o no.

—¿Lo ves? —preguntó Maisie, y arrojó la capota a su espalda, sin preocuparse de dónde caía, antes de entrar dando saltos al aula.

Mathilda suspiró ruidosamente, la recogió y se la entregó a ella.

—Nadie me cree nunca. Mamá se va a enfadar mucho.

Le dio su capota a Amelia también y entró en la clase. Ella miró las dos capotas. Se había convertido en doncella. Había hecho un larguísimo viaje para acabar siendo una doncella.

Colgó las capotas en los ganchos de la pared y se dio la vuelta para irse, pero casi chocó con el señor Roberts, el director.

—¡Oh! Señorita Ivanosen, buenos días.

—Buenos días, señor Roberts.

El primer día que había acompañado a las niñas, el amable director se había quedado desconcertado. Ella se había presentado como la señorita Ivanosen en broma, pensando que, seguramente, él sabía quién era.

Pero el pobre hombre no lo sabía. Francamente, parecía que le causaban confusión un gran número de cosas y todos los días estaba en medio de una búsqueda frenética de todas sus cosas: los anteojos, la llave de la puerta…

Aquella mañana tenía el pelo de punta.

—¿Está bien, señor? —le preguntó ella.

—Oh, por supuesto que sí, señora, gracias. Lo único que ocurre es que no encuentro la campana de la escuela. Necesito una buena campana para la escuela.

—Sí, es cierto —dijo ella—. ¿Quiere que le ayude a buscarla?

La expresión del director se volvió de alivio.

—¿Sería usted tan amable? —preguntó, y miró más allá de su hombro.

Había dos niñas que acababan de llegar y estaban consternadas porque no quedaban perchas para sus sombreros. Ella se hizo cortésmente a un lado.

Bien, ¿dónde pondría alguien la campana de la escuela? En el vestíbulo, no, puesto que era demasiado pequeño. Echó un vistazo por el aula, donde las chicas estaban en grupos de dos y de tres, hablando todas a la vez. Allí, tampoco, porque alguien la estaría tocando, con toda seguridad. Probablemente, Maisie.

Fue a una habitación mucho más pequeña que hacía las veces de oficina. Era asombroso que alguien pudiera entrar allí. Estaba en el más absoluto desorden. Había papeles apilados por todo el escritorio y libros y pizarras en una silla, colocados allí al azar. En el suelo había varias capas, botas y aparejos de pesca. En un rincón, bastones de distintos tamaños. Delante de la ventana había colgadas dos jaulas de pájaros vacías. Las estanterías estaban repletas de libros y un gato de peluche al que le faltaba un ojo la estaba observando desde una cómoda.

Pero allí, a la vista, sobre una de las pilas de papeles, estaba la campana de la escuela. Pasó por encima de un cubo para recogerla. Miró, por casualidad, el papel que había justo debajo de la campana. Era una carta que estaba abierta, como si el señor Roberts hubiera tenido intención de leerla pero otra cosa hubiera requerido su atención y hubiera dejado allí la campana para acordarse.

Ella ladeó la cabeza y pasó la vista por la misiva. Era una petición de un caballero para que aceptasen a su hija en la escuela. No sabía dónde iban a poder meterla, porque el colegio ya estaba abarrotado. Se encogió de hombros y volvió al aula. Alzó la campana para que el señor Roberts, desde su posición privilegiada en la clase, pudiera ver que la había encontrado. La colocó con cuidado en el alféizar de la ventana y él le hizo un gesto de agradecimiento con la mano.

Al salir de la escuela, oyó su voz, clara y fuerte.

—Muy bien, señoritas, ¡es hora de comenzar con nuestras tareas escolares!

Ella tomó el sendero. La llovizna había cesado y el día se había aclarado un poco, y ella se alegró, porque podía caminar un poco más. ¿Quién hubiera pensado que iba a disfrutar de dar largos paseos? En Wesloria nunca había tenido la oportunidad de caminar mucho. Siempre había carruajes, caballos y guardias por todos lados. Sin embargo, le gustaba tanto que le había pedido a Lordonna que le consiguiera unas botas fuertes para caminar. Su dama de compañía le había dicho que lo haría de inmediato, pero se había quedado preocupada, como si pensara que no era decoroso que las princesas deambularan por el campo.

Probablemente, lo era.

