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¿Qué mujer no sentiría calor y se ruborizaría si Titus Alexander la miraba así? Roxanne Carmichael había formado parte de un grupo musical de gran éxito y estaba acostumbrada a que la mirasen miles de ojos, pero en esos momentos en los que se dedicaba a fregar suelos una mirada condescendiente del duque de Torchester era suficiente para hacer que le ardiese la sangre de ira… ¡y de atracción! Titus no soportaba a las personas mentirosas y nunca bajaba la guardia, pero su nueva sirvienta estaba haciendo que su autocontrol se tambalease con sus increíbles piernas y su traviesa boca. Titus sabía que solo había una manera de sacársela de la cabeza, y era metiéndola en su cama.
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Seitenzahl: 166
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Sharon Kendrick. Todos los derechos reservados.
EL DUQUE Y LA CANTANTE, N.º 2216 - marzo 2013
Título original: Back in the Headlines
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2675-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Era el club nocturno más sórdido en el que había entrado nunca y Titus Alexander no pudo evitar estremecerse, le daba asco. Ajeno a las miradas curiosas que atraía su aspecto aristocrático, se sentó en una silla endeble y miró a su alrededor.
El local estaba lleno de gente con la que no habría querido encontrarse por la calle en medio de la noche y las camareras iban vestidas de manera que habría podido considerarse sexy si no hubiesen tenido todas unos quince kilos de más. Se quedó inmóvil al encontrarse peligrosamente cerca de la cara un enorme par de pechos y vio cómo le servían una copa que no pensaba ni tocar. Y luego volvió a preguntarse quién en su sano juicio querría trabajar en un antro así.
Apoyó la espalda en el respaldo de la silla, miró hacia el escenario y se recordó que no estaba allí para criticar el sitio, sino para ver a una mujer. A una mujer que...
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de un piano y por el discurso farragoso del presentador.
–Señoras y caballeros. Esta noche, me enorgullece presentarles a una leyenda de la canción. Una mujer que ha sido número uno en quince países. Una mujer que, con su grupo, The Lollipops, consiguió una fama con la que cualquiera de nosotros ni siquiera podría soñar. Se ha codeado con la realeza y con políticos, pero esta noche es solo para nosotros. Así que, por favor, un aplauso para la bella y prodigiosa... ¡Roxanne... Carmichael!
El aplauso en el club medio vacío fue esporádico y Titus dio un par de palmadas mientras veía cómo salía una mujer al escenario y todo su cuerpo se ponía tenso.
Roxanne Carmichael.
Frunció el ceño. ¿De verdad era ella?
Había oído hablar mucho de aquella mujer. Y había leído mucho de ella. La había visto en la portada de alguna revista vieja, mirándolo con sus ojos de gata, y con aquel cuerpo de líneas elegantes con el que había anunciado de todo, desde diamantes hasta chubasqueros. Roxanne Carmichael representaba todo lo que él despreciaba, con su llamativa belleza y una larga lista de amantes. Porque él, con respecto al sexo, tenía la misma doble moral que muchos de su clase. No estaba seguro de lo que había esperado encontrarse al verla en persona por primera vez, pero sí sabía que no había imaginado que se le encogería así el estómago del deseo. Y todavía no entendía el motivo.
Tal vez era porque aquella mujer no se parecía en nada a la provocativa criatura cuyo grupo de música había tenido éxito internacional unos años antes. Por aquel entonces iba vestida con unas medias rotas y un uniforme de colegiala con la falda demasiada corta, y siempre iba chupando de manera provocadora un chupa-chups. Según había ido aumentando su éxito, el grupo había eliminado de su imagen los chupa-chups y los uniformes, pero había seguido vistiéndose de manera sexy. Era el tipo de mujer que uno nunca llevaría a casa para presentársela a su madre. Sin duda alguna, Roxanne Carmichael había estado a la altura de su reputación de chica rebelde.
Recorrió su cuerpo con la mirada. No había engordado con el paso de los años. De hecho, a excepción de la deliciosa curva de sus pechos, que Titus dudaba que fuesen naturales, estaba bastante delgada. Sus marcados pómulos se veían enfatizados por unas profundas ojeras y tenía la mandíbula afilada. La melena que antaño había brillado con multitud de reflejos de todos los colores era en esos momentos una cortina de un natural rubio oscuro que le caía sobre los hombros.