Lo que a ella le encantaba de sus paseos era que, además de tener algo que hacer, nadie la molestaba. No parecía que nadie se fijara en ella. Incluso sus dos guardias weslorianos, que formaban parte de su comitiva para ocuparse de su seguridad, habían concluido que no había ningún peligro en que caminara por allí, y se quedaban sentados a la salida del establo con los mozos ingleses a hacer apuestas mientras ella paseaba.

Se ponía siempre un sencillo traje de color marrón para sus paseos. Era el único de su amplio guardarropa que soportaba ver sucio o húmedo. Llevaba un chal y un abrigo corto igualmente sencillos. Le encantaba la idea de parecer una muchacha de granja que iba camino al mercado. Tal vez algún día caminase hasta el pueblo y volviera con un pollo. ¡Qué divertido sería! ¿Se fijaría alguien en ella?

Le gustaba su nuevo anonimato. Nunca había tenido la libertad de vagar sola por el mundo y, cuando se lo había consultado a Beck, él se había reído y le había dicho:

—Está en Devonshire, alteza. Aquí no pasa gran cosa.

La mayor parte de los días deambulaba por la carretera, como aquella mañana, deteniéndose de vez en cuando para apoyarse en la valla de piedra y mirar a las ovejas. La entrada de la escuela estaba marcada con un antiguo arco de piedra justo en el punto donde el sendero se cruzaba con la carretera principal que atravesaba este valle. Ella salió a la carretera y se giró para admirar los querubines que había tallados en la piedra. No podía imaginarse por qué el propietario de una finca tan modesta pensaría en instalar un arco tan celestial.

Estaba estudiando a los querubines en busca de alguna pista y no se dio cuenta de que se acercaba un jinete a gran velocidad por una curva de la carretera. Cuando se dio la vuelta, al oírlo, el caballo estaba casi encima de ella. Dio un grito y saltó a una zanja poco profunda que estaba junto al cercado de piedra, sujetándose la capota para que no se la arrancara el remolino de viento que dejaba el caballo a su paso. Se le subió el corazón a la garganta al darse cuenta de que era la Parca, que pasaba rugiendo y echándole barro al vestido y a la cara. El mismo ser que había estado a punto de chocar con su carruaje.

Ella gritó de la sorpresa y del miedo, y el jinete se alejó a varios metros de ella. Hizo girar a su montura y trotó unos metros para mirarla más de cerca.

Era un hombre grande, de hombros muy anchos. Llevaba una capa negra y un sombrero calado hasta la frente. Tenía una barba oscura, sin recortar. Y no se bajó del caballo para ayudarla. Cuando quedó claro que no iba a hacerlo, ella salió por sus propios medios de la zanja. Por un momento, pensó que el jinete ni siquiera iba a dignarse a hablarle, pero él dijo:

—Perdón.

Ella se quedó boquiabierta.

—¿Perdón? ¿Eso es lo único que tiene que decir? Podía haberme matado. Mi cuerpo podía haber estado en esta zanja durante días hasta que alguien me encontrara.

—Cualquier paseante habría visto con claridad un cadáver en esa zanja.

—¡Ha estado a punto de arrollarme!

—Quizá se lo haya parecido, pero le aseguro que no me acerqué a usted. En cuanto la vi, me desvié hacia la izquierda. ¿Está herida?

—¡No! —exclamó ella, y se puso a sacudirse las salpicaduras de la parte delantera del vestido—. Pero estoy llena de barro, por mucho que usted haya girado a la izquierda.

—Me disculpo de nuevo —dijo él, y la señaló con un dedo enguantado, haciendo un movimiento circular—. Tiene algo en la mejilla.

Ella se llevó la mano a la cara para quitarse el barro.

—No, en la otra.

Ella se frotó con enojo la mejilla.

—Debería tener más cuidado.

—Estoy de acuerdo. Debería tener más cuidado con muchas cosas. Y usted no debería quedarse parada en medio de la carretera.

Lo dijo como si la culpa de lo ocurrido fuera completamente suya.

—No estaba parada en medio de la carretera, estaba caminando. Me había detenido.

—Lo cual forma parte de estar parada.

Ella no daba crédito.

—Puede estar seguro, señor, de que si hubiera sabido que la Parca estaba a la vuelta de la esquina, no me habría detenido.

—La Parca —repitió él, y dio un resoplido.

Se sacó un reloj del bolsillo, lo miró y volvió a guardarlo.

—Me disculpo de nuevo por haberla asustado. Si está sana y salva, señora, la dejaré para que siga paseando y deteniéndose.

Y, sin más, se tocó el ala del sombrero y espoleó a su caballo, y salieron al galope levantando una lluvia de barro y agua.

Ella no lo podía creer. Se miró el vestido lleno de barro. Y, para colmo de males, empezó a llover. Estaba mucho más cerca de la escuela que de la casa de los Iddesleigh, así que retrocedió.

Unos minutos después, entró en el vestíbulo del edificio e, inmediatamente, se quitó el gorro y el abrigo, que estaban empapados. El señor Roberts salió del aula y se quedó asombrado al verla.

—No se preocupe por mí, señor Roberts. Ha estado a punto de atropellarme un jinete en la carretera.

—¿Cómo? ¿Se encuentra bien?

—Sí, estoy bien. Solo un poco mojada y embarrada. ¿Puedo sentarme en su despacho hasta que deje de llover?

—Sí, por supuesto. Debería tomar un poco de té para entrar en calor. Venga, por favor —dijo él, haciéndole un gesto para que lo siguiera al despacho.

Se acercó a la pequeña chimenea de la sala y tomó una tetera que había en el hogar.

—Por favor, no se moleste, señor Roberts. Tiene que ocuparse de sus estudiantes.

—Las chicas están haciendo ejercicios en sus pizarras. Voy a calentar un poco de agua para el té.

—No es necesario. En cuanto escampe me iré.

Él dejó la tetera. Se acercó a la única silla que había en el despacho y la vació para que ella pudiera sentarse.

—Le pido disculpas por el desorden del despacho. Estoy un poco abrumado por el número de estudiantes. Tenemos seis más de las que pensábamos y me temo que me he retrasado un poco con el papeleo.

Oyeron risas desde el aula.

—Hay bastantes papeles, sí —comentó Amelia.

Él suspiró.

—Son cartas de padres interesados, la mayoría. Quieren que sus hijas vengan a la escuela. Yo quiero anotarlas a todas y llevárselas a su señoría para que él disponga. Pero no podemos aceptarlas sin tener más espacio y más profesores. Ya hay muchas niñas.

—¡Eso no puedes hacerlo, Tilly!

El señor Roberts asomó la cabeza por la puerta del despacho.

—¡Los ojos en sus pizarras, jovencitas! Las veo a todas muy claramente —dijo él. Después, se volvió hacia Amelia—. Le pido perdón, pero…

—Quizá yo pudiera serle útil —dijo ella, de repente, sin saber lo que hacía. No era propio de ella. Sin embargo, le gustaba caminar, le gustaban las niñas y le caía muy bien el señor Roberts—. Tengo una excelente escritura y sé varios idiomas. Yo podría hacer la lista.

El señor Roberts se quedó desconcertado.

—Pero… usted es la invitada de lord Iddesleigh.

—Durante todo el verano. Y no tengo nada con lo que ocuparme. Por favor, señor Roberts. Me gustaría ayudar, si puedo.

—¡Se lo voy a decir al señor Roberts! —gritó una de las niñas.

El profesor se tambaleó de repente hacia el escritorio.

—Sería un viejo tonto si rechazara cualquier oferta de ayuda —dijo, y tomó las cartas—. Si pudiera revisarlas y contabilizar cuántas niñas solicitan la admisión, anotar de qué pueblos son y cómo se llaman, le estaría más que agradecido.

Rebuscó y encontró papel y lápiz.

—Ya está. Con esto tengo todo lo que necesito —dijo Amelia—. Vaya con las estudiantes, señor Roberts.

—Gracias, señorita Ivanosen. Se lo agradezco —dijo él.

La dejó y fue al aula. Ella lo oyó reprender suavemente a una estudiante que se había levantado de su sitio.

Se acomodó en la silla y recogió la pila de cartas. Las dos primeras eran simples solicitudes de información sobre la escuela. Uno de los padres escribía que, aunque su hija sí había recibido educación, sus estudios se habían limitado a las tareas domésticas, y que se había enterado de que en la Escuela Iddesleigh para Niñas enseñaban ciencias a sus pupilas. Quería que su hija tuviera la oportunidad de entender la ciencia.

Aquello la sorprendió. Ella había recibido la misma educación que los niños: ciencias, idiomas, aritmética, astronomía…