Pero sus ojos seguían siendo igual de azules y sus labios todavía parecían capaces de incitar a un hombre a pecar. A pesar de los vaqueros desgastados y la camiseta con lentejuelas, Titus tuvo que admitir que se movía con una gracia natural, aunque pareciese cansada. Hastiada. Como una mujer que hubiese visto demasiado. «Seguro que ha visto demasiado», pensó él mientras la veía tomar el micrófono y acercárselo a los labios color escarlata.
–Hola a todo el mundo –dijo, mirando alrededor de la sala–. Soy Roxy Carmichael y esta noche estoy aquí para entretenerlos.
–¡Puedes venir a entretenerme cuando quieras, Roxy! –gritó un hombre desde el fondo del club.
Y alguien rio.
Hubo una pausa. Titus pensó que Roxanne iba a cambiar de idea. Por un instante, le pareció casi vulnerable. Era como si alguien la hubiese hecho subir a aquel escenario por error y no supiese qué tenía que hacer. Y entonces abrió la boca y empezó a cantar y, a pesar de todo, él se emocionó al oír la primera nota. Se puso cómodo en su silla y mientras la escuchaba, sintió que sus sentidos se despertaban sin su permiso. Así que tenía talento de verdad.
La actuación pasó entre nubes. Roxanne cantó acerca del amor y la pérdida. Echó la cabeza hacia atrás, como en un éxtasis silencioso y Titus volvió a sentir tensión en la bragueta. La última canción terminó con un suave suspiro y él tuvo que salir del encantamiento en el que había estado sumido. Tuvo que dejar de imaginarse aquellos increíbles labios cantando por su cuerpo y recordar quién era aquella mujer en realidad. Una fulana a la que solo le interesaba el dinero. Se preguntó cómo podía ser tan despiadada, cómo podía estar tan desesperada para robarle el marido a otra mujer solo por dinero.
Roxanne terminó la actuación bruscamente, abrió los ojos después de la última canción como si acabase de despertar de un sueño y le sorprendiese encontrarse en aquel tugurio. Agradeció el breve aplauso cantando otra canción y poco después desapareció.
El pianista fue en dirección a la barra, la polvorienta cortina de terciopelo cayó y Titus se levantó y se puso el abrigo, era extraño, pero se sentía sucio. Era como si el aire cargado del local se le hubiese pegado a la piel y se sintió aliviado al salir al exterior y respirar el aire frío de la noche.
Dio la vuelta al edificio y llamó a una puerta, donde apareció una mujer gruesa, de mediana edad.
–¿En qué puedo ayudarlo?
–Me gustaría ver a Roxy Carmichael.
–¿Lo está esperando?
–No exactamente.
La mujer frunció el ceño.
–¿Es periodista?
Titus sonrió con ironía. ¿Acaso tenía aspecto de periodista? Negó con la cabeza.
–No, no soy periodista.
–Roxy no recibe visitas –le dijo la mujer.
–¿Está segura? –le preguntó Titus, sacándose la cartera y ofreciéndole un billete–. ¿Por qué no se lo vuelve a preguntar?
La mujer pareció dudar un instante antes de tomar el billete y metérselo en el bolsillo del vestido.
–No le prometo nada –le advirtió, haciendo después un movimiento de cabeza para indicarle que la siguiera.
Titus entró y cerró la puerta tras de él. Sabía que podía haber esperado. Que podía haber ido a ver a Roxanne Carmichael por la mañana para darle la noticia a plena luz del día, en su territorio. Pero estaba encendido y quería terminar con aquello esa misma noche. Además, nunca le había gustado esperar, y en esos momentos en los que tenía el control del patrimonio familiar, no tenía por qué hacerlo.
La mujer, que llevaba puesto un vestido de flores, se había detenido y estaba llamando a una puerta.
–¿Quién es? –preguntó Roxy con voz sensual.
–Margaret –dijo la otra mujer.
Roxanne, que estaba sentada frente al espejo, desmaquillándose, se giró en la silla e intentó que no se le notase que estaba desanimada, pero no era fácil. No había sido precisamente la mejor noche del mundo. No había nada peor que cantar en un local medio vacío para un público borracho. El Kit-Kat Club estaba en horas bajas y ella no había conseguido atraer público. Y el dueño ya le había advertido esa mañana que no toleraría ningún fracaso.
Se dijo a sí misma que no era nada personal, que la industria musical siempre había sido así. Ella había conseguido tener suerte al principio de su carrera y no debía olvidarlo, pero estaba cansada. Agotada. Tenía una horrible sensación de vacío y un cosquilleo en la garganta que no se le quitaba.
Contuvo un bostezo y miró a la mujer que había en la puerta.
–¿Qué pasa, Margaret?
–Hay un caballero que quiere verte.
¿Un caballero? Roxanne dejó el trozo de algodón mojado que tenía en la mano encima del raído tocador y sonrió. En el pasado habían sido miles las personas que la habían esperado a las puertas del camerino. Hombres que querían acostarse con ella y chicas que la habían admirado, aunque todavía no entendía por qué. Había necesitado un equipo de seguridad para controlar a la multitud, pero eso formaba parte del pasado. Últimamente eran pocas las personas que iban a verla. Se preguntó si se trataría de su padre con otro de sus ridículos planes para que volviera. Apretó los labios. Antes o después iba a tener que plantearse seriamente su futuro.
–¿Te ha dicho cómo se llama? –preguntó–. ¿No será un periodista?
–Dice que no. Y no lo parece. Es... –Margaret bajó la voz antes de añadir–: guapo.
Roxanne sacudió la cabeza.
–Los chicos guapos no me interesan, Margaret.
–Y rico –murmuró la otra mujer.
Al oír aquello, Roxy se quedó callada, porque a veces era difícil olvidarse de algunos sueños. ¿Todavía era posible que el suyo se hiciese realidad? ¿Podía ser que alguien se hubiese dado cuenta de que todavía tenía talento?
Se alisó el pelo y dijo:
–¿Por qué no le haces pasar?
Titus, que había oído toda la conversación, apretó los labios. ¿Qué había esperado? Con solo hablarle de dinero, Roxanne había cambiado de actitud. Había mujeres que eran capaces de todo por dinero y aquella era una de ellas.
–Puede entrar –le dijo Margaret, pero Titus ya lo estaba haciendo.
Todavía sentada, Roxy abrió mucho los ojos al ver a un hombre alto entrar en el pequeño camerino. Sintió varias cosas distintas al verlo allí, cerrando la puerta tras de él. De una de ellas casi se había olvidado, hasta que lo miró a los fríos ojos.
Era deseo.
Tragó saliva. Deseo era lo último que quería, o que necesitaba. La sangre empezó a arderle en las venas y, de repente, tuvo claustrofobia. Quiso salir, huir de lo que estaba sintiendo. Quiso escapar de aquellos ojos grises, penetrantes, que habían hecho que se le acelerase el corazón.
–No recuerdo haberle dicho que cerrase la puerta –comentó.
Titus la miró y sonrió, sabía que tenía la capacidad de hacer que las mujeres cayesen rendidas a sus pies. No la explotaba, pero, en ocasiones, la utilizaba.
–Tal vez no quiera que todo el club se entere de lo que le voy a decir –respondió en voz baja.
Roxy estuvo a punto de contestarle que no iba a tolerar amenazas veladas de un extraño, pero no fue capaz de hablar. No supo si era por el aspecto o por la manera de comportarse de aquel hombre, o por su frío y aristocrático acento. Fuese lo que fuese, se quedó sin habla y con la mirada clavada en él, incapaz de apartarla.
Era muy alto e iba vestido con un abrigo de cachemir oscuro, y Roxy pensó que nunca había visto a un hombre con semejante presencia. Y eso que se había pasado la vida trabajando en una industria en la que tener carisma era algo habitual...
Tenía un cuerpo en el que cualquier mujer se habría fijado, lo mismo que en su ropa cara, aunque las mujeres solían interesarse más por los rostros. Y aquel era el más impresionante que había visto nunca. Los marcados pómulos parecían esculpidos y las duras líneas contrastaban con los sensuales labios, que no sonreían. El pelo era oscuro y grueso, como la melena de un león, pensó Roxy. Aunque no era lo único que tenía aquel hombre de rey de la selva, también se movía con la gracia y la fuerza de un poderoso depredador, como si todo lo que hubiese ante él fuese suyo.
Roxy no reaccionó ante su serio escrutinio, o al menos, no se le notó. Tenía el corazón acelerado, pero siempre se le había dado bien ocultar sus sentimientos. Era una experta. Había tratado con suficientes hombres en el pasado como para saber que todos eran iguales. Y que, inevitablemente, solo pensaban en una cosa y cuando la conseguían, se olvidaban de una. Así que no iba a sentir pánico porque un tipo rico hubiese entrado a verla.
Le dio la espalda y se miró al espejo para quitarse el pintalabios con un trozo de algodón. Porque era evidente que aquel hombre no era un empresario.
–¿No cree que debería haberse presentado antes de entrar?
Titus no estaba acostumbrado a que le diesen la espalda. Frunció el ceño.
–Me llamo Titus Alexander –dijo, estudiando el rostro de Roxy para ver si reconocía su nombre, pero no.
Siguió quitándose el pintalabios muy despacio. Y, de repente, él se preguntó a qué sabrían aquellos labios. Si su efecto sería el mismo que el de su voz al cantar.
–¿Qué puedo hacer por usted, señor Alexander? –le preguntó ella en tono aburrido.
Titus no se molestó en corregirla acerca de su título. Sabía por experiencia que era mejor mantener aquello oculto el máximo tiempo posible. En especial, a las mujeres.
–Quiero hablar con usted.
–Pues hable.
–Preferiría que me mirase para hacerlo.
Ella lo miró a los ojos a través del espejo.
–¿Por qué?
«Porque tienes unos ojos tan azules que quiero verlos de cerca», pensó Titus sin darse cuenta, antes de apartar aquella idea de su mente. Roxy Carmichael era una estrella caída, una mujer que salía con hombres casados y a la que solo le interesaba el dinero.
–Pensará que soy un anticuado, pero preferiría no tener que hablar con su espalda –le contestó él.
Con los labios limpios, Roxy se giró lentamente.
–¿No? –le preguntó en tono sarcástico.
Y Titus volvió a notar que se excitaba y, por un instante, deseó haber mantenido la boca cerrada. Porque en ese momento se distrajo con sus pechos, que se apretaban contra la camiseta de lentejuelas como rogándole que los tocase. Hizo un esfuerzo por apartar la mirada y la miró a los ojos.
–Creo que conoce a Martin Murray.
Roxy se encogió de hombros.
–Conozco a mucha gente.
–Pero a él tengo entendido que lo conoce bastante bien –le sugirió Titus.
Roxy entendió lo que quería insinuar, pero no respondió.
–Eso no es asunto suyo.
–Sí que lo es.
Roxy tiró el último trozo de algodón a la papelera y se puso en pie. Todavía no se había quitado los tacones.
–Mire, es tarde, estoy cansada y quiero marcharme a casa. Por qué no va directo al grano y me dice qué quiere y por qué me habla en ese tono tan crítico.
–Tal vez porque tengo derecho a hablarle en tono crítico –replicó él–. Da la casualidad de que está subarrendando ilegalmente uno de mis apartamentos.
Roxy levantó la cabeza, pero algo en su expresión hizo que se le acelerase el pulso.
–No diga tonterías –replicó–. Es la primera vez que lo veo en toda mi vida. Usted no es mi casero.
–¿No?
–Por supuesto que no. Conozco a mi casero.
–Vive en el apartamento que hay en el piso más alto de una casa grande en Notting Hill Gate, ¿verdad?
Roxy se preguntó preocupada cómo podía aquel hombre saber dónde vivía, no obstante, lo miró desafiante.
–¿Me ha estado siguiendo?
Titus se echó a reír al oír aquello.
–En sus sueños, cariño. ¿Cree que soy el tipo de hombre que necesita seguir a una mujer, por no decir a una cantante de segunda categoría que está pasando por tan mal momento que tiene que cantar en lugares como este?
A Roxy le dolió oír aquello, pero siguió sin reaccionar.
–Entonces, ¿cómo sabe dónde vivo? –le preguntó en tono retador.
–Ya se lo he dicho. Soy el dueño del apartamento en el que vive, de toda la casa.
–Eso no es posible. El apartamento es de Martin.
–¿Eso le contó? –preguntó Titus–. ¿Fingió que era rico para llevársela a la cama? ¿No sospechó usted que podía estar mintiendo? Porque eso es lo que hacen los hombres casados. Mienten a sus esposas y mienten a sus amantes. A las esposas suele importarles porque tienen una familia por la que preocuparse, pero las amantes saben que forma parte del juego. Por eso lo permiten, como permiten muchas otras cosas. Por eso pienso que las mujeres que intentan robarle el marido a otra mujer no tienen moral, ni escrúpulos tampoco.
Roxy se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros para que no se notase que le estaban temblando y negó con la cabeza.
–Yo nunca he intentado robarle el marido a nadie.
–¿No? –inquirió él, arqueando las cejas–. ¿Solo permitió que le pusiesen un nidito de amor?
–¡Eso no es así!
–Me da igual cómo sea –replicó Titus–. Lo único que me importa es que uno de mis empleados ha estado alquilándole uno de mis apartamentos de manera ilegal y quiero que se marche.
–¿Su... empleado? –repitió Roxy–. Nunca he oído hablar de usted, señor Alexander. ¿Cómo puedo saber que no me está engañando?
–Tal vez esto la ayude a convencerse de que le estoy diciendo la verdad –respondió él, sacándose una tarjeta de visita del abrigo de cachemir.
Roxy se sacó la mano del bolsillo para tomarla. Era una tarjeta de calidad, cara, como todo en aquel hombre. Una tarjeta que decía: Titus Alexander. Duque de Torchester.
Las letras se desdibujaron delante de ella y le temblaron las rodillas. Hacía mucho rato que había comido y se sentía débil, pero sabía que no podía mostrar debilidad delante de aquel hombre. Lo miró a los ojos, con el corazón todavía acelerado.
–¿Es usted... el duque de Torchester?
–Sí, soy el duque de Torchester –le dijo él–. Y Martin Murray era el contable de mi difunto padre. ¿Ya está haciendo memoria, señorita Carmichael? ¿Le suena mi nombre?
¡Por supuesto que le sonaba! Roxy asintió, pero se obligó a no cambiar de expresión, a permanecer impasible. Porque recordaba muy bien lo que había oído decir del joven duque: que era un hombre implacable y despiadado, que había nacido en una cuna de oro y que las mujeres lo adoraban.
Roxy estudió la perfección de su boca y la frialdad de sus ojos grises y pensó que era probable que las mujeres lo adorasen. Imaginó que sería fácil enamorarse de un hombre como Titus Alexander. Como también era fácil imaginarse a este rompiéndole el corazón y haciéndole daño a la mujer que cometiese el error de hacerlo.
–No lo entiendo –comentó.
–¿No? ¿Qué es precisamente lo que la sorprende?
–Es el apartamento de Martin.
–¿Eso le dijo?
Roxy asintió, pero en ese mismo instante empezó a entender todas las cosas que, hasta entonces, no le habían cuadrado. Por qué Martin había insistido siempre en que le pagase el alquiler en efectivo. Y por qué le había pedido que, si alguien le preguntaba, dijese que solo estaba cuidando el apartamento una temporada.
–Eso me dijo.
–Pues estaba mintiendo. Es un mentiroso en el que mi padre cometió el error de confiar. El caso es que mi padre ya no está y Martin Murray ya no trabaja para mi familia. Ahora estoy yo al frente de todo y voy a arreglar todos los líos que su amante hizo con mis propiedades –le explicó, mirándola con los ojos brillantes–. Unas propiedades que van a dejar de ser refugio de vagos y buscavidas. Así que quiero que se marche del apartamento de aquí a finales de semana.
Roxy sintió un miedo paralizador, pero luchó contra él como estaba acostumbrada a hacer siempre. Sabía que si se rendía a él estaría perdida y eso no podía ocurrir. Se aclaró la garganta e intentó hablar con tanta frialdad como él.
–Yo creo que las cosas no funcionan así. Por ley, tiene que darme algo más de una semana de preaviso.